MARX, Karl
(Kritik des
Hegelschen Staatsrechts, en K. Marx‑F. Engels historisch kritische Gesamtausgabe, vol.
I, pp. 410‑553).
(Se cita por la
edición italiana Critica della filosofía hegeliana del diritto pubblico, Editori
Riuniti, 3 a ed. Roma, 1968, 142
pp. La traducción castellana de las citas textuales es nuestra.)
Marx
escribió esta obra probablemente entre 1841 y 1843, después de la Contribución
a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Introducción, que es, en
cierto modo, su preámbulo. No se conserva la obra entera, si es que llegó a
escribirla completa, sino sólo la crítica a los párrafos 261 a 313 de la
filosofía del derecho hegeliana.
Se
trata de una de sus obras juveniles y ciertamente es una de las más técnicas y
complejas. Es una obra filosófica en la que ya están presentes todos los
elementos de su pensamiento, que luego irá desarrollando con detalle hasta
llegar a El Capital. La lectura es difícil y en ocasiones el libro se
vuelve particularmente enmarañado, en parte también por la conocida oscuridad
de los textos de Hegel, que reproduce enteros: «Traduzcamos ahora el párrafo al
alemán», dice Marx en varias ocasiones (p. ej., pp. 17 y 27); de todas maneras,
la machacona repetición de los aspectos claves dejan muy claro el pensamiento
de Marx.
La Crítica consiste en un comentario punto por punto de los párrafos de Hegel; se trata de una exégesis literal de los párrafos de Hegel; se trata de una exégesis literal de la concepción hegeliana del Estado, corrigiéndola desde dentro para conseguir algo que Marx califica de importancia fundamental: la realización práctica (pp. 28, 61, 68, etc.).
De la importancia del libro dentro del marxismo dan buena idea estas palabras de Engels aparecidas en un número de Demokratische Wochenblatt, 21‑VIII‑1869: «Con el estudio de la filosofía del derecho de Hegel, Marx llegó a la conclusión de que no es en el Estado, según Hegel lo presenta como 'corona del edificio' (especulativo o sistema metafísico), sino en la sociedad burguesa tratada por el mismo Hegel con tanto animus de madrastra, donde debe buscarse la clave para entender el proceso del desarrollo histórico de la humanidad.»
En este escrito Marx pone las premisas para su paso del idealismo hegeliano de izquierda al materialismo histórico y a la consiguiente sociología política. Aquí están las bases de la vuelta al revés del sistema hegeliano, que estaba colocado, según Marx, «cabeza abajo». El núcleo de su crítica se refiere a esta inversión de sujeto y predicado que aparece en Hegel, cuya raíz es atribuir,un sujeto al movimiento dialéctico, es decir, hipostatizar la idea. De ese error fundamental se siguen, según Marx, todas las demás contradicciones que él ve en el sistema político expuesto por Hegel: la contradicción política, la contradicción social, la propiedad privada.
Para la exposición y análisis de esta obra se seguirá el siguiente índice:
SITUACION DE LA FILOSOFIA DEL ESTADO EN EL SISTEMA HEGELIANO
I. CONTENIDO DE LA OBRA.
1. El Estado y la constitución política.
a) La mediación de la familia y de la sociedad civil en el desarrollo de la idea del Estado.
b) La constitución política y los fines del Estado.
c) Crítica a la inversión hegeliana de sujeto y predicado: la vuelta al revés.
2. El poder del soberano.
a) Exposición de Hegel.
b) Crítica de Marx: la monarquía es expresión de la alienación política.
c) La democracia es la verdadera soberanía, por ser soberanía popular.
3. El poder del gobierno.
a) Exposición de Hegel.
b) Crítica de Marx: la burocracia es una expresión de la alienación política.
4. El poder legislativo.
a) El progreso de la constitución y la naturaleza del poder legislativo.
b) Los elementos del poder legislativo.
c) La mediación del elemento de clase.
d) Crítica de Marx: el elemento de clase es la síntesis de todas las contradicciones.
e) El concepto del hombre en Marx.
f) El mayorazgo y la crítica a la propiedad privada, considerada como una alienación.
g) La propiedad privada como causa de la alienación política.
h) La cámara de representantes y la crítica a la distinción de clases.
i) Los diputados y su elección por sufragio universal.
II. VALORACIÓN TÉCNICA Y METODOLOGICA.
III. VALORACIÓN DE LAS CONCLUSIONES.
1. La
identificación del sujeto del movimiento dialéctico con el movimiento mismo.
2. La reducción del fin último del hombre al Estado.
3. La reducción de la actividad humana a la política.
4. La absolutización del pueblo.
a) La democracia absoluta.
b) La supresión de la jerarquía.
5. La reducción de la ley a la ley positiva democrática o popular.
SITUACION DE LA FILOSOFIA DEL ESTADO EN EL SISTEMA HEGELIANO [1]
Antes
de pasar a resumir el contenido de la obra de Marx, parece conveniente exponer
algunos rasgos del pensamiento de Hegel, que luego se aplican al Estado. Uno de
los conceptos fundamentales para Hegel es el de mediación [2]: la
realidad atraviesa ―ideal e históricamente― tres estadios sucesivos
o «momentos»: el primero es el de la inmediatez, la apariencia de lo
empírico; este momento se presenta como el más perfecto, pero en realidad es el
más débil e imperfecto; es el momento de la abstracción en el sentido de que se
captan datos aislados y no la totalidad. El segundo momento es el de la
alienación y de la pérdida; en él se atribuye a lo abstracto lo que en realidad
es concreto: se pone ―perdiéndolo― lo infinito en lo finito. El
tercer momento es la mediación perfecta: la recuperación de lo real, de lo
infinito, por la negación de la negación, por la negación de lo finito.
Para
Hegel, la mediación no es sólo una operación particular de la actividad cognoscitiva;
ni el conocer mediato es sólo un modo distinto de conocer, consecuencia del
conocer inmediato, tal como lo concibe la filosofía griega. Hegel concibe la
mediación como forma o estructura constitutiva del pensamiento, que es
mediación, sobre todo, por el hecho de engendrarse a partir del saber de la
experiencia. El conocimiento experimental o empírico es inmediato porque es el
saber de un sujeto, «pensamiento de esto que existe»; este pensamiento actuado
en la inmediatez toma conciencia de sí mismo, penetra el objeto, pensándolo, y
le quita aquella inmediación, entrando en sí mismo y elevándose sobre la
universalidad abstracta de las apariciones de la experiencia; después, en un
momento posterior, el mismo contenido de la experiencia es liberado en el
pensamiento puro, en la pura riqueza de sí mismo. En este proceso descrito, la
mediación es propiamente el segundo momento, negativo o dialéctico, que es un
momento dinámico, el verdadero momento clave. Pero, por otra parte, la
mediación es la misma esencia del proceso del pensamiento en su ponerse como
superación de lo empírico; y, más aún, es la misma esencia del pensamiento como
tal o, por decirlo mejor, de ese pensamiento‑realidad que es el núcleo de
la concepción de Hegel.
La
mediación hegeliana expresa, por tanto, inicialmente, una necesidad inevitable
para quien quiere asumir el pensamiento puro ―o de sí―, que está en
el hombre sólo como momento reflejo; y es también una necesidad inevitable para
quien quiera constituir el pensamiento como proceso absoluto de la
realidad [3].
Complementario
al concepto de mediación es el de circularidad; según éste, el
desarrollo ideal (desarrollo según la idea) de los conceptos no es lineal, sino
circular: vuelve sobre sí, por lo que todo avanzar es un cierto volver al
principio.
Por eso, su
sistema (la construcción filosófica) empieza con la lógica y termina con
ella [4].
Hegel
delinea constantemente la oposición fundamental: de un lado, el individuo; del
otro, el universal. Ambos están separados (escindidos), de modo que ambos son
insuficientes e infelices. Sólo su unión da vida auténtica, realidad, a los dos
elementos. El nexo de lo finito con lo infinito es, por tanto, el problema
fundamental de la filosofía. Y sólo una filosofía que sea dialéctica, esto
es, penetración concreta de la oposición y de la conciliación de las partes de
la vida, puede comprender este nexo. Y puesto que hay una escisión, la
dialéctica será necesariamente triádica, con tres momentos idealmente
sucesivos: unidad originaria (aparente), la escisión (pérdida, alienación) y la
síntesis final.
La
separación, el momento de la alienación, aun siendo un momento negativo, no
debe eliminarse del universo: pues es la fuerza operante que lo mueve todo, y
sin ella, la totalidad permanecería quieta, paralizada, sin posibilidad de
desarrollo.
Con
estos conceptos fundamentales emprende Hegel la construcción de su Sistema, que
comprende tres partes: 1) la lógica, que es la ciencia de la idea en‑sí
y para‑sí; 2) la filosofía de la naturaleza, que es la ciencia de la
idea en su alienarse de sí; 3) la filosofía del espíritu, que es la ciencia de
la idea que de su alienación vuelve en sí.
Antes de pasar a la filosofía del espíritu, expondremos brevemente qué
entiende Hegel por ser‑en‑sí y ser‑para‑sí. Forman
parte del proceso de la autoconciencia, como «momentos» suyos. El en‑sí
es el momento del sujeto ―inmerso en el proceso mismo― que no
se ha dado cuenta todavía de ese proceso de la conciencia; el para‑sí es
el momento real, de la libertad, el momento en que lo implícito se ha
transformado en explícito, lo no‑conocido en conocido: es el momento
último y central ―el superior― de la dialéctica de la
autoconciencia.
La
fenomenología del espíritu expone el proceso de éste. El espíritu es la verdad
y la negación de la naturaleza: verdad, en cuanto recoge y asume la naturaleza
en lo que tiene de infinito; y negación, en cuanto rechaza lo que tiene de
exterior y disperso, de finito; el espíritu es la superación de la naturaleza;
pero atraviesa también tres momentos: el espíritu subjetivo, el espíritu
objetivo y el espíritu absoluto. El momento más alto ―último― de la
dialéctica del espíritu subjetivo se da en el espíritu libre, con el cual el
espíritu se propone de. modo concreto la regla y el objetivo de su actuar; pero
precisamente porque actúa, el espíritu subjetivo «sale» de su pura subjetividad
y entra en el mundo concreto de las relaciones sociales y jurídicas, esto es,
se convierte en el primer «momento» del espíritu objetivo.
La
dialéctica del espíritu objetivo se hace empezando por el derecho «abstracto»,
que es precisamente el derecho del individuo, el derecho privado. La debilidad
de este derecho se manifiesta en su represión por la pena, en su negación por
el castigo: se produce así el desequilibrio, la escisión: es la moralidad, segundo
momento de la dialéctica del espíritu objetivo [5]. Sólo
a través de la eticidad ―donde el hombre no ve ya el deber como
una imposición, sino como la realización de sus mismos derechos― puede
realizar el hombre su mundo objetivo. Así, mientras la característica del
primer momento (el de la moralidad) era la coacción y la obligación, la
característica del segundo momento (el de la eticidad) es la confianza, esto
es, la relación espontánea hacia sus semejantes. La dialéctica de la eticidad
tiene tres formas fundamentales: familia, sociedad y Estado, esto es, las
concretas uniones del individuo singular con los otros individuos.
La
constitución del Estado realiza así el ideal ―propio de Hegel― de
una ética «positiva», esto es, de una ética no cristalizada en leyes abstractas
(es decir, privadas, individuales, finitas), sino concretas y articuladas en un
sistema orgánico, que expresa, por tanto, el alma y la verdadera naturaleza de cada
pueblo. Así, el «espíritu del pueblo» se convierte en el verdadero actor de la
historia. Bajo este punto de vista, introduce Hegel la historia universal, que
le permitirá pasar al momento del «espíritu absoluto», cuando el espíritu
objetivo adquiere la aspiración al universal.
El
espíritu absoluto tiene también tres formas o momentos: el arte, la religión y
la filosofía (Lógica), que es el culmen del espíritu absoluto. Este es el Sistema
hegeliano construido con el método dialéctico.
Los
textos comentados por Marx en esta obra se refieren sólo a la filosofía del
Estado y precisamente a la primera parte de la sección III de la «Moralidad
objetiva. El Estado. A) El derecho político interno», en sus tres
subdivisiones: a) el poder soberano, b) el poder de gobierno, c) el poder
legislativo.
La
filosofía del derecho público en Hegel es el desarrollo de la dialéctica de la
eticidad. En ella se presenta el desarrollo del Estado a partir del individuo,
a partir del espíritu objetivo que sale del momento de la moralidad. La
mediación entre individuo y Estado corresponde a la familia y a la sociedad
civil, consideradas esferas privadas y que, por tanto, representan el momento
del en‑sí, que debe ser superado. La superación es el Estado, que
es en‑sí y para‑sí, y momento superior de esta
dialéctica. Familia y sociedad, por tanto, no tienen, según Hegel, valor por sí
mismas, sino sólo en cuanto se dirigen y subordinan al Estado (que es su fin
inmanente); por eso se dirigen necesariamente al Estado, que es la
necesidad externa de ambas esferas.
En
consecuencia, Hegel presenta todas las instituciones públicas (constitución,
monarquía, gobierno, administración pública, cámaras legislativas, senadores y
diputados, elecciones, etc.) al servicio de esa mediación: su función es unir lo
universal a lo particular en la síntesis superadora de ambos. Síntesis que será
superadora del individuo (individuo singular, familia, asociaciones y
corporaciones privadas, empresas y la misma sociedad civil en general, esto es,
en cuanto privada todavía de la «forma» política o estatal), porque lo saca de
su finitud privada; superadora del Estado, por cuanto lo saca de su infinitud
desencarnada, separada de lo finito, de su «infinitud limitada». Así, el
monarca será la individuación del Estado en una persona física, la soberanía de
lo universal encarnada en un hombre concreto. El gobierno y la administración
pública será la unión del interés y de la gestión estatal a las personas
singulares; esta unión es accidental, externa, y se diferencia de la unión
esencial, per se, que se da en el monarca. El poder legislativo será la
unión de la masa de la sociedad civil al universal que se determina y pone en
la constitución.
De este modo, la política toda aparece como la acción mediadora que saca al espíritu objetivo de su en‑sí privado y finito y lo convierte en la infinitud en‑sí y para‑sí del Estado. Por eso, siendo riguroso con este planteamiento, debe concluir que toda actividad que no sea política no es mediadora y, por tanto, se opone al proceso del espíritu, que tiende a pasar de espíritu objetivo a espíritu absoluto a través del Estado. Sin embargo, la construcción de Hegel ―y ésta es una de las críticas que le hace Marx― no tiene ese rigor conclusivo y no llega hasta las últimas consecuencias, sino que se queda a medias, esto es, admite «formas» y actividades sociales que carecen de contenido político.
Hegel
no considera suficiente la mediación de las instituciones públicas, en cuanto
que son externas al individuo y en cuanto constituyen sólo un elemento de la
dialéctica. Necesita otro elemento, y para eso pone el sentimiento del Estado,
que tienen todos los individuos y que les lleva a trabajar por el Estado, a
participar en las instituciones políticas, en una palabra, a secundar el
proceso dialéctico. Este sentimiento, por darse en el espíritu individual y
privado, es inestable y necesita ser educado y garantizado. La educación de
este sentimiento «patriótico» se consigue con la «educación ética y de
pensamiento»; la garantía, con la remuneración económica justa.
El
trasfondo económico en que se resuelve toda la política según la concepción
marxista está ya insinuado en Hegel. Hegel dice que el sentimiento patriótico
no es suficiente de por sí para trabajar por el Estado, el cual debe contar con
algo necesario; este algo necesario, que impele necesariamente a trabajar por
el Estado, es la posesión de la tierra, en el caso del mayorazgo (de los
lores); y es el sueldo, en el caso de los funcionarios públicos, que corrige su
inclinación a usar del asunto e interés estatal en beneficio propio. Hegel
reduce todos los servicios que el ciudadano debe al Estado a la prestación
económica: al impuesto. Da varias razones: que el dinero es el valor general de
las cosas y de los servicios; que es lo que más fácilmente puede medirse para
repartir equitativamente las cargas; que es lo universal de la riqueza; y
otras. El mismo Marx le acusa en todas estas ocasiones de materialismo craso,
burdo: «todo y sólo dinero» (p. 72). Pero el verdadero sentido de su reproche
es el de haberse quedado también a medias, en un materialismo chato, que él
―Marx― supera, reduciendo todo radicalmente a la conciencia
sensible, a los medios de producción, etc.
a) La mediación de la familia y de la
sociedad civil en el desarrollo de la idea del Estado
El libro empieza con las relaciones entre el Estado y las esferas del
derecho privado ―familia y sociedad civil―. De una parte, dice
Hegel (§ 261), el Estado es la necesidad externa (de las dos esferas privadas);
de otra parte, es su mismo fin inmanente.
Esta relación es una mediación: «la idea real, el espíritu, que
se escinde a sí mismo en las dos esferas ideales de su concepto ―la
familia y la sociedad civil―, poniéndose en ellas como finitud, para ser,
partiendo de su idealidad, espíritu real por sí infinito, asigna a éstas
(esferas) la materia de esta finita realidad suya ―los individuos en cuanto
multitud―, de modo que en el singular esta asignación aparece medida por
las circunstancias, el arbitrio y la propia elección de su determinación» (§
262, p. 17). Hegel está exponiendo la dialéctica del espíritu objetivo, esto
es, del espíritu subjetivo que «sale de sí»; por tanto, la «materia» de este
proceso dialéctico son «los individuos en cuanto multitud», que son
considerados «finita realidad» de la idea precisamente en cuanto son
individuos, en cuanto no son el universal. La familia y la sociedad civil son
«momentos» de este proceso dialéctico, pero momentos ideales, es decir, todavía
no superados por la mediación; o lo que es lo mismo, en su terminología,
«abstractos» por cuanto no han alcanzado la concreción de lo real de la idea.
Las dos esferas proceden del espíritu real (Estado), y la mediación de ellas se
hace por las circunstancias, el arbitrio y la propia elección.
Marx comienza criticando la deducción hegeliana de la familia y de la
sociedad civil a partir del Estado. Tiene lugar aquí, dice, un cambio
entre la realidad de los sujetos determinados y la idealidad del predicado
universal: el predicado (la idea) es hipostasiado como sujeto, mientras que los
reales sujetos (familia, sociedad civil) son convertidos en determinaciones
derivadas e inesenciales, en predicado de lo que debía ser su predicado (la
universalidad) [6]. Pero
al mismo tiempo, dice Marx, el contenido sigue siendo el de la realidad
empírica (de la inmediatez) y el movimiento o proceso se actúa siempre a favor
de ese contenido, que se daba ya antes, como presupuesto. Es decir, las reales
instituciones políticas del Estado prusiano: monarquía hereditaria, mayorazgo,
senadores por derecho de nacimiento, etc. (realidad empírica), son presentadas
como un resultado del desarrollo de la idea, consagradas y transfiguradas bajo
el signo de la «necesidad universal» (cfr. § 261), sin ninguna justificación
real y autónoma, y sin que este carácter de eterna espiritualidad venga
alcanzado por medio del esfuerzo por adecuarse al ideal: lo ideal ha sido
presupuesto y sirve para enmascarar lo empírico; lo empírico, elevado al rango
de especulación trae como resultado rebajar la especulación a una mera sanción
de lo empírico.
Si la mediación se
hace por medio de las circunstancias, comenta Marx, se trata de una mediación
ajena a la materia mediada, y, por tanto, no es verdadera mediación, sino
simple «fenómeno», pura apariencia. Por tanto, concluye Marx, la verdadera
mediación la hace la idea consigo misma: Hegel ha convertido la idea en sujeto.
«La relación real de la familia y de la sociedad civil con el Estado es
entendida como actividad interna e imaginaria del Estado.» En cambio, dice
Marx: «Familia y sociedad civil son los presupuestos del Estado, son ellos los
verdaderamente activos. Pero en la especulación (hegeliana) sucede al revés:
mientras la idea es transformada en sujeto, los sujetos reales ―la
familia, la sociedad civil, las circunstancias, el arbitrio, etc.―
devienen momentos objetivos de la idea, irreales, alegóricos» (p. 18).
Según
Marx, si la mediación del en‑sí al para‑sí fuera
real, no debiera conservarse la realidad empírica. Y, sin embargo, en Hegel se
conserva y presenta «como si obrara según un principio determinado y por una
intención determinada» (p. 17). En realidad, el error de Hegel, concluye, es
considerar como efecto de la idea lo que ya está en la realidad: considerar
como resultado al Estado «tal y como existe ya en el conjunto de los miembros
de la familia y de la sociedad civil» (p. 19). Termina su comentario diciendo:
«En este párrafo está depositado todo el misterio de la filosofía del derecho y
de la filosofía hegeliana en general» (ibídem).
El
paso de la familia y de la sociedad civil al Estado se hace, según Hegel (§§
266 y 267), cuando el espíritu de estas esferas ―que es en‑sí
el espíritu del Estado― se relaciona también consigo mismo y, como
interioridad suya, llega a ser real por‑sí: «es la necesidad en la
idealidad», dice Hegel; «es la idea dentro de sí misma», dice Marx.
Marx
comenta que este paso no explica lo específico del proceso dialéctico, porque
no explica cómo se desarrolla su contenido específico. «No se explica cómo el
sentimiento familiar, el sentimiento social, la institución familiar y las
instituciones sociales como tales se relacionan con el sentimiento político y
la constitución política, y coinciden con ellos» (p. 21). Este paso, en Hegel,
no se deriva de la esencia específica de la familia y de la esencia específica
del Estado, continúa Marx, sino sólo de la relación universal entre necesidad y
libertad. Marx considera el paso dialéctico formalmente correcto, aunque al revés:
lo que le falta es el contenido. «Es exactamente el mismo paso que en la Lógica
se efectúa de la esfera del ser a la esfera del concepto. El mismo paso que se
hace ―en la Filosofía de la Naturaleza― de la naturaleza inorgánica
a la vida. Son siempre las mismas categorías, que animan bien una esfera, bien
otra. Lo que importa a Hegel es encontrar, para las determinaciones singulares
concretas, las correspondientes determinaciones abstractas» (p. 20).
Conviene
recordar aquí la «identidad dialéctica» entre contenido y forma, propia del
pensamiento hegeliano: el contenido del proceso es el proceso mismo. La única
realidad es el movimiento dialéctico y en él se identifica lo que progresa con
el progreso mismo. En la lógica, el proceso del pensamiento es su mismo
contenido. En la política, piensa Marx, debe suceder lo mismo: la forma
política debe tener siempre contenido político, y el contenido político debe
tener siempre forma política, y el desarrollo de la forma política debe ser a
la vez el desarrollo del contenido político. Pero Hegel, dice, se preocupa sólo
del desarrollo de la forma, sin atender al desarrollo del contenido: hace que
el contenido político esté ya todo dado en la idea‑sujeto y que no se
desarrolle.
b) La constitución política y los fines del
Estado
La
constitución política es el organismo del Estado. Hegel dice que «es el
desarrollo de la idea en sus distinciones y en su realidad objetiva» (§ 269).
Marx dice que las distinciones no son resultado del desarrollo de la idea (que
Hegel toma siempre como sujeto), sino al revés: la idea se desarrolla a partir
de las distinciones reales. «Hegel habla de la idea como de un sujeto, de la
idea que se desarrolla en sus distinciones. Además de la inversión de sujeto y
predicado, se produce aquí la impresión de que se trata de una idea distinta al
organismo» (p. 22); esto es, da la impresión de que la idea ―el
Estado― es distinta del conjunto de las instituciones del Estado, cuando
en realidad ―piensa Marx― debieran ser lo mismo.
Según
él, a Hegel le sigue faltando en su exposición el contenido específico de la
constitución política: «Las mismas frases podrían aplicarse al organismo
animal. ¿En qué se distingue el organismo animal del organismo político? En
esta determinación general no se revela» (p. 22). Y Hegel no podrá revelarlo
nunca, porque no hay posibilidad de llegar a la determinación del organismo
estatal o constitución política a partir de la idea general de organismo. Es
preciso, insiste Marx, que atienda al contenido específico (p. 24).
El
fin del Estado «es el interés general en cuanto tal, que incluye en su
sustancia la conservación de los intereses particulares» (Hegel, § 270). Esta
conservación de los intereses particulares, dice Hegel, es sólo la abstracta
realidad del Estado, y al mismo tiempo es su necesidad, en cuanto que
necesariamente debe escindirse en las distinciones conceptuales de su
actividad, que son las determinaciones reales y estables de poderes (ibídem).
Marx acepta que el interés general en cuanto tal sea el fin del Estado: «sin
este fin, el Estado no es real (...). Este fin como ser es el elemento de
consistencia del Estado» (p. 26). Pero no acepta esa necesidad de distinguir en
actividades distintas, porque en ese caso el Estado ya no podría considerarse
como una simple realidad ―la realidad―, sino sólo como una
actividad parcial y distinta de las demás (cfr. p. 26).
La
sustancialidad del Estado ―dice Hegel (§ 270)― «es el espíritu que
se sabe y se quiere en cuanto mediado por la forma de la cultura. Por eso, el
Estado sabe lo que quiere, y lo sabe en su universalidad, como cosa pensada;
obra y actúa según fines conocidos, según principios conocidos y según leyes
que lo son no sólo en‑sí, sino también para la conciencia ... »
Marx critica que el espíritu cultivado, consciente de sí, sea el sujeto y
fundamento del Estado (p. 27); porque entonces el interés general se convierte
en contenido de ese espíritu cultivado y la realización de ese contenido la
alcanza el espíritu «que sabe y se quiere» sólo en cuanto es actividad
distinta, es decir, existencia de poderes distintos y articulados, con lo cual
se recae en los elementos empíricos aislados y abstractos. «Hegel convierte en
sujeto la realidad abstracta, la necesidad, la sustancialidad, es decir, las
categorías lógico abstractas. (...). Y a fin de cuentas, no dice que el
espíritu cultivado es la sustancialidad, sino al contrario: la sustancialidad
es el espíritu cultivado. El espíritu se convierte en predicado de su
predicado» (p. 27).
Para
Hegel, la constitución interna por sí (el Estado) se escinde en tres
distinciones sustanciales: «el poder de determinar el universal y de
establecerlo: el poder legislativo; la asunción de las esferas particulares y
de los casos singulares bajo el universal: el poder gubernativo (o ejecutivo);
la subjetividad, en cuanto última decisión del querer: el poder del soberano,
en el que los diversos poderes son recogidos en una unidad individual que es,
por tanto, el culmen y el principio de la totalidad: la monarquía tradicional»
(§ 273).
c) Crítica a la inversión hegeliana de
sujeto y predicado: la vuelta al revés
Marx
acusa repetidamente a Hegel de «misticismo lógico, panteísta» (p. 18), de
«teologismo» (p. 59). Su objeción fundamental es la hipostatización de la
idea que constantemente hace Hegel, la inversión de sujeto y predicado.
«Lo notable de Hegel es que por todas partes hace de la idea el sujeto, y el
sujeto propiamente dicho, el sentimiento político, lo convierte en predicado»
(p. 21). «Del sujeto de la idea hace un producto, un predicado de la idea. El
no desarrolla su pensamiento según el objeto, sino que, al revés, desarrolla el
objeto según un pensamiento en sí predispuesto, y que ha sido predispuesto en
la esfera abstracta de la lógica» (p. 25).
De
ahí se sigue una constante escisión ―alienación― que tiene su
origen en esa primera «antinomia no resuelta» (p. 67). A lo largo de todo el
libro, Marx irá señalando cómo esa inversión produce y confirma la separación
entre sociedad civil y sociedad política, entre ciudadano civil y ciudadano
político o del Estado. «Si se hubiera partido del espíritu real, el fin general
hubiera sido su contenido y los diversos poderes hubieran sido su modo de
realizarse, su existencia real o material, cuya determinación debía sacarse
precisamente de la naturaleza de ese objetivo. Pero como se ha partido de la
idea o sustancia, en cuanto sujeto o ente real, el sujeto rea aparece sólo como
el último predicado del abstracto predicado» (p. 27).
Marx
atribuye a la preocupación «lógica» de Hegel la causa de este error
fundamental, en el que «está depositado todo el misterio de la filosofía
hegeliana en general» (p. 19). Según él, a Hegel no le interesa la filosofía
del derecho, la constitución del Estado, sino la lógica, su construcción
filosófica. «No que el pensamiento tome cuerpo en las determinaciones
políticas, sino que las existentes determinaciones políticas se volatilicen en
pensamientos abstractos: ése es su trabajo filosófico. Lo que constituye el
momento filosófico (hegeliano) no es la lógica de la cosa, sino la cosa de la
lógica; la lógica no sirve para probar el Estado, sino que el Estado sirve para
probar la lógica» (p. 28).
Haciendo un inciso, es interesante notar un aspecto de fondo en esta
declaración de Marx: lo verdaderamente importante es «hacer que el pensamiento
tome cuerpo»; esto es lo que Hegel no hace, y ése es el reproche más hondo de
Marx. El «misticismo» hegeliano consiste en eso: en no cambiar la realidad,
sino en justificarla y sancionarla con abstractos razonamientos (p. 51). «Esta
falta de crítica, este misticismo, es el enigma de las modernas constituciones
políticas.... y es también el misterio de la filosofía hegeliana, de la
filosofía del derecho y de la religión en primer lugar» (p. 97).
Hegel no escapa a la acusación de «mala conciencia» (p. 92) por esta
falta de crítica, que Marx repetidas veces califica de «inconsecuencia». «Es un
modo (el de Hegel) acrítico, místico, de interpretar la antigua concepción del
mundo en el sentido de la moderna; (un modo) en el que la primera (concepción)
se convierte en algo infelizmente híbrido, en el que la forma engaña al
significado, y el significado la forma» (p. 97).
Para
liberarse de esta ilusión, «el mejor modo es tomar el significado por aquello
que es, por la determinación propiamente dicha, y convertirlo como tal en
sujeto; luego, confróntese si el sujeto presunto es su real predicado y si éste
representa su esencia y su verdadera realización» (ibídem).
Hegel,
en cambio, quiere conservar las cosas tal como están. A propósito del origen de
la constitución había dicho (§ 274): «La constitución de un determinado pueblo
depende, en general, del modo y de la formación de su autoconciencia; en ella
está su libertad subjetiva, y con esto, la realidad de la constitución... Todo
pueblo tiene, por tanto, la constitución que le es conforme y que le conviene»
(p. 30). Comentando ese punto, Marx califica a Hegel de «sofista», porque de lo
dicho por él sólo se deduce que el Estado en el que «modo y forma de
autoconciencia» y «constitución política» se contradigan, no es un verdadero
Estado; y en cambio, debería concluirse la exigencia de una constitución «que
tenga en sí misma la determinación y el principio de progresar con la
conciencia, de progresar con el nombre real, lo cual es posible sólo cuando el
hombre ha llegado a ser el principio de la constitución» (p. 30).
Haciendo
de nuevo un breve inciso, se debe señalar este elemento decisivo del
pensamiento marxista: lo real y verdadero es sólo el hombre, y el hombre real
―para Marx― es precisamente el hombre social. El ateísmo fundante
de Marx y su destrucción de la religión como primera condición encuentran en
este libro expresiones clarísimas. A propósito del origen de la soberanía y de
la constitución, planteará el dilema en toda su crudeza: «O Dios es el
soberano, o es el hombre el soberano. Una de las dos es una falsedad, aunque se
trate de una falsedad existente» (p. 40). La opción marxista es patente: no hay
ni debe ni puede haber ningún principio ajeno al hombre; no al hombre como
individuo, sino al hombre social, el real y verdadero hombre, que se pone y
desarrolla como hombre total. Desde esta perspectiva, se entiende que acuse a
Hegel de «teologizar».
Según
Marx, Hegel no ha sabido desarrollar la existencia del hombre, desde que nace
hasta que llega a ser hombre social, esto es, del hombre político, hasta que se
convierte en ciudadano del Estado; no ha sabido hacer que el hombre llegue a
ser, a partir de su nacimiento empírico, todo lo que debe llegar a ser. Hegel
ha preferido que la idea del Estado nazca inmediatamente, que nazca a la
existencia con el nacimiento del príncipe, que esté ya en la existencia con las
presentes instituciones políticas: «No se gana de este modo ningún contenido:
ha recibido una forma filosófica, un certificado filosófico» (p. 51).
¿Cuál
es entonces el mérito que Marx reconoce a Hegel? «Hegel ha emprendido el
camino justo, pero lo ha tomado al revés [7]. Lo
más sencillo se ha convertido en lo más complejo, y lo más complejo en lo más
sencillo. Lo que debía ser el punto de partida se convierte en el resultado
místico; y lo que debía ser resultado racional se convierte en místico punto de
partida» (p. 52).
De
esta manera la alienación, según Marx, es inevitable: porque si las
determinaciones políticas recaen en la masa de los hombres a partir de un
sujeto exterior que tiene la propiedad en exclusiva del contenido político,
entonces unos hombres serán familia y sociedad civil ―ciudadanos
civiles―, mientras que otros serán ciudadanos del Estado, hombres
políticos. Es la alienación política, que Marx desarrollará en la crítica a la
exposición hegeliana de los tres poderes, y que luego fundamentará en la
alienación económica ―causada por la propiedad privada― como raíz
de la anterior.
Una
observación última, antes de pasar a los capítulos siguientes, sobre el alcance
de la crítica de Marx: ésta no se pierde en aspectos de detalle ni se limita
sólo al «sistema político» construido por Hegel. Es una crítica a todo el
Sistema. Aprovecha su método ―la mediación dialéctica, el
camino―, pero lo aplica al revés de como lo había usado Hegel.
Marx
critica la estructuración hegeliana del movimiento dialéctico demostrando que,
dada la presuposición del Absoluto inmediato (del Sujeto‑Sustancia ideal
que tiende a volver en sí de su alienación), los tres momentos de la dialéctica
configuran un esquema de movimiento paradójica e irrealmente invertido; y eso
es así precisamente porque la alienación no presenta la realidad de las
condiciones humanas alienadas (en la religión y en la política
fundamentalmente), sino un ficticio y «abstracto» ponerse fuera de sí del
Sujeto absoluto. En consecuencia, la vuelta en sí (la recuperación de lo
alienado fuera de sí), en vez de ser la superación de la alienación real, es,
al contrario, su sanción y confirmación.
De
todas maneras, reconoce a Hegel el mérito de «haber proporcionado los elementos
de la crítica», especialmente a través del concepto de alienación‑recuperación,
del cual Marx se servirá para estructurar una dialéctica sustancialmente
distinta a la hegeliana.
a) Exposición de Hegel
El
poder del soberano contiene en sí los tres elementos de la totalidad, esto es,
los tres poderes en que se dirige el Estado. En el soberano se da la decisión
última, como autodeterminación, «a la cual vuelve todo otro momento y de la
cual toma cada uno el comienzo de la realidad. Este absoluto determinarse
constituye el principio distintivo del soberano como tal» (§ 275).
Los
deberes y poderes del Estado son propios del soberano en cuanto elementos
esenciales al mismo; en cambio, a los demás individuos, estos deberes y poderes
se les unen de manera exterior y accidental, por cuanto no los ejercitan según
su inmediata personalidad, sino según la cualidad universal y objetiva (§ 277).
A
este párrafo comenta Marx que, evidentemente, los asuntos del Estado «están
ligados a individuos, pero no a individuos físicos, sino al individuo político,
a la cualidad que tiene el individuo de ser miembro del Estado» (p. 32). Por
eso, concluye, esa unión no puede ser externa y accidental, ya que todo hombre
es esencialmente individuo político. «(Hegel) olvida que la esencia de la
persona particular no es su barba, su sangre, su físico abstracto, sino su
cualidad social, y que los asuntos estatales, etc., no son más que modos de
existencia y actividad de las cualidades sociales del hombre» (ibídem).
Hegel
sigue diciendo que «la soberanía existe sólo como subjetividad cierta en sí
misma» (§ 279), porque «la subjetividad existe en su verdad sólo como sujeto,
la personalidad sólo como persona». Por tanto, «este momento absolutamente
decisivo de la totalidad no es la individualidad en general, sino un individuo,
el monarca»; él «es la personalidad del Estado» su certeza de sí mismo», es «la
soberanía personificada» (ibídem). No se trata, sin embargo, de la
individualidad, sino de un individuo. Esta individualidad inmediata del
monarca se determina por el nacimiento; y esta determinación hereditaria no es
natural, sino organización de la voluntad racional (§ 280). Irónicamente, Marx
comenta que «el cuerpo del monarca determina su dignidad» (p. 45), y que la
actividad sexual es la más importante del soberano (p. 52). En el fondo
―dice― Hegel «está demostrando lo racional con lo irracional» (p.
45).
El
contenido de esta soberanía ―sigue exponiendo Hegel es el «yo quiero»,
que decide y empieza toda acción y realidad, evitando la ponderación de motivos
que no hacen sino oscilar de aquí a allá (§ 279). Precisamente la majestad del
monarca consiste en «lo inconmovible de su arbitrio» (§ 281), que está por
encima de las veleidades de la opinión y de la lucha por el poder, etc. Por
eso, el monarca está por encima de toda responsabilidad por los actos de gobierno,
de los que deben responder sólo sus ministros (§ 284). Marx, irónicamente,
llamará al monarca así descrito: «Su majestad el acaso» (p. 47), puesto que se
basa en el nacimiento y en su arbitrio, dos acasos «irracionales». Y no tendrá
tampoco inconveniente en llamarle «irresponsable», puesto que no responde de
sus actos: «la constitución de la monarquía hereditaria es la
irresponsabilidad» (p. 50).
Hegel
termina este punto (§ 286) diciendo que la garantía del poder del soberano
consiste precisamente en que tiene su realidad separada de los otros dos
momentos (de los otros dos poderes de la constitución). Marx observa justamente
que eso es vaciar de contenido a los otros dos poderes: o el poder del soberano
es igual a los otros dos poderes, y en ese caso no es inamovible ni
inalterable, o los otros dos son pura ficción. La conclusión es que, en el
fondo, «Hegel suprime con tal determinación 'la soberanía nata'» (pp. 49‑50),
esto es, suprime la monarquía aunque aparentemente la sostenga.
b) Crítica de Marx: la monarquía es
expresión de la alienación política
Marx
empieza por acusarle una vez más de haber cambiado el predicado por el sujeto.
«Una particular, empírica existencia (...) es concebida, a diferencia de las
otras, como existencia de la idea. Produce una profunda impresión mística ver
puesta por la idea una particular y empírica existencia, y encontrar en todos
los grados una encarnación de Dios» (pp. 51‑52).
Por
no haber tomado como punto de partida los sujetos reales que son base del
Estado, sigue diciendo Marx, Hegel se ve obligado a subjetivizar el Estado,
encarnándolo en un individuo, y hace que «la personalidad del Estado sea real
sólo como una persona, el monarca» (p. 38). En los demás casos, Hegel «no
reconoce como lo más concreto esta realización de la persona; y, sin embargo,
el Estado tiene el privilegio de que en él (en el monarca), el momento del
concepto que es la individualidad llega a ser una mística existencia (p. 39).
La
oposición de lo particular a lo universal, de la individualidad a la totalidad
―dice Marx―, la resuelve Hegel consagrando lo particular como
universal en el individuo, en el monarca, que es «la subjetividad cierta de sí
misma» (p. 33) Según él, ese razonamiento no es correcto: «Así, puesto que la
subjetividad es real sólo como sujeto, y puesto que todo sujeto es real sólo en
cuanto uno, la personalidad del Estado es real sólo en cuanto es una persona.
Bonita conclusión Hegel podría haber concluido igualmente: puesto que el hombre
singular es una unidad, el género humano es sólo un único hombre» (p. 38).
La
encarnación de la idea en un individuo ―dice Marx― es fruto sólo
del dualismo hegeliano, «que no considera al universal como la efectiva esencia
del real finito (esto es, del existente determinado), que no considera al ente
real como al verdadero sujeto del infinito» (p. 35). Por eso, «una persona-idea
es ciertamente derivable sólo de la imaginación, pero no del entendimiento» (p.
39).
Por
todo ello, la concepción del príncipe constitucional es la expresión más aguda de
la alienación política. «Aquí está expresada en su más alta contradicción la
separación de la persona política y de la persona real, de la persona formal y
de la persona material, de la general y de la individual, del hombre y del
hombre social» (p. 123): por un lado, el monarca es la idea del Estado,
la majestad del Estado, la soberanía, y lo es además en cuanto persona; pero,
por otro, no es más que una mera imaginación, pues ni como persona ni como
príncipe tiene poder alguno o actividad real, ya que el verdadero soberano es
el pueblo, como se verá a continuación.
c) La democracia es la verdadera soberanía
por ser soberanía popular
Marx
comenta que Hegel une el particular y el universal en la persona del monarca,
cuando en realidad la verdadera unidad de ambos se da en la democracia, que «es
primeramente la verdadera unidad del universal y del particular» (p. 42).
Hegel
había dicho que la soberanía del monarca «tiene simplemente inicio en sí» (§
279): no es algo deducido, ni siquiera fundado en la autoridad divina
―aunque esta última explicación, observa Marx, sería más acertada―,
sino algo que se da con total incondicionamiento. Para Hegel, la soberanía no
puede deducirse del pueblo, y, por tanto, «la soberanía puede llamarse popular
sólo en el sentido de que un pueblo en general sea exteriormente algo autónomo
y constituya un Estado propio» (§ 279).
Marx
responde que el monarca «es soberano en cuanto representa la unidad del pueblo;
él mismo es sólo el representante, el símbolo de la soberanía popular. La
soberanía del pueblo no es por medio de él, sino al contrario, él es a través
de la soberanía del pueblo» (p. 39).
Para
Marx no tiene sentido que Hegel conceda que la soberanía puede estar también en
el pueblo: «Como si el pueblo no fuese el Estado real. El Estado es una
abstracción. Sólo el pueblo es lo concreto» (p. 40). Según Marx, el origen de
la soberanía está sólo en el pueblo; no hay más opción que poner la soberanía
en el monarca o en el pueblo, en Dios o en el hombre (p. 40).
La
disyuntiva que Marx plantea aquí merece un comentario. Lo que él plantea es la
opción sobre el verdadero sujeto del proceso dialéctico. De acuerdo con su
concepto de circularidad, Hegel admite un sujeto que está ya al principio del
proceso y que después del proceso se recupera a sí mismo: es el espíritu, que
se mueve siendo en‑sí distinto del movimiento mismo. Este espíritu‑sujeto,
o idea‑sujeto, de algún modo trasciende al proceso mismo, en cuanto se
distingue y no coincide con él. Esta concepción hegeliana ―básica―
le parece a Marx insostenible y le acusa constantemente de hipostasiar la
idea; Hegel yerra, porque en realidad proceso y sujeto coinciden. Para Marx, el
contenido del proceso es el proceso mismo; no hay ser que funde la verdad y el
bien, sino devenir, un hacerse dialéctico; no hay un sujeto del cual se
parta y al cual se vuelva. Marx prescinde de todo punto de referencia absoluta.
Nótese ya la oposición diametral a la verdad cristiana, en la que todas las
creaturas proceden de Dios, que es su Principio, y a El vuelven, de diversos
modos, como a su Fin.
La
concepción marxista debe verse sólo según las categorías hegelianas, y,
ciertamente, entonces es incompatible con la de Hegel. Es en ese contexto
inmanentista en el que ¿debe verse la opción planteada por Marx: o Dios o el
hombre. En este dilema, Dios está considerado como el sujeto en el que Hegel
hipostatiza la idea, distinguiéndola así del proceso dialéctico. Y el hombre es
entendido, no como ser de naturaleza racional, sino como proceso y contenido de
toda la realidad cuyo origen es exclusivamente la conciencia sensible.
Entendido de esa manera, según las categorías de Marx, el dilema está bien
planteado y ―por decirlo así― no tiene más solución que la dada por
Marx: «O Dios es el soberano, o el hombre es el soberano. Una de las dos es una
falsedad, aunque se trate de una falsedad existente.» La falsedad existente es
la alienación: religiosa, filosófica, política. La radicalización de la
dialéctica, al ser considerada como esencia de la realidad, no puede desembocar
más que en la negación de todo lo que trascienda el proceso de la
autoconciencia, que a su vez no puede ser entendida sino como conciencia
sensible. Es la radicalización marxista, que reduce todo a la conciencia y ésta
a la conciencia sensible; que reduce todo al hombre, y el hombre a la materia.
«... el esfuerzo capital de la filosofía moderna (...) ha consistido y sigue
consistiendo en esencializar más y más el punto de partida, en hacerlo más
radical, más independiente, más absoluto: ya porque continuamente se ven
residuos de 'realismo' en los diferentes sistemas propuestos, ya porque de
alguna manera se advierte la íntima precariedad de lo que he llamado el
absoluto relativo. Se trata de llegar al comienzo absolutamente primero del
filosofar, mediante la reducción a la ausencia absoluta de presupuestos, y el
conveniente establecimiento de acceso a los distintos planos del conocer: el
comienzo del comienzo, la posibilidad pura, la reflexión total, el inicio del
inicio o el regreso fundamental» [8].
Pero
la disyuntiva planteada por Marx es válida sólo en el sistema de la inmanencia.
En la realidad las cosas no son tal como él las plantea, y el dilema Dios o
el hombre no es correcto. No lo es, porque el hombre no puede existir sin
Dios, que es su causa. Y elegir Dios, esto es, amar a Dios ―como el
cristiano le ama: ex toto corde―, lleva consigo también amar a los
demás ―«Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39) y amar al mundo,
porque las creaturas todas fueron hechas por Dios, el mundo lo hizo El, y vio
que era bueno (Gén 1,31). Y, por otro lado, amar al hombre y amar a las
creaturas lleva a amar a Dios, a elegir a Dios, que se nos manifiesta en ellas.
Sin
embargo, cabe amar al hombre y a las creaturas sin trascender al amor de Dios;
cabe quedarse en las creaturas y no elegir a Dios. Es la posibilidad que
permite a Marx plantear su dilema. Pero entonces esa opción se expresa mejor
con las palabras de Cristo: Nemo potest duobus dominis servire... Non
potestis Deo servire et mammonne» 6,24). Si el hombre elige las riquezas,
se pierde para Dios: es la alienación de quienes ambulant in vanitate
sensus sui, tenebris obscuratum habentes intellectum, alienati a vita Dei (Eph 4,18)
y han reducido el hombre a la materia.
Hegel
había dicho que «el pueblo sin su monarca y sin la estructura necesaria e
inmediatamente unido a esto... es masa informe, que ya no es Estado» (§ 279).
Marx califica esa afirmación de «tautología» y dice que la «democracia es la
verdad de la monarquía, la monarquía no es la verdad de la democracia» (p. 41).
La monarquía no puede ser concebida por sí misma, la democracia, en cambio, sí.
«La democracia es el genus de la constitución. La monarquía es una
especie, y una especia mala. La democracia es contenido y forma. La monarquía
'debe' ser sólo forma, pero de hecho altera el contenido» (p. 41).
¿Por
qué la democracia, según la concibe Marx, es forma y contenido a la vez? Porque
en ella la constitución aparece como la autodeterminación del pueblo. Por eso,
dice, en la democracia el principio formal es al mismo tiempo principio
material; en cambio, todas las demás «formas» políticas son sólo una cierta
forma «abstracta» y particular de Estado, en la medida que no recogen todo el
contenido popular, social, que debe tener la constitución.
En
la democracia, «la constitución es no sólo en‑sí, según la
esencia, sino también según la existencia, según la realidad; y es reconocida
continuamente a su real fundamento, al hombre real, al pueblo real, y puesta
como obra propia de éste. La constitución aparece como lo que es, un producto
libre del hombre» (p. 41).
De
aquí resulta la unión estrecha entre el concepto de democracia en Marx y su
concepto de hombre: no se entiende el uno sin el otro, y ambos son peculiares.
Según
Marx, el hombre empieza a ser hombre real y verdadero en la democracia,
precisamente porque empieza a ser hombre social, y empieza a serlo en la medida
en que es sólo y todo para el hombre. «El hombre no existe por la ley, sino que
la ley existe por el hombre, es 'existencia' humana, mientras que en las otras
formas políticas el hombre es existencia legal. Esta es la diferencia
fundamental de la democracia» (p. 42). Nótese cómo la radical ruptura con todo
lo que no provenga del hombre (de la conciencia, del pensamiento humano en
definitiva, y de su actuación por la práctica) lleva en Marx al concepto de
democracia y a su correspondiente de hombre social, como el único sentido y
término del hombre en cuanto tal. «De la misma manera que no es la religión la
que crea al hombre, sino que es el hombre quien crea la religión, así no es la
constitución quien crea el pueblo, sino el pueblo quien crea la constitución»
(pp. 41‑42).
Marx
dice que Hegel se había equivocado porque partía del Estado y hacía del hombre
el Estado subjetivado, cuando en realidad es al revés: la democracia parte del
hombre y hace del Estado el hombre objetivado. Y a continuación hace una
valoración de los diversos regímenes políticos. Marx juzga que en la monarquía,
la república, la aristocracia, «el hombre político tiene su peculiar existencia
al lado del hombre no político, del hombre privado» (p. 42). La propiedad, el
contrato, el matrimonio, la sociedad civil, en Hegel, aparecen como modos de
existencia particular junto al Estado político; no hacen sino manifestar una
división: el ser del Estado quita el ser privado; es la alienación. Según
él, todo el proceso histórico de los Estados antiguos al Estado moderno no ha
conseguido lo más difícil: «formar el Estado político, la constitución, a
partir de los diversos momentos de la vida del pueblo» (p. 43); la constitución
se desarrolló hasta ahora como la razón universal enfrentada a las otras
esferas, más allá de ellas. «El trabajo histórico consiste en su
reivindicación; pero las esferas privadas no son conscientes de que su ser
privado cae con la trascendencia de la constitución (...), y que el ser
trascendente del Estado no es otra cosa que la afirmación de su propia
alienación. La constitución política fue hasta ahora la esfera religiosa, la
religión de la vida del pueblo, el cielo de su universalidad respecto a la
existencia terrestre de su realidad» (p. 43). Nótese el constante paralelismo
que Marx hace entre religión y filosofía hegeliana, entre religión y política
hegeliana. La razón de esto debe buscarse en el concepto marxista de religión
como algo exclusivamente ficticio, ajeno al verdadero hombre, y que debe, por
tanto, ser suprimido. Del mismo modo, para él, la filosofía y la política
presentadas por Hegel no sólo son falsas, sino alienantes, ajenas al hombre
verdadero ―aquí está el paralelismo―, y deben también ser suprimidas
para que el hombre alcance su verdadero término, que Marx pone en el hombre
social. Que la religión sea el punto de referencia, lo explica en otros
lugares: «La miseria religiosa es, por un lado, la expresión de la miseria
real, y, por otro, la protesta contra la miseria real» (Contribución a la
crítica de la filosofía del derecho de Hegel, p. 488), y con
palabras más claras: «La crítica de la religión es el fundamento de toda
crítica» (ibídem).
Marx
termina el comentario al § 279 ―verdadero núcleo de este capítulo―
con una consideración histórica, a la luz de sus principios, que reviste cierto
interés: «La vida política en el sentido moderno es el 'escolasticismo' de la
vida del pueblo. La monarquía es la expresión cumplida de esta alienación. La república
es la negación de la misma dentro de su propia esfera (...). El Medievo era la
democracia de la i‑libertad» (p. 43). Sobre esta concepción de la
historia se volverá más adelante, al hablar del concepto del hombre en Marx.
a) Exposición de Hegel
Empieza
Hegel diciendo que «de la decisión se distinguen la ejecución y la aplicación
de las decisiones del soberano, y en general, la prosecución de lo ya decidido,
de las leyes, de las disposiciones, de las instituciones existentes para fines
comunes, etc.» (§ 287). Es el poder gobernativo, que incluye también el poder
judicial y el poder de policía.
Al
gobierno corresponde cuidar el interés del Estado, que es universal en‑sí
y por‑sí. De los demás intereses comunes que no pertenecen al
universal en‑sí y por‑sí, cuidan y administran las
corporaciones de la comunidad y de los otros oficios y estados [9], por
medio de sus magistrados, administradores, etc. (§ 288). Estos intereses
comunes están subordinados al más alto interés del Estado, pues son propiedad
privada e interés de esferas (¿empresas?) privadas. De este modo el gobierno se
convierte en la sede del conflicto entre el interés universal y los intereses
comunes que no entran dentro del interés estatal, de manera semejante a «como,
la sociedad civil es el campo de batalla del interés de todos contra todos» (§
289).
La
misión de cuidar el interés general del Estado corresponde a los delegados del
poder gubernativo. La adjudicación de los distintos trabajos en que se resuelve
el poder gubernativo (§ 290) se hace desde arriba: «La conjunción de individuo
y cargo ―como dos lados uno hacia el otro, en relación siempre
accidental― corresponde al poder del príncipe en cuanto poder decisivo y
soberano» (§§ 291 y 292).
Hegel
señala que en este vínculo a un cargo oficial encuentra el individuo «el poder
y la satisfacción adecuada a su particularidad, y la liberación de su situación
externa y de otras dependencias de influencias subjetivas» (§ 294). Según
Hegel, la situación del individuo es externa cuando no está unida al interés
general; y ya que el individuo no se realiza hasta que se une al interés
estatal, por eso se encuentra en necesidad externa con respecto al Estado. Este
servicio público exige el sacrificio de la satisfacción autónoma y discrecional
de los fines e intereses subjetivos. En él se encuentra la unión del interés
particular y del interés general, que constituye el concepto y la estabilidad
interna del Estado (§ 294).
La
unión al cargo público suprime la necesidad externa, y así encuentra
satisfacción la necesidad particular; en esa unión al poder general del Estado
encuentran defensa los funcionarios contra el lado subjetivo (pasiones
privadas, afán de lucro) (§ 294).
Este
sacrificio de la particularidad subjetiva es posible por el sentimiento del
Estado que se da en cada individuo. «Este es el secreto del patriotismo de
las ciudadanos: que reconocen en el Estado su sustancia, porque conserva sus
esferas particulares, su derecho y su autoridad, su bienestar» (§ 289).
Hegel
habla de la responsabilidad de las autoridades, por una parte, y por otra, del
derecho de la comunidad y de las asociaciones, como el medio para evitar los
abusos de poder (§ 295).
Sin
embargo, el sentimiento interno del Estado no basta, y se requiere la
«educación ética y de pensamiento» del individuo para conseguir efectivamente la
grandeza del Estado, de modo que los lazos familiares y privados se debiliten y
desaparezcan. «En la ocupación de los grandes intereses existentes en el gran
Estado desaparecen para‑sí estos lados subjetivos y se produce el
hábito de los intereses, puntos de vista y negocios generales» (§ 296).
El
último párrafo de este capítulo está dedicado al «estado (stand) medio»,
constituido por estos funcionarios del Estado (Staat) y por los miembros
del gobierno, «en el cual se encuentran la inteligencia educada y la conciencia
jurídica de la masa de un pueblo» (§ 296). Las instituciones de la soberanía y
los derechos de las corporaciones evitan que el estado medio se convierta en
una aristocracia, pero «es la columna basilar del Estado» (ibídem).
b) Crítica de Marx: la burocracia es una
expresiónde la alienación política
Marx califica de «superficial» la exposición hegeliana; «puesto que ha reivindicado de la esfera civil el poder judicial y el poder policial, el poder del gobierno no es más que la administración, que Hegel desarrolla como burocracia» (p. 57). Por eso, su análisis se centra en la burocracia presentada por Hegel, que Marx llama «formalismo de Estado de la sociedad civil», «ilusión de Estado», que encubre «la imaginaria generalidad del interés particular, para que no se descubra la particularidad del interés general» (p. 59).
En el fondo, observa, la burocracia no es sino una corporación más, una sociedad cerrada y particular: la de los funcionarios del Estado. Se presenta como la portadora del interés general, cuando de hecho en ella «la identidad del interés estatal y del objetivo privado particular está puesta de tal manera, que el interés estatal se convierte en un fin privado particular frente a los demás intereses privados» (p. 61). La burocracia posee privadamente el interés general. «La burocracia posee la esencia del Estado, la esencia espiritual de la sociedad: ésa es su propiedad privada» (p. 60). Por eso, la burocracia ahoga al verdadero Estado y es su traición consumada e institucionalizada: «La burocracia tiene un objetivo que va precisamente contra el Estado» (p. 59). Marx se pregunta cuál es la raíz de esta concepción hegeliana de la burocracia, y vuelve de nuevo a su crítica de fondo: el error hegeliano está en considerar las diversas y separadas existencias empíricas (familia, sociedad civil) como determinaciones inmediatas de la voluntad (que es, según Hegel, la que existe como universal y la que es verdadero sujeto). De aquí se sigue la separación entre «hombre de familia» y «ciudadano», entre sociedad civil y Estado (pp. 54‑55); Hegel toma como punto de partida la separación entre Estado y sociedad civil, la separación entre los intereses particulares y el universal que es en-sí y por‑sí, y funda la burocracia sobre esta separación» (p. 58).
La inversión de sujeto y predicado trae consigo que la mediación del sujeto, al alienarse en las concretas circunstancias individuales, deje fuera el contenido de estas alienaciones reales. De nuevo la mediación es ficticia, aparente: «La burocracia es un tejido de ilusiones prácticas, es la ilusión del Estado. El espíritu burócrata es hasta la médula un espíritu jesuítico, teológico. Los burócratas son los jesuitas del Estado, los teólogos del Estado. La burocracia es la republique prétre» (p. 59).
Según Marx, la solución está en poner como sujeto al verdadero sujeto. «La superación de la burocracia sólo es posible si el interés general se convierte realmente en interés particular; y eso es posible sólo si el interés particular llega a ser realmente el interés universal» (p. 61).
La designación de los funcionarios da ocasión a que Marx señale cómo es posible esta superación de la burocracia en la práctica. Tal como Hegel los presenta ―dice Marx―, los funcionarios no son delegados de la sociedad civil, sino contra la sociedad civil; con ellos se consuma la separación entre Estado y sociedad civil, pues se les confía la gestión general en las esferas privadas. Por medio de la burocracia, «el Estado no reside en la sociedad civil: la roza apenas con sus delegados». Es la alienación política.
En lugar de superar la alienación política ―a juicio de Marx―, Hegel la confirma y la hace inamovible: porque las instituciones del Estado ―que son instrumento de su administración― van contra la sociedad civil. En efecto, la elección de los administradores del Estado ―hecha en parte por las asociaciones particulares y en parte por la autoridad superior― es una «investidura», es «una acomodación, una transacción, una confesión del dualismo no resuelto; ella misma es un dualismo, una mezcla» (p. 62).
Hegel no puede decir
―sigue criticando Marx― que esa separación se supere por el hecho
de que todo ciudadano pueda llegar a ser funcionario estatal. La unión al cargo
público no suprime la necesidad externa ni la opresión externa del Estado sobre
el ciudadano. Marx piensa que «no se trata de la posibilidad de cualquier
ciudadano de dedicarse a la clase general como a un estado (stand) particular,
sino de la capacidad de la clase general de ser el Estado (Staat) realmente
general, esto es, el estado (stand) de todo ciudadano. Pero Hegel parte
del presupuesto de lo seudogeneral, del estado general ilusorio, de la generalidad particular de Estado» (p.
63). Con estas palabras, Marx ha introducido ya, sin desarrollarla todavía, su
doctrina sobre el proletariado, que es esa clase general a la que alude; a
continuación se refiere a la oposición irreductible de esa clase con el Estado
concebido por Hegel. «La identidad construida por Hegel entre sociedad civil y
Estado es la identidad entre dos ejércitos enemigos, donde cada soldado tiene
la posibilidad de convertirse en miembro del ejército contrario por deserción.»
Nótese la irreductibilidad del planteamiento marxista, apoyado constantemente
en una oposición dialéctica que debe resolverse sólo en un sentido (cfr. p.
40).
Hegel
había hablado del examen que deben sufrir los funcionarios antes de
incorporarse al cargo (§ 294). Marx dice de ese examen que «no es sino una
formalidad masónica, el reconocimiento legal de la ciencia cívica como
privilegio» (p. 63). Sin saber el arte del zapatero, comenta, se puede ser buen
ciudadano, un hombre social; el examen es superfluo, pues la necesaria ciencia
administrativa a la que Hegel se refiere «es una condición sin la cual se
viviría en el Estado, fuera del Estado, separados de sí, del aire que se
respira» (p. 63). Nótese de nuevo la concepción exclusivamente social y
política del hombre que mueve todo el pensamiento de Marx.
Marx
critica también la concepción hegeliana de la autoridad jerárquica como medio
de protección contra los abusos de poder. La califica de ser ella misma un
abuso, «el abuso capital», la amenaza que aplasta el rencor: «el mal mayor
sofocar al menor» (p. 65). En definitiva, esta represión no es más que la
manifestación de esa irresuelta alienación política, que la burocracia confirma
y sanciona. Precisamente la misma burocracia se apoya en la represión y en el
conflicto: «El conflicto. El no resuelto conflicto entre burocracia y corporación.
La lucha, la posibilidad de la lucha es la garantía contra el desastre» (p.
65).
Marx hace otras
consideraciones de tono menor sobre el secreto y el misterio que envuelven a la
burocracia, enemiga de la opinión pública; sobre la obediencia pasiva y el
servilismo («idolatría de la autoridad», p. 59); sobre el mecanicismo de su
trabajo (impregnado de «formas fijas, de tradiciones fijas», (p. 59); sobre el
afán de hacer carrera; en definitiva critica el «craso materialismo» de los
burócratas (ibídem).
Termina
dando su juicio sobre el valor de la construcción hegeliana: «todo se resuelve
en el examen y en el plan de los funcionarios», la burocracia es «rutina
administrativa, horizonte de una esfera limitada» (p. 66).
a) El
progreso de la constitución y la naturaleza del poder legislativo
Hegel
establece de esta manera la naturaleza del poder legislativo: «El poder
legislativo concierne a las leyes como tales, en cuanto éstas necesitan de una
continua determinación ulterior; y concierne también a los asuntos internos que
según su contenido sean del todo generales» (§ 298). A continuación se refiere
a la relación existente entre poder legislativo y constitución: «Este poder es
también una parte de la constitución, que le es presupuesta y que, por tanto, en‑sí
y por‑sí se encuentra fuera de la determinación del poder
legislativo aunque, por otra parte, consigue su ulterior desarrollo en el
continuo progreso de las leyes y en el carácter progresivo de los asuntos
generales del gobierno» (ibídem).
Marx
plantea la cuestión de si es antes la constitución o el poder legislativo. De
un lado, parece que la constitución es anterior al poder legislativo, pues está
fuera de él; pero, por otra parte, es modificada por ese poder. «La
constitución no se ha hecho a sí misma. Las leyes (...) han debido ser hechas.
Hay que admitir que existe o ha existido un poder legislativo antes de
la constitución y fuera de la constitución. Es preciso que exista un poder
legislativo fuera del poder legislativo, real, empírico, dado. Pero, responderá
Hegel, ¿presuponemos un Estado existente?» (p. 67). La antinomia planteada por
Marx es clara: el poder legislativo es el poder de organizar el universal, de
dar la constitución, y, por tanto, está por encima de ésta; pero a la vez es un
poder constitucional, comprendido en ella, y ―la constitución es ley para
él. «El poder legislativo es poder legislativo sólo en la constitución, y la
constitución estaría hors dé loi si estuviera fuera del poder
legislativo. Viola la colisión... ¿Cómo resuelve Hegel esta antinomia?» (p.
67). Nótese que el planteamiento de ambos autores está presuponiendo un origen
exclusivamente humano de la ley: es el poder legislativo quien hace
radicalmente las leyes y la constitución.
Marx
dice que Hegel resuelve este dilema materialmente, pero no formalmente: acepta
la modificación de la constitución en su contenido material por un poder
legislativo que no tiene formalidad para hacerlo, y de esta manera no revuelve
la cuestión, sino que la agrava, poniendo más de manifiesto la contradicción
íntima; Hegel no afronta formalmente el progreso de la constitución, y por eso,
en su sistema, «la constitución es, según la ley, según la ilusión; pero en
realidad, según la verdad, deviene. Es por definición invariable, pero
en realidad se modifica: sólo que esta modificación pasa inadvertida» (p. 68).
Pero
así ―continúa Marx― la modificación de la constitución presentada
por Hegel tiene que ser progresiva, lenta, y, por tanto, operativa sólo en
casos particulares. Ciertamente, constituciones enteras se han modificado poco
a poco, a medida que han nacido nuevas necesidades y el antiguo estado de cosas
se ha arruinado; pero para una nueva constitución ha sido siempre necesaria una
revolución formal (p. 69). Parece que Marx en este punto sea riguroso sólo a
medias, pues admitiendo la posibilidad de cambio lento en algunos casos, no se
ve por qué deba rechazarla en otros. Sin embargo, es coherente consigo mismo,
porque se está refiriendo a una nueva constitución, radicalmente
distinta a la anterior, y que él mismo expondrá a continuación. En el fondo de
su razonamiento está de nuevo la inversión de sujeto y predicado que, según él,
construye Hegel y que debe ser superada: esto exige invertir el sujeto por el
predicado (cfr. p. 97), y no puede hacerse paulatinamente porque es un cambio
radical: debe haber un vuelco, un momento violento, «es necesaria siempre la
revolución formal».
«La
categoría de la transición progresiva es, en primer lugar, falsa
históricamente, y en segundo lugar, no explica nada» (p. 69). Es una transición
falsa, «irracional», que no cambia nada, porque en ella el hombre (como Marx lo
concibe) no interviene, no es el principio responsable y consciente del cambio,
sino que sufre el cambio de modo' inconsciente y violento. La consideración
histórica ―según sus criterios― confirma a Marx en esta idea: el
poder gobernativo ha hecho sólo en pequeñas modificaciones «revoluciones
reaccionarias» (p. 69); en cambio, el pueblo (también el poder legislativo,
cuando ha sido representante del pueblo) ha reformado las constituciones. Marx
se refiere expresamente a la Revolución francesa (cfr. p. 69).
Marx
resuelve la antinomia hegeliana poniendo al pueblo como principio de la
constitución, sin ninguna otra dependencia externa. Es necesario, dice, «que el
progreso sea el principio de la constitución; que el real apoyo de la
constitución, el pueblo, sea el principio de la constitución. Y entonces, el
mismo progreso es la constitución» (p. 69). Otros modos de entender la
constitución le parecen contradictorios y causas ―como en el caso de
Hegel― de una doble oposición: entre constitución y poder legislativo, y
entre poder legislativo y poder gubernativo (ibídem).
b) Los elementos del poder legislativo
Hegel dice que los
dos «momentos» del poder legislativo son: el monárquico y el elemento de los
estados (§ 300) [10].
Marx no está de acuerdo con esto, porque entonces resulta que los dos poderes
anteriores ―el del soberano y el del gobierno― son también poder
legislativo, con lo cual este tercer poder queda vacío de contenido. Y en
definitiva, concluye, lo único que es verdaderamente poder legislativo es el elemento
de los estados (o elemento de clase, como a veces también le llama) (p.
74).
Marx
se refiere de nuevo al error hegeliano de invertir sujeto y predicado, que le
lleva a «separar contenido y forma, el ser en‑sí y el ser por‑sí,
y a dejar que este último, como momento formal, se añada exteriormente» (p.
75). Si los dos poderes anteriores son también poder legislativo, entonces el
contenido de ese poder existe ya, terminado, sin su forma; y a la vez, en Hegel
resulta que la forma (legislativa) no tiene su verdadero contenido.
La
consecuencia que Marx saca es la siguiente: «el elemento de clase es la
existencia ilusoria de los asuntos del Estado como asuntos del pueblo» (p. 75),
«el elemento de clase es la ilusión política de la sociedad civil» (ibídem).
Según
Marx, Hegel ha construido un elemento de clase que en realidad es una
delegación de la sociedad civil ante el Estado, al cual se opone en cuanto es
«los muchos» (p. 74). «Así como los burócratas eran delegados del Estado ante
la sociedad civil, así los estados (el elemento de clase) son delegados de la
sociedad civil ante el Estado» (p. 79).
c) La mediación del elemento de clase
Hegel
presenta el elemento de los estados como órganos de mediación entre el Estado y
el pueblo, en cuanto están constituidos por las esferas particulares y actúan
ante la general (§ 302). Lo propio de ellos es mediar: dejan de ser abstractos
cuando se convierten en mediadores, porque existen esencialmente como momentos
de mediación (§ 304).
Marx
no considera posible esta mediación porque la separación que ha puesto Hegel
entre Estado y sociedad civil es insalvable, y la mediación presentada no pasa
de ser una apariencia: «es el medio entre el hierro y la madera» (p. 98).
Hegel
postula esa mediación ―comenta Marx― por haber atribuido el
contenido del universal (lo político en cuanto tal) no a su verdadero sujeto y
forma (la multitud empírica de la sociedad civil), sino a un sujeto abstracto
(el monarca y el gobierno); obrando así, ha creado una escisión insuperable
entre individuo empírico y sujeto político, que trata en vano de superar con la
mediación de «unos pocos» asociados legislativamente a ese sujeto político
«místico». «Si la diferencia en el interior de una existencia no se hubiera
confundido en parte con la abstracción hipostasiada y en parte con la oposición
real de entes recíprocamente exclusivos, se habría evitado un triple error: 1)
que teniéndose por verdadero sólo el extremo, se tenga por verdadera toda
abstracción y unilateralidad ... ; 2) que la resolución de los reales opuestos,
su constitución en extremos, no es otra cosa que el conocimiento de sí mismo y
su encenderse en la decisión de lucha sea pensada como algo posiblemente evitable
o nocivo; 3) que se busque su mediación» (p. 103).
La
teoría sobre la oposición y los extremos merece un breve comentario. «Los
extremos reales ―dice no pueden mediarse entre ellos, precisamente porque
son reales extremos. Pero tampoco necesitan de mediación, porque son de
distinta naturaleza» (p. 102). Hace entonces algunas aclaraciones: así, por
ejemplo, Polo Norte y Polo Sur, sexo masculino y sexo femenino son sólo
diferencias de la misma esencia, son la esencia diferenciada; por eso, no son
extremos reales y admiten mediación. «Los verdaderos extremos reales serían
polo y no‑polo, género humano y no‑humano. Aquí, la diferencia es
una diferencia de la existencia; allí es una diferencia de la esencia» (p.
102). Los extremos reales no pueden mediarse entre ellos porque «sólo uno de
ellos es propiamente extremo e invade al otro», sólo uno de ellos es real: el
otro es una «abstracción», es una falsedad existente; por tanto, no debe
buscarse la mediación, sino la supresión del extremo que no es real. Esto sucede,
por ejemplo ―dice―, entre espiritualismo y materialismo, de los que
sólo uno es real, ya que «el espíritu es sólo la abstracción de la materia», y
debe, por tanto, ser suprimido (p. 103). Marx critica aquí el dualismo
hegeliano universal‑singular, calificándolo de «abstracto» (p. 102).
Según Marx, de los dos momentos de la dialéctica hegeliana, sólo uno es real.
En
el poder legislativo sucede algo semejante: como la sociedad civil es masa
informe, según dice Hegel (§ 301), el extremo opuesto al soberano será la clase
política; pero ésos no son extremos reales, dice Marx, porque los estados se
presentan como la delegación de la sociedad civil ante el Estado, en lugar de
presentarse como la universalidad empírica opuesta al soberano. Por eso, Hegel
no presenta en realidad la mediación de dos extremos reales, sino la de un solo
extremo real consigo mismo (el otro extremo no está, dice Marx), y entonces es
una mediación ficticia (pp. 103‑104). La verdadera oposición se da entre
príncipe y pueblo: «los dos verdaderos opuestos son el príncipe y la sociedad
civil» (p. 98). Y como sólo es real la sociedad civil, el pueblo, hay que
suprimir el extremo que no es real, esto es, el monarca. Pero Hegel
―sigue diciendo Marx― conserva la contradicción porque no la señala,
y no la señala porque quiere conservarla (p. 98).
Tal
como Hegel lo presenta, dice Marx, el papel de este elemento de clase consiste
en aislar del Estado a la masa del pueblo: están para evitar que los singulares
lleguen a representar una masa y a usar del poder de masa contra el Estado:
«preservan al Estado de la masa inorgánica, sólo con la desorganización de esa
masa» (p. 82). Es cierto que delimitan el poder del soberano en cuanto se
asocian con él, pero no resuelven el dilema de fondo: porque o desaparece el
poder del soberano, o deja de ser ilimitado sólo en apariencia. De nuevo Marx
propone una elección radical: o el soberano o el elemento de clase (pp. 81‑82).
El elemento de clase tal como lo presenta Hegel, «es digno de piedad y está
lleno de contradicciones », y eso, añade Marx, el mismo Hegel se da cuenta (p.
77). A pesar de todo, Hegel lo construye así porque no se preocupa de hacer
realidad su pensamiento, sino de encontrar categorías lógicas para las
instituciones ya existentes: «Hegel desea el elemento de clase sólo por amor a
la lógica (...). No busca la adecuada realización [11] del
ser por‑sí del asunto general; se contenta con encontrar una
existencia empírica que pueda resolverse en tal categoría: y entonces pone el
elemento de clase» (p. 77).
d) Crítica de Marx: el elemento de clase
es la síntesis de todas las contradicciones
De
todo ello deduce Marx que el elemento de clase del poder legislativo es una
mentira política, porque la clase ―la parte― no puede representar
al todo: «La representación popular es popular de clase: una contradicción in
terminis. Hay necesidad de superar, por tanto, la sociedad civil clasista»
(p. 75).
Las clases y su
representación en el elemento de clase aparecen así, según él, como la síntesis
de todas las contradicciones, la expresión perfecta y acabada de la alienación
política. «Las clases son la posición de la contradicción de Estado y sociedad
civil en el Estado y al mismo tiempo son las premisas de la solución a esa
contradicción» (p. 81).
Marx
le reprocha a Hegel haberse fijado más en la posición ―en la formalidad
mediadora― que en el contenido de ese elemento de clase, convirtiéndose
en una oposición enmascarada de mediación. En efecto, Hegel hace que de un lado
«sean el pueblo contra el gobierno, pero el pueblo en miniatura: es su posición
de oposición»; y de otro lado, hace que «sean el gobierno contra el pueblo,
pero el gobierno ampliado: es su posición conservadora» (pp. 82‑83).
Hegel
había dicho: «En el elemento de estado del poder legislativo, el estado privado
alcanza un significado y una actividad política» (§ 303). «Sólo así es como el
elemento particular ―que se hace real en el Estado― se une
verdaderamente al elemento general» (ibídem). Y había aclarado que esta unión y
participación no debía verse ni como simple masa indistinta, ni como algo
atomístico (el singular solo, como partícipe de lo universal), sino que el
Estado es esencialmente una organización de miembros tales que por sí son
grupos y nunca multitud inorgánica (cfr. ibídem). No entender esto así,
concluía, supondría. separar la vida política de la vida civil y dejar sin
resolver la cuestión, pues hay que llegar a la identidad de ambas.
Marx
elogia esta última concepción hegeliana de la necesidad de llegar a la
identidad entre sociedad civil y sociedad política: «Lo más profundo de Hegel
es que siente como una contradicción la separación de sociedad civil y sociedad
política. Lo falso de él es que se contenta con la apariencia de esta solución
y la despacha por la cosa misma» (p. 89). En este párrafo se nota claramente la
coincidencia de fondo de ambos pensadores y al mismo tiempo su punto de
discordancia. Muy claro es también el párrafo siguiente: «Lo que constituye el
significado propio de los estados es que el Estado entra de ese modo en la
conciencia subjetiva del pueblo y que éste empieza a tomar parte en aquél, dice
Hegel. Esto es del todo exacto. El pueblo empieza, en las clases, a participar
del Estado, y precisamente el Estado entra como algo externo en la conciencia
subjetiva del pueblo. Pero ¿cómo puede Hegel presentar este inicio como la
plena realidad?» (p. 80). La crítica de Marx pretende radicalizar y llevar a
sus últimas consecuencias lo que Hegel hace sólo a medias; trata de plantear la
lucha a fondo, con toda su crudeza, sin la timidez y los equilibrios diplomáticos
en que Hegel incurre (p. 102).
Marx
ve reunidas todas las contradicciones de la exposición hegeliana en el
desarrollo que se hace del poder legislativo: 1) Hegel «ha presupuesto la
separación entre la sociedad civil y el Estado, y la desarrolla como un
elemento necesario de la idea, como absoluta verdad racional» (p. 87);
construye todo su sistema en base a esa separación, considerando que es la
verdad racional, y presentando por todas partes el conflicto entre sociedad
civil y sociedad política; 2) Hegel opone la sociedad civil ―como clase
privada― al Estado; 3) convierte el elemento de clase del poder
legislativo en un mero formalismo político de la sociedad civil; 4) pero al
mismo tiempo quiere «que no aparezca la sociedad civil en su autoconstituirse
como elemento legislativo, ni como masa indivisa ni como multitud descompuesta
en sus átomos», esto es, no quiere ninguna separación entre vida civil y vida
política (p. 87); 5) y finalmente, quiere que la clase privada se convierta en
política, pero sólo según el aspecto legislativo. De todo ello resulta que la
actividad del elemento de clase no es sino causa y expresión de esa separación
Esta es la contradicción que constantemente Marx ve en el sistema presentado
por Hegel (pp. 87‑88).
La solución de estas contradicciones desaparece, según Marx, cuando «el estado privado (stand) no se cambia en clase política, sino que es precisamente como clase privada como aparece en su actividad y significado políticos. No tiene sólo actividad y significado políticos, sino que su actividad y significado políticos son la actividad y el significado de la clase privada como clase privada. La distinción en clases de la sociedad civil se convierte en una distinción política» (p. 85). La superación de la alienación política exige la superación de la alienación social, ya que «la separación de vida civil y vida política debe ser suprimida y debe ponerse su identidad» (p. 85). Pero eso requiere la acción: «Con señalar la anomalía de este fenómeno, Hegel no ha superado la alienación» (p. 93). No basta señalar el mal, hay que actuar y extirparlo; y las implicaciones profundas que esto lleva consigo se manifiestan abiertamente unas páginas más adelante.
En efecto, la verdadera función del elemento de clase, tal como es presentado por Hegel, no ha consistido ―según Marx― en conseguir la identidad de lo civil y de lo político, sino en señalar la alienación que comporta. «En verdad (el elemento de clase), es la antinomia del Estado político y de la sociedad civil, es la contradicción del Estado político. El poder legislativo es la posición de la revolución» (p. 105). En la solución propuesta por Marx, «los estados de la sociedad civil no recibirían determinación política, sino que ellos determinarían el Estado político. Estos estados harían de su particularidad el poder determinante de la totalidad. Serían la potencia de lo particular sobre lo universal» (p. 104). Por tanto, los estados no serían elementos estables, sino transitorios, que sirven sólo para la revolución, para el cambio que es necesario operar. Su mediación tiene un sentido bien preciso: «encenderse en la decisión de lucha» (p. 103).
e) El concepto del hombre en Marx
Como ya se ha hecho notar en páginas anteriores de una manera breve, en la base de todo este planteamiento hay una concepción de Marx que es como una intuición originaria: la del hombre social. Para Marx, el verdadero hombre es el hombre social. «La sociedad civil como masa (burgo, ciudad, corporación) no es todavía real: debe adquirir significado político» (p. 91). Lo que hace real al individuo y a la sociedad, lo que hace que el hombre sea verdadero hombre y que la sociedad sea verdaderamente humana, es la significación y la actividad política; sin ella, la libertad no es real: «la voluntad tiene su verdadera existencia como voluntad general sólo en la voluntad popular consciente de sí» (p. 78). Sin este carácter político, el hombre (individuo o sociedad) «no puede aparecer como lo que ya es, porque ¿qué es?» (p. 91) [12].
Este carácter político no es, según Marx, algo que venga ya dado, como poseído desde el principio en cada individuo y en cada sociedad: es algo que se adquiere, es un logro del hombre y de la sociedad. El hombre verdadero ―el hombre político y social― es el término de un proceso: el hombre se desarrolla hasta llegar a ser social y político. Esto es lo que ―en su opinión― Hegel no ha sabido hacer (cfr. p. 51) [13]. El progreso consiste precisamente en ese desarrollo. Y este desarrollo se da en la historia. A la luz de esta concepción originaria ―indemostrada e indemostrable―, Marx resume a grandes rasgos los pasos fundamentales del progreso del hombre en la historia [14].
En la Edad Media, dice, había identidad entre clase civil y clase política; pero la clase a la que pertenecía el hombre le separaba del resto y le hacía coincidir « inmediatamente »con esa determinación social y económica, y de ese modo le esclavizaba. Era el régimen de la libertad (pp. 43 y 95). En ella, el hombre no dejaba de ser el mero individuo y estaba separado de su ser general: se había quedado en la inmediatez, en la animalidad. «El medievo es la historia animal de la humanidad, su zoología» (p. 95). Es el «momento» de la falta de conciencia, de la inmediatez.
En la Edad Moderna, sigue comentando Marx, el hombre no está separado de su ser general, ni queda reducido a la inmediatez de su clase y de su individualidad, sino que se abre al resto, a la totalidad, y toma conciencia de su ser político. Es ya una cierta superación de la Edad Media. Pero la sociedad civil comete el error de separar el ser objetivo del hombre (su ser político) de las empíricas existencias de los hombres concretos; comete el error de dar el ser político sólo como algo exterior al individuo, como una simple formalidad carente de contenido (p. 96). Reconoce que Hegel adjudica ya un contenido político, pero no al sujeto que le corresponde. Por eso, la sociedad moderna es el momento de la alienación, de la negación. «Es la controversia sobre la constitución representativa (la moderna) y la constitución por estados (la medieval). La constitución representativa es un cierto progreso, puesto que es la expresión abierta, no falsificada, consecuencia de las modernas instituciones del Estado. Es la contradicción desenmascarada» (p. 90).
El proceso dialéctico del desarrollo del hombre en la historia lleva a poner la superación de este segundo momento, que es la superación definitiva, la negación de la negación [15]. Es preciso superar la alienación social y política que entraña ―según Marx― el sistema estatal hegeliano. Esta superación ―que es la inversión de sujeto y predicado: negación del predicado convertido en sujeto por Hegel, porque eso era la negación del verdadero sujeto― debe hacerse; no basta señalar la alienación, sino que es preciso superarla mediante la acción en la historia, que tiende a secundar el proceso dialéctico. Esa superación, para Marx, sólo puede ser violenta: es la lucha revolucionaria.
En la política hegeliana y en la situación actual –sigue analizando Marx―, el ciudadano, para alcanzar significación política, debe renunciar a lo que es como individuo privado ―«debe obrar una ruptura esencial consigo mismo» (p. 91)― y superar esa doble organización en la que se encuentra: la burocrática y la social. Para comportarse como real ciudadano del Estado debe salir fuera de su realidad civil y quedarse en la pura individualidad; y sucede que sin él existe el Estado como gobierno, y que sin el Estado, existe él como individuo en la sociedad civil. El individuo sólo existe como contradicción entre estas dos existencias: la civil y la política (p. 91). Es la alienación política. Sólo en los miembros del poder gobernativo coinciden posición civil y posición política: precisamente porque la posición política es la propiedad privada de su posición civil (p. 94). Y no es solución afirmar que todos los ciudadanos pueden adquirir sentido político en el elemento, de clase, pues eso supone una «transustanciación», dejar de ser lo que era: (en el sistema hegeliano) «al adquirir significación política, el individuo se separa de su estado y de su efectiva posición privada. Y sólo así llega en cuanto hombre a tener sentido» (p. 95). Esa solución es ficticia y no quita además la desigualdad de unos ciudadanos con otros. «Como los cristianos son iguales en el cielo y desiguales en la tierra, así los particulares miembros del pueblo son iguales en el 'cielo' de su mundo político y desiguales en la existencia terrestre de la sociedad» (p. 93). Esa solución, acusa Marx, «le viene a Hegel de su mala conciencia. No sólo ha expuesto lo contrario él mismo, sino que lo confirma ahora cuando califica a la sociedad civil como estado privado. Muy cauta es también la indicación de que el particular se une al general. Se pueden unir las cosas más heterogéneas. Pero aquí se trata no de un paso, sino de una transustanciación, y no sirve no querer ver este abismo, que es saltado y cuya existencia es probada por el mismo salto» (pp. 92‑93).
La conclusión a que Marx llega es la de que el sistema hegeliano es «un individualismo realizado». «La actual sociedad civil es el principio realizado del individualismo, la existencia individual es el objetivo último; la actividad, el trabajo, el contenido (político), etc., son solamente medios» (p. 95). Se impone superar esta situación « individualista » sustituyéndola por una «social». Concluye que se debe llegar a la identificación del hombre con su clase civil y con su clase política, y convertirlo en el verdadero sujeto de todo el proceso. ¿Cómo puede hacerse esto? La historia ―dice― enseña que la Revolución francesa ha logrado destruir muchas cosas: el único camino es la revolución política, emprendida por una parte de la sociedad civil (cfr. p. 94).
f) El mayorazgo y la crítica a la propiedad privada, considerada
como una alienación
Hegel dice que el mayorazgo es «el estado (stand) de la eticidad natural, basado en la vida familiar y en la posesión de la tierra» (§ 305). A tal «estado» le corresponde la mediación entre el soberano (con quien participa el arbitrio subjetivo, basado en el nacimiento y en la independencia de poder económico) y los demás estados (con quienes participa la accidentalidad, las necesidades, los derechos y el deber de sostener el trono y el Estado (Staat» (§ 307). El mayorazgo se basa en la posesión de la tierra, intransferible e inconculcable, heredada por nacimiento (§ 306); su fundamento está en que el Estado debe contar, «no con la simple posibilidad del sentimiento patriótico de los individuos, sino con algo necesario» que sería la riqueza (ibídem); ésta no da el sentimiento, pero garantiza «proceder libremente y trabajar por el Estado» (ibídem). El mayorazgo ―según Hegel― es deseable sólo por razones políticas, no por sí mismo, y su existencia está subordinada al fin político. «Por tanto, donde faltan instituciones políticas, la fundación y protección de los mayorazgos no es más que una atadura puesta para la libertad del derecho privado, y debe añadírsele el significado político o se arruina» (ibídem). Y es una atadura para el Estado, porque el mayorazgo no es deseable por sí mismo; se pone «para la libertad del derecho privado», esto es, para estimular a la esfera privada a trabajar por el Estado: por eso, debe dársele significado, político.
La crítica de Marx a este punto se resuelve en una crítica a la propiedad privada, que considera una alienación social que causa a su vez la alienación política. Marx critica todo tipo de propiedad privada: rechaza no sólo la propiedad privada de unos bienes materiales, sino todo lo que de alguna manera se apropie a unos pocos. El mismo concepto de propiedad privada es ya una alienación, pues aísla al individuo y evita que se convierta en hombre social, al separarlo de la totalidad. En el sistema hegeliano, «la propiedad privada es la categoría general, el ligamen político general. Las mismas funciones generales aparecen como propiedad privada, bien de una corporación, bien de una clase» (p. 123). Marx rechaza la figura del soberano hegeliano por ser una privada individualidad empírica que posee la plenitud del Estado, que en realidad pertenece al pueblo; rechaza también al gobierno (siempre según lo concibe Hegel) por poseer privadamente el asunto e interés general (político), que debe ser asunto de todos; rechaza la burocracia por apropiarse privada y exclusivamente la conciencia y el espíritu del Estado, que, sin embargo, es de todos; rechaza el elemento de clase, por ser un estado privado dentro de la sociedad civil, que elimina la igualdad política de todos los individuos. Ahora, rechaza la figura del mayorazgo por idénticas razones. El último estadio de su crítica es mostrar precisamente que la alienación política se basa en esa otra alienación que es la propiedad privada. El camino para superar la alienación política y todas las demás contradicciones de la sociedad moderna ―concluirá Marx― es suprimir la propiedad privada. La propiedad privada es la última y definitiva encarnación de la inmediatez, de la individualidad que se opone a lo universal, a lo general: «la propiedad privada es la existencia del privilegio como lo general, la existencia del derecho en cuanto excepción» (p. 123).
Hegel había dicho que la propiedad de la tierra es inalienable. Y Marx comenta que al quitarle la libertad de disponer de la propiedad privada, ésta «se convierte en el sujeto de la voluntad, y la voluntad es simplemente un predicado de la propiedad privada» (p. 114). Así demuestra Marx la inversión de sujeto y predicado que Hegel pone constantemente en todo, y así queda demostrada la alienación que comporta ―según él― la propiedad de la tierra.
En el mayorazgo hereditario hay que considerar dos cosas: lo heredado y la cualidad política. La cosa heredada ―comenta― no cambia: cambia el sujeto que hereda; de esta manera la cosa se antropomorfiza, y el hombre se cosifica, convirtiéndose en un accidente de la tierra heredada; es la tierra quien posee al hombre: «la voluntad es propiedad de la tierra. Sujeto, la cosa; predicado, el hombre» (p. 120). Por su parte, la cualidad política depende de la cualidad política de la tierra heredada; y, por tanto, el carácter político es también una propiedad de la propiedad, un predicado de la tierra física (cfr. ibídem). En consecuencia, el mayorazgo es una situación de esclavitud: el poseedor es siervo de la tierra que posee; y esta servidumbre suya se la «hace pagar» a los siervos de la gleba: ésta es la consecuencia práctica de su relación teórica con la tierra.
Vista la propiedad de la tierra como una alienación, toda propiedad privada es, para Marx, también una alienación, ya que «el mayorazgo es la abstracción de la propiedad privada independiente» (p. 123). Esta generalización ―en realidad gratuita― no lo es dentro del pensamiento marxista, puesto que el mayorazgo «es el sentido político de la propiedad privada independiente, es la propiedad privada en su sentido político, esto es, en su significado general» (ibídem).
g) La propiedad privada como causa de la alienación política
Marx señala que el poder legislativo, como derecho innato al hombre, es reconocido por Hegel sólo al mayorazgo. Y así cree demostrar que la propiedad privada introduce una discriminación indebida entre los ciudadanos. Resulta entonces que la determinación de los legisladores no depende de la voluntad del hombre ni de la elección, sino del nacimiento: depende de un hecho físico, «irracional». Y como ya señaló al hablar del soberano, concluye: «En el vértice del Estado político, siempre es el nacimiento lo que hace de determinados individuos las encarnaciones de las más altas funciones del Estado» (p. 119); esto le parece a él «craso materialismo» (p. 119). La razón que da Marx es que en el materialismo no vulgar la materia no debe ser ya nada por sí misma frente a la voluntad humana y la voluntad humana no conserva ya nada por sí fuera de la materia (cfr. p. 119). He aquí una acabada expresión del materialismo dialéctico de Marx. Reprocha a Hegel que atribuya a la naturaleza lo que corresponde al hombre, a la voluntad humana. La naturaleza, dice, no hace reyes, legisladores, sino narices, caballos; lo que hace reyes es el consentimiento general, la elección popular (pp. 119‑120). Si fuera el nacimiento físico lo que da la posición social, continúa, habría que decir también que esa posición la da el cuerpo físico; y se debería concluir que la dignidad social es la dignidad del cuerpo determinado físico (orgullo de casta). «Como se ve, es una concepción zoológica» (p. 120).
Marx resume en estas palabras su valoración política del mayorazgo: «La constitución política (de Hegel) en su ápice es, pues, la constitución de la propiedad privada. El sentimiento (patriótico) más alto es el sentimiento de la propiedad privada» (p. 112). «La independencia, la autonomía en el Estado político es la propiedad privada, que en su ápice aparece como inalienable propiedad de la tierra» (p. 121). La independencia si política ―argumenta― no procede entonces del Estado, sino de la propiedad privada; no procede del sujeto real, sino del objeto abstracto; y por consiguiente, la independencia política no es la sustancia del Estado político, sino sólo un accidente de la propiedad privada, y, por tanto, «la propiedad privada no es sólo lo que sostiene a la constitución, sino que es la misma constitución» (p. 121). Según él, se da en Hegel la subversión del concepto de dependencia en claro contraste con los mismos presupuestos hegelianos: mientras que según la idea, la dependencia del hombre con respecto al Estado y el sentimiento de esta dependencia debieran ser la suprema libertad política (porque se trata del sentimiento que tiene la persona privada de ser abstracta persona dependiente, y que se sabe independiente sólo en cuanto ciudadano del Estado), Hegel, al tratar del mayorazgo, concluye lo contrario y construye la persona privada independientemente (p. 118).
La raíz de toda esta confusión la pone Marx en el apego a la tradición que tiene Hegel: (la descripción del mayorazgo hecha por Hegel) «es inevitable cuando se interpreta una vieja concepción del mundo en el sentido de una nueva; cuando se da a una cosa ―aquí, la propiedad privada― un doble significado: un significado delante del tribunal del derecho abstracto, y otro significado opuesto en el cielo del Estado político» (p. 116).
Es de notar la unión radical ―influencia mutua― que Marx pone entre mayorazgo y religión a través de la propiedad privada: «El mayorazgo es la propiedad privada convertida en religión de sí misma, la propiedad privada absorbida en sí misma, encantada por su autonomía y soberanía». Marx une indisolublemente religión y propiedad privada: en el mayorazgo la propiedad privada está consigo misma en una relación religiosa: «y de ahí se sigue que en nuestros tiempos modernos, la religión se haya convertido, por lo general, en una cualidad inherente a la propiedad de la tierra, y que toda la literatura concerniente al sistema del mayorazgo esté llena de unción religiosa» (p. 117). Con esto llega Marx a lo que considera la raíz de todo el proceso práctico: eliminar la propiedad privada, y para eso, eliminar la religión; lo uno sin lo otro es imposible, pues están íntimamente unidas.
h) Las cámaras de representantes y la crítica a la distinción de
clases
En la exposición hegeliana viene a continuación la teoría de las cámaras (§ 308). Hegel dice que éstas forman parte del elemento de los estados y representan el lado inestable de la sociedad civil y su medio exclusivo de manifestación exterior (en primer lugar, porque los miembros de la sociedad civil son muchos; en segundo, por la naturaleza de su destino y ocupación). Esta deputación se hace a través de las corporaciones, que adquieren así conexión política. Termina diciendo que estas clases necesitan garantías. Se entiende que necesiten
garantías ―según Hegel― porque son el lado inestable, el lado del pueblo, que no sabe lo que quiere, pues saber lo que conviene es propio de un conocimiento y penetración más profundo, que no es precisamente lo propio del pueblo (§ 301). A la plebe pertenece el punto de vista negativo, que supone mala voluntad en el gobierno y que trata de usar las actividades del Estado en beneficio particular (§ 301). Necesitan garantías, porque el Estado tiene una determinación objetiva, y no le basta una opinión subjetiva y la confianza en sí de esa opinión. Marx pone de relieve la oposición que se da entonces entre el mayorazgo y los diputados, pues siendo ambos legisladores, unos lo son por nacimiento y los otros por elección. Señala además una nueva contradicción, porque a estos diputados les pertenece legislar, y, sin embargo, eso no corresponde a su destino ni a su ocupación (p. 126). Marx plantea el dilema: o reciben un significado que no les corresponde, o no lo reciben porque ya lo tenían.
Hegel pone dos cámaras (la de los pares y la de los representantes) (§ 312), porque así se evita la mezcla y el azar de la decisión y el contraste violento entre gobierno y elemento de clase (§ 313). Marx considera esto consecuente con la alienación política constantemente presentada: pues las dos cámaras no son dos existencias diversas de un mismo principio, sino existencias de dos diversos principios y condiciones sociales. «La cámara de diputados es aquí la constitución política de la sociedad civil en un sentido moderno; la cámara de los pares lo es en un sentido de casta» (p. 127). Marx señala aquí de nuevo la alienación social unida a la alienación política: «La sociedad civil tiene entonces en la cámara de casta al representante de su existencia medieval, y en la cámara de diputados al representante de su existencia política» (p. 127). «En la primera cámara tiene su sede sólo la parte clasista de la sociedad civil: la propiedad soberana de la tierra, la nobleza hereditaria; y esta última no es una clase más entre las demás clases, sino el principio clasista de la sociedad civil, en cuanto real principio social y, por tanto, político ...» (ibídem). En Hegel, concluye, el progreso con respecto al medievo consiste en que la política «de casta» es aparejada con la política del Estado (ibídem).
Analiza luego la afirmación hegeliana de que la cámara de diputados debe ofrecer garantías para existir, y concluye que entonces su existencia no es real, sino sólo ficticia. La cámara de los pares es una garantía para el príncipe; en cambio, la otra cámara necesita ser garantizada (p.138). Hegel coloca esta garantía en el conocimiento, actitud y disposición de la cámara ante los asuntos de ―Estado, el cual conocimiento se consigue con la efectiva gestión en las oficinas de la magistratura o del Estado; y en el sentido de la autoridad, y en el sentido del Estado, adquirido y experimentado con esa gestión (§ 310). Marx comenta irónicamente: «A Hegel no le desagradaría convertir esta segunda cámara en la cámara de los funcionarios estatales jubilados» (p. 138). En realidad, continúa, lo que Hegel quiere es que el poder legislativo esté en manos del poder gubernativo real; Hegel reclama la burocracia dos veces: una, como representación del príncipe, y otra, como representación del pueblo. «Hegel está contagiado por la miserable 'nutria' del mundo burocrático prusiano, que en su limitado espíritu oficinista mira despectivamente la confianza del pueblo en su propia opinión subjetiva» (p. 139). En definitiva, concluye, Hegel identifica gobierno y Estado: ése es su error, la causa de que por todas partes aparezca en su sistema la alienación política: «porque el conjunto del Estado no es entonces la objetivización del pensamiento político» (ibídem); por eso Hegel acaba hablando estúpidamente del Estado, exigiendo unas garantías al elemento de clase, que debería ser el momento de la libertad subjetiva, formal, y que en cambio debe dar prueba de que sus puntos de vista coinciden con los del gobierno (p. 139). «Aquí la frívola falta de consecuencia de Hegel y su sentido de la autoridad llegan a ser realmente nauseabundos» (p. 138). Hegel no se da cuenta ―continúa diciendo― de que, en definitiva, la garantía de esas clases procede de ellas mismas: su existencia es la existencia política de la sociedad, la garantía de la existencia política de la sociedad. «Dudar de ellas es dudar de la existencia del Estado» (p. 128). Si fuera de otro modo, concluye, el Estado no sería la realidad más alta, consistente en‑sí y por‑sí, de la existencia social, sino que dependería de otro (del sujeto al que Hegel falsamente atribuye el Estado: del monarca, del gobierno, etc.): no existiría en sí, sino que existiría en las otras esferas: «no sería el poder realizado, sino la impotencia sostenida» (ibídem).
i) Los diputados Y su elección por sufragio universal
Hegel dice que los diputados son los destinados a la confianza. Son competentes, los más competentes. No representan intereses particulares contra el interés universal, sino que más bien representan y hacen valer el interés universal; por eso, no son mandatarios o recaderos (§ 309).
Marx señala cómo Hegel había dicho antes que los diputados representan a las corporaciones, y ahora, en cambio, dice que no son mandados y que no hacen valer el interés particular: así vacía de contenido la determinación hecha antes.
Según Marx, aparece una nueva contradicción: la de los delegados con respecto a sus electores, por cuanto la asamblea sólo es la real existencia política y la voluntad de la sociedad civil (p. 137). La contradicción es doble: formal, porque los delegados de la sociedad civil son una sociedad y no están en relación con quienes los envían; son formalmente enviados, pero apenas empiezan a serlo realmente, dejan de serlo: son y no son; y material respecto a los intereses, pues son enviados como representantes de los asuntos particulares y en realidad representan asuntos generales (p. 137).
Estudia luego el dilema planteado por Hegel en el modo de elección: o todos intervienen a través de sus diputados, o todos intervienen como individuos (p. 131). Este dilema ―comenta Marx― es una abstracción, porque el verdadero dilema es «o los individuos hacen esto en cuanto todos, o los individuos hacen esto en cuanto pocos, esto es, en cuanto no todos» (p. 131). La multiplicidad de los individuos ni quita la singularidad, ni da la totalidad; en consecuencia, las cosas tienen que verse de otra manera: si los miembros del Estado (todos) tienen una relación real con el Estado (que es su asunto, real) y son miembros del Estado (forman parte del Estado), entonces su existencia social es ya su real participación en el Estado. «Ellos no son sólo parte del Estado, sino que el Estado es parte suya» (p. 131). Por eso, deben tomar parte en el Estado conscientemente: «Sin esta conciencia, el miembro del Estado sería una bestia» (ibídem). Y el Estado no se distingue de los asuntos del Estado: hay identidad. Y los miembros no «deben» intervenir en esos asuntos como si fuera una concesión que se les hace, sino que ellos son el Estado (p. 132).
Por eso, «la cuestión de si todos deben tomar parte en la discusión y realización de los asuntos generales del Estado es una cuestión derivada de la separación de Estado político y sociedad civil» (p. 132). Este es un punto clave: «El Estado existe sólo como Estado político. La totalidad del Estado político es el poder legislativo. Tomar parte en el poder legislativo es, pues, tomar parte en el Estado político y manifestar y realizar la propia existencia como miembro del Estado político, como miembro del Estado» (p. 132).
Esta tendencia a la participación general en el poder legislativo debe ser lo más numerosa posible: «el número aquí no deja de ser importante» (p. 132).
Según Marx, esta participación de todos es impedida en el sistema hegeliano: «la sociedad civil renunciaría a sí misma si todos fuesen legisladores» (p. 133); por eso, la participación a través de diputados «es la expresión de la separación (de sociedad civil y Estado político) y de la unidad sólo dualística» (ibídem). Por el contrario, si la sociedad civil es sociedad política real, entonces es un contrasentido plantear ese dilema «teológico, abstracto, formalista» del Estado (ibídem). «El zapatero es mi representante en cuanto satisface una necesidad social» (p. 133). Toda actividad social, en cuanto actividad genérica, representa simplemente el género; todo hombre es representante de otro hombre; pero en este orden, es representante no porque represente a otro, sino por lo, que hace (p. 133). Para Marx hay una instancia esencial: que toda necesidad social, toda ley, etc., se verifique en su significado social como político.
La aplicación concreta ―según Marx― se dirime diciendo que no está el problema en si la sociedad civil debe intervenir por medio de algunos delegados o por medio de todos, sino en la generalización y en la extensión máxima de la elección. «Sólo por medio de una elección ilimitada, sea activa o pasiva, la sociedad civil sale realmente de la abstracción de sí misma a la existencia política como a su verdadera existencia general, esencial» (pp. 134‑135). Por eso la elección es el interés político fundamental de la sociedad civil real, es un elemento de la abstracción hegeliana; pero al mismo tiempo es lo que permite su superación: «La reforma electoral es, por tanto, dentro del Estado político abstracto, la instancia de la disolución de éste, como lo es también de la disolución de la sociedad civil» (p. 135).
Marx considera la elección universal que propone como un medio para destruir el Estado hegeliano, ya que con ella el pueblo se convierte en el verdadero sujeto político y supera la alienación opresora: reforma la constitución, suprime la monarquía, elimina la propiedad privada, destruye la religión (cfr. lo visto en p. 35 de esta recensión al hablar de las modificaciones de la constitución).
La Crítica al derecho del Estado de Hegel es en conjunto un libro donde Marx expone claramente gran parte de su pensamiento, aunque sin precisar adrede aspectos de detalle (p. 28). No sorprende que se haya convertido en un clásico del marxismo, a pesar de haber sido editado hace relativamente pocos años [16].
En esta obra Marx demuestra haber asimilado bien el pensamiento hegeliano, con el que coincide, más de lo que a simple vista parece, en puntos fundamentales: en el concepto totalitario del Estado («la descubierta mentalidad de Estado» (p. 128); en la necesidad de identificar lo humano con lo político («lo más profundo de Hegel es que siente como una contradicción la separación de sociedad civil y sociedad política» (p. 89); en la dialéctica de la oposición como determinante del progreso («la profundidad de Hegel en comenzar siempre con la oposición de las determinaciones propias de nuestros estados y poner el acento en ellas» (p. 67); en la desaparición de la moral («es un gran mérito de Hegel... haber puesto la moral moderna en su verdadero sitio» (p. 122), etc. Se da, por tanto, una coincidencia de ambos planteamientos en sus presupuestos teóricos ―el ser de conciencia―, en su método ―la dialéctica― e incluso en algunas conclusiones prácticas.
En base a esta concordancia, la crítica de Marx a Hegel es menos completo de lo que parece en un primer momento y sería más propio hablar ―en consonancia con los mismos comentarios de Marx― de una radicalización del pensamiento hegeliano, llevándolo a sus últimas conclusiones prácticas.
Marx intenta demostrar repetidas veces que Hegel incurre en numerosas contradicciones (pp. 61, 69, 92, 116, 126, etc.), y le acusa de «no querer ver» (p. 93), de «mala conciencia» (p. 92), de «equilibrios diplomáticos» (p. 102), de «interpretar una vieja concepción del mundo en el sentido de una nueva» (p. 116), de «respetos al qué dirán» (p. 98), siempre con su estilo agrio y mordaz. Marx critica estas contradicciones lógicas, pero sin salir tampoco del planteamiento lógico hegeliano. No critica el intento de reducir toda la realidad a las categorías del pensamiento lógico‑dialéctico, sino el «no buscar la adecuada realización de ese pensamiento» (p. 77), y, en definitiva, el que «la lógica no sirva para probar el Estado, sino que el Estado sirva para probar la lógica» (p. 28).
Su crítica tiene, por tanto, un alcance limitado, por cuanto no analiza la misma inmanencia del pensamiento hegeliano. En esta obra, Marx no hace ninguna referencia a otro autor ni a otra concepción filosófica, sino que se ciñe exclusivamente a lo que Hegel dice, dándolo por verdadero, salvo los puntos en que él mismo le corrige. Con esto, Marx no demuestra en realidad nada: ni el punto de partida, ni el punto de llegada, que deben aceptarse sin más. Por otro lado, sus correcciones a Hegel, aunque aparezcan justificadas por un análisis de los textos hegelianos, se apoyan menos en esas contradicciones que en una intuición de fondo, a la luz de la cual se hace toda la crítica y que al mismo tiempo se presenta como la conclusión del libro.
Esta presuposición de lo que se va a concluir lleva el razonamiento marxista a algunas vacilaciones, como cuando sostiene que siempre es necesaria la revolución formal para una nueva constitución (p. 69), y afirma después que la reforma electoral es la instancia de la disolución del Estado político hegeliano y de su correspondiente sociedad civil (p. 135). «Sólo por medio de la elección ilimitada ―activa o pasiva― sale realmente la sociedad civil de la abstracción de sí misma a la existencia política como su verdadera existencia general, esencial» (pp. 134‑135). Lo único que está claro en ese razona miento es «la necesidad de superar la sociedad civil clasista» (p. 75) y que «la separación de vida civil y vida política debe ser suprimida y debe ponerse su identidad» (p. 85); pero esta necesidad no es demostrada en ningún momento.
Al lado de estas incoherencias de la construcción teórica no faltan otras, presentes en la construcción práctica. El reproche a la jerarquía hegeliana de ser «el abuso capital» (p. 65), que aplasta la oposición con el rencor y la amenaza: «el mal mayor sofoca al menor» (ibídem), es igualmente aplicable a la jerarquía comunista en los países donde está instalada. El clasismo aborrecido por Marx no ha desaparecido tampoco en esos países, donde a la «masa» popular ―«los siervos de la gleba» (p. 120)― se superpone la élite del Partido, la clase militar, los dirigentes políticos, etc. El gobierno, que debiera ser enteramente del pueblo, mucho más todavía que el poder legislativo (p. 66), sigue en manos de unos pocos, que oprimen al resto. La elección universal por la que el individuo «toma parte en el Estado político y manifiesta y realiza su existencia como miembro del Estado» (p. 132), ha desaparecido. La «función conductora» del Partido no ha conseguido superar en la práctica la función mediadora» y alienante del elemento de clase hegeliano, encargado de averiguar «qué cosa es mejor para el pueblo», ya que «el pueblo significa la parte que no sabe lo que quiere», pues saberlo «es fruto de un conocimiento más profundo y de una penetración mayor, que no es precisamente asunto de todo el pueblo» (§ 301, p. 76).
Pero estas incoherencias de ordinario no tienen mucha importancia para los marxistas, al justificarlas según aquello de que la verdad está al final del proceso y todavía no hemos llegado a él.
Valorar las conclusiones a que Marx llega en este libro supondría valorar los postulados de los que parte y muchos elementos de su pensamiento, como, por ejemplo, su concepción materialista de la realidad, su visión dialéctica de la historia, su concepto del trabajo y del individuo, etc. Nos limitaremos a recoger los aspectos más específicos de este libro, esto es, la crítica de la hipostatización hecha por Hegel, y el concepto marxista del Estado en que se basa su crítica a la alienación política del sistema hegeliano. Para los demás elementos, insinuados o claramente expuestos, nos remitiremos a la Introducción general y a otras recensiones, de las que se dará mención. La lectura de la recensión a la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, que Marx escribió como introducción al presente libro, será en cualquier caso muy clarificadora.
1. La identificación del sujeto del movimiento dialéctico con el
movimiento mismo
En la Crítica al derecho del Estado de Hegel aparecen los principios fundamentales que inspirarán la construcción del Estado tal como Marx lo concibe. En su fase final se caracteriza por la completa identificación del hombre con el todo estatal, ausente toda separación y distinción, y, por tanto, con la completa desaparición de todo Estado. Como se sabe, el hombre es entendido como «género humano», como total, no como individuo; el individuo, según Marx, no es el hombre, sino sólo un «momento» particular del proceso dialéctico [18]. En la base de esta concepción filosófica del hombre se encuentra el monismo materialista propio de Marx, que identifica la forma con el contenido del proceso, el sujeto del proceso con el proceso mismo.
La «corrección» de Marx a Hegel, su radicalización del pensamiento inmanentista heredado, consiste en la inversión de sujeto y predicado, que en Hegel estaban al revés por haber puesto un sujeto que deviene y que se distingue del proceso mismo. «Hegel lo invierte todo» (p. 101) porque es un «teólogo», un «místico»: «... él ha dado el contenido real de la libertad a un sujeto místico (...); la separación del en‑sí y del para‑sí, de la sustancia y del sujeto, es abstracto misticismo» (p. 75).
En un razonamiento que no sale de la lógica hegeliana Marx suprime el sujeto porque no es lógico que el mismo sujeto esté a la vez al principio del proceso y al final, como resultado del mismo. Marx deshipostatiza la evolución dialéctica hegeliana, y construye un movimiento sin principio, pero con final: el materialismo histórico, cuyo término es el hombre total, el hombre colectivizado o social.
Al hacer esta reducción ―que identifica contenido y forma, lo que progresa con el progreso mismo―, Marx es riguroso con las premisas hegelianas, pues admitir un sujeto total ―la idea, el absoluto, el Estado según lo entiende Hegel―, que al principio es incompleto y al final es completo, es admitir todas las contradicciones de la existencia que Marx insistentemente delata: la contradicción política, la social, la económica (cfr. pp. 16, 18, 58, 60, 64, 66, 75, 95, 97, 102, etc.).
Pero al quitar el sujeto, Marx pierde el fundamento del progreso y del movimiento, y no puede responder a qué se debe el movimiento, ni en qué se apoya, ni adónde conduce. No le queda otra salida que postergar toda respuesta hasta el final del proceso. Marx es un hombre sin respuestas al que no deben hacerse preguntas comprometidas. La dialéctica «funcionaba» admitiendo un sujeto «espiritual» ―la razón― de ese movimiento; pero en Marx, al reducirse a la materia y al privarla del sujeto, la dialéctica ya no funciona, y así los marxistas deben admitir ―sin más explicaciones― que se da el movimiento por el movimiento.
Aquí aparece en toda su claridad el término a que conduce el afán de independencia que estaba ya implícito en el pensamiento de inmanencia, en el cogito cartesiano. El rechazo de toda limitación acaba en la nada, único momento en que se da nuestra independencia ilimitada: en el vacío ontológico no ya del materialismo vulgar ―en el que de alguna manera hay todavía ser―, sino en el vacío del movimiento sin fundamento alguno. Marx y Hegel son las expresiones más acabadas del deseo de encontrar el fundamento de todo el ser en el hombre, de convertir al hombre en un absoluto; deseo que estaba ya en el cogito como en su primera formulación teorética. «El pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo xvi, después de turbar primeramente la religión cristiana, vino inmediatamente a trastornar la filosofía, y de la filosofía pasó a todos los órdenes de la comunidad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de estas desenfrenadas autonomías y libertades recientes ... » (León XIII, encíclica Immortale Dei). Esta pobreza absoluta de contenido es la consecuencia de la voluntad de rechazar la plenitud divina, en la que está la altitudo divitiarum sapientiae et scientiae (Rom 11, 33).
De la identificación operada por Marx se sigue la supresión de toda distinción que no sea meramente accidental (técnica, física, material) y que se considera sólo como mera oposición dialéctica dentro del sujeto. Recuérdese su teoría de los «extremos reales», de los que uno no es real y debe ser eliminado (pp. 102‑103). Las únicas diferencias admitidas son las que él llama en esta obra «diferencias de la esencia»: sexo masculino y femenino, Polo Sur y Polo Norte, y otras semejantes, que son «diferencias de la esencia en su grado más alto de desarrollo», porque la esencia de las cosas es la materia que evoluciona (ibídem); todo otro tipo de diferencias ―por ejemplo, las distinciones dentro de la clase o esfera privada― no tienen ningún sentido político, y no son, por tanto, diferencias reales (cfr. p. 92).
De esta identificación de todo, primera y fundante, se siguen las demás― identificación del hombre con su clase (p. 97); identificación del Estado con la sociedad y de ésta con el pueblo; disolución del individuo en el Estado (p. 116); supresión de toda existencia individual como tal (p. 95); supresión de la distinción de clases en la sociedad (p. 75); supresión de toda autoridad, entendida como voluntad opuesta a la voluntad del pueblo (cfr. p. 105). Esta uniformidad radical ―más allá de la aparente diversificación de funciones y trabajos― está en la antípoda de la jerarquía y del orden presentes en el universo y en los hombres, que son signo de su origen divino [19].
Esta identificación se consigue en Marx por una serie de reducciones: el fin último es reducido al Estado, que nace de la negación de todo Estado; la actividad humana, a la actividad política, que se resume en la económica; la ley eterna y natural, a la ley positiva popular y democrática, etc. Privadas de su verdadero fundamento, el Estado, la ley, la actividad política presentadas por Marx no son naturales ni correctas: a la reducción acompaña necesariamente una deformación de esas realidades.
2. La reducción del último fin del hombre al Estado que nace de la supresión de todo Estado [20]
La conclusión práctica principal a la que Marx llega con esta Crítica es la supresión del Estado hegeliano y su sustitución por otro, que ya no es propiamente un Estado, en el que hayan desaparecido las contradicciones del anterior. En este libro, Marx no indica cuáles son las características de este nuevo Estado, en parte porque se trata de una «crítica» y en parte quizá también porque él mismo no sabría decir exactamente cómo es ese nuevo Estado, de acuerdo con su criterio de que la «verdad» está al final del proceso [21].
Marx analiza todos los elementos del Estado presentados por Hegel, rechazando unos y admitiendo otros; los radicalmente rechazados son la monarquía, el gobierno entendido como autoridad antipopular, la administración pública técnica, las distinciones dentro del poder legislativo como consecuencia de la distribución social, y otros. Los admitidos ―después de una «corrección práctica»― son el elemento de clase, el «estado medio» (p. 57), la «educación ética y de pensamiento» (p. 65), donde la «ética» consiste en «la mentalidad real y efectivo trabajo» (p. 66). Esta criba de elementos se hace en base a una concepción originaria del hombre y de la sociedad, tal como ya queda expuesta. Valorar sus conclusiones presupone valorar esta concepción primera y radical, de la que se deriva todo lo demás.
Marx pretende la identificación práctica entre sociedad civil y sociedad política constituida en Estado; identifica hombre con hombre político, y a éste con el homo oeconomicus. Constituye al Estado en fin del hombre, y la actividad política « económica en el último objetivo y significado de toda la actividad del individuo. Marx no demuestra esto, sino que opera esta reducción por coherencia con los postulados recibidos de Hegel: lo único que demuestra es la coherencia con esos principios, haciendo ver una y otra vez que lleva a sus últimas consecuencias lo que en Hegel estaba ya insinuado. Hemos dicho que se trata de una reducción, porque aun siendo cierto que la parte ―el individuo, la familia― no son perfectas si están separadas de su todo, no es cierto que su todo sea la comunidad humana, sino Dios.
«Yo no soy nada y yo debo serlo todo», había escrito Marx en su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (*). Ahora Marx teoriza sobre la construcción de ese todo, recogiendo la herencia de Feuerbach ―«el hombre es para el hombre la esencia suprema»―, y concluye «que el hombre es para el hombre el ser supremo» [22].
Este todo es el Estado (en el nuevo sentido, después, como queda dicho, ya no se utilizará ni siquiera el término Estado), un todo social y político construido por el hombre, en el que el individuo se disuelve al identificarse con su clase, convertida ahora en clase universal; es un todo uniforme, agregación de individuos productores y consumidores de bienes; no poseedores de ellos, porque la posesión privada «separa» al hombre de los demás y le «pierde» para la sociedad, para el todo; es un todo económico, conjunto universal de relaciones económicas, de producción y consumo, sin ninguna trascendencia; es un todo omnipotente y omnisciente ―«sabe lo que quiere» (p. 76)―, al que corresponde como fin propio el asunto general y también los asuntos particulares, entendidos sólo económicamente. Su misión es gobernar todos los asuntos de la comunidad, que son asuntos suyos; en el bien del Estado ―en el bien público, en el asunto del Estado― alcanzan los individuos su último bien y su última perfección, pues entonces se convierten en hombre social y político (económico).
Como puede verse, su concepto de Estado y de Estado es peculiar, conforme en parte con el de Hegel ―también totalitario―, pero muy distinto del que se encuentra en un conocimiento metafísico recto de la sociedad. Es cierto que el Estado es una determinada organización puesta por el hombre y conforme a su razón; pero no sólo por él, ya que se fundamenta en la exigencia de una autoridad como elemento constitutivo de la sociedad. También es cierto que el bien del Estado es un bien del hombre, pero no es todo el bien. El individuo, está ordenado al Estado, pero no sólo al Estado, pues está ordenado también a la sociedad, y sobre todo y de modo directo, a Dios. Marx y Hegel identifican la sociedad con el Estado, que en realidad no es más que una parte del todo comunitario, un órgano de administración y gobierno; la comunidad política no se identifica con la comunidad humana, y mucho menos con la comunidad del universo.
Todos los seres del universo forman una cierta unidad o comunidad en cuanto participan de algo común, esto es, del ser. Pero por participarlo de modo distinto, según diversos grados, en esa unidad hay distinción y jerarquía ―orden―, establecida por la intensidad de ser de cada cosa; por participarlo, ninguna de ellas agota el ser, de modo que lo posea plenamente y se constituya en el sujeto único; y así, la unidad que forman todos los seres creados no es una unidad sustancial (la unidad del sujeto, de la hypostasis), sino una unidad de orden. Por eso la comunidad es un todo, pero sólo un cierto todo, del que los distintos entes son partes (por eso se les llama particulares). En el caso del hombre, por la participación en la especie humana, puede decirse de algún modo que la pluralidad de los hombres constituye una unidad: la humanidad; pero aunque formen un cierto todo, esta unidad no es simpliciter una, porque se trata sólo de una unidad de orden y de un todo de orden (totum ordinis). «El orden de las cosas entre sí es el bien del universo. Y ninguna parte es perfecta si está separada de su todo» [23]. Y como todo lo es bueno tiene razón de fin, resulta así que la unidad y el orden del universo son el fin de las partes, y el orden y unidad humanas son también fin del hombre, aunque no sean el único fin, ni el fin último trascendente.
Hasta aquí, nuestro razonamiento no parece distinguirse en mucho del planteamiento marxista, que habla también de la unidad del hombre en el hombre social, y del Estado como fin del individuo; sin embargo, hay una diferencia radical, porque en este orden lo que tiene razón de fin (de causa final) es precisamente lo participado, esto es, el ser. Luego aquello que sea no por participación, sino por esencia, será el fin último de todos los que de él participan. Sucede así que por encima del bien de orden de todas las partes, que no es bien sustancial, existe todavía un bien superior que es causa del otro: el bien por sí y en sí, que es Dios, ipsum esse subsistens. Las partes se ordenan al todo formado por ellas como a su fin inmanente, y éste se ordena al fin trascendente, al bien divino. He aquí el aspecto mediador ―rectamente entendido del todo creado: ordenarse a Dios y ordenar las partes a Dios. Hay que tener en cuenta que esta ordenación de las partes al todo es primeramente ordenación al Todo por esencia (al Todo Sustancial separado: Dios), y secundariamente al todo por participación (al todo de orden) [24]. Por eso el todo del universo es fin de las partes, pero el todo divino es más fin de las partes, y funda todos los otros fines que son sólo parciales y secundarios. Por eso, cada parte a su modo, según su naturaleza, ama más a Dios, que es su Todo y su Bien último, que a sí misma y a las otras partes; y en la medida que ama y se ordena a Dios, en esa misma medida ama y se ordena a las otras partes y al todo formado por ellas. Si el bien del universo es un bien intrínseco, y por eso fin intrínseco de las partes, el Bien divino es el bien extrínseco y el fin extrínseco de todas las creaturas.
Aquí se muestra en toda su claridad la deficiencia de Marx y Hegel: convierten ―aunque de modo diverso― el todo creado en el último fin, negando el Todo Divino. No había otra solución para quien, como Marx, quería eliminar toda trascendencia y todo rastro de Dios, que construir ―primero en el pensamiento, después en la práctica― otro todo que sustituyera al verdadero Todo que es Dios. Y este otro todo no podía ser más que el todo del universo, el bien intrínseco, pero con sustanciales deformaciones, ya que el nuevo todo que sustituye al trascendente no puede ser el todo del universo, tal como ha sido creado por Dios: eso supondría siempre un recurso a su origen y a su causa divina. Se trata de un todo construido por el hombre ―inmanente al hombre mismo(de aquí la praxis, la acción, la transformación del mundo) y convertido en fin último. Es tan inmanente el hombre mismo, que el nuevo último fin se presenta como el hombre verdadero, el hombre total, el hombre social.
El desarrollo del cogito cartesiano llega con esta a sus últimas consecuencias. Al querer poner el ser en la conciencia, la trascendencia se pierde porque se quiere perderla: una justificación teorética de ese mal querer sólo es posible con la traslación del fundamento del ser a la conciencia. A la pérdida del ser sigue la pérdida de la verdad [25], y sigue también la pérdida del bien y del fin verdaderos. Si el ser sólo es verdad como ser de conciencia (de conciencia sensible a Marx), el bien estará también ahí y ése será el fin último: las radicalizaciones sucesivas del pensamiento «moderno» han ido explicitando las consecuencias del principio mismo. La radicalización de Marx ―una de las últimas de su historia― ha consistido en poner como fin último el bien de la conciencia sensible, esto es, el yo humano reducido a lo sensible en una sociedad materialista a la que esta obra de juventud Marx llama Estado, en una forma sociopolítica que constituye el fin de todos los individuos y de todas las cosas.
Marx parece reivindicar lo social frente al individualismo hegeliano y de los sistemas políticos existentes en su época. Aparte de que Hegel no es individualista ―aunque tenga esa apariencia―, en estos sistemas políticos se trata de un individualismo dentro de la inmanencia, esto es, desprovisto ya de esa ordenación al Todo por esencia. Si el planteamiento es incorrecto, la solución debe serlo también necesariamente. Si se olvida la ordenación al verdadero bien último que es Dios, afirmar lo colectivo o lo individual no puede ser más que una consideración parcial y deformada de la realidad. «Sin embargo, esto es, desde los tiempos de Hobbes hasta nuestros días, una de las antinomias más curiosas que se han logrado establecer a base de plantear mal el problema. Y así, o se afirma lo individual negando lo comunitario, o se afirma lo colectivo a modo de unidad sustancial ―lo que hace fraudulento el uso del término común―, sin dejar un resquicio a lo individual, o se intentan los más estrambóticos equilibrios para dar 'a cada uno lo suyo', como, por ejemplo, el intento de disociar en el hombre singular a la persona ―extrañamente comunitaria― del individuo ―extrañamente desindividualizado―, uniendo una religiosidad reducida al ámbito de la conciencia con una forma político‑social colectivista. Quizá este enojoso asunto tenga su raíz última en el nominalismo ―más como tendencia que como escuela―, pero su raíz próxima parece estar en el racionalismo cartesiano» [26].
De esta reducción del fin último se sigue que la familia carezca de sentido en sí misma y dependa totalmente del Estado (o del Estado proletario, antes), como ocurre en el marxismo con todas las instituciones privadas. En este sentido choca la concepción que Marx tiene del nacimiento como algo meramente físico e «irracional» (pp. 45, 48, 119).
De igual manera se sigue la pérdida de la libertad personal: la decisión del individuo es considerada «arbitrio irracional» (p. 48); la verdadera libertad, según Marx, estaría en la ordenación al Estado [27]. Toda iniciativa del individuo, en cuanto privada, debe ser suprimida, y el mismo individuo se disuelve en el Estado, identificándose con su clase cuando ésta es universal (pp. 97 y 98).
La concepción deformada del Estado por constituirse como el todo que sería fin último del hombre (tanto en Marx como en Hegel) está en claro contraste con la visión fundamental de lo que es el Estado según una recta inteligencia natural. El fin del Estado no es el acopio de bienes materiales: esto sólo tiene valor instrumental y secundario, lo que no quiere decir poco importante. El bien común de todos los hombres no es el Estado, sino la sociedad y, sobre todo, Dios, y su consecución es el fin último del hombre, de cada hombre. La sociedad se sitúa en esta línea como un medio de que dispone el individuo para mejor alcanzar ese fin, aunque se trate de un medio que ―por estar más cerca del fin último, por ser superior al bien de la sola parte― sea también cierto fin del individuo. La limitación del Estado como fin del individuo es todavía mayor si se considera que sólo está para gobernar y administrar la sociedad, que a su vez permanece en el orden natural, y que el hombre ha sido llamado a un fin sobrenatural, a conocer y amar a Dios por esencia. Ninguna razón de Estado puede conculcar la consecución de este fin sobrenatural por parte del hombre, ni en mucho ni en poco, pues «el más pequeño bien de la gracia vale más que todo el bien del universo» [28].
El sentido que tiene el Estado es ayudar a los hombres ―a cada hombre― a conseguir su último fin. «El fin de la multitud congregada es vivir virtuosamente. Pues los hombres se congregan para que juntos vivan bien, lo que no puede conseguirse viviendo singularmente cada uno; pero la vida buena es la virtuosa, luego la vida virtuosa es el fin de la congregación humana. No es el último fin de la multitud congregada el vivir virtuosamente, sino por medio de la vida virtuosa llegar a la fruición divina» [29]. La función del Estado es limitada ciertamente, pero altamente positiva. Bajo esta perspectiva se entiende bien que no haya ―no tiene por qué haberla, procediendo ambas de Dios― ninguna oposición entre individuo y sociedad, entre interés privado e interés común, entre lo personal y lo social. «Lo más profundo de Hegel ―dice Marx― es que siempre comienza con la oposición de las determinaciones y pone el acento en ellas» (p. 67). En resumen: «Dios ha ordenado igualmente que el hombre tienda espontáneamente a la sociedad civil, exigida por la propia naturaleza humana. En el plan del Creador, esta sociedad civil es un medio natural de que cada ciudadano puede y debe servirse para alcanzar su fin, ya que el Estado es para el hombre y no el hombre para el Estado. Esta afirmación no puede entenderse en el sentido del llamado liberalismo individualista, que subordina la sociedad a las utilidades egoístas del individuo, sino sólo en el sentido de que, mediante la ordenada unión orgánica con la sociedad, sea posible para todos, por la mutua colaboración, la realización de la verdadera felicidad terrena y, además, en el sentido de que en la sociedad hallen su desenvolvimiento todas las cualidades individuales y sociales insertas en la naturaleza humana, las cuales superan el interés particular del momento y reflejan en la sociedad civil la perfección divina, cosa que no puede realizarse en el hombre separado de toda sociedad» [30].
3. La reducción de la actividad humana a la política económica
La última perfección en las criaturas no viene dada con su ser sustancial, sino que se adquiere con la operación; poseen ya ―con el ser― cierta perfección, aunque no completa. Esta operación que perfecciona a la criatura no es la externa ―o transeúnte― que acaba en un objeto externo producido, sino la interna o inmanente, en el sentido de producir un efecto en el mismo sujeto. Es una operación que se distingue del sujeto que obra, del fin a que tiende y de la consecución de ese fin.
Marx afirma que el hombre alcanza su fin con la operación; pero afirmación también ―y esto es erróneo― que antes de alcanzar ese fin el hombre no tiene la perfección sustancial: «no puede aparecer como lo que ya es, porque ¿qué es?» (p. 91).
Dice también que esa operación es externa, consistente en transformar el mundo, económica y políticamente. Si al negar la participación trascendente el bien común se reduce a un bien material, la operación para adquirir ese fin se reducirá también a una actividad material, según la nueva concepción dialéctica de la materia. Así se explica que la actividad funda mental del hombre sea ―según Marx― la actividad política, entendida exclusivamente como actividad «democrática» de orden económico, y que toda actividad que no tenga significado político o que no sea «democrática» y social, no sea una actividad humana. Para Marx, el matrimonio, la educación, el trabajo, el descanso y todo lo que el hombre hace no tiene más que un sentido: construir el Estado comunista, construir el hombre social.
Esta reducción ―se trata de politizarlo todo, de ver todo en clave «democrática» o social― no tiene otra justificación que la simple coherencia con los postulados de los que Marx parte, y, en concreto, con el fin preestablecido de que el Estado y, antes y de algún modo, el Estado, sea el todo del hombre.
Es cierto que hay una unidad de fondo en todas las actividades humanas, que procede de la unidad de su fin último, por encima de la variedad de los fines intermedios, que son medios para conseguir otro fin más alto. Por eso hay que decir ―y éste es el verdadero sentido de la unidad de significado de la actividad humana― que el hombre puede y debe dar a todas sus acciones un sentido divino, dirigirlas todas a Dios, que es su fin último, el que más principalmente le mueve, también cuando se dirige a otros fines‑medios. San Pablo llega a decir: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (Cor. 10,31). Todos los demás fines que no son el último fin no pueden, por tanto, atraer y encaminar a sí todas las actividades del hombre. Quizá muchas podrán dirigirse a alguno de estos fines intermedios, pero nunca todas. Por eso, refiriéndose a la ordenación al bien del universo ―al bien de la comunidad humana o al Estado―, Santo Tomás pudo escribir: «El hombre no se ordena a la comunidad política con todo su ser y con todas sus cosas; y, por consiguiente, no es necesario que cualquier acto suyo sea meritorio o demeritorio en relación con la comunidad política, sino que todo lo que el hombre es, y todo lo que puede y tiene, debe ordenarse a Dios» [31].
Hay que considerar, además, que los bienes particulares tienen razón de fin en cuanto que se ordenan al fin último, de modo que si se desvinculan de éste, dejan de ser buenos y dejan de ser fin, pues las cosas que son para un fin no se dicen buenas sino en orden a ese fin. «El bien secundario y como particular del hombre puede ser doble: uno, que es verdadero bien, en cuanto ordenable de por sí al bien principal, que es el último fin; otro, en cambio, es bien aparente y no verdadero, porque separa del bien final. Por tanto, está claro que la verdadera virtud es aquella que ordena al principal bien del hombre. (...) Pero si la acción se ordena a aquel bien particular que no es bien verdadero, sino aparente, entonces no será verdadera virtud, sino falsa semejanza de virtud (...). En cambio, si ese bien particular es un verdadero bien, como, por ejemplo, la conservación de la ciudad o algo semejante, entonces será verdadera virtud, aunque imperfecta si no se refiere al bien perfecto y final» [32].
Sólo es posible la reducción de significado de la actividad humana cuando se ha reducido el fin último y se ha convertido lo parcial en totalidad. La actividad y el significado humanos quedan reducidos a lo político (y a un tipo deformado de política, reducida a economía) cuando se ha suprimido porque sí ―no hay otra razón para hacerlo― el verdadero fin último, ordenando y rebajando al hombre a la construcción de la ciudad terrena entendida de una manera falsa y desordenada, que separa del último fin que es Dios.
Marx tiene razón al señalar la alienación política que se da en el sistema hegeliano, donde el Estado ya es el todo, pero de tal forma que lo es sólo para algunos, y los demás no alcanzan su fin: están alienados. Pero Marx no critica que el Estado sea el todo, sino sólo que un todo que no es para todos, y propugna la eliminación de esa anomalía suprimiéndolo, y construyendo un Estado que sea el todo para todos. Con eso, Marx no llega a la raíz del error hegeliano, que está precisamente en tomar como último fin lo que no lo es. A Marx se le escapa así la verdadera alienación del hombre, que es estar separado de Dios, o mejor, convierte esa separación de Dios en requisito para sus sucesivas reducciones.
Frente a esta concepción restringida y deformada, hay que recordar que «la norma de la actividad humana es ésta: que según el designio y la voluntad divina, sea conforme con el genuino fin del género humano y permita al hombre ―individual o puesto en sociedad― el desarrollo y la perfección de su vocación íntegra» [33]. Cuando se prescinde de la voluntad y el designio divinos y se rebaja el fin último del hombre, la actividad humana se presenta entonces como exclusiva y esencialmente política y social, pero en realidad ya no es acción política y social en sentido verdadero, sino acción «conforme a aquel espíritu de vanidad y malicia que convierte la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres, en instrumento de pecado [34].
Esta reducción de la actividad y de la
aspiración humana no puede conseguirse en la práctica sino por medio de
la represión contra lo que se opone a esa limitación artificialmente impuesta.
De aquí se sigue que la violencia es algo propio e intrínseco al marxismo. Sin
embargo, algunos marxistas sostienen que se negará a una etapa final ―la
sociedad comunista― donde no será necesaria la violencia represiva,
porque se habrá alcanzado la armonía de todos los individuos y porque todas las
voluntades estarán sujetas al interés del Estado, con excepción de los casos
aislados, «excesos individuales» [35].
Esta situación final no pasa de ser contradictoria, además de degradante,
porque las voluntades se ordenan inmediatamente a Dios, que es su principio, y
jamás podrán estar todas voluntariamente sujetas al Estado como fin
último. Y lo que el marxismo no puede es cambiar la naturaleza humana, por más
que la niegue teóricamente. «La ley natural y el Autor de la ley natural no
pueden ser conculcados impunemente; el comunismo no ha podido ni podrá lograr
su intento, ni siquiera en el orden económico» (Pío XI, Enc. Divini
Redeptoris).
4. La absolutización del pueblo
a) La democracia absoluta
Para Marx, la realidad depende de la determinación de la voluntad (p. 46), y la voluntad real es únicamente la voluntad del pueblo: «La voluntad tiene su verdadera existencia como voluntad general sólo en la voluntad popular consciente de tí» (p. 78). Se trata, además, de una voluntad que no se distingue de la materia, pues fuera de ella nada es (p. 119). Por eso, según él, la verdad depende del pueblo, y sólo lo que éste determina es verdadero; de ahí se sigue que sólo lo «democrático» es verdadero y sólo lo social es real y bueno (pp. 42‑43).
Para Marx, el pueblo es el Estado, y de ahí concluye que sólo la democracia absoluta es la auténtica forma política del Estado, pues sólo en ella se dan juntas la forma y el contenido del Estado como negación del Estado (p. 43). Toda otra forma política ―todo Estado― no es sino una contradicción que trata de separar al hombre de su verdad, impidiéndole su actividad humana (económica). De acuerdo con esto, la praxis es acción popular en su forma y en su contenido, y trata de politizar todo, precisamente haciendo «tomar conciencia» al pueblo ―a la masa― de esa soberanía que le corresponde [36]. Marx contrapone individual‑social, personal‑social, monarquía‑democracia, como alternativas incompatibles entre sí. Reacciona contra el individualismo político y elige el socialismo político: L’État c’est moi, dijo Luis XIV; el Estado es el pueblo, dice Marx (p. 40). Pero esa opción está mal planteada y, por tanto, la solución ―cualquiera de las dos― será siempre falsa, insuficiente y deformada. Ya se vio antes el defecto del dilema «o Dios, o el hombre», que Marx pone paralelamente a este otro: «o el monarca, o el pueblo». La raíz del mal planteamiento está en tomar como absolutos ―como el todo― ambos elementos, cuando en realidad no lo son. En el primer dilema, sólo Dios es el Todo, un absoluto simpliciter, mientras que el hombre ―y la comunidad humana― son sólo un cierto todo, relativo. De aquí se sigue que en el segundo dilema, realmente ninguno de los dos elementos sea un todo simpliciter, sino sólo relativos, y que, por tanto, pueden darse juntos. La pretendida exclusión de uno de los dos es falsa [37].
En una buena ordenación, lo social no se opone a lo individual, sino que ambos se dan juntos, se sirven y ayudan mutuamente, y no puede quitarse uno sin quitar el otro. El bien del individuo es el bien de los demás, de la sociedad, y el bien de todos es el bien también del individuo, sin que estén al mismo nivel uno y otro, por la complejidad de orden. Lo que sucede en el cuerpo humano, donde la bondad de una parte redunda en beneficio de todas las demás y del conjunto, y la bondad del todo ayuda también a la bondad de la parte, es un ejemplo ilustrativo de lo que sucede en el cuerpo de la sociedad humana. «El orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, y no al contrario, ya que el orden real debe someterse al orden personal... El orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el amor» [38].
Esta conjunción de lo personal con lo colectivo se da siempre en una buena ordenación, y la buena ordenación se consigue no por la uniformidad monista de los individuos, destruyendo las diferencias naturales y reduciéndolas a simples diferencias accidentales (técnicas, económicas, físicas), sino por la unión de afecto, por el amor nacido del ser, de la perfección comúnmente poseída. La limitación del planteamiento marxista está en la supresión del amor, en la reducción de todo sentimiento al sentimiento de odio. En su sistema, la lucha, la violencia, la revolución son el camino obligado de la acción política. Era necesario que acabase ahí, después de haber apartado a la voluntad de su verdadero fin, que es Dios; este desorden de la voluntad en el afecto primero lleva al desorden en la relación con las demás creaturas: no se las ama, sino que se las odia. En el Estado ―para Marx― no puede haber paz ni concordia; tampoco hay pueblo ni hay democracia, sino simplemente agregación material de seres con intereses contrapuestos. «Hay sociedad solamente donde la concordia de las razones y de los corazones enlaza y une individuos y personas» [39]. Se entiende bien la exhortación de León XIII para fomentar la caridad, «señora y reina de todas las virtudes, ya que la ansiada solución se ha de esperar principal mente de una gran efusión de la caridad» [40].
b) La supresión de la jerarquía
Consideremos ahora el rechazo marxista de la autoridad de toda potestad que no sea el pueblo como totalidad. Marx considera la autoridad presentada por Hegel como una voluntad opuesta a la voluntad del pueblo: «La posibilidad de la oposición se encuentra siempre donde se encuentran voluntades diversas» (p. 105). Otros autores marxistas sostendrán que en la etapa final no habrá ni gobernantes ni gobernados. Marx reclama para el pueblo el poder legislativo y también el poder gubernativo, que «pertenece al pueblo entero en grado mucho mayor que el poder legislativo» (p. 66). El pueblo se gobierna a sí mismo y toda jerarquía sobra, porque en definitiva no sería más que una coacción al pueblo: «la jerarquía es el abuso capital» (p. 65).
El defecto original de identificar todo, suprimiendo cualquier distinción, lleva ahora a suprimir toda diferencia y jerarquía instituidas. «Debe respetarse en primer lugar la condición humana: no puede igualarse en la sociedad civil lo alto con lo bajo. Los socialistas lo pretenden, pero es vana tentativa contra la naturaleza de las cosas. Y hay por naturaleza entre los hombres muchas y grandes diferencias: no son iguales los talentos de todos, ni la habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas» [41]. Esta diferencia se manifiesta principalmente en el orden y en la jerarquía que existe por naturaleza en la sociedad humana. «Es errónea la afirmación de que todos los ciudadanos tienen derechos iguales en la sociedad civil y no existe en el Estado jerarquía legítima alguna» [42]. El único sentido que para Marx tendría la autoridad es el de conducir hasta el Estado comunista, es decir, llevarla a su desaparición; en cualquier caso, no se trataría de una autoridad instituida, esto es, exigida por la misma naturaleza de la sociedad humana, sino de una autoridad puesta por el pueblo como medio transitorio para realizar el hombre social que, según él, rechaza toda potestad. Después de rechazar a Dios, no tiene más remedio que rechazar la autoridad: non est enim potestas nisi a Deo (Rom 13,1; cfr. Io 19, 11). «Muchos de nuestros contemporáneos, siguiendo las huellas de aquellos que en siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de filósofos, afirman que todo poder viene del pueblo. Por lo cual, los que ejercen el poder no lo ejercen como propio, sino como mandato o delegación del pueblo, y de tal manera que tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad popular que entregó el poder puede revocarlo a su antojo. Muy diferente es en este punto la doctrina católica, que pone en Dios, como en su principio natural y necesario, el origen del poder político.
Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga a esta elección. Con ella se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer. No se trata en esta encíclica de las diferentes formas de gobierno. No hay razón para que la Iglesia desapruebe el gobierno de un solo hombre o de muchos, con tal que ese gobierno sea justo y atienda a la común utilidad. Por lo cual, salvada la justicia, no está prohibida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera de ser o a las instituciones y costumbres de sus mayores.
Pero en lo tocante al origen del poder político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios (...). Es imposible encontrar una enseñanza más verdadera y más útil que la expuesta. Porque si el poder político de los gobernantes es una participación del poder divino, el poder político alcanza por esta misma razón una dignidad mayor que la meramente humana» [43].
Conviene notar la coincidencia de Hegel y Marx en el concepto de autoridad. Según Hegel, al Gobierno y a la autoridad pública compete dirigir los intereses privados al interés universal del Estado, de donde se sigue que el gobierno es «el lugar del conflicto de los intereses privados entre sí y de éstos con los intereses más altos del Estado» (p. 54). Marx tiene razón al rechazar una autoridad concebida sólo como órgano de justicia y de represión que se opone al interés privado y al pueblo; pero en vez de superar esa limitación de contenido y función, la considera irremediable y opta por suprimir de raíz toda autoridad. Se le escapa así lo más importante de la misión de la jerarquía, que es no sólo velar por la justicia y el orden público, sino, sobre todo, robustecer los vínculos de unión entre los individuos, haciendo que voluntariamente cooperen en la consecución del bien común, que es también el bien de todos ellos. «Los legisladores más cuidan de conservar la amistad entre los ciudadanos que de la misma justicia» [44]. La potestad humana es una participación de la suprema potestad divina, que dirige a las creaturas «conservando la dignidad y la perfección de todas, haciendo que muchos en lo mismo cooperen con Dios» [45]. Esta cooperación jerárquica de todas las creaturas con Dios es un signo del obrar divino: «de todas las cosas, lo más divino es ser cooperador de Dios, y de aquí procede el orden» [46].
5) La reducción de la ley a la ley positiva democrática o popular
Marx dice que «el hombre es el principio de la constitución» (p. 30) y que el pueblo es la misma constitución (p. 41). En otros lugares dice que «no es el hombre para la ley, sino la ley para el hombre» (p. 42). Por tanto, el hombre es ley para sí mismo y origen de toda ley: «la constitución hay que reconducirla a su real fundamento, al hombre real, al pueblo real, y ponerla como obra de él» (p. 41).
Con esta concepción desaparece el respeto y aceptación de la ley natural, ya que ésta no proviene de la voluntad del hombre, sino que le es dada por Dios; y a fortiori, desaparece la consideración de la ley eterna. Esta conclusión era inevitable desde el momento en que se fundó el ser en la conciencia humana, en el pensamiento. La ley sigue al ser, y si el ser es fundado por la conciencia (sensible según el concepto marxista), la ley dependerá también de ella. No habrá más ley que la dictada por el hombre, esto es, por el pueblo; y no habrá más leyes que las económico‑políticas.
A esta reducción postulada por el principio de partida, en claro contraste con la recta inteligencia que nos habla de una ley impresa en los corazones por la que distinguimos lo que es bueno y lo que es malo, acompaña también una deformación de esta luz innata que es la conciencia. Desaparece la conciencia personal, sustituida ahora por una conciencia «cívica», social, democrática, que lleva a aceptar las leyes no porque en sí sean buenas, sino porque proceden del pueblo, porque son democráticas. La palabra conciencia significará la inteligencia general para comprender y prever los asuntos del pueblo, la habilidad de organizar, planificar y calcular oportunidades [47].
El pecado no existe en el marxismo, porque no hay Dios a quien se pueda ofender ni ley natural o eterna que pueda transgredirse. Su lugar es ocupado ahora por el delito político ―el más grave de todos los delitos sería la traición al pueblo o al partido―, por la afrenta a la democracia, o simplemente, por el «error» político, económico, cuya rectificación justificará incluso la eliminación del individuo que se equivoca [48].
Según el marxismo, cuanto se ordene a la consecución política y social, está justificado, pues el Estado es todo y vale más que la parte. El asesinato' la revolución, la explotación, todo se justifica con tal de que sirva al programa socialista. Con la reducción operada sobre el último fin, el «hasta cierto punto» que dominaba las medidas políticas y sociales ―sujetas a un orden superior― desaparece. Entonces, todo es lícito con tal de que sea «democrático», «político», «social». La persona, su vida, sus derechos, no cuentan ya nada. «Es un hecho que, cuando la religión queda desterrada de un Estado y se rechaza la doctrina y la autoridad de la revelación divina, la misma noción verdadera de la justicia y del derecho humano se oscurece y se pierde, y la fuerza material ocupa el puesto de la justicia verdadera y del legítimo derecho. Este hecho explica claramente por qué algunos hombres, negando con un desprecio completo los principios más ciertos de la sana razón, se atrevan a proclamar que la voluntad del pueblo, manifestada por lo que ellos llaman opinión pública o de otro modo cualquiera, instituye la ley suprema, independiente de todo derecho divino y humano» [49].
Después de estas consideraciones, resulta difícil hablar de ética en el marxismo, voluntariamente privado de toda referencia a una ley y a una norma moral invariable: «la persona del derecho privado y el sujeto de la moralidad son la persona y el sujeto del Estado.. . Es un gran mérito de Hegel ―aunque inconsciente, bajo un cierto aspecto, por cuanto Hegel presenta como idea real de la eticidad al Estado que tiene por presupuesto tal moral― haber puesto la moderna moral en su verdadero sitio» (p. 122). La norma de conducta no existe como tal, sino sólo como trabajo productivo o como acción política de carácter democrático y social.
No faltan expresiones de Marx que podrían hacer pensar en una reivindicación de valores morales, como cuando critica la definición hegeliana de sociedad: «la sociedad civil es el campo de batalla de interés individual de todos contra todos» (p. 54), o rechaza el egoísmo privado de ver en el Estado el custodio de los intereses particulares (ibídem). En otros lugares, parece defender al individuo: «el hombre real es el hombre privado de la actual constitución del Estado» (p. 61), o al pueblo, de quien dice Hegel que «significa la parte que no sabe lo que quiere», y a la que «corresponde el punto de vista negativo de atribuir mala voluntad al gobierno» (p. 76). Expresiones análogas se refieren, a veces, a la libertad, a la familia, al trabajo, etc.
Estas afirmaciones deben entenderse según el pensamiento de Marx. El no se opone al egoísmo ni a la injusticia por ser injusticia, pues los considera valores abstractos que carecen de sentido [50]. Propiamente, lo que Marx rechaza es que en la visión hegeliana el egoísmo no puedan ejercitarlo todos, sino sólo algunos (pp. 131‑133). Tampoco rechaza la voluntad absoluta y arbitraria, sino que sea ejercida sólo por un individuo (el monarca) o por unos pocos (el gobierno). No se opone a la lucha dentro de la sociedad presentada por Hegel, sino a que esa lucha no sea la de «todos» (una clase) contra «Unos pocos» (todas las demás clases). Marx suprime (para todos) la propiedad privada, porque es propiedad de unos pocos. Suprime también el derecho privado ―el derecho de la persona―, porque es un derecho abstracto e ilusorio, y el único derecho es el del Estado (p. 122). En definitiva, la aparente reivindicación del individuo particular de algunos párrafos de Marx se resuelve en la identificación del individuo con la clase y en su posterior disolución en el Estado. En el hombre total que Marx postula desaparece el individuo, todo lo personal, todo lo privado.
6. La supresión de la propiedad privada
Marx rechaza la propiedad privada, no por razones económicas ―de las que en este libro juvenil no da ninguna―, sino por razones filosóficas, previas a toda otra consideración. Marx rechaza toda propiedad privada por considerar que al admitirla, «la propiedad privada se convierte en el sujeto de la voluntad, y entonces la voluntad es sólo un predicado de la propiedad privada» (p. 114). Su concepto materialista de la voluntad humana ―dependiente del ser puesto por la conciencia sensible― le lleva a ver en la propiedad privada una alienación del hombre, porque es «una determinación sustancial, que constituye la persona en sí misma, la esencia general de la autoconciencia de la clase de los señores terratenientes» (p. 114). Marx concluye que la propiedad privada elimina la libertad: «en ella mi voluntad no posee, sino que es poseída» (p. 115), «y en lugar de existir la propiedad porque yo pongo en ella mi voluntad, sucede lo contrario: que existe mi voluntad en cuanto es puesta en la propiedad» (ibídem).
Para Marx la voluntad no trasciende la materia, sino que depende enteramente de ella, y viceversa: «si la materia no debe ya ser nada por sí misma ante la voluntad humana, la voluntad humana no conserva ya nada por sí fuera de la materia» (p. 119). Según esto, concluye que la posesión privada es una alienación ―la raíz de todas las demás―, pues al poseer unos bienes determinados, el hombre es determinado por ellos ―«se cosifica» (p. 120)―, en vez de ser determinado por la voluntad real y universal, que es «la voluntad popular consciente de sí» (p. 78); de ese modo, el individuo «se separa» de los demás y «se pierde» para su realización como hombre real y verdadero, que sería el hombre social.
La reducción del ser a la
conciencia sensible le lleva a Marx a esta conclusión, porque tampoco las
potencias trascienden el ámbito de la materia dialéctica. La voluntad queda así
reducida a una mera determinación y decisión de poder que no trasciende lo
material: su bien último es un Estado constituido únicamente por
relaciones económicas; su capacidad de elección y determinación se extiende
sólo a cuestiones
económico-políticas; su objeto no trasciende lo sensible y la misma voluntad se
identifica con él.
Pero en ―realidad la voluntad no es lo que Marx dice. Es una potencia espiritual, cuyo objeto propio es el bien en toda su amplitud, y primeramente el bien espiritual. La voluntad es una potencia del alma espiritual y se ordena inmediatamente a Dios y depende sólo de El. Santo Tomás distingue en ella dos actos. Al primero ―voluntas ut natura― corresponde la volición del bien en general. Al segundo ―voluntas ut electio― corresponde la volición de los bienes particulares, que tiene carácter de elección por cuanto ninguno de ellos agota el bien en toda su amplitud y, por tanto, no mueven necesariamente a la voluntad para desearlos; por eso, ante ellos la ―voluntad es libre, ya que los trasciende al ser su objeto propio mucho más amplio. Los animales, que carecen de un alma ―espiritual y, por tanto, de entendimiento, no tienen tampoco voluntad espiritual que trascienda lo sensible y, en consecuencia, no tienen libertad: cuando captan algo como adecuado a su instinto, lo apetecen necesariamente y se detienen en ello.
Marx comete un tremendo fraude, limitando el objeto de la voluntad a los bienes sensibles y afirmando que el hombre se detiene en ellos cuando los posee, de donde se sigue su alienación del fin que es el hombre social y de la tarea «universal» y «democrática».
No sorprende así la insistencia con que los Romanos Pontífices ―desde Pío IX, en 1854, hasta Pablo VI, en nuestros días― han condenado la supresión socialista de la propiedad privada. No se trata de la defensa de unos intereses del individuo y de la sociedad, con ventaja para todos, incluso en el orden económico. Esta consideración sería insuficiente porque lo que en definitiva se defiende es la misma naturaleza del hombre, espiritual e inmortal, llamada además a la perfección sobrenatural en la otra vida.
El hombre, ciertamente, desea bienes materiales, y los desea con rectitud, porque no puede prescindir de ellos, siendo un compuesto de alma y cuerpo. Santo Tomás ha llegado a escribir que se requiere un mínimo de bienestar material para llegar a la contemplación [51]. También el cuerpo concurre a la consecución del fin último, que es Dios. El cristianismo no es «espiritualista»: maniqueos, montanistas, gnósticos, fueron condenados en los primeros siglos del cristianismo como herejías radicalmente opuestas a la fe cristiana.
Pero el hombre no se queda en esos bienes materiales, porque su alma es espiritual y creada inmediatamente por Dios La especulación de Marx no podrá cambiar la naturaleza del hombre, aunque pueda conseguir que algunos constituyan en fin último suyo lo que no lo es. Tampoco la sociedad es simple conjunto de relaciones económicas, ni la política tiene como fin primero el desarrollo y acopio de bienes materiales. Y por lo mismo, la posesión de unos bienes determinados ―muchos o pocos― no impedirá nunca de por sí que el individuo se ocupe en cosas más altas: la gloria de Dios y el amor al prójimo, que le llevará a preocuparse también por su bienestar material. Es más: la posesión privada de unos bienes tiene de suyo función social y comunitaria, porque cuando se usa rectamente concurre por sí misma al bien común.
A.B.D.
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[1] Cfr. C. FABRO: Gran Enciclopedia Rialp, voz «Hegel», tomo XI, pp. 632‑637; A. PLEBE: Enciclopedia Filosófica, voz «Hegel», tomo II, páginas col. 995‑1017; R. VERNEAUX: Historia de la filosofía moderna, pp. 219‑234.
[2] Ver Introducción general, pp. 28‑31; Recensión a MAO TSE-TUNG, Acerca de la contradicción, pp. 21‑24.
[3] Cfr. GHIO: Enciclopedia filosófica, voz «Mediación», tomo III.
[4] Cfr. Recensión a MAO TSE-TUNG, Acerca de la contradicción, p. 7.
[5] El término moralidad, en el sentido que Hegel le da, es peyorativo y no coincide en absoluto con el sentido que tiene la moralidad cristiana. Debe entenderse más bien, en la línea de la moral kantiana a la cual critica y se opone. Hegel rechaza la idea del imperativo categórico: «Una cosa vacía como el bien por el bien, no tiene sitio en absoluto en la realidad viviente» (Filosofía de la Historia). Según él, el deber, tal como Kant lo propone, no puede llevar más que a la escisión íntima en el ánimo del hombre; por eso, rechaza esa concepción de la moralidad, superándola con la eticidad. Su visión dista más de la moral de Cristo que de la misma moral de Kant.
[6] Antes de seguir adelante, conviene aclarar que la sociedad civil a la que aquí se refiere Marx es aquel conjunto de relaciones materiales de a existencia, que ya los ingleses y franceses del siglo XVIII (Ferguson, etc.) y el mismo Hegel habían llamado «sociedad civil». Es este concepto el que permitirá la distinción clásica en Marx y otros, entre el homo oeconomicus, bourgeois, y el homo politicus o citoyen.
[7] El subrayado es nuestro.
[8] C. CARDONA: Metafísica de la Opción Intelectual, 2ª ed., Madrid, 1973, p. 104.
[9] Estado social (Stand), como esfera, nivel o situación social; no Estado (Staat) político.
[10] «estado» (Stand, no Staat) en el sentido que tenía por ejemplo, en la Asamblea francesa, donde estaban los tres «estados»: nobleza, clero, pueblo.
[11] El subrayado es nuestro. Nótese la constante referencia de Marx a la necesidad de hacer realidad el pensamiento. Cfr. Introducción general, pp. 28‑31. y Recensión a Mao Tse‑Tung, Acerca de la práctica, passim.
[12] Cfr. Introducción general, pp. 42‑43.
[13] Cfr. p. 17 de esta recensión.
[14] Cfr. tb., pp. 29‑31.
[15] Introducción general, pp. 6, 7, 10; MAO TSE‑TUNG Acerca de la práctica, p. 11‑14.
[16] La primera edición, a cargo del Instituto Marx‑Engels, de Moscú es de 1927‑35, entre las obras completas de ambos autores. La segunda edición rusa es de 1957; y en la nueva edición preparada por el mismo Instituto aparece ya incluida entre las obras de Marx dirigidas al gran público.
[17] Cfr. Introducción general, pp. 42‑43.
[18] En la obra que nos ocupa, Marx, emplea el
término Estado, unas veces para indicar el Estado político tal como estaba
constituido en la Alemania de su tiempo; otras veces ―las más
numerosas― para referirse al Estado teorizado por Hegel; y otras para
indicar lo que será el Estado al final del proceso dialéctico de la historia.
Es importante esta distinción, para evitar equívocos; por ejemplo, a veces
Marx: dirá, criticando a Hegel, frases como «El Estado es en realidad...»:
entonces, Marx no está defendiendo o exponiendo lo que él piensa que ha de ser
el Estado en la Sociedad comunista, sino lo que es el Estado en la Sociedad
burguesa como contraposición a lo que Hegel dice que es. Otras veces, cuando
Marx dice «El Estado es ... » se refiere en cambio al Estado que el marxismo
pretende construir, que en su última fase es la negación o eliminación de toda
forma de Estado, como algo distinto de la comunidad humana en su totalidad. Para
evitar los equívocos posibles, ya en 1875 Engels proponía sustituir la palabra
Estado por la palabra comuna, para referirse a esa última fase de la
sociedad comunista, en la que la política deja de existir para subsumirse en
economía (cfr., por ejemplo, recensión a Lenin, El Estado y la Revolución, pp.
18‑19).
En el análisis que sigue, para facilitar su lectura, por Estado se entenderá tanto la concepción de Hegel, como la interpretación de Marx sobre el Estado burgués, coincida o no, con la opinión de Hegel. En cambio, por Estado (en cursiva) se designará lo que más adelante el marxismo ha llamado sociedad comunista en su última fase (en la que ha desaparecido toda forma de Estado, incluso la dictadura del proletariado).
[19] Cfr. SANTO TOMÁS: SUMMA THEOLOGIAE, III, q.42, a.1.
[20] Para este apartado, vid. También las recensiones LENIN: El Estado y la Revolución, y ¿Qué hacer?, pp. 36-41; y C. CARDONA: Metafísica del bien Común, Rialp, Madrid, 1.966, pp. 13-49.
[21] Una exposición del Estado marxista puede encontrarse en las recensiones a LENIN citadas.
[22] Cfr. Recensión a dicha obra, pp. 2 y 3.
[23] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I, q. 61 a. 3
[24] Llamamos Todo a Dios, en el sentido de Plenitudo essendi; las criaturas tienen parte de la perfección del ser, pero no sustraída de Dios, sino creada por El, y tampoco son una parte de Dios, porque Éste es un Todo simplicísimo.
[25] Cfr. Introducción general, p. 31.
[26] C. CARDONA: Metafísica del Bien Común, pp. 77‑78.
[27] Cfr. Recensión a LENIN: El Estado y la Revolución, pp. 47‑49.
[28] SANTO TOMÁS: Summa Theologiae, I-II, q. 13, a. 9, ad 2.
[29] Idem: De regimine principum, 1, c. 15.
[30] Pío XI, Enc. Divini Redemptoris.
[31] SANTO TOMÁS: Summa Theologiae, I‑II, q. 21, a. 4, ad 3.
[32] SANTO TOMÁS: Summa Theologiae, II‑II, q. 23, a.
[33] Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, n. 35.
[34] Ib., n. 37.
[35] Cfr. Recensión a LENIN: El Estado y la Revolución, pp. 55‑57.
[36] Vid Recensión a K. MARX: Tesis sobre Feuerbach.
[37] Hay que notar que no se trata aquí sólo de la monarquía en cuanto institución política ―más o menos conveniente y discutible‑, sino más bien de la monarquía en cuanto institución jerárquica de la sociedad. Marx, en efecto, presenta también como oposición irreductible la relación gobierno‑pueblo, y toda relación jerarquía‑pueblo, cuya manifestación más relevante él la encuentra en la figura de un soberano. En la fórmula «o el monarca, o el pueblo», Marx resume la incompatibilidad más general entre jerarquía y democracia, por considerar que «en la monarquía está expresada en su más alta contradicción la separación de la persona política y de la persona real ... » (p. 123), y que en ella se recapitula todo el misticismo hegeliano: «Produce una profunda impresión mística ver puesta por la idea una particular y empírica existencia, y encontrar en todos los grados una encarnación de Dios.» (pp. 51‑52).
[38] Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, n. 26.
[39] E. GILSON, Les étamorphoses de la cité de Dieu, Louvain, 1952, p. 269.
[40] León XIII, Enc. Rerum Novarum.
[41] Ibíd.
[42] Pío XI, Enc. Divini Redemptoris.
[43] LEÓN XIII, Enc. Diuturnum illud.
[44] SANTO TOMÁS: In decem libros ethicorum Aristotelis ad Nicomachum expositio, VIII, lect 1
[45] SANTO TOMÁS: De Veritate, q. IX, a. 2 ad 4.
[46] Ibídem, in c.
[47] Cfr. Recensión a LENIN: Qué hacer, p. 34.
[48] Cfr. Recensión a LENIN: El Estado y la Revolución, pp. 50‑53.
[49] Pío IX, Enc. Quanta cura.
[50] Vid. A. DEI NOCE: Il problema dell' ateísmo, pp. 293‑333.
[51] SANTO TOMÁS: Summa Theologiae, II-II, q. 188, a 7.