MERLEAU-PONTY, Maurice
Humanismo y Terror
Humanism and
Terror: An Essay on the Communist Problem. Beacon Press, Boston,
1969, XLVII, 189 pp. (Orig.: Humanisme et terreur: essai sur le problème communiste, 1947).
Con el telón de fondo de las numerosas
manifestaciones de violencia política en los últimos años, los círculos
universitarios han mostrado un renovado interés por la obra de Merleau-Ponty, Humanismo
y Terror, escrita en 1947, y esto ha llevado a la traducción y reimpresión
de la obra en varios países.
CONTENIDO DE LA OBRA
En 1947, cuando Maurice Merleau-Ponty
publicó esta obra, la izquierda francesa sufría un malestar ideológico,
producto de un profundo desengaño. Nos referimos aquí a los marxistas
intelectuales, no a los activistas políticos ni a los miembros del Partido
Comunista, que actuaban dentro de las estructuras electorales del país. La
polarización que se había dado después de la guerra, entre los Estados Unidos y
la URSS, la publicación reciente de la obra de Arthur Koestler Darkness at
Noon, y la publicidad que habían atraído los célebres «procesos de Moscú»
del régimen estalinista, todo servía para crear duda e indecisión entre los
pensadores marxistas.
La
violencia no era una abstracción remota, entresacada de los manuales teóricos
de la revolución; la violencia se había convertido en una experiencia amarga de
primera mano. En estas condiciones ¿era posible para un pensador, motivado por
«compromisos humanistas» intensos, disculpar la violencia que parecía existir
dentro del sistema soviético? ¿Era necesario, dentro del proceso de
establecimiento de la estructura revolucionaria, que el terror se empleara como
instrumento contra los revolucionarios disidentes? ¿Cómo era posible explicar
el uso de la violencia para la exterminación de la violencia? Estos eran
algunos de los interrogantes que angustiaban a la izquierda francesa, y
Merleau-Ponty se enfrentó con ellos directamente. Publicó una serie de ensayos
en Les Temps Modernes, a lo largo de 1946, recogiéndolos después en este
libro, con la siguiente estructura:
Prefacio: Una introducción
general a lo que el autor denomina el problema del terror.
Capítulo I: Los
dilemas de Koestler: crítica de la imagen del comunismo presentada por
Koestler en su novela Darkness at Noon.
Capítulo II: Bukharin y la ambigüedad de la historia.
Capítulo III: El racionalismo de Trotsky: análisis de dos personajes revolucionarios perseguidos por la revolución, con plena lógica, según Merleau-Ponty. Una vez admitido que la violencia puede favorecer la revolución, nada prohíbe que esa violencia se dirija contra algunos de los mismos revolucionarios, si sus acciones se juzgan reaccionarias. Las tragedias de Bukharin y Trotsky son puramente subjetivas, es decir, irrelevantes para el marxismo.
Capítulo IV: Del proletario al comisario.
Capítulo V: El yogi y el proletario: se elabora el concepto de la mistificación «idealista» y el papel del futuro para determinar la validez del terror actual. El autor insiste en que, para comprender las cosas, no se ha de perder de vista nunca la perspectiva total de la historia.
El autor expresa reservas sobre el sistema de vida soviético, y concretamente sobre actitudes burguesas que, a su modo de ver, se están infiltrando y que podrían socavar toda la justificación de la violencia revolucionaria. Merleau-Ponty insiste en que la violencia sólo se puede aceptar sobre la base de una futura eliminación total de ella; la cual, a su vez, sólo puede conseguirse con la victoria de la revolución.
El argumento que propone Merleau-Ponty al
comienzo del libro lo aplica después tanto a su análisis de la obra de Koestler
como a su estudio de los procesos de Moscú y a su crítica del régimen
estalinista de entonces. El argumento es el siguiente: un sistema social (y sus
premisas morales implícitas) ha de ser juzgado únicamente en base a sus propios
criterios. No tenemos derecho a condenar el terror revolucionario tomando como
punto de partida una postura moral burguesa. El autor, ampliando,
explica que no desea justificar o excusar la violencia, duplicidad o malicia
existentes en el régimen soviético. Sostiene que el ataque de Koestler al hecho
del terror soviético tuvo el efecto de provocar una fuerte reacción excusante.
Merleau-Ponty no tiene tal intención. Más bien, siente que el querer justificar
o excusar el terror equivale a una admisión implícita de que no debe existir,
de que es una necesidad desafortunada. Para él, esto supondría adoptar una
perspectiva histórica liberal, idealista y, por tanto, falsa: una mera
mistificación. El análisis que hace del problema quiere ser una explicación, no
una defensa de la violencia comunista.
Merleau-Ponty insiste en que la
mistificación es una ilusión seductora para pensadores con tendencias
humanistas (el nosotros, al que hace referencia constante en esta obra).
Es verdad que la imaginación siente repulsión y horror ante la «realidad» de la
violencia; a ningún individuo le gusta ver sangre, oir mentiras o verdades a
medias. Es fácil para cualquiera condenar el terror como algo repulsivo. Para
un intelectual el proceso se complica con la construcción de un esquema moral
idealista, una mistificación. Pero dentro de la pura doctrina comunista no
tiene sentido tal esquema; por tanto, condenar la violencia en estos términos
es tan irrealista como inútil.
Para ver el terror soviético
verdaderamente, hay que verlo en su plenitud. Merleau-Ponty sugiere que el
error principal de la crítica anticomunista reside en la estrechez de mira, el
no haber conseguido ver el fenómeno soviético como parte de una realidad
mundial y, todavía más importante, como parte de un proceso histórico en
marcha. Según él, si los hechos se ven sólo en parte, son completamente
ininteligibles.
Y ¿qué es lo que se ve cuando se mira la
historia desde esta perspectiva más amplia, orientada hacia el examen del
proceso? Se ve, en primera instancia, que la violencia, la mentira, la duplicidad,
todas las manifestaciones del terror, existen en todas partes, y han
existido siempre, a lo largo de toda la historia. Merleau-Ponty sostiene que la
violencia no es una mera táctica de las sociedades liberales burguesas. Es, más
bien, una realidad intrínseca de su existencia, un fenómeno universal (pp.
1-4). Y ¿por qué? Porque a fin de cuentas el terror es un medio para la
explotación económica, una consecuencia necesaria de un esquema político e
ideológico fundado en la propiedad, que es la realidad universal, fuera de la
hegemonía soviética. Por tanto, la denuncia anticomunista del terror soviético,
de la violencia revolucionaria, es una mentira. Su apelación al «humanismo» es
otra mentira, ya que el sentido humanitario no existe en ninguna parte según el
esquema verdadero (es decir, marxista) de las cosas.
Merleau-Ponty prosigue diciendo que el
humanismo, tal como lo entienden los idealistas, es «el privilegio de los
pocos; no la propiedad de los muchos» (p. 125). Los que perciben la realidad de
la violencia generalizada en un mundo dominado por el capitalismo, se dan
cuenta de que «por muy verdadero y preciado que pueda ser, para los que gozan
de él, el humanismo de las sociedades capitalistas, sin embargo, no llega al
hombre común, ni elimina el desempleo, la guerra, ni la explotación colonial»
(p. 125). Por tanto, juzgando la base de sus propios principios, la vida
de las sociedades capitalistas-liberales es hipócrita. La realidad muestra
estos ideales por lo que son: una mistificación, un engaño, una auto-ilusión.
¿Dónde cabe el terror comunista dentro de
esta perspectiva? Merleau-Ponty responde -y es un punto clave- que «abstenerse
de la violencia al tratar con los violentos es convertirse en cómplice suyo. No
podemos elegir entre pureza y violencia, sino entre distintos tipos de
violencia» (p. 109). Si la sociedad liberal puede excusar y emplear el terror
en Argelia e Indochina, así como en empresas agrícolas e industriales en el
Occidente, es obvio que el terror es un instrumento, un medio. Tiene una
función. La función de perpetuar la violencia. Dentro del sistema marxista, en
cambio, la función de la violencia es su autoeliminación a través de una
reestructuración total del orden social.
En consecuencia, el terror es un
instrumento de la revolución. Sin él, la revolución es imposible. Y, más
concretamente en 1947, sin él, la extensión dinámica de la revolución se hace
imposible. La no-violencia, dice Merleau-Ponty, se apoya, en último término,
«en la idea de un mundo que está ya hecho y bien» (p. 97). Por tanto, tendremos
la violencia con nosotros hasta que el mundo esté rehecho; es decir, hasta que
la revolución se consume. Evidentemente, la revolución aún no se ha completado
en la URSS, y por eso la violencia soviética no puede ser condenada, porque la
violencia revolucionaria es plenamente consecuente con sus propias premisas
ideológicas. Es más, es necesaria para ellas.
Según Merleau-Ponty, éste es el punto que
Koestler no comprendió. Koestler se esforzó por mostrar que el terror es odioso
para el que lo sufre. Describe a Rubashov, el protagonista de Darkness at
Noon, como atrapado entre sus compromisos con la revolución (con la
violencia que eso comporta) y su revulsión contra esa violencia cuando la ve
dirigida contra sí mismo. Todo el esquema temático de la novela giraba en torno
a la experiencia subjetiva del terror. Todas las acciones y motivaciones de los
personajes dependían de ella. Pero, subraya Merleau-Ponty, este punto de vista
subjetivo, desde una perspectiva auténticamente marxista, es irrelevante. Aun
cuando fueran válidos los pensamientos y sentimientos de Rubashov, de ninguna
manera cambia la verdad marxista de fondo. Las impresiones subjetivas, las
reacciones personales, el éxito o fracaso individuales, no afectan para nada a
la validez del marxismo. Según Merleau-Ponty, el argumento de Koestler es una
presentación seductora, expresada en términos aparentemente marxistas, de la
mistificación liberal e idealista de siempre. El punto de vista de Koestler es
individualista, y, por tanto, es una visión estrecha; las verdades que percibe
son parciales. Todo marxista sabe que la violencia es fea; pero esto es
irrelevante. Cuando se pierde la perspectiva total (es decir
historicista-marxista), ya no se comprende ninguna parte, ningún trozo de la
realidad objetiva (pp. 12-14).
Merleau-Ponty lo explica de este modo:
«El marxista reconoce la mistificación que se da en toda experiencia subjetiva;
el marxista vive en el mundo y en la historia. Para él, una decisión no es un
asunto personal, no es la afirmación espontánea de los valores que favorecemos;
consiste más bien en averiguar nuestra situación en el mundo, injertamos en el
movimiento de la historia, fuera del cual los valores no son sino palabras
vacías sin posibilidad de realizarse» (p. 21).
Puesto que la violencia es un dato real,
el revolucionario se ve obligado, por la naturaleza de las cosas, a emplear
esta violencia para realizar sus propios valores. Evidentemente, este argumento
está en relación con lo que se ha dicho antes, que el terror tiene un valor
real sólo cuando se dirige a ciertos fines. Pero uno no debe permitir que la
fealdad del terror le lleve a renegar su compromiso con el humanismo (los
«valores» a los que ha hecho antes referencia).
Para Merleau-Ponty, esto vale tanto en la
vida como en la ficción. Y sus comentarios a los incidentes de Bukharin y
Trotsky lo confirman. ¿Hasta qué punto se puede dirigir la violencia en contra
de co-revolucionarios? ¿Cómo caben dentro del esquema comunista los procesos de
Moscú de los años 30? Este problema es, según él, más complejo porque las
implicaciones teoréticas son más profundas. Sigue insistiendo, sin embargo, en
que la perspectiva histórica es necesaria para entender los hechos.
Sobre la base de sus propios principios, el comunismo no distingue entre grados de culpabilidad. Un revolucionario que frena el proceso revolucionario -por pereza, indecisión o colaboración reaccionaria- se está aliando con el pasado. Y esto -dice Merleau-Ponty- no se puede tolerar. ¿Qué le importa a la revolución si un individuo es un capitalista o un revolucionario regresista? Sus acciones, sus elecciones, son hostiles a la condición futura. Y, prosigue nuestro autor, es el futuro el que verdaderamente procesa y condena a los culpables (p. 28). Las relaciones futuras entre hombre y hombre tienen un efecto sobre la revolución y determinan verdaderamente la justicia revolucionaria. En palabras suyas, la revolución «no se preocupa de averiguar si los motivos o intenciones del acusado eran honrados o no; lo único que interesa saber es si efectivamente su conducta, considerada desde el punto de vista de la praxis colectiva, es o no es revolucionaria. De ahí que el detalle más pequeño adquiere un significado inmenso: caer bajo sospecha casi equivale a ser culpable; y, al mismo tiempo, la condena se aplica sólo al papel histórico del acusado y no afecta a su honor personal, que en todo caso es considerado como una abstracción, puesto que para el revolucionario somos pura y simplemente lo que somos para los demás y en nuestras relaciones con los demás» (p. 28). Por tanto, el destino de las generaciones futuras es el criterio último para el sistema legal del Estado revolucionario. Y un Estado tal no ha de tratar de ser diverso.
Lo que hay de revolucionario en esta perspectiva es que postula la validez absoluta de la política estalinista como la única línea correcta de desarrollo revolucionario soviético. ¿Cómo podemos estar tan seguros del futuro desarrollo de las cosas? No lo podemos estar; de lo contrario, el hombre no tendría ninguna libertad. Pero la diferencia esencial aquí para Merleau-Ponty es que, mientras en el pensamiento burgués la incertidumbre lleva a la indecisión y al inmovilismo, en el esquema comunista no tiene tal efecto. El triunfo final del marxismo está asegurado; los reveses temporáneos son irrelevantes. Una vez que la revolución ha sido puesta en marcha, avanzará inevitablemente hacia su cumplimiento victorioso. Pero la indecisión, el desacuerdo, o cualquier otro tipo de acción dilatoria, pueden retardar la puesta en marcha y convertirse así en un daño grave para toda la revolución. En otras palabras, no es importante saber si la política estalinista es la política «correcta». Estar en desacuerdo con ella sería una acción regresiva, y no se puede tolerar ninguna influencia retrógrada. La historia, según Merleau-Ponty, corregirá los males que puedan existir en el estalinismo, pero la revolución ha de seguir adelante sin interferencias, a toda costa. «Formalmente, la dictadura es la dictadura», y el que duda en admitirlo simplemente no comprende la naturaleza de la revolución ni la naturaleza de la historia (p. 85).
De hecho, dice, es difícil «delimitar el terror permisible». ¿Por qué? Porque, objetivamente, es difícil distinguir los límites entre el leninismo y sus desviaciones. Por tanto, «el terror de la historia culmina en la revolución, y la historia es terror porque hay contingencia» (p. 91). El terror está inexorablemente vinculado con la praxis de la revolución, cualesquiera que sean las circunstancias del camino. Puesto que nadie puede saber lo que nos traerá el futuro, siempre habrá un elemento de probabilidad en el cálculo de los sucesos venideros. En consecuencia, la dictadura de la verdad será inevitablemente la dictadura de un grupo, y «para los que no participen en ella parecerá puramente arbitraria» (p. 92). Pero, para él, de hecho, no es arbitraria. Su dirección surge del impulso inconsciente del proletariado, guiado por los que se han comprometido activamente en la revolución. Esta conciencia de clase es lo que rectifica las intenciones de la revolución y garantiza que no se pierda el rumbo.
Merleau-Ponty sigue con este razonamiento, diciendo que de vez en cuando el proletariado se puede dejar guiar por una mentira (por ejemplo, cuando los Kulaks piden tierras a gritos). En tales casos, los dirigentes del Partido han de corregir y reprender. Tanto Lenin como Stalin tuvieron que hacerlo. A la larga, las situaciones de conflicto siempre se resuelven a favor de la revolución, con tal de que la maquinaria dictatorial permanezca fiel a los principios del comunismo.
Este es un punto importante. Pues, siguiendo este razonamiento, una política de violencia, de terror sistemático, como un fin en sí, es totalmente hostil al proceso histórico y a la revolución. La violencia de la dictadura revolucionaria, a diferencia de la violencia en la sociedad no-comunista, debe tener un claro fin revolucionario. Merleau-Ponty dice claramente que «uno no puede vivir con la violencia o proclamarla, y ser consecuente, sin la perspectiva del futuro» (p. 91). Y una violencia que no tiene, como fundamento constante, su propia abolición es un terror sin sentido, de ninguna manera mejor que cualquier otro. Por tanto, limita el apoyo que da al terror soviético, con tres condiciones importantes.
En primer lugar, toda impureza dentro de la dictadura soviética ha de ser aborrecida y eliminada. En el régimen de 1947, Merleau-Ponty encuentra tales desviaciones en la mezcla de «ideologías reaccionarias con el humanismo marxista (p. 181). Además, ve que el régimen «emplea el motivo de la ganancia (= profit motive) junto con motivos socialistas, y admite simultáneamente la igualdad del trabajo y la jerarquía de salarios y de poder» (p. 181). Por tanto, para Merleau-Ponty es evidente que la postura humanista marxista se ha adulterado con su antítesis. Cuando sucede esto, advierte el autor, la violencia que debería servir de apoyo para propulsar la revolución, pierde su función. En tal caso, la violencia sirve para oscurecer la perspectiva histórica de la revolución, retardando su progreso, y perpetúa así el estado de terror universal. Esta situación, para él, es abominable.
En segundo lugar, la violencia ha de ser abierta, no secreta, ni disfrazada en términos diversos de lo que verdaderamente es. Los procesos de Moscú han sido malentendidos, incluso por marxistas comprometidos, por la naturaleza ambigua del sistema legal soviético. Las características del derecho procesal dentro de la URSS han sido aisladas de su contexto filosófico; o, mejor dicho, críticos extraños las han metido dentro de un contexto liberal porque tienen un parecido externo a procedimientos procesales occidentales. Así, parecía que se estaba procesando a los acusados por crímenes del pasado. Pero en verdad (es decir, en la perspectiva histórica marxista), se les estaba procesando desde la perspectiva del futuro (pp. 32-40). Esta distinción fue oscurecida por el mismo sistema legal soviético, y no se puede echar la culpa de esta confusión a los intelectuales franceses.
Merleau-Ponty subraya con vehemencia que la franqueza es necesaria. Si se somete a violencia los elementos regresivos dentro de la revolución, las razones deben ser patentes a los marxistas de todas partes. Una vez más, poner las cosas en su perspectiva histórica correcta es vital para poder comprenderlas. Callarse en este punto es favorecer una visión restringida y miope, y por tanto una distorsión inevitable en la mente de los simpatizantes del comunismo de otros lugares. «Un régimen que reconoce su violencia podría tener en sí un espíritu más genuinamente humano» (p. XV) (el uso del condicional que hace aquí Merleau-Ponty parece responder a sus reservas ya citadas sobre la pureza de la praxis marxista dentro de la dictadura soviética).
En su opinión, la indignación y confusión ante la violencia soviética en círculos intelectuales sólo se puede evitar con una explicación franca de su existencia y de las razones de su uso. «Al esconder la violencia, nos acostumbramos a ella y la institucionalizamos. En cambio, si la llamamos por su nombre y si la empleamos, como lo hicieron siempre los revolucionarios, sin placer, permanece la posibilidad de expulsarla de la historia» (p. 34).
La tercera condición es que los comunistas no deben hacer ninguna
concesión a posturas liberales cuando toman parte en la política de otras
naciones. En el último capítulo del libro manifiesta su firme convencimiento de
que la dictadura soviética ofrece una elección clara en los destinos de los
hombres. Para él, la violencia de ese sistema promete el fin de la violencia,
si el sistema se mantiene fiel en su compromiso a la visión marxista. Llevar
una campaña de conciliación dentro del esquema de la política francesa, por
ejemplo, mientras que al mismo tiempo se muestra adhesión a los principios de
la revolución militante, es crear ambigüedad entre posibles simpatizantes. Y la
ambigüedad no lleva a ninguna parte. O peor, puede llevar a servir «los intereses
del imperialismo» o a «comprometerse con su mistificación» (p. XXIII). En otras
palabras, los marxistas que actúan en política fuera de la URSS siempre han de
manifestar claramente sus metas últimas y próximas; este manifiesto ha de ser
tan claro para ellos como lo es para los demás.
Esta es, pues, la valoración que hace Merleau-Ponty de la relación
entre terror y humanismo. Se basa, en último término, en su manera de entender
la relación entre hombre y hombre dentro de un proceso histórico continuo y
controlable. Para él, la adhesión al terror está condicionada por «una decisión
fundamental, no sólo de entender el mundo, sino de cambiarlo» (p. 36).
VALORACIÓN
CRÍTICA
Es difícil analizar Humanismo y Terror
por bastantes razones, no todas de índole filosófica. El pensamiento de
Merleau-Ponty se presenta no como un tapiz elaborado, sino más bien como un collage;
falta continuidad, no es lineal, muchas veces hay inconsistencias internas.
Esto se debe quizá a que el libro procede de una antología, sacada de una serie
de ensayos separados, que después se han reunido.
Pero la dificultad parece ser más
profunda. A medida que uno sigue el argumento es fácil formarse la opinión de
que el mismo Merleau-Ponty tenía dificultades para reconciliar una serie de
posturas contradictorias. Es un filósofo fenomenista, que pide acción. Es un
individuo, que proclama su derecho a derogar los derechos del individuo.
Defiende el humanismo racionalista clásico («el hombre es el ser supremo para
el hombre») y al mismo tiempo afirma que la mentira, la doblez y el asesinato
son necesarios para el progreso humano. Cuando aparecen huecos en la lógica de
su argumento, salta los vacíos con afirmaciones retóricas, emotivas, incluso
apasionadas. Uno se ve tentado a preguntarse si, en su más profunda intimidad,
Merleau-Ponty reconocía que su postura se fundamentaba en sentimiento y
voluntad, no en la razón histórica desapasionada en la que pone tanta
confianza.
Sin embargo, estas consideraciones
psicológicas se pueden dejar de lado, ya que las contradicciones de los
argumentos son aún más profundas. A fin de cuentas parece que se fundamentan en
la ambigüedad intrínseca de la misma filosofía marxista. Ya que las
contradicciones entre humanismo y terror no ofrecen, para un marxista, más dificultades
que las demás antinomias dialécticas del marxismo: necesidad y libertad,
determinismo y elección, la supremacía de la clase y la inutilidad del
individuo. Es aquí donde hemos de elaborar nuestra crítica, ya que aquí es
donde Merleau-Ponty racionaliza la violencia humanística.
Aunque parece decir lo contrario,
Merleau-Ponty intenta justificar y defender la violencia comunista. En la raíz
de todos sus argumentos sobre las distorsiones de Koestler, y alrededor de los
procesos de Moscú, yace una tesis fundamental: la violencia marxista se
justifica plenamente por sus propias intenciones. Aunque, como otros
marxistas, niega tener visiones utópicas, Merleau-Ponty postula que la
violencia revolucionaria se justifica por la inevitable desaparición de la violencia
que vendrá cuando la revolución de clases se haya realizado. Este argumento se
fundamenta, a su vez, en otros postulados filosóficos marxistas. Conviene
examinarlos con cierta atención.
En primer lugar aparece la tesis de que
toda violencia no-revolucionaria actual y del pasado, como todos los demás
males, tienen un único origen, que es el sistema económico de explotación. No
importa si se manifiesta en empresas capitalistas europeas o en terrorismo
contrarrevolucionario en Indochina; la raíz de todo mal (mentiras, doblez,
matanzas) está, según Merleau-Ponty, en la explotación de las masas por las
clases hacendadas. Esta explotación en sí es una forma de violencia.
Este concepto, como otros del pensamiento
marxista, es unilateral, axiomático y -cosa evidente para todos excepto para
los marxistas convencidos- una gran simplificación. Uno no puede decir que sus
conclusiones son «científicas» (y Merleau-Ponty lo hace explícitamente) si no
ha conseguido eliminar posibles explicaciones diversas de un fenómeno dado.
Dice apodícticamente que el sistema económico es el único responsable, y lo
postula como un hecho evidente. Y claro, sólo es evidente para los que ya están
comprometidos previamente con la filosofía del materialismo dialéctico e
histórico.
En segundo lugar, y en relación íntima
con lo anterior, dice que la violencia revolucionaria debe juzgarse sólo
basándose en sus propios principios. Uno podría preguntar, ¿qué exigencia de la
justicia nos pide actuar así? ¿Acaso no sería ésta otra forma de «mistificación
burguesa»? Pero, incluso admitiendo que esto fuera válido, ¿por qué no hemos de
juzgar la validez del comunismo por los numerosos regímenes que ha creado? Es
decir, si es justo juzgar las sociedades capitalistas por sus hechos y no por
sus ideales, ¿por qué hemos de juzgar los regímenes comunistas por sus
supuestas metas y no por sus hechos? Marx dice expresamente, en el prefacio de
su Contribución a la Crítica de la Economía Política, que las sociedades
han de ser juzgadas por lo que son y no por lo que pretenden ser.
Lo que hallamos aquí implícitamente es un
reclamo inconsciente a la ética idealista tradicional. Merleau-Ponty repudia
las «mistificaciones» de corte idealista. Sin embargo, aboga por la justicia,
la verdad y una convivencia humana entre los hombres. El hecho de
emplear estos conceptos, y de defenderlos, demuestra que tienen un sentido, no
sólo para los «mistificadores», sino también para él. En realidad, estos
conceptos tienen una realidad independientemente del orden económico e incluso
de los ordenadores de la economía. Están enraizados en la misma naturaleza del
hombre, criatura de Dios.
El tercer error y el más fundamental del
pensamiento de Merleau-Ponty es la certeza pseudo-científica de la victoria
revolucionaria proletaria. Arguye que la violencia revolucionaria se ha de
juzgar por la inevitable condición futura del hombre; la justicia se
determina por hechos venideros, no por los del pasado ni del presente. Así,
según él, uno tiene que estar seguro de la abolición futura de la violencia
en un futuro post-revolucionario para justificar la violencia revolucionaria
actual. Esta certeza surgiría de la naturaleza científica del marxismo;
conviene que la analicemos más de cerca.
Desde los mismos comienzos del marxismo,
uno de sus mayores atractivos tanto para filósofos como para activistas
políticos ha sido este concepto de «certeza científica». Como una piedra
angular en el arco de triunfo del proletariado, la certeza ha transformado esta
doctrina atea en una religión secular, que se impone imperiosamente a los
análisis de «sentido común» de la realidad objetiva.
Pero el marxismo no es científico. No
está fundado en la realidad histórica objetiva. No consiste en leyes
científicas inevitables. En las décadas posteriores a 1848, cuando Marx estaba
formulando su esquema historicista, la historia misma era una ciencia joven e
ingenua. Como otros pensadores infectados con el espíritu historicista y
estupefactos ante los éxitos de las ciencias físicas, Marx seleccionó aquellos
datos históricos parciales, parcialmente conocidos por él, que cabían dentro de
los esquemas económicos elaborados por él para revisar el orden del mundo. La
postura marxista necesitaba, y necesita todavía, postular una victoria segura.
Y por tanto se adjudicó la certeza, y con ella el prestigio, de las ciencias
físicas.
Un cambio de punto de vista no revela,
por sí mismo, la realidad no-científica del marxismo. Pero los hechos
históricos del último siglo sirven para demostrarlo. Desde 1848, las
condiciones económicas se han desarrollado en direcciones que Marx no previó en
modo alguno. Los países capitalistas se han acomodado a las necesidades del
«proletariado». Las masas, de hecho, han pasado por un proceso de
aburguesamiento, hasta tal punto que, en países como los Estados Unidos, las
clases obreras son las adversarias más decididas del comunismo. De una manera u
otra, los trabajadores han llegado -unos más, otros menos- a participar en los
medios de producción. No se ha dado la revolución mundial, a pesar de varias crisis
mundiales casi catastróficas, tanto económicas como militares.
En cambio, ha habido revoluciones en
sociedades muy poco propicias a ellas según el punto de vista «científico» del
marxismo. Rusia, China, y sus satélites, eran sociedades fundamentalmente
agrarias, feudales incluso, inmediatamente antes de sus revoluciones. Esto no
estaba previsto en las leyes inevitables de Marx. A cualquier observador -menos
al que está profundamente cegado por el prejuicio- le parecería que la
revolución violenta es un fenómeno político, no una consecuencia inevitable de
contradicciones dialécticas económicas.
Sin embargo, para Merleau-Ponty y para
otros, permanece la certeza. Merleau-Ponty retiene firmemente que Koestler y
los demás yerran porque pierden la gran visión, la perspectiva historicista. En
otras palabras, los que critican el marxismo no dan en el blanco porque se
apoyan sólo en los hechos. Pero ¿qué tipo de ciencia es ésta que ignora los
datos que no cuadran con un esquema preconcebido? No es ninguna ciencia, sino
una enorme construcción mental, una autoilusión apriorística, una creencia sin
fundamento con no más valor que cualquier otra creencia sin fundamento. En este
caso, con el añadido de que es una creencia que se impone y se mantiene por
pura fuerza.
Quizá el error fundamental de toda la
tesis de Merleau-Ponty esté en su derogación de los derechos del individuo.
Aunque proclama la acción individual y el compromiso individual en la
revolución de clases, mantiene que ningún individuo posee derechos fuera de los
que facilita la revolución (aunque en su prefacio a Humanismo y Terror
vitupera agriamente a quienes interpretan erróneamente -a su modo de ver-
sus escritos anteriores). Así la acción histórica es la única virtud y sólo una
clase, considerada como colectividad, puede poseerla. No explica, porque no
puede hacerlo, por qué una colectividad ha de tener más virtud que los
individuos que la componen. Una suma de muchos derechos «cero» es igual a otro
derecho «cero»: esto es matemático. El postular la emergencia de un ente
espiritual -y un derecho, incluso en términos marxistas, es «espiritual»- de un
sustrato material es ya de por sí una «mistificación». El postular la
existencia de otros derechos humanos, que -como hemos visto- es lo que hace
Merleau-Ponty, y después negar su existencia, no es sino un sofisma, un juego
de manos semántico.
Efectivamente, Merleau-Ponty no puede
propugnar el humanismo sin afirmar unos derechos humanos; pero no puede
promover el terror sin negar esos derechos. Tampoco puede propugnar los dos sin
apelar a una escatología secularista, y los fundamentos de ese estado futuro
son irracionales. Quizá él mismo se sentía atrapado por tantas complicaciones,
y esto quizá explica su acritud, su emocionalismo, sus peroratas retóricas.
Como es sabido, Merleau-Ponty revisó su
postura ante el marxismo soviético en una obra posterior: Las Aventuras de
la Dialéctica, en la que se atacaba durante el período estalinista. Y sin
embargo, hay que decir que no se «contradice» y que en Humanismo y Terror aparecen
ya los elementos que le permiten efectuar tal cambio.
Para Merleau-Ponty no hay y no puede
haber nunca un criterio absoluto de la verdad [1], y por eso dice que «los valores no son
sino palabras vacías sin posibilidad de realizarse» (p. 21), «el honor personal
es considerado una abstracción» (p. 28), etc. Sólo se admite una «verdad
final»: el fin al que tiende irremediablemente la historia es el
establecimiento de la sociedad marxista. Es éste un postulado al que concede
una certeza absoluta.
Por tanto, los sucesos estalinistas no
pueden ser juzgados: en principio, y por definición, están contribuyendo a la
«marcha dialéctica» de la historia. Pero, con el pasar de los años, cuando cae
Stalin y con él su marxismo oficial, el nuevo marxismo oficial determina la
nueva «ortodoxia» justificándola según la consabida marcha dialéctica de la
historia.
Merleau-Ponty, en Las Aventuras de la
Dialéctica, se da cuenta del engaño, y por eso repudia el comunismo
soviético, y se abandona a un cierto relativismo revolucionario.
J.B.S.
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[1] Para este punto fundamental en la filosofía de Merleau-Ponty, ver la recensión a Las aventuras de la Dialéctica.