MARCUSE, Herbert
One-Dimension Man
Routledge & Kegan Paul, London 1964 (XVII +
260 págs.). («El hombre unidimensional», Seix Barral, Barcelona, 1969.)
Este libro se propone explícitamente un doble objetivo:
en primer lugar, mostrar que la sociedad industrial avanzada, en su
conjunto, es irracional y opresora de las verdaderas necesidades humanas; en
segundo lugar, proponer una organización diferente de la sociedad, que supere
los inconvenientes de la actual.
El autor sostiene una versión «actualizada» del
marxismo, en base a la cual pretende alcanzar el doble objetivo que se propone.
Según Marcuse, la teoría crítica de la sociedad (así denomina a su
propia postura sociológica) tuvo su origen con el marxismo clásico en el siglo
pasado, que dependía de las contradicciones sociales de aquel tiempo,
contradicciones que en buena parte han sido superadas: precisamente una de las
características más notables de la sociedad actual sería su capacidad de
integrar en el propio sistema toda forma de oposición, de modo que el marxismo
clásico parece haber perdido su base. Pero Marcuse defiende la validez de los
conceptos básicos de la teoría marxista, e intenta « actualizarlos »,
defendiendo la tesis de que no basta una mejora de determinados aspectos del
orden social establecido (cambio cuantitativo), sino que es necesario un
replanteamiento total (cambio cualitativo), en base a un marxismo
consecuente.
Según Marcuse, las
sociedades comunistas actuales han comenzado la revolución en la dirección
correcta, pero se han quedado a medias, debido a la necesidad de competir con
las sociedades occidentales. Se trataría, pues, de llevar la teoría marxista
hasta el final.
Los conceptos y el
método que se aplican en el libro son marxistas en el contenido, aunque el
autor evita con un cuidado que parece voluntario ―con alguna
excepción― el uso de una terminología que pudiera suscitar recelo en los
lectores.
Casi todo el contenido
del libro es una crítica de la sociedad actual. Lo que de positivo se propone
no pasan de ser hipótesis vagas y un tanto abstractas. El autor es consciente
de ello y trata de justificarse: según él, la «teoría crítica de la sociedad»
en su primera fase (marxismo clásico) surgió ante unas realidades sociales que
han cambiado notablemente, por lo cual sus categorías necesariamente han de
aparecer en la actualidad teñidas de un carácter algo vago y abstracto (se trataría
de un riesgo que hay que correr).
El libro consta de una
introducción y tres partes. En la introducción, el autor expone el objetivo y
método del trabajo. La primera parte (One‑dímensional Society) es
una crítica de la sociedad industrial avanzada. La segunda (One‑dimensional
Thought) es una crítica de la filosofía analítica y del neo‑positivismo,
consideradas por Marcuse como las filosofías características de la sociedad
industrial avanzada. La tercera (The Chance of the Alternatives) es un
estudio de las perspectivas de transformación de la sociedad actual.
A
continuación se reproduce el índice y se exponen brevemente las ideas
principales de cada apartado. Se debe notar que esta parte es puramente
expositiva; se pretende reproducir lo más fielmente posible ―con
resúmenes o reproducciones casi literales― las afirmaciones del autor,
sin someterlas a crítica. La valoración crítica se encuentra en los otros dos
apartados de la recensión («Valoración técnica y metodológica»). Se
señalan siempre (con referencia a la edición original inglesa) las páginas
donde se encuentran las ideas expuestas.
CONTENTS
INTRODUCTION
The
Paralysis of Criticism: Society Without Opposition
ONE‑DIMENSIONAL
SOCIETY
1. The
New Forms of Control (p. 1).
2. The
Closing of the Political Universe (p. 19).
3. The
Conquest of the Unhappy Consciousness: Represive Desublimation (p. 56).
4. The
Closing of the Universe of Discourse (p. 84).
ONE‑DIMENSIONAL
THOUGHT
5. Negative
Thinking: The Defeated Logic of Protest (p.123).
6. From
Negative to Positive Thinking: Technological Rationality and the Logic of
Domination (p. 144).
7. The Triumph of Positive Thinking: One‑Dimensional
Philosophy (p. 170).
8. The Historical Commitment of Philosophy (p.
203).
9. The Catastrophe of Liberation (p. 225).
10.
Conclusion (p. 247).
INTRODUCTION.‑The Paralysis of Criticism:
Society Without Opposition (p. IX‑XVII)
La sociedad avanzada
industrial, como conjunto, es irracional: su productividad destruye el
desarrollo libre de las necesidades y facultades humanas, su paz se mantiene
por la amenaza constante de la guerra, su crecimiento depende de la represión
de posibilidades reales de «pacificar» la lucha por la existencia (p. IX).
La dominación de esta sociedad sobre los individuos es
incomparablemente mayor que en cualquier época anterior. La «teoría crítica de
la sociedad» contemporánea se propone estudiar las raíces de esta situación
represiva, y examinar sus alternativas históricas (p. X). Esas posibles
alternativas han de fundamentarse sobre bases empíricas: se pregunta la «teoría
crítica» cómo pueden usarse los recursos actuales en vistas a una satisfacción
no‑represiva de las necesidades humanas (p. XI). Las alternativas que se
propongan han de responder a las necesidades reales de la población, y
ser prácticamente viables (p. XI): hay que distinguir verdadera y falsa
conciencia («consciousness»), entre intereses inmediatos y reales, por
lo cual el hecho de que la gran mayoría de la población acepte la situación
actual no es obstáculo, no hace a esta sociedad menos irracional (pp. XIII‑XIV).
Se debe llegar a una toma de conciencia verdadera, y para ello es
necesario colocarse ante la sociedad en una postura crítica y negativa (pp.
XIII-XIV).
La «teoría crítica social» pretende volver a poner en
juego el espíritu crítico de la crítica de la sociedad del siglo XIX: esta
crítica se centraba en el enfrentamiento de las dos grandes clases (burguesía y
proletariado), pero el desarrollo capitalista ha conseguido que ya no se
enfrenten. En la sociedad comunista actual, también prevalece la idea de una
transformación gradual dentro del orden ya establecido. Pero la «teoría
crítica» sigue insistiendo en la necesidad de un cambio «cualitativo» (p.
XIII). Dada la situación actual ―una sociedad con gran capacidad de
integración― el intento parecerá más abstracto y especulativo que la
teoría del siglo pasado: hay un cambio, desde la economía política a la
filosofía, pero este intento no puede quedarse en especulación (pp. XIV‑XV).
El análisis se centra en la sociedad industrial
avanzada, o sociedad tecnológica: su tecnología no puede decirse: que sea
neutral, ya que determina a priori unos productos, políticos
(tendencia totalitaria, control social, etc.) (pp. XV-XVI).
Sólo se pretende examinar las tendencias de las
sociedades contemporáneas más avanzadas, y ofrecer algunas hipótesis (p. XVII).
PRIMERA
PARTE.― ―«ONE DIMENSIONAL SOCIETY» (pp. 120)
1.
The new forms of control (pp. 1‑18).
En la sociedad actual prevalece la falta de libertad, con apariencias suaves. Los derechos y libertades institucionalizados han perdido su vitalidad:. se pierde independencia de pensamiento, autonomía, derecho de oposición política, se tiende al totalitarismo, hay una coordinación económico― técnica que manipula las necesidades individuales (pp. 1‑3).
Se necesitan, pues, nuevos modos de realizar las
libertades. Estos nuevos modos sólo se pueden definir negativamente, como
negación a los modos actuales: libertad respecto a la economía, liberación del
individuo respecto a una política sobre la que no tiene control, restauración
del pensamiento individual (p. 4). La apariencia utópica de estas proposiciones
no indica que sean utópicas: es más bien una muestra de la magnitud de las
fuerzas que se oponen a su realización (p. 4).
Los intereses sociales actuales imponen a los individuos
falsas necesidades, que perpetúan la miseria, la injusticia y la agresividad.
Sólo hay unas necesidades que deban ser satisfechas incondicionalmente: las
necesidades vitales (alimentación, vestido, habitación en el nivel alcanzable
de cultura) (pp. 4‑5). Sólo los individuos pueden decidir qué necesidades
son verdaderas o falsas (p. 6). Actualmente, las necesidades individuales se
adaptan a la organización social, porque ésta permite un nivel de vida más alto
que nunca: por eso se rechaza la posibilidad de un cambio cualitativo, y, como
consecuencia, todas las ideas, aspiraciones y objetivos no pueden salir del
marco ya establecido, dando lugar así a un pensamiento y una conducta unidimensional
(p. 12).
Esta uni‑dimensionalidad tiene su paralelo en el
método científico: el operacionalismo en las ciencias físicas, y el behaviorismo
en las sociales, que tienen como denominador común un empirismo total en
el tratamiento de los conceptos: el, significado de los conceptos se reduce a
la representación de operaciones y actuaciones particulares (p. 13). Se cita a
Bridgman («padre» del operacionalismo, quien sostuvo que todos los conceptos
científicos se reducen a su definición por medio de operaciones
experimentales). Se ha llegado a una sociedad avanzada cuyo modo de pensar es
operacional y behaviorista, convirtiendo el progreso técnico en instrumento de
dominio (pp. 15‑16).
(Inciso: en la página 6, discutiendo el tema de las necesidades
verdaderas y falsas, Marcuse afirma que la verdad y la falsedad son términos
cuya objetividad es sólo histórica: «These terms are historical throughout, and
their objetivity is historical». Pero no intenta dar ninguna explicación ni
justificación de esa errónea afirmación.)
2. The closing of the
Political Universe (pp. 19‑55).
En la esfera política, la uni‑dimensionalidad de
la sociedad se manifiesta en la convergencia de las fuerzas opuestas dentro de
lo establecido (incluso los partidos comunistas occidentales son oposición
legal, condenados a no ser radicales) (p. 19).
El marxismo clásico perseguía una revolución política.
Según Marx, cuando los productores inmediatos llegaran a dirigir el aparato
productor, se daría un cambio cualitativo en la sociedad: la producción se
dirigiría a la satisfacción de las necesidades individuales con libertad (pp.
22‑23).
En la actualidad, se ha dado una transformación de la
clase trabajadora, pero se mantiene la esclavitud y la explotación, aunque en
formas diferentes, compatibles con un alto nivel de vida (pp. 24‑25). A
pesar de esos cambios, sigue vigente la teoría marxista acerca de la
explotación y de la necesidad de una revolución que afecta (va contra) a las
instituciones sociales básicas (p. 26, nota 7).
La integración del trabajador en la sociedad actual y la
elevación de su nivel de vida debilitan su capacidad de oposición al sistema
establecido (pp. 29‑32). Sigue vigente el sistema de producción
capitalista, que lleva al dominio del hombre sobre el hombre: lo esencial del
sistema no ha cambiado (p. 32, nota 21). Los esclavos de la civilización
industrial avanzada son esclavos «sublimados». pero son esclavos (p. 32).
En la sociedad actual se da un círculo vicioso en el que todos están aprisionados, de tal modo que el hombre se ha convertido en un instrumento, en una cosa: y ésta es la forma pura de servidumbre (p.33).
La automatización total de la producción rompería este
círculo, pero en la actualidad hay oposición a llevar este proceso hasta el
final (pp. 34‑37).
En la sociedad comunista actual también se tiende a
perpetuar el progreso técnico como instrumento de dominación (p. 42). Pero hay
una diferencia decisiva respecto al occidente: se ha separado a los trabajadores
del control de los medios de producción (no hay propiedad privada). Sin embargo
falta la «otra mitad» de la revolución: la desaparición del Estado, del
Partido, del Plan, etc., como poderes impuestos sobre los individuos (p. 43).
Si se realizara esta «segunda mitad» de la revolución, se daría la revolución
más radical y completa de la historia, pues se llegaría a la auto‑determinación
en la existencia humana, librando al hombre del aspecto «necesario» del trabajo
(p. 44). Se llegaría a una sociedad en la cual la distribución de lo necesario
para la vida se haría con independencia de lo que se trabajara, se reduciría el
tiempo de trabajo a un mínimo, se daría una educación amplia dirigida a hacer
posible que los trabajos fuesen intercambiables. Esta sociedad industrial
madura seguiría necesitando una división del trabajo, con la consiguiente
desigualdad de funciones, pero las funciones ejecutivas y de supervisión no
llevarían a organizar la vida de los demás en función de intereses particulares
(p. 44). Pero no parece que el sistema comunista actual se vaya a desarrollar
en esta dirección, ya que su proceso de producción está condicionado por la
competencia con el bloque occidental (pp. 44‑45).
Al fin, tanto en el capitalismo como en el comunismo, el
conflicto entre progreso y política ha llegado a ser un conflicto total (p.
55).
Existiría una posibilidad de que los países
subdesarrollados emprendan la dirección correcta, con un desarrollo técnico
que, eliminando las fuerzas opresoras y explotadoras (materiales y religiosas)
que los incapacitan para desarrollar una existencia humana, y a través de la
revolución social, la reforma agraria y la reducción de la población no
incorporase los inconvenientes de la tecnología tal como se da en los países
avanzados. Pero tampoco parece esto viable (pp. 45‑48).
(Inciso: la postura de Marcuse está condicionada
―entre otros factores― por su consideración del trabajo: lo que el
trabajo implica de necesidad, sujeción y esfuerzo es malo, y la liberación de
estas limitaciones es pre‑requisito para que el hombre pueda ser libre
(pp. 40 y 48). Esto, además de ser incompatible con las consecuencias del dogma
del pecado original, supone una perspectiva demasiado estrecha de la libertad
humana: se la limita a un contexto materialista. Afirma también en este
apartado que, en la medida en que los hombres se han acostumbrado a ser
esclavos, su liberación ha de venir de fuera: deben ser «obligados a ser
libres» (Rousseau) (p. 40). Queda claro que la concepción materialista de la
libertad lleva a justificar el atropello de la auténtica libertad).
3. The Conquest of the
Unhappy Consciousness: Represive Desumation (pp. 56‑83).
En este apartado, Marcuse intenta mostrar cómo el
progreso de la «racionalidad tecnológica» ha suprimido los elementos de
oposición que se dan en la literatura y en el arte.
La cultura occidental (que todavía pervive en sus
valores morales, estéticos e intelectuales) era una cultura pre‑tecnológica.
Su validez estaba unida a un mundo que ya no existe. Pero tenía un valor
auténtico que se ha perdido también: su capacidad de negación y oposición (pp.
64‑65).
La «liberación sexual» de la sociedad moderna también
contribuye a debilitar la posible protesta ante el orden establecido: la
ampliación de los placeres socialmente permitidos contribuye a fomentar la
sumisión (p. 75).
Se llega, en definitiva a una situación de bienestar
dentro del orden establecido, vaciando lo artístico y lo instintivo de sus
aspectos de sublimación y oposición.
(Inciso: de pasada, Marcuse hace en este apartado (p. 66) una
afirmación básica, de claro matiz hegeliano, que más adelante ampliará: la
racionalidad verdadera está en la contradicción («contradiction is the work of
the Logos»). La racionalidad lleva a manifestar la contradicción de la realidad
a la oposición sistemática a lo «establecido». (Se trata de un a priori
filosófico, que está en la raíz de la postura esencialmente negativa de
Marcuse, y que supone una concepción en la cual se admite una perpetua
evolución de modo que lo ya establecido ha de ser contradicho y superado
dialécticamente.)
4. The Closing of the
Universe of Discourse (pp. 84‑120).
El lenguaje de la sociedad actual (en la política, en
los periódicos, etc.) expresa y condiciona la conducta uni‑dimensional.
El lenguaje político es analítico (se habla de libertad, igualdad, democracia,
paz, excluyendo de antemano todo lo que no esté de acuerdo con el orden
establecido). En general, el lenguaje de la sociedad establecida identifica la
verdad con lo establecido, y las cosas con las funciones que actualmente
desempeñan: en definitiva, identifica la razón con los hechos (pp. 85‑96:
el autor pone ejemplos de política, periódicos, etc.).
Esta «conducta lingüística» bloquea el desarrollo
conceptual. Al limitarse a los hechos inmediatos, impide el reconocimiento de
los factores que están detrás de los hechos, y, por tanto, del carácter histórico
de los hechos: es un lenguaje anti‑crítico y anti‑dialéctico
(p. 97).
El pensamiento crítico, por el contrario,
reconoce dos dimensiones, en tensión contradictoria: lo que es y lo que
debería ser, lo actual y lo potencial. La realidad consta de ambos aspectos. El
operacionalismo actual suprime la dimensión histórica, o sea, no considera la
posibilidad o la necesidad de que las cosas deban cambiar (p. 97).
El pensamiento crítico es conciencia histórica: busca en
la historia real los criterios de verdad y falsedad, de progreso y regresión
(pp. 99‑100). El lenguaje «crítico» correspondiente es un lenguaje
abierto, que reconoce, muestra y denuncia las contradicciones que se dan en la
realidad (p. 100): pone como ejemplo el lenguaje del Manifiesto Comunista de
Marx y Engels.
El lenguaje marxista, que originalmente es crítico y
abierto, ha sido transformado en lenguaje autoritario en la sociedad comunista
establecida, a causa de la necesidad de competir con la sociedad occidental,
que lleva a que el hombre esté también allí sujeto al aparato productivo (pp.
101‑102).
Todo esto lleva a considerar qué es el pensamiento mismo,
y esto se ve analizando los conceptos. Un concepto es la representación
mental de algo que es conocido como resultado de un proceso de reflexión; es el
resultado de una reflexión, mediante la cual se conoce la cosa en su contexto y
en sus relaciones con otras cosas que no aparecen en la reflexión inmediata. El
concepto no se refiere nunca a una cosa particular: es el resultado de un
proceso de la mente, mediante el cual se trasciende la apariencia para llegar a
la realidad. En el tema social, los conceptos hacen referencia a la totalidad
histórica, trascendiendo los hechos de la experiencia inmediata, llegando a
reconocer los hechos como lo que realmente son; los conceptos operacionales
llevan a un falso concretar: se tratan los hechos en función de su ajuste a la
sociedad actual, y no hay lugar para la crítica de los hechos (pp. 104‑107).
La sociología, que se basa en conceptos operacionales, juzga todo con
referencia a la sociedad establecida; la «teoría crítica», en cambio, estudia
la misma estructura de esa sociedad (p. 107). Aparece clara, pues, la falsedad
del empirismo positivista, que equivale a una reducción represiva del
pensamiento (p. 108).
(A continuación ejemplifica lo anterior con dos casos:
un estudio de relaciones laborales en la «Western Electric Company», y las
elecciones presidenciales de 1952 en USA.) En definitiva, al proclamar como
norma la realidad social existente, esta sociología refuerza en los individuos
la fe en una realidad de la cual son víctimas (p. 119).
(Acaba este apartado con citas de Th. W. Adorno y de E.
Bloch. Este último dice: «... that which is cannot be true», y Marcuse dice:
«Against this ideological empiricism, the plain contradiction reasserts its
right: ... that which is cannot be true» (pp. 119‑120).
SEGUNDA PARTE. .«ONE‑DIMENSIONAL
TOUGHT» (pp. 123‑199)
5. Negative Thinking:
The Defeated Logic of Protest (páginas 123‑143).
El mundo de la experiencia inmediata debe ser
transformado, incluso «subvertido», para que llegue a ser lo que realmente es.
La Razón es el poder subversivo, el poder negativo, que establece la verdad, o
sea, las condiciones para que los hombres ylas cosas lleguen a ser lo que
realmente son. La lógica no es una disciplina especial de la filosofía, sino el
modo de pensar apropiado para comprender lo real como racional (p. 123).
En este apartado y en el siguiente se trata de examinar
cómo, en el ámbito totalitario de la racionalidad tecnológica, la idea de Razón
ha llegado a dar lugar a la «lógica de la dominación», dando el triunfo a la
uni‑dimensionalidad frente a la contradicción (pp. 123‑124).
La filosofía clásica griega es de «dos‑dimensiones»
(«two-dimensional»): distingue entre apariencia y realidad, verdad y falsedad,
libertad y no‑libertad, como condiciones ontológicas. Pero esto no se
aplicó a la realidad social, por aceptar la división de clases sociales (libres
y siervos) como condición ontológica esencial. Los valores filosóficos fueron
ineficaces, no llevaron a la transformación de la naturaleza y de la sociedad
(pp. 124‑127).
Esta ineficacia para la transformación de la sociedad se
siguió dando en la era tecnológica: la filosofía apunta la igualdad entre los
hombres, pero a la vez hay una negación de hecho de esta igualdad (pp. 128‑129).
Frente a la lógica aristotélica, surge la lógica
dialéctica, que es contradictoria y de dos dimensiones, necesaria para alcanzar
la realidad tal como es. Las proposiciones que afirman la realidad señalan algo
que no sucede inmediatamente: contradicen lo que sucede y niegan su verdad; no
señalan un hecho, sino la necesidad de producir un hecho. La tensión entre lo
que es y lo que debería ser es una condición ontológica, que pertenece a la
propia estructura del Ser, De este modo, la teoría del Ser intenta, desde el
comienzo, una práctica concreta. Por ejemplo: la búsqueda de la definición de
virtud, justicia, piedad, conocimiento, es una empresa subversiva (pp. 130‑134).
Así pues, la filosofía, aun siendo pensamiento
abstracto, no puede separarse de la realidad social, del proceso histórico. De
ahí el fallo del pensamiento filosófico en general, que se ha olvidado de las
aflicciones de la existencia humana (con la excepción de los pensamientos
«heréticos» materialistas) (p. 134)
La lógica formal clásica es indiferente respecto a sus objetivos, y por ello proporciona el instrumento para el control y la «calculabilidad», conduciendo al pensamiento científico. La lógica formal moderna sigue esencialmente en el mismo camino. Tanto la ontología clásica como la tecnología moderna ajustan las reglas del pensamiento a las reglas del control y de la dominación: es la lógica de la dominación. La abstracción lógica es abstracción social también (pp. 136‑139).
La lógica formal aristotélica fue estéril. La lógica
simbólica contemporánea, en la misma línea «formal», también se opone a la
lógica dialéctica (p. 139).
En cambio, la lógica dialéctica está condicionada por la
naturaleza de su objeto, que es la realidad de su concreción verdadera (se
remite a Hegel). No puede ser, pues, formal. Entiende el mundo con su carácter
histórico, en el cual los hechos establecidos son el resultado del trabajo del
hombre (pp. 140141).
Así pues, la verdad lógica se convierte en verdad
histórica («Logical truth becomes historical truth... Reason becomes
historical Reason»), y la Razón es Razón histórica. La Razón contradice el
orden existente en base a su carácter irracional. La ontología se transforma en
dialéctica histórica (pp. 141‑142). La contradicción pertenece a la
propia naturaleza del objeto del pensamiento, a la realidad, en la cual lo
irracional es todavía racional; al contrario, toda realidad establecida va
contra la lógica de la contradicción, pues favorece los modos de
pensamiento que apoyan el orden establecido. La realidad tiene su propia lógica
y su propia verdad: el esfuerzo por comprenderlas presupone una lógica
diferente y una verdad contradictoria (p. 142). Esto se opone a todo
operacionalismo. Los modos diferentes de pensar son reliquias del pasado (pp.
142‑143).
6..From Negative to Positive Thinking:, Technological Rationality and
the Logic of Domination (pp. 144‑169).
A pesar de los cambios históricos, tanto la Razón
pretecnológica como la tecnológica llevan a la dominación del hombre por el
hombre, aunque varíen los modos de su realización. En la sociedad tecnológica
se da una dependencia del hombre respecto del aparato productor que le hace
cada vez más esclavo, y lleva a una lucha internacional que arruina las vidas
de los hombres. Algo, pues, debe fallar en el propio sistema, y lo que falla es
el modo como los hombres han organizado el trabajo (p. 144).
En la medida en que corresponden a la realidad dada
inmediata, el pensamiento y la conducta expresan una falsa conciencia, que
contribuye a perpetuar el falso orden de las cosas (p. 145). Se propone el
autor considerar los orígenes metodológicos de esta racionalidad opresora (p.
146).
La racionalidad científica se presenta como neutral respecto a la ética.
Así, los valores, separados de la objetividad; se convierten en subjetivos. El
único modo de atribuirles una cierta validez es recurrir a una sanción
metafísica (ley natural y divina): pero esa sanción no es verificable, ni, por
tanto, objetiva. Todo queda limitado, pues, a lo verificable por el método
científico: el humanitarismo, las ideas morales y religiosas, se convierten
sólo en «ideales», que son materia de preferencia. Esta situación no se puede
arreglar resucitando una filosofía aristotélica o tomista, pues ésta es
refutada a priori por la razón científica. Así, todo queda regulado por
la racionalidad científica, que considera sus objetos como simples
instrumentalidades. La tecnología produce todo un mundo que condiciona los
modos de producción, dejando de ser neutral (pp. 147‑154).
La racionalidad científica es esencialmente instrumentalista,
y proyecta este carácter en la realidad social. Trae como consecuencia la falta
de libertad, ya que hay sumisión total al aparato técnico que proporciona una
mayor productividad y un creciente confort (pp. 157‑158).
(Inciso: al exponer estas ideas, Marcuse trata de
fundamentarlas con unas argumentaciones muy confusas y pobres, difíciles de
sintetizar; critica a Piaget, cita a Husserl, y expone una interpretación de la
ciencia muy confusa.)
No se pretende sugerir el renacimiento de una física cualitativa
o filosofías teológicas oscurantistas, sino señalar que la ciencia, en virtud
de su propio método y conceptos, ha promovido un universo en el cual el dominio
de la naturaleza va unido al dominio del hombre (p. 166). La propia estructura
de la ciencia debería cambiar: sus hipótesis, sin dejar de ser racionales,
deberían desarrollarse en un contexto experimental esencialmente diferente (el
de un mundo «pacificado»), y, en consecuencia, la ciencia llegaría a conceptos
esencialmente diferentes y establecería hechos esencialmente diferentes (pp.
166‑167).
(Inciso: estas afirmaciones bastante paradójicas culminan en un
resumen del propio autor ―pp. 168‑169― muy confuso y etéreo,
en el que ya no se entiende lo que quiere decir.)
7. The
Triumph of Positive Thinking: One‑Dimensional Philosophy (pp. 170‑199).
(En este apartado se critican la filosofía analítica y
el neopositivismo, que el autor considera como las filosofías típicas de la
sociedad actual.)
La filosofía analítica toma como marco de referencia el
uso corriente de las palabras, eliminando en su misma base el «poder negativo»,
que es «el principio que gobierna el desarrollo de los conceptos, siendo la
contradicción la cualidad distintiva de la Razón» (Hegel) (p. 171). Tiene,
pues, un carácter ideológico intrínseco, ya que lleva a dejar la realidad tal
como está (pp. 172‑173). La filosofía analítica, que tiene a gala dejar
la realidad tal como es, es un pseudo‑masoquismo académico, una auto‑humillación
y una auto‑denuncia de la ineficacia de la filosofía, además de ser una
justificación intelectual de lo que la sociedad ha realizado (p. 173, nota 2:
la crítica se dirige directamente a Wittgenstein).
(En las ―páginas 174‑182― ataca con
diversos ejemplos a la filosofía analítica, citando en concreto a Wittgenstein
y a G. Ryle.)
La aceptación radical de lo empírico viola el propio
carácter de lo empírico. El neo‑positivismo «traduce» todo concepto que
pueda tener un significado crítico, reduciéndolo a términos operacionales (pp.
182‑183).
Por el contrario, el verdadero papel de la filosofía es
comprender el mundo en el que viven los individuos, como producto de la acción
humana, y viendo su acción sobre los hombres (p. 183). En las condiciones
represivas en que piensan y viven los hombres, sólo se puede reconocer los
hechos trascendiéndolos: esa subversión de los hechos dados es la tarea
histórica de la filosofía, la dimensión filosófica (p. 185).
El olvido de esta dimensión ha llevado al positivismo
contemporáneo a moverse en un mundo empobrecido de hechos, y a crear muchos
problemas ilusorios, cayendo en una artificiosidad mayor que la metafísica más
abstrusa (p. 186).
Un análisis lingüístico auténtico ha de tener en cuenta
factores extralingüísticos. El ámbito real del lenguaje ordinario es el de la
lucha por la vida (pp. 195‑199).
La política debe aparecer en la filosofía no como una
disciplina especial o como un objeto de análisis, sino como el intento
filosófico de que sus conceptos alcancen la realidad sin mutilaciones. El
análisis lingüístico, al no contribuir a este objetivo, se queda en un ámbito
irreal de controversias académicas (p. 199).
TERCERA PARTE. ―«THE CHANCE OF THE
ALTERNATIVES» (pp. 203‑257)
8. The
Historical Commitment of Philosophy (pp. 203‑224).
Se trata ahora de estudiar el problema de los
universales, que está en el centro del pensamiento filosófico: la solución que
se da a este problema determina la función histórica de una filosofía (p. 203).
(Inciso: como en otras ocasiones, también en este tema, Marcuse plantea la
disyuntiva
positivismo-marxismo.)
La filosofía analítica disuelve los universales en
proposiciones acerca de operaciones. Pero los universales no se pueden reducir
a cosas particulares (p. ej.: nación, estado, constitución, universidad: tienen
una fuerza propia y una existencia independiente). Estos universales «sociales»
condicionan el ámbito de actuación de los individuos, y sería de desear su
desaparición (pp. 203‑207).
La mente (mind) es más que unos actos y una
conducta. Así, la conciencia (consciouness) es, en sentido estricto, una
disposición general que es común, en diversos grados, a los miembros
individuales de un grupo, clase o sociedad. Así tiene sentido la distinción
entre conciencia verdadera y falsa. La conciencia verdadera es la que refleja
del modo más completo posible la sociedad dada en los hechos dados. Esta
definición sociológica de la conciencia no proviene de prejuicios en favor de
la sociología, sino del papel que la sociedad ocupa en los datos de la
experiencia (p. 208).
Los universales señalan cualidades que sobrepasan toda
experiencia particular, pero no son artificios imaginativos o lógicos. De
cualquier modo que se definan «hombre», «naturaleza», «justicia», «libertad»,
señalan un contenido que trasciende sus realizaciones particulares, que han de
ser sobrepasadas: señalan posibilidades aún no realizadas, pero que se deben
realizar. De ahí el carácter normativo de los universales. Así, los
universales son instrumentos conceptuales para entender las condiciones
particulares de las cosas a la luz de sus potencialidades. No son conceptos
«privados»: se forman y desarrollan en la conciencia histórica (pp. 213‑215).
Por tanto, juzgar los diversos proyectos filosóficos equivale a buscar criterios para juzgar los modos posibles de entender y cambiar el hombre y la naturaleza (p. 217). Se proponen criterios generales para juzgar la verdad de estos proyectos (o sea, su validez objetiva); el proyecto debe adecuarse a las posibilidades reales que se dan; debe demostrar que es más racional que el orden establecido, conservando y mejorando los logros en orden al libre desarrollo de las necesidades humanas (pp. 217‑220).
La verdad histórica es comparativa. La racionalidad de
lo posible depende de lo establecido (p. 221).
La objetividad es histórica y cambiante (p. 218). Cuando
el desarrollo del sistema establecido hace que se frenen las posibilidades
deseables de desarrollo humano, este sistema está falsificado, y es necesario
el cambio cualitativo (p. 221).
Lo que es una posibilidad histórica, tarde o temprano
llegará a actualizarse. Hay una necesidad histórica, pero entra la libertad: se
propone, para designar esta situación, la expresión «elección determinada» (determinate
choice), aunque esta frase sólo expresa que el hombre hace su propia historia,
pero bajo condiciones dadas (p. 221).
La dialéctica, como proceso histórico, implica toma de
conciencia: reconocer las posibilidades de liberación; por tanto, implica
libertad. En cuanto la conciencia está determinada por las exigencias de la
sociedad establecida. Así, según Marx, el proletariado sólo es fuerza
liberadora en cuanto es fuerza revolucionaria, cuando toma conciencia de sí
mismo y de sus posibilidades (p. 222).
La verdad de un proyecto histórico no viene verificada a
posteriori por su triunfo, por el hecho de ser realizada. Así, la ciencia
de Galileo era ya verdadera cuando fue condenada; la teoría marxista era ya
verdadera en la época del Manifiesto Comunista; el fascismo es falso aun
cuando está subiendo a escala internacional. En la actualidad, todos los
proyectos históricos convergen en el capitalismo y el comunismo: la verdad
histórica más alta corresponderá al sistema que ofrezca más posibilidades de
«pacificación» (pp. 223‑224).
9. The
Catastrophe of Liberation (pp. 225‑246).
La tecnología ha llegado a ser instrumento de política
destructiva. El cambio cualitativo de la sociedad significa una
alteración del progreso técnico, el desarrollo de una nueva tecnología (p.
227).
Este cambio cualitativo sería la transición a una
nueva idea de Razón, que ya fue expresada por Whitehead: «La función de la
Razón es promover el arte de vivir.» La Razón, pues, se dirige a: vivir, vivir
bien, y vivir mejor (p. 228). Hasta ahora, la función histórica de la Razón ha
sido reprimir e incluso destruir ese vivir, vivir bien y vivir mejor, o al
menos lo ha puesto a un precio exorbitante (p. 228).
La verdad de la metafísica ha quedado históricamente
fuera de verificación en el universo científico. Pero eso no implica
contentarse con lo dado positivamente: la especulación tiene sentido en cuanto
designa posibilidades realizables (pp. 229230). La racionalidad científica
terminará en la mecanización de todo trabajo «necesario», dando lugar a tener
tiempo libre con todas las necesidades vitales cubiertas. El progreso ulterior
sería el cambio cualitativo, trascendiendo la realidad tecnológica (p.
231). Así, la base técnica, al ser la base que permite la satisfacción de las
necesidades y la reducción del esfuerzo, es la base de cualquier forma de
libertad humana (p. 231).
El cambio cualitativo no significaría la reaparición de
valores espirituales. Por el contrario, el progreso de la ciencia y de la
tecnología ha hecho posible convertir los valores en tareas técnicas: la
materialización de los valores. Lo que hace falta es redefinir los valores en
términos técnicos, como elementos del proceso tecnológico (por ejemplo: es
calculable el trabajo mínimo con que estarían satisfechas las necesidades
vitales de todos, lo mismo que el cuidado de los enfermos y ancianos, reduciendo
así la ansiedad y el miedo) (pp. 231‑232).
Los problemas de finalidad, antes considerados
religiosos, deben ser considerados como técnicos. La ciencia ensancharía su
dominio, abarcando las causas finales, y llegando a ser política, completaría
el proceso de conquistar las fuerzas opresivas de la sociedad. El hombre ya no
sería siervo de la finalidad, siendo él mismo el autor y realizador de esta
finalidad (pp. 232‑233).
El dominio de las causas finales sería la utilización de
todos los recursos en vistas a la satisfacción de las necesidades humanas: es
la empresa racional del hombre como hombre (p. 234). De este modo, las ideas de
justicia, libertad y humanidad alcanzarían su única verdad auténtica: la
satisfacción de las necesidades materiales del hombre (pp. 234‑235).
La Historia es la negación de la Naturaleza. La Razón se
propone sujetar y dominar las necesidades naturales. La noción terrible de que
la vida natural, infra‑racional, ha de continuar tal como está, no es
filosófica ni científica, sino que proviene de una autoridad diferente (cita a
Russell, quien afirma que el Papa se negó a apoyar a la sociedad protectora de
animales, alegando que los animales no tienen alma). El materialismo no tiene
nada que ver con ese uso abusivo del alma: tiene un concepto más universal y
realista de la salvación. Sólo admite la realidad del infierno en esta tierra,
y afirma que el infierno fue creado por el hombre (y por la naturaleza). Parte
de este infierno es el mal trato a los animales. Toda felicidad viene del
dominio de la naturaleza. La exaltación de la naturaleza es parte de una
ideología que protege a una sociedad anti‑natural en su lucha por la
liberación: un ejemplo es la difamación del control de la natalidad (pp. 236‑238).
En la sociedad «pacificada», la maquinaria estaría
constituida en vistas al libre juego de las facultades humanas. Sin embargo,
como dice Marx, el trabajo no puede llegar a ser un juego. Pero librando al
hombre de la sujeción a la necesidad todo cambiaría. En una sociedad libre y racional,
cambiarían incluso las necesidades humanas (excepto los «animales»(pp. 240‑241).
Ese nuevo modo de vida presupone también la reducción de
la población futura. El problema no es sólo (ni primariamente) el de alimentar
y cuidar a la creciente población, sino que primariamente es un problema de
número, de pura cantidad. Hace falta más espacio para vivir («living space»):
si no, se invade el espacio «privado» del individuo, eliminando prácticamente
la posibilidad de aislamiento en el que el individuo, consigo mismo, él solo,
pueda pensar y preguntar y encontrar. Hay que recuperar este ámbito privado,
que es la única condición que, una vez satisfechas las necesidades vitales,
puede dar sentido a la libertad y a la independencia de pensamiento (pp. 243‑244).
El primer requisito previo al cambio cualitativo es la
redefinición de las necesidades humanas (p. 245).
10. Conclusion
(pp. 247‑257).
La liberación supone la represión de muchas cosas que
ahora son libres, y que perpetúan la sociedad represiva (p. 250). Es
incompatible con el predominio de los intereses particulares: el cambio
cualitativo exige planear todo contra esos intereses, y sólo sobre esa base
puede emerger una sociedad libre y racional (p. 251). Hoy día, la oposición a
una planificación central se hace en nombre de una democracia liberal que en
realidad no existe. La auto‑determinación individual sólo se alcanza
mediante el control social efectivo de la producción y de la distribución de
las necesidades (p. 251). La única guía para ello es la racionalidad
tecnológica, liberada de sus fuerzas explotadoras. El control centralizado es
racional porque permite llegar a la auto‑determinación: ésta es real en
su propio ámbito, o sea, en las decisiones que afectan a la producción y
distribución de lo producido no‑necesario, y en la existencia individual
(pp. 251‑252). En todo caso, la combinación de autoridad centralizada con
democracia directa admite muchas posibilidades diversas. La auto‑determinación
será real cuando los individuos sean liberados de toda propaganda,
adoctrinamiento y manipulación, capaces de conocer los hechos y sus
alternativas (p. 252). En la actualidad no se dan estas condiciones. Pero los
hechos validan la teoría crítica de la sociedad y su desarrollo necesario (Fatal
development) (p.252).
Actualmente no hay una práctica que responda a la
teoría. Y, en vistas a la omnipresente eficiencia del sistema establecido, la
alternativa parece utópica. ¿Habrá que renunciar a ellas? (pp. 253‑254).
En los orígenes de la teoría crítica había unas fuerzas
reales en la sociedad, y pudo surgir una práctica. Actualmente no se dan esas
fuerzas, y la alternativa parece condenada a la postura de «oposición absoluta»
(absolute refusal). Pero debe existir una base concreta para esa
postura, ya que es la postura racional. La unificación de las fuerzas opuestas,
en la sociedad actual, debe ser una unificación ilusoria. La sociedad
uni‑dimensional hace ineficaces los modos tradicionales de protesta, e
incluso la población cree ilusoriamente en la soberanía popular. Pero, debajo
del pueblo conservador, está el sustrato de los marginados: los explotados y
perseguidos de otras razas y otros colores, los sin‑empleo y no‑empleables:
existen fuera del proceso democrático, y su vida es la llamada más real para terminar
con condiciones e instituciones intolerables Su conciencia no es
revolucionaria, pero sí lo es su oposición: el hecho de que no «jueguen» el
juego de la sociedad actual puede ser el principio del fin de un período (pp.
254‑257)
Nada indica que este fin será un fin bueno. La teoría
crítica de la sociedad no promete nada, permanece negativa: quiere permanecer
fiel a aquellos que, sin esperanza, han dado y dan su vida por la «Gran
Protesta» (Great Refusal).
1. El libro no tiene un carácter riguroso, aunque pretende dar la
impresión de que lo tiene. El estilo es persuasivo y polémico: el autor va
exponiendo sus críticas a la sociedad actual, y en este clima introduce
―cuidadosamente dosificadas sus ideas filosóficas (que son el auténtico
núcleo de su tesis), pero nunca expone esas ideas de modo suficientemente
explícito y sistemático. Esto sería disculpable si se tratase de un ensayo,
pero el autor presenta explícitamente su trabajo como teoría sociológica con un
valor objetivo demostrado, y crea la apariencia de un rigor científico que no
existe.
2. En el plano sociológico, la tesis central del libro establece
la necesidad de un cambio cualitativo de la sociedad, que consistiría en una
transformación radical de las estructuras sociales según un marxismo
consecuente.
Esta tesis no se demuestra en el libro. Queda claro que
surge de las ideas filosóficas del autor, y sobre todo, de su concepción de la
racionalidad como negación de lo establecido (lógica dialéctica) y de su
determinismo historicista. Sin embargo, el autor crea una apariencia de
demostración empírica de su tesis, como si fueran equivalentes la crítica que
él hace de la sociedad actual y sus tesis filosóficas.
En la introducción, Marcuse insiste en la necesidad de
demostrar empíricamente la validez objetiva de la alternativa que se proponga,
creando así inicialmente una apariencia de rigor. Sin embargo, a lo largo del
libro solamente desarrolla sus críticas a la sociedad actual. La alternativa
que había de proponer queda totalmente en el aire, y, cuando se decide a
describirla (pocas veces lo hace, y muy brevemente), se ve en dificultades por
el carácter abiertamente utópico de la misma. Queda, además, claro (aunque el
autor se esfuerza por no insistir en este tema) que, para llegar a ese estado
utópico, es etapa previa la colectivización total, y no deja de ser paradójico
que, habiendo criticado duramente a lo largo del libro toda forma de control de
los individuos por parte de la sociedad, no se señale ningún inconveniente a
esa colectivización total. El autor reconoce que las sociedades comunistas
actualmente existentes se han quedado en esa fase, y por eso las critica
también, pero insiste en la necesidad de seguir ese camino, llegando a la
supresión del Estado y del partido (cosa que de momento dice ser muy difícil).
Evidentemente, desde un punto de vista metodológico, se debe señalar que
Marcuse se contradice, ya que el carácter utópico de la alternativa que propone
(aun en el caso de que se admitiera un valor a esa alternativa) es incompatible
con la exigencia metodológica ―que él mismo señala― de que se debe
demostrar empíricamente su validez.
Se tiene la impresión de una falsificación de los
argumentos: se mantienen los conceptos básicos marxistas ―que forman el
eje de la argumentación―, pero pensando en un marxismo teórico, libre de
los inconvenientes que de hecho se dan y el autor reconoce, soslayando esta
dificultad con una crítica muy teórica y superficial de las sociedades comunistas
actuales, a las que reprocha ser demasiado poco marxistas. Quizás cabría
admitir una postura semejante si se tratara de defender abiertamente una
ideología, pero el autor pretende presentar sus tesis como teoría sociológica
científica, demostrada objetivamente de modo empírico.
3. Abundan afirmaciones importantes que no se fundamentan, o que simplemente se avalan con alguna consideración muy superficial:
― la «definición sociológica» de la
conciencia es totalmente arbitraria (p. 208), y además contrasta fuertemente
con la defensa que el autor pretende hacer de lo individual;
― la afirmación de que la verdad y falsedad tienen una objetividad exclusivamente histórica, simplemente se enuncia y se utiliza (se enuncia en la página 6, y se utiliza a lo largo del libro);
― se da por supuesta la validez de la teoría marxista, sin más (p.
223: se limita a ponerla como un ejemplo de teoría válida antes de ser aceptada
sociológicamente), y se utiliza continuamente, evitando expresamente que se
note demasiado;
― se afirma sin más en diversas ocasiones, como
algo concedido por todos, que los valores de la civilización occidental ya
están superados, que la metafísica tradicional no tiene valor alguno, que la
técnica es el instrumento exclusivo para afrontar los problemas humanos, etc.
Así, se llega a la gravísima afirmación de que todo problema de valores es un
problema técnico: esta afirmación no se justifica de ningún modo (pp. 231‑232),
y lo más concreto que se dice es que se puede calcular el mínimo trabajo con
que estarían satisfechas las necesidades vitales de todos, así como la atención
de los enfermos y ancianos (se supone que de todo el mundo, ya que preconiza la
desaparición de los estados y economías nacionales);
― la única ocasión en que se alude al alma y a la
salvación cristiana, se limita a afirmar el carácter inhumano de la concepción
que las admite, basado exclusivamente en la cita de Russell en la que éste
explica que el Papa se negó a colaborar con la sociedad protectora de animales
alegando que los animales no tienen alma (p. 237);
― juega con conceptos que afirma son definibles
empíricamente, sin hacer ningún esfuerzo por definirlos (desarrollo libre de
las necesidades humanas y facultades humanas: página 220. El caso es grave,
pues afirma en ese lugar que la definibilidad empírica de esos conceptos
―que no intenta siquiera― es la base objetiva de la racionalidad
histórica, o sea, de toda su teoría).
4.
En la conclusión, contradice en puntos importantes lo que ha afirmado a lo
largo del libro:
En efecto, en las páginas 251‑252 afirma que el control centralizado es racional si establece las condiciones necesarias para llegar a la auto‑determinación: entonces ―continúa―, esta auto‑determinación puede llegar a ser efectiva en su propio ámbito, que es el de la producción y distribución de la sobre‑producción (no necesaria para la satisfacción de las necesidades vitales), y el de la existencia individual.
Esta afirmación es sorprendente, ya que, a lo largo de
todo el libro, ha atacado a la sociedad actual por su control sobre los
individuos, reconociendo que no hay nada que objetar en general en cuanto a la
mejora del nivel de vida en las sociedades avanzadas (acusa a este bienestar
material de entumecer la conciencia crítica de los individuos). Ha acusado a la
sociedad actual, básicamente, de impedir que el individuo pueda intervenir en
las decisiones importantes de la sociedad, y en general, de controlar las
necesidades individuales. Ahora afirma que, en su solución, el control central
impedirá estos inconvenientes, y reduce el ámbito de la auto‑determinación
a lo estrictamente individual y a otro aspecto un tanto utópico. ¿Es que se da
por supuesto que, con la colectivización total de los medios de producción, ya
no habrá problemas sociales en los que el individuo pueda intervenir? Es lo que
parece, ya que, además, se ha afirmado que todos los problemas acerca de
valores con problemas técnicos, y éstos estarían totalmente resueltos en la
sociedad preconizada por el autor. De todos modos, todo es utópico en tan alto
grado, que probablemente, si el autor hubiera expuesto con claridad todo esto
en las primeras páginas, y describiera el proceso que hay que recorrer hasta
que funcione su sociedad, todas sus defensas de la libertad a lo largo del
libro tomarían un aspecto bastante sombrío.
Marcuse, que ha protestado insistentemente en este libro
contra el dominio de la sociedad sobre el individuo, acaba preconizando una
autoridad central mucho más fuerte todavía, como modo de llegar a la total auto‑determinación
individual, y se limita a la vaga afirmación de que, en todo caso, la
combinación de autoridad centralizada y democracia directa admite infinitas
variaciones (de las cuales no señala ninguna en concreto) (p. 252).
5.
El aparato crítico, en general, no es utilizado para probar sus tesis
fundamentales. Frecuentemente las citas son más bien ilustrativas (autores que
dicen cosas parecidas sobre puntos concretos). En algunos puntos importantes
(p. ej., sobre el operacionalismo, p. 13, y sobre su teoría de la ciencia, pp.
154 ss.) hay una notable pobreza de referencias y temática precisamente en
temas, como los señalados, que han sido objeto de una verdadera multitud de
estudios en la actualidad, y que juegan un papel decisivo en las tesis de
Marcuse. Da la impresión de que las citas que realmente vienen al caso las
omite deliberadamente: sólo cita como incisos ―dándoles siempre la razón,
discretamente― a Hegel, Marx, etc.; con alguna mayor frecuencia a Adorno
y Bloch.
En realidad, solamente hay una conclusión propiamente
dicha, que pretende establecerse en este libro, y que es de carácter
sociológico (teórico y práctico): la irracionalidad de la sociedad actual, y la
consiguiente necesidad de una actitud de oposición total. Lo demás son premisas,
que, con cierta apariencia de rigor (aunque no mucha), no se intentan
demostrar de ningún modo, y que pueden sintetizarse en algunas ideas
filosóficas marxistas: materialismo (con la consiguiente concepción de
la libertad, del trabajo y de la religión), historicismo (lógica
dialéctica, determinismo histórico, carácter histórico y relativo de la
verdad), sociologismo (definición sociológica de la conciencia y del
pensamiento), pragmatismo, defensa de la verdad de la teoría marxista en
bloque (admitiendo modificaciones parciales para ponerla al día, y criticando
de la sociedad comunista sólo su institucionalización falseadora del marxismo
auténtico).
La valoración de la conclusión queda expuesta en
el apartado anterior (valoración técnica y metodológica). La valoración de las premisas
no admite un examen riguroso, ya que en el libro simplemente se enuncian
parcialmente y se utilizan, dándolas por válidas. Evidentemente, ninguna de
ellas es admisible, ni por la razón natural ni por la doctrina de la Iglesia;
pero una crítica detallada excedería la atención que se les presta en el libro.
El análisis siguiente, por tanto, se limita a una breve enumeración de los
puntos aludidos, señalando algunas referencias y haciendo breves
consideraciones.
1) Sobre la
concepción del hombre.
De acuerdo con el materialismo del autor, la libertad
humana viene condicionada por la satisfacción de las necesidades materiales y
la reducción del esfuerzo, que son la base para que pueda hablarse de libertad
(p. 231): es una concepción irreconciliable con el sentido humano y cristiano
de la libertad.
A lo largo de todo el libro está presente una concepción
del trabajo y del esfuerzo incompatible con el dogma cristiano
(pecado original, sentido del dolor): toda sujeción implicada por el trabajo,
todo lo que no sea la autorrealización del hombre en unas condiciones
«paradisíacas», es malo. No queda sitio para el sentido cristiano del dolor.
La definición de conciencia (p. 208) es
totalmente sociológica, como «toma de conciencia» de los hechos a la luz de la
dialéctica histórica.
(Sobre estos puntos, cfr. Pío XI, Divini Redemptoris,
especialmente, núms. 9, 10, 27; sobre la conciencia como « toma de
conciencia», cfr. J. Ousset, El marxismo leninismo, p. 12; sobre el
trabajo, cfr. ibíd., p. 87.)
2) Sobre la
concepción de la historia.
El determinismo histórico (pp. 221, 252) sólo es
admisible como a priori filosófico. El autor intenta salvar la libertad
frente a la necesidad histórica, pero sólo lo hace verbalmente: admite que el
hombre hace la historia, pero «dialécticamente» admite a la vez que hay un
desarrollo fatal de esa historia. (Sobre la relación dialéctica necesidad‑libertad,
cfr. Introducción general a estas recensiones.)
3) Sobre los
conceptos filosóficos.
Se defiende el carácter histórico de la verdad (pp.
6, 99‑100, 141, 218), incompatible con toda metafísica realista y con la
doctrina cristiana. Se defiende una lógica dialéctica que está en la
misma línea, y muy relacionada con el pragmatismo, ya que la verdad se
considera sólo como realización de proyectos sociológicos, y la razón se
concibe como poder subversivo que establece la verdad (o sea, las condiciones
para que el hombre se realice según la concepción materialista). Los criterios
de verdad hay que buscarlos en la historia. Todo ello es absolutamente
insostenible. Cfr. Introducción General, “alienación política”..
El pragmatismo es total. Se afirma que todos los valores
clásicos occidentales han sido superados por la tecnología (pp. 231 ss.), de
modo que esos valores pre-tecnológicos no pueden recuperarse (p.58): con la
ciencia los valores quedan en lo subjetivo, y no sirve resucitar una filosofía
aristotélica o tomista, refutadas a priori por la razón científica (todo
ello, aparte de ir contra el Magisterio de la Iglesia y una sana filosofía, se
presenta sin más argumentación, sin base alguna). La filosofía es presentada
únicamente como proyecto sociológico (pp. 217 ss.). Este pragmatismo, además,
es contradictorio, ya que necesariamente debe apoyarse en una determinada
concepción del hombre y del mundo, y por otra parte se niega todo valor
cognoscitivo de la inteligencia en sentido realista: lo que sucede es que se
«escamotea» el rigor filosófico, al centrar toda la atención en la crítica
sociológica, y se introduce en la visión pragmatista sin ninguna demostración.
La definición de los conceptos y de los universales es,
también, sociológica y pragmática, pero de nuevo esta visión, incompatible con
la metafísica realista, se expone sin más. Parece avalarse porque se presenta
en contraposición al operacionalismo: pero esto es un nuevo «escamoteo» de
rigor, ya que la falsedad del operacionalismo es universalmente reconocida, sin
que ello justifique una alternativa arbitraria que es igualmente apriorística y
muy poco seria.
4) Sobre la acción
social.
La postura esencialmente negativa y subversiva que
preconiza continuamente el autor va contra el sentido común y la doctrina
católica (cfr. Pío XI, Divini Redemptoris, n. 10, 12, 25 ss.).
La colectivización como medio para llegar a una
situación final utópica reduce notablemente el ámbito auténtico de la libertad
legítima del hombre y su derecho a la propiedad privada (son abundantes los
documentos del Magisterio al respecto).
La defensa del marxismo como teoría verdadera, en
conjunto, es totalmente inaceptable. Afirma que ya era verdadero en el tiempo
del «Manifiesto Comunista» (p. 223), y sus críticas de las sociedades
comunistas actuales se basan en que no son consecuentes con el marxismo (pp.
102, 43). Es llamativo que las críticas implacables del autor frente a la
opresión de la sociedad no aludan en ningún momento a la opresión marxista,
mucho más fuerte y real, y que incluso considera que lo realizado hasta ahora
por el comunismo es lo que se debe hacer, sólo que falta dar más pasos adelante
(la supresión del Estado, cfr. Introducción General, «alienación política»)
(p.43).
Hace suya el autor la máxima de que los hombres, que no
son libres pero no tienen conciencia de ello, deben ser forzados a ser libres
(p. 40). Con esta máxima puede justificarse cualquier atropello a la dignidad
humana.
5) Sobre la religión.
Se alude a la religión como fuerza opresora y
explotadora, que impide al hombre desarrollar su existencia humana (p. 47).
Se admite un materialismo total, incompatible de raíz
con cualquier elemento religioso. Se trata de redefinir los valores en términos
técnicos: han perdido su carácter espiritual, y asistimos a la tarea de
materializarlos (pp. 231 ss.). Los valores como justicia, libertad, humanidad,
sólo pueden tener sentido en base a la satisfacción de las necesidades
materiales (pp. 234‑235). La «salvación» que el materialismo ofrece al
hombre es mucho más universal y completa que la que le ofrecen las doctrinas
espiritualistas (p. 237). La defensa de lo «natural» es un obstáculo para la
liberación del hombre, como se ve en la oposición al control de la natalidad
(p. 238). Sólo la filosofía materialista, a lo largo de la historia, se ha
interesado por la existencia humana (p. 134).
Evidentemente, todo ello es incompatible con cualquier
recta noción de lo espiritual y con cualquier religión.
M.A.M.
* * *
Anexo a la recensión sobre:
MARCUSE, Herbert
One-Dimension Man
Routledge
& Kegan Paul, London 1964 (XVII + 260 págs.). («El hombre
unidimensional», Seix Barral, Barcelona, 1969.) De Minuit, Paris 1968
I. INTRODUCCIÓN
Este libro se presenta como una crítica de la sociedad tecnológica superindustralizada, que es considerada como una sociedad totalitaria, en la que las vidas de las personas son completamente determinadas y organizadas por los fines del consumo y la tecnología, sin que haya posibilidad de oponerse. El instrumento de opresión es la tecnología y la organización comercial y capitalista. El capitalismo americano se ha hecho dueño del mundo y avanza con brutalidad deshumanizadora, sin que ya ni siquiera la Unión Soviética y China puedan hacer nada. Se está produciendo una gran agresión contra el hombre y sólo cabe esperar que el sistema explote con sus contradicciones.
II. RESUMEN DEL CONTENIDO
CAPÍTULO 1
Las primeras industrializaciones se proponían liberar al hombre de las necesidades vitales, con un futuro horizonte de libertad. Pero la moderna sociedad industrial avanzada ha creado un sistema que impone de modo homogéneo a todos una serie de necesidades artificiales, cambiantes, ante las cuales el individuo queda encadenado. Su libertad ficticia es la libertad que se tiene en un supermercado, que consiste en elegir los bienes de consumo que se le ofrecen. Estamos ante una sociedad “unidimensional”, que reduce el hombre a ser una pieza en medio del mercado y los bienes de consumo: un puro instrumento de una productividad al infinito cuyo único sueño es una vida más confortable.
CAPÍTULO 2
En esta sociedad ya no es posible ningún cambio de fondo, pues toda oposición es asimilada por la sociedad de mercado y reducida a mercancía. Ahora el hombre es dominado no tanto por la fuerza, sino por la administración, la burocracia. Las fuerzas sindicales están domesticadas al sistema. La nueva esclavitud no consiste, como antes, en trabajos más duros, sino en que ahora todo el sistema laboral es puramente instrumental. La industrialización llega a países en vías de desarrollo y los somete al integrarlos en el universo tecnológico, rompiendo violentamente con sus tradiciones. En el nuevo “Estado del bienestar” ya no hay tiempo libre, sino que todo se somete a los usos técnicos. Como hay bienestar, satisfacción en el consumo, se bloquea toda perspectiva de cambio. El capitalismo produce así una forma de vida hedonista, satisfecha, y mantiene la ilusión de una guerra contra “el enemigo” exterior, que es la Unión Soviética. Lo importante es que haya un enemigo, para que el Estado tenga cohesión. También la Unión Soviética es opresora. Capitalismo y socialismo oprimen hoy igualmente al hombre.
CAPÍTULO 3
Utilizando categorías freudianas, Marcuse considera ahora que las sociedades antiguas “sublimaban” los instintos en la “alta cultura”, aunque ésta era de una minoría. Hoy estas antiguas culturas son meramente un producto del mercado. Ahora todo se ha hecho cultura de masa, se ha banalizado y no posee fuerza para provocar auténticos problemas. Bach hoy se puede reducir a la música de fondo de una cocina. El sexo se ha comercializado. En vez de la antigua sublimación, ahora estamos ante una “desublimación institucionalizada”, que juega con los bajos instintos de sexo y agresión, haciendo del individuo una pieza de este juego. El hombre vive con una “conciencia feliz”, pero no auténtica, y juega a la guerra, a las bombas atómicas, al sexo, etc., en un mundo de papel y de símbolos.
CAPÍTULO 4
La conciencia de los individuos en la sociedad del bienestar es feliz, satisfecha: cree que todo está bien y le agrada ver que el Estado satisface sus necesidades. Vive en conformismo, sin remordimientos. Hay guerras en la periferia, donde se mata y se tortura, pero en la metrópoli todo es felicidad. Las sociedades opulentas absorben toda contradicción. Marcuse se fija especialmente en el lenguaje que usa esta sociedad, un lenguaje basado en clichés (“libre empresa”, “construcción socialista”, etc.), estereotipado, funcionalista, que impide pensar las cosas. Así sucede en las formas actuales de neoliberalismo y neoconservadurismo. Ya no hay pensamiento con carga ontológica y universal. Los problemas obreros, por ejemplo, se reducen a cuestiones técnicas que se resuelven fácilmente. Critica también la democracia electoralista, en la que ya hay un juego dado, con presupuestos intocables, donde sólo hay una apariencia de libertad.
CAPÍTULO 5
Marcuse critica ahora este mundo chato -unidimensional- apelando a clásicos, pero interpretados por la filosofía de Hegel. Los clásicos vivían en un mundo “bidimensional”, donde con los ideales podían oponerse a la realidad y no considerarla, sin más, racional. Frente a “lo que es” -ya dado- surgía un deber que empeñaba en una contradicción: “tú debes llegar a ser lo que eres, y para eso debes destruir lo que ahora eres”. Esta fuerza de la negación contradictoria, con verdadero espíritu revolucionario, se ha perdido totalmente en la sociedad del bienestar. Por eso en ella domina la lógica abstracta, formal, cuando en realidad hay que acudir a una lógica dialéctica, capaz de cambiar lo establecido.
CAPÍTULO 6
La vida hoy se reduce a un “vivir y morir tecnológico”. El que tiraniza no es ya un rey, sino la estructura racional tecnológica. Ha desaparecido la “fuerza de lo negativo” de la que hablaba Hegel. La culpa de esta situación se imputa al predominio de las ciencias cuantitativas, que eliminaron las causas finales y transformaron todo en una realidad instrumental, en la que ya no hay sujeto humano. Los valores desaparecen porque “no son científicos”. Los filósofos de la ciencia se pusieron al servicio de este mundo “desontologizado”. El cientificismo ha instaurado el reino del a priori tecnológico. Es falso pensar que la técnica es “neutral”. La tecnificación a ultranza ha acabado por reducir todo a algo neutral, llegando así a “neutralizar” los valores; y eso es ideológico, aunque se mantiene escondido.
CAPÍTULO 7
Una aliada de la filosofía cientificista y tecnologista fue la filosofía analítica anglosajona, heredera del positivismo lógico. El análisis lingüístico, destinado a “curar de las confusiones filosóficas” debidas a la lengua, así como el antiguo neopositivismo, se destinan en realidad a esconder los problemas substanciales del hombre. El lenguaje metafísico de los clásicos llevaba a enfrentarse con los problemas verdaderos del hombre, y así tenía un valor subversivo, pues conducía a oponerse a los hechos. La filosofía analítica reduce el pensamiento a analizar frases como “la escoba está en un rincón” (Wittgenstein), y así se escamotean los problemas angustiosos del hombre. En el fondo, la filosofía empirista y analítica tiene el propósito secreto de obligarnos a adaptarnos a la sociedad tecnológica. Todos los problemas que ellos estudian son absolutamente banales. Los grandes conceptos universales -como "yo", "conciencia", "libertad", "espíritu"- se reducen a operaciones técnicas.
Los viejos mitos (por ejemplo, magias y brujerías) hoy se usan banalizados, como medio de publicidad, de propaganda. La sociedad del bienestar usa la estadística siempre manipulada. Las encuestas, las entrevistas, etc. banalizan lo profundo, para adaptarlo a los clichés de la televisión, la prensa, etc. Hoy hablamos del amor, por ejemplo, utilizando frases hechas, propias de películas de gangsters y de la publicidad. Los filósofos analíticos, en vez de hacer un análisis a fondo de este lenguaje estereotipado y falso, se contentan con estudiar frases como “me rasco”, etc., pero ante la proposición “esto es injusto” dirán que el concepto de justicia es poco claro. Estamos, en definitiva, ante un lenguaje establecido propio de un universo totalitario, y los analíticos del lenguaje no sólo no ayudaron a desentrañarlo, para que se descubriera su intrínseca hipocresía, sino que han adormecido las conciencias con sus análisis triviales, puramente técnicos. Los filósofos analíticos estudian realidades mutiladas y caen en controversias meramente académicas. Han anestesiado el valor del lenguaje ordinario. Una verdadera filosofía debería ser negativa ante “lo establecido” y debería ir claramente a las cuestiones “ideológicas”.
CAPÍTULO 8
Prosiguiendo con su crítica a la filosofía analítica, Marcuse defiende ahora el valor de los universales, como “nación”, “hombre”, “libertad”, “belleza”, etc. Pero da una interpretación dialéctica de los mismos, anclada en Hegel. Esos universales reflejan un estado de la conciencia que capta un ideal, por ejemplo, la belleza, y niega lo que en el mundo de los hechos pasa por bello. Los particulares realizan a los universales, pero a la vez los niegan. Los verdaderos universales son conceptos muy amplios, de valor histórico, que permiten al hombre desplegar sus grandes batallas. El horizonte que proyecta Marcuse, por tanto, es el de luchar ahora contra la sociedad establecida.
CAPÍTULO 9
Nuestra tarea actual -según Marcuse- es captar todo lo negativo que tiene la sociedad actual y criticarlo (por ejemplo: viajo en un espléndido coche, pero dependo de una empresa que lo ha elegido para mí). Hoy, más que nunca, tenemos que fomentar las contradicciones. Necesitamos una nueva tecnología, que no será un refinamiento de la actual, sino que surgirá tras la catástrofe de la actual tecnología establecida. La nueva tecnología debería equilibrar más las necesidades con la libertad humana. Habría que conseguir poner causas finales al trabajo, trabajar sólo en función de las reales necesidades, y que esta tecnología sirviera a todos y no sólo a algunos. El hombre en el futuro debería reducir su poder de control; por ejemplo, dominando la naturaleza de un modo no represivo. Necesitamos una “razón no tecnológica”, que sería el “órgano del buen vivir”. Habría que adoptar ante la naturaleza una actitud más estética y menos utilitaria. Las nuevas tecnologías deberían dar libre juego a las facultades humanas. Se trataría de “redefinir” las necesidades (por ejemplo, si cesara la publicidad la gente pensaría más por su cuenta). Además, cree que hace falta reducir drásticamente la población futura, pues no se puede vivir bien en una sociedad de masa, en la que no hay espacio para meditar y aislarse.
CAPÍTULO 10
En sus conclusiones, Marcuse dice que la imaginación del hombre contemporáneo está esclavizada por la técnica y la propaganda, y así está como mutilada por nuestra actual “sociedad de imágenes”. En una especie de llamada genérica a la revolución, pide que la gente se rebele, que niegue, que critique, sin importar que no se sepa hacia dónde vamos. Hoy dominan los administradores y la única solución es el rechazo total. Los canales democráticos no sirven, porque no son auténticos. Los desgraciados, los pobres, los marginados, los parias, los desocupados, los excluidos, deberían unirse en una crítica total y radical. La teoría crítica social, sin embargo, no promete nada y no da remedios.
III. VALORACIÓN CRÍTICA
La crítica social planteada por Marcuse en este libro, hoy hace sonreír un poco, porque recuerda el ambiente de la “contestación global” del 68, en la que este filósofo tuvo un indudable protagonismo. Al mismo tiempo, muchos aspectos señalados por esa crítica no sólo no han desaparecido sino que se han agudizado más aún, con la desaparición del bloque de los países socialistas y el mayor predominio del capitalismo y de las filosofías políticas neoliberales. Marcuse escribe este libro cuando todavía no se conocía el advenimiento de la sociedad informática. Es indudable, sin embargo, que la revolución informática ha contribuido todavía más a la “tecnologización” del hombre que Marcuse critica tanto en esta obra.
La condena marcusiana de la sociedad es justa en algunos aspectos, y lo mismo cabe decir de sus observaciones críticas a la filosofía de la ciencia actual, al positivismo, al cientificismo y a la filosofía analítica. Es más, muchos elementos de esta crítica, hoy ampliamente conocidos, han sido utilizados por los filósofos en contextos diversos del pensamiento marcusiano; por ejemplo, para revalorizar la filosofía clásica, la vuelta a Aristóteles y a Santo Tomás, y para suscitar un mayor aprecio por la moralidad, la religión y los valores humanos. Es cierto que la sociedad actual, si no se poseen ciertos valores, tiende fácilmente a reducir al hombre a una mercancía, a una pieza del sistema económico, y que no le da posibilidades de actuar fuera del juego económico.
Sin embargo, la visión crítica marcusiana es también muy unilateral y exagerada, y por momentos infantil. Es razonable, por ejemplo, que si unos obreros encuentran dificultades en su empresa se intenten resolver éstas de modo concreto y objetivo. Esta actitud, en cambio, para Marcuse sería “pactar con el sistema” y “dejarse engullir” por él. La única salida que propone es la de la “oposición total”; salida que, en el fondo, es estéril e irrealizable.
El defecto de fondo de la crítica de Marcuse es que, aunque a veces parece referirse con tono nostálgico y comprensivo a la filosofía clásica, en definitiva se plantea desde una versión simplificada de la dialéctica hegeliana, en la que predomina la negación y la contradicción.
Por eso precisamente su crítica es completamente inútil; y, si se tomara en serio, llevaría a una actitud de destrucción total de la sociedad actual (podría incluso fomentar el terrorismo, aunque no sea ésa la pretensión de este libro).
Su actitud, de todos modos, no es del todo coherente porque, en su capítulo conclusivo (n. 10), hace algunas propuestas concretas que ya no son destructivas. Por ejemplo, la de trabajar sólo en función de las necesidades vitales, sin despilfarro, cuidando la naturaleza. Pero son propuestas genéricas, y como él mismo las ve ineficaces, acaba por favorecer la actitud de negación total de lo establecido, sin ningún proyecto positivo.
Su horizonte, por otra parte, no es moral ni religioso, sino vagamente humanista, estetizante y quizá algo hedonista. Se ve que él desearía una situación ideal de un mundo pequeño, poco poblado, donde hubiera tiempo para dedicarse al arte, a la poesía y -con base en cierta antropología freudiana- a la satisfacción de los instintos vitales, pero de modo “elegante”, sin la banalización comercial.
Sus planteamientos parecen una combinación de Hegel, Marx y Freud, vistos de una manera peculiar (y simplificada), y claramente en sintonía con las críticas ya conocidas de la escuela de Frankfurt a la racionalidad instrumental de la sociedad moderna, primitivamente denunciada por Max Weber. Pero Marcuse no advierte que, al defender el control artificial de natalidad, sigue contribuyendo a la desaparición de los valores morales que él ve con nostalgia, y presta un nuevo apoyo a esa sociedad hedonista y tecnocrática de la que tanto se queja.
En resumen, aunque algunas críticas de este libro son certeras -y utilizables en otros contextos- tal como aquí se presentan son muy simplistas y no sirven para un análisis efectivo de los males de la sociedad moderna, ni para apuntar sus remedios (por ejemplo, su crítica a la filosofía analítica -aunque gustará a los adversarios de ésta- en realidad refleja un profundo desconocimiento de esa corriente filosófica, de la que aquí se presenta más bien su caricatura).
Hay autores, tanto de la izquierda como de la derecha política, que han asumido este estilo de críticas a la sociedad moderna de un modo igualmente simplificado, que hace presa fácil en personas jóvenes y apasionadas. Por otra parte, el libro tiene un valor histórico indudable, pues refleja bien la mentalidad de la generación contestataria del 68.
J.J.S. (2001)
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