Contribución a la crítica de la filosofía del Derecho de Hegel
en «Karl Marx Frühe
Schriften», Erster Band, Cotta‑Verlag, Stuttgart, 1962, pp. 488‑505.
a) La crítica de
la religión.
Marx
considera la religión como un producto de la conciencia humana aprisionada en
un determinado condicionamiento social : «La miseria religiosa es, por un lado,
la expresión de la miseria real, y, por otro, la protesta contra la miseria
real. La religión es el suspiro de la creatura oprimida, la conciencia de un
mundo sin corazón, así como ella misma es el espíritu de una situación sin
espíritu. Es el opio del pueblo» (p. 488).
Puede
verse aquí un esbozo de la tesis que desarrollará más adelante el materialismo
histórico: la religión es un producto de la base socio‑económica de la
sociedad.
La tesis de Marx viene a explicar la religión
como un subproducto de un organismo enfermo. La alienación religiosa no es más
que un aspecto de la alienación humana total, que es de orden económico. La
vida religiosa, miseria y división para él, no puede ser fundamento de lo real.
Por tanto, la razón de las alienaciones hay que buscarla no en la religión,
sino en el mundo profano: «Por eso, la tarea de la historia, una vez que se ha
diluido el más allá de la verdad, es establecer la verdad del más acá. Y es
tarea sobre todo de la filosofía, que está al servicio de la historia, después
de haber desenmascarado la figura sagrada de la autoalienación, desenmascarar
esta autoalienación en sus figuras no sagradas. La crítica del cielo se
transforma así en una crítica de la tierra, la crítica de la religión en la
crítica del derecho, la crítica de la teología en la crítica de la política»
(p. 489).
Para
Marx, la religión es, pues, el refugio de un hombre alienado: una ilusión.
Suprimiendo las condiciones económicas que la han hecho posible ―piensa
él―, desaparecerá, porque el hombre, feliz, no tendrá ya necesidad de
ilusiones donde esconder su infelicidad: «La supresión de la religión, en el
sentido de felicidad ilusoria del pueblo, es la exigencia de su felicidad real.
La exigencia de quitar las ilusiones sobre su situación, es la exigencia de
quitar una situación que necesita de ilusiones. La crítica de la religión es,
pues, en germen, la crítica del valle de lágrimas del que la religión es
aureola» (p. 489). Detrás de todo esto se encuentra el intento de Marx de
prescindir completamente de Dios, no sólo prácticamente, sino como el
fundamento teorético condicionante de todo lo demás. Es decir, para poder hacer
algo positivo en la tierra hay que partir de la negación operativa de Dios.
Como este esquema dialéctico de corte hegeliano ―al provenir de una
posición inmanentista―, encorseta la realidad en unos moldes
preconcebidos. Por eso había dicho al comienzo de esta obra que «la crítica de
la religión es el fundamento de toda crítica» (p. 488). Por eso el grito que
expresa la rebelión del hombre marxista es: «Yo no soy nada y yo debo serlo
todo» (p. 501).
Puede
verse también en el párrafo anterior la vieja idea de Feuerbach. de que Dios no
es sino la proyección de un mundo imaginario de ideales a los que el hombre
aspira y que no puede alcanzar, idea que Marx acoge plenamente: «La existencia
profana del error ha quedado confutada después que su celeste oratio pro
aris et focis ha sido rebatida. El hombre que, en la realidad fantástica
del cielo, donde buscaba un superhombre, no ha encontrado más que un reflejo de
sí mismo, no estará ya obligado a encontrar únicamente la apariencia de sí
mismo ―solamente la negación del hombre― allí donde busca y debe
buscar su propia realidad» (p. 488).
En
este contexto materialista se entiende que Marx diga que «es el hombre quien
hace la religión v no la religión la que hace al hombre» (p. 488). Este es el
presupuesto del que Marx parte y en el que se apoyan sus demás afirmaciones.
Sólo que es un fundamento a priori que Marx no ha demostrado, ni hubiera
podido hacerlo.
«La
religión es precisamente la autoconciencia y el sentimiento que el hombre tiene
de sí mismo, el cual, o todavía no se ha poseído a sí mismo, o, si lo ha
conseguido, se ha vuelto a perder después» (p. 488). La religión, para Marx,
sería una ilusión colectiva, una falsa representación de un mundo a su vez
falso, que así quedaría justificado a los ojos de aquellos que lo producen.
Producto humano ―dice― debido a la existencia de relaciones falseadas
entre los hombres en el plano político y económico.
«Pero
el hombre no es una esencia abstracta, arrinconada fuera del mundo. El hombre
es el mundo del hombre, estado sociedad. Este estado, esta sociedad producen la
religión, una conciencia trastornada del mundo, porque ellos mismos son un
mundo trastornado. La religión es la teoría general de este mundo, su compendio
enciclopédico, su lógica en forma popular, su point d'honneur espiritual,
su entusiasmo, su sanción moral, su complemento solemne, su razón universal de
justificación y consolación. Es la realización fantástica de la esencia humana,
porque la esencia humana no posee ninguna realidad verdadera. La lucha contra
la religión es, pues, la lucha contra aquel mundo del que la religión es aroma
espiritual» (p. 488). De nuevo nos encontramos aquí con la afirmación de que la
religión es un producto del condicionamiento social. Esta argumentación se
repite como una música de fondo. La negación de la esencia del hombre, de corte
historicista y hegeliano, es importante por la carga antimetafísica que
comporta. Es un paso más en el camino de su lucha contra la trascendencia.
b) La alienación filosófica.
Tras
el preámbulo dedicado a la religión ―exigencia teorética de la
desalienación del hombre―, pasa Marx a criticar la filosofía inmanentista
especulativa.
La
situación interna de Alemania en aquella época era la siguiente. En el fondo
del panorama intelectual están las filosofías románticas de Haller, Müller,
Schlegel, aunque ya habían perdido su primitivo prestigio. El debate estaba
centrado en tomo a la sucesión hegeliana. La derecha, que había emprendido la
tarea de la defensa de la ortodoxia prusiana, representaba un papel más bien
escaso. La izquierda, en cambio, que reanudaba la tradición radical anterior
del liberalismo filosófico y político, navega viento en popa. Frente al sistema
hegeliano, adoptado por la derecha, la izquierda opone la dialéctica hegeliana,
el método: la idea entraña y exige una modificación incesante de lo, «real». El
método dialéctico se convierte así en una doctrina de acción. Pero como la
acción tiene sus propias leyes y se acomoda mal a las exigencias de la Idea,
pronto se produce una inversión de la doctrina de Hegel: la acción, lo «real»,
ya no están ligados al desarrollo de la idea. No es ya ésta la que influye en
el desarrollo de las condiciones prácticas y sociales, sino que son éstas las
que influyen en el desarrollo de la idea.
En
ese ambiente escribe Marx esta obra. A pesar de que «la crítica del cielo se
transforma en crítica del derecho y la crítica de la teología en crítica de la
política», Marx no pasa inmediatamente a criticar la política. Es cierto que
esta obra tiene una gran virulencia política y que, a primera vista, puede
parecer que está sólo atacando el sistema político de la Alemania de la época.
Pero ésta sería una visión superficial. Detrás se esconde, de un lado, el
ataque a lo que, según él, constituye la alienación filosófica; y de otro, el
intento intelectual de incoar un camino que termine en la revolución.
Marx
ve que entre el mundo de la religión y el de la política hay otro mundo
intermedio por el que el hombre puede evadirse de la realidad: la filosofía,
que a sus ojos no goza de autonomía. Es ésta ―dirá― tanto un
sucedáneo de la religión, en cuanto que la filosofía (la de Feuerbach, se
entiende) se declara constituida por representaciones de las que ella es la
verdad, como una justificación teórica de ese mundo político que considera
podrido, en base al ejemplo de la filosofía hegeliana al servicio de Prusia. Por
eso ―insistirá― la crítica filosófica se impone cuando la filosofía
intenta ser una disciplina con pretensiones de totalidad, cuando intenta rendir
cuentas de todo lo real y dictar todas las acciones.
Marx
se enfrenta con la filosofía alemana porque la realidad política se encuentra
protegida con justificaciones trascendentes que hay que destruir previamente.
Por eso, en lugar del original (el régimen político prusiano), se enfrenta con
la copia, es decir, con la filosofía del derecho y con la filosofía política e
histórica alemana: «El escrito que sigue... no se conecta inmediatamente con el
original, sino con una copia, con la filosofía alemana del Estado y del
derecho» (p. 489).
Cabe
pensar que el auténtico motivo de la crítica de Marx no era tanto el que la
filosofía justificase un régimen político cuanto el que esas justificaciones
fuesen trascendentes. Marx puede consentir la justificación, pero no puede
aceptar lo trascendente. Por eso, en el fondo, aunque la crítica de la religión
intente presentarla como algo por lo que hay que pasar, pero que no es
objetivamente demasiado importante, no dejan de ser llamativas sus continuas
referencias a ella. En realidad es que la crítica de la religión es vital para
quien quiere construir un mundo a pesar de Dios.
En el plano de la realidad ―dirá― la crítica que hay que hacer en Alemania ya ha sido llevada a cabo por otros pueblos especialmente por Francia durante su Revolución: «La negación de nuestro presente político se encuentra ya como un hecho polvoriento relegado en el desván de la historia de los pueblos modernos» (p. 490). El resultado es un anacronismo. Alemania ha participado en todas las restauraciones de otros pueblos sin haber nunca conocido sus revoluciones. «El moderno Antiguo Régimen es ahora más bien el comediante de un ordenamiento social, cuyos verdaderos héroes están muertos... La comedia no es sino el camino que usa la historia para que el género humano se separe alegremente de su pasado» (pp. 492‑493).
En este sentido, sigue diciendo Marx, la crítica de la situación política alemana no exige mucho esfuerzo. Será una crítica práctica, porque la crítica del espíritu que la sostenía ya ha sido hecha.
Alemania es para Marx el remate del Antiguo Régimen que pervive en ella, cuando el Estado moderno ha aparecido ya. Representa la ceguera personal de la clase dirigente: «Esta lucha contra el status quo (Marx escribe siempre status en vez de statu) alemán no carece de interés para los pueblos modernos, pues es la lucha contra el pasado político de esos pueblos, todavía angustiados por las reminiscencias de tal pasado. Les resulta muy instructivo ver al Antiguo Régimen, que en ellos cumplió su tragedia, recitar su comedia con estribillo alemán. Mientras la fuerza preexistente del mundo y la libertad... era una idea personal, su historia era trágica... Mientras el Antiguo Régimen, como ordenamiento social existente, luchaba contra un mundo que se venía formando, había, por su parte, un error de la historia mundial, pero no un error personal» (p. 492).
Los gobiernos alemanes
―sigue diciendo― combinan los defectos del mundo moderno político,
de cuyas ventajas no participamos, con los bárbaros defectos del Antiguo
Régimen. Participa no de lo juicioso, sino de lo que de irracional hay en los
gobiernos modernos. Como en el Pantheon romano se encontraban los dioses de
todos los países, así en el Sacro Romano Imperio alemán se encuentran los
pecados de todas las formas políticas... «Pero si Alemania ha seguido la evolución
de los pueblos modernos sólo con la actividad abstracta del pensamiento sin tomar materialmente parte en
los esfuerzos reales de esta evolución, ella, por otra parte, ha compartido los
dolores de esta evolución sin compartir sus placeres, sin una parcial
satisfacción siquiera. A la actividad abstracta, de un lado, corresponde, de
otro, el sufrimiento abstracto» (p. 499). Por eso, «no hay que dejar ni un solo
momento a los alemanes que se ilusionen o se resignen. Hay que hacer más
angustiosa la opresión real añadiendo la conciencia de esa opresión. Hay que
hacer la afrenta más sensible haciéndola pública» (p. 490). Puede advertirse
aquí el intento de forzar la realidad para acoplarla a sus esquemas
dialécticos. Frente a la actitud del cristiano que trata de resolver los
conflictos mediante la justicia y la caridad, la actitud del marxista lleva a
exasperar la miseria, porque, dialécticamente hablando, es necesario llegar a
los extremos a fin de que se produzca la solución dialéctica superadora. En el fondo,
se instrumentaliza al hombre en servicio de una idea.
Ese
«anacronismo» era la causa de la virulencia de las escuelas intelectuales
alemanes de los años veinte del siglo pasado; la escuela histórica del derecho,
que tenía por auténtico todo lo que ha durado bastante tiempo: «Una escuela que
justifica las abyecciones de hoy con las abyecciones de ayer, una escuela que
declara rebelde todo grito del siervo contra el látigo, desde el momento que el
látigo es un látigo antiguo, un látigo heredado de los abuelos, un látigo
histórico.» Y la escuela romántica, con su canto a la sangre y a las selvas
germánicas: «Entusiastas bondadosos de ocasión, alemanes por sangre y liberales
por reflexión, buscan nuestra historia de la libertad fuera de nuestra historia,
en las originarias selvas teutónicas. Pero ¿en qué se distingue nuestra
historia de la libertad, si hay que ir a buscarla sólo en las selvas, de la
historia de la libertad de los jabalíes?» (p. 490). Además de la absoluta
radicalización de las opiniones ajenas, no hay que dejarse engañar por esta
alusión a la libertad. La libertad personal, como veremos, teoréticamente
hablando. no existe ni en el sistema hegeliano ni en el marxista, donde el
hombre es episódico, un momento de la historia.
Ante
esta situación, Marx exclama: « ¡Guerra a las presentes condiciones alemanas!
¡Absolutamente! Están por debajo del nivel de la historia y por debajo de toda
crítica, aunque permanezcan objeto de la crítica... En la lucha contra ellas,
la crítica no es una pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión..., es
una arma... Su objeto es su enemigo, al que ella no quiere confutar sino
aniquilar» (p. 491).
En
tales condiciones ―sigue diciendo― lo importante en Alemania no es
criticar la realidad feudal ―que ya se hizo, y bien, en otros
sitios―, sino atacar la ilusión, la justificación ideológica que se da de
esa realidad, esperando conservarla. Criticada la ideología, la realidad
filosófica se desmoronará inmediatamente, ya que «apenas la misma moderna
realidad político‑social es sometida a crítica, apenas la crítica toca la
altura de un verdadero problema humano, se encuentra fuera del status quo
alemán»
«Así
como los antiguos pueblos vivían su prehistoria en la imaginación, en la
mitología, nosotros, alemanes, hemos vivido nuestra historia póstuma en el
pensamiento, en la filosofía. Somos filosóficamente contemporáneos de un
presente, sin serlo históricamente. La filosofía alemana es la prolongación
ideal de la historia alemana»
Pero la crítica de
la filosofía no significa para Marx abandonar la crítica de lo real, sino que
ambas, desde que la filosofía se concibe como praxis, irán al unísono. Por eso,
criticar la filosofía en cuanto alienación y suprimirla en cuanto está separada
de la realidad, es realizarla efectivamente. «Justamente, por tanto, en
Alemania el partido político práctico exige la negación de la filosofía. Su
error no está en poner esta exigencia, sino en pararse en poner esta exigencia,
que no lleva a cabo ni puede seriamente hacerlo... En resumen: no podéis
suprimir la filosofía sin realizarla. En el mismo error ha incurrido el partido
teórico alemán. En la lucha actual sólo ha visto la lucha crítica de la
filosofía con el mundo alemán, sin considerar que también la filosofía pasada
pertenece a aquel mundo que es su culminación, aunque ideal... Creía poder
realizar la filosofía sin suprimirla» A la vista de todo esto, concluye que «la
crítica de la filosofía alemana del Estado y del derecho de Hegel es ambas
cosas... La concepción alemana del Estado que abstrae del hombre real sería
sólo posible porque y en cuanto que el Estado moderno abstrae del hombre real,
o sea, en cuanto satisface al hombre entero de modo imaginario. Los alemanes en
política han pensado lo que los otros pueblos han hecho»
c) La
praxis.
Para
criticar la filosofía ―dice Marx― hay que hacer llegar la teoría a
las masas, haciendo así que sea práctica; y al revés, hay que reducir la teoría
de modo que no sea más que la expresión práctica de la verdadera vida del
hombre, lo cual será rechazar la teoría. «La crítica de la filosofía
especulativa del derecho no se pierde en sí misma, sino en tareas para cuya
solución no hay más que un solo medio: la praxis... ¿Puede Alemania alcanzar
una praxis a la altura de los principios, es decir, por resolución, que la
eleve no sólo al nivel oficial de los pueblos modernos, sino a la altura humana
que será el futuro próximo de estos pueblos?» Como se ve, la frase en sí es
equívoca. Marx― que tiene siempre presente la meta que persigue: el
hombre nuevo― no dice en qué consista esa altura humana a la que no
llegan ni el Antiguo Régimen alemán ni el Estado moderno francés. La altura
humana es la altura marxista. Son destellos que se le escapan de una decisión
finalizada.
«La
teoría se convierte en fuerza material apenas prende en las masas. La teoría es
capaz de prender en las masas apenas demuestra ad hominem, y demuestra ad
hominem en cuanto es radical. Ser radical es coger las cosas en la raíz.
Pero para el hombre la raíz es el hombre mismo. La prueba evidente del
radicalismo de la teoría alemana... es que su punto de partida consiste en la
decidida superación positiva de la religión. La crítica de la religión tiene su
meta en la doctrina de que el hombre es para el hombre la esencia suprema» (p.
497). Puede verse en estas líneas un ejemplo del ateísmo fundante de Marx. El
hecho de que la crítica de la religión tenga una meta declarada ya antes de
haberla hecho, indica una vez más que esa crítica no es casual. No es un
aséptico último estadio de la investigación que Marx emprende en la búsqueda de
la causa de la pretendida alienación humana: es el punto de partida, la raíz.
Por
eso, dice Marx, hay que terminar la obra de la Reforma. Lutero se quedó corto.
Tras liberar a los laicos de los curas, los ha esclavizado al cura interior
(entiéndase: ideal trascendente, imperativos morales, absolutos, etc.). Antes
se trató de liberar los principios de la tutela exterior de los sacerdotes,
ahora hay que liberar al hombre de la tutela interior del mundo filosófico de
las verdades y de los valores que se imagina que lleva en sí mismo, y que sólo
sirven de justificación al poder arbitrario de los príncipes. Lutero
―sigue diciendo― ha destrozado la fe en la autoridad, pero ha
restaurado la autoridad en la fe. Ha transformado a los curas en laicos, pero
ha transformado a los laicos en curas. Ha desligado al hombre de la
religiosidad exterior, pero ha hecho de la religiosidad el momento más íntimo
del hombre. Ha liberado al hombre de las cadenas, pero ha encadenado el
corazón. Pero si no ha sido la verdadera solución, ha sido el auténtico
planteamiento del problema: la lucha contra el propio sacerdocio interior. Y si
la transformación protestante de los laicos alemanes en curas ha emancipado a
los papas laicos ―los príncipes con su clero, los privilegiados, los
filisteos―, así la transformación de los alemanes‑curas en hombres
emancipará al pueblo (pp. 497‑498).
Después
de haber analizado la situación política alemana y de haber propuesto como
solución de todos los males la filosofía de la praxis, que conducirá al hombre
a encontrar su auténtico ser en un humanismo radical y ateo, en el que todo
gira en torno al Hombre, pasa a examinar las posibles dificultades que puedan
oponerse a lo que él denomina la radical revolución alemana.
«Las
revoluciones tienen especial necesidad de un elemento pasivo, de una base
material. La teoría tiende a realizarse en un pueblo en tanto en cuanto es la
realización de sus necesidades... ¿Las necesidades teóricas forman
inmediatamente necesidades prácticas? No basta que el pensamiento empuje hacia
la realización; la realidad misma debe acoplarse al pensamiento» (pp. 498‑499):
una profesión de fe inmanentista, a la que Marx dedica todas sus fuerzas.
«¿Sobre
qué se apoya una revolución solamente política? Sobre esto: que una parte de la
sociedad burguesa se emancipe y llegue a un dominio universal; sobre esto: que
una determinada clase emprenda a partir de su especial situación la universal
emancipación de la sociedad. Esta clase emancipa a la sociedad toda, pero sólo
con la condición de que toda la sociedad se encuentre en la situación de esta
clase... Ninguna clase de la sociedad burguesa puede desempeñar este papel sin
suscitar un momento de entusiasmo en sí y en la masa... La energía
revolucionaria y la conciencia moral del propio valor, solas no bastan para
coger al asalto esta posición emancipadora, y, por tanto, para explotar
políticamente todas las esferas de la sociedad en provecho de la propia. Para
que coincidan la revolución de un pueblo y la emancipación de una particular
clase de la sociedad burguesa.... todos los defectos de la sociedad deben
encontrarse a su vez concentrados en otra clase, un determinado Estado debe ser
el Estado contra el, cual se dirigen los ataques de todos..., una particular
esfera social debe valer como el delito notorio de toda la sociedad, de tal
modo que la emancipación de esta esfera aparezca como la emancipación universal
realizada por obra propia. Para que una clase sea la clase libertadora por
excelencia, otra clase debe ser, por consentimiento común, la clase
evidentemente opresora» (pp. 500‑501). Este planteamiento es una
consecuencia más de la dialéctica. Es una exigencia teorética, no real. Pero
Marx fuerza la realidad social, no para aliviar las supuestas miserias de un
pueblo, sino para que exacerbándolas, se produzca el llamado «salto
dialéctico», la síntesis cualitativa. Lo que Marx busca dialécticamente es el
comunismo, en el que se supone que no habrá miseria, sino infinitud de ser.
Sin
embargo, sigue diciendo Marx, en Alemania falta todo esto: no hay clase alguna
que tenga conciencia de algo. El fondo de la moral social e individual alemana
es un modesto egoísmo que hace valer su mediocridad. Y cuando comienza a tener
un sentimiento propio y unas exigencias propias, llega siempre tarde, pues ya
las condiciones sociales y el progreso de la teoría política han dejado atrás
sus puntos de vista.
Ya
que faltan estas condiciones, hay que crearlas, y es aquí donde por primera vez
intenta una definición de lo que es el proletariado. La posibilidad efectiva de
una emancipación alemana está «en la educación de una clase radicalmente
encadenada, de una clase de la sociedad burguesa que no es una clase de la
sociedad burguesa, de un estado social que es la desaparición de todos los
estados sociales; de una esfera que obtiene por su sufrimiento universal un
carácter universal y no alega ningún derecho especial, porque no padece una
especial injusticia, sino, simplemente, la injusticia; que no puede apelarse a
un título histórico, sino sólo a un título humano que no se encuentra en
ninguna contraposición particular, sino más bien en una universal
contraposición con los presupuestos del ordenamiento público alemán; de una
esfera, finalmente, que no puede emanciparse sin emanciparse de todas las otras
esferas de la sociedad y sin emanciparlas a su vez; que, en una palabra, es el
completo aniquilamiento del hombre, y que, por tanto, sólo puede rehabilitarse
con la completa rehabilitación del hombre. Este estado especial, en el que la
sociedad termina disolviéndose, es el proletariado» (pp. 503‑504). Como
puede verse, el esquema dialéctico de superación de los contrarios es perfecto.
Si los contrarios no existen, hay que crearlos: nada más falso que la aureola
redentora del obrero en Marx La realidad se fuerza tras de un fin.
Desarrollando
este papel cuasi‑mesiánico que Marx atribuye al proletariado, continúa
diciendo que cuando el proletariado anuncia la disolución de todo el
ordenamiento hasta ahora existente, sólo expresa el secreto de su ser, ya que
éste consiste en la práctica disolución de este orden de cosas. Y tras esta
consideración, añade: así como la filosofía encuentra en el proletariado su
arma material, el proletariado encuentra en la filosofía su arma espiritual, y
apenas el relámpago del pensamiento haya penetrado a fondo en este simple
terreno popular, se efectuará la emancipación del alemán en hombre. Finalmente
concluye esta serie de reflexiones diciendo que «la única emancipación práctica
que es posible en Alemania es la emancipación del punto de vista de la teoría,
que muestra al hombre como la más alta forma de Ser para el hombre» (p. 504). Y
que «la emancipación del alemán es la emancipación del hombre. La cabeza de
esta emancipación es la filosofía, su corazón es el proletariado. La filosofía
no puede convertirse en acto sin la eliminación del proletariado: el
proletariado no puede ser eliminado sin la realización de la filosofía» (p.
505).
La religión.
En
el primer decenio que siguió a la muerte de Hegel, la crítica de la religión y
la liquidación teórica de Dios ya había sido llevada a término por los «jóvenes
hegelianos». En esta línea, la obra de Marx es tanto un epílogo cuanto un
inicio de la nueva definición del hombre. Marx, en relación a los «jóvenes
hegelianos», transformó lo que era simple conclusión del idealismo hegeliano en
ateísmo, en una concepción del mundo que intentaba abrazar, por un lado, como
interpretación del pensamiento humano, el entero arco de la historia de la
filosofía, y por otro, dar ―a partir de su nuevo principio (la conciencia
como sensibilidad)― la explicación del devenir de la civilización humana
mediante el movimiento de la dialéctica hegeliana.
A
diferencia de Engels, que había sido educado en un ambiente pietista
protestante y que en su infancia y primera juventud había tenido, antes de
perder su fe, grandes preocupaciones religiosas, Marx parece no haber creído
nunca en nada, Su pensamiento ha tenido una única intención, que ha
desarrollado con inflexible coherencia: la del ser sensible. Su conciencia es
una conciencia que ha hecho una elección de una vez para siempre.
Desde
sus primeras tomas de posición, Marx ve a fondo la esencia atea del principio
de inmanencia, no sólo como consecuencia, sino como presente, tanto en Hegel
como en Schelling. Así, v. gr., al plantearse el tema de la prueba ontológica
hegeliana de Dios, se pregunta cuál es el ser que es inmediatamente, apenas
pensado; y responde: la autoconciencia. En este sentido, concluye, todas las
pruebas de la existencia de Dios son pruebas de su no‑existencia (Aus
den Anmerkungen zur Dissertation, en Karl Marx Frühe Schriften, Band
I, Cotta Verlag, Stuttgart, 1959, pp. 75‑76). «Las verdaderas pruebas
debieran, por el contrario, decir: Porque la naturaleza está mal organizada,
Dios existe'. 'Porque existe un mundo irracional, Dios existe'. Porque no existe el pensamiento, Dios
existe'» (Schelling, Philosophische Briefe über Dogmatismus und Kritizismus,
in den Philosophischen Schriften, Erster Band, Landshut, 1809, p.
198). «Qué significa esto sino
que para aquel que considera el mundo como irracional, para aquel que, por
tanto, es irracional, para aquel, Dios existe. Es decir, lo irracional es la
existencia de Dios» (op. p. 76).
La
Disertación (tesis académica) es un punto de llegada en sus aspiraciones
juveniles de liberar a la cultura de la época de los últimos vestigios de
trascendencia, para proclamar la absoluta libertad del hombre. La última obra
de este período de Marx, dominado por la crítica realizada por Feuerbach, es la
Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, de cuya
introducción nunca pasó y que es el texto clásico del ateísmo marxista. Escrita
con un estilo periodístico ―e1 elemento estrictamente filosófico se agota
en los primeros párrafos―, es notable por las alusiones y sugerencias que
muestran, de un modo impresionante, la continuidad ascendente del proceso de
desintegración de lo sagrado en la filosofía moderna. El movimiento
desencadenado por Lutero condujo a una desacralización integral, no en el
sentido de una mayor distinción entre lo sacro y lo profano, sino en el de la
eliminación de lo sagrado. Secularizar es afirmar el carácter absoluto de lo
profano Es sagrado, santo, lo que lleva el signo de la trascendencia, que para
Marx equivale a dominación. De ahí que si la participación de la trascendencia
supone dependencia, negada la primera, la no dependencia será un axioma
marxista. Junto al eritis sicut dii,, el non serviam. Ya a partir
de los Manuscritos económico‑filosóficos de 1844 comienza lo que
podría denominarse el ateísmo constructivo, con la superación de Feuerbach y la
vuelta, a través de la dialéctica, a Hegel; es decir, de un ateísmo estático,
antropológico, a un ateísmo dinámico constructivo: una humanidad que se
manifiesta históricamente en acto, prescindiendo de Dios.
Mediante
un planteamiento rigurosamente feuerbachiano, y partiendo de que el hombre es
para el hombre el ser supremo, considera la alienación religiosa como la base
de toda la alienación, y la crítica de la religión como la base de toda
crítica. Desaparece, pues, la existencia hegeliana de los tres momentos de la
conciencia (estética, religiosa y filosófica) en la totalidad del Espíritu, y
se intenta recuperar completamente la conciencia humana, como realidad
sensible. La religión aparece como una desviación del desarrollo de la
conciencia.
De
ahí que la religión no sea un simple error especulativo, sino la manifestación
y, en cierto modo, responsable de todos los males de la vida real y el mayor
obstáculo para la reivindicación de la libertad por el hombre. Sigue estando en
la base del planteamiento el rechazo de toda dependencia, de cuanto pueda
menoscabar al hombre como voluntad de poder, en su misma justificación; en
definitiva, lo que rechaza es la dependencia de Dios. Como el hombre, en cuanto
causa segunda, es causa del fieri y no del ser, para centrarlo todo
absolutamente en el hombre, hay que negar el ser y absolutizar el fieri. Es
la afirmación de la causa segunda sin la causa primera. De ahí el desprecio de
la metafísica. Toda emancipación, del género que sea, no es sino un paso más en
el proceso de reducción del hombre al sí mismo.
Más
adelante, Marx achacará a Feuerbach (tesis sobre Feuerbach, 4.ª) el haberse
detenido en una actitud puramente descriptiva, teorética, que no conduce a la
transformación del mundo, porque se limita a rechazar el más allá, la idea de
otra realidad. Marx no sólo rechaza la idea del más allá, sino que la sustituye
por la del «futuro». Establece una nueva realidad, no vertical, sino
horizontal. El ateísmo será una realidad (Práctica, se entiende, pues
teoréticamente estaba en el comienzo) cuando ocurra la desaparición histórica
de la idea de Dios. Es un resultado. Pero también un postulado que permea todo
el pensamiento de Marx. Mientras para Feuerbach la religión es una proyección
psicológica de los deseos insatisfechos del hombre, para Marx es el resultado
de las contradicciones del mundo histórico presente. Mientras Feuerbach la
elimina teoréticamente reeducando al hombre, Marx la elimina cambiando,
mediante la revolución, las condiciones socio‑económicas que la hicieron
posible. La lucha religiosa va unida a la lucha político-social.
Marx
admitirá, como Feuerbach, que la religión es una ilusión, pero no es una
ilusión meramente intelectual: la religión es para él un modo de ser de la
existencia humana intrínsecamente falseada. Se produce en un mundo
caracterizado por la división y la alienación, por la miseria. Por eso Marx se
niega a ver en su objeto (Dios) el verdadero Principio y Causa de lo real. Y
porque la división es esencial al modo de existencia religioso, no tiene
posibilidad de conciliación. Y esto se ve en que el hombre religioso no se siente
seguro y está inquieto frente a Dios. Los sentimientos de la creatura ante el
creador, la humildad ―vicio propio de la canalla―, son estados de
abyección, de división consigo mismo, de pérdida radical de sí mismo, concluía
Marx.
Como
la vida religiosa ―miseria y división para Marx― no puede ser
primaria, la razón de las alienaciones hay que buscarla no en la religión, sino
en el mundo profano. Ahí es donde, según Marx, hay que buscar ese principio de
reconciliación que la religión pretende ser sin conseguirlo. Por eso, al no
servir de explicación de lo real, como pretende, la religión no es más que
abstracción e ilusión. Por eso, si la religión no señala el fundamento del
hombre, tiene que ser un producto del hombre. Si la realidad producida, la
religión, es intrínsecamente alienación, necesariamente tiene que ser producida
por un ser igualmente alienado, dividido. La religión es un subproducto, una
ideología producida por un organismo enfermo, concluye Marx.
Es
importante tener presente que Marx no se plantea el tema real de Dios. Con su
ateísmo radical ha cortado toda relación con el Dios absoluto. Opera, por
tanto, dentro del sistema: critica teóricamente una idea teórica de religión,
dentro y desde los postulados del sistema inmanentista. Es decir, critica la
religión de Hegel, que en vida había sido denunciado como ateo, y que, en
realidad, se limitó a llamar a su Idea, Dios. Nada más lógico que Marx diga,
por tanto, que si la religión no señala el fundamento del hombre, la religión
tiene que ser un producto del hombre.
No
hay que caer, sin embargo, en el error de pensar que Marx fue ateo por
ignorancia, de pensar que, de haber conocido el Cristianismo, no habría sido
ateo. El ateísmo de Marx es positivo y radical. Marx critica la religión de
Hegel no en cuanto tal, pues él ya sabía que no lo era, sino en cuanto suponía
una concesión de Hegel al puritanismo protestante de la época, y, por tanto,
una desviación del camino de todo un intento filosófico de sustituir a Dios por
el hombre. Es en este sentido como hay que entender las críticas que estos
autores se hacen entre sí. Es una labor de depuración, de decantación de
cualquier elemento que no tenga al hombre por centro y raíz.
Por
eso no es extraño que Marx no hable de Dios, sino de la religión. El lugar de
Dios es hábilmente suplantado por una religión inmanentista. Hablar de la
religión en lugar de hablar de Dios es ya invertir los términos del problema,
porque si hay religión es precisamente porque hay Dios; es ya el triunfo del
inmanentismo postulado como punto de partida. Una actitud de este tipo puede
conducir al indiferentismo: todas las religiones son buenas. Prescindir de Dios
tiene la ventaja de no tener que plantearse el problema de la Revelación y
poder ignorar un orden sobrenatural que no se admite. Pero no es ésta la
postura más coherente con ese fin que Marx se ha marcado desde los comienzos.
Si la religión es un producto del hombre, la religión es, pues, algo del hombre
―un sentimiento (Schleiermacher), una organización económico‑social
o cualquier otra cosa―, y, en definitiva, la religión no es más que el
hombre. Por tanto, puede uno limitarse a la fenomenología de un hecho
inmanente: no hay que contar con Dios.
Como se puede advertir, Marx toma la religión como idea, no como virtud. Desde su punto de vista es un postulado necesario, ya que la virtud de la religión tiene por objeto a Dios. Pero Dios para Marx no existe. Es irracional pensar de otro modo si el hombre se quiere alzar como el absoluto: en tal caso, Dios no se puede «admitir». Una religión sin Dios queda reducida a un mero formulismo. Una religión sin Dios no tiene razón de ser. Por eso, el marxismo dice que ni siquiera se preocupa de probar la inexistencia de Dios. En parte porque ya se habían encargado de ello los filósofos anteriores, y en parte porque tal actitud sería teoréticamente contraria a la filosofía de la praxis. Pero el ateísmo está siempre presente a lo largo de toda la formulación marxista: hay un continuo rechazo de todo lo que dice relación a Dios (que se manifiesta en ironías blasfemas). En el fondo, es una decisión finalizada. Por eso la división que se observa en el hombre es para Marx un escándalo. Pero el origen de tal escándalo está en la sustitución de Dios por el Hombre. La relación entre Dios y la creatura es la relación entre lo Uno y lo múltiple. Al trasladar los atributos divinos al Hombre, debe éste ser el Uno ―recuérdese en este sentido que la obra principal de Max Stirner, un filósofo que moriría loco y de quien Marx cogió bastantes elementos, llevaba por título El Unico―, y la división que se observa en el hombre es, desde el punto de vista marxista, un escándalo. Prescindiendo del pecado original, que por relacionarse con el orden sobrenatural ni lo entiende, Marx pone como fundamento de la división del hombre las alienaciones que sufre. Olvida que para que el Hombre sea el Absoluto, además de Uno debe ser inmutable. Decir que el hombre se recuperará a sí mismo en la sociedad comunista, tras haber superado todas sus alienaciones, no sólo es admitir que el hombre es mutable, sino que será el Hombre en virtud de su intrínseca mutabilidad. Y eso sin tener en cuenta que el Absoluto del materialismo marxista es lógicamente material. No cabe decir que la mera idea de Dios es irracional y luego asignar metódicamente los atributos divinos al Hombre, porque si esa idea no existe, es igualmente irracional operar con los atributos de algo que no existe. Pero todo esto no es sino una exigencia metodológica inmanentista del principio de identidad.
Para Marx, la alienación religiosa no es otra cosa que un aspecto de la alienación humana total, que es de orden económico. Toda religión no es sino el reflejo de las condiciones sociales en las que vive el hombre alienado. Cuando se emancipe económicamente, se habrá emancipado religiosamente. La religión ―sigue diciendo― es una falsa representación de un mundo él mismo falso, que se justifica así a los ojos de aquellos que lo producen. Es una ideología. Producto humano, es debida a la existencia de unas relaciones falseadas entre los hombres, en el plano político (Estado) y en el económico (Sociedad).
Como puede verse, Marx efectúa aquí una reducción sociológica de la religión. Pero la religión no es un sistema de ideas justas o equivocadas sobre los hombres y sus relaciones entre sí. La religión no es una Weltanschauung. Conviene, además, tener presente que los errores de Marx no es que sean sólo contrarios a la Revelación sobrenatural de Dios, sino que son opuestos a la razón natural. Aparte de razones morales, la religión que Marx critica no es tampoco ni siquiera la religión natural; es sencillamente la religión que Hegel inventó, una religión «superada» por la filosofía. Marx cree haber superado la posición de trascendencia por haber criticado la inmanencia idealista de derivación spinoziana, sobre todo la de Fichte y Hegel que es la mayor tergiversación de la trascendencia teísta. En vez de remontarse a los problemas originarios del pensamiento y la determinación constructiva de las posiciones especulativas, parten de Hegel. Feuerbach acepta como establecida la interpretación de la religión dada por Hegel y Schleiermacher, y criticando la religión tal como era concebida por ambos, estaba convencido de haber criticado la religión sin más. Y lo mismo se puede decir de Marx.
Dejando aparte el ateísmo operativo de Marx, que por otra parte no puede olvidarse, el núcleo de la cuestión está en el planteamiento radical que hace como inicio especulativo: si no existe otro conocimiento que el de los sentidos ni otra realidad que la sensible, entonces esa destructio divinitatis et immortalitatis que realizan es lógica; pero esa afirmación es un principio metódico y no una evidencia. El problema de Dios es aquí una consecuencia. De todos modos, nos parece que el ateísmo de Marx no es una consecuencia de su materialismo. Pensamos, por el contrario, que el materialismo marxista era la única salida lógica de quien siendo radicalmente ateo, pretendió realizar un mundo a partir de la negación de Dios. Por eso es absurda la postura de algunos que mantienen que si se prescinde de este aspecto del ateísmo, es posible cooperar con el marxismo en la construcción de la ciudad terrena. Dejando aparte el hecho de que sería cooperar a construir una ciudad que supondría la eliminación de la religión, es que el ateísmo es intrínseco al marxismo, hasta tal punto que el día en que deje de ser ateo dejará de ser marxista.
El ateísmo marxista no es una desviación del proceso del pensamiento moderno, sino que constituye un paso decisivo en su resolución. Conviene, además, tener presente que la esencia doctrinal del ateísmo marxista no está radicalmente ligada a la concepción sociológica y económica del marxismo. Marx llega rápida y definitivamente a la negación de Dios a través de Hegel y de los neohegelianos Strauss, Bauer, Feuerbach, Hess, etc., es decir, sustituyendo la divinidad con la esencia genérica y la esencia natural del hombre nuevo marxista. La explicación sociológica del origen de la religión a partir de la opresión capitalista es posterior y derivada. Fue Hess quien mantuvo por vez primera que la alienación religiosa, tal como había sido expuesta por Feuerbach, encuentra su propia aplicación en la situación económica y social. El defecto de Hess, a quien Engels debía su conversión al comunismo, estaba, para Marx, en que era poco radical. En cambio, es esencial al marxismo la denuncia de la trascendencia religiosa como raíz de toda alienación humana y la afirmación de la inmanencia como principio de la recuperación del ser humano alienado. Marx, por paradójico que pueda parecer, era ateo antes que marxista, ya desde su Disertación y de sus primeros contactos con la filosofía. El marxismo es un intento de respaldar y vivir y mostrar como razonable el ateísmo, aplicándolo luego a la construcción social del hombre.
La praxis.
Una de las cosas que se advierte a primera vista es que en Marx hay una inversión de la noción misma de filosofía. Su reducción filosófica consiste en el paso de la filosofía especulativa a la filosofía de la praxis, de la acción. Hasta Hegel incluido, la filosofía había sostenido el carácter atemporal e inmutable de la verdad. Pero con Hegel esta noción entra en crisis. Por un lado la mantenía, pero por otro introducía la historia como una de las condiciones necesarias para conocer la verdad: de tal modo que la verdad no podría ser conocida más que al final de la historia.
Para Marx, la filosofía especulativa (la inmanentista) había encontrado su broche de oro y su colofón en el sistema hegeliano. Esta filosofía pretende aún una cierta eternidad de la verdad y otorga un primado al pensamiento sobre la acción, de modo que la norma de conducta se establece por el deber de conformarse prácticamente a él. Pero esta filosofía, para Marx y para el resto de la izquierda hegeliana, cuando quiere explicar la totalidad de lo real, y, por tanto, también de la historia, se convierte en justificación del orden existente, consagrando el presente frente al futuro y a lo nuevo, que en este caso es la doctrina de Marx. Se advierte así el fondo de un problema teorético: en el pensamiento marxista se hace más patente la voluntad de poder que alienta bajo toda la filosofía de inmanencia.
Este cierre que Hegel da a la historia, dice Marx, podría incluso aceptarse de haberse conseguido realizar «lo mejor». Pero los hechos muestran una humanidad alienada. La conclusión del idealismo lleva, pues, a un hiato radical entre pensamiento y vida. De aquí la necesidad de la revolución, ya que la sociedad existente no puede ser mejorada mediante reformas parciales: hay que criticarla teóricamente en su mismo principio ideal, y el valor de esta crítica sólo puede comprobarse mediante la sublevación práctica.
Vemos cómo aquí hay una crítica al ideal de la filosofía ―la comprensión de lo real― en nombre de la revolución. Y ¿qué sucede con la filosofía? Lo que sucede con el hombre cuando se le niega toda posibilidad de participar de la trascendencia: queda reducida a la actividad práctico‑sensible. En Marx, filosofía de la praxis, materialismo integral y ateísmo radical coinciden.
Toda esta posición la resumirá en la última de sus tesis sobre Feuerbach, la undécima: «Los filósofos sólo han interpretado diversamente el mundo, pero se trata de transformarlo.» En definitiva, la verdad se hace y el ser sobra. Años antes Fichte había dicho: «Sé porque hago».
La filosofía de Hegel era tina filosofía sin futuro, pensamiento de una realidad ya sucedida. Para Hegel, la filosofía era autoconciencia de una realidad que se ha realizado en el proceso histórico. Desde la perspectiva de Hegel, que condiciona la verdad al fin de la historia, no hay propiamente futuro: el principio y el final coinciden y vienen a ser circularmente simultáneos. En su sistema, la acción humana encaminada a un cambio no encuentra justificación. De ahí que Marx, para transformar la filosofía de Hegel en una filosofía de la acción, tenga que destruir la Idea hegeliana, que se hace naturaleza y luego espíritu. Pero eliminando esta extraña trascendencia de una Idea inmanente, se llega no a un materialismo pasivo, sino a un materialismo que realiza la filosofía de la acción.
En la praxis el hombre debe demostrar la verdad, la realidad, el poder y lo concreto de su pensamiento. Reina aquí el primado de la acción. El problema de si el pensamiento humano tiene una verdad objetiva, para Marx no es un problema teórico, sino práctico: la experiencia histórico‑práctica se asume como comprobación de la concepción del mundo. Las hipótesis filosóficas marxistas se experimentan en la realidad, como en el mundo de las ciencias experimentales, o más propiamente como en el de la ingeniería.
Sin embargo, no quiere esto decir que la realidad sea la medida de la verdad. Lo que esta afirmación significa, por el contrario, es que si se comprueba que la realidad no se adecua a la tesis filosófica, se trata de una falsa realidad, ya que la verdad viene consagrada por la posterior coherencia de lo real con todo el pensamiento como proyecto o decisión. De ahí, por tanto, que haya que modificar, transformar una realidad «equivocada», forjándola lo necesario para que coincida con una tesis que es la verdad. La realidad, si quiere ser verdadera, tiene que «entrar» en el proyecto definitivo que Marx había pensado. Si las ideas divinas son el ejemplar de un mundo que clama a Dios, las ideas de Marx lo son de un mundo sin Dios. La diferencia es que Dios, con el mismo acto que entiende, quiere y crea; y Marx tiene que contentarse con transformar. Por eso negará la noción misma de creación. En Dios, la verdad es; en Marx, se hace. Podríamos decir que indudablemente nos encontramos ante una desgraciada filosofía de laboratorio. Años más tarde dirá Lenin ―que en 1915se preparaba para la cercana revolución rusa comentando la lógica de Hegel― que los errores políticos son errores filosóficos.
Pero no hay que pensar que Marx opusiera la praxis a la teoría, la vida al conocimiento. Eso llevaría al irracionalismo, en donde, de todos modos, como decía Nietzsche, no es fácil de evitar que acabe terminando una filosofía de la acción. No se trata, dirá Marx, de oponer la praxis a la teoría, sino de convertir la praxis (es decir, la experiencia histórico‑sensible en parte integrante del mismo proceso teorético.
Esto quiere decir que como la verdad se hace, si la revolución ha de ser la comprobación de la teoría marxista, hay que «hacer» esa revolución. Y se hace. Las verdades marxistas no se comprueban cómodamente sentados, mirando cómo transcurre la Historia. Así como el pueblo judío emprende el éxodo apoyado en la palabra omnipotente de Dios, así el marxista emprende su marcha hacia la tierra prometida del marxismo apoyado en la palabra de Marx. De hecho, sería más exacto decir que se le hace emprender esa marcha, entendiendo por esto que, en realidad, es Marx quien se sirve de ellos ―y no en general, sino ya desde la I Internacional, etc.― para constituirse él mismo en la Verdad.
Si el criterio de la verdad está en la práctica, no hay afirmaciones por sí evidentes. Todo principio puede, por sí mismo, ser contradicho. No hay ni siquiera principios dotados de evidencia (intrínseca), como los primeros principios, por ejemplo. Esto es coherente con la posición marxista, ya que admitir el principio de no contradicción, por ejemplo, supondría una negación de sus propios postulados, porque sería plantearse un problema esencial de toda filosofía que se base en el sentido común, el problema de las relaciones entre el ser y el conocer. Pero el ser no lo admite y el conocimiento no es sino un producto material de un órgano material, el cerebro. De ahí los quebraderos de cabeza que la relación entre la lógica formal y la dialéctica, tema de la conferencia filosófica desarrollada en Jena en supuso para bastantes de los asistentes.
En este sentido puede entenderse que la libertad, para el marxismo, consista en la toma de conciencia por el individuo de la necesidad histórica, de la corriente colectiva por la que es arrastrado. Dice Engels en el Anti‑Dürhig que «Hegel ha sido el primero que expresó exactamente la relación que existe entre libertad y necesidad. Para él, la libertad es la intelección de la necesidad. 'La necesidad no es ciega más que en la medida en que no es comprendida' (Enciclopedia, I, p. 294,Berlín, La libertad no consiste en una independencia soñada para con las leyes de la Naturaleza, sino en el conocimiento de esas leyes y en la posibilidad nacida de este conocimiento de ponerlas por obra, metódicamente, con fines determinados. Esto es verdad tanto para las leyes de la Naturaleza exterior como para aquellas que rigen la existencia física y psíquica del hombre» (op. Ed. Sociales, París, El problema de la espiritualidad del conocimiento, el materialismo marxista ni se lo plantea. Al fin y al cabo, ya dijo Lenin, parafraseando a Engels en sus Cahiers philosophiques, que «los conceptos son los productos más elevados del cerebro, que a su vez es el producto más elevado de la materia» (cfr. en este sentido Anti‑Dürhing, ed. cit.).
Marx tampoco había sido muy original. en este intento filosófico de convertir la acción en clave del pensamiento. En junio de Feuerbach escribía a Ruge desde Brucberg, diciéndole: «¿Qué es la teoría? ¿Qué es la praxis? ¿En qué consiste la diferencia? Es teórico lo que está confinado en mi cabeza; práctico, lo que rebulle en muchas cabezas. Lo que une muchas cabezas forma la masa, y de esta manera se abre camino en este mundo» (Aus den Deutsch‑Französische Jährbüchern. Ein Brief‑wechseln von 1843. Feuerbach an Ruge, im juni 1843, en Marx Frühe Schriften, Cotta‑Verlag, Band I, Basta cotejarlo con lo que Marx dice a propósito de las masas para darse cuenta que se ha limitado a copiar la idea. Al fin y al cabo, ya había dicho años antes Goethe, en el prólogo a Fausto: Im Anfang war die Tat: al principio era la acción.
Considera Marx que el papel desmitificador asignado a la crítica de los jóvenes hegelianos ya está terminado. Ahora no se trata de asignar a la razón una tarea nueva ―de eso ya se ha encargado él―, cuanto de insuflarles un nuevo pathos. Una vez efectuada la desmitificación teórica, hay que convertir a la crítica en arma de combate revolucionario, siendo ella lo constitutivo de la actitud revolucionaria.
Detrás de todo eso se advierte la influencia de la Aufklärung y del Romanticismo, aunque con modificaciones. Así, el ideal universal que Marx propone no es el de la Aufklärung, sino un «universal concreto» en sentido hegeliano, un universal historicista: el proletariado. Domina también el fondo romántico de la revolución porque la negatividad revolucionaria es creadora, no tiene por qué obedecer a las leyes. Mientras en la Ilustración el hombre recompone el mundo según los planes trazados por la ley natural ―tarea de la que se encargan los filósofos y los déspotas ilustrados―, en Marx el hombre hace el mundo y se hace a sí mismo. Como en la Ilustración, hay en Marx un rechazo de una sociedad dividida en clases, pero la inspiración de fondo es romántica: la realización del universal no es obra del entendimiento, sino una voluntad de poder, la revolución, versión marxista del Espíritu de Hegel, el lugar cuyo Sein lo ocupa el concepto de proletario. El Absoluto de Marx es el Hombre; lo demás es apariencia y accidente. El término de este movimiento, su motor, la praxis, nace ya ateo: el hombre se crea, no debe más que a sí mismo el ser lo que ha llegado a ser.
Como en todo historicismo, lo moderno como tal es criterio, verdad, y supone la condena del pasado. Una época es para él una totalidad, en el orden fáctico y en el ideológico. Por eso cada totalidad se caracteriza por una figura, por un papel a desempeñar en el teatro del inundo. Lo propio de este teatro es revelar la naturaleza del Absoluto. Los mundos y sus figuras se suceden dialécticamente. En este proceso, el destino se juega en la historia y el individuo es algo episódico. Según la óptica del historicismo, lo anacrónico es contradicción, error; y el reconocimiento universal, criterio de verdad.
Respaldada de este modo, la praxis, la acción es la medida de lo verdadero: «En la praxis el hombre debe demostrar lo verdadero, es decir, la realidad, el poder, el carácter inmanente de su pensamiento» (segunda tesis sobre Feuerbach). Como puede verse, rechaza la verdad en si, pero no rechaza su proyecto: la verdad que él construye. Marx se presenta al mundo como el camino, la verdad y la vida Las afirmaciones marxistas no hacen depender su verdad de que efectivamente se realicen, sino que porque «ya son» verdad, se imponen. Y la realidad se distorsiona para permitirle decidirse verdadera.
En Marx, la praxis es supresión de la filosofía para conservarla en una forma superior. Sí la especulación como tal corresponde a una alienación, ésta estaba, sin embargo, dialécticamente unida a su contrario, a la realidad. La teoría es exigencia de la realidad. No hay que dar la espalda a la filosofía, hay que realizarla. La nueva filosofía es la praxis. Lo real es la praxis. La praxis es mediación entre lo real inmediato y lo ideal, la filosofía. La praxis es fuerza material, ya que la filosofía se convierte en praxis por lo mismo que la ideología es aceptada por las masas. Es la unanimidad de la adhesión, su dimensión cuantitativa, la que constituye su realidad. De ahí la insistencia marxista en la unidad ideológica. De ahí la importancia de la propaganda: conquista de las masas, difusión en ellas de la «verdad» se identifica con la construcción de lo real. Una verdad sin masa no es verdad, le falta la praxis. Y la praxis es lo real. La verdad se convierte en real cuando se difunde. De «la verdad debe ser reconocida» a «el reconocimiento por la masa pone la verdad». De ahí que, en definitiva, la demostración de fuerza, el prestigio del poder, acaben suplantando la «verdad marxista». Es sentar las bases de un terrorismo intelectual y, lógicamente, también físico. Uno de los reproches que le hicieron a Malenkov cuando lo mataron fue: «espíritu demasiado escolástico».
Hay en la filosofía de la praxis, de la acción, un problema que se impone: el problema de la finalidad. La finalidad tiene, en última instancia, su fundamento en el ser. Si no hay ser, no hay finalidad. De aquí se llega a la intrínseca contradicción de una filosofía de la acción que prescinde del ser: es una acción sin fin, la acción por la acción. Es una acción que no tiene en el plano metafísico motivo alguno para comenzar y término a donde llegar. Es una acción que, teoréticamente, en el momento en que va a nacer es abortada. No es posible prescindir del fin al obrar. Si el fin no está dado en el universo ―si no hay ser, sino acción humana; si no hay Dios, sino que sólo existe el hombre―, el fin será lo que el hombre con. siga al obrar.
Porque es evidente que los marxistas obran, actúan. Y como a pesar de ellos el obrar exige un fin, cabe preguntarse qué es lo que les mueve a obrar. Reducido a su última instancia, lo que les mueve a obrar es la voluntad de poder. Es el grito rebelde que Marx coloca como inicio de la rebelión del hombre: «Yo no soy nada y yo debo serlo todo.» Es una actitud que acaba en el totalitarismo. Sólo esta absolutización de la voluntad de poder es capaz de explicar el odio a Dios, a lo trascendente que implica a Dios, que permea toda la obra de Marx. Semejante postura encierra una desordenada afirmación de sí mismo, la entrega abierta y total a la tentación diabólica de hacer de su propia voluntad su Dios porque no podía ser Dios. Una rebelión tan radical del hombre frente a Dios, un pecado tan profundo, no puede ser más que la versión humana de lo que debió ser el pecado del padre de la mentira.
J.A.R.
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