MONTAIGNE, Miguel DE

Ensayos

EDAF, Madrid 1971, Colección "Grandes Libros", 1148 pp.

SUMARIO

1. El autor.

2. Influencias.

3. El libro.

   3.1. Estructura del libro.

   3.2. Resumen. (Ver anexo)

4. Conclusión.

   4.1. Valoración pedagógica.

   4.2. Valoración doctrinal.

MIGUEL DE MONTAIGNE

ENSAYOS

1. EL AUTOR

Miguel Eyquem, señor de Montaigne, nació en el castillo de Montaigne (en el Perigord) en 1.533, el 22 de febrero. Descendía de una familia de mercaderes de Burdeos y, por parte de su madre, de conversos españoles. Su padre, aprovechando las cualidades de su hijo le proporcionó una educación muy cuidada y de corte clásico,exenta de todo rigor disciplinario. Ya desde su infancia, se familiarizó de tal modo con la lengua latina, que cuando entró en el Colegio de Guyena dominaba el latín y ... no sabía francés. Cursó en Toulouse, con brillantez, la carrera de Derecho. Luego se dedicó a viajar.

Muy joven, a los veintidós años, fue Consejero en el Tribunal de Subsidios de Perigord y, más tarde, miembro del Parlamento de Burdeos,(1557-1570).

Rico por casamiento (1565), a la muerte de su padre (1.569), se retiró al castillo de Montaigne donde cultivó el ocio,que prefería: las lecturas ...

2. INFLUENCIAS

 ... "Los escritos antiguos, y me refiero naturalmente a los más plenos y sólidos, ejercen sobre mí gran influencia, llevándome a donde quieren; el autor que leo me parece siempre el más fundamental; creo que todos tienen razón cuando les llega el turno, a pesar de que se contradigan, Esta facilidad que gozan los grandes espíritus de convertir en verosímil todo lo que quieren y el que nada haya, por extraño que parezca, con que no puedan engañar a una sencillez parecida a la mía, es una demostración palmaria de la debilidad de sus pruebas ..."

 ..."El conocimiento de mi particular volubilidad creó en mí cierta constancia de opiniones, modificando apenas las naturales y primeras recibidas. Sea cual fuera la verosimilitud de lo nuevo, yo no me inclino a ello fácilmente " (...)"Si así no actuara, rodaría inacabablemente ..."

Temperamentalmente es un hombre frío y escéptico. Gran admirador de los clásicos  ... Platón, Plutarco, Séneca influyen en la fundamentación ética de su pensamiento ... Es hombre de mundo que se deja llevar por un profundo sentido epicúreo y hedonista de la vida ...

 ..."Yo vivo al día y, dicho sea con todo respeto, no vivo más que para mí: mis propósitos así acaban ..."

 ... otorgo gran autoridad a mis deseos y propensiones ..."

 ... "Encontrarme sujeto al cólico e imposibilitado del placer de comer ostras, es caer en dos males para evitar uno solo, El dolor nos agobia por un lado, el precepto por otro, Puesto que estamos abocados al riesgo de engañarnos, expongámonos más bien para seguir el placer ... "

3. EL LIBRO

En el Prólogo del libro que comentamos se dice ...

"En la medida que nos internamos en lo que unas veces tiene —no de perdernos— en un bosque infinito aumenta por momentos."

Así es, en los Ensayos se asiste a una "monstruosidad". El mismo autor así lo expresa: "En el mundo no he visto monstruo ni milagro más concreto que yo mismo" ... En sus páginas aflora una intimidad nutrida permanentemente de una experiencia vital, una autocontemplación con la correspondiente autoobservación, que le permite exponer una serie de planteamientos de considerable ambición ... e incluso desarrollos de esos mismos planteamientos ... Lo que jamás encontramos son soluciones ... Veamos su propia confesión:

"En mis propios escritos no siempre encuentro el aire de mi primera imaginación; no sé lo que quise decir, y me esfuerzo a veces por corregir y poner un nuevo sentido por haber perdido el hilo del primero, que indudablemente valía más. Todo en mí se convierte en idas y en venidas: mi raciocinio no camina siempre hacia adelante, antes bien se mantiene flotante y vago,

        velut minuta magno

        Deprensa navis in mari vesaniente vento."

("Como barquilla sorprendida en la mar inmensa por un viento Furioso".Capítulo, XXV, 12) y prosigue:

 ..."Muchas veces (y en ocasiones lo hago adrede), utilizando como ejercicio y distracción el mantenimiento de una idea contraria a la mía, aplicándose a ello mi espíritu con ahinco e inclinándose de ese lado, me aferro de tal modo que no encuentro ya las huellas de la opinión contraria y me alejo de ella. Suelo dejarme llevar a donde me inclino, de cualquier modo que sea, deslizándome por propio impulso ..."

Hacer un libro, tres en este caso ... tiene algo de testamento vital ...

3.1. ESTRUCTURA DEL LIBRO

Está compuesto, como decimos de tres Libros. Dos se publicaron en 1.580; el tercero en 1.588. El primero abarca cincuenta y siete capítulos, el segundo, treinta y siete y el tercero, trece, con un total de más de mil páginas ...

Procura que sus "confesiones" estructuradas en artículos "descosidos", sean girones de su alma ... trozos de su persona

 ... palpitaciones íntimas —me atrevería a decir— cínicamente expuestas e inverosímilmente estructuradas. Aspiró al clasicismo y lo superó. Es un poeta extraordinario de la prosa francesa ...

Sus primeras experiencias habían sido curiosidades eruditas. Empezó sacando de sus lecturas materiales curiosos, sin criterio determinado y sin más finalidad que la mera erudición. Al dato escueto le siguió la comparación de datos diferentes, luego el estudio de datos contradictorios ... y más tarde, acerca de la posible explicación filosófica de tanta contradicción ...

"A qué diferencia de criterios y a cuántas opiniones opuestas nos lleva la diversidad de nuestras pasiones. ¿Cuál es por consiguiente la seguridad que pueda inspirarnos cosa tan inestable y movible, sujeta por natural condición a trastorno y a desorden, que jamás camina sino con forzado y ajeno paso? Si nuestro propio juicio es víctima de enfermedad y perturbación; si por ello se ve forzado a considerar las cosas loca y arriesgadamente, ¿cuál es la seguridad que podemos esperar de él?" ...

Ha sido un libro que ha levantado verdaderas polémicas. Son abundantes sus detractores:

La primera reacción contra Montaigne data del final del reinado de Luis XIII. Pascal, Arnauld y Nicole, Bossuet y Malebranche ... También ha tenido defensores: La Bruyère, los enciclopedistas ...

Despierta la animadversión de sus oponentes tanto por el contenido como por la forma. Montaigne es original en el modo de presentar sus temas, los trata con imaginación, conversa con ellos, con el lector, consigo mismo y los pinta siempre, como si dudase ... Había adoptado por divisa la balanza en equilibrio en una medalla que mandó hacer en 1.576, con el lema pirrónico 'me abstengo" que él traduce por el famoso: "Que sais-je?" ...

De ahí que despierte animadversión la energía de un estilo cortado, acerado, que incluso cae en lo rotundo.

3.2. RESUMEN

Cap. I:  POR DIVERSOS CAMINOS SE LLEGA A SEMEJANTE FIN.

Prueba el autor la verdad de la proposición enunciada. Desarrolla esta proposición inicial: El modo más frecuente de ablandar los corazones de aquellos a quienes hemos ofendido, cuando tienen la venganza en su mano y estamos bajo su dominio, —es conmoverlos por nuestra sumisión a conmiseración y piedad; pero a veces, la bravura, resolución y firmeza —medios totalmente contrarios— sirven para el logro del mismo fin.

Cap. II:  DE LA TRISTEZA.

Yo soy —dice Montaigne— de los más exentos de esa pasión, y no siento hacia ella ninguna inclinación ni amor, aunque la sociedad haya convenido, como justa remuneración, en honrarla con su favor especial. En el mundo se disfrazan con ella la sabiduría, la virtud, la conciencia; feo y estúpido ornamento. Después de citar ejemplos, causados por graves tristezas, concluye: "Yo me siento lejos de tan avasalladoras pasiones; no es grande mi vehemencia y procuro además robustecerla y fortificarla cada día con la reflexión ...

Cap. III:  COMO EL FUTURO NOS PREOCUPA MAS QUE LO PRESENTE.

Nunca estamos concentrados en nosotros mismos; siempre permanecemos más allá; el temor, el deseo, la esperanza, nos empujan hacia lo venidero y nos alejan de la consideración de los hechos actuales para llevarnos a reflexionar sobre lo que acontecerá, a veces hasta después de nuestra vida. Para realizar nuestro deber, lo primero que hay que cuidar es conocer realmente lo que se es y lo que mejor se acomoda a cada uno, El que se conoce no se interesa por aquello en que nada le va ni le viene; profesa la estimación de sí mismo antes que la de ninguna otra cosa, y rechaza los pensamientos y propósitos baldíos y los quehaceres superfluos. La locura, en cambio, con nada se satisface. El hombre prudente se acomoda a lo actual y nunca se disgusta consigo mismo.

Tratando de los juicios sobre príncipes y soberanos después de su muerte, dice: Lo que la justicia no pudo vencer en su vida, justo es que lo pueda sobre su reputación y los bienes de sus sucesores, cosas que a veces ponemos por encima de la propia existencia. Aquellos que por respeto a algún beneficio recibido elogian cínicamente la memoria de un príncipe indigno de tal honor, hacen justicia particular a expensas de la justicia pública.

Cap. IV:  DE COMO EL ALMA DESCARGA SUS PASIONES SOBRE LOS OBJETOS FALSOS, CUANDO LE FALTAN LOS VERDADEROS.

Si cuando alzamos el brazo para sacudir un golpe, nos ocasiona dolor dar el golpe en vano por no encontrar materia con que tropezar ..., de igual modo parece que el alma quebrantada y conmovida, se extravía a sí misma si no se le proporciona un objeto determinado, y antes que permanecer ociosa se forja cualquiera por frívolo que sea (como ensañarse con objetos inanimados o demostrar la pena arrancándose los cabellos ...). Nunca acabaríamos de escribir vituperios contra los desórdenes de nuestro espíritu .

 ...

Como se ve, los temas son muy variados y los resúmenes inconcretos y difíciles de captar, por lo que, de ahora en adelante, voy a transcribir ten solo el título de los diferentes capítulos. Las transcripciones de texto las haré al entrar :en el tema de la valoración, en tanto en cuanto lo vea necesario.

c. V:  ¿DEBE SALIR A PARLAMENTAR EL JEFE DE UNA PLAZA SITIADA?.

Cap. VI:  LA HORA PELIGROSA DE LOS PARLAMENTOS.

Cap. VII:   QUE LA INTENCION JUZGA NUESTRAS ACCIONES.

Cap. VIII:   DE LA OCIOSIDAD.

Cap. IX:   DE LOS MENTIROSOS.

Cap. X:   DEL HABLA RAPIDA O PREMIOSA. (En la traducción se dice tardía)

Cap. XI:  DE LOS PRONOSTICOS.

Cap. XII:  DE LA CONSTANCIA.

Cap. XIII:   CEREMONIA DE LAS ENTREVISTAS REALES.

Cap. XIV:  DEL CASTIGO POR OBSTINARSE EN LA DEFENSA INFUNDADA DE UNA PLAZA.

Cap. XV:  DEL CASTIGO DE LA COBARDIA.

Cap. XVI:  UN RASGO DE ALGUNOS EMBAJADORES.

Cap. XVII: DEL MIEDO.

Cap. XVIII:  NO ES PRECISO JUZGAR NUESTRA DICHA HASTA DESPUES DE LA MUERTE.

Cap. XIX:  QUE FILOSOFAR ES PREPARARSE A MORIR.

Cap. XX:   DE LA CAPACIDAD DE LA IMAGINACION.

Cap. XXI:  EL BENEFICIO DE UNO SUPONE UN PERJUICIO PARA EL OTRO.

Cap. XXII:  LA COSTUMBRE Y DE LA DIFICULTAD DE CAMBIAR LOS USOS ADQUIRIDOS.

Cap. XXIII:  DIVERSOS SUCESOS DEL MISMO ORDEN.

Cap. XXIV:  DE LA PEDANTERIA.

Cap. XXV:  DE LA EDUCACION DE LOS HIJOS.

Cap. XXVI:  LOCURA DE LOS QUE PRETENDEN DISTINGUIR LO VERDADERO DE LO FALSO DE ACUERDO A SU SUFICIENCIA.

Cap. XXVII:  DE LA AMISTAD.

Cap. XXVIII:  VEINTINUEVE SONETOS DE ESTEBAN DE LA BOETIE.

Cap. XXIX:  DE LA MODERACION.

Cap. XXX:    DE LOS CANIBALES.

Cap. XXXI:    DE LA CONVENIENCIA DE JUZGARME CON SOBRIEDAD DE LAS COSAS DIVINAS.

Cap. XXXII:    HAY QUE HUIR DE LA VOLUPTUOSIDAD AL PRECIO DE LA VIDA.

Cap. XXXIII:    LA FORTUNA SE ENCUENTRA MUCHAS VECES AL MISMO TIEMPO QUE LA RAZON.

Cap. XXXIV:    DE UN VACIO EN NUESTROS USOS PUBLICOS.

Cap. XXXV:    DE LA COSTUMBRE DE VESTIRSE.

Cap. XXXVI:    DEL JOVEN CATON.

Cap. XXXVII:    DE COMO REIMOS Y LLORAMOS POR LA MISMA CAUSA.

Cap. XXXVIII:    DE LA SOLEDAD.

Cap. XXXIX:    CONSIDERACION SOBRE CICERON.

Cap. XL:    COMO EL SENTIMIENTO DE LOS BIENES Y DE LOS MALES DEPENDE EN GRAN PARTE DE LA IDEA QUE DE ELLOS NOS FORMEMOS.

Cap. XLI:    DEL AFAN DE GLORIA.

Cap. XLII:    DE LA DESIGUALDAD QUE EXISTE ENTRE NOSOTROS.

Cap. XLIII:    DE LAS LEYES SUNTUARIAS.

Cap. XLIV:    DEL DORMIR.

Cap. XLV:    DE LA BATALLA DE DREUX.

Cap. XLVI:    DE LOS NOMBRES.

Cap. XLVII:    DE LA INCERTIDUMBRE DE NUESTRO JUICIO.

Cap. XLVIII:    DE LOS CABALLOS DE COMBATE.

Cap. XLIX:    DE LAS COSTUMBRES ANTIGUAS.

Cap. L:    DE DEMOCRITO Y HERACLITO.

Cap. LI:    DE LA VANIDAD DE LAS PALABRAS.

Cap. LII:    DE LA PARSIMONIA DE LOS ANTIGUOS.

Cap. LIII:    SOBRE UNA SENTENCIA DE CESAR.

Cap. LIV:    DE LAS VANAS SUTILEZAS.

Cap. LV:    DE LOS OLORES.

Cap. LVI:    DE LAS ORACIONES

Cap. LVII:    DE LA EDAD.

LIBRO II.

Cap. I:    DE LA INCONSTANCIA DE NUESTRAS ACCIONES.

Cap. II:    DE LA EMBRIAGUEZ.

Cap. III:    COSTUMBRE DE LA ISLA DE CEA.

Cap. IV:    LOS NEGOCIOS PARA MAÑANA.

Cap. V:    DE LA CONCIENCIA.

Cap. VI:    DE LA EJERCITACION.

Cap. VII:    DE LA RECOMPENSA DEL HONOR.

Cap. VIII:    DEL AFECTO DE PADRES A HIJOS.

Cap. IX:    DE LAS ARMAS DE LOS PARTOS.

Cap. X:    DE LOS LIBROS.

Cap. XI:    DE LA CRUELDAD.

Cap. XII:    APOLOGIA DE RAIMUNDO SABUNDE.

Cap. XIII:    DEL JUZGAR DE LA MUERTE AJENA.

Cap. XIV:    COMO NUESTRO ESPIRITU SE ENREDA A SI MISMO. "

Cap. XV:    NUESTROS DESEOS CRECEN POR LA PRIVACION.

Cap. XVI:    DE LA GLORIA.

Cap. XVII:    DE LA PRESUNCION.

Cap. XVIII:    DEL DESMENTIR.

Cap. XIX:    DE LA LIBERTAD DE CONCIENCIA.

Cap. XX:    NO GUSTAMOS NADA PURO.  "

Cap. XXI:    CONTRA LA HOLGANZA.

Cap. XXII:    DE LAS POSTAS.

Cap. XXIII:    DE LOS MALOS MEDIOS QUE SE EMPLEAN PARA BUENOS FINES.

Cap. XXIV:    DE LA GRANDEZA ROMANA.

Cap. XXV:    DE LA SIMULACION DE LA ENFERMEDAD.

Cap. XXVI:    DE LOS PULGARES.

Cap. XXVII:    COBARDIA MADRE DE LA CRUELDAD.

Cap. XXVIII:    CADA COSA EXIGE SU TIEMPO.

Cap. XXIX:    DE LA VIRTUD.

Cap. XXX:    DE UNA CRIATURA MONSTRUOSA.

Cap. XXXI:    DE LA COLERA.

Cap. XXXII:    DEFENSA DE SENECA Y DE PLUTARCO.

Cap. XXXIII:    LA HISTORIA DE ESPURINA.

Cap. XXXIV:    OBSERVACIONES SOBRE LOS MEDIOS DE HACER LA GUERRA DE JULIO CESAR

Cap. XXXV:    DE TRES VIRTUOSAS MUJERES.

Cap. XXXVI:    DE LOS HOMBRES MAS EXCELENTES.

Cap. XXXVII:    DE LA SEMEJANZA DE PADRES E HIJOS.

LIBRO III.

Cap. I:    DE LO UTIL Y DE LO HONROSO.

Cap. II:    DEL ARREPENTIMIENTO.

Cap. III:    DE TRES COMERCIOS.

Cap. IV:    DE LA DIVERSION.

Cap. V:    SOBRE UNOS VERSOS DE VIRGILIO.

Cap. VI:    DE LOS COCHES.

Cap. VII:    DE LA INCOMODIDAD DE LA GRANDEZA.

Cap. VIII:    DEL ARTE DE CONVERSAR.

Cap. IX:    DE LA VANIDAD.

Cap. X:    GOBIERNO DE LA VOLUNTAD.

Cap. XI:    DE LOS COJOS.

Cap. XII:    DE LA FISONOMIA.

Cap. XIII:    DE LA EXPERIENCIA.

4. CONCLUSION.

4.1. VALORACION PEDAGOGICA.

Montaigne cree en el poder y la necesidad de la educación. Critica la educación tradicional —en cuanto memorista y libresca—; desprecia el conocimiento que procede de los libros si no tiene nada que ver con la vida real de la persona. Condena el formalismo pedagógico: "tener la memoria llena y el juicio enteramente hueco".

La enseñanza debe llevar, en su opinión, a formar el juicio y la reflexión, a desarrollarlos: "Prefiero forjar mi alma que amueblarla. Más vale una cabeza bien hecha que bien llena".

La curiosidad natural del niño debe ir bien orientada para ayudarle en la formación de su inteligencia y de su sentido práctico.

Transcribimos algunos párrafos en los que expone sus teorías:

"...A un hijo de familia que vive familiarizado con las letras, no como medio de vivir (pues éste es un fin abyecto e indigno de la gracia y favor de las musas, aparte implicar la dependencia ajena), ni tanto para gusto de extraños como para el de los suyos, y para ennoblecerse y adornarse con ellas, dispuesto antes a ser hombre hábil que sabio, yo aconsejaría un especial cuidado en vincularle CON UN PRECEPTOR DE CABEZA BIEN HECHA MAS QUE DEMASIADO CAPACITADA, y que maestro y discípulo tratasen de encaminarse mejor al entendimiento y costumbres que a la enseñanza por sí misma, interesándome también que el maestro se comportase en su cargo de una manera original".

Como se ve y seguiremos viendo, el autor de los Ensayos se inclina por la primacía de la educación individual sobre la escolar o colectiva; confía a un preceptor la tarea educativa y basa ésta en la costumbre. Se percibe claramente que la educación que propugna está muy en línea con su propia educación y desde esta perspectiva monta su sistema pedagógico:

 ..."Querría yo que el maestro se valiera de otra táctica y que, desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzase a valorar a sus ojos el exterior de las cosas haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo bien preparándole el camino, bien dejándolo abrirlo por sí mismo" ...

 ..."saber escoger y conducir con acierto y mesura es una de las labores previas más difíciles que conozco. Un alma singular y fuerte sabe entender los hábitos de la infancia, al par que conducirlos" ...

 ..."Aquellos que, como es corriente, tienen por costumbre aplicar idéntica pedagogía y procedimientos a la educación de entendimientos de diversas medidas y formas, no resultan idóneos" ...

 ..."El maestro no debe limitarse a preguntar al discípulo las palabras de la lección, sino más bien el sentido y la sustancia, debiendo informarse del provecho conseguido, no por la memoria del alumno, sino por su conducta. Conviene que lo que acaba de aprender el niño lo explique éste de diversas maneras y que lo acomode a otros tantos casos, para comprobar si recibió bien la enseñanza hasta asimilarla, y juzgar en fin los adelantos conseguidos según los procedimientos empleados por Sócrates" ...

Apoyándose solamente en la razón para la búsqueda de la verdad, llegando a una sobrevaloración personal que le hace apoyarse en su propio pensamiento con una confianza ciega, llega a socavar las bases de toda certeza y de toda ciencia:

 ... "El maestro debe enseñar al discípulo a pasar por el tamiz todas las ideas que le transmita y procurar que su cabeza no acoja nada por la simple autoridad y crédito" ...

 ..."Quien sigue a otro no sigue a nadie, nada encuentra, y hasta podría decirse que nada busca si no se da perfecta cuenta de lo que sabe" ...

 ..."La verdad y la razón son patrimonio de todos, y ambas pertenecen por igual al que habló antes y después ..."

 ... "El fruto de nuestro trabajo debe consistir en convertir al alumno en una criatura mejor y más prudente." ...

Montaigne no consigue esto; sólo lo propone ...

 ... "Saber de memoria no es saber, es sólo retener lo que se ha confiado a la memoria. " ...

 ... "Quieren enseñarnos a juzgar bien y a hablar bien sin ejercitarnos en lo uno ni en lo otro. Ahora bien, para tal aprendizaje todo lo que ante nuestros ojos se presenta resulta libro suficiente: la malicia de un paje, la torpeza de un criado, una discusión de sobremesa, son otras tantas materias nuevas. " ...

 ..."se debe viajar para disfrutar el espíritu de los países que se visitan y sus costumbres y para frotar y limar nuestra inteligencia con la de los demás. Los viajes, en mi criterio, debían comenzar en la infancia y en primer término, matando de un sólo tiro dos pájaros, por las naciones más próximas, en donde la lengua no sea tan extrañada por la nuestra, Es indispensable conocer las lenguas vivas muy jóvenes; los idiomas, cuando esto no ocurre, no se pronuncian nunca correctamente."

Cree que la cultura de más valor Formativo es la que proviene del conocimiento del mundo humano:

 ... "Se alcanza una maravillosa claridad para el juicio humano, con la frecuentación del mundo" ...

 ..."Este gran mundo, que algunos multiplican todavía como las especies dentro de su género, es el espejo en que para conocernos mejor hay que contemplar nuestra imagen. Resumiendo: mi deseo es que el universo entero sea el libro de nuestro escolar. Tal diversidad de caracteres, sectas, juicios, opiniones, costumbres y leyes, nos enseñan a juzgar los propios ... Este aprendizaje adquiere la mayor importancia ... "

Cuando dice que el fin de su pedagogía es la virtud, se refiere a una ética construida sobre bases hedonistas ... La virtud es fácil de adquirir ... En Frase de Montaigne: ..."ama la vida, la belleza, la gloria ..."  ... "Se nos enseña a vivir cuando nuestra vida ha pasado. " ... "Empleemos un tiempo por demás reducido en las instrucciones necesarias. " ...

 ... "Por todo lo anteriormente dicho no propongo que se aprisione al muchacho. No quiero que se le abandone al humor desigual de un maestro de escuela furioso. No quiero que su espíritu se corrompa teniéndole aherrojado ... "

 ... "A nuestro discípulo, un gabinete, un jardín, la mesa y el lecho, la soledad, la compañía la mañana y la tarde, todas las horas le serán favorables; diversos lugares le servirán de estudio, pues la filosofía, que como rectora del entendimiento y costumbres constituirá su principal enseñanza, goza de la primacía de mezclarse en todo. " ...

Como se ve Montaigne, en cuanto a la disciplina, condena toda violencia: ... " nuestra enseñanza administrada libremente, sin obligación de tiempo y lugar, y además vinculada a todas nuestras acciones, actuará sin dejarse sentir. " ... "La educación debe estar presidida por una dulzura severa, y no como se practica de ordinario. En lugar de invitar  a los niños al estudio de las letras, suele proponérselo con horror y crueldad. Que se alejen la violencia y la fuerza, pues nada en mi criterio bastardea y trastorna tanto una naturaleza bien dispuesta" ...

Su doctrina sobre educación moral es vacilante, egoísta y siempre inspirada en el amor al placer ... todo mezclado con un ideal de perfección moral ...  ... "Como el cuerpo es todavía flexible, debe plegarse a todos los hábitos y costumbres; y siempre y cuando que puedan mantenerse el apetito y la voluntad dominados, debe lograrse que el joven sea apto para vivir en todas las naciones y en todas las compañías. Aún más: que no le sean extraños, si es preciso, el desorden y los excesos. " ...

 ... "nosotros que en vez de un gramático y un lógico pretendemos formar un gentilhombre, dejémosle perder el tiempo; nuestro fin nada tiene que ver con el de los pedagogos. Si nuestro discípulo cuenta con suficientes observaciones y reflexiones, no echará de menos las palabras, las encontrará excesivas, y si no quieren seguirle a buenas le seguirán por fuerza. Oigo a veces gentes que se excusan por no poderse expresar y aseguran tienen en la cabeza cosas muy importantes que decir, pero por carecer de elocuencia no consiguen hacerlas evidentes ...

 ... "Por mi parte creo, y Sócrates lo mantiene, que quien tenga en el espíritu una idea viva y clara la expresará siempre aunque sea en bergamasco, o por gestos, caso de ser mudo." ...

Su escepticismo y voluntad floja también se ponen de manifiesto en sus escritos, así como su cultivado egoísmo:  ..."Pongo mucho cuidado en aumentar por reflexión y estudio, este privilegio de insensibilidad, que naturalmente progresó bastante en mí." ...

 ... "Si mi voluntad se viera propicia a hipotecarse y a aplicarse, yo no dudaría lo más mínimo: soy naturalmente blando por naturaleza y por hábito." ...

 ... "Yo adopto un modo de ser absolutamente opuesto. Me apoyo en mí y ordinariamente apetezco de manera tranquila lo que deseo ..."

Como decíamos, sus contradicciones son frecuentes: invita al placer y ... a la severidad:

 ... "Es preciso acostumbrar al niño a al aspereza y a la fatiga de los ejercicios, para habituarle así a la pena y al sufrimiento de la dislocación ..."

Como se puede apreciar, su error proviene de la falta de fundamentación de sus convicciones. Carece de una concepción del mundo, de la vida y del hombre rectos en lo humano y, por supuesto, cristianos. Dirigido en sus inclinaciones por la sola razón pretende llegar a su ideal sin tener en cuenta el fin sobrenatural del hombre, sin tener presente que precisamente el sacrificio y no el egoísmo es el meollo de la vida moral.

Tal y como señalábamos anteriormente hace planteamientos vitales, alguna vez los desarrolla; no ofrece soluciones. Su consejo puede resumirse en que no hay que desafiar al dolor ni huir del placer, sino depurarlos con la moderación, con la insensibilidad cultivada por la razón. No interesan a Montaigne ni los héroes, ni por supuesto los santos.

=Su ideal —escribe Lugli— consiste en una vida segura en medio de su mediocridad interiormente rica que busca el trato con los hombres."

En política le interesa su opinión antes que cualquier partido.

Los enciclopedistas llegaron a calificarle de "divino" refiriéndose a él como a un ser único =que expandía la luz más pura y más viva por las tinieblas del s.XVI ...=

Concluyendo, desde un punto de vista pedagógico se puede afirmar que hay originalidad en sus ideas y que, por las que hemos expuesto se puede conocer su pensamiento y aprovechar de él aquello que se vea conveniente y aplicable en una educación integral. Sin embargo opinamos que es mayor el daño que el bien que puede hacer con sus teorías, de las que es preciso subrayar la inconsistencia y la contradicción.

4.2. VALORACIÓN DOCTRINAL

Desde este punto de vista conviene subrayar, por una parte, que aunque en repetidas ocasiones el nombre de Dios llena las páginas de los ensayos, nada tiene que ver con la realidad. Es un mero formalismo lingüístico de la época del que el autor hace gala en su "conservadurismo".

Carece de un conocimiento doctrinal sólido y por tanto de la adecuada concepción del mundo, de la vida y del hombre. Como consecuencia no atiende, en definitiva ni a la formación verdadera de virtudes humanas —el egocentrismo, lo avasalla todo—; ni a una formación ética que sustente algún ideal moral. Al principio su idea moral se acerca al estoicismo. Pero rápidamente se detiene en el pensamiento de la inconstancia y la relatividad de los criterios humanos: el hombre es por naturaleza "ondeante y vario", incapaz por sí mismo de llegar al conocimiento de la verdad.

Precisamente en el Libro II c.XII APOLOGIA DE RAIMUNDO SABUNDE explica Montaigne como, por encargo de su padre, tradujo al francés la Theologia naturalis sive liber creaturarum compuesta por este maestro. Es un Cap. en el que de un modo claro se puede apreciar la vaciedad, la inconsistencia y la ignorancia de Montaigne en lo que se refiere a un cuerpo de doctrina. Su escepticismo se agudiza ... confunde la naturaleza humana con la de los animales: no es para él más una criatura racional que otra irracional ... al menos en sus acciones ...:

 ... "los animales sirven, aman y defienden a sus bienhechores; persiguen y ultrajan a los extraños y a los que los ofenden, por donde practican una justicia semejante a la nuestra, y vemos también que proceden con igualdad equitativa en el cuidado de sus pequeñuelos ....

 ... "Insisto, pues, volviendo a mi tema, que no hay razón alguna para suponer que los animales ejecutan por fuerza e inclinación natural las acciones mismas que nosotros efectuamos por discriminación y esfuerzo, y que debemos considerar que parecidos efectos suponen facultades análogas y acciones más complicadas, mas ricas facultades, y reconocer, en suma, que el mismo discernimiento e idéntico discurso de los que acompañan nuestros actos acompañan también a los animales, o acaso algunas otras facultades superiores a las nuestras" ...

Su éxito se justifica más por su atrevimiento a enjuiciar toda doctrina, desde el punto de vista intelectual y toda acción, desde el punto de vista moral.

No ofrece en estas páginas horizonte alguno trascendental y su forma de escribir es también nociva desde el punto de vista moral. No es por tanto que sea malo en sí el contenido, que lo es, sino que/ como dice Malebranche:

No es sólo peligroso leer a Montaigne a causa del placer con que anima a los sentimientos casi insensiblemente, sino porque este placer es aún más criminal si bien se piensa.

"...la manera de escribir de este autor, sin ser agradable,se insinúa, despertando las pasiones precisamente de una manera imperceptible ..."

Concluyendo, desde el punto de vista doctrinal, su lectura es nociva precisamente porque no hay una negación doctrinal sino una continua confusión, parangón e igualitarismo en sus juicios provengan de filósofos paganos, de la Sagrada Escritura, hagan referencia a animales o a personas, se trate de conceptos intelectuales o de formas de vida. Quizá este último párrafo que transcribimos sea un buen exponente de lo que decimos:

 ..."La grandeza del alma no consiste tanto en tirar hacia adelante como en saber acomodarse y circunscribirse a lo suficiente ... "

 ... Los demás gozan placeres, como el del sueño sin conocerlos; con el fin de que aún ni en el dormir siquiera me escapase torpemente, encontré bueno antaño que me lo turbaran, a fin de entreverlo ..."

 ... "La gentil inscripción con que los atenienses honraron la llegada de Pompeyo a su ciudad se conforma con mi sentido: =En tanto eres dios cuanto más hombre te reconoces=.

 

                                                                                                                  A.E. (1987)


 

                                                                                                                       ANEXO

MONTAIGNE, Miguel DE

Ensayos

L. Nueda: "Mil libros", Ed. Aguilar

Los escrúpulos que a veces me asaltan al emprender el resumen de ciertas obras, y que solo consigo acallar con la reflexión del carácter privado de mi trabajo, se han manifestado con más viveza al poner mano en el extracto de estas páginas desde las cuales me dice e] propio autor que toda abreviación de un libro bueno es un compendio torpe (lib. III, cap VIII). Convencido estoy de la exactitud de tal aserto y creo, además, que toda síntesis es una profanación y una impertinencia, si aspira a sustituir a la obra original Pero como no es ese mí propósito, doy de lado a los escrúpulos y temerosos respetos y me decido a transcribir algunos de los pensamientos más característicos de estos deliciosos Ensayos, conservando el orden y títulos de sus capítulos y prescindiendo solo de los pocos que se refieren a asuntos episódicos o guerreros, de escaso interés y de importancia filosófica muy secundaria.

Montaigne cuyos ascendientes usaron —según dice— el apellido familiar de Eyquem, sustituido por él con el nombre de su residencia señorial, se presenta como un ferviente admirador de los escritores y filósofos de la antigüedad, y, efectivamente las doctrinas, ejemplo y pensamientos de Séneca, Plutarco, Lucrecio, Virgilio, Platón, etc. aparecen o se adivinan casi constantemente entre sus propias palabras, sirviendo de fundamento a sus personales ideas.

Pero esto no priva de originalidad y encanto a las primorosas páginas de los Ensayos que nunca se confunden con una vulgar recopilación de sentencias ajenas No obstante sus ocasionales contradicciones, disgresiones y repeticiones y la visible falta de sinceridad que a veces revela el autor —como, por ejemplo cuando se lamenta de su falta de memoria—, el libro es insinuante y atractivo en grado sumo. El egoísmo y poco amor al prójimo que algunos han censurado en Montaigne es, a mi juicio, una de las más vivas palpitaciones de la Humanidad que hay en sus páginas, pues el elevado altruismo que en él echan de menos, bien analizado, suele ser, en la mayoría de quienes de ello blasonan, pura literatura.

Parece indudable que en esta obra se empleó por vez primera el nombre de ensayo aplicado a semejante clase de trabajos. Escrita en el transcurso de varios años alcanza gran extensión, pues está integrada por ciento siete capítulos, distribuidos en tres libros, con un total de más de mil paginas de apretada letra. Su resumen, por consiguiente, si ha de servir para recordar algo de ella, no puede ser breve. PP Empieza el autor por decirnos en el Prólogo: "Este es un libro de buena fe, lector. Desde el principio te advertirá que con él no persigo ningún fin trascendental, sino solo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que cuando yo muera (lo que acontecerá pronto) puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron...; así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí".

LIBRO I.

Por diversos caminos se llega a semejante fin. Prueba el autor con diversos ejemplos la verdad del título del capítulo, desarrollando esta proposición inicial: El modo más frecuente de ablandar los corazones de aquellos a quienes hemos ofendido, cuando tienen la venganza en su mano y estamos bajo su dominio, es conmoverlos por nuestra sumisión a conmiseración y piedad, pero, a veces, la bravura, resolución y firmeza —medios en todo contrarios— sirvieron para el logro del mismo fin.

De la tristeza. Yo soy-dice Montaigne-de los más exentos de esa pasión, y no siento hacia ella ninguna inclinación ni amor, aunque la sociedad haya convenido, como justa remuneración, en honrarla con su favor especial. En el mundo se disfrazan con ella la sabiduría, la virtud, la conciencia; feo y estúpido ornamento. Después de citar ejemplos, causados por graves tristezas, concluye: Yo me siento lejos de tan avasalladoras pasiones; no es grande mi vehemencia y procuro además solidificarla y endurecerla todos los días con la reflexión.

Cómo lo por venir nos preocupa más que lo presente. Nunca estamos concentrados en nosotros mismos, siempre permanecemos más allá; el temor, el deseo, la esperanza, nos empujan hacia lo venidero y nos alejan de la consideración de los hechos actuales para llevarnos a reflexionar sobre lo que acontecerá, a veces hasta después de nuestra vida. Para realizar nuestro deber, el primer cuidado es conocer lo que realmente se es y lo que mejor se acomoda a cada uno; el que se conoce no se interesa por aquello en que nada le va ni le viene; profesa la estimación de sí mismo antes que la de ninguna otra cosa, y rechaza los quehaceres superfluos y los pensamientos y propósitos baldíos. La locura, en cambio, con nada se satisface; así, el hombre prudente se acomoda a lo actual y nunca se disgusta consigo mismo.

Tratando de los juicios sobre príncipes y soberanos después de su muerte, dice el autor: Lo que la justicia no pudo vencer en su vida, justo es que lo pueda sobre su reputación y los bienes de sus sucesores cosas que, a veces, ponemos por encima de la propia existencia. Aquellos que por respeto de algún beneficio recibido elogian cínicamente la memoria de un príncipe indigno de tal honor, hacen justicia particular a expensas de la justicia pública.

De cómo el alma descarga sus pasiones sobre objetos falsos, cuando los verdaderos le faltan. De la propia suerte que cuando alzamos el brazo para sacudir un golpe nos ocasiona dolor dar el golpe en vano por no encontrar materia con que tropezar, de igual modo parece que el alma quebrantada y conmovida se extravía en sí misma si no se le proporciona objeto determinado, y antes que permanecer ociosa se forja cualquiera por frívolo que sea (como ensañarse con objetos inanimados o demostrar la pena arrancándose los cabellos ) Nunca acabaríamos de escribir vituperios contra los desórdenes de nuestro espíritu.

Que la intención juzga nuestras acciones. Glosando la común aseveración de que la muerte nos libra de todos nuestros compromisos, dice Montaigne: Yo sé de algunos que interpretaron este principio de diverso modo. Hombres que en vida retuvieron a sabiendas intereses ajenos dispusieron por testamento entregarlos después de su muerte, como si pretendieran borrar falta tan grave mediante sacrificio tan escaso. Todavía son más dignos de reprensión los que guardan la declaración de alguna odiosa voluntad hacia el prójimo para sus últimos instantes habiéndola ocultado toda su vida; dan estos muestra de estimar en poco su propio honor, irritando al ofendido contra su memoria, y menos todavía su conciencia, no habiendo sabido extinguir su odio ante la muerte misma y llevándolo más allá del sepulcro.

De la ociosidad. Como vemos los terrenos baldíos, si son fecundos y fértiles, poblarse de mil clases de hierbas espontáneas e inútiles, siendo preciso para que produzcan provechosamente cultivarlos y sembrarlos de determinadas semillas para nuestro servicio, así acontece con los espíritus si no se los ocupa en labor determinada que los sujete y contraiga, se lanzan desordenadamente en el vago campo de las fantasías. El alma se pierde cuando no tiene un fin establecido, pues, como suele decirse, estar en todas partes es no estar en ninguna Mi espíritu ocioso —termina Montaigne, zumbonamente— engendra tantas quimeras, tantos monstruos fantásticos, sin darse tregua ni reposo, sin orden ni concierto, que para poder contemplar a mi gusto la ineptitud y singularidad de los mismos he comenzado a ponerlos por escrito, esperando con el tiempo que se avergüence al contemplar imaginaciones tales.

De los mentirosos. Empieza el autor lamentando su falta de memoria, de la cual se consuela por diversas razones porque las memorias excelentes suelen acompañar a los juicios débiles; porque su ausencia ha fortificado en él otras facultades a medida que esa le ha faltado; porque si se hallara favorecido por ella, hubiera ensordecido a sus amigos con su charla; y porque es una ventaja de la falta de memoria el recordar menos las ofensas recibidas. Extiéndese luego en la censura de la mentira, vicio maldito, puesto que no somos hombres ni estamos ligados unos a otros más que por la palabra; y encarece el auxilio que la memoria presta a los mentirosos, ya que siendo la mentira un cuerpo vano y sin fundamento, escapa fácilmente a la memoria si esta no es fuerte y bien templada. Cree que debería castigarse en los muchachos con preferencia a tantos otras inocentes errores que en ellos se combaten; y hace suya la opinión de Plinio, que hallaba preferible la compañía de un perro conocido que la de un hombre cuya veracidad desconocemos.

Del hablar pronto o tardío. No a todos fueron concedidos todos los dones; así vemos que entre los que poseen el de la elocuencia, unos tienen la prontitud, facilidad y réplica tan oportunas, que en cualquier ocasión están prontos a la respuesta; otros, menos vivos, no hablan nada que antes no hayan bien meditado y reflexionado. Parece que es más adecuada labor del espíritu la improvisación y el repentizar y tarea más apta del juicio la lentitud y el reposo. En la natural disposición de mi espíritu —declara Montaigne-no me encuentro en mi elemento; lo imprevisto tiene más fuerza que yo, la ocasión, la compañía, el tono mismo de mi voz, sacan más partido de mi espíritu que el que yo encuentro cuando a solas le sondeo y ejercito, de modo que mis palabras aventajan a mis escritos, si es que puede haber elección ni comparación posibles en cosas de tan poca monta.

De los pronósticos. Por lo que toca a los oráculos, comenta el autor, mucho tiempo antes de la venida de Jesucristo habían comenzado ya a caer en descrédito. Pero aún se ejercen entre nosotros algunos medios de adivinación por los astros, los espíritus, las figuras corporales, los sueños y otras cosas; todo lo cual acredita la curiosidad furiosa de la humana naturaleza, que se preocupa de las cosas venideras como si no tuviera bastante con digerir las presentes. Por lo que a mi toca —asegura—, mejor preferiría gobernar mis actos por la suerte de los dados que en virtud de patrañas semejantes. El demonio de Sócrates era acaso un cierto impulso de su voluntad, que se apoderaba de él sin el dictamen de su raciocinio. A tales impulsos doy yo más autoridad que a la reflexión, y los he experimentado tan débiles en razón y violentos en persuasión y disuasión como frecuentes eran en Sócrates; por ellos me dejo llevar tan útil y felizmente, que puede decirse que encierran para mi algo de la inspiración divina.

De la firmeza. La constancia consiste principalmente en soportar a pie firme las desdichas irremediables, de manera que no hay esfuerzo alguno que no encontremos laudable si nos sirve para preservarnos del golpe que nos amenaza. Los estoicos consienten que el alma de sus discípulos se altere ante las primeras visiones y fantasías que le asaltan frente a determinados fenómenos o pasiones, siempre y cuando que el juicio permanezca salvo y entero y que su razón se mantenga intacta, sin alteración alguna, sin prestar albergue al sufrimiento ni al espanto. El estado del estoico es el que define este verso de La Eneida: Llora, mas su espíritu permanece inalterable.

Del miedo. Discurre Montaigne con gran copla de ejemplos acerca de las variadas manifestaciones y perniciosos efectos de esa pasión tan extraña, de la que los médicos afirman no hay otra más propicia a trastornar nuestro juicio, llevando a muchos a la insensatez y engendrando terribles alucinaciones mientras domina hasta en los más seguros de cabeza.

Que no debe juzgarse de nuestra dicha hasta después de la muerte. Diríase que, a veces, la fortuna acecha con ojo avizor el último día de nuestra vida para mostrar su poder de echar por tierra en un momento lo que había edificado en dilatados años. He visto —dice el autor— muchas gentes a quienes la muerte ha dado reputación, en bien o en mal, a toda su vida pasada. Al juzgar de la vida de mis semejantes miro siempre cuál ha sido su fin, y una de las cosas que más me interesan en la mía es que aquel se desdice de una manera tranquila y sosegada.

Que filosofar es prepararse a morir. La preocupación primordial de Montaigne, reflejada en este y otros capítulos, es la de la preparación para la muerte. Haciendo suyo el pensamiento de Sócrates que sirve de título al presente extenso ensayo, dice que aquel es tan verdadero que no parece sino que el estudio y la contemplación alejan nuestra alma de nosotros y le dan trabajo independiente de la materia, sirviendo en cierto modo de aprendizaje y semejanza de la muerte; toda la sabiduría y razonamientos del mundo se concentran en un punto, el de enseñarnos a no tener miedo de morir.

Una de las principales ventajas que la virtud proporciona es el menosprecio de la muerte La muerte es el fin de nuestra carrera, el objeto necesario de nuestras miras. Si nos causa horror, ¿cómo es posible dar siquiera un paso adelante sin fiebre ni tormento?. El remedio del vulgo es no pensar en ella, mas ¿de qué brutal estupidez puede provenir tan grosera ceguedad?. Sigamos el camino opuesto al ordinario, quitémosle la extrañeza, habituémonos, acostumbrémonos a la idea de la muerte, no pensemos en nada con más frecuencia que en ella, en todos los instantes tengámosla fija en la mente, y veámosla en todos los rostros; sepamos aguardarla a pie firme, sepamos combatirla esperándola en todas partes, ya que no sabemos dónde nos espera.

La premeditación de la muerte es premeditación de libertad; quien ha aprendido a morir olvida la servidumbre, no hay mal posible en la vida para aquel que ha comprendido bien que la privación de ella no es un mal; saber morir nos libra de toda sujeción y obligación. Es posible que al principio sintamos ideas tristes pero insistiendo sobre ellas y volviendo a insistir, se familiariza uno sin duda. Quien enseñase a los hombres a morir enseñaríalos a vivir. Ya veo la muerte con mucho menos horror que antes, lo cual me permite esperar que cuanto más viejo sea, más me resignaré a la pérdida de la vida; en perfecta salud he tenido más miedo a las enfermedades que cuando las he sufrido.

El tránsito del mal vivir al no vivir no es tan rudo como el de la edad floreciente a una situación penosa y rodeada de males ¿A qué cometer la locura de llorar porque de aquí a cien años no viviremos y no hacer lo propio porque hace cien años no vivíamos? La vida considerada en sí misma no es ni un bien ni un mal, es lo uno o lo otro según nuestras acciones; si de la vida habéis hecho vuestro provecho, tenéis ya bastante, idos satisfechos; si no habéis sabido hacer de ella el uso conveniente, si os era inútil, ¿qué os importa perderla? ¿Para qué la queréis aún?.

De la fuerza de la imaginación. Expone el autor algunos ejemplos de aprensiones-entre ellas las que se traducen en frigidez sexual-y cita varios casos de sugestión, advirtiendo que no se hace responsable de la veracidad de las historias que relata, aunque sí de la escrupulosa exactitud de la transcripción. Entre las reflexiones que el asunto le sugiere figuran estas:

Yo soy de aquellos a quienes la imaginación avasalla, la impresión de mi fantasía me afecta, y pongo todo esmero y cuidado en huirla, por carecer de fuerzas para resistir su influjo. No me parece maravilla que la sola imaginación produzca las fiebres y la muerte de quienes no saben contenerlas, y admito que haya algunos condenados a muerte en quienes el horror hace inútil la tarea del verdugo; muchos se han visto también que al descubrirles los ojos para leerles la gracia, murieron en el cadalso por no poder resistir la impresión. Verosímil es que el crédito que se concede a las visiones, encantamientos y otras cosas extraordinarias provenga solo del poder de la fantasía, la cual obra en las almas del vulgo más que en las otras, por ser más blandas e impresionables.

El beneficio de unos es perjuicio de otros. Ningún provecho ni ventaja se alcanza sin el perjuicio de los demás, y aún puede añadirse examínese cada uno en lo más recóndito de su espíritu y hallará que nuestros más íntimos deseos, en su mayor número, nacen y se alimentan a costa de nuestros semejantes.

De la costumbre y de la dificultad de cambiar los usos recibidos. La costumbre es a la par maestra violenta y traidora; fija en nuestro espíritu poco a poco, y como si de ello nos diéramos cabal cuenta, el peso de su autoridad, y por suave que sea la pendiente por donde descendamos, ocurre un día que ha dejado bien sellada su huella en nuestra naturaleza. Yo entiendo —explica Montaigne— que nuestros mayores vicios emprenden su ruta desde nuestra más tierna infancia y que nuestra dirección principal se encuentra encomendada a nuestras nodrizas. Es dañoso en alto grado excusar las perversas inclinaciones fundándose en la tierna edad y en la debilidad de la criatura Es indispensable inculcar en la naturaleza de la niñez el odio al vicio, haciendo que les aparezca aborrecible hasta la idea del mismo, de cualquier suerte que sea. Es de advertir que los juegos de la niñez no son tales juegos han de juzgarse en las criaturas como sus acciones más serias.

La ley de la conciencia, que consideramos como compañera de la humana naturaleza, nace también y tiene su origen en la costumbre. Cada uno acata y venera los hábitos e ideas recibidos y aprobados en derredor suyo, y no sabe desprenderse de ellos sin remordimiento ni practicarlos sin aplauso. El principal efecto del poderío de la costumbre es que nos hace suyos de tal suerte que apenas si somos dueños de libertarnos de sus garras, ni de razonar ni discurrir en qué consiste tal influjo. Quien pretenda desembarazarse de este violento prejuicio de la costumbre hallará que muchas cosas, a pesar de estar aprobadas e indubitablemente recibidas, no tienen otro fundamento que la nevada barba y faz rugosa del uso que les dio su autoridad, arrancada esta careta, conduciendo las cosas a la verdad y a la razón, sentirá su juicio como trastornado y, sin embargo, llevado a situación más firme.

Desarrollando estas ideas generales expone y critica, unas veces en broma y otras en serio, según el asunto, diversas costumbres en materias públicas y privadas (usos, vestidos, leyes, instituciones políticas ), continuando el mismo tema en el capítulo siguiente, en el que se ocupa especialmente de la influencia de la costumbre y de la casualidad en las empresas militares y en la medicina. Acerca de este último punto, dice, entre otras cosas: Aseguramos que los médicos son diestros cuando logran curar a un enfermo, como si solamente su arte, que por sí mismo no puede tener fundamento, bastara, sin el concurso que el acaso le presta, para llegar a un resultado dichoso. Yo creo, en punto al arte de curar, todo lo mejor o todo lo peor que quieran decirme, pues, a Dios gracias, ningún comercio existe entre la medicina y yo. En este respecto practico lo contrario que los demás, pues siempre rechazo su concurso, y cuando caigo malo, en vez de transigir con ella, más la detesto y más la temo; y digo a los que me invitan a tomar medicamentos que aguarden a que haya recuperado mis fuerzas y mi salud, para contar con mejores medios de soportar el influjo de los brebajes. Dejo obrar a la naturaleza, suponiendo que se encuentra provista de dientes y garras para defenderse de los asaltos que la acosan y para mantener esa contextura por cuya conservación aquella pugna; temo que en lugar de socorrerla se socorra el mal que la mina y que se la recargue de nuevos males.

Del pedantismo. Magnífica diatriba contra la pedantería, poniéndola en parangón con la sabiduría verdadera. Son pensamientos fundamentales del acabado estudio, entre otros, los siguientes: Entiendo que nuestro mal pedantesco proviene de la desacertada manera como nos consagramos a la ciencia y del modo como recibimos la instrucción. Los sacrificios y cuidados de nuestros padres no se dirigen sino a amueblarnos la cabeza de ciencias de juicio y de virtud, escasas nociones. Trabajamos únicamente para llenar la memoria, y dejamos vacíos conciencia y entendimiento. Así como las aves van en busca del grano y lo llevan entero en el pico, sin partirlo, para que sirva de alimento a sus pequeñuelos, así maestros pedantes van pellizcando la ciencia en los libros colocándola solo en los labios para desembucharla y lanzarla luego al viento. Maravilla es cómo la misma torpeza se atraviesa en mi camino; porque ¿no es idéntico lo que hacen esos maestros a lo que yo pongo en práctica con mi libro?. Yo tomo a otro, de aquí y de allá, aquellas sentencias que me placen, no para almacenarlas en mi memoria, pues carezco de esta facultad sino para trasladarlas a este libro en el cual las máximas son tan mías o me pertenecen tanto como antes de transcribirlas.

No basta hilvanar el saber al alma; precisa incorporarlo, hacerlo penetrar en el espíritu. No basta regarla; es necesario impregnarla; y si no transforma y mejora nuestro imperfecto estado, vale más, muchísimo más, que permanezcamos tranquilos; de lo contrario, el saber es arma dañosa que ofende y molesta a quien lo posee por ir a parar a inhábiles manos que de él no saben hacer uso. El aditamento de toda otra ciencia es perjudicial al que no posee la de la bondad. La ciencia es un buen medicamento; pero no hay ningún remedio suficientemente eficaz para librarla del vicio que le comunica el vaso que la contiene.

De la educación de los hijos. (A la señora Diana de Foix, condesa de Gurson). Este extenso capítulo (más de treinta páginas) es un verdadero e interesante tratado pedagógico, en el que Montaigne, después de un preámbulo en que encarece la superficialidad de sus propios conocimientos, insistiendo una vez más en su ausencia de memoria y en la parte esencial que en su obra tienen los autores antiguos de donde extrae su caudal, expone sus ideas sobre educación, de las que son puntos fundamentales los siguientes:

La mayor y principal dificultad de la humana ciencia reside en la acertada dirección y educación de los niños; la apariencia de sus inclinaciones es tan indecisa en la primera infancia y tan inciertas y falsas las promesas que de aquellas pueden deducirse, que no es viable fundamentar en ellas ningún juicio atinado No obstante tal dificultad, precisa, a mi entender, encaminarlos siempre hacia las cosas mejores de las cuales puedan sacar mayor provecho, fijándonos poco en adivinaciones ni pronósticos de que obtenemos consecuencias demasiado fáciles en la infancia. A un niño noble que cultiva las letras no como medio de vivir, ni tampoco para buscar en ellas cosa de adorno, que se propone ser antes hombre hábil que hombre sabio, yo desearla que se pusiera muy especial cuidado en encomendarle a un preceptor de mejor cabeza que provista de ciencia, y que maestro y discípulo se encaminaran más bien a la recta dirección del entendimiento y costumbres que a la enseñanza por sí misma, y apetecerla también que el maestro se condujera en su cargo de una manera nueva.

No se cesa de alborotar en nuestros oídos como quien vierte en un embudo, y nuestro deber no se hace consistir más que en repetir lo que se nos ha dicho; querría yo que el maestro se sirviera de otro procedimiento y que, desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzase a mostrar ante sus ojos el exterior de las cosas, haciéndole gustar, escoger y discernir por sí mismo, ya preparándole el camino, ya dejándole en libertad de buscarlo. Tampoco que el maestro invente ni sea solo el que hable; es necesario que oiga a su educando hablar alguna vez. Aquellos que, como nuestro uso tiene por hábito, aplican idéntica pedagogía y procedimientos iguales a la educación de entendimientos de diversas medidas y formas, engáñanse grandemente, no es de maravillar si en todo un pueblo de muchachos apenas se encuentran dos o tres que hayan podido sacar algún fruto de la educación recibida.

Que el maestro no se limite a preguntar al discípulo las palabras de la lección, sino más bien el sentido y la sustancia, que se informe del provecho que ha sacado no por la memoria del alumno, sino por su conducta; conviene que lo aprendido por el niño lo explique este de cien maneras diferentes para ver si hizo suya la enseñanza recibida. Debe el maestro acostumbrar al discípulo a pasar por el tamiz todas las ideas que le transmita y hacer de modo que su cabeza no dé albergue a nada por la simple autoridad y crédito. No basta con que aprenda los preceptos de los filósofos, es preciso que se impregne del espíritu de ellos; puede olvidar si quiere cuál fue la fuente de su enseñanza, pero a condición de sabérsela apropiar. Las abejas extraen el jugo de diversas flores y luego elaboran la miel, que es producto suyo, y no tomillo ni mejorana, así las nociones tomadas a otro las transformará y modificará para con ellas ejecutar una obra que le pertenezca, formando de este modo su saber y su discernimiento. Saber de memoria no es saber; es solo retener lo que se ha dado en guarda a la memoria.

Pobre capacidad la que se saca únicamente de los libros, transijo con que sirva de ornamento, pero nunca de fundamento. Para el aprendizaje del bien juzgar y del bien hablar, todo lo que ante nuestra vista se muestra es libro suficiente; por esta razón es el comercio de los hombres maravillosamente adecuado al desarrollo del entendimiento.

Encarece Montaigne los beneficiosos efectos de los viajes desde la infancia, no solo por lo que en ellos se aprende de costumbres y lenguas, sino por sacar a los hijos de los regazos de sus padres y hacerlos fuertes. Recomienda la aspereza y fatiga de los ejercicios físicos, pues no se debe dejar de practicar el mal por falta de fuerza ni de capacidad, sino por falta de voluntad. Da atinados consejos sobre educación y urbanidad; y pondera los beneficiosos efectos de la enseñanza de la Filosofía de la cual hace un caluroso elogio, defendiéndola contra quienes la atacan calificándola de ciencia quimérica y vana que carece de aplicación y valor teórico y práctico. Apartemos —dice— todas las espinosas sutilezas de la dialéctica de las que nuestra vida no puede sacar ningún provecho; hagamos solo méritos de los sencillos discursos de la Filosofía; sepamos escogerlos y emplearlos oportunamente La Filosofía encierra máximas lo mismo para el nacimiento del hombre que para su decrepitud.

A la educación debe presidir una dulzura severa, no como se practica generalmente; en lugar de invitar a los niños al estudio de las letras, se les brinda solo con el horror y la crueldad. Si queréis que el niño tenga miedo a la deshonra y al castigo, no le acostumbréis a ellos, acostumbradle más bien a la fatiga y al frío, al viento y al sol, a los accidentes que le precisa menospreciar; alejad de él toda blandura y delicadeza en el vestir y en el dormir, en el comer y en el beber; que se familiarice con todo y no se convierta en un muchachón hermoso y afeminado, sino en un mozo lozano y vigoroso.

Refiere el autor algunos detalles de su propia educación, especialmente el medio de que se valió su padre para que aprendiera perfectamente el latín en su infancia, y termina el ensayo con estas palabras: Para el escolar no hay nada que aventaje ni que sustituya a la excitación permanente del gusto y afecto hacia el estudio; de otra suerte, el discípulo será solo un asno cargado de libros, si la ciencia se le administra con el látigo. Para que la ciencia sea beneficiosa no basta ingerirla en la cabeza; precisa asimilársela y hacer de ella cabal adopción.

Locura de los que pretenden distinguir lo verdadero de lo falso con la aplicación de su exclusiva capacidad. Censura Montaigne duramente a los presuntuosos que rechazan la veracidad de aquello que no pueden entender sin perjuicio de admitir muchas veces supersticiones y brujerías. Entre las varias sensatas reflexiones que hace, figuran estas: Es la de que hablo osadía peligrosa y que acarrea consecuencias graves, a más de la absurda temeridad que supone el burlarnos de aquello que no concebimos, pues luego que con arreglo a la medida de nuestro entendimiento dejamos establecidos y sentados los límites de la verdad y el error, necesariamente tenemos que creer en cosas en las cuales hay mayor inverosimilitud que en aquellas que hemos desechado por inciertas, y que, si procediéramos con recto criterio, debiéramos desechar también.

Refiriéndose especialmente a las creencias religiosas, dice una de dos cosas precisa o someterse en absoluto a la autoridad eclesiástica, o abandonarla por completo; no reside en nosotros la facultad de establecer en qué le debemos obediencia El hombre no tiene guardados en su cabeza los límites a que puede alcanzar la voluntad divina ni los del poder de la Naturaleza misma, y entiendo que la mayor locura que el humano entendimiento puede albergar, es la de medir conforme a su capacidad e inteligencia la verdad o falsedad de las cosas.

De la amistad. Ardiente y razonado elogio de la amistad, último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los humanos, estableciendo la distinción entre las afecciones hacia las mujeres, las relaciones paternales y filiales, el matrimonio, el amor griego, las amistades corrientes y la verdadera y profunda amistad en que las almas se enlazan y confunden una con otra por modo tan íntimo, que la trama que las une se borra y no hay medio de reconocerla. Como ejemplo de esa amistad, pone Montaigne la que a él le unió con Esteban de la Boctie, de la cual hace una sentida glosa.

De la moderación. Fundándose en que puede haber exceso hasta en la virtud y los actos meritorios, aboga el autor por la moderación en todo, y especialmente en la amistad que profesamos a nuestras mujeres y en los goces matrimoniales. Su lema es que el arquero que sobrepasa el blanco comete igual falta que el que no le alcanza.

De la conveniencia de juzgar sobriamente de las cosas divinas. El más adecuado terreno, el que se encuentra más sujeto a error e impostura, es el discurrir sobre las cosas desconocidas; y, sin embargo,. no hay hombres más seguros de lo que dicen que los que refieren cosas fabulosas, como los alquimistas, adivinos, quirománticos, etc., a los cuales añadiría de buen grado, si a tanto osara, una caterva de gentes, intérpretes y fiscalizadoras ordinarias de los designios de Dios, que hacen profesión de inquirir las causas de cada accidente y de ver en los arcanos de la voluntad divina los motivos inescrutables de sus obras. Para un buen cristiano es suficiente creer que todas las cosas Dios nos las envía, y recibirlas además con reconocimiento de su divina e inescrutable sabiduría; así que deben tomarse siempre en buena parte, ya produzcan el mal o ya el bien.

No puedo menos de censurar la conducta que ordinariamente veo seguir a muchas gentes, las cuales apoyan nuestra religión conforme a la prosperidad de sus empresas. Cuenta nuestra fe bastantes otros fundamentos, sin necesidad de autorizarla con el curso bueno o malo de los acontecimientos terrenales En conclusión es difícil acomodar a nuestra balanza las cosas divinas sin que sufran menoscabo. Menester es que nos conformemos con la luz que place al sol comunicarnos quien eleve la mirada a fin de procurarse claridad mayor, no extrañe si por castigo de su osadía se queda ciego.

De la soledad. El contagio es inminente entre la multitud en medio de la sociedad hay que imitar el ejemplo de los malos o hay que odiarlos; ambas cosas son difíciles, asemejarse a ellos, porque son muchos, y odiarlos mucho, porque las maldades de cada uno son diferentes. Sin duda, el que es virtuoso puede vivir en todas partes contento, puede estar solo hasta entre la multitud de la corte; mas si reside en su mano la elección, huirá hasta de la vista de aquella. El fin último de la soledad es a mi entender, vivir sin cuidado y agradablemente, mas para el logro del mismo no se encuentra siempre el verdadero camino. Tenga en buena hora mujeres, hijos, bienes y, sobre todo, salud quien pueda; mas no se ligue a ellos de tal suerte que en su posesión radique su dicha; es necesario reservar una trastienda que nos pertenezca por entero, en la cual podamos establecer nuestra libertad verdadera, nuestro principal retiro y soledad.

Tenemos un alma que puede replegarse en sí misma; ella sola es capaz de acompañarse; ella sola puede atacar y defenderse, puede ofrecer y recibir; no temamos, pues, en esta soledad que la ociosidad fastidiosa nos apoltrone. Puesto que Dios nos da lugar para disponer nuestra partida del mundo preparémonos hagamos nuestro equipaje, despidámonos con tiempo de la sociedad, desprendámonos de todo lo ajeno a nuestra determinación y de todo lo que nos aleja de nosotros mismos.

La ocupación que hayamos de elegir en la vida solitaria no debe ser de índole pesada ni ingrata; de otro modo, ¿para qué nos serviría haber buscado el reposo?. Para mi uso no gusto más que de libros agradables y poco complicados, que me regocijen o de los que me consuelan y contribuyen a ordenar mi vida y a disponerme a una buena muerte. La imaginación de las personas piadosas que por devoción buscan la soledad, llenando su ánimo con la seguridad de las promesas divinas de la otra vida, está más plenamente satisfecha que la de otros. Ese solo fin de otra vida dichosamente inmortal merece realmente que abandonemos las comodidades y dulzuras de este mundo; y el que puede abrasar su alma con ardor de fe tan viva y esperanza tan grande, por modo real y constante, créase en la soledad una existencia llena de goces y delicias muy por encima de toda otra suerte de vivir. La disposición de ánimo que más se aparta del retiro es precisamente la ambición; gloria y reposo son dos cosas que no pueden cobijarse bajo el mismo techo; lo que precisa buscar no es que el mundo hable de vosotros, sino que vosotros habléis con vuestras almas respectivas.

Cómo el sentimiento de los bienes y de los males depende en gran parte de la idea que de ellos nos formamos. La diversidad de opiniones que encontramos al tratar del bien y del mal muestra claramente que los males y los bienes no ejercen influencia en nosotros sino transformándose. La diferente consideración que a unos y otros ha merecido la muerte, lleva al autor, una vez más, a reflexionar sobre el desprecio hacia ella.

Pasa luego a ocuparse del dolor, acerca del cual concedo de buen grado —dice— que sea la desgracia mayor de nuestra vida, pues soy de los que más lo detestan y más lo huyen, por no haber tenido hasta el presente, gracias a Dios, gran comercio con él. Pero si no estuviera en nuestra mano el poder reducirlo a la nada, o al menos el de debilitarlo con la paciencia, y el de alcanzar, con el vigor, el valor, la fuerza, la magnanimidad y la resolución, que el alma y la razón se mantengan resistentes y bien templadas desafiando al sufrimiento corporal, ¿cuál sería el empleo que daríamos a aquellas virtudes excelsas?. La causa de que seamos débiles para soportar el mal reside en que no estamos habituados a buscar en el alma nuestro principal contento; en que nos fundamentamos en ella en tanto grado como debiéramos.

Cita numerosos ejemplos de personas que se han sabido mostrar fuertes ante diversos y terribles dolores —como Mucio Escévola—, terminando con esta interrogación a quien carece de fuerzas para soportar la muerte y la vida, a quien no quiere ni resistir ni huir, ¿qué remedio puede?.

De la codicia de la gloria. De todos los ensueños de este mundo, ninguno hay más universalmente aceptado y extendido que la ceguedad del renombre y de la gloria, la cual nos domina con tal imperio, que a ella sacrificamos las riquezas, el sosiego, la vida y la salud, que son bienes efectivos y tangibles, para ir en pos de una vana imagen engañadora, que es voz sin cuerpo ni figura. Como afirma Cicerón, hasta los mismos que la combaten quieren que los libros que escriben con tal designio lleven su nombre, y pretenden conquistarla por haberla desdeñado Todas las demás cosas de la vida se comunican de buen grado, mas de la gloria nos mostramos avaros. Prestamos nuestros bienes, sacrificamos nuestra vida a las necesidades de nuestros amigos; pero hacer jamás presente a otro de nuestro propio honor y gloria es caso peregrino e inaudito.

De la desigualdad que existe entre nosotros. Censura el autor la costumbre de juzgar a los hombres por apariencias exteriores sin atender a las dotes de los espíritus, que es donde se manifiestan las verdaderas diferencias entre ellos Y así se da el caso de que un emperador, cuya pompa deslumbra en público y le hace aparecer superior a los demás, visto detrás del telón no es sino un hombre como otro cualquiera, y a veces más villano que el último de sus súbditos. Enlazadas con el tema principal, expone atinadas reflexiones sobre el peso del gobierno y del mando y acerca de los cortesanos aduladores.

De las leyes suntuarias. Parécele a Montaigne que el medio de que se valen nuestras leyes para reglamentar los locos y vanos dispendios de las mesas y de los vestidos de los ricos contradice su fin, dignificando el fausto y acrecentando en el pueblo el deseo de disfrutarlo. Yo creo —opina— que el procedimiento verdadero sería inculcar a los hombres el desprecio del oro y de la seda como cosas inútiles y fútiles.

De los nombres. Hace el autor diversos comentarios relacionados con el empleo de determinados nombres con preferencia a otros en algunos países y regiones y con la costumbre de sustituir el propio apellido por el de la tierra y dominios (caso en que se encontraba él mismo, que abandonó el Eyquem familiar por el Montaigne de su feudo), y ridiculiza la vanidad que se funda sobre los escudos de armas y títulos. Sus irónicas reflexiones acerca de este asunto arrancan del siguiente intencionado comentario:

Dícese que es conveniente tener un buen nombre, es decir, reputación y crédito; pero, además, es también útil tener uno sonoro y que fácilmente pueda pronunciarse y retenerse en la memoria, pues de tal suerte los reyes y los grandes nos conocen con mayor facilidad y nos olvidan menos.

De Demócrito y Heráclito. Después de discurrir acerca de los movimientos del alma y de sus reacciones frente a diversos sucesos, dice Montaigne que Demócrito y Heráclito eran dos filósofos de los cuales, el primero, por encontrar vana y ridícula la humana naturaleza, se presentaba ante el público con el rostro burlón y risueño, mientras que el segundo, sintiendo compasión y piedad por nuestra misma naturaleza, estaba constantemente triste y con los ojos bañados en lágrimas. Yo me inclino mejor —comenta— a la actitud del primer filósofo, no porque sea más agradable reír que llorar, sino porque lo primero supone mayor menosprecio que lo segundo; y creo que, dado lo poco de nuestro valer, jamás el desdén igualará lo desdeñado. La conmiseración y la queja implican alguna estimación de la cosa que se lamenta; lo contrario acontece con aquello de que nos burlamos, a lo cual no concedemos valor ni importancia alguna. En el hombre hay menos maldad que vanidad, menos malicia que estupidez; no somos tan dignos de lástima como de desdén.

De la vanidad de las palabras. Los que disfrazan y adoban a las mujeres son menos dañosos que los retóricos, que tienen por oficio engañar, no a nuestros ojos, sino a nuestra razón, bastardeando y estropeando la esencia de la verdad. Aristón define cuerdamente la Retórica Ciencia para persuadir al pueblo. Sócrates y Platón la llamaban arte de engañar y adular; los que niegan que esa sea su esencia, corrobóranlo luego con sus preceptos. De las consideraciones generales pasa Montaigne a ridiculizar el uso y abuso de diversos y extraños términos para dar sencillas explicaciones, ya sean de cocina o de arquitectura, y la costumbre de distinguir los empleos del Estado con ampulosos nombres sacados de los romanos aunque no tengan con ellos la menor relación.

De las oraciones. Después de una protestación de fe católica y de sometimiento a la autoridad de la Iglesia, discurre el autor ampliamente acerca del estado de alma requerido por la oración, diversos modos de orar, costumbre de implorar de la divinidad cosas terrestres ridículas y absurdas, esterilidad de las discusiones teológicas y respeto que se debe a los libros santos La síntesis de su pensamiento acerca de la oración es la siguiente: Una verdadera plegarla y una reconciliación completa de nuestra alma para con Dios no pueden asilarse en un alma impura, sometida en el momento mismo en que obra a la dominación de Satanás. El que apela a Dios en demanda de auxilio permaneciendo en el camino del vicio, hace lo propio que el timador que llamase a la justicia en su ayuda para la comisión de su delito, o como los que pronuncian el nombre del Señor en testimonio de sus mentiras. Habría pocos hombres que osasen declarar los secretos ruegos que dirigen a Dios.

De la edad. Trata el autor de las ilusiones de quienes aspiran a morir de viejos, y de las disposiciones legales que limitan la mayoría de edad y el momento del retiro de los negocios. Qué ilusión —exclama— la de esperar morir de la falta de fuerzas que a la extrema vejez acompaña, y la de creer que nuestros días acabarán solo entonces. Esa es la muerte mas rara de todas, la menos acostumbrada, y la llamamos natural, como si tan natural no fuera morir de una caída, ahogarse en un naufragio, sucumbir en una epidemia o de una pleuresía, y como si nuestra constitución ordinaria no nos abocara todos los días a semejantes accidentes. Morir de viejos es una muerte singular y extraordinaria, mucho menos frecuente que las otras; es la última y extrema manera de morir, y cuanto más lejos estamos de la vejez, menos debemos esperar ese género de muerte. En cuanto a los límites extremos de la edad útil, opina Montaigne que "las almas se encuentran suficientemente desarrolladas a los veinte años y que el enviar a los hombres al descanso antes de los cincuenta y cinco o sesenta años no es razonable".

LIBRO II

De la inconstancia de nuestras acciones. Los que se emplean en el examen de las humanas acciones, reflexiona Montaigne, nunca se encuentran tan embarazados como cuando pretenden armonizar y presentar bajo el mismo tono los actos de los hombres, los cuales se contradicen comúnmente de tan extraña manera que parece imposible que pertenezcan a un mismo cosechero. Nuestra ordinaria manera de vivir consiste en ir tras las inclinaciones de nuestros instintos, a derecha e izquierda, arriba y abajo, conforme las ocasiones se nos presentan. No pensamos lo que queremos sino en el instante en que lo queremos, y experimentamos los mismos cambios que el animal que toma el color del lugar en que se le coloca. Lo que en este momento nos proponemos olvidámoslo en seguida; y luego volvemos sobre nuestros pasos, y todo se reduce a movimiento e inconstancia. Nosotros no vamos; somos llevados como las cosas que flotan, ya dulcemente, ya con violencia, según que el agua se encuentre iracunda o en calma. Cada día, capricho nuevo; nuestras pasiones se mueven al compás con los cambios atmosféricos.

Esta variación y contradicción tan versátiles que en nosotros se encuentran han sido causa de que algunos piensen que tenemos dos almas, y otros que estamos dotados de dos fuerzas distintas, las cuales nos acompañan y agitan de modo diverso, hacia el bien la una y la otra hacia el mal porque no concibieron que tan brusca diversidad de actos emanase de un solo espíritu. Quien detenidamente se examine encontrará que el mismo estado de espíritu rara vez se repite de nuevo. Yo imprimo a mi alma ya un aspecto, ya otro, según el lado a que la incline. Si de mí mismo hablo algunas veces de diverso modo que otras, es porque me considero también diversamente. Todas las ideas más contradictorias se encuentran en mi alma, en algún modo conforme a las circunstancias y a las cosas que la impresionan. No somos más que seres fragmentarios, de una contextura tan informe y diversa, que cada pieza de las que nos forman y cada momento de nuestra vida hacen un juego distinto, y se encuentra diferencia tan grande entre nosotros y nosotros mismos como entre nosotros y los demás hombres.

De la embriaguez. Como si se tratase de confirmar prácticamente los asertos del capítulo anterior, muéstrase Montaigne en este tan indeciso y fluctuante que, en realidad, no acaba de saberse cuál es su juicio acerca de la embriaguez, según aparece de las siguientes reflexiones: La embriaguez, entre todos los demás, me parece un vicio grosero y brutal. El estado más deplorable del hombre es aquel en que pierde el conocimiento, imposibilitándose de gobernarse a sí mismo. La antigüedad no censura gran cosa la embriaguez, los escritos mismos de algunos filósofos hablan de ella casi contemporizando, y hasta entre los estoicos hay quien aconseja el beber alguna vez que otra a su sabor y emborracharse para alegrar el espíritu.

Mi gusto y complexión naturales son más enemigas de ese exceso que mi razón, pues, aparte de que yo acomodo fácilmente mis opiniones a la autoridad de los antiguos, si bien encuentro que la embriaguez es un vicio cobarde y estúpido, lo creo menos dañoso y perverso que los demás, los cuales van casi todos en derechura contra la sociedad pública. Beber a la francesa, en las dos comidas y de una manera moderada por cuidado de la salud, es restringir los favores del dios Baco; es preciso ocupar más tiempo y desplegar mayor constancia en el beber. Yo apenas bebo sino después de comer, y el último trago es siempre mayor que los precedentes...; el vino es más grato a medida que los poros del paladar se abren y se lavan; al menos, yo, a los primeros sorbos no le encuentro bien el gusto. Aunque admitamos en el hombre la mayor suma de prudencia, no por ello dejará de ser hombre, es decir, el más caduco, el más miserable y el más insignificante de los seres. Confórmese, pues, el hombre con sujetar y moderar sus inclinaciones, pues hacerlas desaparecer no reside en su débil poderío.

Costumbre de la isla de Cea. Está integrado este capitulo por una serie de consideraciones, adornadas con ejemplos, acerca del desprecio de la vida y del respeto a las muertes heroicas y por suicidio. Sobre este último punto, la doctrina nada ortodoxa del autor se resume en que " solo el dolor extremo o la seguridad de una muerte peor que el suicidio parecen excusables motivos para abandonar la vida".

Mañana será otro día. Discurriendo acerca de la práctica de reprimir la curiosidad y aplazar voluntariamente el conocimiento de noticias recibidas, opina que puede un hombre prudente, bien por atenciones ajenas, bien por no separarse bruscamente de las personas con quienes se encuentra o por no dejar de la mano otro asunto de importancia, diferir el informarse de las nuevas que se le comunican, pero hacerlo así por la propia comodidad o particular placer, por no interrumpir la comida o el sueño, no tiene excusa posible, sobre todo cuando se trata de hombres que ejercen funciones públicas.

De la conciencia. Tratando del poderío de la conciencia y el remordimiento, censura el empleo de las torturas, "invención perniciosa y absurda, cuyos efectos más sirven para probar la paciencia de los acusados que para descubrir la verdad. Aquel que las puede soportar, las oculta, y el que es incapaz de resistirlas, tampoco las declara; porque ¿qué razón hay para que el dolor haga confesar la verdad o decir la mentira?..." Estas y otras sensatas reflexiones son tanto más de admirar cuanto que fueron escritas por un ex magistrado y en época en que nadie se permitía dudar de la eficacia del tormento.

De la ejercitación. Una vez más se ocupa Montaigne de la preparación para la muerte, idea que le obsesiona con frecuencia. Presenta aquí el asunto en el nuevo aspecto de la "ejercitación" o experiencia de la muerte, acerca de la cual dice, entre otras cosas: En el morir, que es el acto magno que todos hemos de cumplir, la experiencia nada puede ayudarnos. Puede el hombre, auxiliado por la costumbre, fortificarse contra los dolores, la deshonra, la indigencia y otros males; pero cuanto a la muerte, solo una vez nos es dado ver cuáles son sus efectos: todos somos aprendices cuando su hora nos alcanza. Ve en el sueño un medio de conocer aproximadamente lo que es la muerte, y cuenta después un grave accidente de caída de caballo de que fue víctima y en el cual perdió el conocimiento, sirviéndole luego para analizar sus impresiones, que le hicieron "experimentar los efectos de la muerte", no dejándole duda alguna de que conocía bien cuáles eran. Lejos de dominarme la angustia o el terror —dice—, "mi situación era dulce y apacible; ninguna aflicción experimentaba por los demás ni por mí; era aquel en que me encontraba un estado de languidez y de debilidad extremas, sin ningún dolor, vi mi casa sin reconocerla, y cuando me acostaron sentí una dulzura y reposo infinitos.."; "en verdad hubiera sido aquella una muerte dichosa, pues la debilidad de mi razón imposibilitábame de juzgar y la del cuerpo de sentir, dejábame llevar tan dulce, blanda y gustosamente, que ni siquiera puedo formarme idea de un acto menos penoso de lo que aquel era". Entiendo que para acostumbrarse a la muerte no hay cosa mejor que acercarse a ella.

Saliendo al paso de quienes puedan censurarle por narrar sus actos, tomándose como sujeto de experiencia, dice: Hace ya algunos años que no tengo sino a mi mismo por objeto de mis reflexiones, que no examino ni estudio otra cosa que mi propia persona, y si, a veces, mis pensamientos y miras se dirigen a otro lugar, lo hago solo por aplicarlo sobre mí o en mí, para provecho personal. Creo que el precepto de no hablar de sí mismo no debe aplicarse más que al vulgo.

De las recompensas del honor. Es una invención ingeniosa y aceptada de buen grado en todos los países del mundo la de establecer ciertos distintivos, sin valor material, para honrar y recompensar las virtudes como las coronas de laurel, de encina y de mirto, los uniformes... Nosotros, como algunas naciones vecinas, contamos con las órdenes de caballería que para aquel fin fueron instituidas. Es una costumbre excelente, al par que provechosa, al encontrar medio de reconocer el valer de los hombres singulares en merecimientos y contentarlos y satisfacerlos por medio de recompensas que no gravan al erario público ni son costosas al príncipe. Pues que las recompensas del honor no tienen significación ni estima sino por ser contadas las personas a quienes se otorgan, el medio más presto de reducirlas a la nada es concederlas con profusión.

Del amor de los padres a los hijos (A la señora de Estissac). Empieza este capítulo con unas alusiones a los Ensayos que merecen recuerdo. Una disposición de espíritu melancólica —dice el autor—, enemiga, por consiguiente, de mi natural complexión, producida por las tristezas de la soledad en que voluntariamente vivo sumido hace algunos años, engendró en mi ánimo este capricho de escribir. Como quiera que me encontrase además enteramente desprovisto y vacío de toda otra materia, decidí presentarme a mi mismo como asunto y argumento de mi obra. Es el único libro de su especie que existe en el mundo en cuanto a haber sido escrito con un designio tan singular y extravagante...

Pasa luego a tratar de la educación de los hijos y del cariño paternal, que tanto puede influir en el porvenir de aquellos al desviar o no corregir, según los casos, las inclinaciones del niño o del joven. Rechaza el empleo de la violencia en la educación y recomienda ser abierto y franco con los hijos para disfrutar de la afección filial y no tener que reprocharse a sí mismo, como el mariscal Montluc cuando perdió a su hijo, de que el pobre muchacho jamás había visto en él sino un continente frío, lleno de desdén, y murió creyendo que no había sabido amarle ni estimarle según sus méritos . Ocupándose de las relaciones de intereses entre padres e hijos, aconseja se provea a estos siempre de lo necesario conforme a su edad y posición, e incluso se les haga cesión de bienes, reconociendo a tiempo la propia flaqueza, aunque reservándose el derecho de arrepentirse y revocar la donación si dan motivo para ello.

Pasando de los hijos de carne y hueso a los espirituales, producto de la inteligencia, dice: Si consideramos esta simple circunstancia de amar a nuestros hijos por haberlos engendrado, lo cual hace que los conceptuemos como seres idénticos a nosotros mismos, debemos reparar en que hay otras cosas que proceden también de nuestro individuo y que no son menos dignas de ser amadas, pues lo que nuestra alma engendra, los partos de nuestros espíritus, las obras de nuestro valer y capacidad, tienen un origen más noble que el corporal y nos pertenecen más en absoluto, porque en ellas somos a la vez el padre y la madre juntos. Estos hijos nos cuestan mucho más caros y nos procuran mayor honor cuando incluyen alguna buena prenda. En la paternidad intelectual se ven así mismo esas pasiones extraviadas y furiosas que alguna vez arrastraron a los padres al amor de sus hijas y a las madres al de los hijos, como lo prueba lo que se cuenta de Pigmalión.

De los libros. Bien sé —afirma Montaigne— que con frecuencia me acontece tratar de cosas que están mejor dichas y con mayor fundamento y verdad en los maestros que escribieron de los asuntos de que hablo. Quien pretenda buscar aquí ciencia no se encuentra en el mejor camino, pues en manera alguna hago yo profesión científica. Mi designio consiste en pasar apacible, no laboriosamente, lo que me resta de vida; por nada del mundo quiero romperme la cabeza, ni siquiera por la ciencia, por grande que sea su valer. En los libros solo busco un entretenimiento agradable, y, si alguna vez estudio me aplico a la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo, la cual me enseña el bien vivir y el bien morir.

Pasa revista a los principales libros y autores de su preferencia (Boccaccio, Rabelais y Juan Segundo, entre sus contemporáneos; Virgilio Lucrecio, Catulo y Horacio, entre los poetas; Plutarco y Séneca, entre aquellos en que la enseñanza va unida al deleite; Diógenes Laercio, Salustio y Julio César, entre los historiadores), mostrándose harto ingrato con Cicerón, ya que siendo uno de los autores en quienes más se ha inspirado, le dedica una crítica ni injusta ni desacertada, pero sí impropia de quien tanto le debe. Encuéntrale pesado, superficial y extraordinariamente ambicioso de gloria; en punto a elocuencia, cree que nadie puede comparársele, mas como poeta, censúrale con dureza, "pues si bien no constituye delito el escribir malos versos, lo es el no haber sabido conocer cuán indignos eran los suyos de la gloria de su nombre".

De la crueldad. Este capítulo debió, más bien, titularse de la virtud o de las virtudes, pues dedícase preferentemente a glosar el desprendimiento de Epaminondas, la perfección del alma de Sócrates, la rigidez y firmeza de Catón, etc. Solo al final viene a tratar de la crueldad, ocupándose de miedo de las torturas, acerca de las cuales dice: Hasta en los mismos actos de justicia me parece cruel todo cuanto va más allá de la simple muerte; y más cruel todavía en nosotros, que debíamos cuidar de que las almas abandonaran la Tierra sosegadamente, lo cual es imposible cuando se las ha agitado y desesperado por medio de tormentos atroces...

Yo aconsejaría que esos ejemplos de rigor por los cuales quiere mantenerse el respeto del pueblo, se practicaran solamente con los despojos de los criminales— el verlos privados de sepultura, el verlos hervir y el contemplarlos descuartizados produciría tanto efecto en las gentes como las penas que a los vivos se hacen sufrir.

Refiriéndose a otras manifestaciones de crueldad, afirma: Jamás pude contemplar sin dolor la persecución y la muerte de un animal inocente e indefenso de quien ningún daño recibimos... Los que son sanguinarios con los animales denuncian su naturaleza propensa a la crueldad... Existe cierto respeto y un deber de humanidad que nos liga, no ya solo a los animales, sino también a los árboles y a las plantas— a los hombres debemos la justicia; benignidad y gracia a las demás criaturas que son capaces de acogerlas; existe cierto comercio entre ellas y nosotros y cierta obligación recíproca.

Apología de Raimundo Sabunde. En este extensísimo capítulo, el más amplio y abundante en doctrinas filosóficas de todos los Ensayos, han creído ver algunos comentadores la fuente en que se inspiró Pascal para escribir sus célebres Pensamientos, que, indudablemente, fueron concebidos como una apología del Cristianismo.

Explica Montaigne cómo por encargo de su padre tradujo al francés la Theologia naturalis sive liber creaturarum, compuesta por el maestro Raimundo de Sabunde, "encontrando hermosas las ideas del autor, la contextura de su obra bien unida y su designio lleno de piedad". El fin —añade— es atrevido y valiente, pues se intenta, por razones humanas y naturales, probar y establecer contra los ateos los artículos todos de la cristiana religión, en lo cual, a decir verdad, yo encuentro el libro tan firme y afortunado, que no creo sea humanamente posible conducir mejor los argumentos.

Como la obra de Sabunde fue duramente atacada, Montaigne se creyó en el caso de salir en su defensa escribiendo esta magnífica Apología. Dos fueron los cargos principales que se hicieron al libro: que los cristianos se engañan al querer apoyar sus creencias valiéndose de razonamientos humanos para sustentar lo que no se concibe sino por mediación de la fe, por particular inspiración de la Gracia divina; y que los argumentos empleados son débiles e insuficientes para demostrar lo que se propone, intentando objetarlo quienes tal cosa sostienen.

Replicando al primer cargo, dice Montaigne, entre otras cosas: Cierto que solo la fe abarca vivamente de un modo verdadero y seguro los misterios de nuestra religión; pero eso no significa que deje de ser empresa laudable y hermosa la idea de acomodar al servicio de aquella los instrumentos naturales y humanos que Dios nos ha dado. Si la ciencia de la fe no nos penetra por virtud de una infusión extraordinaria y penetra, no solamente por la razón, sino además por medios puramente humanos, no alcanza toda su dignidad ni todo su esplendor; y a la verdad, yo recelo que nosotros no la disfrutamos más que por ese camino. Si estuviéramos unidos a Dios por el intermedio de una fe viva; si le comprendiéramos por El, no por nosotros, si lográsemos un apoyo y fundamento divinos, los accidentes humanos no tendrían el poder de apartarnos de Dios, como acontece, nuestra fortaleza haría frente a una batería tan débil. Si el esplendor de la divinidad nos tocase de algún modo, aparecería en nosotros por todas partes; no solo nuestras palabras, sino nuestras acciones llevarían su luz y su brillo, todo cuanto de nosotros emanase se verla iluminado por esa doble claridad. Si creyéramos en Dios, no ya por el camino de la fe sino por el de la simple creencia, o tan solo como en otra persona, como en uno de nuestros compañeros, le amaríamos sobre todas las cosas por la infinita bondad y belleza infinita que resplandecen en El; cuando menos, le colocaríamos en el mismo rango de afección que a las riquezas, los placeres, la gloria y los amigos.

Mas, en realidad, no concedemos a la devoción sino aquellas prácticas que halagan nuestras pasiones; no existe hostilidad mayor que la que reconoce por causa el interés de la religión; y esta, que fue instituida para extirpar los vicios, sin embargo, los cubre, los engendra y los incita. Si recibiéramos las grandes promesas de la eterna beatitud a la manera que acogemos las doctrinas filosóficas, no nos horrorizaríamos ante la muerte, como nos horrorizamos. ¿Existe algún entendimiento, por grande que sea su simplicidad, que, teniendo de un lado el objeto de alguno de nuestros viciosos placeres y de otro el destino de una gloria eterna, abrigara la menor duda en la elección del uno o de la otra? Dios dejó en sus altas obras impreso el carácter de la divinidad, y solo nuestra flaqueza de espíritu nos impide descubrirlo, El mismo nos dice que sus acciones invisibles nos las manifiesta por medio de las visibles. Sabunde ha trabajado este digno estudio y nos muestra cómo no hay nada en el mundo que desmienta a su Creador. Y lo hace en tal forma, que yo sé de un hombre de autoridad científica, versado en el estudio de las letras, que me ha confesado haber desechado sus errores de la falta de creencia por el solo auxilio de los argumentos de aquel.

En cuanto a la segunda objeción, referente precisamente a la debilidad de tales argumentos, recházala extensamente Montaigne comentando la ridícula presunción humana que nos hace creer que sabemos algo y que somos los seres superiores de la creación, cuando en realidad muchos animales nos aventajan en diversas cosas y ni sabemos nada de lo divino ni de nuestra alma ni siquiera de nuestro cuerpo. En la imposibilidad de transcribir todos los pensamientos que lo merecerían, para no hacer interminable este ya largo resumen, copio solo algunos: Si procediendo conforme a justicia debe otorgarse a cada uno lo que se le debe, diremos que los animales sirven, aman y defienden a sus bienhechores, persiguen y ultrajan a los extraños y a los que los ofenden, por donde practican una justicia semejante a la nuestra, y vemos también que proceden con igualdad equitativa en el cuidado de sus pequeñuelos. Cuanto a la amistad, los animales la practican, sin ningún género de duda, más constante y más viva que los hombres. Los actos que vemos realizar a los demás animales, y que prueban en ellos mayor habilidad y destreza de las que nosotros somos capaces, acreditan la existencia de alguna facultad superior, que no conocemos, como tampoco muchas otras de sus cualidades y fuerzas, de las que no alcanzamos rastro alguno.

El hombre es víctima de la inconstancia, irresolución incertidumbre, duelo, superstición, ansía por las cosas venideras, a veces aun después de nuestra vida; de la ambición, avaricia, los celos, la envidia, los apetitos desordenados, furiosos e indomables; de la guerra, la mentira, la deslealtad, la difamación y la curiosidad; en verdad que pagamos bien cara la tan decantada razón de que nos gloriamos y la capacidad de juzgar y conocer si la hemos alcanzado a cambio del infinito número de pasiones de que somos presa. Diríase que la Naturaleza, para consuelo de nuestra condición miserable y caduca, solo nos dio como patrimonio la presunción.

La primera ley que Dios impuso al hombre fue la de una mera obediencia; una orden sencilla y sin complicaciones, en que el individuo ni la tuviera que conocer ni que cuestionar... De la obediencia y la sumisión nacen todas las demás virtudes, como de la rebeldía emanan todos los pecados. La primera tentación que experimentó la humana naturaleza por mediación del demonio, el primer veneno que nos fue inoculado, se encubrió con la promesa de ciencia y conocimiento... ¿Queréis que el hombre viva sano, que se gobierne ordenadamente y se mantenga en postura segura y firme?. Envolvedle en las tinieblas e inoculadle la pesantez de espíritu, precisa que nos estupidicemos para penetrar en los dominios de la prudencia, y que nos dejemos deslumbrar para ser guiados.

Del propio modo que la sencillez del alma hace la vida más grata, truécase también en más inocente y mejor; los ignorantes y los pobres de espíritu, dice San Pablo, se elevan hasta el Cielo y lo disfrutan; nosotros, en cambio, con todo nuestro saber, nos sumimos en los abismos del infierno. Tan lejos estamos de que nuestras fuerzas alcancen a concebir la grandeza divina, que entre las obras de nuestro Creador llevan mejor el sello de la magnificencia y son más dignas del Ser Supremo las que menos están a nuestro alcance.

Considera Montaigne las estériles lucubraciones y divagaciones de los filósofos acerca de la investigación de la verdad y de la certeza, que puede agruparse en tres escuelas: una, la de los peripatéticos, epicúreos, estoicos y otras sectas que, con gran presunción, creyeron haberla encontrado, aunque no pensaron en establecer principios claros incontrovertibles; otra, la de los académicos, que desesperaron de encontraría y juzgaron que nuestras facultades eran incapaces para ello, y otra, en fin, la de los escépticos y pirronianos, que declaran encontrarse en el camino de la investigación de la verdad y tachan de equivocados a los partidarios de las anteriores.

Estudia, igualmente, la diversidad de opiniones en cuanto a la divinidad, comentándolas con fortuna. El humano entendimiento —dice— es víctima de constantes extravíos en todo, pero más especialmente cuando trata de formarse idea de las cosas que atañen a la divinidad... Ninguna de nuestras cualidades puede parangonarse ni relacionarse en modo alguno con la naturaleza divina todas la manchan y marcan con otras tantas imperfecciones. La belleza, poder y bondad infinitos, ¿cómo han de poder asemejarse ni tener correspondencia alguna con una cosa tan abyecta como nosotros, sin el extremo perjuicio y decaimiento de la divina grandeza?. Y, sin embargo, nosotros queremos prescribir a Dios límites; nuestra razón pretende medir su poderío —intentamos subyugar a Dios— a las vanas o débiles apariencias de nuestro entendimiento. A El, que nos creó y creó así mismo nuestra facultad de conocer. Porque nada se hace de la nada —decimos—, Dios no pudo formar el mundo sin servirse de materia. ¿Acaso el Hacedor Supremo ha puesto en nuestras manos las llaves de los últimos resortes de su poder? ¿Comprometióse, por ventura, a no sobrepasar los límites de nuestra ciencia? Lo que a ti se te alcanza es una ley restringida tú ignoras qué es universal; sujétate a aquello de que dependes, pero no agregues a Dios, que no es tu compañero, ni tu conciudadano, ni tu camarada .

No han sido más afortunados los filósofos en el conocimiento de las cosas naturales, de los astros y de la humana naturaleza que en la investigación de la verdad y de la esencia divina. Para explicar los diversos movimientos que ven en el hombre, las distintas funciones y facultades que sentimos en nosotros, ¿en cuántas partes no dividieron nuestra alma? ¿En cuántos lugares no la colocaron? ¿En cuántos órdenes y categorías no dividieron la pobre criatura humana, llevándola siempre más allá de los que son naturales y perceptibles? ¿Y qué decir de la diversidad de pareceres respecto a la inmortalidad?... Y en cuanto al conocimiento de la parte corporal y material de sí mismo, ¿no vemos que el hombre no está más instruido que en lo que a lo espiritual se refiere?

Los filósofos, que encuentran poco sólidas las razones de Sabunde, que nada ignoran, que todo lo explican, que todo lo saben, ¿no sondearon alguna vez entre sus libros las dificultades que se presentan para conocer el propio ser de cada uno?

Trata nuevamente de la volubilidad y variación constante de nuestras opiniones —ya estudiada en otro Ensayo—, y termina la extensa Apología con algunas reflexiones acerca del testimonio de los sentidos y su valor para el conocimiento, asegurando que no obstante su incertidumbre y afabilidad "toda noción llega a nosotros por su conducto"— "por ellos comienza la ciencia y en ellos se resuelve"; "aminórese cuanto se quiera su poderío, siempre habrá que concederse que por su mediación se alcanza toda la instrucción que poseemos". Aunque ello sea encerrarse en un círculo vicioso, para prevenir el error del testimonio de los sentidos no disponemos más que de razón, que descansa en ellos; y como nada hay que sea constante en nuestro ser ni en los objetos, nosotros, nuestro juicio y todas las cosas mortales van rodando y corriendo sin cesar, de suerte que nada cierto puede sentarse de lo primero ni de las otras, estando el juez y la cosa juzgada en continua mutación y movimiento.

Del juzgar de la muerte ajena. Cuando consideramos la firmeza que alguien mostró en la hora de su muerte, que es, sin duda, la más notable acción de la vida humana, preciso es tener en cuenta que difícilmente creemos encontrarnos en tan supremo momento; pocos mueren convencidos de que en verdad llegó su última hora. No es razonable, por tanto, suponer resolución y firmeza en quien no cree encontrarse todavía en el momento del peligro, aunque realmente está dentro de él.

Tampoco basta que un hombre muera con entereza si de antemano no se preparó para desplegarla, algunos he visto morir a quienes la casualidad procuró continente digno, no el designio preconcebido. Entre numerosos ejemplos de muertes diversas, coloca Montaigne en lugar preeminente, con razón, la de Sócrates, de la cual dice: En la vida de Sócrates nada hay, a mi ver, más relevante ni preclaro que los treinta días enteros durante los cuales rumió la sentencia de muerte y el haberla digerido por espacio de tanto tiempo estando seguro de su fin, sin conmoverse ni alterarse, realizando todas sus acciones y profiriendo todas sus palabras en tono de negligencia, más bien que con rigidez, por el peso que pudiera ocasionarle una meditación para todos cruel y aterradora.

La privación es causa de apetito. Nuestro apetito menosprecia y pasa por alto lo que tiene en la mano, para correr en pos de lo que carece. Prohibirnos una cosa es hacérnosla desear; el otorgárnosla a nuestro albedrío hace que nuestra alma engendre al punto menosprecio hacia ella; la escasez y la abundancia ocasionan inconvenientes iguales; el desear y el gozar nos llevan al mismo dolor es desagradable el rigor de la mujer amada, pero la continua amabilidad y dulzura lo son, a decir verdad, todavía en mayor grado; la saciedad engendra el hastío, que es una pasión embotada, entorpecida, cansada y adormecida.

Corrobora Montaigne la verdad de esas máximas con diversos ejemplos referentes a la coquetería femenina, al matrimonio, a las agitaciones que turban a la Iglesia y a las excesivas precauciones en la guarda y defensa de las residencias de la nobleza, que suelen ser contraproducentes en épocas de revuelta y aun en las normales.

De la gloria. Crisipo y Diógenes fueron los primeros y los que con mayor firmeza menospreciaron la gloria. Decían que toda la del mundo no merecía que un hombre sensato extendiese un dedo para alcanzarla. El desdén de la gloria fue una de las reglas de la filosofía epicúrea —"oculta tu vida"—, a pesar de lo cual las disposiciones testamentarias de Epicuro no acusan ese desdén.

Carnéades predicó la doctrina contraria, y Cicerón demostró ser un apasionado amante de la gloria. Que nuestras acciones y obras sean vistas y conocidas es por entero obra del acaso; es la suerte la que nos suministra la gloria, conforme a su veleidad. Llamamos engrandecer nuestro nombre a esparcirlo y sembrarlo de boca en boca; queremos que sea recibido en buena parte y que tal acrecentamiento le sirva de provecho. Esto es lo más excusable que puede presentarse en el designio de perseguir la gloria; pero el exceso de tal enfermedad llega hasta el punto de que muchos buscan que se hable de ellos de cualquier suerte que sea. No parece sino que el ser conocido es un modo de tener la vida y su duración en la guarda de los demás.

No porque otros lo vean y lo sepan debe nuestra alma desempeñar su papel, sino para nosotros, interiormente, donde no lleguen otros ojos que los nuestros. De todos aquellos a quienes vemos realizar actos grandes, tres meses o tres años después que cesaron en sus cargos, ya nadie se acuerda. ¿Cuántos hombres hemos visto sobrevivir a su propia reputación para contemplar cómo se extinguía en su presencia el galardón que conquistaron justamente en sus verdes años?... Sería disculpable que un pintor u otro artista semejante, y también un retórico o un gramático, trabajasen por adquirir nombre merced a sus obras— pero las acciones de la virtud son por sí mismas demasiado nobles para buscar otra recompensa que su valer peculiar, y mucho menos en la vanidad de los juicios humanos.

De la presunción. Hay otra clase de gloria que consiste en la opinión demasiado ventajosa que formamos de nuestro propio valer. Es una afección inmoderada, merced a la cual nos idolatramos, y que nos representa a nuestros mismos ojos distintos de lo que realmente somos.

No quiero yo, sin embargo —dice Montaigne—, que por temor de pecar por este lado el hombre se desconozca, ni tampoco que piense valer menos de lo que vale; debe el juicio mantener en todo sus derechos, y está muy puesto en razón que en este caso, como en los demás, examine aquello que la verdad le muestra. Hay en la presunción dos aspectos diferentes: el avalorarse demasiado y el no avalorar suficientemente a los demás. Por lo que a mí toca, diré que es muy difícil, a lo que creo, que nadie se considere menos, y hasta que nadie me considere menos de lo que yo me considero— inclúyome en la clase más común y ordinaria de los hombres, y lo que acaso me distingue es la confesión sincera que de ello hago; sobre mí pesan los defectos más vulgares y corrientes, pero ni dejo de reconocerlos, ni tampoco de buscarles excusa, y me justiprecio solo porque conozco lo que valgo. Siguen varias páginas dedicadas a la minuciosa descripción física y moral de sí mismo, glosando el autor sus buenas cualidades y defectos y acusándose de algunos —como el de su malísima memoria-con evidente insinceridad.

En cuanto al otro aspecto del vicio de presunción, que consiste en no considerar suficientemente a los demás —dice—, no sé si podré excusarme con facilidad igual, pues, por cuesta arriba que se me haga, me propongo consignar siempre la verdad. Acaso el continuo comercio que mantengo con el espíritu de los antiguos y la idea de aquellas hermosas almas de los pasados siglos me haga encontrar repugnancia en los demás y en mi mismo. O también puede ser la causa lo que en realidad acontece; que vivimos en un tiempo que no produce sino cosas bien mediocres— de tal suerte que yo no encuentro nada que sea digno de grande admiración.

Conozco bastantes hombres a quienes adornan algunas de las prendas que son dignas de alabanza, mas hombre grande del todo, que las posea todas juntas o una en tal grado de excelencia que merezca admirársele o comparársele con los que del tiempo pasado honramos, la fortuna no me ha hecho ver ninguno.

Yo no sé cómo acontece, pero acontece sin duda, que en los que se consagran a las letras y a los cargos que de los libros dependen se encuentra tanta vanidad y debilidad de entendimiento como en cualquiera otra suerte de gentes: quizá sea la causa porque se exige y espera más de ellos y porque no se les excusan los efectos comunes a todo el mundo, o acaso porque la conciencia del propio saber les comunica arrojo mayor para producirse y descubrirse demasiado hacia adelante, por donde, denunciándose, se pierden. Hay escritores que tratan de cosas que por sí mismas y en su lugar serían buenas; mas, sirviéndose de ellas sin discreción, honran la memoria a expensas del entendimiento y enaltecen a Cicerón a Galeno, a Ulpiano y a San Jerónimo para ponerse ellos en ridículo.

Termina el capítulo el autor con un fervoroso elogio dedicado a su hija adoptiva, María de Gournay le Jars, a la cual augura un risueño destino.

Del desmentir. Defiéndese Montaigne de quienes pudieran reconvenirle por servirse de sí mismo como asunto de su libro, cosa que solo puede excusarse en los hombres singulares y famosos que por su reputación inspiran curiosidad de conocerlos. Yo no fabrico aquí una estatua —dice— para que se ostente luego en la plaza de una ciudad, ni en una iglesia, ni en ningún lugar público, sino para ponerla en el rincón de una biblioteca y para distracción de un vecino, pariente o amigo que tenga el placer de familiarizarse aún con mi persona por medio de esta imagen. Otros hablaron de sí mismos por encontrar el asunto digno y rico; yo, al contrario, por haberlo reconocido tan estéril y raquítico, que no puede echárseme en cara sospecha alguna de ostentación. Pintándome para los demás heme pintado en mí con colores más distintos que los míos primitivos; no hice tanto mi libro como mi libro me hizo a mí; este es consustancial a su autor, de una ocupación propia; parte de mi vida y no de una ocupación y fin terceros y extraños, como todos los demás libros. Hace protestas de veracidad, rechazando la fama que tienen de mentir los franceses; y "cuanto a los usos diversos del desmentir las leyes de nuestro honor en este punto y las modificaciones que las mismas han experimentado —termina—, remito a otra ocasión el decir lo que sé".

De la libertad de conciencia. Refiriéndose a las luchas civiles que, cuando el escribía, ensangrentaban a Francia, manifiéstase el autor partidario de la libertad de conciencia, resumiendo su criterio en estas palabras: Por una parte, puede alegarse que el dar rienda suelta a los distintos partidos permitiéndoles el mantenimiento de sus respectivas ideas es desparramar y sembrar la división, casi echar una mano para aumentarla no poniendo trabas ni coerciones con leyes que sujeten y pongan obstáculos a su carrera; mas, por otro lado, puede también decirse que dejar en libertad completa a los partidarios para que sustenten sus ideas es ablandarlas y aflojarlas, con la libertad que se les concede, por ende, y embotar el aguijón que se aguza merced a la dificultad y a la rareza.

No gustamos nada puro. Reflexiones acerca de la asociación constante del placer y el dolor, la tristeza y la alegría, el vicio y la virtud, la justicia y la injusticia... "Cuando me considero concienzudamente —afirma Montaigne—, reconozco que hasta la bondad más acabada que pueda poseer incluye algún tinte vicioso." Es indudablemente cierto que en el gobierno de la vida y para el manejo del comercio público puede haber exceso en la pureza y perspicacia de nuestro espíritu. Por eso vemos que los espíritus comunes y menos tirantes son los más aptos y afortunados en el manejo de los negocios y que las opiniones más elevadas y exquisitas de la Filosofía son inútiles en la práctica.

De los malos medios encaminados a buen fin. Existe una plétora de malos humores que es la causa ordinaria de las enfermedades: lo propio acontece en los Estados, y para curarlos échase mano de diversas clases de purgas. A veces sostuvieron los romanos guerras no solo para mantener vigorosa a la juventud temiendo que la ociosidad, madre de toda corrupción, acarreara perjuicios más dañosos, sino también para que la lucha sirviera de sangría a la República y refrescase un poco el ardor demasiado vehemente de la gente moza. Muchos hay en el día entre nosotros que discurren de manera semejante y desearía que este perpetuo combatir que nos circunda pudiera desviarse a alguna guerra vecina, menos perniciosa que la civil. Pero no creo que Dios favoreciera la injusta empresa de ocasionar quebrantos a los demás en ventaja propia.

Cobardía, madre de la crueldad. La experiencia nos muestra que el rigor y aspereza del valor brutal, perverso e inhumano van generalmente unidos a femenina blandura; el valor cuyo efecto es ejercerse contra la resistencia detiénese cuando el enemigo se encuentra ya indefenso. Mas la pusilanimidad por aparentar lo que no existe, hallándose incapacitada para ejercer la resistencia, encarnízase con la víctima cebándose en su sangre. Todos reconocen que supone mayor bravura y menosprecio más grande el derrotar al enemigo que el acabar con él, el hacerle morder el polvo que el hacerle morir. El matar tiende a prevenir o vengar una ofensa futura; supone más bien temor que bravura; más precaución que valor; defensa más que ataque.

Los tiranos que quisieron matar y hacer sentir su cólera emplearon todos los recursos de que su crueldad los hizo capaces para prolongar la muerte; quieren que sus enemigos se vayan, mas no tan presto que no les quede espacio para saborear la venganza: a lo cual no llega su poderío, pues si los tormentos son violentos, necesariamente han de resultar breves, y si se prolongan, no les parecen bastante rudos y se ven obligados a buscar nuevas y crueles torturas. Cita algunos ejemplos de bárbara crueldad, y condena, una vez más, el empleo del tormento, cuya inutilidad demuestra con sensatas razones.

De la cólera. Fustiga duramente esta mala pasión, especialmente cuando se manifiesta en el trato con inferiores (hijos, discípulos, sirvientes), y en los que desempeñan funciones de justicia. No hay pasión —opina— que más dé al traste con la sinceridad de juicio. Nadie pondrá en duda que debiera condenarse a muerte al magistrado que, movido por la cólera, hubiera sentenciado a un delincuente. Ayudados por su impulso, los defectos aparecen abultados, como los cuerpos a través de la neblina. Quien tenga hambre, coma carne en buena hora; pero quien al castigo quiere apelar no debe padecer de él sed ni apetito.

La historia de Espurina. Espurina fue un mancebo de Toscana que se hallaba dotado de tan singular y excesiva hermosura, que ni aun los más serenos ojos podían resistir la mirada de los suyos; pero la fiebre y fuego que involuntariamente despertaba por todas partes le produjo tal despecho contra sí mismo y contra aquellos ricos presentes que debía a la Naturaleza, que acabó desfigurando la perfecta proporción y simetría de su semblante, con cortes, heridas y cicatrices. Este ejemplo, y otros que cita, dictan a Montaigne diversas reflexiones, que pueden condensarse en los siguiente: Es meritorio que podamos sujetar nuestros apetitos, ayudados por el discurso de la razón, o forzar nuestros órganos por la violencia a que se mantengan en su deber estricto; mas el azotarnos a causa del interés del vecino, el procurar, no solamente libertarnos de esa dulce pasión que nos cosquillea por el placer que sentimos al experimentar que a los demás somos gratos, de los demás queridos y buscados, y hasta el odiar y malhumorarnos por nuestras gracias que de ello son la causa, condenando nuestra belleza porque ejerce influjo sobre otros, parece falto de prudencia.

De los hombres más relevantes. Si me pidieran —dice el autor— que escogiese entre los hombres que vinieron a mi conocimiento, paréceme que me quedaría con tres excelentes, que están por encima de los demás. Uno es Homero; otro, Alejandro Magno, y el tercero, Epaminondas. Y a glosar las virtudes y méritos de sus elegidos, poniéndolos en parangón con otros hombres de gran valer, dedica este capítulo.

De la semejanza de padres e hijos. Conságrase el autor a relatar los padecimientos que le proporciona el mal de piedra, que supone heredado de su padre, dedicando varias páginas a ello y a criticar a los médicos y a la Medicina, con amenidad y agudeza. De entre las variadísimas reflexiones que el asunto le sugiere, son dignas de recuerdo estas palabras en que señala la orientación hacia las especialidades, desconocidas en su época y tan corrientes hoy: Así como tenemos coleteros y calzoneros para vestirnos, y somos tanto mejor servidos cuanto que cada cual se ocupa solamente de su oficio y su ciencia es más restringida y limitada que la del sastre, el cual abarca todas las prendas.... así los egipcios, en punto al arte de curar, tuvieron razón en desechar el general oficio de médico y en cortar esta profesión; a cada enfermedad, a cada parte del cuerpo, asignaron su obrero correspondiente, pues así cada una de ellas se vela más propia y menos confusamente tratada por no considerarse sino ella sola especialmente.

Los nuestros no echan de ver que quien provee a todo no provee a nada, que la total organización de este mundo les es indigesta. También son curiosos los conceptos que siguen: Por lo demás, yo honro a los médicos no conforme al sentir común, o sea por la necesidad, sino por el amor que les profeso en atención a que entre ellos conocí muchos dignos varones merecedores de ser amados; ellos no me inspiran mala voluntad, sino su arte.

¿Cuantísimos médicos no vemos de humor idéntico al mío, que menosprecian la Medicina para su servicio y adoptan una forma libre de vida, contraria en todo a la que recomiendan a los demás?.

LIBRO III

De lo útil y de lo honroso. Nadie está exento de decir vaciedades —exclama donosamente Montaigne—; lo desdichado es proferirlas presuntuosamente. Esto no va conmigo; las mías se me escapan tan al desgaire como insignificantes son, allí donde bien las acomoda. Yo hablo al papel como al primero con quien tropiezo.

Discurre luego acerca de la perfidia, el engaño, el fraude y la traición en los asuntos y hombres públicos, donde a veces se cohonesta o pretende cohonestar lo deshonroso por fines de utilidad. Yo no quiero, sin embargo —dice—, apartar a las malas artes del rango que les pertenece; esto sería mal comprender el mundo. Yo sé que el engaño sirvió frecuentemente de provecho y que mantiene y alimenta la mayor parte de los oficios de los hombres. Vicios hay legítimos, como acciones buenas y excusables ilegítimas. Las leyes, no solo consienten numerosas acciones viciosas, sino que también las aprueban. Pero yo sigo el lenguaje corriente, que establece diferencia entre las cosas útiles y las deshonrosas, de suerte que algunos actos naturales, no solamente útiles, sino necesarios, los nombra deshonestos y puercos. Mal se argumenta el honor y hermosura de una acción pregonando su utilidad; y se concluye mal al estimar que todos permanecen obligados a ella, suponiendo que es honrada en particular porque es útil en general.

Anoto el siguiente pensamiento, en el que Montaigne coincide, en parte, con otro análogo de Maquiavelo: Cuando una circunstancia urgente o algún accidente impetuoso e inopinado de las necesidades públicas obligan al soberano a faltar a su palabra y a violar su fe, o de cualquier otro modo le lanzan fuera de su deber ordinario, debe atribuir esta necesidad a cosa de la voluntad divina. Y en ello no puede haber vicio, pues abandonó su razón por otra más universal y poderosa; pero, con todo, no deja de ser desdicha. De tal suerte así lo miro, que a cualquiera que me preguntara: "¿Qué remedio?" "Ninguno" —respondería yo—; si se vio realmente atormentado entre aquellos dos extremos, érale preciso obrar; mas si lo hizo sin duelo, si no se siente apesadumbrado, signo es de que su conciencia está enferma.

Del arrepentimiento. Los demás forman al hombre —dice Montaigne—; yo le recito como representante de uno particular, con tanta imperfección formado, que si tuviera que modelarle de nuevo le trocaría en bien distinto de lo que es; pero al presente, ya está hecho. Si el mundo se queja porque yo hablo de mí demasiado, yo me quejo porque él ni siquiera piensa en sí mismo. Yo me arrepiento rara vez, y mi conciencia se satisface consigo misma, no como la de un ángel o como la de un caballo, sino como la de un hombre. Fundamentar la recompensa de las acciones virtuosas en la aprobación ajena es aceptar un incertísimo y turbio fundamento. Tales de entre mis amigos me censuraron y reprendieron abiertamente, ya movidos por su propia voluntad, ya instigados por mí, yo acogí siempre sus catilinarias con los brazos abiertos, reconocida y cortésmente; mas, hablando ahora en conciencia, encontré a veces en reproches y alabanzas tanta escasez de medida, que más hubiera incurrido en falta que bien obrado dejándome llevar por sus consejos.

El arrepentimiento no es más que el desdecir de nuestra voluntad y la oposición de nuestras fantasías, que nos llevan en todas direcciones haciendo desaprobar a algunos hasta su virtud y continencia pasadas. Mis acciones son ordenadas y conformes a lo que soy y a mi condición, yo no puedo conducirme mejor, y el arrepentimiento no reza con las cosas que superan nuestras fuerzas: solo el sentimiento.

Yo imagino un número infinito de naturalezas más elevadas y mejor gobernadas que la mía y, sin embargo, no enmiendo mis facultades, del propio modo que ni mi brazo ni mi espíritu alcanzaron vigor mayor por concebir otra naturaleza que lo posea; yo puedo, en general, ser distinto de como soy, puedo condenar mi forma universal y desplacerme de ella y suplicar a Dios por mi cabal enmienda y por el perdón de mi flaqueza natural; pero entiendo que a esto no debo llamar arrepentimiento, como tampoco a la contrariedad de no ser arcángel ni Catón.

Cuando reflexiono, hoy que ya soy viejo, sobre la manera como me conduje cuando era joven, reconozco que ordinariamente fue según la medida de las fuerzas que el Cielo me otorgó; en circunstancias semejantes sería siempre el mismo. Yo no conozco el arrepentimiento superficial, mediano y de ceremonia; es preciso que me sacuda universalmente para que así lo nombre; que pellizque mis entrañas y las aflija hasta lo mis recóndito cuanto necesario sea para comparecer ante el Dios que me ve, y tan íntegramente.

Por lo que a los negocios respecta, yo dejé escapar muchas ocasiones excelentes por falta de dirección adecuada, incurrí en algunos y trascendentales errores durante el transcurso de mi vida, no por falta de buen dictamen, sino por escasez de fortuna.

Pero en toda suerte de negocios, cuando ya son pasados, de cualquier modo que hayan acontecido, tengo poco pesar, pues la consideración de que así debieron suceder aparta de mi el resentimiento. Detesto, además, el accidental arrepentimiento a que la edad nos encamina. Aquel que en lo antiguo decía estar obligado a los años porque le habían despojado de los placeres voluptuosos, profesaba opiniones diferentes a las mías jamás estaré yo reconocido a la debilidad, por mucha calma que me procure. A mi entender, es el "vivir dichosamente" y no, como Antístenes decía, el "morir dichosamente", lo que constituye la humana felicidad. (Es este un bellísimo capítulo, impregnado de melancolía y nostalgias de la pasada juventud.)

De tres comercios. Refiérese Montaigne a los que le son más caros, a saber: la conversación amistosa, las mujeres bellas y los libros. Habla extensamente del primero, diciéndose capacísimo de conquistar y mantener amistades raras y exquisitas.

Existen —asegura— naturales particulares, retirados e internos; mi carácter esencial es propio a la exteriorización y a la comunicación, yo me echo fuera y me pongo en evidencia, como nacido para la sociedad y la amistad, cuando tropiezo frecuentaciones que a mi manera de ser se acomodan; en la caterva de amistades comunes e imperfectas soy algún tanto estéril y frío, pues mi caminar no es natural cuando no va a toda vela... En cuanto a la soledad que amo y predico, consiste principalmente en acarrear hacia mi interior mis afecciones y pensamientos; consiste en abreviar y concertar, no mis pasos, sino mis deseos y cuidados, resignando la solicitud extraña y huyendo mortalmente toda obligación y servidumbre, y no tanto la multitud de hombres como la de negocios. Es el fin de este comercio preferentemente la frecuentación y conferencia particulares, el ejercitamiento de las almas, sin otro ajeno fruto ni provecho. En nuestras conversaciones, todos los asuntos son para mi iguales; poco me importa que en ellas haya o no haya profundidad o solidez; la pertinencia y la gracia resplandecen constantemente, todo en ellas va impregnado de un juicio maduro y permanente, justo, entreverado de bondad, franqueza, alegría y amistad.

Es también para mi un comercio ameno el de las mujeres bellas y de grande gentileza. Si el alma no encuentra en él tanto deleite como en el primero, los sentidos corporales, que tienen en este participación más grande, condúcenle a una proporción vecina del otro, aunque, a mi juicio, no igual. Mas es un comercio en que el dominio de sí mismo es indispensable, señaladamente para aquellos en que, como a mi me sucede, la sangre es muy pudiente.

Es locura amarrar a él todos nuestros pensamientos zambulléndonos con afección furiosa e inmoderada. En este comercio concedía yo importancia grande al espíritu, con tal que el cuerpo le hiciera compañía, pues, hablando en conciencia, si la una o la otra de las dos bellezas habla de faltar, necesariamente hubiera mejor prescindido de la espiritual, que tiene más digno empleo en mejores cosas.

Estos dos comercios son fortuitos y dependientes del prójimo: el uno, por su rareza, es difícil de procurar; el otro se agosta con los años— de suerte que solos no hubieran bastado a proveer las necesidades de mi vida.

El de los libros, que es el tercero, nos ofrece mayor seguridad; es más nuestro, y si bien cede a los primeros en algunas ventajas, supéralos en la constancia y facilidad de sus servicios. Este es el que costea todo el curso de mi vida y el que me asiste en todo momento; consuela mi vejez y mi soledad, descárgame del peso de la ociosidad, me liberta a toda hora de las compañías que me fastidian y debilita las acometidas del dolor cuando por entero no me domina.

Recréase el autor en una descripción de su biblioteca, y termina luego: En cierto modo encuentro más soportable estar siempre solo que no poder estarlo nunca. Si alguien me dice que es envilecer las musas servirse solamente de ellas como de juguete y pasatiempo, es porque no sabe como yo, cuánto valen el placer, el juego y la distracción; casi me atrevería a decir que todo otro fin es ridículo.

Cuando joven estudié para la ostentación; luego, un poco para templar mi juicio; ahora, para distraerme; y jamás para el material aprovechamiento... Estas son mis tres ocupaciones favoritas y particulares, sin hablar de las que por obligación civil al mundo soy deudor.

De la diversión. Cuando los médicos no pueden limpiarnos del catarro —asegura el autor— lo distraen y desvían a otra parte menos peligrosa; y advierto también que esta es la más ordinaria receta para las enfermedades del alma. Antaño me empleé en consolar a una dama verdaderamente afligida (la mayor parte de los duelos femeninos son artificiales y de ceremonia).

No utilicé los remedios que prescribe la Filosofía, sino que, declinando blandamente nuestra conversación y desviándola poco a poco hacia las cosas más vecinas y luego hacia aquellas un poco más apartadas, conforme la dama a ellas se prestaba, apartela imperceptiblemente de la idea dolorosa, la calmé y conduje por completo a adoptar buen continente, igual al que yo mostraba. Todo lo cual conseguí ayudado con la diversión.

Con mis propios pesares me acontece lo mismo: cuando se apodera de mi una fantasía desagradable hallo más breve que domarla, modificarla; y la sustituyo, si no me es dable con una contraria, al menos con otra diferente. Poca cosa basta a divertirnos y extraviarnos; apenas si consideramos los objetos en general en si mismos— son las circunstancias y las imágenes menudas y superficiales lo que nuestra atención solicita y las vanas apariencias que de las cosas surgen.

Aunque el despecho y la indignación de algunos puedan hacerles murmurar movidos por el exceso de su descontento, siempre la virtud y la verdad ganan de nuevo el lugar merecido. La más vana y tormentosa enfermedad que aflige a las almas son los celos. A quien me preguntase cuál es la primera condición del amor, yo le respondería que el acertar a acudir en tiempo oportuno; y lo mismo la segunda y la tercera; esta es una circunstancia que lo puede todo.

De la incomodidad de la grandeza. Puesto que no podemos alcanzarla, venguémonos de ella maldiciéndola, si maldecir de una cosa es encontrarle defectos, los cuales en todas se reconocen, por hermosas y codiciables que sean. El más rudo y difícil de todos los oficios, a mi ver, es el de monarca, cuando se desempeña dignamente. Más de lo que comúnmente se acostumbra excuso sus defectos, en consideración al tremendo peso de su cargo, cuya meditación me trastorna.

Mi alma es de tal suerte poltrona que yo no mido la buena estrella según su elevación, sino conforme a la tranquilidad y a la calma con que se alcanza. Es lamentable poder tanto que acontezca que todas las cosas se dobleguen ante nuestros deseos. Las buenas cualidades de los príncipes resultan muertas y perdidas, pues como quiera que no se experimentan sino por comparación y se las coloca por fuera, tienen escaso conocimiento con la verdadera alabanza, viéndose sacudidas por una aprobación uniforme y continuada. De la propia suerte que se les conceden todas las ventajas en punto a honor, también se cohonestan y autorizan los vicios y defectos que poseen, y no solo aprobándolos, sino imitándolos.

Acompaña Montaigne estas reflexiones con diversos ejemplos de ridiculeces y exageraciones de la adulación que impiden a los poderosos disimular de lo más grato que existe en el comercio humano: la noble competencia de unos con otros, impulsados por el celo del honor o del valor.

Del arte de platicar. Ya expresó el autor en otro ensayo su predilección por este medio de esparcimiento, sobre el cual vuelve, extendiéndose en reflexiones y consejos acerca del particular.

El más fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu —dice— es, a mi ver, la conversación; encuentro su práctica más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida, por lo cual, si yo ahora me viera en la precisión de elegir, a lo que creo consentiría más bien en perder la vista que el oído o el habla. El estudio de los libros es un movimiento lánguido y débil que apenas vigoriza— la conversación enseña y ejercita a un tiempo mismo.

Mas, de la propia suerte que nuestro espíritu se fortifica en la comunicación de los que son elevados y sanos, es imposible calcular cuánto pierde y se abastarda con el continuo comercio y frecuentación con los espíritus bajos y enfermizos.

Es la torpeza cualidad detestable; pero el no poderla soportar, el despecharse y consumirse ante ella como a mi me ocurre, constituye otra suerte de enfermedad que en nada cede en importunidad a aquella. Las contradicciones en el juzgar ni me ofenden ni me alteran; me despiertan solo y ejercitan.

En las oposiciones a nuestras miras no solemos considerar si aquellas son justas, sino que a tuertas y a derechas buscamos la manera de refutarlas: en lugar de tender los brazos, afilemos las uñas. Yo festejo y acaricio la verdad, cualquiera que sea la mano en que la divise; y en tanto que no se proceda conmigo con arrogante tono o por modo imperioso y magistral, me regocija el ser reprendido y me acomodo a los que me acusan más por motivos de cortesía que de enmienda gustando de gratificar y alimentar la libertad de los advertimientos con la facilidad de ceder, aun a mis propias expensas.

Nuestros altercados deberían prohibirse y castigarse como cualesquiera otros crímenes verbales. Entramos en enemistad primeramente contra las razones y luego contra los hombres. Corresponde a los más estultos el mirar a los demás hombres por encima del hombro, retornando siempre del combate hinchados de gloria y satisfacción; y casi siempre la temeridad de lenguaje y la alegría del semblante los hace salir gananciosos para con la asistencia, que es comúnmente débil e incapaz de bien juzgar y discernir las ventajas verdaderas.

Deriva Montaigne sus reflexiones hacia la utilidad de los libros, diciendo, entre otras cosas, con referencia al suyo: No juzgo del valor de otra tarea con menos precisión que de la mía, y coloco los Ensayos ya bajos, ya altos, por manera dudosa e inconstante. Hay algunos libros útiles en razón de las cosas de que tratan, de los cuales el autor no alcanza recomendación ninguna— y hay buenos libros, como igualmente buenas obras, de que el obrero tiene que avergonzarse.

Si yo discurriera sobre nuestros banquetes y vestidos, si publicase los edictos de mi tiempo y las cartas de los príncipes que llegan a manos del público..., si hiciera un compendio de un buen libro (y toda abreviación de un libro bueno es un compendio torpe), el cual se hubiese perdido, o alguna cosa semejante, la posteridad alcanzaría singular provecho de tales composiciones; pero yo ¡qué otro honor puedo esperar sino el de mi buena fortuna!. Gran parte de los libros famosos son de esta condición.

De la vanidad. Extenso capítulo, cuyo asunto solo al principio y al final corresponde con el epígrafe, estando el resto dedicado a reflexiones mezcladas sobre el gusto de viajar, sobre la constitución y alteraciones de los Estados y gobiernos, y acerca del fondo y forma de los Ensayos.

Los pensamientos más salientes, en lo que a la vanidad se refiere, de modo más directo, son: Acaso no haya ninguna (vanidad) más expresa que la de escribir tan sin fundamento. Como no puedo trazar el registro de mi vida por mis acciones, pues las colocó sobrado bajas la fortuna, enderézolo de mis fantasías.

La manía de escribir parece ser como síntoma de un siglo desbordado. ¿Cuándo escribimos tanto como desde que yacemos en perpetuo trastorno?. Copia al final la bula de ciudadanía romana que le fue otorgada en 1581 y comenta: No siendo ciudadano de ninguna ciudad, satisfecho estoy de serlo de la más noble entre las que fueron y serán.

Si los demás se considerasen atentamente, como yo, reconoceríanse como yo henchidos de vanidad e insulsez; de ellas no puedo desposeerme sin acabar conmigo; repletos estamos todos de ambas cosas, mas los que no lo advierten creen hallarse más aligerados; y aun de esto no estoy muy seguro. En nosotros no vemos sino vanidad y miseria —mas con el fin de no desconfortarnos, la Naturaleza lanzó, ¡cuán sagazmente, hacia afuera la acción de nuestros ojos.

Era un precepto paradójico el que nos ordenaba aquel dios de Delfos diciendo: Mirad en vosotros; reconoceos— depended de vosotros mismos; vuestro espíritu y vuestra voluntad que se consumen fuera conducidlos a sí mismo... Salvo tú, ¡oh hombre! —decía aquel dios—, cada cosa se estudia la primera y posee, conforme a sus necesidades, límites a sus trabajos y deseos; Di una sola hay tan vacía y menesterosa como tú, que abarque el universo mundo. Tú eres el escrutador sin conocimiento, el magistrado sin jurisdicción y, en conclusión, el bufón de la farsa.

Acerca de los viajes, trata Montaigne, especialmente, de sus dispendios y de las molestias inherentes a la custodia y administración del caudal durante los mismos.

Por lo que toca a las reflexiones de índole política, son las más destacadas las que siguen: Yo veo, por nuestro propio ejemplo, que la sociedad humana se sostiene y cose por cualquier clase de medios; sea cual fuere la forma en que se los coloque, los hombres apílanse y se acomodan, revolviéndose y amontonándose cual los objetos dispersos que se meten en el bolsillo sin orden ni concierto y encuentran por sí mismos medio de juntarse y emplazarse los unos entre los otros, a veces mejor que el arte más consumado hubiera acertado a disponerlos.

La necesidad une a los hombres y los congrega, y esta soldadura fortuita adquiere luego forma con las leyes. Todas esas descripciones de ciudadanía por arte simuladas (como las de Platón y Aristóteles) son ridículas e ineptas cuando se llevan a la práctica. Esas grandes y luengas alteraciones sobre la sociedad ideal y sobre los preceptos más cómodos para sujetarnos, solamente son propias para el ejercicio de nuestro espíritu; no por la opinión admitida, sino conforme a la verdad más estricta, el más excelente y mejor gobierno para cada pueblo es aquel bajo el cual se ha mantenido; su forma y comodidad esencial dependen del uso. Con frecuencia nos lamentamos de la situación presente, mas yo entiendo que el ir deseando el mando de pocos en un gobierno popular, o en la monarquía otro régimen distinto, son ideas viciosas y locas.

Nada trastorna tanto a un Estado como las innovaciones; el cambio da ocasión a la injusticia y a la tiranía; cuando alguna parte del edificio se conmueve, puede apuntalarse; mas intentar refundir una masa tan importante y el cambiar los fundamentos de un edificio tan enorme, corresponde a aquellos que en vez de limpiar despedazan, a los que requieren enmendar los defectos particulares con la confusión general y curar las enfermedades matando.

Quien propone solamente arrancar lo que le corroe, se queda corto, pues el bien no sucede necesariamente al mal; otro mal distinto puede venir después, y aun peor que el que antes había. La conservación de los Estados es cosa que verosímilmente excede de las luces de nuestra inteligencia— persisten a veces minados por enfermedades mortales e intestinas, por la injuria de leyes injustas, por la tiranía, por el desbordamiento y la ignorancia de los magistrados, por la licencia y sedición de las masas.

Acompaña el autor estas y otras consideraciones con numerosos ejemplos históricos, y desvía su atención, una vez más, hacia su libro y a la sinceridad con que dice expresarse. Yo escribo mi libro —afirma— para pocos hombres y para pocos años. Si se hubiera tratado de un asunto de los que duran y persisten, habría sido preciso emplear en él un lenguaje menos descosido. No deja nada que desear y adivinar de mí, si sobre mí ha de hablarse, quiero que se hable verdadera y justamente; muy gustoso volvería del otro mundo para desmentir a quien me hiciera distinto de como fui, aun cuando fuera para honrarme. La deforme libertad de presentar las cosas en dos aspectos distintos, las razones de una manera y las acciones de otra, sea solo consentida a los que hablan; pero no puede serlo a los que se relatan a sí mismos, como yo hago; es menester que yo vaya con la pluma a igual tenor que con mis movimientos.

Los nombres de mis capítulos no abarcan siempre la materia que anuncian; a veces la denotan solo por alguna huella. El indiligente lector es quien pierde de vista el asunto de que hablo, y no yo, siempre se encontrará en un rincón alguna palabra que no deje de ser adecuada, aun cuando sea ocultamente; voy cambiando de asunto indiscreta y desordenadamente; mi espíritu y mi estilo vagabundean lo mismo. Puesto que no puedo sujetar al lector por el peso de lo que escribo, manco mule (menos mal) si ocurre que le detengo con mis embrollos. Como el corte frecuente de los capítulos, de que yo al principio acostumbrara, me pareció que rompía la atención antes que naciera y que la disolvía menospreciando fijarla y hacerla recogerse por tan poco momento, los hice luego más largos; en estos precisa aplicación y espacio señalados.

Gobierno de la voluntad. Comparado con el común de los hombres —asegura Montaigne—, pocas cosas me impresionan o, mejor dicho, me dominan, pues es razón que nos hagan mella, siempre y cuando que dejen de poseernos. Pongo tan gran cuidado en aumentar por reflexión y estudio este privilegio de insensibilidad que naturalmente adelantó ya bastante en mí; por consiguiente, son contadas las cosas que adopto, y pocas también aquellas por que me apasiono. Los hombres se entregan en alquiler; sus facultades no son para ellos, son para las gentes a quienes se avasallan; sus inquilinos viven en ellos, no son ellos quienes viven. Refiere el autor cómo fue elegido, y después reelegido, alcalde de Burdeos, y comentando el cumplimiento que dio a su misión, dice, entre otras cosas: No quiero yo que dejen de otorgarse a los cargos que se aceptan la atención, los pasos, las palabras y el sudor y la sangre, si es menester; pero quiero que se otorguen solamente de prestado y accidentalmente, de manera que el espíritu se mantenga siempre en reposo y en salud, y no tan solo desposeído de acción, sino de pasión y vejación.

Muchos hombres veo que se transforman y transustancian en otras tantas figuras y seres como funciones ejercen, y que se revisten de importancia hasta el hígado y los intestinos, llevando su dignidad a los lugares más excusados; no soy capaz de enseñarles a distinguir las bonetadas que les corresponden a ellos de las que solo miran a la misión que cumplen o bien a su séquito o a su cabalgadura. El funcionario y Montaigne fueron siempre dos personajes distíntamente separados; el juicio de un emperador ha de estar por encima de su imperio, y ha de ver y considerar a este como accidente extraño, acertando a disfrutar individualmente y a comunicarse como Juan y Pedro, al menos consigo mismo.

A costa de poco esfuerzo detengo el movimiento primero de mis emociones, y abandono el objeto que comienza a abrumarme antes que me arrastre.

Quien no detiene el partir es incapaz de parar la carrera; quien no sabe cerrarles la puerta, no los expulsará ya dentro; y quien no pueda acabar con ellos en los comienzos, tampoco acabará con el fin, ni resistirá la caída quien no acertó a sostenerse en las agitaciones primeras. En los comienzos precisa solo para detenerse un poco de juicio; pero luego que os embarcasteis, todas las cuerdas os arrastran. Guiamos los negocios en los comienzos y los tenemos a nuestro albedrío; mas después, cuando se pusieron en movimiento ellos son los que nos guían y llevan, forzándonos a que los sigamos.

Todas las acciones públicas están sujetas a interpretaciones inciertas y diversas, pues son muchas las cabezas que las juzgan. La voz de la fama no acompaña a la bondad si los obstáculos y la singularidad no la siguen: ni siquiera a la simple estimación es acreedor todo acto que la virtud engendra, según los estoicos.

Elevará el mármol vuestros títulos cuanto os plazca por haber hecho parar un lienzo de muralla o saneado las alcantarillas de vuestra calle; mas no los hombres de buen sentido por tan nimia causa. Yo estoy cierto de no haber dejado ofendidos ni rencorosos; por lo menos en cuanto a sentimiento y deseo de mi persona, bien asegurado estoy de que tal no fue mi propósito.

De los cojos. Hace dos o tres años —observa Montaigne— que se acorta en diez días el año en Francia. Pensando en nuestras medidas del tiempo fantaseaba, como de ordinario acostumbro, cuánto la humana razón es un instrumento libre y vago. Comúnmente veo que los hombres, en los hechos que se les proponen, se entretienen de mejor grado en buscar la razón que la verdad; pasan por encima de aquella que se presupone, pero examinan curiosamente las consecuencias; dejan las cosas y corren a las causas: ¡graciosos charlatanes!.

El conocimiento de las causas toca solamente a quien gobierna las cosas, no a nosotros, que no hacemos sino experimentarlas y que disponemos de su uso, perfectamente cabal y cumplido, conforme a nuestras necesidades, sin penetrar su origen y esencia. Se me hace odiar las cosas verosímiles cuando me las presentan como infalibles; quien de ignorancia quiere curarse, es preciso que la confiese; quien asienta sus opiniones a lo matón e imperiosamente, de sobra deja ver que sus razones son débiles.

Censura el autor, con gran sensatez, la creencia en brujas y brujerías y las terribles condenas de que por tal causa fueron objeto tantos infelices, a quienes con toda conciencia hubiera él ordenado el eléboro mejor que la cicuta .

Discurre acerca de diversas fantasías y sugestiones, citando, a propósito o fuera de propósito, que poco importa, el antiquísimo proverbio italiano según el cual desconoce a Venus en su dulzura perfecta quien no se acostó con una coja; la casualidad o alguna circunstancia particular —dice— pusieron hace largo tiempo esas palabras en boca del pueblo, y se aplican lo mismo a los machos que a las hembras. Y, comentando lo fácil que es nuestra fantasía para obtener impresiones de cosas falsas, merced a las apariencias más frívolas, añade: Antaño llegué a creer que recibía placer mayor de una dama porque no andaba como las demás, e incluí esa imperfección en el número de sus gracias.

De la fisonomía. En estos últimos capítulos acentúase más la tendencia del autor a dejar vagar la fantasía y correr la pluma sin orden preconcebido sobre asuntos diversos, según se presentan a su imaginación. Precisa, pues, ir seleccionando pensamientos sin preocuparse tampoco de su relación con los epígrafes bajo los cuales aparecen. Entre los más interesantes de este ensayo figuran los que siguen: En nada acierta el hombre a detenerse en el preciso punto de su necesidad— en goces, riqueza y poderío, abraza más de lo que puede estrechar; en avidez, es incapaz de moderación. Yo creo que en la curiosidad que al saber nos impulsa ocurre lo propio: el hombre se prepara mucho mayor trabajo del que puede realizar y mucho más de lo que tiene que hacer, ampliando la utilidad del saber otro tanto que su materia.

Pláceme el que algunos hombres, por devoción, hagan voto de ignorancia, como de castidad, pobreza y penitencia, pues es también castrar desordenados apetitos enervar el ansia que nos empuja al estudio de los libros y privar al alma de esta voluptuosa complacencia que nos cosquillea mediante la idea de la ciencia; y es cumplir espléndidamente voto de pobreza el juntar a la material la del espíritu.

Recogeos, y hallaréis en vosotros los argumentos verdaderos de la naturaleza contra la muerte y los más propios a serviros en caso necesario; estos son los que hacen morir a un campesino y a pueblos enteros con igual firmeza que un filósofo. ¿Moriría yo con tranquilidad menor antes de haber leído las Tusculanas? Creo que no; y cuando me supongo en el caso, veo que mi lengua se enriqueció, pero mi vigor, muy poco. Los libros me sirvieron no tanto de instrucción como de ejercicio. ¿A qué fin vamos armándonos merced a los esfuerzos de la ciencia?.

Miremos al suelo; a las pobres gentes que por él vemos esparcidas, con la cabeza inclinada por la labor, que desconocen a Aristóteles y a Catón y que carecen de ejemplos y preceptos. De ellos saca la Naturaleza todos los días efectos de firmeza y de paciencia más puros y más rígidos que los que tan curiosamente estudiamos en las escuelas filosóficas.

Pasa a comentar los absurdos y desastres de la guerra civil, admirando los ejemplos de resolución y de firmeza ante la muerte que se vieron en la sencillez de todo el pueblo.

Nunca observé —dice— a los campesinos de mi vecindad entrando en meditación sobre el continente y la fortaleza con que soportarían esa hora postrera. Naturaleza los enseña a no pensar en la muerte si no es cuando dejan de existir, y entonces adoptan mejor postura que Aristóteles, para el cual es doble suplicio el acabar y el pensar en ello. Si la causa de esto es la estupidez y falta de aprensión del vulgo y el ser más crasa y obtusa su alma, pongamos desde ahora escuela de torpeza.

Glosando el discurso de Sócrates ante sus jueces en la parte referente a la muerte —que transcribe íntegra—, dice que representa un arrojo limpio de todo artificio; la seguridad propia de la infancia; la impresión primitiva y pura.

Abandonando el tema de la muerte-que tanto le preocupa—, entra en lo que más directa relación guarda con el título del capítulo, diciendo: Sócrates fue un ejemplar perfecto en toda suerte de grandes cualidades. Me desconsuela que su figura y su semblante fueran tan ingratos como dicen y tan poco en armonía con la hermosura de su alma. Con un hombre tan locamente enamorado de la belleza, la Naturaleza no fue justa. Nada hay tan verosímil como la conformidad y relación entre el cuerpo y el espíritu.

Nunca acertaría a repetir de sobra cuánto idolatro la belleza, calidad suprema y poderosa. Nada hay en la vida que en predicamento la sobrepuje; en el comercio de los hombres ocupa el primer rango; muéstrase antes que todo, seduce y preocupa nuestro juicio con poderoso imperio e impresión maravillosa.

Hay fisonomías que inspiran confianza; así, en medio de una multitud de enemigos victoriosos, elegiréis al punto, entre hombres desconocidos, uno más bien que otro a quien entregaros y fiar vuestra vida, y no precisamente por la consideración de su belleza.

La cara es débil prueba de bondad, pero merece, no obstante, alguna consideración. Diríase que hay algunos semblantes dichosos y otros desdichados; bellezas hay no solo altivas, sino ingratas; unas dulces y otras insípidas, de puro azucaradas— en cuanto a lo de averiguar lo venidero por el semblante, cosa es que dejo indecisa. Yo muestro un aspecto favorable, lo mismo en apariencia que en interpretación, lo cual produce un efecto contrario al que Sócrates experimentaba.

Con frecuencia me aconteció que por la sola recomendación de mi presencia y de mi aspecto, personas que de mí no tenían noticia alguna confiaron luego grandemente, sea en sus propios negocios o bien en algo que con los míos se relacionara; y en los países extranjeros alcancé de esta circunstancia ventajosa servicios raros y singulares.

De la experiencia. Ningún deseo más natural que el deseo de conocer; todos los medios que a él pueden conducirnos los ensayamos, y cuando la razón nos falta echamos mano de la experiencia, que es un medio mucho más débil y más vil; pero la verdad es cosa tan grande, que no debemos desdeñar ninguna senda que a ella nos conduzca.

Comenta el autor las oscuridades del lenguaje contractual y jurídico y las glosas e interpretaciones de libros, diciendo, al referirse a esto último: "Más molestias da interpretar las interpretaciones que dilucidar las cosas; y más libros se compusieron sobre los libros que sobre ningún otro asunto; no hacemos más que entreglosarnos unos a otros. El mundo hormiguea en comentadores; de autores hay gran carestía.

Nuestras opiniones se injertan unas sobre otras: la primera sirve de sostén a la segunda, esta a la tercera, y así, de grado en grado, vamos escalonándolas; por donde acontece que el que ascendió más alto, frecuentemente atesora mayor honor que mérito, pues no ascendió sino en el espesor de un grano de mijo sobre los hombros del penúltimo".

Derivando a otro asunto, dice: Puesto que las leyes morales, cuya mira es el deber particular de cada uno en sí, son tan difíciles de establecer como por experiencia tocamos, no es maravilla que las que gobiernan el conjunto lo sean más aún.

Estas se mantienen en crédito, no porque sean justas, sino porque son leyes. ¡ Oh, cuán dulce almohada, blanda y sana, es la ignorancia e incuriosidad para el reposo de una cabeza bien formada.! Escuchémonos vivir; esto es todo cuanto tenemos que hacer; nosotros nos decimos todo lo que principalmente necesitamos; quien recuerda haberse engañado tantas y tantas veces merced a su propio juicio, ¿no es un tonto de remate al no desconfiar de sí para siempre? Si cada cual espiara de cerca los efectos y circunstancias de las pasiones que le regentan, como yo hice con aquellas en que caí, veríalas venir, procurando hacer un poco más lenta la impetuosidad y la carrera de las mismas; no saltan de una vez nuestra garganta; muéstranse generalmente con gradaciones y amenazas.

"No hay ninguna condición humana que más haya menester que los reyes de verdaderas y libres advertencias; pública es su vida y han de ser gratos a la opinión de muchos espectadores; mas como se acostumbra callarles todo lo que los puede apartar de la resolución que forman, cuando menos lo piensan se ven sin sentirlo, entregados al odio y execración de los pueblos por circunstancias que acaso hubieran podido evitar sin detrimento de sus mismos placeres, de haber sido avisados y bien encaminados, ya que ellos suelen carecer de experiencia".

Pasa a tratar de la experiencia en relación con la Medicina, y de lo que le ha enseñado la suya propia acerca de su salud y del régimen de vida más adecuado a su naturaleza; régimen que detalla con una minuciosidad que ante nada se detiene y llega a límites que hoy parecen grotescos. (Como cuando dice: Nunca recuerdo haberme visto sarnoso; sin embargo, el rascarse es uno de los más dulces placeres naturales y está siempre al alcance de nuestra mano; pero, en cambio, la persistencia le sigue con importunidad vecina. Más bien lo ejerzo en los oídos, que me pican interiormente de cuando en cuando).

Nos habla el autor de sus gustos culinarios, de sus ropas, de su mal de piedra, de su modo de comer, de andar, de dormir, del aseo de su dentadura con la toalla y, en fin, hasta de sus necesidades menos interesantes; haciéndolo con tan especial esprit y amenidad y acopio de ejemplos y comentarios, que nunca resulta impertinente ni molesto su formidable egotismo.

Lo que sigue a esa autodescripción tiene los caracteres de una bella y melancólica despedida de la cual entresaco las siguientes frases: La grandeza de alma no consiste tanto en tirar hacia adelante como en saber acomodarse y circunscribirse a lo suficiente.

Nada es tan hermoso ni tan legítimo cual desempeñar bien y debidamente el papel de hombre, ni hay ciencia tan ardua como el vivir esta vida de manera perfecta y natural. De nuestras enfermedades, la más salvaje es el menosprecio de nuestro ser. Esos dichos familiares: "pasatiempo", "pasar el tiempo", significan la costumbre de gentes que se llaman prudentes y que no piensan dar a la vida mejor empleo que el deslizarla, huirla y transponerla, apartándose de su camino y, en cuanto de sus fuerzas depende, ignorarla, huyéndola como cosa de índole enojosa y menospreciable; mas yo la conozco distinta y la encuentro cómoda y digna de recibo hasta en su último decurso, en el cual me encuentro. Yo me preparo a perderla sin pesadumbre: pero como cosa de condición perdible y no como algo pesado e inoportuno. No sienta bien el condolerse de morir sino a aquellos que en el vivir se complacieron.

Otros experimentan las dulzuras de la prosperidad y del contentamiento— yo las siento como ellos, pero no de pasada y deslizándome; es menester estudiarlas, saborearlas y rumiarlas para gratificar dignamente a quien nos las otorga; Los demás gozan placeres, como el del sueño sin conocerlos; con el fin de que ni aun el dormir siquiera me escapase torpemente, encontré bueno antaño que me lo turbaran, a fin de entreverlo...

Así, pues, yo amo la vida y la cultivo tal como a Dios le plugo otorgármela. Acojo de buen grado y con reconocimiento lo que la Naturaleza hizo por mí; con ello me congratulo y de ello me alabo. Inferimos agravio a aquel grande y todopoderoso Donador rechazando su presente, anulándolo o desfigurándolo. Como El es todo bondad, óptima es toda su obra. La gentil inscripción con que los atenienses honraron la llegada de Pompeyo a su ciudad se conforma con mi sentido: En tanto eres dios cuanto como hombre te reconoces, Es una perfección absoluta y como divina la de saber disfrutar lealmente de su ser.

 

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