MARCUSE, Herbert
El final de la Utopía
Ariel, Esplugues de Llobregat (Barcelona), 1968, 183 pp. (trad. cast. de
Manuel Sacristán).
Bajo este título se recogen cuatro intervenciones de H.
Marcuse, los días 10, 11, 12 y 13 de junio de 1967, en la Universidad Libre de
Berlín. El texto se basa en la grabación completa, en cinta magnetofónica, de
dos conferencias seguidas de discusión y de dos coloquios preparados para su
publicación por Horst Kurnizky y Hausmartin Kuhn. Las intervenciones de Marcuse
no han sido reelaboradas por él.
El contenido de dichas intervenciones está condicionado
por el contexto histórico en que tuvieron lugar. Son los días en que la
rebeldía estudiantil empieza a crecer virulentamente en todo el mundo
―occidental, y del súbito prestigio del viejo profesor Marcuse, cuyas
ideas son tomadas aquí y allá más que como bandera, como apoyo ideológico de
una convulsión que tiene mucho de romanticismo juvenil. Estas reuniones se
convocan no mucho después de los graves disturbios estudiantiles en Alemania
(vid. Kai Herman, Los Estudiantes en rebeldía. Madrid, 1968) y antes del
mayo francés.
Presenta el discurso dos niveles de contenido claramente
diferenciables: el coyuntural ―referido al contexto al que hemos
aludido― y el ideológico, que pretende ser un diagnóstico general de los
males de la sociedad contemporánea. El tono conversacional y las respuestas en
el coloquio hacen especialmente asequible la intelección de la ideología de
Marcuse expuesta con mayor aparato crítico en otras publicaciones suyas, como El
hombre unidimensional o Eros y civilización.
El libro se divide en cuatro capítulos. I. El final
de la Utopía, que da título al libro y comprende de la p. 7 a la 18,
seguido de una discusión que abarca las pp. 21-49. II. El Problema de la
violencia en la oposición (pp. 53‑62), seguido también de discusión
(pp. 65‑97). III. Moral y política en la sociedad opulenta, discusión
de varios autores (pp. 101‑144) y IV. Vietnam. El tercer mundo y la
oposición en las metrópolis, también con coloquio abierto (pp. 147‑180).
A. El final de la utopía.
Toda la exposición parte de una hipótesis que para
Marcuse tiene visos de perogrullada: hemos llegado a una situación tal en la
historia que podemos convertir este mundo en un infierno o en todo lo contrario.
Ahora bien, si podemos convertir este mundo en «todo lo contrario», lo podemos
convertir en un paraíso;, con lo cual desaparece la utopía en su función de
denuncia de las concretas posibilidades histórico‑sociales. Nos
encontramos, pues, al borde ―como posibilidad― del final de la
historia: las nuevas virtualidades de la sociedad humana y del mundo
circundante no pertenecen al mismo continuum histórico que las hasta
ahora conocidas, sino que suponen una ruptura, una diferencia cualitativa. A
partir de esa ruptura vendrá la sociedad libre opuesta a la no‑libre,
con una diferencia que, según K. Marx, hace de «toda la historia
transcurrida, la prehistoria de la humanidad».
Lo anterior supone una aceptación básica de Marx
―Marcuse se definirá como marxista, a pesar de todo, a través de estas
reuniones― y una crítica modificadora de alguno de los conceptos
marxianos: para Marcuse, Marx estaba demasiado atado a la idea de continuum del
progreso. Frente a Marx, Marcuse nos dirá que «una de las nuevas posibilidades
representativas de la diferencia cualitativa entre sociedad libre y no‑libre,
consiste en hallar el reino de la libertad en el reino de la necesidad» (p. 8),
o sea en el trabajo y no más allá del trabajo.
Con estos supuestos se establece una modificación del
concepto dé Utopía. Cuando en la historia se ha dicho de algo que es una utopía
ha sido, siempre según Marcuse:
a) porque factores subjetivos y objetivos de una
determinada situación social se oponen a la transformación, y se hablaría
entonces de «inmadurez de la situación social»;
b) porque está en contradicción con leyes científicas
comprobadas, o comprobables, por ejemplo, la utopía de la «eterna juventud».
Así las cosas, sólo sería verdadera utopía esta segunda.
Pues bien, la tecnologización actual del poder mina el
poder mismo, sin que encuentren ya sentido en algunas sociedades las
necesidades tradicionales que son contradictorias con las biológicas (que
serían utópicas, de tipo a). «Al buscar una etiqueta cualquiera que describa la
totalidad de las cualidades de la sociedad socialista viene espontáneamente a
la conciencia, al menos me viene a mí, el contacto de cualidades estético‑eróticas»
(p. 16)
Como vemos en la cita anterior, identifica sociedad
libre con sociedad socialista, pero ello no quiere decir que considere libres a
las sociedades socialistas realmente existentes, por el contrario: «Hoy hemos
de aceptar el riesgo de discutir e intentar determinar sin inhibiciones, aunque
parezca indecente, la diferencia entre la sociedad socialista, en cuanto
sociedad libre, y las sociedades existentes» (p. 16). A nivel de teoría, los
supuestos reseñados estarían más de acuerdo con Fourier que con Marx, puesto
que el primero, al oponer sociedad libre y no libre, pensaba en una sociedad
posible en que el trabajo fuera juego.
En este neo-marxismo marcusiano no se pone el acento
tanto en las cuestiones económicas (también los «burgueses» reconocen que con
un reparto más equitativo de los bienes actuales de la Tierra se suprimiría el
hambre) cuanto en la formulación de una «nueva antropología»; y no sólo en la
teoría, sino también como modo de existencia, lo cual quiere decir para Marcuse
«el desarrollo de necesidades humanas cualitativamente nuevas, o sea, la dimensión
biológica».
Esta antropología de una sociedad en que no hace falta
ya ninguna represión, entraña una nueva moral que, como dice Marcuse
explícitamente, sería la heredera y la negación de la «moral judeo‑cristiana».
Las respuestas a las cuestiones que le proponen a
continuación aclaran y amplían sus precedentes puntos de vista.
Se defiende Marcuse de la atribución que se le ha hecho
falsamente, de ver en movimientos del tipo pop o hippie las fuerzas
capaces de transformar la sociedad en el sentido que él prevé. No: estos
movimientos serían tan sólo manifestaciones de la descomposición del actual
sistema. Existen las fuerzas materiales necesarias para la utopía, a la que se
llegaría por un cambio de necesidades que implique una diferencia cualitativa,
es decir, a través de una transformación. En cuanto a las fuerzas
necesarias para la transformación, piensa que, en la sociedad
occidental, el proletariado, libre de las necesidades represivas de la clase
capitalista, ya no es la clase portadora de la verdad. En todo caso,
habría sido sustituida por ciertas fuerzas negativas del capitalismo tardío:
los estudiantes, grupos intelectuales, los rebeldes a la moral sexual y los
trabajadores aún no integrados.
Entre las restantes cuestiones que se abordan en este
primer coloquio, se reseñan algunas más que parecen especialmente reveladoras.
De lo dicho se desprende que todavía hay en la
actualidad necesidades represivas, porque persisten los mecanismos ―no
las condiciones― que las hacían inevitables. Ahora bien, para suprimir
dichos mecanismos tiene que empezar por existir la necesidad de suprimir
los viejos mecanismos. Ante esta aporía Marcuse contesta: «Este es exactamente
el círculo aquí presente, y no sé cómo se sale de él» (p. 44).
En el aspecto práctico, la viabilidad de esta
contracultura resulta problemática: «¿cómo puede ejercitarse, por ejemplo, una
jurisprudencia herética que no tienda a restablecer el, orden jurídico positivo
dominante?, o una medicina herética ... », etc. El consejo de Marcuse explica
hasta qué punto es consciente todo el movimiento de contestación «desde dentro»
que se viene produciendo en diversas instituciones sociales. «Es posible
practicar esos métodos heréticos sin sacrificarse absurdamente ... » (p. 36).
Se trata de aprovechar los intersticios abiertos en la sociedad existente y
aprovecharlos justamente para introducir contenidos demoledores de esa misma
sociedad.
Podría pensarse que si la sociedad actual debe ser
sustituida por otra con nuevas necesidades, donde se permita la plenitud
biológica del ser humano y no haya lugar para su cosificación, habría que
evitar en la revolución sustituidora el peligro de la cosificación y del odio.
Marcuse clarifica su actitud con una nueva andanada contra un concepto básico de
la Revelación cristiana ―«Nada tan indignante como la amorosa prédica Amad
a vuestros enemigos en un mundo en el cual el odio está en realidad
institucionalizado plenamente―, afirmando sin ambages la necesidad del
odio para llevar a cabo la revolución («no hay revolución sin odio») y el único
límite que pone al odio, la brutalidad: «Es posible golpear a un adversario,
derrotar a un adversario, sin necesidad de cortarle las orejas o las piernas, o
sin necesidad de torturarle.»
Ante las numerosas dificultades― que, como se ve,
se presentan para crear las «nuevas necesidades», es decir, para mostrar que la
antropología del comportamiento estético‑erótico es el final de la
utopía, sólo hace alguna indicación romántica de una nueva antropología en los
países revolucionarios, y basada en noticias de periódico, «en los parques de
Hanoí los bancos se hacen de la dimensión justa para que quepan dos personas y
sólo dos personas, de modo que cualquier cargante carezca ya de la mera
posibilidad técnica de estorbar» (p. 49).
B. El problema de la
violencia en la oposición
El texto de esta segunda conferencia, según advierten
los editores en nota, está abreviado. Se le ha sustraído la exposición de
Marcuse acerca de las formas de manifestación (Cfr. Das Argument, n.º
45, 1967, que publica íntegramente el texto).
Se centra aquí la misma problemática anterior en relación a los grupos con que puede contarse para la oposición al sistema vigente, entendida en el marco global del mundo y no en el de tal o cual concreción política de un lugar determinado.
Repite que considera importante la oposición estudiantil, aunque no sea una fuerza inmediatamente revolucionaria.
Define la «Nueva Izquierda» en oposición a la vieja, de la que se distingue por no ser marxista ortodoxa ni socialista, por desconfiar de toda ideología, también de la socialista y por no considerar a la clase obrera portavoz de la posición revolucionaria. La pérdida del poder revolucionario del proletariado se habría producido a consecuencia de la sociedad «autoritario‑democrática», del éxito y rendimiento en que la gente no siente necesidad de la transformación radical, aunque objetivamente dicha necesidad es cada vez más aguda.
Ahora los grupos de oposición radicarían en dos polos de
la actual sociedad: el infraprivilegiado de mino rías nacionales oprimidas y en
condiciones inhumanas y el polo opuesto de la extrema consciencia de
insatisfacción en una sociedad de la abundancia. Cabe esperar pues, que se
engrosen las filas de la contestación con una nueva clase trabajadora, la de
los técnicos (que, por ahora ―dice Marcuse― son los «niños mimados»
del sistema) y la oposición estudiantil, en la que habría que incluir a los drop‑outs
(estudiantes que no acaban la carrera y siguen vinculados a la
Universidad).
Marcuse cree ver una nueva conciencia, que se ha
despertado por la guerra del Vietnam, en la que, según él, «se ha puesto de
manifiesto que el cuerpo humano y la voluntad humana pueden tener en jaque con
armas mínimas al sistema de destrucción más eficaz de todos los tiempos. Y esto
es una novedad histórico‑universal» (p. 59).
La oposición intelectual, los hippies, etc., no
son los herederos de la función del proletariado en la teoría de Marx, sino
fuerzas que actúan en el sentido de preparar una posible crisis del sistema. La
necesidad de liberar la conciencia de la situación no‑libre de la
sociedad también ha de aplicarse al totalitarismo de la U. R. S. S., pero
―advierte Marcuse― siempre desde la izquierda, porque sigue
existiendo el peligro del fascismo.
En el coloquio subsiguiente se vuelve a insistir en
puntos mencionados de una u otra manera. Hay alguna pregunta que lleva a sus
últimas consecuencias los supuestos de Marcuse: no se puede argumentar con una
base humanitaria, si afirmamos que el terror mismo ha nacido del humanitarismo.
A lo que Marcuse responde que excluir los argumentos humanitarios supondría un
empobrecimiento desarmante ante los defensores de lo existente.
Surge también una cuestión que posteriormente fue
debatida numerosas veces en los medios de comunicación social: por lo visto, se
sabe lo que no se quiere, pero no se sabe lo que se quiere. ¿Con qué se
llenaría el vacío producido por la desintegración de las estructuras existentes?,
¿o se trata del placer de la destrucción? Según Marcuse, no se trata de lo
segundo, pero cree en el poder de lo negativo y en que siempre hay tiempo para
llegar a lo positivo.
Se insiste en la dificultad de mentalizar a las gentes
en la necesidad del cambio, pues, en países como Estados Unidos, una gran parte
de la población viene a afirmar: «sabemos, sin lugar a ninguna duda, que
estamos mejor aquí que los habitantes de la Unión Soviética o de cualquier otro
país socialista en su tierra» (p. 79).
Finalmente, Marcuse no cae en la trampa de negar el
Derecho Natural, aunque haya ido negando las consecuencias de este Derecho.
Diríamos que sustituye el Derecho Natural tal como se venía proponiendo por otro
Derecho Natural. Así puede pedir un «nuevo orden» en virtud de algo. En
efecto, ante un auditorio que niega ese supuesto derecho universal superior,
Marcuse lo defiende, se le dé o se le niegue el nombre, porque precisamente «lo
que nos justifica en nuestra resistencia al sistema es más que el interés
relativo de un grupo específico, es más que cualquier cosa que hayamos definido
nosotros mismos» (p. 90).
C. Moral y política en la sociedad opulenta.
Este fue el título, propuesto por Marcuse, para una
discusión moderada por Jacob Tauber en la que participaron, con el propio
Marcuse, el profesor Löwenthal, el profesor Schwam, el profesor Classens, Peter
Furth, Rudi Dutschke y Wolfgang Lefévre.
A lo largo de la discusión se producen alusiones,
ironías o etiquetaciones sin mayor importancia, puesto que hay una coincidencia
básica ―la consideración meramente sociológica del problema― en
todos los participantes.
Resume muy bien J. Tauber la caracterización de la
sociedad opulenta que hace Marcuse, la cual presenta, según hemos visto, la
posibilidad de una sociedad libre (frente a la no‑libre tradicional) que
aparece hoy en formas que muestran: 1, más ruptura que continuidad; 2, más
negación que positividad y reformismo; 3, más diferencia que progresividad.
Ante este supuesto, cree Tauber que se pueden plantear
las siguientes cuestiones:
1. ¿Acierta este análisis con la estructura de nuestra
sociedad?
2. ¿No se da en la sociedad el camino de la reforma, el
cual no suprime la continuidad, pero, de todos modos, tiende a la emancipación
humana?
3. La negación o recusación total, ¿no corre el peligro
de degradarse hasta dar en subcultura?
En cuanto al punto 1, el profesor Schwam afirma que
«desde la situación real existente en la sociedad industrial, no se puede
intentar una supresión del poder» (p. 115); de todos modos, no estaría lejos de
Marcuse, según el alcance que le pretenda dar a la afirmación de que «las
autoridades irracionales aún existentes han de convertirse en autoridades
funcionalmente vinculadas».
Para Löwenthal, «no hay duda de que el sistema reproduce
el dominio, pero, en cambio, no es un hecho probado la posibilidad de ausencia
de relaciones de dominio sobre la base de la tecnología actual» (p. 105). Sin
embargo, Marcuse piensa que cualquier continuismo es rechazable, puesto que «el
problema de la sociedad desarrollada del capitalismo tardío consiste
precisamente en que la opresión no es ilegal, o sea, no es antijurídica en el
sentido del derecho positivo; y, sin embargo, es una opresión contra la que
hemos de luchar» (p. 127).
Se defiende también Marcuse contra la falta de un plan
para la nueva sociedad que preconiza: «Si queremos construir un grupo de
viviendas donde había una cárcel, hace falta el proyecto del grupo de
viviendas, pero no el plano». Parece, no obstante, que es a la falta de claridad
del proyecto a lo que se refieren los contradictores de Marcuse.
Las vehementes intervenciones de Rudi Dutschke
quejándose de que se llama indiscriminadamente totalitarismo al soviético y a
los demás, así como a sus proyectos políticos inmediatos, tienen menor entidad.
La justificación patética de la oposición total a lo
establecido corre a cargo de Marguerita von Brentano, que cierra el coloquio
con la lectura de un texto de Brecht: «Dijo el Buda. Ardía la casa. Uno me
preguntó, cuando ya las llamas le chamuscaban las cejas, que cómo estaba fuera,
si por ventura no llovía ni hacía demasiado viento, y si había fuera otra casa,
y así algunas cosas más. Sin contestar, volví a salir» (Parábola del Buda de la
casa en llamas). En el coloquio, sin embargo, había algunos que ―en esta
sociedad de la abundancia― antes de enfrentarse con una pulmonía,
preferían la posibilidad técnica de apagar el fuego con un extintor.
D.Vietnam. El Tercer
Mundo y la oposición en la metrópolis.
Esta última parte contiene la discusión dirigida por
Klaus Meschkat y en la que intervinieron Rudi Dutschke, Peter Gáng, Herbert
Marcuse, René Mayorga y Bahman Niruman.
Se exponen aquí interpretaciones fundamentalmente
marxistas sobre el proceso que conduce a la guerra de Vietnam (Peter Gáng), la
situación revolucionaria de la América latina (René Mayorga), las relaciones de
las metrópolis con los países en subdesarrollo (Bahman Niruman) y unas palabras
de Marcuse acerca de cómo se incluye esta interpretación del Tercer Mundo en su
teoría
Es, sin duda, éste el apartado más coyuntural y me nos
interesante. En lo fundamental, las interpretaciones coinciden y son las
comúnmente conocidas y aceptadas por los ideólogos marxistas occidentales. De
todas formas, se insiste en datos que serían coherentes con las correcciones
propuestas en las anteriores intervenciones. Así, R. Dutschke subraya que «la
novedad consiste en que revolución y Partido Comunista han dejado de querer
decir lo mismo» (p. 173). También se abordan incidentalmente otros problemas, como
el de Oriente Próximo, en el que Marcuse, como judío, está afectivamente con
Israel.
En resumen, prescindiendo de las numerosas referencias a
hechos políticos más o menos incidentales, conviene a este texto, sobre todo,
la discusión a nivel de teoría, siendo la consideración de la sociedad actual
como sociedad en crisis un fenómeno bastante generalizado. Efectivamente, la
incidencia de la evolución técnica crea posibilidades nuevas hasta hace poco
impensables. Por ejemplo, como decíamos antes, todo el mundo está de acuerdo en
que, con la equitativa distribución de los alimentos que hay en el mundo, nadie
pasaría hambre y que esto es técnicamente posible.
Marcuse se enfrenta con esta situación desde la
aceptación básica de un materialismo ateo, tomando formulaciones sobre todo de
Marx y también de Freud. En este contexto, se entiende mejor su postura, siendo
justamente aquella aceptación básica la que habría que discutir en primer
lugar.
Cree ver Marcuse que la nueva sociedad posible irá más
allá de las previsiones de Marx y no se producirá por los cauces que él había
indicado (la integración del proletariado en el mundo capitalista sería la
falla fundamental de las previsiones marxianas); por otra parte, será una
sociedad en que no habrá necesidad de ninguna represión del puro instinto,
contra la opinión de Freud.
Pero para implantar una sociedad en que esto fuera
posible, lo primero que habría que hacer es lograr que todo el mundo se
convenciera de que es necesario y, tácticamente, piensa Marcuse, tal necesidad
no se debe proponer de frente, como oposición, sino subrepticiamente,
aprovechando los intersticios que deja abiertos la falta de coherencia del
mundo actual. No se trataría tanto de incidir en problemas económicos, como en
buscar una «nueva antropología» acorde con estos principios.
El problema fundamental, desde el punto de vista
táctico, radica en cómo garantizar a la sociedad que esta «nueva antropología»
debe ser impuesta, más allá de la razón de que una persona o un grupo lo quiera
así. ¿No supone esta imposición una violencia mayor que la que se quiere evitar
al enfrentarse con las manipulaciones de la sociedad de consumo? Marcuse tiene
que acudir a un derecho superior y objetivo, a un Derecho Natural a la
felicidad y a la paz, que se sitúa más allá de las apreciaciones subjetivas.
Que la felicidad y la paz son consecuencias de la
plenitud biológica se da, sin más ni más, por supuesto, en consonancia con la
aceptación global del materialismo de que se parte. Y ello, a pesar de que se
hayan impuesto correcciones ―para cohonestar teoría y realidad
histórica― a los supuestos de los dos teóricos del materialismo cuyas
ideas perviven en nuestro tiempo, Marx y Freud.
Ante las correcciones que, hemos visto, propone Marcuse
a la teoría marxista, cabría preguntarse si se ha producido alguna alteración
sustancial que haga a la filosofía marcusiana cualitativamente diferente de sus
fuentes explícitas.
Lejos de eso, sin embargo, H. Marcuse lo que intenta es
actualizar los supuestos marxistas, salvando los escollos que, en la
actualidad, presenta el no cumplimiento, de las predicciones de Marx (vid. Introducción
general, p. 34): en la sociedad occidental la industrialización no ha
traído de hecho la potenciación del antagonismo dialéctico propietario‑obrero,
sino que ha integrado en gran medida a estos segundos, que han mejorado
sensiblemente su nivel de vida.
Veamos cómo algunos de los principales puntos aquí
tratados corresponden totalmente con los de la filosofía marxista:
El concepto de libertad que aquí se maneja no
tiene en absoluto el sentido usual que se da a la palabra, sino, en todo caso,
el de la no represión de los instintos, única libertad posible si, en efecto,
el hombre no fuera más que un animal evolucionado.
Esa libertad sería fruto de una «nueva
antropología», en la que Marcuse insiste y que es evidentemente consecuencia de
una visión dialéctica (vid. Introducción general, p. 40), es
incompatible con el reconocimiento de una naturaleza humana universal del
hombre como ser espiritual y libre, esencialmente el mismo a lo largo de la
Historia. Para un marxista puede haber «nuevas» antropologías, porque el hombre
no es en su opinión siempre esencialmente el mismo, sino resultado de un
devenir (Cfr. Introducción general, p. 6).
Nada queda del Derecho Natural, aparte del nombre, en las logomaquias
marcusianas sobre este término al que previamente ha despojado de todas sus
consecuencias prácticas. Dentro de su sistema, tal afirmación es contradictoria
―como con razón le objetan sus interlocutores― y habremos de pensar
que no es sino una expresión más de su confesado «temperamento romántico».
Las críticas a la U.R.S.S. y el reconocimiento de que el
papel revolucionario no es asumido por gran parte del proletariado occidental
no cambia en absoluto la aceptación del mecanismo marxista de la lucha de
clases. Sólo que ahora los grupos portadores de la «verdad esencial» son como
hemos visto, otros (v. supra. p. 4).
El punto en que se aparta más radicalmente de Marx es el
referente a la Utopía. Parece que ve, en efecto, la fractura entre dialéctica e
historia que se da en Marx acerca de esta cuestión (vid. Introducción
general, p. 37), pero al decir que Marx «estaba demasiado atado a la idea
de continuum en el progreso (vid. supra, p. 3), no resuelve la aporía,
sino que introduce un elemento extraño y apriorístico en el sistema. ¿En virtud
de qué se da ese salto «fuera de la Historia»?
Es aquí donde conecta otro gran error que caracteriza
peculiarmente el pensamiento marcusiano en el ámbito marxista occidental: la
sociedad de la Utopía se definiría por el carácter de sus relaciones «estético‑eróticas».
Frente a la afirmación de Freud de que una cierta represión del instinto es
siempre necesaria, Marcuse nos profetiza la sociedad de la total gratuidad del
instinto.
Marcuse no sólo ignora ―como era previsible―
el misterio del pecado original, sino incluso sus tangibles consecuencias. Un
mundo totalmente sin problemas, un paraíso en esta tierra es un absurdo utópico
de una categoría no señalada en las dos posibilidades que indicó Marcuse. No lo
es porque se opongan a ella factores de una situación social, ni porque esté en
contradicción con leyes científicas comprobadas o comprobables, sino porque
contradice una experiencia inmediata: la de que el hombre es sujeto de
tendencias contradictorias no derivadas de realidades socio‑estructurales,
ni nunca radicalmente solucionadas por ellas.
La incompatibilidad de estos principios con la
revelación cristiana es declarada explícitamente por Marcuse, que afirma, como
hemos visto, que su nueva antropología es negación de la moral cristiana (vid.
supra, p. 4), y que nada hay tan indignante como el mandamiento cristiano de
amar a los enemigos (vid. supra, p. 6, e Introducción general, pp. 20‑21).
Finalmente resulta interesante su afirmación de
«practicar métodos heréticos» sin hacerlo de frente, sino aprovechando los
intersticios de lo existente (vid. supra, p. 5), como táctica explícitamente
preconizada. Tal vez esto explique en muchos casos la sistemática práctica de
la ambigüedad que algunos llevan a cabo en el seno de instituciones sanas hasta
ahora.
M.O.
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