La ideología alemana (Crítica de la reciente filosofía alemana en sus
representantes Feuerbach, B. Bauer y Stirner, y del socialismo alemán en sus
diversos profetas), en Marx-Engels-Werke, editadas
por el «Institut für Marxismus-Leninismus beim ZK der SED», Berlín,
1969, Vol. III, pp. 9-350. Versión castellana (de Wenceslao Roces) editada por
Grijalbo, Barcelona, 1970 (3ª edición).
Este trabajo conjunto de
Marx y Engels [1], fue
iniciado en Bruselas en la primavera de 1845 con el fin de «ajustar cuentas con
nuestra conciencia filosófica anterior» (p. 8) [2],
basándose en una crítica del hegelianismo. El manuscrito permaneció inédito
largo tiempo, debido sin duda a su carácter marcadamente polémico. En vida de
sus autores sólo vio la luz el capítulo cuarto del volumen segundo. Es en 1932
cuando se publica íntegro en alemán, formando parte del volumen quinto de las Obras
Completas de sus autores. Al año siguiente aparece la versión rusa, a cargo
también del Institut für Marxismus-Leninismus. En el manuscrito faltan
algunos folios, y hay frases tachadas que se reproducen en el texto, o en nota,
indicando ese extremo.
CONTENIDO DE LA OBRA
1. Estructura general
El primer volumen, La
crítica de la novísima filosofía alemana en sus representantes Feuerbach, B.
Bauer y Stirner, se inicia con un prólogo en donde se afirma directamente
la finalidad de este primer volumen: desenmascarar a la reciente
filosofía alemana, ponerla en ridículo y quitarle todo crédito, mostrando que
se mueve en el mundo de las ideas y no es revolucionaria.
La primera parte comienza
con la crítica a Feuerbach. «La contraposición entre la concepción
idealista y la materialista», es un primer apartado, en el que se analiza,
brevemente y en general, el fenómeno de «descomposición» del hegelianismo,
acusando a los «jóvenes hegelianos» de provincianismo en sus polémicas
estériles. Sigue el apartado «La ideología en general, y la ideología alemana
en particular», en donde continúa la crítica a los jóvenes hegelianos, que son
de nuevo acusados de conservadurismo, de dar el predominio a la religión: culto
del Derecho, culto del Estado; y de combatir sólo «las frases de este mundo»,
en lugar de combatir al mundo real.
Mayor extensión e
importancia temática tiene el texto que continúa, en el que Marx y Engels
trazan un esbozo bastante completo del materialismo histórico. Después de
afirmar que «conocemos sólo una única ciencia: la ciencia de la historia», se
califica a la «ideología» como una interpretación coja de la historia humana,
como una abstracción. La historia humana se inicia cuando los hombres se
diferencian de los animales al comenzar a producir sus medios de subsistencia,
por lo que el ser de los hombres es su real proceso vital. Reconocen a
Feuerbach el mérito de haber comprendido que el hombre es un «objeto de la
sensibilidad», pero le critican por no haber llegado a concebirlo como
«actividad sensible»: de ahí que, según Marx y Engels, Feuerbach en la medida
que es materialista no concibe un desarrollo histórico; y en la medida en que
considera la historia, no es materialista. El hombre no es, se hace.
A continuación sigue el
análisis de la división del trabajo, de la que surgen las oposiciones entre los
intereses particulares y los intereses sociales; de ahí, a su vez, surge el
Estado como algo distinto y por encima de la sociedad. Pasan a describir el
nacimiento del proletariado como una gran masa de humanidad absolutamente
excluida de la propiedad, y que se pone como antítesis al existente mundo de la
riqueza y de la cultura. A continuación, se postula la necesidad e
inevitabilidad de la Revolución violenta, que conducirá a la supresión de las
clases, por mutación de los sistemas de producción. En conclusión, «la historia
no es más que la sucesión de las generaciones singulares; cada una de las
cuales explota materiales, fuerzas productivas, puestas ya en acto por todas
las generaciones que la han precedido. Por eso, toda generación por una parte
prosigue, con circunstancias completamente cambiadas, la actividad emprendida
anteriormente; y por otra parte modifica, con una actividad completamente
cambiada, las antiguas circunstancias».
En esa historia,
ciertamente, pueden observarse también «ideas dominantes», pero en realidad,
según Marx y Engels, esas ideas no son más que consecuencias de la
realidad material, de las relaciones de clase dominantes.
A
continuación, se vuelve al tema de la división del trabajo, haciendo un
bosquejo de historia universal sobre la base de esa división. En ella, el punto
neurálgico es situado en la separación entre el campo y la ciudad, que originó
de una parte: la burocracia, la policía, los impuestos (la política, en una
palabra); de otra, el fenómeno del trabajo asalariado. Siguió la separación
entre producción y comercio, la aparición de la burguesía y de la gran
industria, produciéndose una gran acentuación de las luchas de clases. Pero,
aclaran Marx y Engels, «los individuos forman una clase sólo en cuanto tienen
que conducir una lucha común contra otra clase; para lo demás, permanecen en
concurrencia y en posición hostil entre sí». La progresiva polarización entre
capital y trabajo (entre burguesía y proletariado) conduce necesariamente a la
Revolución, en la que los proletarios se apropian de los medios de producción,
lo cual abre el camino a la extinción completa de la propiedad privada, de las
clases, y a que el trabajo sea verdaderamente una «autoactividad».
El
último apartado de esta primera parte trata de la Relación entre el Estado y
el Derecho de la propiedad. Después de explicar brevemente los diversos
modos de propiedad históricamente existidos, se afirma (también brevemente) la
tesis del Estado como organización que la clase dominante establece
necesariamente para garantizar su propiedad e intereses. El Derecho, entonces,
no sería más que la «expresión universal» del dominio de la burguesía como
clase. Retornan de nuevo a describir -ahora con más detalle- las formas
históricas de propiedad: propiedad de estirpe, propiedad comunal, propiedad
feudal (se interrumpe el manuscrito).
La segunda
parte lleva por título: El Concilio de Leipzig. Comienza con una
breve presentación irónica de San Bruno (Bruno Bauer) y de San Max (Max
Stirner), como dos grandes «maestros de la Sagrada Inquisición» que, reunidos
en Concilio, juzgan al heresiarca Feuerbach, quien debe responder
de «la grave acusación de gnosticismo». El imaginario concilio toma el nombre
de la ciudad de Leipzig, por tener en ella su sede la editorial Wigand, donde
Bauer y Stirner -y otros autores de la izquierda hegeliana- publicaban con
frecuencia sus obras.
El
contenido de toda esta parte es directamente polémico-irónico, por lo que no
cabe hacer un resumen temático siguiendo el orden mismo del libro. Comienza con
la «Campaña de San Bruno contra Feuerbach», en la que a raíz del ataque de
Bauer a Feuerbach, Marx y Engels van criticando la filosofía de la
autoconciencia de Bauer, opuesta al materialismo feuerbachiano. Esta crítica se centra en
algunas de las obras de Bauer: Kritik
der evangelischen Geschichte der Synoptiker und des Johannes (1841); Das
entdeckte Christentum (1843). A esta última obra se le acusa también de poco original, por depender
completamente de la Fenomenología de Hegel; por otra parte, Marx y
Engels remiten explícitamente su crítica a la que ya habían hecho en La
Sagrada familia.
A
continuación, pasan Marx y Engels a criticar las «consideraciones de San Bruno
sobre la lucha entre Feuerbach y Stirner», ironizando contra Bauer tomando como
apoyo el ataque de éste a Feuerbach y Stirner. Después, en el apartado «San
Bruno contra los autores de la Sagrada Familia», Marx y Engels refutan los
ataques de Bauer a su obra La Sagrada familia, aunque con más ironías
mordaces que con argumentos especulativamente elaborados. Se afirma, por
ejemplo, que Bauer basa su ataque en una recensión a La Sagrada familia aparecida
en el Westphälisches Dampfboot.
Termina
esta parte con una «Necrología de M. Hess», en que se critica el hecho de que
Bauer se refiera al libro de Hess, Die Letzten Philosophen (1845), como
si fuese la única crítica de los socialistas a Stirner.
La tercera
parte del primer volumen está dedicada a San Max, y en ella Marx y
Engels desarrollan una crítica extensísima y muy detallada del libro de Stirner
Der Einzige und sein Eigentum (El Único y su propiedad) (1844). Por
tanto, esta parte es una continuación del Concilio de Leipzig. Inicialmente
se recogen comentarios críticos por parte de Feuerbach, Hess y Szeliga a ese
libro de Max Stirner (pseudónimo de Johannes Kaspar Schmidt). Después El
Único viene analizado paso a paso, con una crítica detallada, siguiendo
prácticamente el mismo índice del libro de Stirner.
Las
dos partes del libro de Stirner: El Hombre y El Único, se
analizan utilizando un irónico -y blasfemo- paralelismo con la Sagrada Escritura:
a la primera, se le llama Antiguo Testamento y a la segunda, Nuevo Testamento.
Tampoco esta parte ofrece la posibilidad de hacer un resumen temático siguiendo
el índice del libro, por su carácter polémico y ligado al desarrollo de la obra
de Stirner (que ha de conocerse bien -si se quiere seguir a Marx y Engels); aún
así, la exposición resulta un tanto caótica.
Stirner,
según Marx y Engels, explica la historia de la humanidad a través de las
simples categorías de «realismo», «idealismo» y «absoluta negatividad de ambos
(egoísmo)»; tres etapas que, siguiendo la nomenclatura de Stirner -que en
ocasiones utiliza terminologías míticas-, Marx y Engels van criticando en sus
diversas expresiones: niño-joven-hombre; negros-mongoles-caucasianos; egoísta-realista-egoísta
idealista-verdadero egoísta (El Único). Marx y Engels atacan
fundamentalmente la concepción (que podría calificarse de
egoísta-anarquista-nihilista) de Stirner, porque en ella «la idea especulativa,
la representación abstracta, se considera la fuerza conductora de la historia.
Y en consecuencia, la historia se reduce a simple historia de la filosofía»;
«la historia se reduce a una pura historia de pretendidas ideas, de
espectros y de fantasmas».
A lo
largo de la crítica a Stirner, y siguiendo el hilo de El Único, Marx y
Engels tienen ocasión de afirmar sus ideas sobre numerosos temas: el
liberalismo político, el derecho, la propiedad, el crimen, las revueltas, la
moral y la religión, el catolicismo y el protestantismo...
El
segundo volumen, Crítica del socialismo alemán y de sus diversos profetas, es
notablemente más breve que el primero. Se inicia con un apartado introductorio,
titulado El verdadero socialismo, en el que se presenta lo que se
autodenomina «verdadero socialismo», que -según Marx y Engels- no es más que
«la transfiguración, en el cielo de los espíritus alemanes, del comunismo
proletario y de las sectas y partidos de Francia e Inglaterra». En estas pocas
páginas iniciales se acusa ya a este «verdadero socialismo» de no ser «científico»
(en contra de lo que afirman sus representantes), por lo que una vez que en
Alemania se establezca un partido realmente comunista, el «verdadero
socialismo» representará a la pequeña burguesía.
La
primera parte de este segundo volumen (Los «Rheinische Jahrbücher» o la
filosofía del verdadero socialismo) está constituida por el análisis
crítico de dos artículos: Comunismo; Socialismo, humanismo (en Rheinische
Jahrbücher, ibídem, pp. 155 ss.). En el primero, se critica al
«verdadero socialismo» -que pretende ser «verdadero» en contraposición al
comunismo francés-, por convertir tanto al comunismo como al socialismo en dos
teorías abstractas; por hacer afirmaciones sobre lo que es natural y lo que no
es natural a la especie humana; por afirmar -como liberación- la
«independencia» del hombre respecto a las cosas exteriores a él; por pretender
llegar al socialismo desde la «metafísica»; por defender una forma de propiedad
(«la verdadera propiedad»), que les convierte automáticamente en pequeños
burgueses, etc.
En el
segundo artículo, se crítica especialmente la «mistificación» que el «verdadero
socialismo» hace de la relación entre el hombre y la naturaleza (un naturalismo
vulgar, imaginario, que después de mistificar la naturaleza, mistifica la
conciencia humana como «espejo» de esa naturaleza); la defensa de una «vida
individual» en armonía con una «vida social»; la interpretación «ideológica»
que hace el «verdadero socialismo» de la individualidad, la generalidad y la
igualdad; la idea de «bien general» concebida sobre la base de una «igualdad de
naturaleza» en los hombres, por defender de hecho la división del trabajo, etc.
La segunda
parte (Karl-Grün, «El movimiento social en Francia y en Bélgica», o Historiografía
del verdadero socialismo), que es una crítica a la obra de Grün que
se indica en el título, centrada sobre todo en la inexactitud y falsificaciones
que el «verdadero socialista» Grün hace al describir la historia, especialmente
por lo que se refiere a Saint-Simon, Fourier y Proudhon. Esta parte,
especialmente polémica, carece de estructura temática propia.
La tercera
parte (El Doctor G. Kuhlmann de Holstein o la Profecía del verdadero
socialismo) es una breve crítica al «idílico» socialismo «profetizado» por
Kulhmann, basada en la no-violencia, en la persuasión. La crítica general es,
en substancia, la misma de siempre: la de quedarse en un mundo de «ideas». La
crítica se hace sobre la apología que de Georg Kulhmann hizo August Becker. La obra de Kulhmann
tomada en consideración es Die neue Welt oder das Reich des Geistes auf
Erden (1845).
La edición alemana añade cinco breves
apéndices, entre ellos la versión de las once tesis sobre Feuerbach corregidas
por Engels. La original de Marx se incluye previamente en este tomo tercero de
las obras completas. La traducción castellana de Roces incluye entre sus
apéndices esta versión marxista.
La
parte más interesante de la obra la constituye la crítica de Feuerbach, que le
sirve de introducción. A lo largo de estas sesenta páginas (casi ochenta en la
versión castellana) Marx y Engels ponen de manifiesto sus diferencias con la
filosofía de este autor -en la que sus adversarios veían la consumación
correctora de la doctrina hegeliana-, decantando a la vez la peculiaridad de su
materialismo histórico.
Parafraseando
la tesis once sobre Feuerbach, insisten en que no se trata de lograr una
conciencia histórica de lo existente, sino de derrocarlo (pp. 42/45). En
Feuerbach, la crítica no habría salido aún del terreno de la filosofía (pp. 18/16),
porque en ella materialismo e historia aparecen divorciados (pp. 45/49).
La fuerza propulsora de la historia no puede ser una tal crítica, sino la
revolución (pp. 38/40). Esta exige sustituir la mera especulación por un
saber «real» (pp. 27/27).
Las
360 páginas siguientes (450 en la versión castellana), están dedicadas al Concilio
de Leipzig. Aflora en ellas un tono polémico que raya en lo panfletario.
Con los paralelismos bíblicos, aparte del posible fácil efecto en determinados
lectores, se pretende herir con sus propias armas a los criticados, que
comparten y ensalzan la crítica de Feuerbach a todo fenómeno religioso [3].
En la exposición se recurre con frecuencia a argumentos ad hominem, adoleciendo
de cierta zafiedad. De Stirner, por ejemplo, se nos dice: «De los epicúreos
sabe nuestro amigo exactamente lo mismo que sabe de los estoicos, o sea la
inevitable cantidad de saber de un estudiante de bachillerato» (pp. 124/157).
Lo que en el capítulo anterior era serena confrontación de sistemas adquiere
ahora tono de trifulca callejera.
El
peligro de reiteración del constante paralelismo bíblico se salva con
ocasionales alusiones a pasajes del Quijote. Los autores muestran
conocer bien la obra, aunque Cervantes se hubiera sorprendido no poco de ver el
episodio del Yelmo de Mambrino convertido en recurso crítico contra teorías
idealistas de la propiedad (pp. 220/226).
Al
abordarse, en el segundo volumen, la crítica del «verdadero socialismo», la
polémica se transforma en disputa de iniciados, fundamentada en la enrevesada
terminología posthegeliana, retorcida burlescamente por los autores hasta lo
ininteligible.
Este
carácter inevitablemente caleidoscópico de la obra, en la que las alusiones a
temas de fondo no se ciñen a una determinada sistemática, sino que afloran al
filo de la polémica, nos obliga a esbozar una mínima clasificación de los temas
más repetidamente tratados.
2. Resumen
temático
Los autores parten de una crítica cerrada a los planteamientos
hegelianos. No basta para superarlos elegir uno de sus elementos y
absolutizarlo oponiéndolo al resto (pp. 19/17), como hacen sus
sucesores. Es precisa una inversión radical: en vez de descender del cielo a la
tierra, ascender de la tierra al cielo (pp. 26/26). Es en la
consideración de la historia donde esta crítica
se hace más profunda. El idealismo -afirman Marx y Engels, en uno de los
pasajes tachados en el manuscrito- concibe el mundo como medido por ideas, y la
historia, como historia de ideas (pp. 14/675). «Primero, se deriva una
abstracción de un hecho; luego se afirma que este hecho se basa en esta
abstracción. Es el método más barato de pasar por alemán, por profundo y por
especulativo» (pp. 569/580).
A ello se contrapone una interpretación materialista, para la que el
espíritu aparece «preñado de materia», la conciencia como producto social (pp.
30/31), y «las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal
de las relaciones materiales dominantes» (pp. 46/50).
Con frecuencia la atención se traslada a los planteamientos socialistas
alemanes con los que el marxismo entra en conflicto. Con ello decrece la
aportación teórica mientras la polémica va tomando cuerpo. El comunismo alemán
es un movimiento pequeño-burgués (pp. 214/268). Está compuesto por «filisteos
nacionalistas» (pp. 41/44, 445/549...), literatos (pp. 443/546)
y burgueses (pp. 458/565). Piensan que están proclamando el orden más
racional de la sociedad, cuando lo que hacen es defender las necesidades de una
clase y de una época (pp. 441/543). A tal actitud se opone el comunismo
entendido como «un movimiento extraordinariamente práctico, que persigue fines
prácticos con medios prácticos» (pp. 196/427).
No obstante, se va delineando la postura de Marx y Engels ante la historia.
Esta llega a ser caracterizada como la única ciencia, en uno de los textos
tachados (pp. 18/676). Como tal, no partirá de «dogmas», sino de
«premisas reales» (pp. 20/19) y avanzará sobre la base de la
«observación empírica» de los individuos «tal y como realmente son» (pp. 23/25),
siendo por ello capaz de captar cualquier asunto como realmente sucedió (pp.
181/229) y de distinguir lo que una época dice ser y lo que es (pp. 49/55).
La clave de la historia, como se repetirá en toda la obra marxista,
radica en las relaciones económicas. «La historia de la humanidad debe
estudiarse y elaborarse siempre en conexión con la historia de la industria y
del intercambio» (p. 30/30) [4].
«Todas las colisiones de la historia nacen, pues, según nuestra concepción, de
la contradicción entre las fuerzas productivas y la forma de intercambio» (pp.
73/86). El énfasis crece en uno de los textos tachados, cuando la
producción aparece como el «primer acto histórico» de los individuos, que le
distingue de los animales (pp. 20/676), pero no faltan afirmaciones
rotundas en el texto definitivo: lo que los individuos son «coincide con su
producción» (pp. 21/19). Con ello va quedando de manifiesto hasta qué
punto la visión marxista de la historia engendra paralelamente una
antropología. La creación de necesidades nuevas «constituye el primer hecho
histórico» (pp. 28/29), y ello condiciona -como veremos- una visión del
hombre como portador de necesidades.
El papel concedido a la conciencia humana en el
proceso histórico es muy secundario. Sólo «después de haber considerado ya
cuatro momentos, cuatro aspectos de las relaciones históricas originarias»
(producción, nuevas necesidades, familia, sociedad) «caemos en la cuenta de que
el hombre tiene también conciencia» (pp. 30/31). «La producción de las
ideas y representaciones, de la conciencia, aparece como al principio
directamente entrelazada con la actividad material y el comercio material de
los hombres, como el lenguaje de la vida real» (pp. 26/25). El mismo
carácter secundario tienen todos los frutos de la «producción espiritual»:
política, leyes, moral, religión, metafísica...
Con ello, «la moral, la religión, la metafísica y
cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden
pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad» (pp. 26/26).
Desprovista de estos aspectos «adjetivos», la historia
presenta un texto de envidiable tersura: el desarrollo de las fuerzas
productivas empuja a una situación de dominación en favor de una clase social
encarnada en el Estado. No basta para cortar esta tendencia con plantear una
nueva distribución del trabajo. Es preciso eliminar el trabajo y suprimir la
dominación de las clases, acabando con las clases mismas (pp. 68/81).
La historia se ha hecho ciencia empírica de lo real
con sólo renunciar a «explicar la práctica partiendo de la idea». La historia
no ha de escribirse ya con arreglo a una pauta situada fuera de ella (pp. 39/41).
Son las formaciones «ideológicas» las que han de explicarse a partir de la
praxis material (pp. 38/40). Marx y Engels insisten en ello con
machaconería. Los hegelianos «pasan de contrabando» la historia de la
conciencia como si fuese la historia «real» (pp. 167/211). Hacen pasar
sus absurdos como el «sentido» de los hechos históricos (pp. 186/235),
convencidos de que es «el hombre» quien hace la historia (pp. 216/271).
El monismo economicista en la interpretación de la
historia simplifica escuetamente los más variados fenómenos. La guerra es una
«forma de comercio», la esclavitud la base de la producción, etc. (pp. 23/22).
Cuando los hechos «empíricamente» descritos son más contingentes, las
«explicaciones» resultan notablemente forzadas. Así vemos «cómo el azúcar y el
café demuestran en el siglo XIX su significación histórica-universal por cuanto
la escasez de estos productos, provocada por el sistema continental
napoleónico, incitó a los alemanes a sublevarse contra Napoleón,
estableciéndose con ello la base real para las gloriosas guerras de
independencia de 1813» (pp. 46/50). Sus alusiones al condicionamiento
material de la expresión artística no son menos unilaterales (pp. 378/468).
Desde esta perspectiva de la historia se engendra toda
una antropología. No basta con el materialismo de Feuerbach, que
considera al hombre como «objeto sensible». Es preciso descubrir al hombre como
«actividad sensible», dentro de su trabazón socializada (pp. 44/48);
explicarlo a partir de las condiciones de su existencia, sin disfrazarlas de
«cualidades peculiares» del mismo (pp. 452/558). Estas condiciones son
las que vienen dictadas por las relaciones de producción y su configuración del
trabajo y la propiedad[5].
Los individuos quedan totalmente absorbidos por la
división del trabajo (pp. 66/87). La propiedad privada, por
otra parte, atropella y quebranta la individualidad (texto tachado: pp. 211/680).
En estas condiciones no son imaginables unas relaciones en las que los
individuos se reconozcan como tales (pp. 442/523). No cabe intentar
cambiar esta realidad apelando a la buena voluntad, como si estas condiciones
existentes fuesen meras ideas (pp. 363/450). Se impone una
transformación ante la cual las predicciones morales resultan impotentes (pp.
245/304). «Los comunistas no predican absolutamente ninguna moral (...).
Saben muy bien, por el contrario, que el egoísmo, ni más ni menos que la
abnegación es, en determinadas condiciones, una forma necesaria de imponerse
los individuos» (pp. 229/287). La única solución es una revolución
mediante la cual se logre «la transformación del trabajo en propia actividad y
la del intercambio anterior condicionado en intercambio entre los individuos en
cuanto tales»[6], a la vez que «con la
apropiación de la totalidad de las fuerzas productivas por los individuos
asociados, termina la propiedad privada» (pp. 68/80).
Al viejo intento de dar a cada hombre de acuerdo con
sus capacidades, sucede el de dar a cada uno con arreglo a sus necesidades (pp.
528/658). Con ello será toda una transformación antropológica lo
que la revolución posibilite, ya que, a la vez que derriba a la clase
dominante, saca del cieno a la dominada, volviéndola capaz de fundar la
sociedad sobre nuevas bases (pp. 70/82).
El comunismo, a través de la revolución de la que es
motor, aparece, pues, como fermento liberador. «La dominación de las relaciones
y de la causalidad sobre los individuos se sustituye por la dominación de los
individuos sobre la causalidad y las relaciones» (pp. 424/525). Sólo
dentro de la comunidad es posible la libertad personal, y sólo en la
comunidad «real y verdadera», sin clases, los individuos adquieren la libertad
por medio de la asociación (pp. 74/87).
Fuera de encuadre, deshumanizadas y sin valor alguno
para la reconstrucción antropológica que hay que realizar, quedan los aspectos
«adjetivos» de la historia, una vez desenmascarada su ficticia sustantividad.
Así, por ejemplo, el derecho «carece de
historia propia» (pp. 63/73), ya que -aunque aparezca como encarnación
de la voluntad general- no es sino una dimensión de la superestructura política
que emana de lo económico (pp. 311/386). El derecho no es sino poder
(pp. 304/377); de ahí que se identifique corrientemente con la ley (pp.
310/385). Pero Marx y Engels no se limitan a exponer esta acertada
crítica a tal reducción positivista, sino que no encuentran ningún otro posible
apoyo al derecho, dentro de su peculiar concepción de la «realidad». Por ello,
«declarar el derecho» no tiene para ellos nada que ver con «dar la razón» (pp.
298/370). Reducido a apéndice decorativo del poder, no queda sino
dictaminar «la contraposición entre el comunismo y el derecho» (pp. 190/240).
No cabe esperar mejor suerte para la religión dentro
de tal planteamiento. Ya hemos visto cómo la animosidad personal de los autores
hacia el cristianismo les lleva a utilizar sus símbolos como arma arrojadiza en
una polémica rastrera en la que no se pretende tanto demostrar los asertos
propios, como ridiculizar los ajenos. Pero, incluso en el terreno teórico, la
valoración del fenómeno religioso resulta necesariamente poco favorable. La
religión carece de esencia. En ella los hombres convierten su mundo empírico en
una esencia puramente concebida, imaginaria, que se enfrenta a ellos como algo
extraño (pp. 143/180) [7].
Los sacerdotes son los primeros ideólogos, acota ocasionalmente Marx (pp. 31/32).
Las circunstancias se han encargado de ir eliminando las ideas religiosas (pp.
40/43). En concreto, «el cristianismo no tiene absolutamente historia».
«Las diferentes formas en que fue concebido en diferentes épocas no eran
“autodeterminaciones” ni “desarrollos” del espíritu “religioso”, sino que
obedecían a causas totalmente empíricas, sustraídas a toda influencia del
espíritu religioso» (pp. 137/173). Las clases oprimidas sólo han sido
cristianas mientras han soportado su miseria (pp. 201/252).
CONSIDERACIONES CRÍTICAS
A pesar del
fragmentarismo ya señalado, La ideología alemana nos ha ido aportando
elementos de gran interés para una valoración crítica del marxismo.
Éste aparece con unas
pretensiones de globalidad poco corrientes en una doctrina filosófica. Aspira,
en primer lugar, a reinterpretar todo el campo de la realidad, sin marginar
aspecto alguno de ella. Postula, en segundo lugar, rango «científico» para los
resultados de su investigación, que -en cuanto pretenden reflejar «empíricamente»
la realidad de las cosas- se erigen en contenido de la única ciencia. Se
prolonga, en tercer lugar, en una vertiente práctica -indisolublemente unida a
la teórica- que, por una parte, aporta sentido a una ética y una política
objetivas (empeño de la filosofía práctica tradicional) y, por otra,
descalifica todos los saberes que habían intentado cubrir este ámbito,
calificando de «ideológicos» a los sistemas filosóficos premarxistas y a la
misma sabiduría religiosa.
El marxismo se presenta,
pues, como una manifestación del viejo afán humano por adueñarse de todos los
secretos de la realidad y de la propia existencia. El hombre llega a su madurez
cuando no necesita recurrir a los «mitos religiosos» para suplir su deficiencia
de conocimiento y cuando renuncia a desfigurar la realidad en aras de la
justificación de sus intereses prácticos.
Tan sólo Hegel se había
propuesto objetivos tan ambiciosos. De ahí el afán de Marx y Engels por borrar
su recuerdo, alineando su filosofía en las filas del conocimiento «religioso»
superado. A la vez, sin embargo, no sólo perpetúan sus ambiciones, sino también
las claves maestras de su obra. Sólo las opciones que recubren tal osamenta van
a ser sustituidas.
Porque el marxismo se
nos muestra como radicalmente apriorístico. Sólo partiendo de la fe
incondicionada en unos postulados previos, puede llevar a cabo su programa. No
se trata, como en Hegel, de un mero postulado teórico. No se sustituye
simplemente el axioma de que «todo lo racional es real», por el de «sólo lo
material es real», sino que en un continuo paralelismo va jugando ese postulado
de orden práctico, que se apoya mutuamente con el anterior en una circularidad
que cierra los cimientos del sistema[8]:
el hombre ha de ser liberado a través de una transformación de la realidad
social. Si bien este postulado puede parecer la consecuencia práctica del
materialismo teórico, de hecho juega claramente como su cobertura radical.
El marxismo pretende
volver a Hegel del revés, bajarlo del cielo a la tierra. Lo hace con excesiva
fidelidad, transformando su contenido, pero respetando su esquema básico. El
absolutismo del espíritu es sustituido por el de la materia [9].
Si se prescinde del blindaje práctico aludido, no cabría opción racional entre
ellos. Si Marx y Engels oponen a Hegel que su «inversión, que de antemano hace
caso omiso de las condiciones reales (léase, materiales), es lo que permite
convertir toda la historia en un proceso de desarrollo de la conciencia» (pp.
69/81), no costaría especial esfuerzo a Hegel rechazarles su inversión,
que (haciendo caso omiso de antemano de las condiciones reales -léase,
ideales-) les permite convertir toda la historia en un proceso de desarrollo de
la materia. Sólo el recurso a priori práctico -la denuncia del hegelianismo
como «ideología» burguesa (que tiene más de argumentación política que de
constatación «científica»)-, puede desnivelar la balanza. El monismo de la
dialéctica hegeliana se mantiene. Sólo cambia su signo.
Esta misma base
teórico-práctica fundamenta el concepto marxista de «ciencia». La «realidad»
que se trata de captar es la premisa que presenta como obligatoria la
revolución. Cualquier planteamiento teórico del que no se derive tal exigencia
falsea («ideológicamente») la realidad y no es, por ello, científico.
La consecuencia es la
radical ambigüedad del concepto marxista de ciencia. Nunca queda claro si se
está describiendo lo real (lo que es) o si se está proponiendo su reforma (lo
que debe ser), porque siempre se hacen ambas cosas a un tiempo.
El marxismo aparece,
pues, como una «ciencia normativa» especialmente «impura». Sus afirmaciones
teóricas se presentan siempre condicionadas por elementos de orden práctico
(político) y su trayectoria política aparece siempre legitimada por el marchamo
de lo «científico».
No es difícil captar
cómo las «afirmaciones» sobre la realidad culminan en «prescripciones» sobre la
configuración de su futuro. Así las continuas afirmaciones de que el hombre no
hace la historia, legitiman el que deba olvidarse de hacerla, para limitarse a
aplicar la revolución que la historia -que él no ha hecho- le muestra como
inevitable. La conclusión práctica de que el hombre «no debe» hacer la historia
-y la consiguiente amenaza a la libertad que ello encierra- no es consecuencia
de una política posterior infiel al marxismo teórico, sino que latía ya
implícita en sus formulaciones. El depositario de la «verdad práctica» -una
instancia política- dirige los derroteros del marxismo como «ciencia»
normativa.
Se nos muestra, por otra
parte, la revolución como imperativo antropológico. Se «constata» que sólo
gracias a ella puede el hombre redimirse. Los perfiles del proceso
revolucionario deben obtenerse del conocimiento de la «legalidad» histórica.
Pero, aunque se nos haya hablado de la historia como la única ciencia, la labor
de desentrañar su contenido, de fijar el cómo ha de hacerse la revolución,
tendrá poco de «científico» para implicar más bien el dogmatismo de un dictado
político.
Se nos dice que sólo
dentro de la comunidad es posible la libertad. La consecuencia normativa no se
deja esperar: no cabe libertad para marginarse de la comunidad. La salvaguarda
de la libertad individual obliga a negar la libertad de aquellos individuos que
consideren la suya amenazada en la comunidad. Es preciso convencerlos de que
sólo la esclavitud (lo que ellos, al menos, valoran como tal) los hará libres.
Se
asegura que el derecho no es sino un disfraz de la fuerza ejercida por quienes
detentan el poder. No brota, pues, del concepto del hombre (pp. 325/402),
ni cabe entenderlo como prerrogativa del mismo. La conclusión práctica -a la
espera de que el ordenamiento jurídico acabe «marchitándose», como el Estado,
al faltarle su función «ideológica»- será que el derecho debe prolongar su
función de elemento de dominación mientras queden elementos reaccionarios,
opuestos a la realización del fluir histórico. No «debe», por tanto, ser
concebido ni actuado como defensa de prerrogativas de la persona.
Todo
elemento espiritual queda excluido. Se critica el «prejuicio» de que «el
espíritu crea lo espiritual» (pp. 132/167), a base de aceptar
acríticamente el juicio, no menos previo, de que la materia crea lo espiritual,
o de que esto se reduce a ella. Se ironiza sobre los «posesos» que, como
Stirner, «ven espíritus» (pp. 137/172), adoptando una actitud no menos
sorprendente: la de querer atraparlos. El monismo hegeliano de lo espiritual se
ve sustituido por el monismo materialista sin mayores protocolos. Se trata de
una opción que, en esta obra, se da por resuelta de antemano. La conclusión
normativa no deja de surgir: prohibido «ver» espíritus. Se conviene en que si
se atrapa alguno debe ser desenmascarado como cómplice de la burguesía y
sometido al veredicto ya dictado por la historia. La consecuencia no puede ser
otra que la coherente yugulación de toda la dimensión religiosa del hombre, y
muy especialmente de sus facetas susceptibles de una repercusión social.
«Constatar» que se ha producido una eliminación de las ideas religiosas por el
fluir histórico, equivale a prescribir su opresión práctica.
Hegel
había explayado un desarrollo histórico que culminaba en una «interpretación»
de la realidad glorificadora de lo existente. Marx y Engels presentan la
historia como depositaria de esa legalidad que hará posible la «transformación»
que la realidad exige. En ambos casos, el hombre aparece anulado por el fluir
histórico. Sólo dejándose empujar por su torrente llegará a su perfección
ética.
La
obra, que pretendía hacer patentes las debilidades de la «ideología alemana» al
contrastarla con el materialismo dialéctico «científico», no hace sino esbozar
el esquema fundamental de la «ideología marxista», desarrollado con mayor
detenimiento en otros trabajos de sus autores. Y no sólo pone de manifiesto las
opciones básicas -no fundamentales teóricamente- de que parte, sino que permite
atisbar esas consecuencias prácticas que la historia con posterioridad se ha
encargado de «verificar».
El
marxismo aparece, por tanto, como «ideología» que manipula la realidad, negando
sus aspectos espirituales y privando con ello de sentido teórico a la libertad
humana como conformadora de la historia, al derecho como prerrogativa de la
persona, y a toda la dimensión religiosa, ineliminable de la condición humana,
a la vez que impone por su reverso la opresión de esta triple faceta de la
existencia del hombre.
A.M.
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[1] Algunas partes del manuscrito están escritas con la caligrafía de Mose Hess, que colaboró con Marx y Engels en la elaboración de esta obra.
[2] La paginación
corresponde a la edición alemana. En su caso, se añadiría a continuación y en
cursiva la correspondiente a la versión castellana.
[3] Cfr. Introducción a estas recensiones, p. 6
[4] Sobre la vinculación entre historia y economía en El Capital, cfr. la recensión correspondiente, p. 135.
[5] Sobre la vinculación entre antropología y economía en El Capital, cfr. recensión correspondiente, p. 133. Lo que define al hombre es su trabajo (ibídem, p. 172).
[6] Esta identificación -radicalmente anticristiana y, en el fondo, inhumana- de la liberación del hombre con su liberación económica es expresamente rechazada por la Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II (nn. 20-21).
[7] Si en El Capital el ateísmo aparece también como tesis fundante (recensión, p. 179), en la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, religión implica existencia falseada (recensión, p. 17; también cfr. Introducción a las mismas, p. 12).
[8] Cfr. lo apuntado sobre la filosofía como praxis en la Introducción a estas recensiones (p. 14).
[9] No faltan alusiones explícitas del Magisterio de la Iglesia a esta reducción del espíritu a materia. Cfr., por ejemplo, la encíclica Divini Redemptoris, de Pío XI.