MARX, Karl - ENGELS, Friedrich

La ideología alemana (t.o.: Die deutsche Ideologie)

La ideología alemana (Crítica de la reciente filosofía alemana en sus representantes Feuerbach, B. Bauer y Stirner, y del socialismo alemán en sus diversos profetas), en Marx-Engels-Werke, editadas por el «Institut für Marxismus-Leninismus beim ZK der SED», Berlín, 1969, Vol. III, pp. 9-350. Versión castellana (de Wenceslao Roces) editada por Grijalbo, Barcelona, 1970 (3ª edición).

 

            Este trabajo conjunto de Marx y Engels [1], fue iniciado en Bruselas en la primavera de 1845 con el fin de «ajustar cuentas con nuestra conciencia filosófica anterior» (p. 8) [2], basándose en una crítica del hegelianismo. El manuscrito permaneció inédito largo tiempo, debido sin duda a su carácter marcadamente polémico. En vida de sus autores sólo vio la luz el capítulo cuarto del volumen segundo. Es en 1932 cuando se publica íntegro en alemán, formando parte del volumen quinto de las Obras Completas de sus autores. Al año siguiente aparece la versión rusa, a cargo también del Institut für Marxismus-Leninismus. En el manuscrito faltan algunos folios, y hay frases tachadas que se reproducen en el texto, o en nota, indicando ese extremo.

 

CONTENIDO DE LA OBRA

1.   Estructura general

            El primer volumen, La crítica de la novísima filosofía alemana en sus representantes Feuerbach, B. Bauer y Stirner, se inicia con un prólogo en donde se afirma directamente la finalidad de este primer volumen: desenmascarar a la reciente filosofía alemana, ponerla en ridículo y quitarle todo crédito, mostrando que se mueve en el mundo de las ideas y no es revolucionaria.

            La primera parte comienza con la crítica a Feuerbach. «La contraposición entre la concepción idealista y la materialista», es un primer apartado, en el que se analiza, brevemente y en general, el fenómeno de «descomposición» del hegelianismo, acusando a los «jóvenes hegelianos» de provincianismo en sus polémicas estériles. Sigue el apartado «La ideología en general, y la ideología alemana en particular», en donde continúa la crítica a los jóvenes hegelianos, que son de nuevo acusados de conservadurismo, de dar el predominio a la religión: culto del Derecho, culto del Estado; y de combatir sólo «las frases de este mundo», en lugar de combatir al mundo real.

            Mayor extensión e importancia temática tiene el texto que continúa, en el que Marx y Engels trazan un esbozo bastante completo del materialismo histórico. Después de afirmar que «conocemos sólo una única ciencia: la ciencia de la historia», se califica a la «ideología» como una interpretación coja de la historia humana, como una abstracción. La historia humana se inicia cuando los hombres se diferencian de los animales al comenzar a producir sus medios de subsistencia, por lo que el ser de los hombres es su real proceso vital. Reconocen a Feuerbach el mérito de haber comprendido que el hombre es un «objeto de la sensibilidad», pero le critican por no haber llegado a concebirlo como «actividad sensible»: de ahí que, según Marx y Engels, Feuerbach en la medida que es materialista no concibe un desarrollo histórico; y en la medida en que considera la historia, no es materialista. El hombre no es, se hace.

            A continuación sigue el análisis de la división del trabajo, de la que surgen las oposiciones entre los intereses particulares y los intereses sociales; de ahí, a su vez, surge el Estado como algo distinto y por encima de la sociedad. Pasan a describir el nacimiento del proletariado como una gran masa de humanidad absolutamente excluida de la propiedad, y que se pone como antítesis al existente mundo de la riqueza y de la cultura. A continuación, se postula la necesidad e inevitabilidad de la Revolución violenta, que conducirá a la supresión de las clases, por mutación de los sistemas de producción. En conclusión, «la historia no es más que la sucesión de las generaciones singulares; cada una de las cuales explota materiales, fuerzas productivas, puestas ya en acto por todas las generaciones que la han precedido. Por eso, toda generación por una parte prosigue, con circunstancias completamente cambiadas, la actividad emprendida anteriormente; y por otra parte modifica, con una actividad completamente cambiada, las antiguas circunstancias».

            En esa historia, ciertamente, pueden observarse también «ideas dominantes», pero en realidad, según Marx y Engels, esas ideas no son más que consecuencias de la realidad material, de las relaciones de clase dominantes.

            A continuación, se vuelve al tema de la división del trabajo, haciendo un bosquejo de historia universal sobre la base de esa división. En ella, el punto neurálgico es situado en la separación entre el campo y la ciudad, que originó de una parte: la burocracia, la policía, los impuestos (la política, en una palabra); de otra, el fenómeno del trabajo asalariado. Siguió la separación entre producción y comercio, la aparición de la burguesía y de la gran industria, produciéndose una gran acentuación de las luchas de clases. Pero, aclaran Marx y Engels, «los individuos forman una clase sólo en cuanto tienen que conducir una lucha común contra otra clase; para lo demás, permanecen en concurrencia y en posición hostil entre sí». La progresiva polarización entre capital y trabajo (entre burguesía y proletariado) conduce necesariamente a la Revolución, en la que los proletarios se apropian de los medios de producción, lo cual abre el camino a la extinción completa de la propiedad privada, de las clases, y a que el trabajo sea verdaderamente una «autoactividad».

            El último apartado de esta primera parte trata de la Relación entre el Estado y el Derecho de la propiedad. Después de explicar brevemente los diversos modos de propiedad históricamente existidos, se afirma (también brevemente) la tesis del Estado como organización que la clase dominante establece necesariamente para garantizar su propiedad e intereses. El Derecho, entonces, no sería más que la «expresión universal» del dominio de la burguesía como clase. Retornan de nuevo a describir -ahora con más detalle- las formas históricas de propiedad: propiedad de estirpe, propiedad comunal, propiedad feudal (se interrumpe el manuscrito).

            La segunda parte lleva por título: El Concilio de Leipzig. Comienza con una breve presentación irónica de San Bruno (Bruno Bauer) y de San Max (Max Stirner), como dos grandes «maestros de la Sagrada Inquisición» que, reunidos en Concilio, juzgan al heresiarca Feuerbach, quien debe responder de «la grave acusación de gnosticismo». El imaginario concilio toma el nombre de la ciudad de Leipzig, por tener en ella su sede la editorial Wigand, donde Bauer y Stirner -y otros autores de la izquierda hegeliana- publicaban con frecuencia sus obras.

            El contenido de toda esta parte es directamente polémico-irónico, por lo que no cabe hacer un resumen temático siguiendo el orden mismo del libro. Comienza con la «Campaña de San Bruno contra Feuerbach», en la que a raíz del ataque de Bauer a Feuerbach, Marx y Engels van criticando la filosofía de la autoconciencia de Bauer, opuesta al materialismo feuerbachiano. Esta crítica se centra en algunas de las obras de Bauer:    Kritik der evangelischen Geschichte der Synoptiker und des Johannes (1841); Das entdeckte Christentum (1843). A esta última obra se le acusa también de poco original, por depender completamente de la Fenomenología de Hegel; por otra parte, Marx y Engels remiten explícitamente su crítica a la que ya habían hecho en La Sagrada familia.

            A continuación, pasan Marx y Engels a criticar las «consideraciones de San Bruno sobre la lucha entre Feuerbach y Stirner», ironizando contra Bauer tomando como apoyo el ataque de éste a Feuerbach y Stirner. Después, en el apartado «San Bruno contra los autores de la Sagrada Familia», Marx y Engels refutan los ataques de Bauer a su obra La Sagrada familia, aunque con más ironías mordaces que con argumentos especulativamente elaborados. Se afirma, por ejemplo, que Bauer basa su ataque en una recensión a La Sagrada familia aparecida en el Westphälisches Dampfboot.

            Termina esta parte con una «Necrología de M. Hess», en que se critica el hecho de que Bauer se refiera al libro de Hess, Die Letzten Philosophen (1845), como si fuese la única crítica de los socialistas a Stirner.

            La tercera parte del primer volumen está dedicada a San Max, y en ella Marx y Engels desarrollan una crítica extensísima y muy detallada del libro de Stirner Der Einzige und sein Eigentum (El Único y su propiedad) (1844). Por tanto, esta parte es una continuación del Concilio de Leipzig. Inicialmente se recogen comentarios críticos por parte de Feuerbach, Hess y Szeliga a ese libro de Max Stirner (pseudónimo de Johannes Kaspar Schmidt). Después El Único viene analizado paso a paso, con una crítica detallada, siguiendo prácticamente el mismo índice del libro de Stirner.

            Las dos partes del libro de Stirner: El Hombre y El Único, se analizan utilizando un irónico -y blasfemo- paralelismo con la Sagrada Escritura: a la primera, se le llama Antiguo Testamento y a la segunda, Nuevo Testamento. Tampoco esta parte ofrece la posibilidad de hacer un resumen temático siguiendo el índice del libro, por su carácter polémico y ligado al desarrollo de la obra de Stirner (que ha de conocerse bien -si se quiere seguir a Marx y Engels); aún así, la exposición resulta un tanto caótica.

            Stirner, según Marx y Engels, explica la historia de la humanidad a través de las simples categorías de «realismo», «idealismo» y «absoluta negatividad de ambos (egoísmo)»; tres etapas que, siguiendo la nomenclatura de Stirner -que en ocasiones utiliza terminologías míticas-, Marx y Engels van criticando en sus diversas expresiones: niño-joven-hombre; negros-mongoles-caucasianos; egoísta-realista-egoísta idealista-verdadero egoísta (El Único). Marx y Engels atacan fundamentalmente la concepción (que podría calificarse de egoísta-anarquista-nihilista) de Stirner, porque en ella «la idea especulativa, la representación abstracta, se considera la fuerza conductora de la historia. Y en consecuencia, la historia se reduce a simple historia de la filosofía»; «la historia se reduce a una pura historia de pretendidas ideas, de espectros y de fantasmas».

            A lo largo de la crítica a Stirner, y siguiendo el hilo de El Único, Marx y Engels tienen ocasión de afirmar sus ideas sobre numerosos temas: el liberalismo político, el derecho, la propiedad, el crimen, las revueltas, la moral y la religión, el catolicismo y el protestantismo...

            El segundo volumen, Crítica del socialismo alemán y de sus diversos profetas, es notablemente más breve que el primero. Se inicia con un apartado introductorio, titulado El verdadero socialismo, en el que se presenta lo que se autodenomina «verdadero socialismo», que -según Marx y Engels- no es más que «la transfiguración, en el cielo de los espíritus alemanes, del comunismo proletario y de las sectas y partidos de Francia e Inglaterra». En estas pocas páginas iniciales se acusa ya a este «verdadero socialismo» de no ser «científico» (en contra de lo que afirman sus representantes), por lo que una vez que en Alemania se establezca un partido realmente comunista, el «verdadero socialismo» representará a la pequeña burguesía.

            La primera parte de este segundo volumen (Los «Rheinische Jahrbücher» o la filosofía del verdadero socialismo) está constituida por el análisis crítico de dos artículos: Comunismo; Socialismo, humanismo (en Rheinische Jahrbücher, ibídem, pp. 155 ss.). En el primero, se critica al «verdadero socialismo» -que pretende ser «verdadero» en contraposición al comunismo francés-, por convertir tanto al comunismo como al socialismo en dos teorías abstractas; por hacer afirmaciones sobre lo que es natural y lo que no es natural a la especie humana; por afirmar -como liberación- la «independencia» del hombre respecto a las cosas exteriores a él; por pretender llegar al socialismo desde la «metafísica»; por defender una forma de propiedad («la verdadera propiedad»), que les convierte automáticamente en pequeños burgueses, etc.

            En el segundo artículo, se crítica especialmente la «mistificación» que el «verdadero socialismo» hace de la relación entre el hombre y la naturaleza (un naturalismo vulgar, imaginario, que después de mistificar la naturaleza, mistifica la conciencia humana como «espejo» de esa naturaleza); la defensa de una «vida individual» en armonía con una «vida social»; la interpretación «ideológica» que hace el «verdadero socialismo» de la individualidad, la generalidad y la igualdad; la idea de «bien general» concebida sobre la base de una «igualdad de naturaleza» en los hombres, por defender de hecho la división del trabajo, etc.

            La segunda parte (Karl-Grün, «El movimiento social en Francia y en Bélgica», o Historiografía del verdadero socialismo), que es una crítica a la obra de Grün que se indica en el título, centrada sobre todo en la inexactitud y falsificaciones que el «verdadero socialista» Grün hace al describir la historia, especialmente por lo que se refiere a Saint-Simon, Fourier y Proudhon. Esta parte, especialmente polémica, carece de estructura temática propia.

            La tercera parte (El Doctor G. Kuhlmann de Holstein o la Profecía del verdadero socialismo) es una breve crítica al «idílico» socialismo «profetizado» por Kulhmann, basada en la no-violencia, en la persuasión. La crítica general es, en substancia, la misma de siempre: la de quedarse en un mundo de «ideas». La crítica se hace sobre la apología que de Georg Kulhmann hizo August Becker. La obra de Kulhmann tomada en consideración es Die neue Welt oder das Reich des Geistes auf Erden (1845).

            La edición alemana añade cinco breves apéndices, entre ellos la versión de las once tesis sobre Feuerbach corregidas por Engels. La original de Marx se incluye previamente en este tomo tercero de las obras completas. La traducción castellana de Roces incluye entre sus apéndices esta versión marxista.

            La parte más interesante de la obra la constituye la crítica de Feuerbach, que le sirve de introducción. A lo largo de estas sesenta páginas (casi ochenta en la versión castellana) Marx y Engels ponen de manifiesto sus diferencias con la filosofía de este autor -en la que sus adversarios veían la consumación correctora de la doctrina hegeliana-, decantando a la vez la peculiaridad de su materialismo histórico.

            Parafraseando la tesis once sobre Feuerbach, insisten en que no se trata de lograr una conciencia histórica de lo existente, sino de derrocarlo (pp. 42/45). En Feuerbach, la crítica no habría salido aún del terreno de la filosofía (pp. 18/16), porque en ella materialismo e historia aparecen divorciados (pp. 45/49). La fuerza propulsora de la historia no puede ser una tal crítica, sino la revolución (pp. 38/40). Esta exige sustituir la mera especulación por un saber «real» (pp. 27/27).

            Las 360 páginas siguientes (450 en la versión castellana), están dedicadas al Concilio de Leipzig. Aflora en ellas un tono polémico que raya en lo panfletario. Con los paralelismos bíblicos, aparte del posible fácil efecto en determinados lectores, se pretende herir con sus propias armas a los criticados, que comparten y ensalzan la crítica de Feuerbach a todo fenómeno religioso [3]. En la exposición se recurre con frecuencia a argumentos ad hominem, adoleciendo de cierta zafiedad. De Stirner, por ejemplo, se nos dice: «De los epicúreos sabe nuestro amigo exactamente lo mismo que sabe de los estoicos, o sea la inevitable cantidad de saber de un estudiante de bachillerato» (pp. 124/157). Lo que en el capítulo anterior era serena confrontación de sistemas adquiere ahora tono de trifulca callejera.

            El peligro de reiteración del constante paralelismo bíblico se salva con ocasionales alusiones a pasajes del Quijote. Los autores muestran conocer bien la obra, aunque Cervantes se hubiera sorprendido no poco de ver el episodio del Yelmo de Mambrino convertido en recurso crítico contra teorías idealistas de la propiedad (pp. 220/226).

            Al abordarse, en el segundo volumen, la crítica del «verdadero socialismo», la polémica se transforma en disputa de iniciados, fundamentada en la enrevesada terminología posthegeliana, retorcida burlescamente por los autores hasta lo ininteligible.

            Este carácter inevitablemente caleidoscópico de la obra, en la que las alusiones a temas de fondo no se ciñen a una determinada sistemática, sino que afloran al filo de la polémica, nos obliga a esbozar una mínima clasificación de los temas más repetidamente tratados.

2.         Resumen temático

Los autores parten de una crítica cerrada a los planteamientos hegelianos. No basta para superarlos elegir uno de sus elementos y absolutizarlo oponiéndolo al resto (pp. 19/17), como hacen sus sucesores. Es precisa una inversión radical: en vez de descender del cielo a la tierra, ascender de la tierra al cielo (pp. 26/26). Es en la consideración de la historia donde esta crítica se hace más profunda. El idealismo -afirman Marx y Engels, en uno de los pasajes tachados en el manuscrito- concibe el mundo como medido por ideas, y la historia, como historia de ideas (pp. 14/675). «Primero, se deriva una abstracción de un hecho; luego se afirma que este hecho se basa en esta abstracción. Es el método más barato de pasar por alemán, por profundo y por especulativo» (pp. 569/580).

A ello se contrapone una interpretación materialista, para la que el espíritu aparece «preñado de materia», la conciencia como producto social (pp. 30/31), y «las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes» (pp. 46/50).

Con frecuencia la atención se traslada a los planteamientos socialistas alemanes con los que el marxismo entra en conflicto. Con ello decrece la aportación teórica mientras la polémica va tomando cuerpo. El comunismo alemán es un movimiento pequeño-burgués (pp. 214/268). Está compuesto por «filisteos nacionalistas» (pp. 41/44, 445/549...), literatos (pp. 443/546) y burgueses (pp. 458/565). Piensan que están proclamando el orden más racional de la sociedad, cuando lo que hacen es defender las necesidades de una clase y de una época (pp. 441/543). A tal actitud se opone el comunismo entendido como «un movimiento extraordinariamente práctico, que persigue fines prácticos con medios prácticos» (pp. 196/427).

No obstante, se va delineando la postura de Marx y Engels ante la historia. Esta llega a ser caracterizada como la única ciencia, en uno de los textos tachados (pp. 18/676). Como tal, no partirá de «dogmas», sino de «premisas reales» (pp. 20/19) y avanzará sobre la base de la «observación empírica» de los individuos «tal y como realmente son» (pp. 23/25), siendo por ello capaz de captar cualquier asunto como realmente sucedió (pp. 181/229) y de distinguir lo que una época dice ser y lo que es (pp. 49/55).

La clave de la historia, como se repetirá en toda la obra marxista, radica en las relaciones económicas. «La historia de la humanidad debe estudiarse y elaborarse siempre en conexión con la historia de la industria y del intercambio» (p. 30/30) [4]. «Todas las colisiones de la historia nacen, pues, según nuestra concepción, de la contradicción entre las fuerzas productivas y la forma de intercambio» (pp. 73/86). El énfasis crece en uno de los textos tachados, cuando la producción aparece como el «primer acto histórico» de los individuos, que le distingue de los animales (pp. 20/676), pero no faltan afirmaciones rotundas en el texto definitivo: lo que los individuos son «coincide con su producción» (pp. 21/19). Con ello va quedando de manifiesto hasta qué punto la visión marxista de la historia engendra paralelamente una antropología. La creación de necesidades nuevas «constituye el primer hecho histórico» (pp. 28/29), y ello condiciona -como veremos- una visión del hombre como portador de necesidades.

El papel concedido a la conciencia humana en el proceso histórico es muy secundario. Sólo «después de haber considerado ya cuatro momentos, cuatro aspectos de las relaciones históricas originarias» (producción, nuevas necesidades, familia, sociedad) «caemos en la cuenta de que el hombre tiene también conciencia» (pp. 30/31). «La producción de las ideas y representaciones, de la conciencia, aparece como al principio directamente entrelazada con la actividad material y el comercio material de los hombres, como el lenguaje de la vida real» (pp. 26/25). El mismo carácter secundario tienen todos los frutos de la «producción espiritual»: política, leyes, moral, religión, metafísica...

Con ello, «la moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad» (pp. 26/26).

Desprovista de estos aspectos «adjetivos», la historia presenta un texto de envidiable tersura: el desarrollo de las fuerzas productivas empuja a una situación de dominación en favor de una clase social encarnada en el Estado. No basta para cortar esta tendencia con plantear una nueva distribución del trabajo. Es preciso eliminar el trabajo y suprimir la dominación de las clases, acabando con las clases mismas (pp. 68/81).

La historia se ha hecho ciencia empírica de lo real con sólo renunciar a «explicar la práctica partiendo de la idea». La historia no ha de escribirse ya con arreglo a una pauta situada fuera de ella (pp. 39/41). Son las formaciones «ideológicas» las que han de explicarse a partir de la praxis material (pp. 38/40). Marx y Engels insisten en ello con machaconería. Los hegelianos «pasan de contrabando» la historia de la conciencia como si fuese la historia «real» (pp. 167/211). Hacen pasar sus absurdos como el «sentido» de los hechos históricos (pp. 186/235), convencidos de que es «el hombre» quien hace la historia (pp. 216/271).

El monismo economicista en la interpretación de la historia simplifica escuetamente los más variados fenómenos. La guerra es una «forma de comercio», la esclavitud la base de la producción, etc. (pp. 23/22). Cuando los hechos «empíricamente» descritos son más contingentes, las «explicaciones» resultan notablemente forzadas. Así vemos «cómo el azúcar y el café demuestran en el siglo XIX su significación histórica-universal por cuanto la escasez de estos productos, provocada por el sistema continental napoleónico, incitó a los alemanes a sublevarse contra Napoleón, estableciéndose con ello la base real para las gloriosas guerras de independencia de 1813» (pp. 46/50). Sus alusiones al condicionamiento material de la expresión artística no son menos unilaterales (pp. 378/468).

Desde esta perspectiva de la historia se engendra toda una antropología. No basta con el materialismo de Feuerbach, que considera al hombre como «objeto sensible». Es preciso descubrir al hombre como «actividad sensible», dentro de su trabazón socializada (pp. 44/48); explicarlo a partir de las condiciones de su existencia, sin disfrazarlas de «cualidades peculiares» del mismo (pp. 452/558). Estas condiciones son las que vienen dictadas por las relaciones de producción y su configuración del trabajo y la propiedad[5].

Los individuos quedan totalmente absorbidos por la división del trabajo (pp. 66/87). La propiedad privada, por otra parte, atropella y quebranta la individualidad (texto tachado: pp. 211/680). En estas condiciones no son imaginables unas relaciones en las que los individuos se reconozcan como tales (pp. 442/523). No cabe intentar cambiar esta realidad apelando a la buena voluntad, como si estas condiciones existentes fuesen meras ideas (pp. 363/450). Se impone una transformación ante la cual las predicciones morales resultan impotentes (pp. 245/304). «Los comunistas no predican absolutamente ninguna moral (...). Saben muy bien, por el contrario, que el egoísmo, ni más ni menos que la abnegación es, en determinadas condiciones, una forma necesaria de imponerse los individuos» (pp. 229/287). La única solución es una revolución mediante la cual se logre «la transformación del trabajo en propia actividad y la del intercambio anterior condicionado en intercambio entre los individuos en cuanto tales»[6], a la vez que «con la apropiación de la totalidad de las fuerzas productivas por los individuos asociados, termina la propiedad privada» (pp. 68/80).

Al viejo intento de dar a cada hombre de acuerdo con sus capacidades, sucede el de dar a cada uno con arreglo a sus necesidades (pp. 528/658). Con ello será toda una transformación antropológica lo que la revolución posibilite, ya que, a la vez que derriba a la clase dominante, saca del cieno a la dominada, volviéndola capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases (pp. 70/82).

El comunismo, a través de la revolución de la que es motor, aparece, pues, como fermento liberador. «La dominación de las relaciones y de la causalidad sobre los individuos se sustituye por la dominación de los individuos sobre la causalidad y las relaciones» (pp. 424/525). Sólo dentro de la comunidad es posible la libertad personal, y sólo en la comunidad «real y verdadera», sin clases, los individuos adquieren la libertad por medio de la asociación (pp. 74/87).

Fuera de encuadre, deshumanizadas y sin valor alguno para la reconstrucción antropológica que hay que realizar, quedan los aspectos «adjetivos» de la historia, una vez desenmascarada su ficticia sustantividad.

Así, por ejemplo, el derecho «carece de historia propia» (pp. 63/73), ya que -aunque aparezca como encarnación de la voluntad general- no es sino una dimensión de la superestructura política que emana de lo económico (pp. 311/386). El derecho no es sino poder (pp. 304/377); de ahí que se identifique corrientemente con la ley (pp. 310/385). Pero Marx y Engels no se limitan a exponer esta acertada crítica a tal reducción positivista, sino que no encuentran ningún otro posible apoyo al derecho, dentro de su peculiar concepción de la «realidad». Por ello, «declarar el derecho» no tiene para ellos nada que ver con «dar la razón» (pp. 298/370). Reducido a apéndice decorativo del poder, no queda sino dictaminar «la contraposición entre el comunismo y el derecho» (pp. 190/240).

No cabe esperar mejor suerte para la religión dentro de tal planteamiento. Ya hemos visto cómo la animosidad personal de los autores hacia el cristianismo les lleva a utilizar sus símbolos como arma arrojadiza en una polémica rastrera en la que no se pretende tanto demostrar los asertos propios, como ridiculizar los ajenos. Pero, incluso en el terreno teórico, la valoración del fenómeno religioso resulta necesariamente poco favorable. La religión carece de esencia. En ella los hombres convierten su mundo empírico en una esencia puramente concebida, imaginaria, que se enfrenta a ellos como algo extraño (pp. 143/180) [7]. Los sacerdotes son los primeros ideólogos, acota ocasionalmente Marx (pp. 31/32). Las circunstancias se han encargado de ir eliminando las ideas religiosas (pp. 40/43). En concreto, «el cristianismo no tiene absolutamente historia». «Las diferentes formas en que fue concebido en diferentes épocas no eran “autodeterminaciones” ni “desarrollos” del espíritu “religioso”, sino que obedecían a causas totalmente empíricas, sustraídas a toda influencia del espíritu religioso» (pp. 137/173). Las clases oprimidas sólo han sido cristianas mientras han soportado su miseria (pp. 201/252).

 

CONSIDERACIONES CRÍTICAS

            A pesar del fragmentarismo ya señalado, La ideología alemana nos ha ido aportando elementos de gran interés para una valoración crítica del marxismo.

            Éste aparece con unas pretensiones de globalidad poco corrientes en una doctrina filosófica. Aspira, en primer lugar, a reinterpretar todo el campo de la realidad, sin marginar aspecto alguno de ella. Postula, en segundo lugar, rango «científico» para los resultados de su investigación, que -en cuanto pretenden reflejar «empíricamente» la realidad de las cosas- se erigen en contenido de la única ciencia. Se prolonga, en tercer lugar, en una vertiente práctica -indisolublemente unida a la teórica- que, por una parte, aporta sentido a una ética y una política objetivas (empeño de la filosofía práctica tradicional) y, por otra, descalifica todos los saberes que habían intentado cubrir este ámbito, calificando de «ideológicos» a los sistemas filosóficos premarxistas y a la misma sabiduría religiosa.

            El marxismo se presenta, pues, como una manifestación del viejo afán humano por adueñarse de todos los secretos de la realidad y de la propia existencia. El hombre llega a su madurez cuando no necesita recurrir a los «mitos religiosos» para suplir su deficiencia de conocimiento y cuando renuncia a desfigurar la realidad en aras de la justificación de sus intereses prácticos.

            Tan sólo Hegel se había propuesto objetivos tan ambiciosos. De ahí el afán de Marx y Engels por borrar su recuerdo, alineando su filosofía en las filas del conocimiento «religioso» superado. A la vez, sin embargo, no sólo perpetúan sus ambiciones, sino también las claves maestras de su obra. Sólo las opciones que recubren tal osamenta van a ser sustituidas.

            Porque el marxismo se nos muestra como radicalmente apriorístico. Sólo partiendo de la fe incondicionada en unos postulados previos, puede llevar a cabo su programa. No se trata, como en Hegel, de un mero postulado teórico. No se sustituye simplemente el axioma de que «todo lo racional es real», por el de «sólo lo material es real», sino que en un continuo paralelismo va jugando ese postulado de orden práctico, que se apoya mutuamente con el anterior en una circularidad que cierra los cimientos del sistema[8]: el hombre ha de ser liberado a través de una transformación de la realidad social. Si bien este postulado puede parecer la consecuencia práctica del materialismo teórico, de hecho juega claramente como su cobertura radical.

            El marxismo pretende volver a Hegel del revés, bajarlo del cielo a la tierra. Lo hace con excesiva fidelidad, transformando su contenido, pero respetando su esquema básico. El absolutismo del espíritu es sustituido por el de la materia [9]. Si se prescinde del blindaje práctico aludido, no cabría opción racional entre ellos. Si Marx y Engels oponen a Hegel que su «inversión, que de antemano hace caso omiso de las condiciones reales (léase, materiales), es lo que permite convertir toda la historia en un proceso de desarrollo de la conciencia» (pp. 69/81), no costaría especial esfuerzo a Hegel rechazarles su inversión, que (haciendo caso omiso de antemano de las condiciones reales -léase, ideales-) les permite convertir toda la historia en un proceso de desarrollo de la materia. Sólo el recurso a priori práctico -la denuncia del hegelianismo como «ideología» burguesa (que tiene más de argumentación política que de constatación «científica»)-, puede desnivelar la balanza. El monismo de la dialéctica hegeliana se mantiene. Sólo cambia su signo.

            Esta misma base teórico-práctica fundamenta el concepto marxista de «ciencia». La «realidad» que se trata de captar es la premisa que presenta como obligatoria la revolución. Cualquier planteamiento teórico del que no se derive tal exigencia falsea («ideológicamente») la realidad y no es, por ello, científico.

            La consecuencia es la radical ambigüedad del concepto marxista de ciencia. Nunca queda claro si se está describiendo lo real (lo que es) o si se está proponiendo su reforma (lo que debe ser), porque siempre se hacen ambas cosas a un tiempo.

            El marxismo aparece, pues, como una «ciencia normativa» especialmente «impura». Sus afirmaciones teóricas se presentan siempre condicionadas por elementos de orden práctico (político) y su trayectoria política aparece siempre legitimada por el marchamo de lo «científico».

            No es difícil captar cómo las «afirmaciones» sobre la realidad culminan en «prescripciones» sobre la configuración de su futuro. Así las continuas afirmaciones de que el hombre no hace la historia, legitiman el que deba olvidarse de hacerla, para limitarse a aplicar la revolución que la historia -que él no ha hecho- le muestra como inevitable. La conclusión práctica de que el hombre «no debe» hacer la historia -y la consiguiente amenaza a la libertad que ello encierra- no es consecuencia de una política posterior infiel al marxismo teórico, sino que latía ya implícita en sus formulaciones. El depositario de la «verdad práctica» -una instancia política- dirige los derroteros del marxismo como «ciencia» normativa.

            Se nos muestra, por otra parte, la revolución como imperativo antropológico. Se «constata» que sólo gracias a ella puede el hombre redimirse. Los perfiles del proceso revolucionario deben obtenerse del conocimiento de la «legalidad» histórica. Pero, aunque se nos haya hablado de la historia como la única ciencia, la labor de desentrañar su contenido, de fijar el cómo ha de hacerse la revolución, tendrá poco de «científico» para implicar más bien el dogmatismo de un dictado político.

            Se nos dice que sólo dentro de la comunidad es posible la libertad. La consecuencia normativa no se deja esperar: no cabe libertad para marginarse de la comunidad. La salvaguarda de la libertad individual obliga a negar la libertad de aquellos individuos que consideren la suya amenazada en la comunidad. Es preciso convencerlos de que sólo la esclavitud (lo que ellos, al menos, valoran como tal) los hará libres.

            Se asegura que el derecho no es sino un disfraz de la fuerza ejercida por quienes detentan el poder. No brota, pues, del concepto del hombre (pp. 325/402), ni cabe entenderlo como prerrogativa del mismo. La conclusión práctica -a la espera de que el ordenamiento jurídico acabe «marchitándose», como el Estado, al faltarle su función «ideológica»- será que el derecho debe prolongar su función de elemento de dominación mientras queden elementos reaccionarios, opuestos a la realización del fluir histórico. No «debe», por tanto, ser concebido ni actuado como defensa de prerrogativas de la persona.

            Todo elemento espiritual queda excluido. Se critica el «prejuicio» de que «el espíritu crea lo espiritual» (pp. 132/167), a base de aceptar acríticamente el juicio, no menos previo, de que la materia crea lo espiritual, o de que esto se reduce a ella. Se ironiza sobre los «posesos» que, como Stirner, «ven espíritus» (pp. 137/172), adoptando una actitud no menos sorprendente: la de querer atraparlos. El monismo hegeliano de lo espiritual se ve sustituido por el monismo materialista sin mayores protocolos. Se trata de una opción que, en esta obra, se da por resuelta de antemano. La conclusión normativa no deja de surgir: prohibido «ver» espíritus. Se conviene en que si se atrapa alguno debe ser desenmascarado como cómplice de la burguesía y sometido al veredicto ya dictado por la historia. La consecuencia no puede ser otra que la coherente yugulación de toda la dimensión religiosa del hombre, y muy especialmente de sus facetas susceptibles de una repercusión social. «Constatar» que se ha producido una eliminación de las ideas religiosas por el fluir histórico, equivale a prescribir su opresión práctica.

            Hegel había explayado un desarrollo histórico que culminaba en una «interpretación» de la realidad glorificadora de lo existente. Marx y Engels presentan la historia como depositaria de esa legalidad que hará posible la «transformación» que la realidad exige. En ambos casos, el hombre aparece anulado por el fluir histórico. Sólo dejándose empujar por su torrente llegará a su perfección ética.

            La obra, que pretendía hacer patentes las debilidades de la «ideología alemana» al contrastarla con el materialismo dialéctico «científico», no hace sino esbozar el esquema fundamental de la «ideología marxista», desarrollado con mayor detenimiento en otros trabajos de sus autores. Y no sólo pone de manifiesto las opciones básicas -no fundamentales teóricamente- de que parte, sino que permite atisbar esas consecuencias prácticas que la historia con posterioridad se ha encargado de «verificar».

            El marxismo aparece, por tanto, como «ideología» que manipula la realidad, negando sus aspectos espirituales y privando con ello de sentido teórico a la libertad humana como conformadora de la historia, al derecho como prerrogativa de la persona, y a toda la dimensión religiosa, ineliminable de la condición humana, a la vez que impone por su reverso la opresión de esta triple faceta de la existencia del hombre.

A.M.

 

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[1]              Algunas partes del manuscrito están escritas con la caligrafía de Mose Hess, que colaboró con Marx y Engels en la elaboración de esta obra.

[2]              La paginación corresponde a la edición alemana. En su caso, se añadiría a continuación y en cursiva la correspondiente a la versión castellana.

 

[3]              Cfr. Introducción a estas recensiones, p. 6

[4]              Sobre la vinculación entre historia y economía en El Capital, cfr. la recensión correspondiente, p. 135.

[5]              Sobre la vinculación entre antropología y economía en El Capital, cfr. recensión correspondiente, p. 133. Lo que define al hombre es su trabajo (ibídem, p. 172).

[6]              Esta identificación -radicalmente anticristiana y, en el fondo, inhumana- de la liberación del hombre con su liberación económica es expresamente rechazada por la Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II (nn. 20-21).

[7]              Si en El Capital el ateísmo aparece también como tesis fundante (recensión, p. 179), en la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, religión implica existencia falseada (recensión, p. 17; también cfr. Introducción a las mismas, p. 12).

[8]              Cfr. lo apuntado sobre la filosofía como praxis en la Introducción a estas recensiones (p. 14).

[9]              No faltan alusiones explícitas del Magisterio de la Iglesia a esta reducción del espíritu a materia. Cfr., por ejemplo, la encíclica Divini Redemptoris, de Pío XI.