MERLEAU-PONTY, Maurice
Las Aventuras de la dialéctica
(Orig.: Les Aventures de la dialectique, Gallimard, París, 1955, 330 pp. ÍNDICE: Prefacio; I. La crisis del intelecto; II. El marxismo «occidental»; III. La «Pravda»; IV. La dialéctica en acción; V. Sartre y el ultrabolchevismo; Epílogo).
CONTENIDO DE LA OBRA
«Las
aventuras de la dialéctica, de las que hemos trazado las más recientes, son
aquel sucederse de errores, a través de los cuales es necesario que la
dialéctica pase, ya que ella por definición es un pensamiento con diversos
centros y con diversos accesos, y necesita tiempo para poder explorarlos a todos.
Max Weber encontraba bajo el nombre de cultura, la cohesión originaria de todas
las historias. Lukács cree poder cerrar este proceso en un ciclo que se
cumplirá cuando todos los posibles significados se encuentren en una realidad
presente: el proletariado» (p. 412). Sartre acaba con esta dialéctica, pues
para él, mundo e historia no son un mismo sistema con diversos accesos, sino
que son inconciliables (cfr. ibid).
Con
estas palabras, Merleau-Ponty resume -ya casi al final del libro- el objetivo
que le ha movido y el contenido de lo que aparece en estas «aventuras de la
dialéctica». Como él mismo nos dice, pretende hacer un libro de historia en el
que se pongan de manifiesto las principales corrientes que han surgido en torno
al marxismo ruso. La exposición de estas doctrinas carece por lo general de
todo elemento evaluativo: nunca se sabe con exactitud qué piensa Merleau-Ponty
respecto a los autores de que trata y sólo al final de su trabajo -en poco más
de diez páginas- expondrá su postura personal.
En
nuestra exposición seguiremos el mismo orden que aparece en la obra, y al hacer
la valoración crítica se estudiarán los elementos comunes que aparecen a lo
largo de todo el libro.
Prefacio
Merleau-Ponty comienza su estudio afirmando que
los problemas que le van a ocupar exigirían una filosofía de la historia y del
espíritu. Es interesante observar que ya en el primer párrafo aparece una idea
que se mantiene constante en todo el volumen: «filosofía del espíritu»; ya no
se trata de filosofía del ser, sino de filosofía que el espíritu construye, y
que condiciona todas las tesis que aparecen: no hay una política que sea
verdaderamente moral, pues es una acción que se inventa cada día: no hay decisiones
justas (cfr. p. 210).
A continuación afirma que, sin embargo, sería
equivocado esperar principios perfectamente elaborados para hablar
filosóficamente de política, y por eso, en espera del verdadero y propio
tratado, se darán unos pequeños ensayos, en los que se encontrarán muestras,
sondeos, inicios de análisis, anécdotas de la vida filosófica; en definitiva,
ese continuo rumiar que tiene lugar a través de lecturas, encuentros o sucesos
(cfr. p. 209).
Marx y los grandes revolucionarios «saben que la
historia universal no está para ser completada, sino que está todavía por
hacerse (...). Marx no hablaba de un fin de la historia, sino de un fin de la
prehistoria. Esto significa que después de la revolución, al igual que antes de
ella, el verdadero revolucionario descubre cada día, delante de cada problema,
lo que hay que hacer; significa, en definitiva, que navega sin carta geográfica
y mirando al presente. El conocimiento del secreto de la historia no da el
conocimiento de los caminos que hay que seguir» (pp. 211-212). Este vivir al
día, sin embargo, no justificaría los posibles errores que podrían surgir de
ese desconocimiento del camino que hay que seguir, y el revolucionario que se
equivoca «sobre el camino a seguir, traiciona los fines últimos, y en un
momento particularmente decisivo es, quizá, para la revolución, más peligroso
que un burgués» (p. 212).
Así, no existe una regla que justifique la
política que hay que seguir, la política marxista es, como todas las demás
-dice el autor- indemostrable. «La única diferencia es que ella lo sabe, y ha
tratado de explorar el laberinto más que cualquier otra (...). Cualquier acto
político repercute en la historia en su totalidad, una totalidad que sin
embargo no nos ofrece una regla en la que poder afianzarnos, porque siempre es
solamente opinión» (pp. 212-213). A continuación, Merleau-Ponty expone el orden
de los capítulos (cfr. pp. 213-214) y da término al prefacio. En este prefacio
han aparecido ya algunas características e ideas de fondo que van a acompañar a
todo el libro. En primer lugar el crédito concedido al marxismo: siempre que se
refiere a las doctrinas de Marx, se usan expresiones como «Marx sabía muy
bien», «aunque no tuviera en cuenta este aspecto, sin embargo él ya sabía que»,
... (cfr. pp. 211, 215, 282, 316, 339, 355, etc.), afirmaciones que el autor no
intenta probar en ningún momento y que da siempre por supuestas. Pero también
ha aparecido ya otra idea, que es la base de todo el desarrollo especulativo
que se contiene en Las aventuras de la dialéctica: la afirmación radical
del primado de la conciencia sobre el ser, cuyas consecuencias se van
explicitando a lo largo del trabajo; es el pensamiento en desarrollo lo que
funda la realidad de las cosas, y por eso no se podrá admitir nada que sea
absoluto: no es que el marxismo sea un saber con valor absoluto, pero él sabe
eso y ahí radica su valor (cfr. p. 212); no hay una regla universal de nuestros
actos, siempre será mera opinión (cfr. p. 213); el revolucionario «navega sin
carta geográfica» (p. 212) y «no hay ninguna regla en la que poder afianzarnos»
(p. 213).
I. La
crisis del intelecto
Con este título, el autor nos ofrece un pequeño
capítulo introductorio en el que expone la doctrina de Max Weber. Comienza
elogiando la figura de este autor, pues sabía que la libertad y la
verdad «hacen su aparición sólo en ciertas condiciones históricas, y que aún en
este caso, no se realizan nunca completamente (...) no son, por tanto, de
derecho divino, y su única justificación es aquello que dan a los hombres...»
(p. 215). Evidentemente Merleau-Ponty confunde la existencia de la libertad con
su ejercicio en el campo político, y condiciona éste a la aparición de unas
determinadas circunstancias históricas; y lo mismo se puede decir de la verdad:
sólo con la llegada de la filosofía del cogito el hombre «comenzó a
realizar» la verdad (cfr. p. 364).
Weber se vio obligado a superar el terreno de la doble verdad -el autor se refiere a las verdades puras y prácticas de la filosofía kantiana-, el dualismo de la objetividad del intelecto y de lo patético moral, y a buscar más allá la fórmula que le permitiera encontrar la clave de los sucesos históricos (cfr. p. 218): «no sólo integra los motivos espirituales y las causas materiales, sino que renueva la misma concepción de materia histórica (...) y no la subordina a ninguna razón oculta» (p. 223). Con estas palabras Merleau-Ponty termina la exposición de la conocida doctrina de Weber sobre el influjo de la ética calvinista en la formación del capitalismo: la formación y acumulación de grandes capitales se debería a que, según esta doctrina, el éxito social era un indicio y una manifestación de la predestinación del individuo.
Merleau-Ponty afirma la necesidad de superar a
Weber, para poder ir más lejos en su análisis de la historia: «condición
trascendental de toda ciencia que estudia la cultura no es mantener como válida
una forma de cultura u otra, sino el hecho de que nosotros somos hombres de
cultura, dotados de capacidad para tomar conscientemente posiciones frente al
mundo, y de dotarlo de un sentido (...) la historia no es un dios externo, una
religión cerrada de la que no tendríamos que hacer otra cosa sino registrar las
conclusiones: es el hecho, de orden metafísico, de que la misma vida, la
nuestra, se desarrolla en nosotros y fuera de nosotros, en nuestro presente y
en nuestro pasado, de que el mundo es un sistema con diversas aperturas o, si
se prefiere, que tenemos semejantes» (p. 229).
A continuación expone más detalladamente las
funciones de la historia: «elimina lo irracional, pero lo racional resta por
crear, queda por idear: la historia no tiene el poder de poner lo verdadero al
lado de lo falso. Una solución histórica del problema humano, un fin de la
historia, sería concebible sólo si la humanidad fuese una cosa para ser
conocida (...). Por tanto, existen solamente progresos (...) pero esos
progresos se pagan con regresos» (p. 230).
En estos párrafos se observa una concepción
hegeliana de la historia que le lleva a eliminar a Dios, por lo cual queda
eliminado también cualquier fin trascendente de la historia, pues entonces el
hombre ya no sería algo Absoluto. En este contexto antropocentrista, se
encuadran también en su verdadera dimensión una serie de afirmaciones que han
aparecido como esparcidas por todo el capítulo: «Weber no subordina la historia
a ninguna razón oculta», refiriéndose a la providencia de Dios (cfr. p. 223),
«la historia no es un dios externo» (p. 229), «sería necesario conservar del
capitalismo su rechazo de lo sacro exterior» (p. 231), etc.
La consecuencia de esta concepción es el relativismo: «la libertad del hombre y la contingencia de la historia excluyen definitivamente la idea de que el fin, también lejano, de las ciencias de la cultura, pueda ser el construir un sistema cerrado de conceptos que encierre la realidad en un orden definitivo» (p. 231). No se afirma, como quizá podría parecer, que acaso el hombre no llegue a agotar nunca con su conocimiento una perfecta comprensión de la realidad, sino que se niega la misma posibilidad de que haya conocimientos humanos que permanezcan inmutables a lo largo de toda la historia.
El marxismo «occidental»
En este capítulo se analizará la doctrina de G.
Lukács, y para ello Merleau-Ponty hace un breve resumen de la obra principal de
este autor: Historia y conciencia de clase.
Según el autor, al inicio del siglo XX los marxistas se encontraron con un problema que los restos del dogmatismo hegeliano habían ocultado a Marx: ¿es posible superar el relativismo?, ¿no ignorarlo, sino superarlo de verdad, avanzar más en la misma dirección? (cfr. p. 238). Este fue el intento de Lukács, que Merleau-Ponty expone de modo esquemático y sin preocuparse mucho por lograr una hilación entre los diversos conceptos que va presentando.
«Cuando el sujeto se reconoce en la historia, y
reconoce a la historia en sí mismo, no domina el todo como el filósofo
hegeliano, pero al menos está empeñado en una tarea totalizante; sabe que un
hecho histórico no tendrá todo su significado para nosotros hasta que no sea
conectado con todos aquellos hechos que podemos llegar a conocer (...) hay un
solo saber, y es el conocimiento de nuestro mundo en devenir, y este devenir
engloba al mismo saber» (pp. 239-240). Por eso, concluye Lukács, «la historia
es la filosofía realizada, igual que la filosofía es la historia formalizada:
reducida a sus estímulos internos, a su estructura inteligible» (p. 240). Esto
ha sido descubierto por Hegel y Marx, y -en cambio- no lo ve el capitalismo:
«si el hombre de la sociedad capitalista mira hacia sus propios orígenes, cree
asistir a la ‘realización de la sociedad’» (p. 245).
¿Cuál ha sido la misión del marxismo? Lukács
responde que el marxismo ha descubierto un sentido a la historia, pero esto no
significa «una dirección irresistible hacia ciertos fines» (p. 246), o que el
progreso obtenido por una civilización concreta sea un progreso absoluto: pues
todo progreso es relativo, y además sólo hay progreso en la estructura total,
«la revolución institucionalizada es ya decadencia, si se cree efectuada» (p.
247).
La conclusión de este análisis es que como «el
sentido de la historia está siempre amenazado con desviarse, necesita
constantemente ser reinterpretado (...). No existe un sentido de la historia,
sino más bien una eliminación del no-sentido (...). La revolución es el momento
en el que estas dos perspectivas se unen, es el momento en que una negación
radical libera a la verdad del pasado, y permite recomenzar su recuperación»
(p. 249). La causa que permite a la revolución cumplir esta misión radica en
que «la dialéctica es la misma historia, y toda la experiencia del pasado (...)
debe pasar al presente y al futuro», y esto lo efectúa gracias a la conciencia
que es la «relación de sí consigo mismo» (p. 250): todo «marxismo que no hace
de la conciencia un epifenómeno, cojea inevitablemente, ya sea de una parte o de
la otra» (p. 252).
El comentario que hace Merleau-Ponty a las tesis
hasta ahora expuestas es el siguiente: «como se ve (Lukács), no pasa por encima
de los sucesos, no busca en ellos la justificación de un esquema
preestablecido, sino que los interroga, los interpreta verdaderamente (...).
Paradójicamente es precisamente este rigor, esta sobriedad lo que le ha sido
atacado por parte marxista. Lukács rehabilitaba por principio la conciencia más
allá de las ideologías, pero al mismo tiempo les negaba la posesión a priori del todo (...), la mayor
parte de los marxistas hacen exactamente lo contrario: niegan en teoría la
conciencia y, tácitamente, se hacen un esquema inteligible del todo,
descubriendo tanto más fácilmente el significado y la lógica de cada fase particular
de desarrollo, en cuanto que ya está presupuesta dogmáticamente» (p. 252).
A continuación, expone la misión del proletariado
en la historia según la concepción de Lukács: el proletariado es la verdad de
la historia, pero es una verdad «sólo cuando se suprime y cuando, llevando
hasta el final la lucha de clases, genera la sociedad sin clases» (p. 255).
Pero entonces, esto es afirmar que la existencia del proletariado es puramente
negativa: aquí entra el concepto capital del marxismo según Merleau-Ponty, la praxis.
«La conciencia del proletariado no es un estado de ánimo, ni un
conocimiento, ni tampoco una idea del teórico; es una praxis, es decir, algo
que es menos que un sujeto y más que un objeto; en definitiva, es una
‘posibilidad objetiva’... » (p. 256).
Este concepto, según Merleau-Ponty, ha sido mal
entendido cuando se ha afirmado que la distinción entre teoría y praxis es
igual que la que hay entre abstracto y concreto. La praxis es una actividad
revolucionaria crítico-práctica, es un principio interno de actividad, es un
programa global que anima y sostiene las producciones y acciones de una clase:
«es la condición común a todos los proletarios, el sistema de todo lo que hacen
en cualquier orden de acciones» (p. 257).
Se puede objetar que los proletarios no tienen
una condición común a todos, que sólo tienen unidad a los ojos de un espectador
externo que domine la historia, y Marx -según el autor- respondería que no
existe una superación teórica del problema, aunque sí en la práctica (cfr. p. 259).
Sin embargo, Lukács profundiza el concepto de praxis: «Hay una praxis
proletaria que no está cerrada en sí, no es autosuficiente -admite-; es más,
exige elaboraciones críticas y correcciones. Tales controles vienen ejercidos
por otra praxis a nivel superior que es, en este caso, la vida del proletario
en el Partido: una praxis que no es un reflejo de la anterior (...) sino que
arrastra a la clase obrera más allá de su realidad inmediata (...). El Partido
es, pues, como un misterio de la razón: es aquel lugar de la historia en el que
el sentido que es se entiende a sí mismo» (p. 260).
Como se ve, en primer lugar Lukács ha entificado
la clase; el paso siguiente es entificar el Partido; el último es atribuir al
Partido los atributos de Dios. Evidentemente, el comentario que hacía
Merleau-Ponty (vid. p. 7 de esta recensión) sobre la «honradez intelectual» de
Lukács, cae por su propio peso; también Lukács aplica un esquema
preestablecido a los hechos y sucesos: basta ver el análisis que hace del
concepto de praxis.
Así se establece una dialéctica entre masas
proletarias y Partido: «arrastradas, pero no maniobradas, las masas dan a la
política del Partido el sello de la verdad» (p. 260). Pero ¿qué verdad? Lukács
afirma que «no se trata de la verdad del realismo, correspondencia entre la
idea y la cosa externa, pues la sociedad sin clases está todavía por hacerse,
no está ya hecha; la política revolucionaria está todavía por ser inventada, no
está todavía presente: está implícita en el proletariado existente, pero el
proletariado debe ser convencido y no consultado (...). Hay verdad, pues,
cuando no hay desacuerdo entre teóricos y proletarios (...). La verdad es
concebida, pues, como un proceso de verificación sin fin, y el marxismo es a la
vez una filosofía de la violencia y una filosofía sin dogmatismo: si la
violencia es necesaria, es precisamente porque no existe verdad última (...)
porque la verdad no puede fundarse sobre una verdad absoluta» (pp. 260-261).
Basta leer con un poco de detenimiento este
párrafo, para ver la radical oposición que hay entre el marxismo y el
cristianismo. La disolución del individuo en el concepto de clase, lleva
consigo la negación de la libertad y responsabilidad personales: «las masas han
de ser arrastradas». Se afirma en modo tajante un ateísmo que funda todo el
proceso especulativo posterior: como no existe una verdad absoluta, tampoco
puede existir nada que participe de esa verdad, y por eso el Partido se
atribuye a sí los atributos de Dios y la capacidad de poder usar cualquier
medio -también la violencia- para establecer la sociedad sin clases, y nadie
puede discutirle la legitimidad de esos medios que emplea, porque no existe
ninguna regla que pueda medir su adecuación con la verdad última que, a
priori, ha sido negada.
Veamos a continuación el comentario de
Merleau-Ponty a estas tesis de Lukács: «lo esencial del pensamiento de Lukács
era poner este sentido total de la historia no en un ‘espíritu del mundo’
mítico, sino a la altura de las condiciones de los proletarios, en un proceso
constatable, verificable, sin un transfondo oculto (...) este sentido no está
definido por completo por ningún objetivo particular, ni siquiera por aquellos
que se propone cada día la política revolucionaria: el sentido de la revolución
es ser revolución, es decir, crítica universal y, en particular, crítica de sí
misma (...) y encaminarse por tanto, a través de una repetida decantación,
hacia una verdad que está siempre por venir; por eso es ‘materialismo
histórico’ pues su misión es reconocer qué era puramente polémico en las
visiones de la historia, y desarrollar un saber verdadero, como la sociedad se
desarrolla en sociedad sin clases» (pp. 262-263). Según Merleau-Ponty, es
precisamente este concepto del devenir de la verdad como núcleo central
de la historia lo que da al marxismo el valor propio y preciso de una filosofía
y lo distingue de los psicologismos e historicismos (cfr. p. 264).
La verdad es un producto de la historia, y por
eso un producto del hombre; por tanto, tenemos que considerar a continuación el
concepto de humanismo, y para ello hay que hacer dialéctico el mismo concepto
de hombre: «lo que a Lukács le molesta del humanismo es que ofrece a nuestra
consideración un ser ya dado. Poner al hombre en lugar de Dios es sólo mover el
absoluto, trasladarlo, ‘negarlo abstractamente’. Se trata más bien de hacer al
absoluto algo fluido, diluirlo en la historia, ‘entenderlo’ como proceso» (p.
264). Este absoluto «fluido» es la clase, que transforma el particular en
universal gracias a la dialéctica: un saber que no esté limitado por ningún
irracional positivo sino sólo por la historia-realidad, aunque ésta es también
un producto de nuestra conciencia y por eso no hemos de obedecerla a ciegas
sino pensarla en la medida en que podamos (cfr. p. 265).
III. La
«Pravda»
El tentativo de Lukács tuvo una pésima acogida por parte de la ortodoxia marxista. El 25 de julio de 1924 la Pravda «le opuso lo que llamaba el abc de la filosofía marxista: la definición de la verdad como ‘acuerdo entre la representación y los objetos que se encuentran fuera de ella’» (p. 267).
Cuando Lukács tuvo noticia de esta crítica, y de todas las que le seguieron, reconoció que parte de los estudios que se recogían en su libro recordaban demasiado al optimismo fácil de los años de la revolución, y que no tenían en cuenta el gran trabajo que se necesitaba para conseguir que la historia exprese aquello que es todavía su sentido. Hoy piensa que esa obra era demasiado «apocalíptica», que tenía el error de postular un espíritu de la revolución que debía aparecer precediendo de modo inmediato a la destrucción del capitalismo (cfr. p. 273). Lukács aceptó las críticas hechas por la Internacional Comunista, y no permitió nunca la republicación del libro: reconoció que el Partido es la medida de todas las producciones del pensamiento y que éstas han de considerarse verdaderas o falsas según se adecúen o no a los dictámenes del Partido (cfr. p. 274).
El intento de Lukács había fallado y por tanto el conflicto entre dialéctica y realismo -según Merleau-Ponty- continúa sin ser superado, tanto más cuanto que aunque el comunismo ruso profese la dialéctica a flor de labios, de hecho, es un sistema que practica un doble juego filosófico: rechaza al sujeto la posibilidad de juzgar la historia y, al mismo tiempo, da a entender que la dialéctica continúa funcionando en las infraestructuras y en el misterioso futuro que éstas preparan (cfr. p. 279). En la filosofía comunista «encontramos un equívoco análogo: por una parte una dialéctica que toma precauciones frente a sí misma y se coloca en el ser, fuera de toda discusión, pero también fuera de utilización; por otra parte encontramos un realismo que se escuda en la dialéctica. En cualquier caso, encontramos un pensamiento a la sombra del cual se desarrolla todo lo demás (...). Se dirá que es difícil entrar en lo positivo y hacer algo, conservando en la dialéctica su ambigüedad. La objección confirma nuestras reservas, ya que equivale a decir que no existe una revolución que se ponga en duda a sí misma. Y, sin embargo, la revolución se acredita precisamente por un programa de crítica continua. En este sentido, el equívoco de la filosofía comunista sería, engrandecido en gran manera, el equívoco mismo de la revolución» (p. 280).
Hay que observar que en esta crítica Merleau-Ponty habla de filosofía comunista, es decir del sistema desarrollado en la Unión Soviética a partir de los postulados de Marx, pero esto no significa que se critiquen esos postulados que, en cualquier caso, se siguen considerando válidos como más adelante se verá.
IV. La dialéctica en acción
Después de analizar el intento lukacsiano y la reacción por parte de la «ortodoxia» comunista, Merleau-Ponty pasa a estudiar un «caso clamoroso» del comunismo soviético: Trotsky. La razón que le mueve a hacerlo es que «nos parece que Trotsky constituye un ejemplo del equilibrio entre el sentido práctico y el sentido dialéctico» (p. 281).
«Trotsky no era un filósofo, y cuando hace de filósofo se atiene al materialismo más banal» (p. 281). En la doctrina trotskysta, el naturalismo es el fundamento más sólido del humanismo: si nuestro pensamiento no es más que «una de las expresiones de la materia en vías de mutación», entonces todo el orden humano recibe la solidez de las cosas naturales, y las exigencias de la personalidad, en su expresión más clásica, pierden su carácter de epifenómenos para resultar componentes del mundo mismo (cfr. p. 281). Resulta interesante comparar por un momento el concepto del hombre de Trotsky con el concepto cristiano. Para Trotsky hay que hacer del hombre una materia pensante para que éste obtenga «la solidez de las cosas naturales». En cambio el cristiano sabe que el hombre tiene un alma inmortal y está llamado a gozar de la visión beatifica de Dios en el cielo para siempre.
Sin embargo -continúa Merleau-Ponty- «cuando Trotsky habla de literatura, de moral o de política, no se encuentran en él estas recaídas en el mecanicismo (...) y siempre tiene, aun de las relaciones dialécticas más complejas, una visión extraordinariamente aguda y elástica» (p. 282). Para ilustrar esta afirmación Merleau-Ponty dice a continuación: «por ejemplo, define con seguridad admirable el realismo revolucionario (...), una política revolucionaria no tiene que elegir a la fuerza entre unos (medios) u otros; como está completamente inmersa en el mundo, no depende de un ideal (...) y sería absurdo pedir para cada medio (que usa) su ‘pequeña etiqueta moral’ (...): en la vida práctica, igual que en el curso de la historia, el fin y los medios cambian continuamente de lugar (...). Para un marxista es, por tanto, moral aquello que contribuye a poner en el poder al proletariado» (pp. 282-283).
Este texto nos parece bastante esclarecedor, tanto para ver la postura de Trotsky como la de Merleau-Ponty: la norma absoluta de moralidad es llevar el proletariado al poder, y es en función de esto como se califican las acciones del marxista. Pero como más adelante se verá en la exposición de la doctrina trotskista, el proletariado se identifica con el Partido, y por tanto es moral aquello que el Partido quiere que sea moral según sus intereses. En definitiva, el proletariado no cuenta, pues más tarde se afirma que sólo es proletariado cuando se identifica con la doctrina del Partido; cualquier disensión con estas directrices supondría un dejar de ser, un «alienarse»: según esta teoría el hombre se realiza cuando se hace clase, cuando abandona su libertad y su responsabilidad personal, cuando en lugar de sujetarse a Dios y cumplir las normas que Dios mismo ha puesto en la naturaleza de las cosas, se somete a unas normas arbitrarias impuestas por el Partido en función de su bien propio, bajo la excusa de llevar el proletariado al poder; es decir, llevar el Partido al poder, pues antes han tenido la precaución de afirmar que él es la encarnación de la clase proletaria.
Pero sigamos con la exposición. Para Trotsky, la razón histórica no es una divinidad que guía la historia desde fuera, es algo semejante a la selección natural (...), concierne a la conciencia de los hombres realizar lo que apenas se encuentra en germen, justificar con los hechos su candidatura y asumir una función directiva en la historia (cfr. p. 284). Lukács atribuía esta función a la clase proletaria, Trotsky la pone en el Partido: «el Partido es la historia voluntaria (...), todo lo que ven los proletarios lo hacen gracias a la iluminación que les da la política del Partido y que ellos adoptan como propia (...). El Partido es todo: para el revolucionario marxista no puede haber contradicción entre la moral personal y los intereses del Partido, pues el Partido abraza en su conciencia las tareas y los fines más altos de la humanidad» (pp. 284-285). Pero no queda todo ahí, Trotsky critica a los ‘socialistas de salón’ que afirman que «la vida privada del hombre, sus relaciones, sus intereses, su moral, están fuera del Partido» (p. 285), y la causa de esto -según Trotsky- no es que tengan una idea más elevada de la moral, sino que -al contrario- tienen una idea mucho más baja del Partido (cfr. p. 285).
Se ha eliminado a Dios y en su lugar se pretende colocar al Partido. Es una consecuencia lógica, pues el hombre tiene naturalmente una necesidad de trascender el mundo para llegar a su Creador: y si se elimina a Dios, esta necesidad insatisfecha ha de trasladarse a otra cosa, que en este caso es el Partido, el cual no es más que un conjunto de hombres que se arrogan un poder absoluto.
El comentario que hace Merleau-Ponty a estas últimas anotaciones de Trotsky es el siguiente: «tesis éstas de gran agudeza, en las que revive una dialéctica concreta y sin mitos» (p. 286).
Pero con la llegada de Stalin, el Partido dejó de ser ese ideal de bondad en que Trotsky lo había convertido, y tuvo que preguntarse si esta «degeneración» era algo esencial e irreversible. Para responder a esta pregunta, comienza afirmando que el Partido, si no en lo que hace, al menos en lo que es; es decir, en aquello que podrá hacer, continúa siendo el Partido del proletariado: lo que hay que hacer, por tanto, es continuar obedeciendo sus mandatos y a la vez continuar defendiendo las propias ideas (cfr. p. 288). Esto es evidentemente contradictorio: o el Partido es verdadero y entonces Trotsky está equivocado, o sucede lo contrario y Trotsky es el Partido. Merleau-Ponty explica de esta forma la situación: «para poder denunciar el proceso de degeneración y sacar las consecuencias, hubiera sido necesario renunciar a poner la dialéctica en las cosas. Ciertamente Trotsky está en contradicción consigo mismo cuando acata las maniobras del Partido sabiendo que falsean la historia. Pero antes de estar en él, la contradicción y el equívoco están en la revolución rusa y, en definitiva, en el realismo de Marx» (p. 292).
Veamos en qué consiste este realismo de que habla Merleau-Ponty: «consiste en afirmar que hay un mecanismo interno de la revolución que la conduce más lejos de lo que las condiciones objetivas ‘medias’ hacían prever (...) (es decir) que además de las condiciones objetivas de la historia y la voluntad de los hombres, existe un tercer orden, el del mecanismo interno de la acción revolucionaria (...) que es el asilo continuo de la historia y la justificación permanente de la voluntad que legitima las sucesivas depuraciones dándoles el sello de la verdad» (p. 294). «Aunque el Partido se equivoque y degenere, aunque esté corrompido por el reflujo revolucionario, el mecanismo interno de la revolución permanente puede en un solo momento reconducirlo al camino recto» (p. 295).
Evidentemente, aunque se nombre la voluntad de los hombres, en realidad ésta no cuenta para nada, el proceso de la historia está ya prefijado por una fuerza oculta de la revolución, que, en modo irreversible, conduce la historia a la sociedad sin clases. Uno se pregunta de dónde le viene a la revolución el poder de arreglar, en un solo momento y como por arte de magia, los desvaríos de los dirigentes del Partido. Trotsky no lo explica, pero evidentemente creía en ello: por eso no podía marcharse por su cuenta del Partido, sino que tenía que ser expulsado; y una vez que sucedió esto, se limitó a reconstruir el bolchevismo fuera de Rusia, con la única diferencia que ahora era él el Partido, era él quien tenía la «verdad» de las cosas.
Merleau-Ponty también crítica esta postura: «El materialismo afirma que la dialéctica reside en la materia social, o sea que el fermento es transportado por una formación histórica existente: el proletariado (...). De aquí nace la idea del proletariado como negación continuada, inmanente al mecanismo interno de la historia (...); (pero) desafortunadamente un gobierno, aunque sea revolucionario; un partido, aunque sea revolucionario, no son una negación. Para entrar a formar parte de la historia es necesario que existan positivamente» (p. 296). Y, por tanto, la conclusión es que el marxismo como revolución permanente es una utopía.
El marxismo comenzó presentando la revolución como un hecho de maduración o madurez; sucesivamente, después de su aparición en los países en los que era ‘prematuro’, racionalizó el advenimiento, ligándolo a una ley del desarrollo desigual: el retraso histórico de un país, que no ha conocido el desarrollo burgués. La presión ejercida sobre él por los países más avanzados, la estructura del régimen semicolonial, el surgir improviso de un proletariado nuevo, acumulaban precisamente en el país las condiciones de una revolución que habría sobrepasado el estadio democrático, y superado la fase burguesa» (p. 299).
V. Sartre y el ultrabolchevismo
Trotsky,
en los últimos años de su vida, decía que el curso de las cosas estaba quizá
por volver a poner en causa la tesis marxista del proletariado como clase
dirigente y la del socialismo como heredero del capitalismo (cfr. p. 302). «Los
comunistas están a mil millas de distancia de hacer esta confesión. Para ellos
cuanto más falla la dialéctica, es más necesario continuar con su uso: la
dialéctica, en efecto, representa el punto de honor, la ‘justificación’ de un
inmenso trabajo técnico en el cual no aparece directamente (...). El sentido
llegará más adelante (...), es una cosa que corresponde a la futura sociedad
comunista. Por el momento lo único que hay que hacer es poner las ‘bases’, con
medios que no se asemejan a su fin más de lo que la paleta del albañil pueda
asemejarse a la obra de construcción que ayuda a erigir (...), (los comunistas)
se dan cuenta del fracaso de la dialéctica, pues en toda circunstancia la
evitan con mucha seguridad. Pero, con el mismo movimiento, la colocan en
el futuro. Es lo mismo no creer en la dialéctica que ponerla en el futuro: pero
es lo mismo sólo para un testigo exterior que mira sólo al presente» (pp.
303-304).
¿Cuál
es la postura de Sartre en estas «Aventuras»? Según Merleau-Ponty, Sartre
cumple la misión de analizar la praxis comunista, pero con la ventaja de que es
un filósofo independiente, sin una ideología que le condicione (cfr. p. 304).
Sin embargo hagamos notar nosotros que cuando Sartre se enfrentó con el
comunismo, tenía ya todo un sistema de pensamiento elaborado, que fue lo que le
permitió adherirse al marxismo sin gran menoscabo de su doctrina anterior (cfr.
Recensión a Sartre, Crítica de la razón dialéctica).
Según
Merleau-Ponty, Sartre justifica a los comunistas más en el plano de la acción
que en el del pensamiento y en el de la filosofía que enseñan (cfr. p. 305); y
esta justificación se ve sobre todo en su obra Los comunistas y la
paz, cuyo análisis permite a Merleau-Ponty hablar de ultrabolchevismo en
Sartre; es decir, aquella fase de la historia «en la que el comunismo no se
justificará con la verdad, la filosofía de la historia y la dialéctica, sino
con su negación. Después tendremos que preguntarnos si, a partir de las
premisas de Sartre, es justo obtener las conclusiones que él obtiene; si estas
condiciones pueden legitimar una forma cualquiera de comunismo; si este
comunismo completamente voluntarístico es defendible, y si, en cambio, no se
hace una idea de la revolución que él mismo hace imposible» (p. 307).
Según
Merleau-Ponty, la toma de postura de Sartre respecto al modo en que el Partido
expresa al proletariado «es semejante al problema de la filosofía cristiana
frente al Cristianismo histórico. Nos preguntamos siempre si para ellos la
religión representa la verdadera filosofía o si es la filosofía la verdad de la
religión (...), o mejor, cómo se puede establecer entre ellas una coexistencia
pacífica, pues, si la verdad está sólo de una parte, la guerra fría continúa»
(p. 308). Esta comparación del autor supone un error de base y es consecuencia
clara de los postulados filosóficos profesados por Merleau-Ponty: sólo si se
elimina a Dios como causa de nuestros conocimientos, tanto en el orden de la fe
(por la revelación) como en el orden natural (al crear todas las cosas y, por
eso, al hacer que las cosas sean, nosotros podemos conocerlas), es
posible establecer este dualismo dialéctico entre fe y razón.
Decíamos
que Sartre estudiaba las relaciones entre Partido y proletariado. En el estudio
de estas relaciones se puede observar cómo el principio de inmanencia está
presente en todo su análisis: las diversas relaciones entre Partido y
proletariado son diversas formulaciones de este principio, y el común
denominador de todas las relaciones viene expresada en esta frase: «el que no
está con el Partido Comunista está contra él» (p. 310), que atribuye al Partido
una prerrogativa -la de Fin último y norma suprema- que sólo compete a Dios: Qui
non est mecum, contra me est (Math., XII, 30).
Según
Merleau-Ponty, «el comunismo no debe ser juzgado, sistematizado, ni conciliado,
con otra cosa que no sea él mismo, pues el comunismo es el único intento serio
de crear de nueva planta una sociedad en la que aquellos que no son nada
resulten hombres, y esta antiphysis como se complace en decir Sartre,
esta empresa heroica, no soporta ninguna especie de condición o restricción
(...), el que no está con el Partido Comunista está contra él» (pp. 308 y 310).
«El militante cree en la revolución o en el Partido como el sujeto moral de
Kant cree en Dios o en la inmortalidad: no ya que en este caso la voluntad se
adhiera a un ser externo, sino, al contrario, porque siendo gratuita, anterior
a cualquier motivo, y pura afirmación de valor, llega a postular en el ser
aquello que necesita para ser operante. No cree nunca en otra cosa que no sea
él mismo» (p. 315).
Por
definición pues, «el Partido es portador del espíritu proletario, porque antes
del Partido no hay proletariado. La llamada confianza de los proletarios, no es
un estado de ánimo o un sentimiento, que podría aumentar o disminuir; está
inscrita en la conciencia de su estado: si existe un proletario, tiene
confianza en el Partido. Es una conciencia que no tiene necesidad de ser
advertida pues está inscrita o implícita en la necesidad del proletariado (que
de por sí no es nada) de tener un Partido si quiere tener existencia histórica»
(pp. 316-317). Así también se entienden las afirmaciones de Sartre, al decir
que «el Partido es un duplicado de la conciencia» (p. 313) y que «el Partido es
la libertad de los proletarios» (p. 318).
Estas
palabras son esclarecedoras respecto a lo que significa el Partido para un
marxista, y nos sirven para poner en su justa dimensión la idea de sociedad
sin clases. Todos los esfuerzos de los dirigentes del Partido van dirigidos
a «crear el proletariado», o lo que es lo mismo, a privar a los individuos de
su personal responsabilidad y libertad; y todo ello, además, pretendiendo que
esta privación sea algo natural al hombre. En definitiva -se nos podría decir-,
esto se hace para que el obrero obtenga una situación más justa. Pero no es
así: es una situación de «cosa» la que le espera; quizá le den alguna
«satisfacción material», pero será al precio de que renuncie a su condición de
persona: en lugar de un asalariado, será un animal doméstico. Sartre nos lo
hace entender: «la resistencia a la acción del Partido no viene nunca por parte
de un proletario: el obrero se descalifica como proletario apenas resiste» (p.
318); «la acción del Partido es toda la existencia del proletariado» (p. 321).
Es decir, si un individuo se resiste a la acción del Partido, por ese mismo
hecho deja de ser; lo único que tiene que hacer es seguir mecánicamente las
consignas que le dan y además hay que tener en cuenta que no hay ningún
criterio externo con el que medir la acción del Partido (cfr. p. 324), y que
«para un marxista, el sentido de los sucesos se encuentra sólo en el Partido»
(p. 325).
«El
hecho, en cuanto es, no lleva consigo su significado: éste es de otro orden, depende
de la conciencia y, precisamente por esta razón, no puede ser ni
justificado ni excluido de los hechos (...). Para Sartre, la toma de conciencia
es un absoluto, determina el sentido y, si se trata de un suceso, en modo
irrevocable» (p. 322). Por eso, «la política del Partido es la única
posible, no porque traduzca rigurosamente en términos actuales los temas de
la política proletaria, sino porque no hay nadie que tenga voz para proponer
otra. Si lo racional, en una historia opaca, es creado por la acción del
Partido, y si tú estás en conflicto con el Partido, que es el único agente
histórico, tanto más si después te elimina, tú históricamente te has
equivocado. Si el Partido tiene razón de ti, también tiene razón contra ti» (p.
339).
La revolución tal como la entiende Sartre, continúa Merleau-Ponty, «está ausente en el sentido en que el marxismo la decía presente; es decir, como ‘mecanismo interno’ de la lucha de clases; y está presente en el sentido en que el marxismo la concebía lejana, es decir como ‘posición de los fines’. El concepto permanente cambia de significado en sus manos (...), es la inquietud permanente de un Partido que trabaja y sufre porque no se apoya en nada, y esto siendo el Partido del proletariado; además, es el primero en vivir en el terror» (p. 341). Esta zozobra es necesaria e inevitable, porque la idea de una verdad del todo es una idea vaga, es una idealización de nuestra perspectiva particular. Lo más que se puede admitir es una especie de acumulación de intenciones que provocan nuestra percepción del todo social y condicionan nuestra acción concreta (cfr. p. 346). Para Sartre no hay una clave o una verdad de la sociedad, pues toda clave sólo expresa una perspectiva personal, más o menos amplia; y estos diversos niveles de la verdad no valen casi nada cuando se trata de decidir; es decir, de juzgar sobre la totalidad» (p. 348). «Apenas se examina el contenido, la realidad histórica se desdobla: cualquier hecho es esto, pero también aquello (...); es ilusorio, para Sartre, tratar de juzgar la historia según su sentido ‘objetivo’: en definitiva, no hay un sentido que sea objetivo, son todos subjetivos o, como se prefiera, todos objetivos. Eso que se llama ‘sentido objetivo’ es el aspecto que toma una de estas elecciones fundamentales a la luz de otra, cuando esta última consigue imponerse» (pp. 349-350).
Este
relativismo total es consecuencia del principio de inmanencia del que Sartre
depende y que condiciona toda su especulación hasta alcanzar esta distorsión de
lo real, que sólo puede explicarse por una opción previa de tipo voluntario que
le lleva a dudar de todo: es la presencia del cogito cartesiano en su
radical voluntariedad: «la lectura decisiva de la historia depende, pues, de
una opción moral», afirma Sartre (p. 350).
También
Merleau-Ponty reconoce la filiación cartesiana de Sartre: «después que se
encuentran frente a frente hombres y cosas (dejemos aparte las bestias, a las
que Sartre, como buen cartesiano, no presta mucha atención)... » (p. 353); «se
reconoce el cogito, es el cogito el que da a la violencia
sartriana su difuminado cartesiano» (p. 364), etc.
Lógicamente
el paso siguiente del inmanentismo sartriano será calificar de «valor burgués»
a la verdad: «los valores de verdad y de razón son los aliados de la burguesía
porque es interés suyo hacer creer que el hombre y el mundo son pensables y por
tanto ya hechos» (p. 353). Parece que Sartre ha relativizado el valor de
cualquier acción del Partido, pero no sucede así, pues «los dirigentes del
Partido ejecutan un verdadero sacerdocio: cualquier cosa que hacen queda
consagrada» (p. 353); porque «el jefe tiene un ‘poder carismático’, vive en el
grupo como la conciencia en el cuerpo» (ibid.). El jefe es el
proletariado a priori o por definición, dado que el proletariado no es
nada y sólo puede ser algo en el Partido (cfr. p. 355). Por eso, aunque «la
historia es acción», la verdad que impone el Partido «es una verdad de
clase. No se puede demostrar con los principios o con los hechos, con la
deducción o con la inducción, pero puede ser legitimada con la dialéctica; es
decir, haciendo que la reconozcan los proletarios» (p. 356).
La
conclusión de Merleau-Ponty es la siguiente: «en el estado actual de nuestros
conocimientos, no hay y quizá no habrá nunca un análisis teórico capaz de
darnos la verdad absoluta de una sociedad (...). Y por esta razón, escapa a la
moral igual que escapa a la ciencia pura. Pertenece al orden de la acción, que
va y viene de una a la otra» (p. 359).
VI. El «acomunismo» de Merleau-Ponty
Con
este título recogemos las últimas páginas del capítulo que el autor dedica a
Sartre y el Epílogo de la obra, pues en ellas expone su propia postura
frente al comunismo, que él mismo denomina como acomunismo.
«Probablemente
no podemos esperar ya del comunismo el acceso del proletariado a la gestión
económica, a la política y a la historia: la sociedad homogénea, en definitiva,
aquello que prometía la dialéctica» (p. 371). Esta «conclusión» que ha
producido el desencanto de Merleau-Ponty nos hace ver la ingenuidad de
su primer acercamiento al comunismo.
A
continuación, el autor expone su crítica al comunismo de Sartre: «El análisis
de Sartre expone al comunismo como algo absolutamente indeterminado (...). El
lector tiene la impresión de que el comunismo es para Sartre algo sagrado» (p.
373). «El proletariado de que habla Sartre no es constatable, pero tampoco
rechazable, no es una cosa viva, no es un fenómeno, es una categoría delegada
en el pensamiento de Sartre para representar la realidad (...): es una
definición y existe sólo en el espíritu de Sartre» (pp. 374 y 376). «Su
simpatía por numerosos aspectos del comunismo es sólo una cuestión de buen
sentido y no implica un juicio sobre todo el conjunto; juicio que, en cambio,
él se reserva expresamente» (p. 378).
Merleau-Ponty
se pregunta si él «puede, sin hacer traición, colocarse en una posición de
abierta separación, para juzgar las formas actuales de una organización
comunista» (p. 379). Y la respuesta para poder hacerlo es que «la regla de no
ser enemigo del P.C. no basta» (p. 379). «Especulativamente no es
contradictorio respetar al Partido Comunista como negación de la historia
burguesa y juzgarlo libremente en aquello que es su acción cotidiana; es más,
las dos cosas se complementan admirablemente, porque no pertenecen al mismo
orden: una pertenece a un objeto mental, el Partido Comunista en cuanto
expresión del proletariado; la otra pertenece a un ser histórico; es decir,
aquel Partido Comunista que quizá no lo expresa. El mismo hombre puede, sin que
por esto sea tachado de inconsecuente, hacerse estas dos representaciones
(...). La simpatía es la acción de aquellos que están en todas partes y en
ningún sitio (...). Si el simpatizante consigue respetar al Partido, aún
juzgándolo, el precio de este equilibrio tan difícil consiste en no mezclarse
en su acción ni en otras, y permanecer mirando a distancia» (p. 382).
Del
análisis que hace Sartre del comunismo, Merleau-Ponty obtiene sólo «una
conclusión agnóstica». Pero, para él, este agnosticismo, «no obstante la
palabra, es una conducta positiva, una tarea (...). Queda por precisar qué
política se podría deducir de él. Aquí decimos solamente que el acomunismo
nos obliga (y es lo único a que nos obliga) a tener una política positiva, a
plantear y resolver los problemas concretos, en lugar de vivir con un ojo fijo
en la URSS y otro en los Estados Unidos (...). Si el derecho a la huelga, la
libertad política, la realización de las promesas hechas a las colonias, pueden
llevarnos al comunismo, hay que correr el riesgo (...), la izquierda no
comunista no es una izquierda que se pronuncia sobre el comunismo y combate con
él a sus enemigos. Para merecer este nombre, debe establecer entre el comunismo
y el resto del mundo un terreno de coexistencia» (pp. 391-392).
Pero
para que este tipo de compromiso sea posible, «es necesario que yo no defina
mis relaciones con el exterior de una vez para siempre, es necesario que deje
de considerar a mis pensamientos y al sentido que yo doy a mi vida como la
fuente absoluta; es necesario que mis criterios, mis decisiones, sean
relativizadas, y que ellos se empeñen también en una prueba que no puede
demostrarlos como verdaderos en modo crucial, pero que sí puede afirmarlos.
Esta praxis es todo lo opuesto a un pragmatismo, pues somete sus principios a
una crítica continua, y busca, si no ser verdadera, al menos no ser falsa»
(p. 403).
El
acomunismo también se justifica sustentándose sobre la noción de
dialéctica, que -según Merleau-Ponty- «no es ni la idea de la acción recíproca,
ni la de la solidaridad entre los contrarios y su superación; ni tampoco es la
idea de un desarrollo que se potencia por sí solo, ni la trascendencia de una
cualidad que sitúa en un orden nuevo un cambio que hasta entonces era
cuantitativo: éstas son sólo consecuencias o aspectos particulares de la
dialéctica. Pero si se toman en sí mismas, o como propiedades del ser, estas
relaciones tienen algo milagroso, extraordinario o paradójico: sólo iluminan
cuando las asumimos en nuestra experiencia concreta, en el punto de unión de un
sujeto con el ser y con otros sujetos. Entonces, entre aquellos contrarios
particulares, en aquella acción recíproca, en aquella relación entre un dentro
y un fuera, entre los elementos de aquella constelación, en aquel futuro, que
no solamente deviene, sino que deviene por sí mismo, hay lugar sin
contradicción y sin magia para que existan relaciones con doble sentido, para
que haya verdades contrarias e inseparables, para superaciones, para una
génesis perpetua, para una pluralidad de niveles y de órdenes» (pp. 410-411).
Por eso la dialéctica no propone una finalidad, sino que sólo propone la
cohesión global primordial de un campo de experiencia en el que todos los
elementos confluyen entre sí (cfr. p. 411).
¿Entonces la dialéctica es un mito? Merleau-Ponty dice que no: «lo que es caduco no es la dialéctica, sino pretender que desemboque en un fin de la historia o en una revolución permanente, en un régimen que, siendo la negación de sí mismo, no tenga necesidad de ser negado desde fuera» (p. 413). Por eso, «si se elimina del todo el concepto de fin de la historia, también se relativiza el concepto de revolución permanente; y es éste el sentido de la revolución permanente: significa que no existe un sistema definitivo; que la revolución es el sistema del desequilibrio, que siempre habrá otras oposiciones que superar, y, por tanto, que siempre será necesaria una oposición dentro de la misma revolución» (p. 413). Merleau-Ponty ha descrito con estas palabras el sentido que tiene la «autocrítica» dentro del sistema marxista llevado a sus últimas consecuencias: no significa una vuelta atrás en los métodos o en los postulados, sino que, por el contrario, es un proceso necesario para evitar la «degeneración» del marxismo. Y esta degeneración se está produciendo sobre todo en el comunismo ruso, al evitar con la fuerza este proceso continuo de crítica o al hacerlo institucional: «las revoluciones son verdaderas como movimientos y falsas como instituciones» (p. 415). Así se comprende la simpatía mostrada por el autor hacia Lukács, pues sería el primero que ha llevado a cabo un intento por hacer esta «autocrítica»; la reacción de la Pravda vendría a ser, en cambio, la muestra del comienzo de la institucionalización de la revolución, que es su propio eclipse (cfr. p. 416).
Todas estas observaciones parecen indicar que el autor es contrario al comunismo ruso. Sin embargo, él afirma que, por el contrario, justifican en parte al comunismo en lo que hace, pues la URSS «debe conservar la ficción del poder proletario, de la democracia directa y del decaimiento del aparato estatal, tanto más enérgicamente cuanto más se aleja de ello» (p. 430).
Ahora bien -según el autor- hay que esclarecer un equívoco con dos vertientes: presentar el comunismo como el heredero del marxismo, y enmascarar los problemas del «mundo libre» bajo el pretexto de la defensa anticomunista (cfr. p. 431). «Por un lado se intenta hacer pasar el comunismo a la sombra de Marx, y por el otro se tratan de eliminar los problemas planteados por Marx con la excusa de la defensa anticomunista (...). Esta situación sólo puede tener fin con el nacimiento de una izquierda no comunista (acomunista)» (p. 432).
«El acomunismo es condición indispensable para el conocimiento de la URSS porque confronta su ideología con lo que conocemos de su realidad; y también es condición de una crítica moderna del capitalismo, pues sólo él propone en términos modernos los problemas de Marx (...). Una toma de conciencia tal, y la acción que ésta exige, es la tarea de la izquierda no comunista, que por tanto no será nunca un compromiso entre las ideologías existentes» (pp. 432-433). En definitiva, lo que el autor dice es que hay que volver a Marx, evitando el comunismo soviético -que sería un intento fallido-, y resolver los problemas que él planteó: pero, en cualquier caso, la doctrina marxista en sí, no se dice aquí por qué, es correcta. Lo más que se dice es, por ejemplo, que «hay, y debe existir una lucha de clases, puesto que existen las clases» (p. 433). Con un razonamiento análogo se justifica la existencia de los movimientos revolucionarios: «la clase proletaria tiene el derecho a hacerse representar, si quiere, por un partido que rechace las reglas del juego democrático, pues este juego le es contrario. El Partido Comunista es y debe ser legal. Y todavía no basta: existen y existirán movimientos revolucionarios que desde el momento en que existen están justificados, pues constituyen la prueba de que la sociedad en que se producen no permite vivir a los proletarios» (p. 433).
En definitiva, lo que nos propone Merleau-Ponty es eliminar cualquier sentido o fin de la historia y caer en un relativismo absoluto al servicio de una concepción económico-materialista del hombre como sociedad.
VALORACIÓN FORMAL Y METODOLÓGICA
En la formación filosófica de Merleau-Ponty han confluido, en modo más o menos directo, la fenomenología de Husserl, el existencialismo y el marxismo, aunados en la búsqueda de un nuevo humanismo a partir de la negación de Dios y de cualquier principio absoluto. El leit-motiv de toda su especulación ha sido: «o Dios o el hombre».
El punto de partida es la afirmación radical del cogito cartesiano, en el que la conciencia no es la advertencia de la presencia del ser, sino que ella exige que el ser se presente siempre como «ser-para-mí»; por eso sólo adquieren categoría de realidad los «otros-yo»: mundo y sociedad de los hombres.
Esta «trascendencia» fenomenológica, que rechaza a priori cualquier intento de trascendencia metafísica, cierra el paso a cualquier criterio absoluto para juzgar la realidad. Así, se convierte a la metafísica en una experiencia fabricada a partir de las situaciones de la historia personal y colectiva, y de las acciones que nosotros transformamos en razón. Por eso, la causa fundamental de su ateísmo es la voluntad de encerrar el ser en el horizonte del hombre que le lleva a concluir que la tarea de la filosofía es dar otro nombre a lo que hasta ahora se ha llamado Dios.
Él acepta la definición de Heidegger del hombre como «ser-en-el-mundo», afirmando además que esencialmente el hombre es un cuerpo consciente, que hace objetivo al mundo y le atribuye la existencia: en el hombre coinciden ser, ser en el mundo y ser de conciencia. Por eso, el concepto de intersubjetividad funda la realidad del hombre y del mundo; y este concepto encuentra su significado más pleno en la relación hablada y en el trato sexual, que queda integrado en la ambigüedad de la existencia como una estructura dialéctica.
El único criterio de acción que admite es, en consecuencia, la praxis, entendida como superación de la dialéctica libertad-situación: pero la praxis no como un criterio absoluto de verdad, pues es la verdad la que viene reducida a praxis, ya que no reposa sobre fundamentos objetivos. Por esto, Merleau-Ponty propone un marxismo libre de dogmas, que tendría el valor de una praxis existencial.
Su rechazo del comunismo ruso se explica entonces porque éste mantiene la existencia de un Absoluto: el Partido; y Merleau-Ponty les dirá: «poner al hombre en lugar de Dios, es sólo transferir el Absoluto» (p. 264), y por razones análogas rechaza también la «nostalgia religiosa» del ateísmo existencialista.
La negación de Dios y de la Verdad absoluta, trae como consecuencia lógica el agnosticismo, que para Merleau-Ponty no implica negación de actividad, sino una conducta «positiva» (cfr. p. 391): en efecto, cualquier acción -aun la más aberrante- viene justificada desde el mismo momento en que nada tiene justificación. Evidentemente, cabe preguntarse dónde encuentra Merleau-Ponty el punto de apoyo de su adhesión al marxismo: en qué lo justifica si no admite ningún criterio objetivo de verdad. Esta pregunta, probablemente, permanecería sin respuesta, o se eludiría con evasivas: «estar de parte del más desfavorecido» (p. 373), o alguna cosa semejante. Estamos de acuerdo con estas “sinrazones” que explican su filiación al marxismo, pues ésta sólo puede justificarse por un acto de la voluntad, que fuerza al intelecto a adoptar una postura que es contraria a la realidad de las cosas.
Las aventuras de la dialéctica, no
tuvo una acogida favorable cuando se publicó. Así, por ejemplo, Raymond Aron (que, por otra
parte, se muestra también bastante agnóstico y admite algunos planteamientos
marxistas) declaraba que «sur 330 pages, on n’en trouverait, je pense, plus
d’une demidouzaine qui permettent au lector non philosophe de profession de
saiçir clairement l’objet de ces analyses subtiles ou l’enjue de ce long débat»
[1].
Como
ya apuntaba Aron, Las aventuras de la dialéctica, están escritas en un
lenguaje difícil y enrevesado. Hasta que no se llega a la p. 412 no se entiende
cuál sea el motivo que ha llevado a Merleau-Ponty a describir esos sucesos:
falta conexión entre los diversos capítulos y se hace difícil dentro de un
mismo capítulo (especialmente en el dedicado a Sartre) obtener una idea clara
de lo que se expone en las obras resumidas y de lo que piensa Merleau-Ponty al
respecto. En algunas ocasiones, se tiene la impresión de que el autor se ha
limitado a “seleccionar” unas fichas de Lukács, Trotsky... y las ha situado una
tras otra sin preocuparse por profundizar en ellas y, mucho menos, por exponer
una crítica que justifique su toma de postura posterior: se ha limitado a pasar
de una isla a otra isla catalogando “resultados” de la dialéctica, que traten
de reafirmar la validez de su propia postura.
Por
otra parte, la exposición de esas doctrinas no aporta nada nuevo. Un ejemplo
patente de esto que acabamos de decir, lo encontramos en el resumen de la obra
de Lukács, Historia y conciencia de clase, y en el capítulo siguiente en
el que se recoge la reacción oficial de la Pravda a esta obra.
Merleau-Ponty se limita a constatar que esta obra fue rechazada por el
«comunismo ortodoxo», y que Lukács aceptó las críticas que le fueron hechas y
no permitió que nunca se volviera a reeditar su obra. Pero no busca las causas
que motivaron tal rechazo. La causa real de la depuración de la obra de Lukács
fue que, de hecho, sus conclusiones coincidían con las que Heidegger había
obtenido en su Ser y tiempo, lo cual significaba la victoria de la
gnosis especulativa heideggeriana sobre la gnosis práctica revolucionaria: y
esta victoria no podía ser admitida por el Partido [2].
Por otra parte, esta «omisión» de Merleau-Ponty cobra especial significado en su caso, pues más adelante afirma que el que un autor «una vez haya pensado una cosa, y hoy piensa otra, es un hecho que no interesa a nadie; pero el camino que ha recorrido, sus razones, el modo en que él mismo ha comprendido lo que le rodeaba, esto es lo que hay que decir al lector» (p. 436). Si lo que Merleau-Ponty considera como fundamental -exponer las razones de la filosofía de un autor- él mismo no lo cumple, no queda más remedio que pensar que todo el libro es un intento frustrado, o que estas “razones” sólo interesa exponerlas en determinadas circunstancias, de acuerdo con algún propósito suyo que, en cualquier caso, permanece oculto.
A primera vista puede parecer que es una obra crítica del comunismo. Pero esto no impide que todas aquellas opiniones que están de acuerdo con la postura de Merleau-Ponty sean justificadas por vía de autoridad: así, la doctrina de Marx es siempre una cuestión incontrovertible aunque se critiquen los «excesos estalinistas»; se califica de «agudeza moral admirable» al relativismo moral de Trotsky que establece que la única norma válida de acción son los intereses del Partido; el mérito de Weber estaría en la idea de que libertad y verdad no eran valores absolutos; Lukács tiene el valor de haber terminado con el Absoluto; Sartre sabe que no hay un sentido objetivo de la historia, «son todos subjetivos o, como se prefiera, son todos objetivos», etc. Afirmaciones todas que el autor da como evidentes, aunque él afirme que no hay nada cierto en la realidad.
Las aventuras de la dialéctica supusieron un cambio de postura ante el comunismo ruso, respecto a lo que Merleau-Ponty había mantenido siete años antes en su obra Humanismo y terror. En 1948, calificaba su propia postura como attentisme marxiste; en 1955 la califica de acommunisme, y el motivo que adujo para justificar este cambio puede resultar sorprendente: el autor afirma que, la causa de que su attentisme se convirtiera en acommunisme, fue la toma de postura que adoptó la URSS en la guerra de Corea, que habría supuesto una especie de traición del proletariado internacional (cfr. pp. 437 y ss.). No parece que sea ésta una razón suficiente de por sí para adoptar una postura ante un sistema que pretende envolver toda la vida de los individuos. De todas formas, si lo que le ha impresionado es que la URSS se haya introducido en los asuntos internos de otro país para tratar de imponer el comunismo, se puede hacer notar que el comunismo no se impuso en Rusia por una vía democrática, ni tampoco en ninguno de los demás países comunistas.
El acomunismo de Merleau-Ponty es un programa político que recogería los problemas planteados por Marx, evitando caer a la vez en los excesos del comunismo soviético. Pero el acomunismo, tal como lo describe Merleau-Ponty, es contradictorio: tal sistema político ha de tener lugar, por definición, en una sociedad que se rija por el parlamentarismo democrático. Pues si la admisión del Partido Comunista en ese juego parlamentario supondría de hecho que el P.C. pondría todos los medios a su disposición para tratar de terminar con el régimen democrático, el acomunismo exige que no se adopte ninguna medida en contra del P.C.; es decir, el acomunismo exige que toda esa sociedad se abandone en manos del comunismo aunque sepa que eso le costará la muerte.
El razonamiento que expone Merleau-Ponty para justificar su doctrina es el siguiente: «existen y existirán movimientos revolucionarios que, desde el mismo momento en que existen, están justificados» (p. 433). Esta afirmación sólo puede explicarse si se tiene la convicción previa de que la doctrina marxista es verdadera, en cuanto radicalmente dialéctica (revolucionaria) y materialista. La pregunta inmediata es ¿de dónde procede esta convicción? No hay respuesta.
VALORACIÓN DE FONDO
«Hay un problema ético en la raíz de nuestras dificultades filosóficas; los hombres somos muy aficionados a buscar la verdad, pero muy reacios a aceptarla. No nos gusta que la evidencia racional nos acorrale, e incluso cuando la verdad está ahí, en su impersonal e imperiosa objetividad, sigue en pie nuestra mayor dificultad: para mí, el someterme a ella a pesar de no ser exclusivamente mía, para usted, el aceptarla aunque no sea exclusivamente suya (...). Los más grandes filósofos son aquellos que no titubean en presencia de la verdad, sino que la dan la bienvenida con estas simples palabras: sí, amén» [3].
El tema central que se repite a lo largo de todos los capítulos de Las aventuras de la dialéctica, es la negación de Dios, Verdad absoluta, y, por consiguiente, también la negación de toda verdad participada: se niega la posibilidad de un conocimiento cierto; se niega la existencia de cualquier norma moral de carácter absoluto, y también es negado cualquier criterio estable que rija la conducta humana ya sea en el campo político, social, familiar, etc. El núcleo a partir del cual se desarrolla esta doctrina es la negación de la realidad del ente como algo que no es puesto -creado- por la conciencia del hombre. Por eso, para hacer una crítica a esta obra, es necesario recomenzar desde el principio; es decir, volver a descubrir la verdad del ser.
En la determinación de esa verdad
-en el cuadro de las diversas filosofías- podemos distinguir tres momentos [4]
escalonados en profundidad: en el primero, que se funda sobre el «aparecer», se tiende a identificar la
realidad con lo que «aparece a nuestros ojos»: es el primer contacto de nuestro
intelecto con el ente; a partir de aquí -en un segundo momento que Fabro ha
llamado óntico- el intelecto, en un grado mayor de
profundización, identifica lo real con la «presencia del ser, con el ser
presente a un sujeto: pero esto no basta y, en la última investigación, se
descubre que el puro aparecer o la presencia del ser no bastan para dar razón
de la realidad del ente. Entonces -y es el momento metafísico- se ve que
es el acto de ser la raíz última de la realidad de las cosas, y se llega a la
noción de ente como id quod habet esse o, mejor aún, id quod finite
participat esse (In de Causis, lect. 6).
Estos
tres momentos son solidarios en sentido ascendente: el «aparecer» del ser, si
permaneciera solo, no gozaría de un principio interno de cohesión: necesita
fundamentarse en el momento óntico (y esta necesidad es inmanente al
mismo aparecer) y, a la vez, el aparecer fundamenta la «presencia del ser». Lo
mismo debe decirse de la relación entre el momento óntico y el momento metafísico,
que es decisivo para la determinación de la verdad del ser y, por tanto,
para la fundamentación última de la verdad.
«Un
historicismo puro se niega a acceder al momento metafísico, pues para eso debe
renunciar al momento óntico (en el sentido de que no se puede conformar
con permanecer anclado en él, debe trascenderlo), porque una estructura que se
impone en el espacio y en el tiempo debe tener un fundamento, gracias a la
trascendencia del aparecer mismo. El rechazo de la trascendencia metafísica
sólo puede surgir de una elección del sujeto por el aparecer del ente» [5].
La
verdad, que depende del ser, no está primero en la inteligencia, sino que per
prius está en la cosa conocida en cuanto que es, y así la verdad de las
criaturas (que tienen un esse participado), participa de la Verdad
primera (que es el Ipsum Esse) y
la suerte de la verdad participada depende por entero de la suerte del ser:
todas las filosofías de la inmanencia que reducen el ser de las cosas al esse
ad aliquid, y más exactamente al esse ad hominem, hacen de la verdad
un criterio subjetivo creado por el hombre.
La
verdad está en la inteligencia en cuanto que ésta afirma ser lo que es y
niega ser lo que no es: en cuanto manifiesta y declara el ser de las cosas.
La inteligencia sólo manifiesta la verdad en la medida en que recibe y se
adecúa al ser de las cosas: así se entiende la afirmación de Santo Tomás de que
la verdad radica más en el ser de la cosa que en su propia quididad, dado que
el principio radical de la actualidad del ente es su actus essendi: sic ergo
entitas rei praecedit rationem veritatis, sed cognitio est quidam veritatis
effectus (De Veritate, q. 1, a. 1): las cosas no son verdaderas porque sean
conocidas, sino que son conocidas en la medida en que son verdaderas: cualquier
conocimiento presupone la existencia de una realidad previa al sujeto que
conoce, que es la que funda ese conocimiento y lo mide, ya que el ser del
efecto depende de su causa y no al revés: la filosofía de la verdad se funda en
la filosofía del ser.
Pretender
hacer de la conciencia del hombre el criterio absoluto de verdad, supone
irremediablemente la intención de eliminar a Dios. Y este es el camino que han
recorrido de modo coherente todas las filosofías derivadas del cogito cartesiano.
La consecuencia es inevitable: el espíritu humano se hace creador del mundo y,
por tanto, creador de sí mismo; Dios queda absorbido por el hombre, y es aniquilado
todo lo que está fuera de la razón humana.
El
materialismo histórico constituye la realización histórica más radical de la
inversión iniciada por Descartes: «Radicalidad tanto más sintomática en cuanto
que su ateísmo brota precisamente de la descomposición y de la denuncia de los
presupuestos gratuitos de los falsos revolucionarios (...). El paso de Hegel a
Feuerbach, que ha señalado el paso decisivo para la expulsión de Dios en el
mundo moderno, no es por eso un hecho esporádico, sino más bien la conclusión
del entero movimiento de una época y el gravitar de una entera civilización y
cultura, como el abrirse de un tronco vacío y corrompido» [6].
El
existencialismo, al que se afilia Merleau-Ponty, lo único que ha hecho es
esforzarse por sacar todas las consecuencias de una posición atea «coherente».
Y en este sentido, no se esfuerza por demostrar que Dios no existe: se da por
supuesto. Eliminado Dios, lo demás llega por sí mismo, si no se tiene miedo a
ser coherente: el relativismo en todos los campos (moral, social, político,
etc.) viene exigido por principio.
«El
cogito de Descartes sugiere a este existencialismo que el pensamiento,
el acto de conciencia, constituye y agota el ser: el cogito de
Husserl pretende mostrar que este ser no es una ‘cosa’. Se trata, nos parece,
como si estos existencialistas quisieran mantener el vacío excavado por la duda
en su radicalidad absoluta; un vacío, por eso, que reduce la conciencia a la
nada y la libera de los gravosos empeños constructivos de que había sido
cargada por el idealismo; aceptando a la vez el principio fenomenológico del
ser como puro aparecer o presentación autodisolvente, este existencialismo
garantiza a la conciencia el conservar su propia nada, no ligarse a nada para
así mantenerse infinitamente abierta al aparecer y fiel a la nada. La
característica, pues, de este ateísmo existencialista es el haber llegado al
término, el no haber dudado frente a las consecuencias y haber aceptado que,
dado que la inmanencia se ha iniciado con la duda como negación radical,
también el ser del hombre -que se reduce a la conciencia en su propio actuarse-
se actúa como negación, según la negatividad intercambiable de sí y del otro.
De este modo, todo acto de conciencia, como puro fenómeno de ser, no sólo es negativo
del ser-otro de la conciencia, según la transposición fenómenológica del
dualismo cartesiano de alma-cuerpo, sino que de rechazo se manifiesta como una
renovada y continua manifestación de la nada de la conciencia que cuanto más se
actúe más se potencia en su nada, que siempre se intensifica más y se hunde en
su nada» [7].
J.M.B.
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internos (del Opus Dei)
[1] ARON,
R.: Marxismes imaginaires, Gallimard, París, 1970, p. 64.
[2] Cfr. Recensión a Marx: Tesis sobre Feuerbach.
[3] GILSON, E.: La unidad de la experiencia filosófica, segunda edición, Rialp, Madrid, 1966, pp. 77-78.
[4] Cfr. FABRO, C.: Dell’essere all’esistente, segunda edición, Morcelliana, Brescia, 1965, pp. 60-61.
[5] Fabro, C.: Op. cit., p. 61.
[6] Fabro, C.: Introduzione all’ateismo moderno, Studium, Roma, 1969, p. 623.
[7] Fabro, C.: Introduzione..., p. 985.