NOVAL, Joaquín
Temas
Fundamentales de la Antropología
(Universidad de San Carlos de Guatemala.
Facultad de Humanidades. Departamento de Publicaciones. Biblioteca del
Estudiante de Humanidades, n.° 2, septiembre de 1966, pp. 80)
CONTENIDO DE
LA OBRA
En el prefacio dice el autor que se trata de una colección de resúmenes antropológicos, escrita hace ya algún tiempo, y que -a pesar de que algunos datos hayan podido envejecer «un tanto»- publica «creyendo que, en un país en el que la enseñanza de la antropología recién se inicia, aún puede desempeñar su modesto papel». Muestra su agradecimiento a Vere Gordon Childe, Richard N. Adams y Jorge Luis Arriola, por la colaboración que le prestaron: los dos primeros como maestros y el último como editor. En una nueva edición, que lleva el mismo título -de la Editorial Universitaria Guatemalteca, Col. Estudios Universitarios, vol. 20, 1972-, este prefacio sigue teniendo la misma fecha de 1966, pero ya no se cita a Vere G. Childe, sino que, en su lugar, aparece Sol Tax.
El Índice de la obra es el siguiente:
I.
El hombre en el registro del tiempo.
II.
Las variedades humanas.
III. Avances
prehistóricos.
IV. Las
disciplinas antropológicas.
V.
El concepto de cultura.
I. El hombre en el registro del tiempo
En
este estudio sobre el hombre «último animal que se presentó en el registro
geológico» (p. 11), el autor comienza afirmando que la historia de la tierra es
narrada por la cosmología, que va desde la formación del planeta hasta la de
sus primeros océanos; y la geología, que se inicia con el surgimiento de las
rocas sedimentarias y llega hasta el presente. «La primera es altamente
especulativa. La segunda se conoce con mayor precisión. De ésta diremos algunas
palabras» (p. 7).
Después de enumerar las eras y
periodos en que los geólogos dividen una historia de más de dos mil quinientos
millones de años, llega al pleistoceno o edad del hielo, que se inició hace
alrededor de un millón de años, caracterizado especialmente por las
glaciaciones tanto en el Nuevo como en el Viejo Mundo. «Sólo nos interesan aquí
las segundas, por haber sido allí donde se presentó primero la especie humana.
El hombre vino a América cuando ya había adquirido sus características
anatómicas actuales» (p. 7).
Posterior al último de los cuatro
avances importantes de los hielos -hace veinticinco mil años-, hubo una serie
de ajustes del clima, durante los primeros quince mil años, de manera que en el
planeta prevalecen condiciones parecidas a las actuales desde hace unos diez
mil años -periodo llamado holoceno o reciente-. Aunque quizá la tierra vaya camino
de su quinta glaciación, en cuyo caso se encuentra aún en el pleistoceno. «En
cualquier caso, el pleistoceno es el periodo del desarrollo del hombre hasta su
forma actual» (p. 8).
Así se afirma una evolución que va
de los protozoarios y metazoarios del periodo precambriano, a los mamíferos del
terciario, y de éstos al animal humano. «Hay dos problemas que considerar en
relación con la formación y el desarrollo de la vida (...), el del origen de la
vida no está resuelto por las ciencias físico-químicas y biológicas
particulares, aunque se ha avanzado bastante en su formulación lógica» (p. 9).
No hay cabida, por tanto, para ninguna otra forma de plantear la cuestión que
ésta estrictamente materialista. Y la teoría que presenta a continuación es el
ensamblaje de las hipótesis de tres autores.
De Albert Ducrocq -La lógica de
la vida- toma que, probablemente, la tierra primitiva se componía de
hidrógeno, carbono, nitrógeno y oxígeno, como el medio fluido actual.
De A. I. Oparin -El origen de la
vida- recoge que «en las potencialidades del carbono y en su capacidad para
combinarse con hidrógeno, oxígeno y nitrógeno se halla el ‘resorte oculto’ que
puede generar la materia orgánica no viviente», distinta de los organismos
vivientes, pero también de la materia inorgánica. Y de la misma manera que el
carbono es potencialmente capaz para la formación de materia orgánica no
viviente, ésta en determinadas circunstancias es capaz «de permitir una
evolución que conduzca al origen de la materia viva» (p. 9).
Y dadas las condiciones para el
surgimiento de la vida (afirma sin más), ésta comenzó cuando los elementos que
constituyen el protoplasma se combinaron y formaron cuerpos coloidales capaces
de originar los tres grupos de procesos básicos (según Max Hartmann) de la
vida: los cambios continuos de materia y energía con su ambiente, las
manifestaciones de excitación, y sufrir y originar cambios de forma.
A pesar del recorrido hecho,
reconoce que el origen de la vida continúa desafiando el conocimiento, ya que
la ciencia todavía no ha logrado determinar la estructura atómica y molecular
del protoplasma, «unidad de materia situada al pie del árbol de la vida» (p.
10).
El
otro problema es el de la evolución, dilucidado en sus líneas generales, desde
«hace más de un siglo, mediante una serie de trabajos de distintos científicos,
coronados por las investigaciones de Ch. R. Darwin», cuyas proposiciones
fundamentales son: variación radiada de las formas de la vida, adaptabilidad y
selección natural. Con los trabajos de Gregor Mendel -exhumados por los
genetistas modernos a principios de este siglo-, esos mecanismos de la
evolución se incorporaron al pensamiento científico (cfr. p. 11).
Al exponer estos mecanismos, el
autor contradice lo que dijo antes sobre «términos estrictamente científicos», con expresiones como «un número incalculable», «un
lapso de miles de millones de años». Dice, por ejemplo, en p. 11: «la materia
prima sobre la que opera la selección natural es la mutación genética, que
ocurre en los «genes» (o «genos» si se prefiere) y en los cromosomas (...).
Éstas (las mutaciones), en un número incalculable y a lo largo de un lapso de
miles de millones de años, llevaron la materia orgánica desde los protozoarios
hasta el hombre». Y añade, sin introducción alguna y sin posible continuación:
«la entrada de la especie humana en el escenario del mundo no tiene nada de
sobrenatural».
Para la posición taxonómica de la
especie actual del hombre en el reino animal, sigue la clasificación de W. E.
Le Gros en The Fossil Evidence for Human Evolution: está comprendido en
el género «homo», en la familia de los homínidos, éstos en la
superfamilia de los hominoideos, rama de los monos catarrinos, división del
suborden de los pitecoideos, que integra el orden de los primates. «En resumen,
los hombres, como todos los primates, son animales, ya que no podrían ser
vegetales o minerales» (p. 12).
La hipótesis de trabajo no es el
hecho de la evolución del hombre, sino el modo en que haya tenido lugar este
hecho. «Sea cual haya sido el curso de la evolución, el parentesco del hombre
con todos los primates restantes es obvio. Reconocerlo es lo esencial», en
espera de las pruebas que demuestren el curso de esa evolución.
El género homo, que abarca al
hombre actual y al hombre de Neandertal, se incluye por tanto en la especie de
los homínidos, junto con los pitecantropoides de Asia y los australopitécidos
del Sur de África. Aunque éstos no son considerados «antecesores» del hombre
moderno, es posible que del género haya podido surgir una forma que sí sea.
De los pitecantropides, el hombre de
Java (Pithecanthropus erectus) y el hombre de Pekín (Sinanthropus o
Pithecanthropus pekinensis), que vivieron en el sudeste y este de Asia
hace más de seiscientos mil años, podrían estar situados en el árbol
genealógico del hombre actual. A partir de éstos ya no podemos hablar de
géneros distintos, sino de especies distintas, dentro del género homo.
Siguiendo una interpretación
provisional de W. E. Le Gros, dirá que hubo una forma de Homo sapiens
primitiva, en el pleistoceno medio, de la que derivaron las razas actuales y
extintas del hombre moderno y la especie diferente del H. Neandertalensis.
En cuanto al modo de vida de los
homínidos, los de la primera parte del pleistoceno ya habían alcanzado la
postura erguida, dejando indicios del uso del fuego y de utensilios. Hace más
de cien mil años, en extensas regiones del Viejo Mundo habitaban seres que
fabricaban instrumentos. También tenían cierto grado de organización social y
económica que les permitía cazar grandes mamíferos sin arcos ni flechas. Su
empleo de una lengua es una inferencia sólida, y hay evidencia de que
enterraban a sus muertos. A lo largo de los últimos cien mil años el hombre
adquirió sus características anatómicas modernas; hace no menos de veinte mil
años ya había invadido Europa. «Los hombres de las postrimerías del pleistoceno
cuyos restos podemos observar se presentan ya completamente evolucionados. No
se conocen todavía los lugares donde el hombre adquirió sus características anatómicas
actuales, aunque posiblemente no haya sido Europa. No se tiene ni se tendrá
nunca un registro de los homínidos que podrían haber sido antepasados nuestros
(porque, obviamente, no todos lo fueron). No obstante, sabemos que el hombre
surgió de manera lenta y difícil, formándose en virtud del trabajo, y no como
súbito milagro desvinculado del orden universal de los acontecimientos
naturales. El hombre es un fenómeno natural» (p. 15).
Las ideas contenidas en este párrafo
las irá repitiendo el autor y estarán en la base de sus afirmaciones y de sus
preferencias bibliográficas. Llama la atención el hecho de que no haga la más
mínima referencia al plano del espíritu -al alma, al entendimiento, a la
voluntad, a la libertad-, al hablar del Homo sapiens.
Pero sí aparece la teoría marxista
del trabajo, como acto realmente humanizante o productor de lo humano (cfr. Introducción
general), con lo que el discurso cambia llamativamente de signo. Hasta este
punto, se contestaba a la pregunta sobre cómo surge la vida con una teoría de
la evolución absoluta, dando como prueba una cronología de la evolución
biológica. Ahora, en cambio, se habla de lo social como si no se diera ningún
salto: lo social también es simplemente biológico, material.
Cita a Engels (El papel del
trabajo en el proceso de transformación del mono en hombre, en Dialéctica
de la naturaleza), que ya en 1876 dedujo algo «que posteriormente habría de
ser apoyado por pruebas abundantes: que el empleo de instrumentos desempeñó en
el proceso evolutivo del hombre un papel de extraordinaria importancia» (p.
15). El primer gran paso de la evolución humana fue la marcha erguida. Las
extremidades anteriores se convirtieron en un plazo de milenios en manos
-órgano del trabajo y fruto también de él-, capaces de ejecutar operaciones muy
complicadas y precisas, y cuyo desarrollo influyó en el de todo el organismo.
El propio cerebro, necesario -lo mismo que los sentidos- para dirigir la
actividad de las manos, también se desarrolló a saltos con la influencia del trabajo.
Es posible que el lenguaje haya influido en el proceso, y haya recibido a su
vez la poderosa influencia del trabajo ejecutado en grupos. Los homínidos
llegaron a una etapa avanzada en el camino de hacerse completamente humanos,
cuando dejaron de utilizar los instrumentos tal y como los encontraban y
empezaron a hacerlos. A partir de entonces el proceso fue mucho más rápido. «El
trabajo verdadero empezó con la manufactura de instrumentos y fue el trabajo la
clave del proceso» (p. 16).
Llega
a decir el autor que tenemos datos de algunos animales, distintos del Homo
sapiens, con ciertos rasgos de los que han llegado a inferirse incluso
creencias de las consideradas espirituales. «Posiblemente ni la ideología sea
un atributo exclusivo del hombre actual» (p. 16). Aún abunda algo más en
pruebas, basadas en la anatomía, morfología, pruebas serológicas..., relativas
al desarrollo del hombre como animal.
Como
era de esperar, el autor -entrando en los «inciertos caminos de la
especulación»- afirma que la evolución no tiene por qué encontrar en el hombre
su punto final; y cierra el capítulo con un epílogo que parecería más propio de
una obra de ciencia-ficción, pero que procede de la teoría marxista del
conocimiento y de su fe en la evolución absoluta: «Podría ocurrir que el hombre
no sea siquiera el producto final del largo proceso. Podría ocurrir que su
creciente conocimiento del mundo natural que lo rodea y del mundo social en
cuya formación las masas humanas han sido un factor tan importante
(conocimiento que le concede progresivamente la libertad de utilizar en su
favor las leyes del desarrollo de la naturaleza y de la sociedad) no lo
emancipe de la férrea necesidad de la evolución biológica. En última instancia,
si la evolución tuvo fuerza suficiente para producir al hombre, ¿por qué no
habría de tener la fuerza necesaria para ir más lejos, en la Tierra o en otro
lugar del Universo, en algún momento por venir?» (p. 17).
II. Las variedades humanas
Es un estudio
de «las grandes variedades geográficas, o razas, en que se ha dividido la
humanidad actual» (p. 19).
No
puede concretarse la antigüedad de las razas, pero debe ser de más de
veinticinco mil años, porque los Cro-Magnon europeos, hoy extintos,
«representan una variedad de Homo sapiens que ya había terminado
de pasar por sus etapas formativas» (p. 19). El concepto de raza no es en los
seres humanos tan preciso como en otros mamíferos, pero es obvio que la
humanidad se ha diferenciado en tipos suficientemente distintos como para
considerarlos razas.
En la antropología física
tradicional, según el análisis de los rasgos físicos que la antropometría mide
comparativamente, las razas se definirían como poblaciones localizadas en
determinadas regiones geográficas, que se distinguen por sus combinaciones particulares
de rasgos físicos. Al estilo reciente de la misma disciplina, utilizando los
estudios sobre la frecuencia de algunos genes en las distintas poblaciones, las
razas vendrían a ser «poblaciones que se diferencian por la presencia de algún
o algunos genes». Estas definiciones no deben considerarse opuestas, sino
complementarias (cfr. pp. 19-20).
Para la antropología tradicional,
las razas principales serían las caucasoide, la mongoloide y la negroide. Cada
una de ellas se divide en varias subrazas. Los aborígenes australianos, a veces
son clasificados en una posición intermedia entre varias razas, y otras veces
-como prefiere el autor- son considerados raza (la australoide) por derecho
propio. Sigue una descripción de las características (estatura, color del pelo
y de los ojos, etc.) y zonas geográficas de cada raza.
Aunque cada una de las tres razas
suele dividirse en tres subrazas o subtipos raciales, se prefiere una división
más amplia que dé más detalles geográficos (de acuerdo con M. J. Herskovits en El
hombre y sus obras). La raza caucasoide se considera compuesta de cuatro
subtipos: el europeo del norte o nórdico; el europeo central o alpino; el
europeo meridional y el mediterráneo de África del Norte; y -hacia el Este- el
dinárico. Peor definidos están los subtipos mongoloides: los malayos de
Indonesia; los chinos del Sur; los del Norte y los mongoles; los siberianos; y,
en América, los indios americanos un subtipo, y los esquimales otro. Los
negroides africanos están divididos en habitantes del Sahara, de origen
negroide caucasoide; los verdaderos negros de la costa de Guinea; las
poblaciones heterogéneas que hablan bantú, de la cuenca del Congo y de África
Oriental; los pueblos khoisan de África del Sur (hotentotes y bosquimanos); los
nilóticos de la región de los Lagos de África Oriental; y los hamitas de la
península etiópica y la región sudeste de la misma. Además esta raza comprende
los pigmeos de la selva del Congo, los andamaneses, los vedas de Ceilán, los
negritos de las Filipinas, los aetas de Sumatra y otros parecidos, y los
negroides milanesios (cfr. pp. 21-22). En este tema hay diferencias entre los
especialistas y todavía quedan algunos tipos -los aínos, los polinesios- que
suelen ser clasificados en posición intermedia.
No resulta fácil la asignación de
una persona a determinada raza, y, particularmente, a una subraza, pues hay que
trabajar con medias estadísticas -con las que se llegan a prototipos ideales,
en cuyo patrón no caben muchas de las personas reales que vemos- y con similitudes,
reflejadas en términos de promedios, que los individuos de una región
geográfica guardan entre ellos y los distinguen de los de otras. Por eso, la
variabilidad individual es mayor dentro de una sola raza que entre dos razas
vistas como conjuntos (cfr. p. 23).
Entre
los criterios que se emplean ahora en los estudios genéticos de las razas, el
más corriente es el de los tipos sanguíneos, que tienen la ventaja sobre los
rasgos físicos externos, de poder expresarse con gran precisión (en porcentajes)
y de su menor variabilidad. Aunque estos trabajos han avanzado poco, los
resultados obtenidos sugieren que las razas de la antropología física
tradicional, también pueden distinguirse por la incidencia diferencial de los
distintos grupos sanguíneos (si bien los aborígenes americanos, mongoloides por
su origen y muchos de sus rasgos físicos, difieren marcadamente de su tronco
original en este aspecto, siguen siendo semejantes a los mongoloides asiáticos
en otros factores de la sangre).
Para
explicar el origen de las razas, los elementos indispensables son: ‘la mutación
genética, que produce variaciones; la selección natural que opera sobre tales
variaciones, de acuerdo con su valor para la adaptabilidad y la sobrevivencia;
la genetic drift, llamada por Juan Comas (Manual de Antropología
física) ‘tendencia genética al azar’ que se manifiesta en las migraciones;
y la mezcla racial» (p. 23).
Las
mutaciones en los genes y los cromosomas producen en los individuos que las
sufren nuevos rasgos físicos, que determinan variaciones en los organismos. En
el remoto pasado de nuestra especie, los seres humanos vivían en grupos
aislados, practicando la endogamia, y facilitando así el emparentamiento
biológico y con él la homogeneización racial. Así, dos grupos separados, aun
partiendo de un tronco común, podrían llegar a distinguirse racialmente en
algún grado.
«Incluso es
posible, como sugirió una distinguida autoridad científica -que el autor no
menciona-, que el primer hombre haya tenido genes de varios tipos para un mismo
rasgo (el color del cabello, por ejemplo), susceptibles de manifestarse
alternativamente en los ambientes adecuados» (p. 24). No se puede deducir por
el contexto qué quiere decir el autor con esa expresión de «primer» hombre.
Por otra parte, como consecuencia de
las emigraciones (terminadas hace unos dos mil anos) desde el Ecuador hasta las
áreas circumpolares, la especie humana ha vivido durante largo tiempo en
ambientes físicos y bajo presiones ambientales diversas, lo que ha favorecido
la diferenciación racial. También han colaborado los distintos climas, la
variedad de recursos naturales y de riqueza mineral.
Otro de los factores importantes es
la «tendencia genética al azar», que se manifiesta en las migraciones. Cuando
una población determinada se separa en dos segmentos, existen muchas
posibilidades de que la proporción de genes para ciertos rasgos físicos del
grupo original se divida en partes desiguales. Esta diferenciación se
multiplica por las nuevas y sucesivas segmentaciones (cfr. p. 25).
El cuarto factor es la mezcla
racial. «Cada vez que dos pueblos se encuentran, cualesquiera que sean las
circunstancias del encuentro y a pesar de su tendencia a aislarse socialmente
en el seno de sus respectivos grupos sociales, se mezclan» (p. 25).
A pesar de todo lo dicho, «los
hombres podrían ser aún más diferentes de lo que son, si no fuera por su
extraordinaria plasticidad, por su habilidad para subsistir con cualquier clase
de alimentos y por su capacidad, única en las especies, para adaptarse a sus
ambientes y a los cambios de éstos por medio de su cultura» (p. 25).
Con esto parece que el autor llega
al momento de afirmar la existencia de la parte espiritual del hombre; pero no:
se satisface con una explicación instrumental de ese fenómeno. Y siguiendo a G.
Childe en Qué sucedió en la historia, dice que a diferencia de los
animales no humanos (que llevan su equipo formando parte de sus cuerpos) el
hombre cuenta con una serie de accesorios no corporales, que fabrica, utiliza y
abandona a su antojo: por ejemplo, tiene dominio sobre el fuego.
Hay una serie de errores, sigue el
autor, que inciden en el concepto de raza, confundiéndola con la manera de
vivir de un pueblo, o con su habla. Y no es así: el grupo sociocultural se
identifica por sus tradiciones y costumbres, la raza por sus rasgos físicos
(cfr. p. 26).
Después
de rechazar la existencia de una raza humana pura se refiere el autor al tema
de la superioridad o inferioridad racial. Los niveles anatómicos, psicológicos
y cultural -lo mismo que las diferencias estructurales del cerebro- aún no han
sido correlacionados satisfactoriamente en lo que concierne a las razas
actuales. El examen comparativo de los cerebros de distintos grupos raciales
todavía no permite sacar consecuencias concretas sobre sus características
mentales ni sobre su capacidad para educarse. Se observa en el autor una
absoluta cerrazón a toda explicación de los fenómenos que no sea de tipo
materialista, instrumental, determinista: ni siquiera se considera posible.
Y no
hay razón científica alguna para negar la existencia de diferencias raciales
con significado, y mucho menos -como han hecho algunos- la existencia de las
razas. De todas formas, esta reacción antirracista «no puede decirse que no se
haya ajustado a la moral popular de nuestro tiempo» (p. 29).
Y con
esta referencia a un tema ya no biológico, introduce el de la existencia del
problema racial, que existe sencillamente porque toma como pretexto la
existencia de simples diferencias físicas externas (cfr. p. 29). La única
solución del problema reside en el cambio de actitud del hombre blanco, que se
va encontrando «muy cerca de una situación en la que lo más juicioso consiste
en saber ceder». Si, desde una perspectiva cristiana, resulta una pobre razón
ésta del simple saber ceder, tampoco acierta cuando, con su mentalidad
marxista, afirma que «quizá sea imprescindible referirse específicamente a la
lucha consciente de los pueblos cuando se predice el fin de la explotación
económica de los seres humanos» (p. 30).
III. Avances
prehistóricos
El tercer capítulo, en el que -advertía el autor en el prefacio- con frecuencia se deslizan los enfoques históricos de V. G. Childe, es una explicación de la evolución en sus aspectos técnicos, basándose en los planteamientos hechos en el capítulo primero (que ahora se toman como absolutamente claros y seguros) y mediante un tanteo de posibilidades (que no deja de desconcertar).
Lo que interesa ahora es lo que pasó en la prehistoria; es decir, en los seiscientos mil años previos a los seis mil de la historia escrita.
Desde que los primeros homínidos aparecen, los arqueólogos ven ciertos utensilios -eolitos- con señales de haber sido utilizados, aunque sin ninguna evidencia que muestre fueron hechos con el fin expreso de servirse de ellos. Más adelante aparecen piedras cuya forma ofrece una razonable seguridad de haber sido lograda artificialmente. Y un poco después aparecen las primeras señales del empleo del fuego.
«Los prehistoriadores designan con el nombre de paleolítico la etapa de actividad homínida que corre paralela al pleistoceno» (p. 32). La piedra fue un instrumento importante, pero también se sirvieron -probablemente- de la corteza, la fibra vegetal, la madera y acaso las pieles, si bien sólo la piedra se ha conservado hasta nuestros días.
Durante el paleolítico inferior y medio -que llegaron a su término hace de 35.000 a 70.000 años- los homínidos empleaban y conservaban el fuego y algunos instrumentos de trabajo.
Y a continuación, el autor encadena una serie de suposiciones, que constituyen uno de los puntos más llamativos del capítulo: posteriormente los instrumentos serían manufacturados en formas variadas y por técnicas diferentes, reflejando las distintas ‘culturas’; hace más de cien mil años hubo homínidos que enterraban a sus muertos, se guarecían en cuevas y vivían en grupos; probablemente ya poseían una lengua; se supone también que tenían creencias de tipo espiritual (cfr. pp. 32-33).
En el paleolítico superior surge la especie Homo sapiens, siendo los avances tecnológicos mucho mayores, con instrumentos más finos y complejos, manufacturados en forma especializada: láminas de piedra; instrumentos de hueso, asta o marfil; el arco (primer instrumento compuesto) y la flecha; indicios de viviendas, agujas, hilo, vestidos de pieles, utensilios de pesca, de caza colectiva, lámparas, intercambio de productos y -en los campamentos- una vida social más desarrollada. En algunas sociedades europeas, un arte altamente especializado (dejaron algunos instrumentos musicales y pinturas notables).
Después vino una etapa de corta duración (de cinco a seis mil años en algunos pueblos), el mesolítico -transición entre el paleolítico y el neolítico-, cuando la edad de hielo llegaba a su fin (convencionalmente se considera que fue hace unos dieciocho mil años). Téngase en cuenta que «las fechas señalan el momento en que aparece por primera vez en el mundo un acontecimiento de gran importancia para la especie humana, pero no son útiles para medir la evolución cultural de todo el orbe» (p. 42).
Algunos grupos mesolíticos lograron adaptar sus técnicas para no cambiar sensiblemente durante largo tiempo y, perfeccionando su vieja economía recolectora, se mantuvieron en ella sin más que algunos cambios y adquisiciones en el instrumental y la técnica (cfr. p. 34).
A lo largo del neolítico se empiezan a manufacturar instrumentos de cobre y zinc, y de cobre y estaño; llega la crónica escrita -aún antes de la invención del alfabeto-, la forja del hierro y la escritura con un alfabeto. Pero éste es ya el período histórico, y vuelve a los comienzos para pasar revista a los logros del paleolítico, que pueden sintetizarse en instrumentos, fuego y lenguaje.
«Fue precisamente el trabajo el factor social que terminó de humanizar a uno de los primates» (p. 34). Tampoco ahora se puede saber qué entiende el autor por este «uno» de los primates.
Los homínidos no inventaron el fuego; lo hallaron encendido por combustión natural, le temieron como todas las bestias, lo domesticaron y conservaron, y finalmente lo pusieron a su servicio, primero para un uso tecnológico general, y luego culinario (cfr. p. 35). Como puede verse, una vez más, ya se aplican sin rodeos a los homínidos términos que significan inteligencia y voluntad.
Sigue una proposición que contradice el sentido común más elemental: el aprendizaje y el lenguaje son cosa aparte de la capacidad de pensar. «Aparte de la capacidad de pensar, lo que distingue a los hombres de los restantes primates es su extraordinaria capacidad de aprender y el empleo de un lenguaje capaz de servir de vehículo a las ideas abstractas. Otros animales son capaces de pensar rudimentariamente, de aprender y de comunicarse, pero incluso los más avanzados entre ellos están separados de los hombres por una brecha insalvable». Pero el autor no explica por qué es insalvable.
La conducta humana se basa en gran medida en el aprendizaje por medio del precepto, con el auxilio de un sistema de símbolos. El lenguaje, sistema de símbolos más característicamente humano que se conoce, juega aquí su papel principal. Pero todavía no sabemos cuál ha podido ser su origen ni a cuándo se remonta.
«Las lenguas de los pueblos contemporáneos considerados primitivos tienen principios definidos para combinar sus fonemas en morfemas, éstos en palabras y éstas en frases y oraciones con significado. Tales principios (...) permiten que la gente exprese en forma gramatical la dilatada variedad de conceptos que tienen significado en su cultura» (p. 36).
El lenguaje es un legado del hombre prehistórico, y tal vez de los homínidos de una etapa bastante lejana del paleolítico. «El examen morfológico de los cráneos de algunas formas homínidas anteriores al Homo sapiens no prueba que esto no pudiera haber ocurrido. Las deducciones sociológicas relativas al significado del factor trabajo en el desarrollo biológico de los homínidos están en el mismo caso, y más bien inducen a pensar que el trabajo ejecutado en grupos, hace ya muchos miles de años, estimuló el desarrollo del lenguaje y de sus correspondientes centros» (p. 37).
En
cuanto a la evolución económica de la producción, el mesolítico no difiere
sustancialmente del paleolítico, al menos en la economía general. Es
recolectora, con cambios de cantidad que preparan los cualitativos del
neolítico; aparecen los instrumentos de obsidiana, el perro empieza a estar
asociado al hombre; probablemente los rudimentos del arte de cuidar las plantas
comenzaron entonces, como una actividad posiblemente femenina, todavía de muy
poca importancia.
Convencionalmente se considera que
el neolítico se inició con la domesticación de las plantas; es decir, con la
invención de la agricultura. La aldea de agricultores más antigua es la de
Jarmo, en Irak, que pudo haber estado habitada alrededor del año 6750 a. C.
Pero es posible pensar en algún poblado anterior, y parece correcto suponer que
la agricultura se inició hace unos diez mil años. Jarmo está enclavada en el
Semicírculo Fértil o Media Luna Fértil (Fertil Crescent en inglés), que
se extiende desde el Golfo Pérsico, en Irán e Irak, hasta Israel y Jordania,
con el punto más alto del arco en el sureste de Turquía. Allí la alfarería
aparece hasta los niveles arqueológicos superiores, y todavía eran importantes
las actividades recolectoras, «de manera que ésta y otras comunidades de su
tipo pueden haber servido de transición entre la vieja economía no productora y
la nueva economía productora de alimentos» (pp. 37-38).
Es, por tanto, la economía el criterio
de distinción entre el paleolítico y el neolítico, según el autor, y no el
pulimento de la piedra, como se decía antiguamente.
Con la invención del cultivo se
asentaron los grupos humanos en determinados territorios, edificaron aldeas, se
hizo posible ejercer algún control sobre el azar, se liberó una parte del
tiempo, se posibilitó experimentar nuevos métodos, mayor seguridad económica,
etc.
Desde los comienzos del neolítico,
hace unos diez mil años, hasta la invención de la forja del hierro, a finales
del segundo milenio a. C., se acumularon cambios trascendentales. «Alrededor
del año 8000 a. C. los pueblos de las colinas del semicírculo fértil y del
noroeste de la India ya sabían lo suficiente para empezar a pasar de la caza y
la recolección de frutas, hierbas, raíces y semillas a la agricultura y la vida
pastoril. Algún tiempo después, al sudeste de Asia, Mesoamérica y acaso las
altas culturas de los Andes, llegarían al mismo nivel. Después de desarrollarse
en estos centros la economía productora de alimentos se difundiría en la mayor
parte del mundo» (pp. 38-39).
Seguidamente se hace una narración
de la cronología de la aparición del cultivo de los principales granos, frutas,
raíces, de la domesticación de los animales, de la alfarería, textiles,
metalurgia, la escritura y el alfabeto. «El neolítico termina al iniciarse el
trabajo de los metales. Alrededor de esa fecha comienzan también los registros
históricos» (p. 41).
IV. Las disciplinas antropológicas
Lo
que se plantea en este cuarto capítulo es determinar el campo de estudio de la
antropología -que, como ciencia, rara vez tiene algo en común con la
antropología filosófica (cfr. p. 43)- y cómo se distingue de otras ciencias
afines.
«La
antropología como rama del conocimiento con cuyo nombre se agrupan varias
disciplinas tiene a su cuidado el estudio del hombre, como primate, y el de sus
creaciones materiales y espirituales que han llegado a formar parte de la vida
social. Su campo aspira a comprender todos los pueblos del mundo y a abarcar el
periodo transcurrido desde que las primeras criaturas parecidas a los hombres
empezaron a dejar vestigios de sus organismos y de su actividad, hasta aquel
punto de futuro humano que pueda ser previsto científicamente» (p. 43).
Esta
descripción materialista la considera presuntuosa y poco precisa a
continuación, prefiriendo tratar de precisar el campo de trabajo de la
antropología, pasando por alto las definiciones. De este modo, el lector no
encontrará ninguna definición de la ciencia de que se trata.
Según
la naturaleza del material de estudio, se divide en «física (biológica) y
cultural». Según la época a la que se refiere el material, en histórica,
contemporánea o ambas cosas a la vez. Además, la antropología ha desarrollado
diversos estudios especializados.
Clyde
Kluckhohn enumeró siete especialidades en la rama biológica y otras tantas en
la rama cultural. Las primeras son la paleontología de los primates o
primatología, la somatología, los estudios de la evolución humana, la
antropometría, los estudios de las razas pasadas y presentes y de las mezclas
raciales, la llamada antropología constitucional y los estudios comparativos
del desarrollo orgánico. Las especialidades culturales son la arqueología,
etnografía, etnología, folklore, antropología social, lingüística antropológica
y los estudios llamados de cultura y personalidad. Pero varias de estas
especialidades representan simplemente los intereses científicos particulares
de algunos especialistas, dentro del terreno más amplio de su disciplina (cfr.
p. 44).
En
Inglaterra suelen reconocerse sólo tres disciplinas: la antropología física, la
arqueología prehistórica y la antropología social o estudio de la organización
de la sociedad. Se concede gran importancia a los materiales etnológicos, pero
hay propensión a olvidar la etnología como ciencia. No reconocen la lingüística
antropológica.
Recoge
también los siete nombres que se leen en el escudo (un mapa del mundo) del Current
Anthropology, órgano de la asociación mundial de antropólogos del
mismo nombre: antropología física, antropología social, etnología, folklore,
lingüística, arqueología y prehistoria. El autor prefiere adoptar cinco de
estas siete disciplinas (el folklore y la prehistoria van implícitas en otras),
pasando a describirlas.
La
antropología física pretende la reconstrucción del pasado biológico de la
especie humana, estudiando los fósiles homínidos y de los primates antecesores
nuestros o emparentados con ellos. Además estudia las variedades o razas
actuales de la humanidad y sus relaciones históricas. Es histórica y
contemporánea al mismo tiempo, y trabaja en los campos físico y biológico. No
deja de relacionarse un poco con el campo social, porque la evolución biológica
que estudia es afectada por el medio social que el hombre ha creado para vivir.
La
arqueología estudia las culturas y civilizaciones extintas, cuyos restos han
sobrevivido a los pueblos que las crearon y se sirvieron de ellas, con el
propósito de reconstruir su historia y el proceso de su cultura. Es
fundamentalmente histórica y cultural. Para muchos arqueólogos el estudio de
cacharros y fragmentos es también el medio de conocer algo de los procesos
sociológicos implícitos en ellos.
La
lingüística antropológica, disciplina de orientación sociocultural, histórica y
contemporánea, tiene un extraordinario desarrollo técnico actualmente. «Estudia
el lenguaje, como abstracción que comprende todos los medios de comunicación
social humana, y las lenguas particulares de todos los pueblos. Su tarea
consiste en registrar y conocer los sonidos, vocabularios, sistemas fonéticos y
estructuras de las lenguas, en clasificarlas de acuerdo con su parentesco y en
reconstruir sus relaciones genéticas e históricas». Los antropólogos lingüistas
se interesan particularmente, a diferencia de sus colegas no antropólogos, por
las lenguas que nunca fueron escritas, pertenecientes a los pueblos llamados
primitivos. Actualmente han avanzado mucho en el estudio de los procesos del
cambio lingüístico y de los factores sociales y culturales implícitos en él.
La
etnología es esencialmente cultural y social, histórica y contemporánea a la
vez, y tiene a su cuidado el estudio comparado de los pueblos, para formular
una teoría del desarrollo de la cultura de la sociedad humana. Tiende a abarcar
la totalidad de la cultura en el tiempo y el espacio, particularmente en el
terreno teórico. Para el estudio del pasado se apoya en la arqueología y en la
historia, así como en las reconstrucciones históricas de la cultura. Para el
estudio del presente depende de sus propias técnicas.
A la antropología social le concede el autor gran importancia, a juzgar por la extensión con que la trata y puntualiza. Es un término más nuevo que el de etnología, y se acuñó cuando los antropólogos empezaron a trabajar con conceptos sociológicos y a interesarse en ciertos fenómenos que ocurrían en pueblos que vivían dentro del marco de sus antiguas tradiciones no occidentales, pero en estrecho contacto con occidente, por los colonizadores. Comprende principalmente la estructura social y los valores culturales, con frecuencia dentro de una situación de cambio sociocultural.
La estructura
social -dice basándose en ideas de A. Pitt-Rivers (The People of the Sierra)
y de Raymond Firth- comprende los diferentes tipos de grupos que la gente
forma y las instituciones de las cuales participa. Al hablar de instituciones
«no nos referiremos a organismos ni a grupos de gente, sino precisamente a las
relaciones, o mejor dicho, a las pautas de relaciones que la gente sigue, trata
de seguir o debe seguir en su interacción» (p. 47).
Elementos
importantes de la estructura social general son: producción de bienes
materiales, organización económica de la sociedad, sexo, edad, localidad común,
parentesco, especialización social (o status).
Aunque la
antropología social se emplee con fines aplicados, no es la rama práctica de la
etnología, sino un estudio especializado desarrollado a partir de ésta, y con
la que no debe confundirse. Y critica a algunos etnólogos que -por su filosofía
particular más que por los resultados de la propia ciencia- desdeñan y tildan
de «deterministas los enfoques teóricos que hacen hincapié en la forma como el
desarrollo de las fuerzas de producción de los bienes materiales actúa sobre
todos los aspectos de la vida social, al mismo tiempo que es afectado por
ellos» (cfr. pp. 49-50).
Se trata, en
estas últimas expresiones del autor, de una manifestación más de la falta de
apertura a otros enfoques científicos e incluso ideológicos, distintos del suyo.
Necesariamente el materialismo es determinismo: lo que trata de evitar es que
su teoría se vea afectada con etiquetas.
Advierte
después que no se puede confundir el nombre de etnografía (descripción pura de
las culturas) con el de etnología (análisis de las culturas). Y que el de
antropología cultural, contraparte de la física o biológica, abarca: la
arqueología, la lingüística, la etnología y la antropología social; aunque a
veces los nombres de las dos últimas se intercambian con el de antropología cultural.
Por su parte,
«el folklore tiene a su cargo la recolección-análisis de los dramas, los
cuentos, las leyendas, la poesía, la música de los pueblos», sobre todo cuando
no han sido escritas, sino llevadas por tradición oral. Sus estudios requieren
técnicas especiales (conocimientos musicales, por ejemplo) que ordinariamente
no son del dominio del etnólogo corriente (cfr. p. 50).
Si
consideráramos que el término prehistoria es el nombre de una disciplina, su
campo tendría que ser necesariamente más limitado que el de la arqueología.
Esta trabaja tanto en el periodo histórico como en el prehistórico. A veces, a
los estudios prehistóricos les llaman prehistoria en Europa y arqueología
prehistórica o simplemente arqueología -como prefiere el autor- en América.
Hay que
mencionar también el trabajo aplicado de los antropólogos, utilizando los
conocimientos y métodos propios -u otros que no proceden totalmente de la
antropología- como ayuda para resolver algunos problemas que surgen en la
sociedad.
Por otra parte, la antropología tiene
puntos de contacto con muchas disciplinas científicas y humanísticas: la
historia, la geología, la anatomía, la fisiología, la ecología, la ciencia
política, la psicología social, los estudios de tecnología, artes, derecho,
literatura y música, etc. No es, sin embargo, «el canasto de los retazos
científicos», sino «la vía que enlaza diversas disciplinas antes
incomunicadas». Trata de «estudiar la conducta cultural, sin perder de vista la
materia humana, en la cual se halla la base física de esa conducta, y
tomando en cuenta que el hombre está asentado en un determinado territorio, con
cuyos elementos (suelo, subsuelo, accidentes, características y peculiaridades,
fuentes, clima, fenómenos metereológicos, población animal y vegetal, etc.)
está en relación para ordenar su vida» (p. 53). El enfoque del autor es
continuamente materialista: no hay lugar nunca para el espíritu ni, a
fortiori, para lo sobrenatural.
Tras afirmar que la antropología se
esfuerza «por comprender en forma integral los problemas bajo estudio», y se
caracteriza por «el estudio comparativo de sus materiales» la defiende de la
creencia de que sólo se ocupa de los pueblos primitivos -que viven al margen de
las grandes civilizaciones del presente-, en cuya observación se desarrollan
gran parte de los métodos antropológicos.
En cuanto a las limitaciones de la antropología, se
suelen imputar «a su ya famosa corta edad» (justificada por el autor: hubo una
larga etapa en el camino evolutivo, desde la materia inorgánica a la organización
en grupos, «antes de que el ser humano pudiera desarrollar su conducta
cultural», y el progreso del conocimiento ha seguido un camino semejante; por
ello «la antropología fue una de las ramas del conocimiento que se presentaron
más tarde») y «a las dificultades implícitas en la naturaleza de sus materiales
de estudio» (p. 55). Limitaciones ciertas, pero -y el autor insiste en su
enfoque ideológico- «algún día habrá que determinar si las ideologías actuales
del mundo civilizado de occidente, en el cual la antropología parece haber
alcanzado su mayor popularidad, no han contribuido en alguna medida a trabar el
conocimiento antropológico» (pp. 55-56).
Al
interrogarse sobre la permanencia de la antropología como ciencia unitaria o su
desintegración por el desarrollo propio de sus disciplinas constitutivas, el
autor se inclina por lo primero.
Muchos de los
logros de esta ciencia se difundirán progresivamente, y «pueden considerarse
resultados del pensamiento científico general, propiciados por la naturaleza
integrativa y un tanto fluida del campo antropológico, que ha tenido la virtud
de atraer a estudiosos de tan diversos campos» (p. 57).
V. El concepto de cultura
En el
prefacio advertía el autor que, para este capítulo, tomó mucho de unas
conferencias dadas en 1951 por el doctor R. N. Adams.
Comienza
encadenando una serie de afirmaciones que harán posible entender la definición
de cultura que se adopta y las características de la consiguiente conducta
cultural.
Cultura
es el modo de vida de los miembros de cualquier sociedad humana, como se
manifiesta en sus hábitos de acción y de pensamiento aprendidos, y
necesariamente compartidos por muchos individuos en el seno de la sociedad.
También los productos de la actividad mental y física de los miembros de la
sociedad, si forman parte de la vida diaria, se incluyen en ella. «Esta
definición puede utilizarse con razonable seguridad para conocer la vida actual
de una tribu..., e incluso una nación» (p. 59).
Por
otra parte, la sociedad se define como «una agrupación de personas de ambos
sexos que viven en asociación más o menos permanente o estable, que se han
organizado para llevar a cabo sus actividades y satisfacer sus necesidades
cotidianas de orden material y espiritual, y que tienen conciencia de su afiliación
al grupo total». El trabajo es el medio por el que mantienen su existencia
física y la base de la cual emergen las relaciones más importantes entre los
individuos y los grupos (cfr. p. 59).
La
actitud antirreligiosa del autor parece como si fuera in crescendo: «la
cultura de la sociedad es un fenómeno que debe ser comprendido en términos
totalmente ajenos al sobrenaturalismo. Esta es simplemente una exigencia sin la
cual no puede trabajar la ciencia. La cultura no es un fenómeno orgánico en sí
misma, pero tampoco tiene un carácter sobrenatural» (pp. 59-60).
La cultura es
un fenómeno psicológico que, junto con la sociedad misma, tiene una
contrapartida física, «el sistema nervioso
humano, que no es ni más ni menos que un producto de la evolución biológica y
de la materia en general» (p. 60). Parece que lo
que esto quiere decir es que el pensamiento no es actividad de un alma
espiritual y racional, sino del sistema nervioso.
Conducta
cultural es «aquella gran parte de la conducta total cuyos
lineamientos básicos son transmitidos por unos miembros de la sociedad a otros,
de una generación a otra» (p. 60). Característica de la cultura es ser enseñada
y aprendida.
Este aprender
no significa que no existan los instintos, esos impulsos básicos del organismo
que compelen al individuo a la acción. «La repetición
satisfactoria de una acción determinada cada vez que se presenta el mismo
impulso en las mismas condiciones forma un hábito. La falta de satisfacción
impide la formación del hábito, o tiende a borrarlo, si ya estaba formado» (p.
60). Como puede verse, es la teoría sobre los instintos y los hábitos del
materialismo. Pero hay también hábitos, dice el autor, derivados de las
motivaciones adquiridas en su cultura.
Mientras que los restantes animales sólo pueden
aprender por el ejemplo y la experiencia, los humanos aprenden por medio del
precepto, usando imágenes y símbolos de las cosas y evocando mentalmente las
situaciones, sin esperar que se presenten situaciones concretas que deban ser resueltas
de inmediato. Para poder simbolizar («atributo distintivamente social y
humano»), el hombre cuenta con su capacidad de hacer abstracciones y
generalizaciones y de tomar decisiones para aplicar símbolos a las cosas,
además de un complejo aparato fonador y la habilidad de servirse de un
lenguaje. Así se explica la creación de culturas y su transmisión. Queda
flotando la idea de si «los restantes animales» -en sus explicaciones de
cátedra, éste era el modo habitual de expresarse- tengan la posibilidad de
aprender por sí mismos, inteligentemente, «cuando se presenten problemas que
deban ser resueltos de inmediato».
Al hablar de la naturaleza de los símbolos, muestra a
la vez qué entiende por «cosa real»: únicamente lo captable por los sentidos.
«Los símbolos son cosas reales en el sentido de que son físicamente
perceptibles. Las cosas simbolizadas pueden no ser reales en absoluto, aunque
sí lo sean todas aquellas que, por estar constituidas por materia, tienen
existencia objetiva fuera de la mente humana. La palabra ‘infierno’, por
ejemplo, puede decirse de viva voz o por escrito y puede representarse
gráficamente en formas imaginarias, de manera socialmente comprensible. En
cambio, la cosa simbolizada por la palabra puede no ser real y podría no existir,
no haber existido ni llegar a existir nunca» (p. 62).
El proceso de
transmitir la conducta aprendida produce el fenómeno que R. Linton, en Estudio
del hombre, llama herencia social, a la cual, transmitida de
generación en generación, nos referimos cuando hablamos de cultura.
La diferencia
de comportamiento de los miembros de sociedades diferentes es debida a su
diversa herencia social. Los hombres -dice citando a Ralph Turner (Las
grandes culturas de la humanidad)- «matan enemigos, adoran a Dios, manipulan
la naturaleza. Pero hacen estas cosas de muchos modos diferentes». El autor
añade que «casarse, por ejemplo, es un fenómeno social que ocurre en todo el
mundo. Pero las formas de casarse están sujetas a usos culturales bastante
variados» (p. 62). Es una reducción muy simplista de los temas al dato
puramente material y estadístico.
La enseñanza y
aprendizaje de la cultura se realizan por el proceso de la enculturación o
endoculturación. Así se hace miembro efectivo de la sociedad al niño,
que nace sin ninguna cultura. Por medio de un aspecto específico de ese
proceso, llamado socialización, se le enseña además a comportarse en
relación con otros miembros de su sociedad y a compartir con ellos las premisas
normativas (o valores) de su grupo (cfr. pp. 62-63).
Los hábitos
para resolver los problemas ordinarios los recibe el hombre por entrenamiento.
Por el hecho de ser compartidos reciben también el nombre de costumbres (o
-según O. P. Murdock- de costumbres, los hábitos de acción; y de ideas
colectivas, los de pensamiento). Son distintas en cada sociedad, lo que explica
por qué su enseñanza produce distintas conductas culturales, aunque no por qué
las conductas son diferentes.
Lo son, por un lado, por la selección que cada una
tiene que hacer entre el cúmulo de normas de conducta que responden a los
problemas que se plantean: la suma total de las conductas humanas posibles es
tan vasta y llena de contradicciones que la selección se impone. Además, cada
cultura elabora más determinados aspectos de su contenido; y hay muchos rasgos
culturales que nunca llegaron a muchas culturas particulares ni fueron
inventados en ellas (cfr. p. 63).
Nuestra enculturación
-esencial para convertirnos en personas entrenadas para la vida social-
también desarrolla en nosotros cierta manera de sentir y pensar, llamada
etnocentrismo. Por ello, los miembros de una cultura piensan que su selección
de modos de satisfacer las necesidades humanas es la mejor, sin apreciar que,
para los de otras culturas, son distintos los modos buenos. Lo que es bueno
para un pueblo no tiene por qué serlo necesariamente para otro.
La cultura es
compartida por efecto del proceso de enculturación, y por los mecanismos
compensatorios y de castigo que toda sociedad tiene, para el logro de la
conformidad de sus miembros.
Aunque, por
supuesto, existen muchos rasgos de carácter individual, y distinciones de edad
y sexo, con sus diferentes comportamientos. Puede haber igualmente ciertos
grupos (por ejemplo, las clases sociales) que practiquen subculturas; es decir,
variantes especificas de la cultura total. E incluso pueden darse diferencias
subculturales de carácter regional (cfr. p. 65).
Los rasgos o
elementos culturales son las unidades más pequeñas de una cultura: puede ser
una botellita de refresco, una manera usual de saludarse, un dictado moral,
etc. Se dan en cualquier pueblo, pues «para el antropólogo no hay ningún grupo
humano inculto (...), la cultura no es más que el modo de vida ordinario y
absolutamente universal del ser humano en la sociedad» (p. 65).
Los rasgos
culturales pueden ser: universales, alternativas y especialidades. Los
universales corresponden a todos los miembros normales de la sociedad.
Las alternativas son sencillamente maneras alternativas de hacer las
mismas cosas, o variantes elegidas dentro de un margen permitido socialmente.
Las especialidades son los rasgos y normas que corresponden a los grupos
de edad, los sexos, los individuos que se especializan en algo, etc.
Los universales son más frecuentes en las sociedades
pequeñas y homogéneas, aunque se dan en todas y les proporcionan cohesión; son
las más constantes y fáciles de reconocer.
Las especialidades se hallan en proporción mayor en
las sociedades de gran desarrollo tecnológico. Aunque no todas las personas las
practiquen, muchas pueden reconocerlas en la conducta de otros miembros de la
sociedad, y otras muchas desconocerlas. Uno de los ejemplos que cita el autor
al respecto es significativo y coherente con su actitud ideológica: «Un
agricultor corriente probablemente desconoce las técnicas adivinatorias (y el
adivino no estaría dispuesto a enseñárselas), pero las identifica y confía en
ellas cuando un especialista las pone en juego en su obsequio» (p. 67).
Las
alternativas «tienden a reflejar algo de la dinámica de la cultura. En el área
indígena de Guatemala, un antropólogo ha señalado, en forma simplista, que
calzar zapatos, calzar sandalias de hule y llevar el pie descalzo son rasgos
alternativos» (p. 66).
Las universales y las especialidades
se hallan en el centro de la cultura, y las alternativas en una parte exterior,
más fluida, de la misma, lo cual puede reflejar el hecho de que van entrando o
saliendo de ella.
Entre los rasgos culturales se
comprenden «los hábitos ideativos, los hábitos de acción y los productos de las
ideas y las acciones. Algunos antropólogos prefieren referirse a la cultura
haciendo hincapié en el comportamiento, que consiste en las normas e ideas que
existen en la mente de la gente (cultura encubierta) y en la conducta que la
gente expresa en la acción, los movimientos y el lenguaje (cultura manifiesta)»
(p. 67). No obstante, todo está relacionado: en una comunidad indígena los
propósitos, las técnicas y las ideas de la gente para elaborar tortillas «no
pueden estar divorciadas de la piedra de moler, la cal, el fogón y otros
artículos materiales» (p. 68).
Para comprender el concepto de
cultura, sin embargo, es preferible no pensar en cosas, sino en algo que
signifique acción, como la que denotan los verbos, en gente comportándose e
interactuando recíprocamente.
Los rasgos guardan relaciones
-llamadas por algunos función- de interdependencia e interacción. A las
asociaciones funcionales de rasgos les llamamos complejos, que a su vez se
asocian entre sí, en la ejecución de las actividades necesarias para el
mantenimiento de una institución. Pone como ejemplo la familia, aunque no se
pueden equiparar siempre los complejos a las instituciones.
Las actividades institucionales en
una sociedad están también funcionalmente interrelacionadas: es lo que se llama
integración de la cultura. «En una comunidad rural de Guatemala, por ejemplo,
el complejo agrícola del maíz, que es parte esencial de las instituciones
económicas, no puede estar divorciado de la institución familiar, de manera que
ésta se enlaza con aquéllas (...). Todas las culturas del mundo tienen algún
grado de integración, que puede ser variable» (p. 69).
Los aspectos ideológicos de una
cultura también participan en el proceso de integración. Toda sociedad tiene
una conciencia social, constituida por una serie de principios -ideas, temas
postulados o premisas fundamentales- que son de dos clases: de conocimiento y
normativos. Los primeros se refieren a lo que los miembros de la sociedad creen
que es la naturaleza del hombre y del mundo que lo rodea. Forman parte del
sistema de conocimiento de la sociedad y comprenden la lógica de la misma, con
sus premisas, sus razonamientos y sus conclusiones. Este sistema tiene muchos
aspectos correctos, basados en el más sólido sentido común y en la experiencia.
Simultáneamente contiene muchos aspectos simplemente simbólicos, que pueden no
reflejar en absoluto la realidad del mundo material; y muchas conclusiones
científicamente incorrectas, surgidas de la aplicación del raciocinio a
premisas no correctamente fundadas. Los antropólogos, sabedores de esa
simultaneidad de postulados compatibles e incompatibles con el pensamiento
científico, suelen clasificarlos en categorías que reflejan la neutralidad de
la situación: etnobiología, etnometeorología, etnopsicología, etnoanatomía,
etc. «Así se distingue el saber transmitido por cualquier cultura en cualquier
campo del conocimiento del saber estrictamente científico» (pp. 69-70).
Los principios normativos -valores-
de una sociedad resumen la moral del grupo, dan forma a las actitudes y
contribuyen a perfilar las metas de los individuos. «La moral, como todos o
casi todos los aspectos de una cultura, desempeña una función social importante
para el mantenimiento del grupo al cual corresponde», si bien, como todos los
demás factores, tiene un considerable margen de variación de los distintos
pueblos. «Su contacto con múltiples sociedades y culturas diferentes ha llevado
a los antropólogos a pensar que el hombre no es moral ni inmoral por
naturaleza», sino que cada uno lo es en la medida que cumple los preceptos del
código de ética de su grupo. «La idea de relatividad que introdujimos en las
páginas anteriores se extiende a los dominios de la moral en el estudio de la
cultura, y es allí tan útil como en cualquier otro campo» (p. 70).
Por otra parte, hay que tener en
cuenta que, junto a rasgos compartidos por casi todos los miembros de una
sociedad, están los rasgos particulares de grupos específicos «(las clases, por
ejemplo)».
Según algunos antropólogos, los
principios ideológicos básicos de una sociedad influyen constantemente en su
conducta y son el factor principal de integración, confiriendo a la cultura su
forma peculiar. Pero, ¿cómo llegan a formarse estos principios fundamentales,
sistemas de valores y actitudes o como se quieran llamar? El autor contesta que
lo más importante es el influjo ejercido por los factores tecnológicos y
materiales.
Y explica de nuevo su teoría
materialista: «tales principios no surgen de la nada, sino del seno mismo de la
sociedad, cuya base de sustentación, en último análisis, es su capacidad física
para producir bienes materiales y su organización del trabajo productivo. Sobre
esta base se establecen las relaciones que garantizan la supervivencia material
de todos los miembros de la sociedad (...). De la organización económica
depende la producción de bienes materiales, que es imprescindible para la
supervivencia de los miembros de la sociedad» y tiene, por tanto, siempre un
carácter social (cfr. pp. 71-72).
Volviendo al tema de la integración,
hay que tener en cuenta también que estos procesos están condicionados por los
cambios culturales, que se producen continuamente, aunque con intensidad y
extensión diversas según la situación histórica.
Los antropólogos históricos citan la
invención y la difusión de rasgos y complejos como los mecanismos principales
del proceso. Hay estudios que indican que la domesticación de las plantas y
animales, el concepto del cero, la escritura..., fueron inventados
independientemente en una o dos partes del Viejo Mundo y en alguna del Nuevo,
difundiéndose después a otras regiones. Con los estudios de difusión se ha
seguido el rastro de muchos rasgos y complejos en su traslado de unas culturas
a otras. Y cita como rasgo de difusión «más dramático» el del tabaco, domesticado
en la América aborigen, difundido después por todo el mundo, hasta volver a su
punto de partida.
La
difusión ha sido más frecuente que la invención, porque ésta, a pesar de su
aparente novedad, emerge del propio medio sociocultural, por lo que algunas
sólo pueden darse en determinadas circunstancias.
Los
rasgos y complejos -tanto inventados como difundidos- necesitan un período de
ajuste, que forma parte del de integración, a la cultura total, operando en dos
direcciones: adaptación a la cultura y modificación de ésta, para permitir la
adaptación.
Otro mecanismo de cambio es el préstamo cultural, idéntico al de difusión, pero con referencia al «proceso total de adquisición de nuevos elementos y de cambio e integración que sufre una cultura poniendo el acento en la cultura total y no en los elementos que se introducen» (p. 75). Depende del contacto entre pueblos de distintas culturas; puede ocurrir entre dos grupos de cultural disímil, o entre los miembros de un grupo e individuos aislados de otro, como en el caso de los exploradores y misioneros solitarios. «Incluso se conocen casos de pueblos que intercambiaban productos materiales sin entrar en contacto personal directo» (trueque silencioso) (cfr. p. 75). Parecido a éste es el cambio originado por los productos comerciales despachados de un lugar a otro, sin trato personal de productores y usuarios. También originan cambios culturales las ideas transmitidas por la radio, libros, etc. Todo esto se deja ver, dice el autor, en el contacto entre los pueblos conquistadores y los conquistados.
Un
tipo diferente de contacto es el promovido por los programas de aplicación de
bienestar social, cuyos trabajadores tienen la misión de cambiar algunos
aspectos de la vida social y cultural de los pueblos donde actúan. «Su trabajo
tiende a afectar especialmente la esfera de la salud, la higiene, la dieta, la
educación formal, la tecnología agrícola, a veces las manualidades, la utilización
de los recursos, etc.» (p. 76).
Por
lo general, una cultura acepta fácilmente algunos rasgos, con dificultad otros,
y puede rehusar la adopción de otros más: depende del carácter de los rasgos,
de su grado de compatibilidad con los ya existentes, de su necesidad sentida o
no en la sociedad, etc. Los objetos materiales -como las herramientas- son
rasgos que pueden aceptarse con facilidad, demostrada su eficacia y sus
ventajas sobre los actualmente existentes.
Al ingresar en
una cultura, un rasgo sufre alteraciones en cada uno de los tres aspectos que
pueden considerarse en él: forma, función y significado. Unas veces se toma la
forma, dándole distinto significado; o se toma sólo la idea básica y se le da
una nueva forma, etc. En este proceso, cada cultura pone en juego sus restantes
mecanismos de cambio y desarrollo, y así mantiene en marcha sus procesos de
integración; es decir, de reajuste de las cosas nuevas a las viejas y de todas
ellas entre sí. «Una cultura siempre está en proceso de integración, porque
siempre está en proceso de cambio» (p. 77).
Hay que citar también, a este
respecto, la dimensión social (Ch. Erasmus, Las dimensiones de la
cultura), rasgo que está determinado por la proporción de individuos que lo
practican en el grupo social, y dato importante para observar la dinámica
cultural. El cambio de la cultura se inicia por medio de los individuos: uno
descubre un principio, o trata de utilizar prácticamente lo ya conocido, o
introduce variaciones en otro, o combina en formas nuevas algunos elementos
viejos, o toma prestado un rasgo de otra cultura. Hasta ahí el nuevo elemento
no tiene carácter cultural, pues ha entrado en el grupo porque uno de sus
componentes lo posee, pero todavía no forma parte de las relaciones sociales.
Ocasionalmente puede ocurrir que la innovación sea hecha por varios individuos
-aunque más que los grupos es el individuo el verdadero innovador- en estrecha
asociación para hacerla, y entonces el rasgo tiene carácter cultural, con una
reducida dimensión social. En cualquier caso, después de que el rasgo ingresa
en la periferia de la cultura, se inicia un proceso de duración variable,
durante el cual logra aceptación social o es rechazado. Al aceptarlo, la gente
puede evaluarlo frente a otro rasgo con el que pudiera estar en competencia. A
esto sigue el proceso de integración del rasgo a la cultura.
Pero las relaciones del individuo
con su cultura van más allá. Ésta imprime su huella en el individuo, sin
eliminar totalmente las tendencias individuales. «De ahí que siempre existan
diferencias entre las normas para la conducta dadas culturalmente, y la
conducta efectiva de los individuos que portan la cultura» (pp. 78-79).
Apoyados en esto, los antropólogos
distinguen entre cultura ideal y cultura real. En toda cultura existen
contradicciones, derivadas del hecho de que los individuos se las arreglan para
crear mecanismos -que no impiden el funcionamiento de la cultura- para violar
con regularidad ciertas normas e ideales. Cuando el conflicto llega a ser
grande, se produce el cambio. Posiblemente la cultura cambia «en el breve lapso
que separa a dos generaciones» (p. 80).
«Con todo, a pesar de las tendencias
individuales, de la dimensión social diferencial de los rasgos culturales, de
las variaciones subculturales de clase o región, de las diferencias entre las
generaciones, y de su continuo proceso de cambio, es precisamente la cultura la
que inspira, regula y guía la mayor parte del comportamiento de cualquier
individuo en cualquier sociedad particular. Este es, ni más ni menos, el
alcance del concepto que hemos tratado de introducir en las páginas anteriores»
(p. 80).
Valoración técnica y metodológica
Quizá
lo más significativo a la hora de valorar estos aspectos sea recordar las
primeras páginas del libro. En la p. 9 se refiere a dos problemas: el origen de
la vida y su desarrollo. El primero lo liquida rápidamente, diciendo tras unas
breves disgresiones que «continúa desafiando el conocimiento». El segundo -al
que en un planteamiento verdaderamente científico no podría pasarse sin haber
resuelto el primero- lo considera totalmente solucionado con el evolucionismo,
que en el resto del libro el autor se limita a exponer, dando por supuesta su
evidencia.
Persuadir
al lector de este evolucionismo materialista, parece ser el objetivo
fundamental del libro: teniendo esto en cuenta, ya no resulta extraño que el
discurso sobre qué sea la Antropología (tema teórico del libro) se retrase
hasta el cuarto capítulo.
Sobre
la antropología dirá que es preferible evitar las definiciones. Al describirla,
afirma que se trata del estudio «integral» del animal hombre. La descripción
podría parecer contradictoria, al extender el campo de estudio de la
antropología a las «creaciones materiales y espirituales» del hombre
como primate (cfr. p. 43); pero hay que tener en cuenta que el origen de
esas creaciones espirituales lo pone el autor exclusivamente en el sistema
nervioso humano, «que no es ni más ni menos que un producto de la evolución
biológica y de la materia en general» (p. 60). La cuestión sobre el modo en que
algo puramente material pueda ser causa de actividades espirituales, no es
problema para el autor: ni siquiera la plantea.
No deja de resultar
chocante, por otra parte, la amplitud de la misión que, según Noval, tiene
encomendada el antropólogo, y la clarividencia con que la ejerce, «sabiendo que
el sistema de conocimiento de cualquier sociedad puede contener simultáneamente
postulados compatibles e incompatibles con el pensamiento científico» (pp.
69-70). Son los antropólogos los encargados, siempre en opinión del autor, de
distinguir «el saber transmitido por cualquier cultura en cualquier campo del
conocimiento» -Noval no ha dudado lo más mínimo en extender dicho campo al de
la moral y los principios éticos de la sociedad- «del saber estrictamente
científico» (pp. 69-70).
Además, una buena parte de la
disgresión del autor está basada en un cúmulo de suposiciones que admiran.
Algunos ejemplos:
–
«En los estratos de la mayor parte del paleolítico sólo
han aparecido instrumentos de piedra. Sin embargo, se considera que la
principal función de los mismos ha de haber sido la de manufacturar
otros instrumentos... » (p. 34).
–
«Hace más de cien mil años hubo homínidos (...). Probablemente
tales grupos ya poseían una lengua (...). Aunque no tenemos manera de
saberlo con certeza, se supone también que estos homínidos tenían creencias de
tipo espiritual» (pp. 32-33).
–
La antropología aspira a comprender al hombre desde sus
inicios «hasta aquel punto del futuro humano que pueda ser previsto
científicamente» (p. 43).
–
En la p. 37, después de aducir como argumento a favor
del lenguaje (como legado del hombre prehistórico), el hecho de que el examen
de los cráneos de algunas formas homínidas no prueba que esto no pudiera
haber ocurrido, afirma que «las deducciones sociológicas relativas al
significado del factor trabajo en el desarrollo biológico de los homínidos están
en el mismo caso» (p. 37). Teniendo en cuenta la importancia fundamental
que, según el autor, el trabajo tiene en el proceso evolutivo, la argumentación
resulta de lo más pobre.
–
En este sentido, cfr. también pp. 16-20 de esta
recensión.
Con frecuencia, tampoco el lenguaje
resulta suficientemente preciso:
–
«Pero sea cual haya sido el curso de la evolución, el
parentesco del hombre con todos los primates restantes es obvio. Reconocerlo es
lo esencial» (p. 13).
–
«Mucho tiempo después, pero hace más de cien mil años,
en extensas regiones del Viejo Mundo habitaban seres que fabricaban
instrumentos» (p. 15).
–
«El propio cerebro -necesario, lo mismo que los
sentidos, para dirigir la actividad de las manos- también se desarrolló a
saltos con la influencia del trabajo» (pp. 15-16).
–
«Los homínidos no inventaron el fuego (...) les sirvió
quizá para alumbrarse (...) y manufacturar algunos instrumentos de madera» (p.
35).
–
«Las primeras criaturas parecidas a los
hombres...» (p. 43).
–
etc., etc.
La bibliografía citada por el autor es
escasa, y está orientada siempre al determinismo materialista o al naturalismo
más absoluto.
Aunque la ideología marxista del
autor queda fuera de toda duda, sólo en dos ocasiones cita a uno de los
«clásicos» del marxismo, Engels, y no textualmente (pp. 15 y 56) (quizá esto
sea debido a la situación política del país en el año de la edición de la
obra).
Valoración conclusiva
En
buena parte se ha ido a lo largo de la exposición del contenido. Conviene, sin
embargo, recordar algunos puntos.
En la base del libro, y como eje
alrededor del cual gira todo su contenido, está el pensamiento marxista del
autor, que se trasluce en las ideas capitales -fundamentos que el autor
considera indiscutibles, y cuya evidencia da por supuesta en todo momento- del
libro.
Noval considera el ateísmo más
radical «simplemente como una exigencia sin la cual no puede trabajar la
ciencia» (pp. 59-60). Frecuentemente -sobre todo cuando la referencia a lo
espiritual podría aparecer como más necesaria- reafirma, siempre gratuitamente,
su convicción: «la entrada de la especie humana en el mundo no tiene nada de
sobrenatural» (cfr. p. 4 de la recensión); «el hombre es un fenómeno natural»
(p. 15); «la manera como se comportan los miembros de una sociedad (...) es un
fenómeno que debe ser comprendido en términos totalmente ajenos al
sobrenaturalismo» (pp. 59-60); etcétera. Haciendo, sin más, equivalente espiritual
a sobrenatural; y entendiendo por natural lo que procede por evolución.
El evolucionismo
materialista, que Marx calificó como fundamento de su teoría (cfr. Introducción
general, Materialismo histórico), parece ser el tema central del libro.
Lógicamente, este materialismo -que
le conduce, con simplificación también típicamente marxista, a reducir lo real
a lo simplemente percibido (cfr. p. 29 de la recensión)- lleva anejo un
determinismo que ahoga la libertad más elemental (esto se hace especialmente
patente en el capítulo V, cuando explica la transmisión de la cultura, su
teoría sobre los hábitos, etc.).
El hombre queda, como es corriente
en los planteamientos de este tipo, incluido en el proceso evolutivo, y no es
más que un simple eslabón -«quizá ni siquiera el producto final» (p. 17)- y
consecuencia de esa evolución.
Es probable que la idea de que el
hombre es un animal sea la más repetida y recordada a lo largo de todo el
libro, y parece, por su insistencia, uno de los mensajes fundamentales del
autor. Es cierto que afirma la existencia de una «brecha insalvable» entre el
hombre y los demás animales, pero no explica en qué pueda consistir esa brecha.
Teniendo en cuenta otras afirmaciones recogidas a lo largo del libro -«tenemos
datos de algunos animales, que eran distintos del Homo sapiens,
pero poseían rasgos de los cuales han llegado a inferirse incluso creencias de
las que consideramos de tipo espiritual (posiblemente ni la ideología sea un
atributo exclusivo del hombre actual)» (p. 16); hay «otros animales capaces de
pensar rudimentariamente, de aprender y de comunicarse» (p. 35)-, la «brecha»
parece reducirse a una mayor «intensidad» y perfección en la forma de realizar
algunas acciones.
En relación con el evolucionismo,
conviene además recordar algunas precisiones del Magisterio de la Iglesia:
–
No puede ponerse en duda el sentido literal histórico de
aquellos pasajes de los primeros capítulos del Génesis, donde se trata de
hechos «que tocan a los fundamentos de la religión cristiana, como son, entre
otros, la creación de todas las cosas hechas por Dios al principio del tiempo;
la peculiar creación del hombre; la formación de la primera mujer del primer
hombre; la unidad del linaje humano...» (Respuestas de la Comisión Bíblica, de
30-VI-1909, sobre el carácter histórico de los primeros capítulos del Génesis
[Dz. 2123]).
–
«El
Magisterio de la Iglesia no prohibe que, según el estado actual de las ciencias
humanas y de la sagrada teología, se trate en las investigaciones y disputas de
los entendidos en uno y otro campo, de la doctrina del ‘evolucionismo’, en
cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y preexistente
-pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas
inmediatamente por Dios-; pero de manera que con la debida gravedad, moderación
y templanza se sopesen y examinen las razones de una y otra opinión; es decir, de los que
admiten y de los que niegan la evolución, y con tal de que todos estén
dispuestos a obedecer el juicio de la Iglesia, a quien Cristo encomendó el
cargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los
dogmas de la fe. Algunos, empero, con temerario atrevimiento, traspasan esta
libertad de discusión al proceder como si el mismo origen del cuerpo humano de
una materia viva preexistente fuera cosa absolutamente cierta y demostrada por
los indicios hasta ahora encontrados y por los razonamientos de ellos
deducidos, y como si, en las fuentes de la revelación divina, nada hubiera que
exija en esta materia máxima moderación y cautela» (Pío XII, Enc. Humani generis, 12-VIII-1950 [Dz.
2327]).
Un análisis
del evolucionismo puede encontrarse en R. Jolivet: Cosmología (para los
aspectos generales) y Psicología (para aspectos particulares).
Como se ha
visto en la exposición del contenido, Noval afirma la evolución como
estrechamente relacionada con el trabajo y lo económico.
En este punto,
el autor es plenamente fiel a las «intuiciones» de Engels sobre el «papel que
desempeñó el trabajo en el proceso de hominización del mono» (cfr. esta
recensión en la exposición del contenido del capítulo I, y la recensión a la Dialéctica
de la naturaleza de Engels), o de Marx sobre la importancia de la
producción de los propios medios de existencia para que el hombre empiece a
distinguirse del animal (cfr. Introducción general, Materialismo
histórico).
En las
referencias -forzadas en la mayoría de los casos- a las clases y a la lucha
entre ellas, la consideración de lo económico como fuente de la moralidad...,
Noval tampoco expone nada original: son simples manifestaciones de su ideología
marxista.
El relativismo
moral, afirmado tan explícitamente por el autor, también resulta incompatible
con la doctrina católica.
A lo largo de
la exposición del contenido hemos ido encontrando algunas de sus formulaciones,
una vez más totalmente gratuitas: consideración de la moral como un factor
cultural más, que «como todos los demás factores culturales tiene un
considerable margen de variación en los distintos pueblos»; «el hombre no es
moral ni inmoral por naturaleza», lo es simplemente en la medida que cumple los
preceptos característicos de su propio grupo... (cfr. especialmente pp. 31 y 35
de esta recensión).
F.N.
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