MARCUSE, Herbert
(Título original: «Eros and Civilization. A
Philosophical Inquiry into Freud», The Bacon Press, Boston,
217 pp.)
Los textos que se citan son traducción, directa de la
versión italiana: Eros e civiltà. Ed. G. Einaudi, 1964; Intr. de Gíovanni Jervis.
INDICE
Introducción
PARTE PRIMERA: Bajo el dominio del principio de
la realidad.
I.La tendencia
escondida del psicoanálisis
II. Los orígenes del
individuo reprimido (ontogénesis)
III. El origen de la
civilización reprimida (filogénesis)
IV.La dialéctica de la civilización
V. Intermedio filosófico
PARTE SEGUNDA: Más allá
del principio de la realidad.
VI.Los límites históricos del principio de la realidad establecida
VII.Fantasía y utopía
VIII.Las imágenes de Orfeo y Narciso
IX.La dimensión estética
X. La transformación de la sexualidad en Eros
XI. Eros y Thanatos
Epílogo: Crítica del revisionismo neofreudiano
Las citas textuales entre comillas corresponden a
Marcuse las comillas simples intercaladas dentro de una cita textual
corresponden ―si no se advierte expresamente― a Freud; si las
comillas simples comprenden una sola palabra (por ejemplo, naturaleza , orden',
etc.) indican el carácter particular que Marcuse intenta dar a ese término. Los
subrayados dentro de una cita son de Marcuse.
Para evitar en lo posible interrumpir el hilo de la
exposición, se recogen en nota algunos comentarios que ayuden a comprender
mejor un texto, o que aclaren matices de cierta importancia.
Observaciones
preliminares.
Se trata de dar una visión rápida y panorámica de la
tesis de fondo que plantea Marcuse en este libro y que podría sintetizarse así:
propone una liberación total del hombre por un proceso de auto‑redención,
suprimiendo las barreras represivas de los instintos; todo ello se plantea como
meta posible, no utópica, de una civilización futura universal que suceda y
sustituya a la civilización tecnológica (fase actual de la evolución
histórica).
El punto de partida de su teoría comienza donde parecen
extinguirse dos corrientes que, en algunos aspectos, fluyen por cauces
distintos: freudismo por un lado y marxismo por otro. Comienza en ese punto
final, pero admitidos por el propio Marcuse los presupuestos filosóficos
esenciales que esas dos corrientes llevan consigo. En realidad no podría
afirmarse que Marcuse en este libro vaya más allá de la utopía final
preconizada por el marxismo, porque la meta a la que desea llegar es la
superación absoluta de todo antagonismo y determinación que limite al hombre:
alcanzar la total identidad del hombre consigo mismo y con la naturaleza.
Sin embargo, el camino que traza para lograr esa meta y
los elementos psicológico‑filosóficos (freudianos) de que se sirve, hacen
pensar legítimamente que la tesis presentada en Eros y civilización debería
ser también una crítica a la sociedad marxista en una fase intermedia (si ésta
se identifica y alcanza la negatividad de la sociedad tecnológica, que denuncia
Marcuse), y en su fase final si en ésta lo determinante y definitivo no fuese
―como propugna Marcuse― la plena libertad del Eros concebido como
«instinto de vida y de placer», como «el principio del ser» (p. 101), porque
«ser es esencialmente lucha por el placer. Esta lucha se convierte en una
'meta' de la existencia humana» (p. 101).
Un hito obligado hacia esa fase final «paradisíaca» lo
constituye la sociedad tecnológica que Marcuse trata de superar en los aspectos
que considera negativos, sirviéndose para ello de los conceptos y categorías de
Freud que son, en todo momento, el hilo conductor del libro. Puede afirmarse
que Marcuse va más allá de Freud, de la tesis final a que éste llegó en sus
últimos escritos: la correlación antagonista e irreversible, permanente, entre
civilización y represión.
Marcuse encontrará en los escritos freudianos un buen
arsenal de elementos adecuados para su propia teoría: en un marco radicalmente
inmanentista, como lo es la concepción freudiana del hombre, no tendrá más que
llevar a sus últimas consecuencias ―con los cambios y retoques
adecuados― esa concepción del Eros como lo original, lo primero, como
principio del ser.
El antagonismo señalado por Freud es, pues, punto de
partida y objeto de estudio en base a la misma teoría freudiana que, según
Marcuse, «ofrece argumentos para no aceptar su equiparación de civilización y
represión. Precisamente sobre el terreno de las conquistas teóricas freudianas,
se plantea de nuevo la discusión del problema» (Introd., p. 4).
Su deuda al pensamiento de Freud se deja sentir desde la
primera a la última página del libro, porque Marcuse es «del parecer que los
conceptos de Freud tienen implicaciones filosóficas y sociológicas» (p. 6), y
que su «teoría contiene implicaciones sobre la estructura de los modos
principales de ser: implicaciones ontológicas» (p. 87), extensibles a toda la
realidad (cfr. p. 101).
En el inicio mismo del libro manifiesta que se trata de
«un ensayo concebido como contributo a la filosofía del psicoanálisis, y
no al psicoanálisis mismo» (p. 6), convencido de la onmicomprensión de esa
filosofía porque «los conceptos psicoanalíticos,. como sublimación,
identificación e interiorización no tienen sólo un contenido psicológico, sino
también social: desemboca en un sistema de instituciones, leyes, acciones,
cosas y costumbres que salen al encuentro del individuo como entidades
objetivas» (p. 157).
Interesa reparar en un hecho importante: aunque Marcuse
no cita a Marx en ningún pasaje de su libro, esto no significa que las tesis
típicamente marxistas estén ausentes en esta obra. Muy al contrario, Marcuse
lleva a cabo la «síntesis» Marx-Freud precisamente en base a los presupuestos filosóficos
inmanentistas y a la visión radicalmente materialista del hombre que une a
ambos. La fuerte dependencia del materialismo marxista que denota Marcuse
encaja a la perfección con los presupuestos freudianos, que despojan al hombre
de toda trascendencia. A esto se añade el juego de la dialéctica
―esencial en Marx―, y presente igualmente en la concepción
freudiana del hombre, tanto en su singularidad, como en sus relaciones
sociales. La socialización del pensamiento de Freud ―con el consiguiente
juego dialéctico― no ha supuesto a Marcuse un particular esfuerzo
conciliador del par Freud‑Marx, porque los elementos materialistas y
dialécticos están presentes en ambos pensadores.
Parece que ―al modo marxista, y según sus
parámetros y método― Marcuse hace con Freud lo que Marx hizo con
Feuerbach: aceptar su reduccionismo materialista (en el caso de Freud, además,
reduccionismo erótico‑sensualista) y desde él recuperar la dialéctica
hegeliana (en el caso de Marcuse, además, la dialéctica materialista e histórica,
su dimensión social, etcétera). Marcuse desarrollará― en el plano del
reduccionismo freudiano― el origen y motor de la dialéctica marxista de
la conciencia sensible: el hombre «se hace» colectivamente siguiendo los
impulsos de aspiraciones instintivas‑satisfacción sensible; todo lo que
no se reduzca a eso carece de relieve en Eros y civilización.
Todo el planteamiento del ensayo remite de continuo a
las principales tesis freudianas y, muy en particular, a la noción de Eros (instinto
de vida y placer, siempre en la esfera sensitiva) que asume una posición
privilegiada y absoluta, por oposición a Logos, entendido como «razón que
ordena, clasifica y domina» (p. 90).
Una última observación, en este caso del propio Marcuse:
«los términos civilización y cultura se usan indistintamente con la
misma acepción con que los utiliza Freud en «El malestar de la civilización»
(p. 7).
1. La represión de
los instintos, obra de la civilización.
A lo largo de todos los primeros capítulos Marcuse deja
hablar continuamente a Freud, para mostrar cómo la realidad externa que
constituye para el Yo la ley suprema (principio de la realidad) ha impuesto al
hombre una dependencia y un dominio incompatibles con su libertad. Por eso, «la
historia del hombre es la historia de su represión. La cultura impone
constricciones no sólo a la existencia humana en la sociedad, sino también a su
existencia biológica... y a la misma estructura de los instintos» (p. 11). Constricciones
que son, sin embargo, condición preliminar del progreso porque «la civilización
comienza cuando se ha renunciado eficazmente al objetivo primario: a la
satisfacción integral de los deseos» (p. 11).
Conviene advertir, ya desde ahora, la concepción
dialéctica de la realidad que entrañan esas tesis: las realizaciones de la
civilización son presentadas como el resultado de una lucha de opuestos. Y
enseguida vemos aparecer una nueva tesis, en este caso de evolucionismo
materialista: la realidad externa ―prosigue Marcuse― configura la
naturaleza humana, ya que «los impulsos animales se convierten en instintos
humanos bajo la influencia de la realidad externa» (p. 11) que por lo que al
hombre se refiere «es un mundo histórico‑social» (p. 12), que «influye en
las estructuras psíquicas por medio de instituciones sociales específicas» (p.
29) y hace que «el hombre animal se haga un ser humano en virtud de una
transformación fundamental de su naturaleza» (p. 12). Este «salto» de
naturaleza viene postulado sin más, en virtud de un evolucionismo
materialista al que no es ajeno el componente dialéctico.
¿Qué cambios se operan en esa transformación?: los
relativos «a las metas de los instintos y a los 'valores' de éstos, es decir, a
los principios que gobiernan la consecución de esas metas instintivas» (p. 12).
En otros términos: la civilización hace que el principio del placer del que
depende directamente el Eros (que busca una satisfacción inmediata, y ausencia
de represión) sea subyugado y sofocado por el principio de la realidad (que
impone una satisfacción diferida del placer y una fatiga unida al trabajo,
imprescindible para subvenir a la producción de bienes necesarios a la vida).
También bajo el principio de la realidad, «el ser humano
desarrolla la función, de la razón: aprende a 'cribar' la realidad, a
distinguir entre bien y mal, verdadero y falso, útil y dañoso ... ; se hace sujeto
consciente y pensante, insertado en un sistema racional que le viene
impuesto desde lo exterior» (p. 13). Este explícito rechazo de lo exterior al
sujeto como algo que le impone límites, que lo determina, no puede hacerse si
no es tomando una posición inicial de autodeterminación a ultranza, de
absolutización del sujeto y, más concretamente, del principio del placer; por
eso, en el contexto freudiano, lo mismo que para Marcuse, los conceptos de bien
y mal, positivo y negativo, etc., adquieren significado en función del
principio del placer: es bueno o malo lo que produce o impide la satisfacción
del placer (entendido siempre en la esfera puramente sensitiva). Además,
como veremos en la Valoración crítica, esa función racional es curiosa y
gratuitamente hipostasiada con el principio del placer, como algo análogo a la
«unión de lo diverso» que realiza el Eros en la esfera sensual.
En ese sometimiento al principio de la realidad, se
alzan inexpugnables dos reductos del «aparato psíquico»: «la fantasía, que
permanece libre de ese dominio... y queda ligada al principio del placer» (p.
13), y «el subconsciente que custodia los objetivos de este derrotado
principio» (p. 14). Más adelante se advertirá la importancia de esos dos
reductos para la revolución sensual que pretende Marcuse.
El dominio, pues, del principio de la realidad
«constituye el gran episodio traumático del desarrollo del hombre, tanto por lo
que se refiere a la especie (filogénesis), como al individuo
(ontogénesis)» (p. 14). La represión, como «fenómeno histórico», se
repite continuamente y es impuesta «no por la naturaleza, sino por el hombre»
(p. 15), mediante un proceso que Freud explicará en base a su teoría de los
instintos, donde implícitamente se le reconoce al principio del placer el
derecho único a la existencia. He aquí el proceso: filogenéticamente el dominio
represivo «tuvo lugar por primera vez en la comunidad primitiva, cuando el primer
padre monopoliza poder y placer, obligando a los hijos a renunciar a ambas
cosas. Ontogenéticamente tiene lugar durante el período de la primera infancia
y la sumisión al principio de la realidad viene impuesta por los padres y
educadores» (p. 14). El mecanismo posterior en el plano filogenético es simple:
«al dominio del padre primitivo sigue ―después de la rebelión de los
hijos― el dominio de éstos; y el clan de los hermanos, desarrollándose,
se transforma en dominio social y político institucionalizado. Y el individuo
que crece en el ámbito de un sistema de este tipo siente las exigencias del
principio de la realidad, como exigencias de ley y orden, y las transmite a la
siguiente generación» (p. 14). Es lo instintivo, como puede advertirse, no la
persona, lo que adquiere ahí el privilegio de la libertad; para Freud y Marcuse
el individuo (no hablan propiamente de persona) será libre, si lo es el
principio del placer.
Esa represión externa se ve potenciada «por la represión
desde el interior mismo del hombre: el individuo falto de libertad, proyecta
―interiorizándolos en su aparato psíquico― los dominadores externos
y las imposiciones que implantan. La lucha contra la libertad se reproduce así
en la psique del hombre, como auto‑represión del individuo reprimido, y
la auto‑represión sostiene a su vez al dominador y a sus instituciones»
(p. 15). Ahí residiría la dinámica de la civilización. Como, por otra parte,
«la penuria enseña a los hombres que no es posible satisfacer libremente los
propios impulsos instintivos, que no es posible vivir bajo el principio del
placer» (p. 15), sino que es necesario trabajar para vencer aquella penuria y
en el trabajo las energías sexuales vienen desviadas de su objeto; concluye
Freud en la imposibilidad de una civilización no represiva de los instintos.
En síntesis: dos principios contrapuestos y antagonistas
El principio del placer, radicado en el subconsciente con su «impulso
hacia una satisfacción integral, con ausencia de deseo y represión. En cuanto
tal, en él son inmediatamente idénticos la necesidad (de satisfacer los
impulsos) y la libertad (de éstos)» (p. 16). Y, frente a él, el principio de
la realidad, con su organización histórico‑social específica que
daría como fruto una libertad derivada, incompleta y «adquirida con la renuncia
a la completa satisfacción de los deseos» (p. 16).
2. Origen de la
represión a nivel individual.
Dos temas principales vienen ahora analizados: la
estructura del «aparato psíquico», como dice Freud refiriéndose al hombre; y
las modificaciones de los instintos que se operan en el ámbito del trabajo.
«El aparato psíquico aparece como unión dinámica de
opuestos: de estructuras inconscientes y conscientes... ; de fuerzas heredadas
'fijadas constitutivamente', y de fuerzas adquiridas; de soma‑psique y de
realidad externa» (p. 19). Ese dualismo dinámico está centrado prevalentemente
sobre dos instintos: el instinto de vida o de placer (Eros) y el
instinto de muerte (Thanatos). En un principio los concibió Freud como
antagonistas, operando en el subconsciente; pero su tesis de la tendencia regresiva
o conservadora de toda la vida instintiva parece anular esa dualidad
antagonista. En otras palabras: la satisfacción completa del instinto de placer
tendería a reproducir un estado del organismo anterior a la vida misma (quietud
absoluta): «los procesos primarios del aparato psíquico, en su lucha para
obtener una satisfacción integral, parecen fatalmente ligados... a la
'aspiración más universal de toda la sustancia viviente, precisamente a la
tendencia a retornar a la quietud absoluta del mundo inorgánico'. Los instintos
caen así en la órbita de la muerte» (p. 22). Por eso, «el principio del placer
se presenta bajo la luz del principio del Nirvana, como una 'expresión' de este
principio» (p. 22).
En este punto, Marcuse parece advertir al lector que
contamos ya con una tesis nada despreciable que volverá a aparecer en el
momento oportuno (cap. XI), para salvar un fuerte escollo: el problema de la
muerte. «Si el principio del Nirvana es el fundamento del principio del placer,
entonces la necesidad de la muerte aparece con una luz completamente nueva...
El descenso hacia la muerte es una fuga inconsciente del dolor y del deseo» (p.
25).
¿Qué otros elementos existen en el aparato psíquico
freudiano? Esencialmente los tres «estratos» a los que su visión reduccionista
y simplificadora restringe la vida humana. «El Ello (Id), reino del
subconsciente, el más antiguo, vasto y fundamental..., libre de las formas y
principios que constituyen al individuo social consciente; el Ello no
conoce 'ni valores, ni bien o mal, ni moralidad'... ; no lucha por nada que no
sea la satisfacción de sus deseos instintivos, de acuerdo con el principio del
placer» (p. 25).
El Ello se desarrolla gradualmente bajo la
influencia del mundo externo (ambiente), hasta hacerse Yo, que emerge así como
«mediador entre el Ello y el mundo externo; se adapta a la realidad
externa y la modifica en función de los intereses del Ello. Viene a ser
como un protector de éste, del que depende esencialmente y que ha sido
producido por él» (p. 26).
Y, finalmente, el tercer «estrato»: el Super‑Yo
que «tiene su origen en el largo período de dependencia del niño respecto a
sus padres; esta influencia forma el núcleo esencial del Super‑Yo. Sucesivamente,
un cierto número de influencias sociales y culturales se incluyen en el Super‑Yo,
hasta que concentra en sí mismo la representación poderosa de la moralidad constituida...
Ahora, las 'restricciones externas' que primero fueron impuestas al individuo
por sus padres... vienen 'interiorizadas' en el Yo y se hacen su 'conciencia'»
(p. 27).
Para Freud es un hecho indiscutible que la civilización
ha progresado gracias al dominio organizado, en menoscabo de la libre
expansión de los instintos. Por eso «el desarrollo histórico asume la dignidad
y necesidad de un desarrollo biológico universal» (p. 29). Pero Marcuse, que no
puede aceptar una realidad histórica que no haya de ser superada, se apresura a
decir que Freud «no distingue adecuadamente las vicisitudes biológicas de los
instintos, de aquellas otras histórico-sociales» (p. 30); e introduce dos
conceptos clave para expresar los componentes histórico‑sociales específicos
(que han de ser superados), ajenos a las vicisitudes biológicas de la
represión de los instintos. Estos conceptos son:
«a) La represión adicional: constituye las
restricciones que el poder o dominio social ha hecho necesarias. Se distingue
de la represión fundamental, o de base, es decir, de las
'modificaciones' de los instintos estrictamente necesarias para que la raza
humana pueda perpetuarse en régimen de civilización.»
b) Principio de prestación: es la forma histórica
prevalente del principio de la realidad» (p. 30). Bajo el dominio del principio
de prestación, la sociedad se estratifica según las prestaciones económicas de
sus miembros (cfr. p. 37).
Las conclusiones parciales a las que Marcuse desea
llegar con esos conceptos son las siguientes: los varios modos de dominio
―sobre el hombre y la naturaleza― llevan a varias formas históricas
del principio de realidad, incorporadas en «un sistema de instituciones y
relaciones, leyes y valores de la sociedad que imponen la requerida
'modificación' de los instintos» (p. 31). Las instituciones históricas
específicas introducirían controles adicionales en los instintos, que es
preciso superar derrocando esas instituciones.
¿Cuáles son las modificaciones a que alude? Esencialmente,
la desviación de la energía instintiva de la sexualidad, reducida a la función
procreadora. Repetidas veces recordará Marcuse la conocida tesis freudiana de
que la sexualidad se ha restringido a lo genital y se ha canalizado en
«instituciones monogámicas» (p. 34) *.
También el trabajo «ha impuesto restricciones
universales a la libido... que ha sido desviada para consentir prestaciones
socialmente útiles» (p. 38). En esta desviación de la libido reside para
Marcuse el concepto de trabajo alienado: los elementos freudianos se
amalgaman y funden con tesis marxistas, bajo un nuevo enfoque: la sexualidad.
Es trabajo alienado porque «los hombres no viven su vida ... ; mientras
trabajan no satisfacen los propios deseos y facultades, sino que trabajan en un
estado de alienación» (p. 37). Los hombres «quedan reducidos a instrumentos de
trabajo alienado; como tales pueden funcionar sólo si renuncian a la libertad
de aquel sujeto-objeto de libido que es originalmente el organismo humano, y
desea seguir siendo» (p. 38).
Sobre el instinto de muerte, en cambio, la sociedad no
ha logrado un control tan fuerte como en el Eros, porque «la profundidad
en la que opera el instinto de muerte lo protege de una organización
sistemática análoga» (p. 42). Sin embargo, el entero progreso de la
civilización se ha hecho posible solamente por la transformación y utilización
del instinto de muerte... Los impulsos agresivos proveen continuamente de
energía para el dominio, modificación y explotamiento de la naturaleza en
provecho de la humanidad» (pp. 42‑43). En ese sentido, el instinto de
muerte o de destrucción se pone al servicio del Eros, pues al llevar al
hombre hacia «fases de civilización siempre más ricas» (ibíd.), facilita
mayor satisfacción al Eros.
Al mismo tiempo, sin embargo, el instinto de muerte se
muestra antagonista del Eros, porque al intervenir en la formación de la
conciencia moral, a través del Super‑Yo, reprime el principio del
placer radicado en el Ello, «dirigiendo una parte de los instintos destructivos
contra una parte de la personalidad... La destructividad cuando se interioriza
constituye además el núcleo moral de la personalidad madura» (p. 44). Todo en
el «aparato psíquico» surge, como es fácil deducir por las citas señaladas, de
lo que en el hombre hay de menos humano: la vida instintiva.
De ese modo, «la civilización se sumerge en una
dialéctica destructiva: las restricciones perpetuas impuestas al Eros acaban
debilitando los instintos de vida, y así refuerzan y liberan las fuerzas mismas
que esas restricciones tratan de combatir: las fuerzas de destrucción» (p. 37).
Veamos cómo Marcuse razona apuntando una posible solución:
«Si, según Freud, la sexualidad tiene un aspecto
explosivo disgregador de la sociedad que llevaría a consecuencias funestas si
no es controlada, ¿cómo puede justificarse entonces la definición freudiana de
Eros, como esfuerzo para 'combinar sustancias orgánicas en unidades siempre
mayores?... ¿Cómo puede ser la sexualidad el probable 'sustituto' del Instinto
que empuja a la perfección', de la fuerza que 'aúna todo lo que existe en el
mundo'?» (p. 35). Recordando el aspecto «constructivo» que también tiene el
Eros en la teoría freudiana, he aquí una de las ideas claves de Marcuse:
«Contra la noción freudiana del inevitable conflicto 'biológico' entre el
principio del placer y el principio de la realidad, entre sexualidad y
civilización, habla la idea del poder unificador y portador de satisfacción del
Eros, encadenado y deteriorado en una civilización enferma. Esta idea implica
que el Eros libre no obstaculiza relaciones civilizadas permanentes en la
sociedad, sino que rechaza sólo la organización hiper‑represiva... en una
sociedad dominada por un principio que es la negación del principio del placer»
(p. 36) *.
3. Los orígenes
de la civilización represiva.
Este capítulo está informado por otra tesis freudiana
fundamental: el individuo no es propiamente dueño de sus actos. Es obvio que el
condicionamiento esencial de lo instintivo en la conducta humana no
permite otra conclusión, aunque Freud no la formule con esa precisión. Pero
ahora nos va a decir algo que lo confirma plenamente: el determinismo tremendo
―anulador de la libertad― introducido en el «aparato psíquico» lo
ve como el resultado de experiencias de la especie; el individuo queda
como anulado y subsumido por esas experiencias, sin una libertad propia.
En lugar de explicar lo que en el comportamiento humano
hay de universal, atendiendo a la naturaleza común que los hombres
tienen, tratará de hacerlo recurriendo a experiencias «arcaicas», siempre
relacionadas con la satisfacción instintiva sexual. Para Marcuse, la represión
que acontece, como hemos visto, a nivel individual, no es sino un fiel reflejo
de lo ocurrido en la especie humana: «Las experiencias singulares son en
realidad condicionadas por las de la especie y, en sus líneas esenciales,
coinciden unas y otras» (p. 46); «la psicología descubre que... el individuo
vive el destino universal de la humanidad» (p. 48); «la civilización continúa
estando determinada por su herencia arcaica» (p. 47); «incluso antes
de que el Yo exista, ya están determinadas las sucesivas líneas de
desarrollo, sus tendencias y sus reacciones» (p. 49). Cuando la libertad queda
reducida, como en Marcuse, a la libertad del Eros, el gran «pecado» será lo que
se oponga a ella: el dominio del hombre por el hombre, tal como lo describe
Freud en su curiosa interpretación de la prehistoria de la humanidad, ligada
siempre a su teoría de los instintos.
El origen del hombre, la existencia de la culpa original
y el verdadero sentido del pecado desaparecen en su auténtica realidad, si nos
atenemos a la teoría freudiana del «padre primitivo». Marcuse la aprueba
complacido porque «no lleva a la imagen de un paraíso que el hombre ha perdido
después de su pecado contra Dios, sino al dominio del hombre por parte del
hombre, instituido por un padre‑déspota terreno, y perpetuado por la
rebelión incompleta o fallida contra él. El 'pecado original' ha sido un pecado
contra el hombre y no ha sido propiamente un pecado porque se cometió contra un
hombre, él mismo culpable» (p. 49).
El sentido de culpa ―Marcuse no habla, obviamente,
de pecado― se produciría por la destrucción del «orden que ha conservado
la vida del grupo. Los rebeldes han cometido un crimen contra el conjunto y
también, por tanto, contra ellos mismos... y deben arrepentirse. Pero los hijos
tienen los mismos deseos del padre: ansían una satisfacción duradera de sus
deseos (placer). Y pueden alcanzar este objetivo sólo repitiendo, aunque en una
forma nueva, el orden del dominio que había controlado el placer y, de este
modo, había conservado el grupo. El proceso del dominio que pasa así de uno a
muchos... hace que la represión venga autoimpuesta en el mismo grupo dominante:
todos sus miembros deben observar los tabús, si quieren conservar el poder.
Ahora la represión permea la vida de los mismos opresores, y una parte de su
energía instintiva se hace disponible para ser sublimada en 'trabajo'» (p. 53).
Como Marcuse no concibe más libertad que la derivada de
la satisfacción del Eros, entonces el sentido de culpa, «la angustia, permanece
porque el crimen contra el principio del placer no ha sido redimido. Existe la
culpa por una acción que no ha sido realizada: la liberación» (p. 56); es
decir, la rebelión de los hijos ―de la teoría freudiana― no ha
conseguido el objetivo que pretendía. Es fácil deducir la consecuencia que
extraerá Marcuse: lucha contra todo orden establecido que impida la absoluta
liberación del Eros *.
Paulatinamente va apareciendo una idea clave: al
concebir la libertad y el ser en términos de Eros, la ansiada unificación de
hombre y naturaleza (sujeto‑objeto) se alcanzará cuando suprimido el
dominio y el trabajo alienado (antagonistas del placer), el Eros vuelva a unir
toda la realidad: a los individuos entre sí y éstos con la naturaleza.
4. La dialéctica de
la civilización.
La hipótesis apuntada por Freud de que la civilización
tiende a desintegrarse, no es compartida por Marcuse. Para Freud, si la cultura
exige una sublimación continua de la sexualidad, entonces «debilita al Eros,
constructor de la cultura» (p. 68); y si «la desexualización... desata los
impulsos destructores», entonces, a medida que las prohibiciones e inhibiciones
se difunden, «la civilización..., desarrollándose bajo renuncias progresivas,
tiende a la destrucción» (p. 68). ―Para Marcuse no hay tal, porque opina
―y no faltan afirmaciones de Freud que le den pie a ello― que los
impulsos destructores, ligados al instinto de muerte, también son sublimados,
pues «el trabajo... es en buena medida utilización social de esos
impulsos y, en tal sentido, es trabajo al servicio del Eros» (p. 68).
De ese modo habría una especie de compensación de
fuerzas que aboca, según Marcuse, a una cierta parálisis; es lo que sucedería
en la civilización tecnológica donde «la dinámica original de los instintos se
hace estática: las correlaciones del Yo, Super‑Yo y Ello
se congelan en reacciones automáticas... La conciencia, que soporta cada
vez menos el peso de la autonomía, tiende a reducirse a la función de regular
la coordinación del individuo con el conjunto» (pp. 83‑84). Por este
motivo, Marcuse va a descargar sus críticas contra esa civilización; lo ha
hecho ex profeso en otra de sus obras: El hombre unidimensional. En
Eros y civilización se limita a unas breves pinceladas.
Conviene advertir que en un contexto filosófico
inmanentista, como es el de Marcuse, no hay propiamente un Ser primero, un
principio trascendente, en orden al cual quepa guiar esa crítica; o, más
exactamente, dado que concibe el Eros como «mediador» universal para la
«verdadera» realización del hombre consigo mismo y con la naturaleza, ése ha de
ser el punto de referencia que mueve su crítica; y no, en cambio, los conceptos
de bien y mal alcanzados por una metafísica de la trascendencia, por la
metafísica del ser, que remiten a un Ser primero, principio de todo cuanto es.
Sería ingenuo, por eso, aceptar, sin más, la crítica de Marcuse a la sociedad
tecnológica, que promueve con un lenguaje vivo, capaz de arrastrar a quien no
tuviese en cuenta el contexto filosófico en que está apoyada.
Así, por ejemplo, denuncia «la manipulación de la
conciencia que... dejada libre podría reconocer la existencia de la represión,
en la aumentada y mejorada satisfacción de los deseos» (p. 76), es decir, en
las múltiples posibilidades de placer controlado que permite esa
sociedad tecnológica. Denuncia el «triunfo de las ideologías antiintelectuales»
(p. 77) que actuarían como una especie de anestésico frente a la «libertad»
(del Eros, por supuesto). Denuncia la supresión de la responsabilidad personal,
aunque, en un contexto marxista, esa expresión es más literaria que real; pero esto
no le impide a Marcuse proclamarse defensor de la «autonomía» personal,
criticando esa sociedad en la que «el valor social del individuo se mide en
términos de capacidades standard o de cualidades de adaptación, más que
en base a la facultad de autonomía de juicio y de responsabilidad personal» (p.
78).
Pero, obviamente, no puede condenar todos los aspectos
de la sociedad tecnológica: la fase histórica que ésta representa tiene su lado
positivo; por eso, deja constancia de que en tal sociedad «lo regresivo no es
la mecanización, ni la estandarización, sino su poder limitante; no la
coordinación universal, sino su enmascaramiento bajo falsas libertades... y
falsas individualidades» (p. 81). Todo eso lo necesita Marcuse para su
civilización del Eros: «los aspectos positivos de la alienación progresiva
abren nuevos horizontes» (p. 85); son los horizontes de una nueva vida, de un
nuevo modo de ser, en el que las energías instintivas humanas no se consuman en
trabajo: «la eliminación de las potencialidades humanas del mundo del trabajo
(alienado) crea las condiciones preliminares para la eliminación del trabajo en
el mundo de las potencialidades humanas» (p. 85).
5. Hacia una superación
inmanentista de la finitud («Intermedio filosófico»).
La negación de toda trascendencia que no tenga al hombre
y sólo al hombre por autor (en base al Eros) se va a manifestar ahora con más
claridad. Quizás Freud se hubiese sorprendido al ver colocados sus principios e
hipótesis psicoanalíticas a la altura de las grandes construcciones filosóficas
de occidente; esto es lo que pretende ahora Marcuse.
En el ámbito de un evolucionismo dialéctico
materialista, ligado a Freud, la teoría de éste, dirá Marcuse, «contiene
implicaciones ontológicas», extensibles a toda la realidad, porque «los
instintos primarios pertenecen a la vida y a la muerte, es decir, a la materia
orgánica como tal. Y esos instintos enlazan la materia orgánica tanto a su
propio origen inorgánico, como a sus manifestaciones psíquicas más elevadas»
(pp. 86‑87). Así, «el instinto de muerte afirma el principio del no‑ser
(la negación del ser), contra el Eros (principio del ser). La fusión
omnipresente de esos dos principios en la concepción freudiana corresponde a la
fusión metafísica tradicional de ser y no-ser» (pp. 100‑101).
La multiplicidad y dualidad sujeto‑objeto es, en
toda concepción dialéctica de la realidad, antagonista y contradictoria;
Marcuse, como se ha visto, tratará de superarla por mediación del Eros. ¿Cómo
lo han intentado otros filósofos? Sin aludir para nada a la metafísica del ser,
excluyendo así todo intento de arribar a Dios, contrapone Marcuse el Logos como
razón dominadora y el Logos del placer, el Logos de la alienación
(represivo) y el Logos de la satisfacción. La conciliación entre ellos
se revelaría según la filosofía occidental «en la última unidad de sujeto y
objeto: en la idea del 'ser en sí mismo y por sí mismo', de existir en el
propio cumplimiento» (pp. 90-91).
El esfuerzo por armonizar esos contrarios, en
Aristóteles, Hegel y Nietzsche, es visto así por Marcuse: el intento de
conciliación «encuentra su formulación clásica en la jerarquía aristotélica de
los modos de ser que culmina en el nous theos: su existencia no está
determinada y limitada por nada que no sea ella misma, y es enteramente ella
misma bajo toda condición» (p. 91). La línea ascendente del devenir «se curva
en el círculo que se mueve en sí mismo; pasado, presente y futuro se cierran en
ese anillo» (p. 91). Sabido es que Aristóteles desconoció el concepto de
creación, que hubiese iluminado su especulación metafísica; pero ésta, ya de
por sí valiosa, y en estrecho nexo con el realismo filosófico, no debe
descartarse como errónea, aunque se muestre insuficiente. Marcuse, que pasa por
alto esta observación, no carece de sentido crítico cuando, desde su punto de
vista, afirma que «el nous theos aristotélico es por así decir una parte
del universo, no su creador, ni su señor, ni su redentor, sino un modo de
ser en el que toda potencialidad es actualidad, en el que el 'proyecto' del ser
ha sido cumplido» (p. 91).
Para Hegel, «el círculo comprende el todo: toda
alienación es justificada y, a la vez, cancelada, en el anillo universal de
razón que es el mundo» (p. 91). Tampoco Marcuse puede aceptar la reconciliación
sujeto‑objeto desde el enfoque idealista de Hegel, para quien «el
verdadero modo de libertad no es la actividad incesante de la conquista, sino
el aquietarse en el conocimiento transparente y en la satisfacción del ser» (p.
93). En consecuencia, «la liberación es un acontecimiento espiritual. La
dialéctica de Hegel permanece en el marco impuesto por el principio de la
realidad establecida» (p. 95). Marcuse no perdona a Hegel ―como tampoco
se lo perdonó Marx― que haga del hombre un puro ser racional, reduciendo
la esencia humana a mera racionalidad.
Finalmente, Nietzsche cuya filosofía elogia Marcuse
porque «supera la tradición ontológica» (p. 96) y culmina también «en la
visión del círculo cerrado», pero con una notable diferencia respecto a
Aristóteles y Hegel: «no, progreso sino eterno retorno de lo finito»; círculo
«como símbolo del Ser fin a sí mismo, pero no reservado al nous theos aristotélico,
ni idéntico a la Idea absoluta de Hegel, sino considerado el eterno retorno de
lo finito exactamente como es: en su plena concreción y conclusividad» (pp. 98‑99).
Y aquí aparece de nuevo el enlace con el pensamiento de Freud: la concreción y
conclusividad, la plenitud conciliadora del universo, de los antagonismos, «es
la afirmación total de los instintos vitales, que repudia toda fuga y toda
negación. El eterno retorno es la voluntad y la visión de una posición erótica
hacia la existencia, en la que necesidad y realización coinciden» (p. 99).
Excluida toda realidad dada, que implique un ser
independiente del sujeto y que no se agote en puro devenir, se exaspera la
ansiada reconciliación a través de un activismo del Eros, de los instintos de
vida y de placer. A esa pobreza inhumana deberá reducirse el hombre si desea
«recuperarse» a sí mismo, y de ese modo «trascenderse»; el afán de eternidad se
reclama para esta tierra, porque «la tiranía del devenir sobre el ser ha de
romperse si el hombre quiere alcanzarse a sí mismo en un mundo verdaderamente
suyo. El hombre llega a ser él mismo solamente después de conquistada la
trascendencia: cuando la eternidad se ha hecho presente aquí y ahora» (p. 98).
De nuevo, aparece el rechazo de toda realidad trascendente al margen de la
actividad humana; de toda conciencia puesta «en relación con una 'culpa contra
Dios'», con una «culpa trascendente en la que la rebelión se hace pecado
original, desobediencia a Dios» (p. 97).
Para Marcuse, pues, el intento que anima a la filosofía
occidental no es otro que «la redención del Yo: es decir, del aplacarse de toda
trascendencia en un modo de ser que haya absorbido todo devenir, que esté
presente por sí mismo y consigo mismo en toda alteridad» (p. 106). Conviene
observar que aquí se está apuntando una tesis típica del materialismo
dialéctico que incluye, como presupuesto inicial, la esencial o constituyente
historicidad de todo lo real, con la insaciable tendencia a superar la
singularidad de sujeto y objeto; Marcuse piensa lograrlo mediante la actividad
del Eros, de los instintos de vida y de placer.
6. Hipótesis de un
nuevo principio de la realidad (cap. VI)
¿Cabe realmente avanzar esa hipótesis: una nueva
civilización en la que la auto‑redención del Yo no sea una utopía?
Para Freud la respuesta es una rotunda negativa, porque
la naturaleza de los instintos es idéntica con su carácter histórico; en otras
palabras: si a lo que Marcuse ha llamado principio de prestación (histórico) se
le confiere un carácter relativo ―como hace el propio Marcuse―,
entonces la concepción fundamental de la dinámica freudiana de los instintos
cae por tierra. Freud no puede admitir esa relatividad porque «considera el
carácter histórico de los instintos como idéntico con su 'naturaleza'» (p.
106); no cabe, entonces, superar el componente histórico porque esto
equivaldría a destruir la naturaleza misma de los instintos y toda la construcción
freudiana. En consecuencia, «si la sexualidad es en su misma esencia antisocial
y asocial... entonces la idea de un principio de la realidad no represivo es
sólo una vana especulación» (p. 106).
¿Qué hace Marcuse para salvar su fidelidad a Freud
―conservando en la naturaleza de los instintos una sustancia
histórica― y, al mismo tiempo, superar la forma histórica del principio
de prestación? Posiblemente Freud no se planteó su teoría de los instintos con
los presupuestos filosóficos con que lo hace Marcuse; pero éste, que juega con
el presupuesto típicamente marxista de que la relación dialéctica del hombre
con la naturaleza hace que el hombre sea un ser histórico, no tendrá dificultad
para desembarazarse del problema planteado. En otros términos: Marcuse va a
hacer una distinción entre la historia (relaciones de unos hombres con otros,
en las .que puede darse el dominio, la represión «adicional», etc.) y la
Historia, que comprende, además, la relación del hombre con la naturaleza.
La dificultad viene entonces «resuelta» diferenciando en
lo constitutivo de los instintos una represión exógena, surgida en
condiciones históricas específicas (relativas y transitorias), que
correspondería a la «represión adicional» de los instintos y habría surgido en
el plano sociológico; y otra represión permanente, «filogenético‑biológica,
donde el animal hombre se desarrolla en la lucha contra la naturaleza» (p. 108)
y que es «causada por un factor (suceso) geológico‑biológico» (p., 112)
relativo a la historia geológica del animal hombre (cfr. p. 110).Esa distinción
«se realiza, sin embargo, dentro de la estructura misma de la Historia
que se presenta como estratificada n esos dos planos» (pp. 107‑108).
Lo que sucedió a Freud, dirá Marcuse, fue considerar la
penuria y el dominio como elementos permanentes y, por tanto, inseparables del
principio de la realidad constituida y de la necesaria represión impuesta a los
instintos. Ahora, en cambio, todo parece «aclarado»: ocurre que «los dos
factores ―el biológico‑filogenético y el sociológico― se han
fusionado en la historia de la civilización que conocemos. Pero su unión se ha
hecho 'antinatura’ desde hace tiempo, y así también la 4 modificación'
represiva del principio del placer, por parte del principio de la realidad» (p.
108).
Además, avanza Marcuse la hipótesis de considerar la
posible abolición de la represión de los instintos, «incluso quizá su necesidad
histórica, si la civilización debe progresar hacia una fase más alta de
libertad» (p. 109). Tal vez pretende referirse con ello a un futuro estado
ideal en el que la unión de hombre y naturaleza no precisara siquiera la
mediación de lo instintivo.
En resumen: con la diferenciación entre historia e
Historia, se encuentra Marcuse dispuesto a superar el principio de la realidad
constituida, sin que por ello ―piensa él― se haga traición a Freud,
pues los instintos seguirán siendo modificados por influencias biológico‑geológicas,
«porque el nacimiento de la vida continúa siendo un trauma» (p. 113). La
hipótesis de un nuevo principio de la realidad no represivo parece entonces
viable. ¿Qué fuerzas psíquicas pueden guiar su desarrollo? Las que, según
Freud, siguieron siendo libres frente al principio de la realidad constituida y
llevan «esta libertad al mundo de la conciencia madura: la imaginación y la
fantasía» (p. 113).
7. La fantasía como
factor de libertad.
La imaginación y la fantasía ocupan un lugar
privilegiado en la ansiada unificación de hombre y naturaleza. Escindido «el
proceso psíquico que antes estaba unificado en el Yo del placer» (p. 114), un
sector de esa disgregación se dirige y adecua al principio de la realidad
establecida: es la razón, entendida no como intelecto, sino como
«aquella parte de la mente que ha caído bajo el control del principio de la
realidad, e incluye la parte organizada de las facultades 'vegetativas',
'sensitivas' y 'apetitivas'... y que establece los objetivos, las normas, los
valores del Yo » (p. 115).
El otro sector, que permanece libre de ese control,
corresponde a la fantasía (imaginación). Es ésta la que «conserva la 'memoria'
del pasado subhistórico, cuando la vida del individuo era la vida de la
especie, la imagen de la unidad inmediata entre el universal y el particular
bajo el dominio del principio del placer» (p. 116). En realidad, ésa es la meta
de todo marxismo consecuente, expresada ―si se quiere― en clave
freudiana: la satisfacción sensible mediándolo todo y ligando a los hombres
entre sí y a éstos con la naturaleza: es la unidad de la materia universal, sin
resquicios que escapen al principio del placer y, propiamente, sin espacio para
el ser singular y personal del hombre.
Como prueba del valor de verdad de la fantasía, aduce
Marcuse un ejemplo en clave inmanentista: lo que sucede en la expresión
artística. «Las verdades de la imaginación se realizan por primera vez cuando
la fantasía misma toma forma, cuando crea un universo de percepción y
comprensión, un universo subjetivo y al mismo tiempo objetivo» (p. 117).
Implícitamente nos está diciendo Marcuse que la verdad se crea como
producto de la acción humana (de la fantasía en este caso); ya no es la
adecuación del intelecto al ser (supondría un sometimiento a la realidad dada),
sino del ser (devenir) al intelecto; el hombre «crea» la verdad cuando pone
algo fuera de sí que le pertenece por entero.
Tratando de hacer realidad el contenido fundamentalmente
erótico, que para Marcuse tiene la fantasía, intentará proyectarlo hacia la
vida, hacia el futuro, para la construcción de una «'realidad erótica' donde
los instintos de vida encontraran paz en una realización no represiva» (p.
118). También en este punto se aparta Marcuse de Freud, para quien la fantasía
y la memoria evocan solamente un pasado lejano, sin fuerza alguna respecto a un
futuro inconquistado.
La realización en el mundo objetivo de los contenidos de
la fantasía ―íntimamente ligados al principio del placer― lograrían
la ansiada unidad de hombre y naturaleza. Precisamente la alienación procedería
―para Marcuse de la ausencia de esos contenidos en la acción (trabajo)
transformadora de la naturaleza: esto es el trabajo alienado; por eso,
propugnará, como veremos, un trabajo, una acción transformadora en la que el
todo de la acción se reduzca al libre juego de impulsos instintivos de
placer; satisfacción sensible y acción se funden: la alienación del trabajo
queda superada. Por utópico que esto aparezca a una común inteligencia, esa es
la conclusión final a la que se llega en Eros y civilización. Y «el
protagonista de este acontecimiento no sena ya el hombre‑animal
histórico, sino el sujeto racional consciente que ha dominado y se ha
posesionado del mundo objetivo, y ha hecho de él el escenario de su
realización» (p. 122).
Marcuse hace suyo el concepto de civilización dado por Baudelaire: «'La vraie civilization... n'est pas dans le gaz, ni dans 1a vapeur, ni dans les tables tournantes. Elle est dans la diminution des traces du péche'originel´; ésta es la definición del progreso más allá del dominio del principio de prestación»(p. 124). Pueden interpretarse esas palabras ―sin forzar, estimamos, el pensamiento de Marcuse― en el sentido de que la verdadera civilización, tal como él la concibe, excluye necesariamente todo cuanto marca un límite al hombre, que le impediría salir de la alienación; por eso, hay que disminuir o borrar las huellas del pecado original (de cualquier modo que se le entienda: en su verdadera realidad de rebelión y ofensa a Dios, o incluso en el sentido «naturalista» como ya vimos que señalaba Marcuse); porque admitir el pecado implica reconocer una dependencia radical en el hombre y que éste no lo es todo.
8. La civilización sensual (Las imágenes de Orfeo y Narciso).
Dos son las imágenes que reflejan, para Marcuse, esa
civilización futura «liberadora» en la que el hombre alcanzaría, al 'fin, su
verdadero ser. Son figuras mitológicas: Orfeo y Narciso, consideradas como «arquetipos
de la imaginación y símbolos de la receptividad creadora... que miran a la
realización del hombre y de la naturaleza no por medio del dominio y la
explotación, sino mediante la liberación de fuerzas de la libido, interiores»
(pp. 140‑141).
Cada vez con más vigor, vamos a ver la afirmación del
ser en términos de Eros; este capítulo del libro refleja la tesis de fondo
marcusiana:, la acción humana en base a los impulsos vitales del principio del
placer, es lo que verdaderamente libera y une a los hombres entre sí, e
inseparablemente libera y transforma la naturaleza; no cabe separación alguna
en esa transformación, porque, en tal caso, si la naturaleza permaneciese al
margen, la alienación no sería superada; la lógica interna que sigue Marcuse no
puede desembocar en otra conclusión distinta de la señalada.
Por eso se comprende que, desde su punto de vista, las
imágenes de Orfeo y Narciso sean «exponentes de... la liberación del tiempo,
que une el hombre al dios, el hombre a la naturaleza» y «reevocan la
experiencia de un mundo.. * liberado: una libertad que desatará los frenos a
las fuerzas del Eros, que ahora están ligadas en las formas reprimidas y
petrificadas del hombre y de la naturaleza» (p. 130). En unas . En unas
imágenes recogidas de P. Valéry en Le traté du Narcise, expresa Marcuse
el sueño de plenitud y de endiosamiento realizado con las solas fuerzas
humanas: «cuando Narciso inclinado sobre el río del tiempo pretende aferrar su
propia belleza y sueña en el paraíso... En el río del tiempo todas las formas
pasan y fluyen... Quiere detener el tiempo en un eterno presente ... » (p.
130).
Basta pensar en esas dos imágenes, señala Marcuse, «para
delimitar la dimensión de la que derivan: la redención del placer, la detención
del tiempo, la absorción de la muerte...: el principio del Nirvana, no como
muerte, sino como vida. Baudelaire da la imagen de ese mundo en dos versos: 'Lá,
tout n'est qu'ordre et beauté, / Luxe, calme, et volupté'» (p. 132). Encontramos aquí el
término orden y es significativo el comentario de Marcuse: «este es tal
vez el único contexto (los versos de Baudelaire) en el que la palabra orden pierde
su carácter represivo: aquí es el orden de la satisfacción que crea el Eros
libre. La permanencia triunfa sobre la fugacidad; pero se trata de una
presencia que respira en su propia plenitud: una productividad que es
sensualidad, juego y canto» (p. 132)
El orden, en la filosofía del ser, importa prioridad y
posterioridad con relación a un principio; y quien es Primer principio y causa
del ser (Dios), lo es también del orden que encontramos en la creación. El
orden debe estar presente en cualquier filosofía que aspire a un mínimo de
rigor en su conocimiento de la realidad. Marcuse no puede ser más claro en este
punto: la civilización que él propugna tiene un orden: el «de la satisfacción
que crea el Eros libre». Así se pone en guardia contra la objeción que podrían
hacerle y que se plantea él mismo: «si el hombre se libera de toda constricción
impuesta por el principio de la realidad establecida, entonces viviría sin
trabajo y sin orden; recaería en el estado de naturaleza, y esto destruiría la
cultura» (p. 140).
Naturalmente, Marcuse no pretende la recaída en la barbarie,
aunque mucho habría que temerlo, si sus tesis cobraran vida a escala mundial.
Justo es reconocer, de otra parte, que a su pensamiento no le falta una cierta
coherencia interna; y, en su afán de mostrar una visión «válida» de la realidad
que no quede en mera elucubración, se irá planteando cuestiones como el orden,
la autoridad, ley, etc., imposibles de resolver satisfactoriamente desde la
posición filosófica que adopta como base de su especulación.
Aquí nos adelanta ya un orden que crea el Eros libre, en
base a la satisfacción que, en el libre ejercicio de los instintos vitales,
invade al hombre, transformándolo y transformando su misma relación con la
naturaleza al hacerla ser (y, por tanto, también al hombre), ella misma (y él
mismo). En otras palabras: Marcuse está expresando ―en las citas que
enseguida veremos― una tesis marxista ya señalada: que no hay realidad
alguna al margen del hombre y que no hay «verdadera» realidad sino en la medida
en que el hombre se hace uno consigo mismo y con la naturaleza. Pero, en lugar
de ser el trabajo el mediador de la relación dialéctica hombre‑naturaleza,
como sucede en Marx, es el Eros quien ocupa el lugar del trabajo en la
mediación dialéctica y autotransformadora. Por eso Marcuse entiende el trabajo
como juego, como libre expansión de las facultades instintivas humanas.
El hombre se hace libre «cuando deseos y necesidades pueden satisfacerse sin
trabajo alienado. Entonces el hombre es libre de 'jugar' con sus facultades y
potencialidades y con las de la naturaleza, y sólo 'jugando' con ellas es
libre» (p. 150).
Así se explica que Marcuse piense que «el contenido
representativo de las imágenes órficas y narcisistas sea la reconciliación
(unión) erótica del hombre y de la naturaleza en el comportamiento estético,
donde el orden es belleza, y el trabajo es juego» (p. 141). Volveremos sobre
este aspecto; veamos ahora cómo expresa Marcuse la reconciliación de hombre y
naturaleza mediante la acción del Eros: «El Eros órfico y narcisista despierta
y libera potencialidades que son reales en objetos animados e inanimados, en la
naturaleza orgánica e inorgánica; reales pero suprimidas, en una realidad no‑erótiea.
Estas potencialidades circunscriben el telos inherente en ellas como 'no
ser otra cosa que lo que son', 'ser ellas mismas', existir» (p. 133). La
verdadera realidad, pues, aparece en dependencia de la acción del Eros; todo
―hombre y naturaleza― se hacen uno y se hacen reales por mediación
del Eros; «en el Eros órfico y narcisista... los objetos de la naturaleza se
hacen libres de ser aquello que son. Pero para poder ser aquello que son, deben
depender del comportamiento erótico: solamente así reciben su telos» (p.
133). Por tanto, la consecuencia es evidente: no hay más realidad que la creada
por el hombre; y no será verdadera realidad si la acción humana que la crea no
está saturada de actitud erótica en la relación sujeto‑objeto, hombre‑naturaleza,
que son reconciliados y hechos uno.
El paso siguiente de Marcuse será tratar de la dimensión
estética porque es en ella «en la que hay que buscar y comprobar el principio
de la realidad, correspondiente a las imágenes de Orfeo y Narciso» (p. 137).
9. La dimensión
estética,
Idea central de este capítulo es presentar la estética
como ciencia de la sensualidad: recabar unos principios «válidos» que
fundamenten y aúnen el paso de los contenidos de la imaginación estética para
hacerlos realidad en el mundo objetivo. En otros términos: desde un
planteamiento semejante al de la estética kantiana, Marcuse tratará de hacer
realidad los contenidos de la imaginación (esencialmente sensitivos), frente a
los principios que el conocimiento racional ―no mediado por el principio
de inmanencia― descubre en el ser (principios que Marcuse calificaría de
«represivos»).
Es la concepción estética kantiana y, más exactamente,
el giro dada a ésta por Schiller, la que ofrece a Marcuse un punto de apoyo
para el paso que intenta dar: atribuir a la sensualidad ―por medio de la
imaginación estética― el origen de «principios universalmente válidos
para un orden objetivo» (p. 142) o, en otras palabras, proclamar «el orden
de los sentidos contra el orden de la razón» (p. 145), de modo que
haya «un reforzarse de la sensualidad contra la tiranía de la razón» (p. 144).
Marcuse parece referirse al primado de la conciencia sensible, en la actividad
humana, seguida del correspondiente placer sensitivo (en buena parte sensual),
excluyendo la «tiranía de la razón», es decir, todo principio metafísico
dependiente de una realidad dada, con un ser propio, al margen del sujeto, que
me revelaría limitado.
Para Kant lo característico del juicio estético reside
en que el objeto no viene referido a una ley universal, sino que es considerado
en su individualidad y calificado como bello, porque produce ―en el
sujeto una sensación placentera. Resumiendo en este punto a Kant, dice Marcuse:
«Combinado con la sensación de placer, el juicio es estético, y su campo de
aplicación es el arte» (p. 139). Sabido es que Kant se plantea, en ese marco
subjetivista, cómo hallar principios universales a los que pueda referirse el
juicio estético. Para resolver la dificultad, hace una distinción entre el
deleite sensual y el goce estético; aquél lo halla todo animal en la
satisfacción de sus necesidades; en el placer estético, por el contrario, los
sentidos pasan a un plano muy secundario porque la «meta» de ese placer está en
un nivel superior, espiritual, de contemplación; por eso, el juicio estético
para Kant alcanza o aspira, al menos, a una cierta universalidad.
Tal distinción no aparece en Marcuse, que deja reducido
el juicio estético a su dimensión sensual y recaba, sin embargo, para
ese juicio, principios objetivos de universalidad: «en la imaginación estética,
la sensualidad origina principios universalmente válidos para un orden objetivo»
(p. 142). En Marcuse, el conocimiento sensorial se mezcla y fusiona con la
sensualidad, porque « los sentidos no son exclusivamente, y ni siquiera
principalmente, órganos de conocimiento. Su función cognoscitiva está fusionada
con su función apetitiva (sensualidad); los sentidos son erógenos y están
gobernados por el principio del placer» (pp. 146‑147).
Aún se servirá Marcuse de otros elementos de la estética
kantiana: de lo que en ésta se llama «finalidad sin fin» del objeto estético.
Podríamos resumirlo así, aunque Marcuse no lo haga: la finalidad de la obra de
arte pertenece al sujeto creador, no al objeto; y se trata, para Kant, de una
finalidad irreal, subjetiva, la forma pura de la finalidad: la finalidad sin
fin. Las facultades espirituales del sujeto se gozan con la obra de arte, con
su belleza, producen un placer estético sin que haya un concepto científico o
moral que dé objetividad real a ese funcionamiento de mis facultades. Lo que
hay de objetivo en el placer estético se reduce a que esas facultades
espirituales se gozan como si todo cuanto sienten e imaginan perteneciese
realmente a la obra de arte.
Marcuse trata de llevar esos elementos a su propia
teoría: en la representación estética kantiana el objeto «es representado y
juzgado no en razón de su utilidad, ni conforme a una utilidad cualquiera para
la que podría servir y ni siquiera en su finalidad y acabamiento 'interiores'.
En la imaginación estética el objeto se representa más bien como libre de todas
estas relaciones y propiedades, siendo libremente él mismo» (p. 142). Volvemos
a encontrar así lo que ya habíamos visto en el capítulo precedente: la acción
humana guiada por el principio del placer (la actitud erótica) que crea y
transforma la realidad y, juntamente con ella, al sujeto mismo. Nada, por
tanto, que no esté mediado por la satisfacción directa debe prevalecer;
«el reino de la necesidad, del trabajo fatigoso, adolece de falta de libertad
porque en este reino la existencia humana está determinada por objetivos y
funciones que no le son propios, y que no consienten el libre juego de las
facultades y de los deseos del hombre» (p. 155).
Ya no cabe ahí un factor de mediación que tenga como
finalidad la satisfacción sensible, sino que la acción humana misma debe ser en
sí fuente de satisfacción; no cabe propiamente un trabajo que realice la
unión hombre‑naturaleza, concebido al margen del placer. La meta de la
civilización que propone Marcuse reside en la liberación de las facultades
sensitivas en un «libre juego» con fines que no trasciendan los actos mismos
del juego, es decir, una acción‑trabajo que suponga en sí misma
satisfacción. Esa es la «finalidad sin fin» a la que Marcuse parece referirse;
de ahí su deseo de «la transformación del trabajo fatigoso en juego y de la
productividad represiva en 'libre expansividad'; transformación que debe ser
precedida de la abolición del deseo (penuria) como factor determinante de la
civilización» (p. 154).
El ideal que propone se reduce, pues, a lo siguiente:
convertir toda la actividad humana en placer sensible, sin otro fin que no sea
éste; y actividad que, al mismo tiempo, transforme la naturaleza en inseparable
unidad con el hombre. Encuentra Marcuse la imagen de esa civilización
―además de en los mitos de Orfeo y Narciso ya indicados― en la interpretación
que M. Mead ofrece de la cultura de los Arapesh, en la cual «la naturaleza no
es considerada como objeto de dominio y explotación, sino como un 'jardín' que
puede florecer, haciendo florecer seres humanos. Es una actitud que considera
al hombre y a la naturaleza unidos en un orden no represivo y que sin embargo
funciona» (pp. 171‑172). Para ello será preciso que el hombre se vea como
'desbordado por la plenitud de lo sensible (en su actividad misma, y en los
recursos que, para la vida, consigue de la naturaleza)'; citando a Schiller,
dirá Marcuse que «sólo cuando la 'constricción impuesta por el deseo' es
sustituida por la 'constricción impuesta por lo superfluo' (abundancia), la
existencia humana será llevada a un 'movimiento libre que es a un tiempo fin y
medio'» (p. 151).
Conviene reparar en que esas expresiones («constricción
impuesta por el deseo.... por lo superfluo», si bien miran a exigencias de
satisfacción sensible, apuntan ―en el fondo al nervio de la temática de
Marcuse: la constricción del deseo que habría de relacionarse con los
límites impuestos al hombre por una realidad dada, objetiva, o fundada en el
ser creado, que Marcuse rechaza por entero en virtud de su posición dialéctica
de base; y la constricción de lo superfluo que sería el resultado de
hacer realidad los contenidos de placer de la imaginación estética,
esencialmente sensuales. Pero con esta última expresión ―constricción
impuesta por lo superfluo―, se está insinuando además ―aunque pueda
resultar paradójico― el deseo de una actividad humana saturada de Eros,
siendo éste el que imponga sus propios límites (libre constricción), sus
propias leyes, y su propia «moral» (cap. XI), al margen de todo otro principio
moral enraizado en la estructura ontológica propia del ser creado, en radical
dependencia de Dios.
10 .La nueva «vida» y el nuevo «orden» en la
civilización del Eros (La transformación de la sexualidad en Eros).
Marcuse aborda ya la coronación de su edificio: es preciso mostrar que los cimientos, permeados de satisfacciones sensibles, aguantarán el peso de la construcción que pretende, sin que todo se le derrumbe. Van a surgir hondos interrogantes metafísicos que tratará de resolver desde la perspectiva del Eros; cuando se suprime a Dios de la vida y no se reconoce la finitud y dependencia del ser creado, los problemas del orden, del bien, de la ley, de la autoridad, etc., quedan sin fundamento.
Es muy significativo que a Marcuse le asalte de nuevo la
obsesión del «pecado original», que implica dependencia, limitación, aun en la
perspectiva naturalista y freudiana en que él lo ha considerado. Por eso, nos
dice que en la nueva civilización que propugna será necesario «preguntarse lo
que es el bien y lo que es. el mal. Si la culpa acumulada por la dominación
civil del hombre sobre el hombre podrá ser redimida por la libertad, entonces
el 'pecado original' deberá cometerse una vez más»; y citando a H. Von Kleist,
añade: «'Debemos nuevamente comer el fruto del árbol del conocimiento para
poder volver al estado de inocencia'» (p. 158).
Ahora, después de la clara profesión de ateísmo, nada
extraña que se vaya a buscar el nuevo orden a la fuente del placer sensible.
«La noción de un orden no represivo de los instintos ha de ensayarse sobre el
más ‘desordenado’ de todos los instintos: es decir, la sexualidad» (p. 158).
Para ello se requiere crear una «racionalidad de la libido» (p. 158) e
introducir cambios sustanciales principalmente respecto al trabajo que es
preciso convertir ―como ya vimos― en «libre juego» de las
facultades instintivas; así, propone Marcuse «la reorganización de la división
del trabajo en base a la satisfacción de los deseos individuales libremente
desarrollados»; de este modo, «el cuerpo se resexualizaría y este expansionarse
de la libido se manifestaría en una reactivación de todas las zonas erógenas
del cuerpo. El cuerpo en su integridad se transformaría en objeto de completo
adueñamiento por parte de la libido: objeto de goce, instrumento de placer» (p.
160). En otras palabras: el hombre queda reducido a pura animalidad de
satisfacción sensible.
Ante la perspectiva de que tal hipótesis llevaría «a una
sociedad de maniáticos sexuales, es decir, a ninguna sociedad» (p. 160),
Marcuse se apresura a decir, para salvar esa catástrofe de irracionalismo, que
la libido misma vendría también transformada; pero transformada quiere decir
liberada, con lo cual no parece que el problema se resuelva en absoluto; no
obstante, intenta hablar de una transformación de la libido que no se reduzca a
simple liberación: «el proceso hasta ahora esbozado no implica solamente una
liberación, sino también una transformación de la libido: de la
sexualidad genital a una erotización de la entera personalidad; se trata más de
una expansión, que de una explosión de la libido» (p. 160). Parece querer
convencernos de que, a más libertad de los instintos, menor peligro de
barbarie, porque «el libre desarrollo de la libido transformada en el seno de
instituciones igualmente transformadas, erotizando zonas, tiempo y relaciones
consideradas antes como tabús, minimizaría las manifestaciones de la
sexualidad pura, integrándolas en un orden mucho más amplio, que
comprende también el orden del trabajo» (p. 161). La sublimación de la
sexualidad que se transforma así en Eros «significa una ampliación cuantitativa
y cualitativa de la sexualidad» (p. 163).
Se arranca así el fin principal y verdadero de lo
sexual, relacionado con el querer divino de la procreación, para ponerlo, en
cambio, al servicio del placer en sus más diversas formas e intensidades (ampliación
cualitativa y cuantitativa, como dice Marcuse). Por eso, la sexualidad así
sublimada «debe manifestarse en oposición a toda la esfera de la utilidad
social» (es decir, a actividades que no impliquen directamente satisfacciones
sensibles), y ser «la negación de toda forma aceptada de productividad y
prestación» (p. 166), es decir, que se oponga a todo límite que no venga
impuesto por la sexualidad misma.
Y, ahora, una nueva dificultad: si la civilización está
basada sobre el trabajo alienado, ¿cómo puede mantenerse la civilización si ese
tipo de trabajo debe desaparecer? La respuesta de Marcuse es sencilla: «cuando
el trabajo socialmente útil represente simultáneamente la satisfacción clara de
un deseo individual» (p. 167). «Por ejemplo, si el trabajo debiera ir
acompañado de una reactivación del erotismo polimorfo..., tendería a hacerse
placentero en si mismo, sin perder su contenido de trabajo» (p. 171). Se
comprende entonces que «la transformación de la sexualidad en Eros» lleve
después a invadirlo todo: «al expansionarse del Eros sobre estables relaciones
de trabajo permeadas de libido» (p. 172). De este modo la civilización no
desaparece porque el trabajo continúa, aunque sea ya transformado en placer; y
la sexualidad, antes sublimada para convertirse en trabajo alienado, es ahora
autosublimación no impuesta externamente. Todas las piezas parecen ocupar su
puesto en ese inmenso tablero de satisfacciones sensitivas, a que reduce
Marcuse la vida humana, cuando la pieza principal ―el Eros, que «lucha por
'eternizarse' a sí mismo en un orden permanente» (p. 177)―
extiende sus ramificaciones a la entera sociedad, aunando hombre y naturaleza.
«La libido puede emprender el camino de la autosublimación sólo como fenómeno
social: como fuerza no reprimida, puede promover la formación de cultura sólo
en condiciones que asocien a los individuos entre sí de modo tal que se cree un
ambiente adecuado al desarrollo de sus deseos y facultades» (p. 166) *.
¿Qué se precisa, finalmente, para que las aspiraciones
de Marcuse se hagan realidad?: «La organización racional de un gigantesco
aparato industrial, una división del trabajo altamente especializada... y la
cooperación de vastas masas» (p. 172), en la que no exista ya más «una
administración de los hombres, sino de las cosas: esa civilización madura
depende, por lo que atañe a su funcionamiento, de un número infinito de
organizaciones coordinadas» (p. 178). Su teoría del Eros ha llevado a Marcuse a
plantearse el funcionamiento de la civilización con que sueña; y esto le va a
situar ahora ante nuevos problemas e interrogantes, más profundos y graves que,
el examinado en este capítulo de la subsistencia de la civilización en base a
un trabajo convertido en placer sensible
11. La solución de
Marcuse a realidades que reclaman una trascendencia (cap. XI: Eros y
Thanatos).
A punto de culminar su construcción aparecen, como
decíamos, nuevos problemas que no soslaya y que intenta resolver de acuerdo con
su posición básica fundamental. Podemos reducirlos a los siguientes:
Necesidad de un principio rector: de «una autoridad
reconocida y reconocible» (p. 178) en esa civilización del Eros. Ahora, como en
otros pasajes del libro, Marcuse se ve obligado a razonar en parte con términos
de metafísica tradicional, y nos dirá que «las relaciones jerárquicas no están in
se exentas de libertad; la civilización hace en gran parte un justo
reconocimiento de la autoridad racional, si está basada a su vez sobre él saber
y la necesidad» (pp. 178‑179). Pero inmediatamente dará a esas palabras
un giro de carácter totalitario para decirnos que «la libertad del individuo y
la del conjunto podrán tal vez ser conciliadas por una <voluntad general'
que se concretará en instituciones dirigidas a satisfacer deseos individuales.
No se dice que las renuncias y dilaciones requeridas por la voluntad general
deban ser humillantes... ni que su razón deba ser autoritaria» (p. 179). Sin
embargo; eso no resuelve nada, y Marcuse lo comprende al preguntarse trata de
nuevo: «¿quién está autorizado a establecer e imponer las normas objetivas?»
(p. 179). La respuesta, reducida al campo concreto de la educación, viene
formulada así: «De Platón a Rousseau, la única respuesta honesta ―al
interrogante planteado― ha sido dada por la idea de una dictadura en el
campo de la educación, ejercitada por quienes se considera que hayan alcanzado
el conocimiento del Bien real» (p. 179).
El Bien real (con mayúscula, como lo escribe
Marcuse, no debería ser otro sino Dios) funda ontológicamente cuantos bienes
reales se presentan al hombre; la investigación metafísica de éstos conduce a
su fundamento, a Dios. Y su conocimiento como Bien y Ser absoluto hace que en
función de El se establezcan las normas objetivas, que no resultan impuestas
(término que en Marcuse, y más en este contexto, no difiere de otros como
dominio, dictadura y represión), sino que son expresión del orden querido por
Dios que desea el bien del hombre, ordenando así su actividad. Pero la actitud
agnóstica de Marcuse frente al conocimiento de ese Bien real, o frente a la
consideración metafísica de cualesquiera otros bienes ' le hace rechazar todo
principio de autoridad procedente del Ser, y se desprende con notable desenfado
del Bien real. Nos dice que la respuesta al interrogante planteado
―¿quién puede dar normas objetivas?― «ha sido superada» (p. 179)
porque ese Bien real no tiene sentido, y así «el conocimiento de medios
disponibles aptos para crear una existencia humana para todos no es ya
privilegio de una élite particular» (p. 179). Se esfuma de este modo la
solución del problema para aparecer de nuevo ante la:
b) Necesidad de una moral: La dificultad continúa
siendo idéntica: ¿quién puede establecer normas morales? La respuesta, al fin,
tenía que llevarnos necesariamente a lo que Marcuse ha erigido como fuerza
constructora de lo real: es el Eros mismo el que crea las limitaciones, en su
propio seno, y no como algo impuesto desde fuera; no podía esperarse otra cosa:
«¿Existe en el Eros una autoconstrucción 'natural' de tal modo que su
satisfacción genuina pida una dilación, un camino indirecto, una parada? En
este caso existirían obstáculos y limitaciones impuestas no externamente por un
principio represivo, sino puestas y aceptadas por el instinto mismo, porque
estas limitaciones tienen un valor intrínseco relativo a la libido» (p. 180).
Marcuse encuentra en el contexto de la teoría freudiana
argumentos en apoyo de esa «moral» de la libido, de su autodeterminación: «las
barreras y limitaciones, lejos de negar el placer, pueden funcionar como un
premio dado al placer... Lo que distingue a éste de la ciega satisfacción de un
deseo es el rechazo del instinto de agotarse en una satisfacción inmediata, su
facultad de construir y usar barreras para hacer más intenso su cumplimiento;
... las barreras contra la satisfacción absoluta se transformarían en elementos
de libertad humana» (p. 181).
Se trata, como puede verse, de una concepción
radicalmente falsa de la moral: lo normativo de la acción ―que en Marcuse
es actividad sensible― se desliga por completo del ser y se hace depender
exclusivamente del Eros, concebido como fuerza primigenia y como fin último; en
ese mundo de sensualidad habría elecciones, rechazos, «antagonismos generados
por el primado del principio del placer..., pero estos conflictos tendrían
ellos mismos valor de libido: estarían permeados por la racionalidad de la
satisfacción. Esta racionalidad sensual tiene en sí misma las propias
leyes morales» (p. 181). La «racionalidad» de la satisfacción sensible se
impone, pues para Marcuse, con desprecio de la racionalidad del ser.
c) El obstáculo definitivo: la muerte: Constituye,
como ya vimos, una de las ideas obsesivas de Marcuse: «desde la más profunda
intimidad surge un obstáculo que parece constituir un desafío a todo proyecto
de un desarrollo no represivo... El crudo hecho de la muerte niega de una vez
para siempre la realidad de una existencia no represiva... La atemporalidad es
el ideal del placer» (p. 184). Marcuse trata de agarrarse con fuerza a todo
cuanto suponga una detención del tiempo: al recuerdo, como «Vehículo de
liberación», a la recuperación del temps perdu. «El Eros penetrando en
la conciencia es movido por el recuerdo... El tiempo pierde su poder cuando el
recuerdo redime el pasado» (pp. 185‑186).
En las últimas páginas del libro se ve a un hombre con
ansias de aferrar la eternidad de un placer sensible que le huye
inexorablemente; pero confiesa que mediante el recuerdo, la «derrota del tiempo
es artificial e inconsistente, a menos que no se le traduzca en acción
histórica» (p. 186); es decir, a menos que el recuerdo no haga «olvidar...
aquello que no se debería perdonar si se quiere la victoria de la justicia y de
la libertad» (p. 184): odios, represiones, cuyo recuerdo se traduciría así en
la lucha contra el dominio, en la praxis y acción tan queridas al pensamiento
marxista.
Pero todo eso no le sirve a Marcuse, no le soluciona el
problema que tiene definitivamente planteado; y tratará de dar al hecho de la
muerte una significación lo más coherente posible con sus presupuestos
iniciales: en función del Eros, del principio del placer. De este modo no cabe
temer la muerte: el círculo se cierra allí donde comenzó: «Si el objetivo
fundamental del instinto no es el fin de la vida, sino el fin del dolor
entonces, paradójicamente, la falta de tensión, en términos de instinto, el
conflicto entre vida y muerte se reduce tanto más cuanto más se acerca la vida
al estado de satisfacción. En este caso el principio del placer y el principio
del Nirvana convergen» (p. 187). Marcuse deja tras de sí la desolación más
definitiva y completa, el nihilismo más absoluto. No puede extrañar por tanto
que en sus últimas líneas, racionalizado el hecho de la muerte en función del
placer, la posibilidad del suicidio se abra paso en una «elegante» formulación:
«los hombres pueden morir sin angustia si saben que aquello que aman está
protegido de la miseria y del olvido. Después de una vida llena, pueden decidirse
por la muerte en el momento que ellos mismos elijan» (p. 188).
El círculo, que comenzó en el principio del placer
anterior a la vida (evolucionismo materialista), con la quietud absoluta, se
cierra en el mismo punto: en la materia inorgánica. Así, la ansiada
«reconciliación» del hombre con la naturaleza permanecería una vez traspasado
el umbral de la muerte.
Como síntesis del contenido de la obra pueden señalarse estos puntos esenciales: concepción materialista de la realidad, y del hombre como «parte» de ella. Concepción dialéctica de esa misma realidad, buscando la superación de los antagonismos y negatividades que el hombre encuentra, mediante su plena inserción en el movimiento del Eros: el hombre «es» (se hace) en la medida en que su actividad, transida de Eros, concilia el binomio necesidad‑satisfacción sensible; actividad que no admite reposo porque, «alcanzando su objetivo (la satisfacción sensible), lo trasciende a la búsqueda de una satisfacción más plena» (p. 168). El origen del movimiento dialéctico. radica en la escisión del principio del placer (que busca y aúna necesidad‑satisfacción sensible) y principio de la realidad (entendido como lo limitante o impeditivo de la satisfacción sensible). Si «ser es lucha por el placer» (p. 101), y la «esencia» del hombre, su «hacerse» se reduce por tanto a la satisfacción de lo instintivo, aquella «lucha se convierte en 'meta' de la existencia humana» (p. 101). Habría que decir que se convierte en la única meta humana; una meta sin fin, puesto que toda satisfacción alcanzada ―siempre en el plano de lo sensible― despierta una nueva búsqueda de satisfacción que no podrá aquietarse, porque falta el Bien absoluto, Dios, que habiendo creado al hombre como ser espiritual y habiéndolo elevado al orden de la gracia, hace que cualesquiera otras metas fuera de El resulten para el hombre radicalmente insuficientes; y mucho más, si esas metas se reducen a la esfera de lo meramente sensible.
Las ideas contenidas en este libro fueron presentadas
por primera vez al público en una serie de conferencias que, en el curso 1950‑51,
pronunció Marcuse en la Washington School of Psychiatry.
Lo más destacable de la obra es, tal vez, el empeño de rigor sistemático con que va
abordando ―sin lograr una solución satisfactoria― los problemas que
le plantea una civilización del Eros para que no se reduzca a pura utopía.
Tiene de original la peculiar interpretación que da a
las teorías de Freud; esto hace que el libro sea un continuo referirse a textos
de escritos freudianos, cuya exégesis va proporcionando a Marcuse
argumentaciones en apoyo de su propia teoría. Si se exceptúan las conclusiones
freudianas ―antes señaladas― incompatibles con la tesis capital de Eros
y civilización, todos los restantes elementos de la psicología de Freud
vienen aceptados sin más, como hechos incuestionables, dogmáticos, que
reflejarían la auténtica imagen del hombre.
Interesa advertir que ha sido el propio Freud quien calificó de dogmáticos los pilares de su teoría; Jung reproduce en sus Memorias estas palabras de Freud: «Mi querido Jung: Prométame que no abandonará jamás la teoría sexual. Esto es lo más importante de todo... Nosotros debemos hacer de ella un dogma, un baluarte inexpugnable» (Carl G. Jung, Erinnerungen, Traüme, Gedanken, Jaffé, Zürich, 1962, p. 154 y ss.). Y en 1914 escribía que «la teoría de la represión es la piedra angular sobre la que descansa todo el edificio del psicoanálisis» (Zur Geschichte der psychoanalytischen Bewegung, Gesamm. Werke, X). Las palabras de Freud a Jung parecen haber encontrado cierto eco en la teoría de Marcuse.
En la teoría freudiana hay un radical falseamiento de la
personalidad humana. La antropología freudiana presupone una cierta visión
inmanentista de la vida. Y esos mismos presupuestos filosóficos subyacentes a
tal antropología llevan a Marcuse a una grave falta de rigor histórico, cuando
recuerda (cap. V) los principales intentos filosóficos de occidente en relación
con el tema del hombre. Hay un salto excesivamente brusco desde Aristóteles a
Hegel, como si en el espacio de los XXI siglos que los separan, ningún otro
intento serio hubiera aparecido en la filosofía de occidente. Marcuse incurre
también en tergiversaciones de la historia, respecto a la difusión del
cristianismo que se presenta en términos de lucha armada y represiva (cfr. p.
58); no faltan los tonos melodramáticos tales como «el asesinato cruel y
organizado de Cátaros, Albigenses, Anabaptistas, de los esclavos campesinos y
de los pobres que se rebelaron bajo el signo de la cruz ...; este sádico
exterminio de los débiles indica la irrupción de fuerzas instintivas
inconscientes en el mundo racional y racionalizado» (p. 58). En la misma línea,
Marcuse ofrece una visión blasfema de la Redención operada por Cristo, al
interpretarla bajo el esquema dado por Freud sobre la rebelión de los hijos
contra el padre: «Si seguimos estos razonamientos más allá de Freud, y los
ponemos en relación con el origen del sentido de culpa, la vida y la muerte de Cristo
deberían aparecer como una lucha contra el padre, y como un triunfo sobre el
padre. El mensaje del Hijo era el mensaje de liberación: el derrocamiento de la
Ley (que es dominio) por parte de Agape (que es Eros)...» (p. 57). Análoga
tergiversación hace Marcuse del mensaje cristiano juzgando que su contenido ha
sido altamente sublimado porque «deja la realidad en el mismo estado de falta
de libertad que tenía antes» (p. 58).
Resultan también sorprendentes otras afirmaciones que,
formuladas por Freud, se recogen sin más por Marcuse; tal sucede por ejemplo al
referirse a la «historia del judaísmo, que comienza con el asesinato de Moisés»
(p. 57).
Dado que Marcuse hace suyos los principales postulados
de Freud para realizar una simbiosis con tesis marxistas, resultará útil
dividir la valoración crítica en dos apartados:
A. Filosofía subyacente a los postulados freudianos; y
B. Contexto filosófico de la obra de Marcuse.
A. Filosofía subyacente a los postulados freudianos.
Como el propio Marcuse reconoce, el psicoanálisis de
Freud no queda confinado en el campo de la mera teoría científica y de la
práctica psiquiátrica, sino que aspira a ―o al menos implica― una
determinada concepción de la vida y una peculiar filosofía del hombre. Marcuse,
como se ha visto, aún va más allá, confiriéndole el carácter de una ontología
general. Por eso, conviene separar lo que en la teoría de Freud hay de datos
objetivos, por una parte, y, por otra, de hipótesis que sobrepasan a
menudo los límites de la seriedad científica y pretenden imponerse como
realidades definitivas. Veremos que, no pocas veces, Freud ha construido sus
hipótesis no sobre una valoración seria de los datos clínicos objetivos, sino
que éstos han sido determinados por una previa concepción de la vida y de la
realidad.
No vamos a detenernos en el psicoanálisis como método
terapéutico; dejamos a un lado el campo de la psicopatología clínica, para
considerar, como ha hecho Marcuse, las «implicaciones filosóficas» de la teoría
freudiana. Para mayor claridad, analizamos por separado el método seguido
por Freud en la interpretación de los datos y que condiciona en amplia medida
las conclusiones posteriores; y veremos después sus repercusiones en la
concepción de la vida humana.
Lagunas metodológicas.
Una actitud «filosófica» previa, de tipo general, se
pone de manifiesto en uno de los primeros escritos de Freud, cuando señala que
el descubrimiento de la «verdad» sobre la naturaleza humana consiste en
liquidar cuantas ilusiones se ha forjado el hombre en torno a sí mismo y, muy
en particular, respecto a la convicción de ser un sujeto libre, consciente de
su propia conducta. Esta visión está en buena parte confirmada por la ausencia
de espacio para la libertad humana, que encontramos en su filosofía.
Aunque aquí no es posible extendernos ―aportando datos precisos
autobiográficos freudianos―, otro tanto habría que decir de su actitud
personal respecto a la religión. El comportamiento religioso aparece en sus
escritos como una neurosis obsesiva que, por el hecho de su generalización,
resulta atenuada (cfr. Kurzer Abriss der Psychoanalyse, Gesammelte
Werke, XIII, p. 423).
Sus lagunas metodológicas se crean fundamentalmente en
torno a tres factores:
a) Tomar, para el estudio del hombre, un módulo extraído
del positivismo cientifista; afirma Freud que, «según nuestra concepción, los
fenómenos que percibimos deben dejar paso a las energías que presuponemos» (Gesammelte
Werke, VII, p. 62). Cuantos fenómenos psíquicos aparecen en el hombre
―concebido como una máquina― han de encontrar explicación en una
energía o causa anteriormente existente, en sentido temporal, a la que pueda
reducirse el fenómeno. Así, lo superior o lo posterior en el tiempo se debe
siempre y viene explicado por una causa precedente menos perfecta y más simple
que el fenómeno observado. Lo anterior en el tiempo sería la verdadera
realidad, y cuanto le sucede, una especie de transformación secundaria de aquélla.
Así se explicarían perfectamente muchos conceptos básicos para Freud, como
sublimación, interiorización, identificación, que tendrían su origen, su
verdadera realidad, en lo que considera la energía básica y fundamental del
hombre: la libido.
En cierto sentido, cabría conciliar esa visión de Freud
con la concepción que tiene Marcuse de la «verdadera realidad» entendida como
unidad que supera la singularidad de sujeto y objeto; así la libido aparecería
como fuerza portadora de unidad.
b) Otra laguna de carácter metodológico reside en la
tendencia freudiana a poner un nexo causal entre fenómenos que revisten
una cierta analogía; y, una vez más, a los datos se les hace decir más de lo
que realmente contienen. Dos ejemplos de esa «causalidad por analogía» servirán
para manifestar este error de método que lleva a conclusiones falsificadoras de
la realidad. Uno de ellos tiene lugar en el campo religioso; cuando se observan
las relaciones afectivas padres‑hijos, Freud inmediatamente interpreta el
sentimiento religioso como una simple ampliación de esa realidad
afectiva; y ésta sería la base más importante de la «neurosis obsesiva
atenuada» a que reduce la religión. Dentro aún del campo religioso, un nuevo
ejemplo pone de manifiesto esa apresurada relación de causalidad a partir de
una vaga analogía: al comprobar la incapacidad del niño para aplacar estímulos
internos ―p. ej. de hambre― sin la ayuda de una persona mayor,
inmediatamente encuentra que en ese hecho se ha de buscar la fuente primitiva
de las motivaciones morales (die Urquelle aller moralischen Motive). Habría
simplemente que preguntarse: ¿por qué no se dan motivaciones morales en los
animales, que se encuentran inicialmente en idéntica situación a la del ejemplo
referido?
Pero más sorprendente si cabe ―en este afán de
reduccionismo a ultranza, a base de vagas analogías― es el ejemplo que
encontramos en la interpretación de ciertos actos de las facultades
cognoscitivas superiores: más en concreto, en el juicio. He aquí sus palabras:
«El estudio del juicio nos conduce a la consideración del nacimiento de una
función intelectiva a partir del juego de los impulsos instintivos primarios.
El juicio es un ventajoso y ulterior desarrollo de la originaria recepción o
expulsión en ―o de la― esfera del Yo, actuada en base al principio
del placer. La polaridad del juicio parece corresponder a la oposición entre
los dos grupos de instintos que hemos admitido. La afirmación, como sucedánea
de la unión, pertenece al Eros; la negación, que es consecuencia de la expulsión,
pertenece al instinto de destrucción» (Die Verneinung, Gesamm. Werke, XIV, p. 15).
Freud en ningún momento ha explicado lo específico del
acto del juicio respecto a la atracción y unión instintiva. Y mucho menos se
plantea la causa de la verdad o falsedad del juicio, en su necesaria conexión
con la realidad. Las «implicaciones ontológicas» que ve Marcuse en las teorías
freudianas están muy lejos de una explicación ―aún superficial― de
la realidad. Para la metafísica del ser, es justamente «el ser de la realidad
la causa de la verdad del juicio que la mente puede formular sobre aquélla»
(Sto. Tomás, In II Metaphys., lect. 2).
Cabría, en cambio, pensar aquí en una cierta semejanza
con el Eros platónico, ligado a la peculiar doctrina del mundo de las Ideas, característica
del filósofo griego. Platón interpreta el Eros como la aspiración del alma a
participar en la Idea. El concepto de Eros que aparece en el Symposion excluye
propiamente una concepción sensualista del mismo; y viene reconocido como
positivo aquel Eros que aspira a participar de la belleza y bondad originarias
propias del mundo de las Ideas. Pero en Freud la concepción fundamental del
Eros es materialista y queda reducida a libido.
Conviene recordar que el presupuesto del Eros (instinto
de vida y de placer) como factor de unidad y supresión de multiplicidad
adquiere en Freud y en el ensayo de Marcuse ―como se ha visto― una
relevancia de primer orden.
c) Una tercera laguna que falsifica no pocas
conclusiones freudianas, es el hecho de explicar lo normal a partir de lo
patológico. Un caso típico es el relativo al comportamiento religioso al que ya
hemos aludido. En algunas neurosis obsesivas pueden observarse actitudes que
son un remedo, una caricatura de la verdadera actitud religiosa, una desviación
patológica de ésta. Sin embargo, Freud lo interpreta inversamente: la conducta
religiosa como una neurosis obsesiva, como una desviación del caso neurótico
común a que reduce lo religioso.
Estas lagunas metodológicas invalidan «la filosofía del
psicoanálisis» y llevan a consecuencias graves en la visión que ofrece del
hombre. En el ensayo de Marcuse, hemos visto cómo recoge y hace suyas muchas de
las conclusiones de Freud. Numerosas realidades en la vida del hombre quedan
reducidas a manifestaciones de la libido y nada más: la sublimación que
hace posible el trabajo (alienado para Marcuse) creador de la cultura; que
origina la actitud religiosa, la moral, etc. Volveremos, más adelante, al
concepto de sublimación.
2. Reducción de lo
humano a lo instintivo animal.
R. Dalbiez, comentador de la obra de Freud, ha escrito
que ésta «es el análisis más profundo que jamás se haya hecho sobre aquello que
en el hombre hay de menos humano». Lo específicamente humano radica n
contraposición a lo puramente animal― en las facultades superiores:
inteligencia y voluntad (conocimiento intelectivo y volición libre). En la
construcción de Freud ―y necesariamente en Marcuse, que la hace
suya― en sus elementos básicos― no queda sitio para motivaciones
conscientes ―libres― fruto de un conocimiento universal, enraizado
en el ser de la realidad dada. Y esto por la reducción de lo humano a lo
instintivo, como lo determinante, originario y auténtico. Podemos sintetizar
esa reducción en dos niveles:
a) De lo humano a una
concepción mecanicista: el «aparato psíquico», al que Freud reduce la
personalidad. Sus ideas fundamentales respecto al funcionamiento psíquico
permanecen inalteradas desde sus primeros escritos; en Proyectos de una
psicología científica (1895) se recoge una visión tomada de las ideas
fisicistas de Helm‑holtz: las leyes físicas de la conservación de la
energía y del equilibrio de las fuerzas sirven de modelo que viene transportado
a la actividad psíquica y en base al cual se desarrolla toda la actividad
humana. Esta queda reducida a un funcionamiento energético similar al del
animal, donde no es posible encontrar un yo personal y libre porque todo
el dinamismo del hombre en la teoría freudiana cobra su fuerza en la base
instintiva impersonal.
Es cierto que Freud y Marcuse hablan de un Yo y que
Marcuse ensalza al «individuo» (no propiamente a la persona) y su
«responsabilidad»; pero eso no tiene ningún sentido ―son modos de decir a
los que no corresponde una precisa realidad ontológica― en una concepción
del hombre en la que falta un núcleo personal como consecuencia de los
mismos presupuestos instintivo‑mecanicistas que lo abarcan todo. En
Marcuse falta necesariamente el concepto de persona ―individuo de
naturaleza racional con un ser propio―, no sólo por sus presupuestos mecanicistas
freudianos, sino además, y sobre todo, por su concepción dialéctica de la
realidad.
En el Yo freudiano no hay un dinamismo propio: todo está
supeditado al Ello, a su energía instintiva que se despliega en diversos
planos. Basta la propia experiencia para darse cuenta de que la fuerza de un
instinto, cualquiera que sea, se presenta como algo mío que puedo
rechazar o seguir; por eso, «un conflicto entre una fuerza impersonal (el Ello)
y un Yo privado de cualquier dinamismo propio es una construcción irreal, que
no corresponde a la estructura fundamental de la personalidad humana» (J.
Nuttin). Pero esta concepción mecanicista del hombre tiene ―viciada en
sus presupuestos básicos― consecuencias muy graves.
En primer lugar, para la libertad, que resulta anulada,
si ya no tiene origen en un conocimiento y elección que sobrepasan lo meramente
sensitivo. Y, en estrecha relación con la falta de libertad, desaparece la
responsabilidad: yo no puedo responder de mis acciones porque, en la filosofía
de Freud, un yo personal no existe: falta la propiedad como
constitutivo de la persona para que pueda ser responsable. Y, también en íntima
conexión con la ausencia de la libertad y responsabilidad, desaparece el
sentido de moralidad, que queda reducido, como dice Marcuse, a «restricciones
externas... que 'interiorizadas' en el Yo se hacen su 'conciencia'» (p. 27).
La conciencia moral ya no es algo que pertenezca como propio
a la persona: es algo que le viene impuesto por el Super‑yo
freudiano. Y con la moralidad desaparece conjuntamente el sentido de culpa y de
pecado, reducidos a un simple «sentido biológico de culpa» para usar la
expresión de Otto Rank que recoge Marcuse (p. 47), en coherencia con la teoría
de Freud para quien el sentido de culpa tiene su origen en el complejo edípico
(cfr. p. 64); o se hablará de una culpa colectiva (cfr. pp. 80‑81); pero
es imposible hablar propiamente de culpa y pecado personal, porque
implican un Ser trascendente, Dios, y un ser finito con una personal libertad,
es decir, una persona. En Freud, el elemento subconsciente e impersonal
―la libido― la informa todo.
Es muy significativa la explicación que da Freud para
mostrar como extrañas, ajenas al dinamismo intrínseco del hombre, las
instancias («censuras» en el lenguaje psicoanalítico) de la conciencia; es
decir, para mostrarlas como algo que ―no pertenece al sujeto, sino
que le viene impuesto externamente. Alguien dice, p. ej.: yo siento inclinación
a hacer esto que me produciría placer, pero mi conciencia se opone. Freud
considera que, en ese caso, existe «una instancia siempre alerta», como algo
que no me pertenece y que frente al Yo, es decir, frente al sujeto
propiamente dicho, actuaría como impedimento o censura (cfr. Neue Folge der
Vorlesungen, Gemm. Werke, XV, p. 65). Puede advertirse ahí que en lugar de unificar en
un yo personal ―propio y libre― esa posible dualidad entre
mis tendencias y mi decisión voluntaria (yo siento estas tendencias o
impulsos y yo quiero o no quiero seguirlos), hay por el contrario una
disociación total: la conciencia como algo que «viene de fuera», que no
pertenece propiamente a la persona y que lo único que hace es impedir o
censurar la satisfacción del instinto.
Por el contrario, hay que decir que las instancias de la
conciencia moral responden y son un reflejo del orden ontológico en el que la
persona misma está inserta. Esas instancias de la conciencia no aprueban o
prohíben indiscriminadamente una determinada acción; al contrario: porque
determinada acción está o no en desacuerdo con el ser y con la perfección
propios del hombre, es por lo que la conciencia ―juicio moral del
intelecto en orden a la acción― aprueba o prohíbe tal acción. Pero
escindir o contraponer, sin más ―como hace Freud―, los deseos
humanos instintivos frente al juicio del intelecto («censura» de la
conciencia), supone lo instintivo como única fuente determinante de la
conducta, en lugar de inquirir en la estructura ontológica de lo real, los principios
reguladores del comportamiento humano.
El determinismo que comporta la concepción mecanicista
del hombre con la consiguiente anulación de la libertad tiene que ser aceptado
por Marcuse, si desea permanecer fiel a las otras tesis freudianas, en inseparable
conexión con aquel punto de partida. Y no hay duda de que lo admite cuando
escribe que «los factores sub‑individuales y pre‑individuales (en
gran parte inconscientes al Yo)... hacen efectivamente al individuo: la
psicología revela la potencia del universal en los individuos y por encima de
ellos. Esta revelación amenaza uno de los más sólidos reductos ideológicos de
la cultura moderna: es decir, la noción de la autonomía del individuo» (pp. 47‑48).
Pero siendo así, ¿qué sentido tiene entonces la
crítica de Marcuse a la sociedad tecnológica (cfr. p. 77 y ss.) en nombre de
una libertad individual que no existe en la concepción freudiana del hombre?
Sólo cabe esta respuesta: la libertad a que aspira Marcuse no puede ser
propiamente la libertad de la persona, sino la libertad de lo instintivo; es
en la acción guiada por lo instintivo donde ―para Marcuse― el
hombre se hace real y libre, porque por mediación del placer se alcanza la
reconciliación de hombre y naturaleza. Y, entonces, el rechazo y la crítica de
toda realidad que se presente como tal ―con un ser propio independiente
del pensamiento o de la acción humanos― habrá de realizarse en función de
lo que se tome como principio originario de lo real; por eso, «la crítica al
principio de la realidad constituida se hace en nombre del principio del
placer» (p. 107).
No cabe posición intermedia: o se reconoce una libertad personal
del hombre, en virtud de la naturaleza que Dios le otorga, y que le orienta
radicalmente a El; o, negada toda realidad que no provenga del sujeto mismo, se
opta por una acción humana «creadora» de algo que todavía no se es. Lo
específicamente humano se posterga a futuro utópico que habrá de hacerse
realidad por mediación del principio del placer; la concepción dialéctica de lo
real adquiere así en Marcuse el giro impuesto por la preponderancia de la
libido, a la que Freud reduce esencialmente el ser humano. Se invierten así las
conclusiones de una filosofía realista y aún de la espontánea actitud del
conocimiento respecto a la vida: el hombre, por naturaleza, es libre, pese a
sus limitaciones propias y a las limitaciones que le supone la realidad que
tiene frente a él; y tanto más libre cuanto que sus acciones ―guiadas por
las facultades superiores de conocimiento y voluntad― responden a la
verdad y al bien del ser. Ahora, el orden se altera radicalmente: el hombre
―diría Marcuse― nunca ha sido libre porque nunca ha sido
verdaderamente hombre; será ambas cosas cuando logre hacer una la
dualidad sujeto‑objeto, y esto por mediación de lo que en el ser humano
hay de más «profundo»: el principio del placer; y tanto más «libre» cuanto su
acción esté mis enraizada y responda más directamente a la satisfacción
sensitiva, a la inmanencia de la sensación placentera.
b) Reducción de lo psíquico al subconsciente
instintivo (a la libido y al principio del placer como principio originario).
En la exposición que hace Marcuse de la
estructura del «aparato psíquico» ―y así es realmente en Freud―,
todo queda supeditado al plano más originario y profundo: al Ello que
«no conoce ni valores, ni bien o mal, ni moralidad ... ; que no lucha por nada
que no sea la satisfacción de sus deseos instintivos, de acuerdo con el
principio del placer» (p. 25).
Aunque algunos hayan querido negar el intrínseco
«pansexualismo» de la teoría de Freud, la mayoría de sus comentadores
―con razón― lo sostienen. Los dos «estratos» superiores del aparato
psíquico aparecen como hipostasiados por el Ello y siempre en función
suya: el Yo actuando al servicio del Ello (como «retoño» o «parte»
suya), en su cometido de suavizar el choque con la realidad; y el Super‑Yo
(como una nueva transformación del Yo), con sus actividades superiores
(moralidad, cultura...) que nacen y se desarrollan en base a complejo de Edipo.
Esas realizaciones superiores no son sino «un apagamiento derivado de aquellos
deseos reprimidos que desde la infancia se albergan en el alma de cada uno»; se
explican por la superación del complejo de Edipo «y la transposición de su
libido... al campo de los intereses sociales» (Kurzer Abriss der
Psychoanalysse. Gesamm. Werke, XIII pp. 425‑426).
Y aquí interesa una crítica del concepto de sublimación,
pieza clave en Freud (para dar razón de las transformaciones señaladas) y
no menos importante en Marcuse (para quien el concepto de alienación está
ligado a cualquier actividad ―trabajo, etc.― que implique ruptura,
separación, no mediada por el Eros; es decir, cualquier actividad que tenga una
meta y un fin distintos del placer mismo).
Conviene reparar, en primer término, en que el concepto
de sublimación está íntimamente ligado a la concepción mecanicista del
equilibrio de fuerzas en el «aparato psíquico»; por eso, Freud concibe que una
energía no «descargada» en su objeto propio debe encontrar un camino derivado.
Así, Marcuse y Freud hablan de sublimación cuando un deseo sexual se expresa y
apaga en una actividad distinta del placer sensitivo. En realidad jamás se ha
formulado «un significado preciso del vago concepto de energía sexual y
del concepto mismo de energía psíquica en general» (J. Nuttin).
Por eso resulta de una enorme imprecisión hablar, sin
una base que mínimamente lo justifique, de esas «energías» y su transformación
en otras actividades de naturaleza completamente diversa; nada hay que
explique ―Freud no lo ha hecho, simplemente lo ha supuesto― que
formas específicas de «energía psíquica» sufran una «transposición» que las
revele subsistentes en otras formas de actividad específicamente diversas. Pero
la teoría de Freud necesita de esa hipótesis para explicar algo que ya
está admitido previamente: la ausencia en el hombre de potencialidades
superiores, que, con un dinamismo propio y no recibido de la libido,
desarrollan actividades específicas: cultura, progreso técnico, etc.
Y, análogamente, las manifestaciones religiosas, aparte
de radicar en lo íntimo de la naturaleza humana, como imagen de Dios,
encuentran firme apoyo en cualquier ética que se haga con una recta
interpretación metafísica de la realidad; en el plano meramente racional, una
recta filosofía contribuye a desvelar los fundamentos ontológicos naturales de
la Moral y de las manifestaciones religiosas en la vida humana. Pero si la
fuerza original dinámica que se reconoce no es otra que la libido, a ella
necesariamente se han de reducir cuantas realidades están presentes en la vida
del hombre: cultura, arte, religión...
Si admitimos que el desarrollo humano ―como lo
presenta Marcuse, siguiendo a Freud― no exige otra base que el plano
subconsciente instintivo y, ―en él, la libido como fuerza primigenia,
habría que investigar seriamente por qué no tienen lugar en los animales todos
esos mecanismos de sublimación, «censura», identificación, etc., aunque en
ellos esté igualmente presente esa fuerza de la libido: ¿por qué no se
verifican también en ellos esas realizaciones superiores de la cultura? Pero
Freud y Marcuse difícilmente pueden dar una respuesta sin renunciar a los
presupuestos señalados. Tendrán que decirnos que ellos no hablan de realidades,
sino de pensamientos.
Por otra parte, es manifiesto el motivo de fondo que
subyace a toda la construcción freudiana, y que Marcuse acepta en sus líneas
generales: la negación más absoluta de cualquier principio o realidad
trascendente ―lo que supone un agnosticismo frente a lo real dado―,
que pueda fundamentar las manifestaciones espirituales de la vida humana y el
fin que le es propio. Todo parece reducirse a la satisfacción de «necesidades
animales», instintivas; o, en el plano terapéutico del psicoanálisis, a hacer
conscientes ―reconocibles― traumas psíquicos que tuvieron su
origen, frecuentemente, en un conflicto de tipo sexual; pero nada que, en la
conducta humana, comporte una relación de trascendencia. Por esta razón Marcuse
critica duramente el revisionismo freudiano ―realizado principalmente por
E. Fromm― que llevaría a desempolvar la esfera moral (trascendente), de
tal modo que la terapéutica psicoanalítica «se convierte en una educación
dirigida a lograr un comportamiento 'religioso'. La fuga del psicoanálisis
hacia una moral y una religión interiorizadas es la consecuencia de esta
revisión de la teoría psicoanalítica» (p. 211).
Todo eso no tiene sentido alguno en la teoría de Marcuse
en la que felicidad y libertad humanas quedan animalizadas: «Freud ha
establecido una conexión sustancial entre libertad y felicidad humana, de un
lado, y sexualidad, de otro: esta última constituye su fuente principal» (p.
213); en la teoría de Freud «identificar como libido la energía de los
instintos de vida significaba definir su satisfacción en contradicción con el
trascendentalismo espiritual: las nociones freudianas de felicidad y libertad
son eminentemente críticas en cuanto que son materialistas, y protestan contra
la espiritualización del deseo» (pp. 216‑217). Se comprende, pues, que ya
desde el comienzo se ha optado aquí por una visión de la realidad que excluye
cualquier punto de referencia que no sea el Eros y su satisfacción como
principio y fin de la existencia humana; lo que equivale en cierto modo a
proyectar en el Eros los caracteres del Absoluto.
B. CONTEXTO FILOSOFICO DE
«EROS Y CIVILIZACION»
1.Interrogantes sin respuesta: simbiosis de tesis
freudianas y método dialéctico.
Marcuse concibe la realidad como proceso, como devenir continuo a partir
de una materia en la que el componente dialéctico se ve a través del prisma de
categorías freudianas: Eros como principio del ser; y realidad
constituida― mundo objetivo-como negatividad. Pero la dependencia de
Freud en puntos clave complica extraordinariamente las soluciones de Marcuse;
junto a un materialismo dialéctico (con exclusión de toda realidad dada independientemente
del hacer humano, y con el rechazo de todo principio metafísico enraizado en el
ser de lo real), aparece un evolucionismo materialista: lo absolutamente
originario es la materia inorgánica, en continuo devenir, y de la que todo
procede: «los instintos primarios pertenecen a la vida y a la muerte; es decir,
a la materia inorgánica como tal. Y esos instintos enlazan la materia orgánica
tanto a su propio régimen inorgánico, como a sus manifestaciones
psíquicas más elevadas» (pp. 86‑87)
No hay, pues, un Ser absoluto, eterno, independiente de
ese proceso continuo, siempre en desarrollo: éste lo comprende todo;
partiendo de la materia inanimada se inicia el proceso dialéctico que separa
las «partes» de esa materia que tienden de nuevo a fusionarse; esto es lo que
se desprende de muchas afirmaciones de Freud que, juntamente con Marcuse,
parecen concebir una unidad originaria ―antes de la aparición de
la vida―, entre el principio del placer (considerado como satisfacción y
quietud integral de todo deseo) y el principio de la realidad: serían uno en
la materia inorgánica. Y todo esto plantea sus problemas.
a) Evolucionismo materialista,
Los primeros interrogantes que surgen son el porqué de
la aparición de la vida y, sobre todo, el porqué de la ruptura de esa unidad
original. Las explicaciones de Freud, recogidas por Marcuse, no pueden ser más
superficiales y gratuitas: respecto a la aparición de la vida nada se explica;
simplemente se afirma, sin más, que «se generó de la materia inanimada» (p.
109); con el comienzo de la vida «se creó una fuerte 'tensión' y el joven
organismo trató de liberarse de ella retornando a la condición inanimada» (p.
109). Pero ¿por qué sucede esa transformación de materia inorgánica en materia
viviente y pensante?
La misma existencia de la materia como única realidad
―supuesto irrenunciable de la noción freudiana del hombre, y no menos de
la de Marcuse― presenta ya un problema filosófico de primer orden, esto
es: necesidad de conferir a la materia las prerrogativas del Ser absoluto
―eternidad, totalidad del Ser, etc.― porque es metafísicamente
imposible que un ser que haya tenido comienzo sea el Ser. Pero tales
prerrogativas ―necesarias lógicamente si se postula la materia como Ser único―
son metafísicamente inconciliables con el devenir de un Ser que se ha dicho
Absoluto; no cabe un Absoluto que esté eternamente en génesis. Se hace
imprescindible la distinción entre el Ser y los entes; éstos han tenido
comienzo por el acto libre de la creación divina. Al rechazar la trascendencia
absoluta de Dios y sus atributos de eterna Unidad, Simplicidad, etc., para
trasladarlos a una materia originaria y originante, se pone un problema
insoluble.
Cuando entiende la materia como totalidad del ser, al
problema inicial no resuelto se añaden nuevas dificultades. Así, los diversos
órdenes de realidad irreductibles entre sí ―materia inanimada, vida y
pensamiento― sólo cabe considerarlos como productos de la transformación
de la materia, negando la diferencia esencial de aquellos órdenes; es lo que
hacen Freud y Marcuse: vida y pensamiento aparecen como productos de esa
transformación. Y el problema inicial se presenta ahora bajo un nuevo aspecto:
¿cómo la materia tenia en potencia esas manifestaciones. superiores de vida y
pensamiento?; porque si lo único real es la materia, preciso es conferirle esa
virtualidad autotransformadora. Se recurre así a un principio que «introduzca»
en la materia el movimiento dialéctico, porque no se desea reconocer la distinción,
antes señalada, entre el Ser y los entes. Por otra parte ―y al margen de
la especulación metafísica―, no hay según los conocimientos actuales
huellas de semejante potencialidad en la materia de hace varios millones de
años; y, entonces, sólo cabe reclamar para esa materia un movimiento
dialéctico, estrechamente ligado al presupuesto ―sin justificación―
de que la materia sea, efectivamente, el único ser, lo único real.
b) La unidad
originaria. problemas metafísicos que plantea.
Aparece, decíamos, un segundo interrogante: el de la
unidad originaria de la materia, que se pierde, y que por un movimiento de tipo
dialéctico pide ser restaurada. Así, la afirmación del ser hay que buscarla
tratando de volver al origen: «la tendencia inherente a la vida orgánica de
restaurar un precedente estado de cosas, que la entidad viviente había sido
constreñida a abandonar bajo la presión de disturbios externos, es común a los
dos instintos primarios: al Eros y al instinto de muerte» (p. 109); cada uno a
su modo busca la satisfacción, «pero la meta original de los instintos no
cambia: el retorno a la vida inorgánica, a la materia muerta» (pp. 109-110).
En esas palabras de Freud, que cita Marcuse, se encierra
un evidente paralogismo; no caben «disturbios externos», que obliguen a
abandonar «un precedente estado de cosas», si la entidad viviente se origina de
la materia, y se ha admitido como presupuesto que la materia es lo único real.
En la teoría de Marcuse se admite que hasta el comienzo
de la civilización (instauración del dominio) había una coincidencia y unidad
entre el principio del placer y el principio de la realidad: ya que, para Freud
«la civilización «puede sólo desarrollarse por medio de la destrucción de la
unión subhistórica del principio del placer y del principio de la realidad» (p.
119). Marcuse también acepta esa destrucción primitiva, aunque no la
imposibilidad de una civilización futura en la que esa unión vuelva a ser
realidad: ésta es precisamente la tesis de Eros y civilización. Que coincide,
sin embargo, con Freud en aquella unidad original, está claro: «la imaginación
conserva la 'memoria' del pasado subhistórico, cuando la vida del individuo era
la vida de la especie, la imagen de la unidad inmediata entre el universal y el
particular bajo el dominio del principio del placer. En contraste con esto,
toda la historia sucesiva del hombre está caracterizada por la destrucción de
esta unidad original» (p. 116). Y así, «la imaginación tiende a la
reconciliación del individuo con el todo, del deseo con la realización» (p.
116).
Es entonces el principio del placer (satisfacción
integral) el que explicaría la unidad originaria del ser (materia en devenir),
comprendiendo el universal y el particular. Pero habría que preguntarse: ¿por
qué la ruptura de la unidad?, ¿por qué el universal y el particular?, ¿por qué,
en una palabra, la multiplicidad y el devenir? Es éste un viejo problema
metafísico que llevó a Parménides a considerar el cambio como irreal, pura
ilusión, ante la instancia metafísica del ser como Uno e inmóvil. Y es
justamente esa instancia la que no se reconoce en la visión dialéctica de la
realidad, que sostiene Marcuse. Esta le fuerza a introducir la escisión en lo
absoluto, en lo no (materia), dotándole de auto‑génesis y auto‑desarrollo;
ahí se toca el problema serio cuya solución radica en la dependencia y
composición del ser creado, no en la concepción dialéctica de lo real.
La afirmación de lo real ―de lo que tiene un acto de ser y es― no
puede hacerse sino en la medida en que la diversidad, la composición, la
multiplicidad experimentada en el mundo sensible, encuentran su fundamento en
el Ser que es Uno, Idéntico y Simple: Dios, que no cambia, ni deviene, ni puede
perder su Unidad.
Con razón pensaba Parménides que el Ser absoluto no
puede estar en génesis. Hegel primero, y Engels después ―en versión
materialista―, van a contracorriente de esa instancia metafísica; Marcuse
no hace más que seguir ―en clave freudiana― el presupuesto de la
materia ―como lo absoluto― en autogénesis y autodesarrollo. ¿Qué
hubiera pensado Parménides de estar cierto del cambio como algo real? La
respuesta empieza a hacerse luz con Aristóteles: el nous theos implica
un respeto por lo real finito y, a la vez, es la conclusión filosófica de un
asomarse a la realidad sin actitudes preconcebidas. Y la solución queda
satisfactoriamente reafirmada en el ámbito de una metafísica creacionista, por
la Revelación divina que viene en auxilio y aporta la luz definitiva al empeño
filosófico de la razón.
Suponer, por tanto, una unidad originaria (fundada en el
Eros) al margen del Ser, Uno e Inmutable, crea una cadena de razonamientos que
se muestran insuficientes para explicar de modo satisfactorio la realidad.
Cuando Marcuse adopta una posición filosófica excluyente del Ser único e inmutable,
y trata, sin embargo, con cierto «empeño metafísico» de interpretar lo real
(sólo es la materia en autodesarrollo), necesariamente desemboca en un problema
insoluble, aún forzando, de modo apriorístico, el punto de partida. Es así como
el Eros asume la posición central ―ocupando la posición del Ser para
constituirse en inicio del movimiento dialéctico, que sustituiría a la creación
y se pondría como fundamento de todo cuanto es (deviene), como «principio del
ser», porque «ser es esencialmente lucha por el placer» (p. 101). Y de la misma
manera que en la filosofía del ser éste se explica y fundamenta en un Ser
primero, trascendente e inmutable, que confiere el ser a cuanto es, para
Marcuse todo alcanza su verdadero «ser» («hacerse») en la medida en que se inserta
en movimiento dialéctico del Eros: «El Eros... despierta y libera
potencialidades que son reales en objetos animados e inanimados ... ; reales
pero suprimidas en una realidad no‑erótica. Estas potencialidades
circunscriben el telos en ellas inherente como 'no ser sino aquello que
son', 'ser ellas mismas', existir»... «Pero para poder ser aquello que son
deben depender de la actitud erótica: sólo en ella reciben su telos» (p.
133).
Marcuse elude y distorsiona el verdadero concepto de ser
diluyéndolo en el devenir, en la facticidad de un existir‑erótico:
disuelve el ser en un continuo «hacerse» y «reconciliarse» de lo diverso, de lo
múltiple, por mediación del Eros que lo informa todo; así afirma que «la
oposición entre hombre y naturaleza, sujeto y objeto, es superada. El existir
se entiende como satisfacción que une hombre y naturaleza, de modo que la
realización del hombre sea al mismo tiempo la realización de la naturaleza» (p.
133). Su interpretación de la realidad excluye toda fundamentación teísta,
objetivo‑moral y metafísico-trascendental de la vida. Nos propone, en
cierto sentido, un panteísmo del Eros con el consiguiente rechazo de cuanto se
opone a su plena realización.
2.El Eros como lo
Absoluto: consecuencias que lleva consigo.
La metafísica del ser da un conocimiento
―incompleto por humano, pero verdadero― de la realidad: la
limitación, la diversidad, el cambio, no se conciben primordialmente como algo
negativo, sino como resultado necesario de la finitud del ser creado; y,
a pesar de su limitación, encierra una positividad: la que el actus essendi confiere
a cada ente particular, haciendo que, realmente, sea.
No hay unidad originaria que venga disociada y escindida
y que reclame posteriormente ―como sucede en Marcuseana reconciliación de
principios contrapuestos (principio del placer y principio de la realidad
constituida); sino que hay un Ser necesario e inmutable, Dios, que hace
posibles los entes particulares, finitos, y en éstos, la multiplicidad y el
cambio son propios de su misma finitud y contingencia: dependiendo del Ser, no
son el Ser. Su telos ―para emplear la expresión de Marcuse―
lo tienen en el Ser, en Dios; pero de algún modo su telos también está
presente en ellos mismos por el actus essendi propio que les finaliza,
en dependencia radical del Ser. Este funda toda la realidad creada y el orden
que en ella se descubre; lejos de suponer al ente como limitado negativamente,
la realidad finita debe a Dios toda su positividad y toda la perfección que le
es dado alcanzar.
Para Marcuse, por el contrario, todo límite es entendido
como negatividad («represión»), como ruptura de una unidad originaria: «la
unión subhistórica del principio del placer y del principio de la realidad» (p.
119). Si se reclama para el principio del placer y para el Eros los caracteres
del Absoluto ―y así parece hacerlo Marcuse, pues toda su crítica se mueve
en función del Eros―, no se explica metafísicamente cómo el Absoluto
pueda venir escindido y limitado: es un interrogante que permanece sin
respuesta. Sólo en un ateísmo presupuesto cabe concebir la «represión» con el
tinte de negatividad (alienación) con que Marcuse la entiende; y,
paralelamente, todo dominio se identifica, sin más, con lo represivo.
Despojado lo real de su ser propio ―la «realidad dada»,
que por principio rechaza Marcuse―, cuantas verdades y valores
universales pretenda descubrir la razón en el seno de lo real vendrán
automáticamente calificados de «productos» de una razón al servicio de los
intereses del dominio: «el Logos se revela como la lógica del dominio» (p. 90).
El presupuesto de base ―todo dominio y represión como quiera que se la
entienda, se contrapone al Eros― impide alcanzar a Marcuse un concepto de
dominio en el sentido de subordinación jerárquica, de dependencia
ontológica, basada en la multiplicidad y finitud del ser creado. Reconocer
esto implica renunciar a la concepción dialéctica de la realidad.
De ese modo‑dominio‑represión‑productividad
resultan en Marcuse inseparablemente unidos. La productividad de la sociedad
tecnológica es represiva porque procede del dominio (de un trabajo alienado que
no origina placer, que no reconcilia al individuo con el todo), y de un dominio
que, a su vez, es fruto de la razón. Así, la productividad «alienante» viene
entendida como el resultado de todo proceso racional que pretenda desvelar en
lo real (que para Marcuse no existe, al margen del Eros) unos principios
metafísicos que guíen la acción humana: «El término mismo de productividad ha
terminado por adquirir un sabor de represión ... : significa... el triunfo
sobre los 'estratos inferiores' del alma y el cuerpo, la domesticación de los
instintos por parte de la razón explotadora» (p. 126).
Surge constantemente en Marcuse el rechazo de toda
realidad dada, como contrapuesta al principio del placer. «El Yo que había
emprendido la transformación racional del ambiente humano y natural se reveló
como un sujeto esencialmente agresivo, ofensivo... El Yo era un sujeto contra
un objeto. Esta experiencia a‑priori antagonista determinó el ego
cogitans tanto como el ego agens. La naturaleza (tanto la propia
como la del mundo externo) era 'dada' al Yo como algo que debía ser combatido,
conquistado ... ; la lucha comienza con la perpetua conquista interna de las
facultades Inferiores' del individuo: de sus facultades sensorias y apetitivas»
(p. 89).
El dominio de las facultades inferiores del hombre al
servicio de la razón y de la voluntad tiene un sentido positivo y coherente, no
ya sólo en una concepción cristiana del hombre ,sino en una simple ética que
abra sus ojos a una visión de la realidad, que no se cierre a la trascendencia:
donde la verdad y el bien, inseparables del ser, sitúan las coordenadas de la
acción humana. En el recto actuar humano no hay «represión» de facultades
inferiores, como Marcuse sostiene, sino integración de los actos de esas
facultades en el ámbito operativo de la persona que se conduce no de modo ciego
e instintivo ―animal―, sino guiada por la verdad y el bien que
descubre en el ser. Es bueno o malo, no lo que satisface o degrada a las
facultades inferiores, sino lo que, complaciéndolas o no, hace que el hombre no
se aparte, en ninguna de sus acciones, de Dios, Bien último, único capaz de
perfeccionarle. Por eso, la verdadera «libertad» de las facultades inferiores
está supeditada al dominio de la razón y voluntad: el hombre se hace tanto más
libre cuanto menos se deja arrastrar por lo meramente sensible, cuanto mayor
influjo ejercita la razón y voluntad en la esfera sensitiva.
3. La civilización
del Eros: soluciones insuficientes.
En el apartado 11 del contenido de la obra se aludió marginalmente a las soluciones que Marcuse pretende dar a problemas capitales de la civilización; varios puntos débiles se revelan en ellos:
Problema de la autoridad: Su fundamentación se muestra a todas luces insuficiente. «Las relaciones jerárquicas no carecen de libertad in se» (p. 178). Ciertamente, intenta formular Marcuse el porqué de ello; pero lo intenta de tal manera que sólo se reconoce una autoridad que facilite la libertad del Eros o que, al menos, no la impida. «La civilización hace en gran parte una justa contribución a la autoridad racional, basada a su vez sobre el conocimiento y sobre la necesidad, y que tiende a la protección y conservación de la vida» (pp. 178-179). Tampoco aquí hay nada que oponer a Marcuse, pero ¿qué campo abarca esa autoridad?: una esfera importante, pero ciertamente angosta, porque los ejemplos que aduce Marcuse resultan superficiales: «De ese orden es la autoridad del maquinista, del guardia que regula el tráfico, del piloto durante el vuelo... Si un niño siente el 'deseo' de atravesar la calle cuando le viene en gana, reprimir este 'deseo' no significa en absoluto reprimir una potencialidad humana» (p. 179).
¿Por qué, habría que preguntar, esa autoridad racional
se limita simplemente al ámbito jerárquico de los ejemplos señalados ? ¿A qué
tipo de racionalidad justificadora de la autoridad se está refiriendo Marcuse?
Aquí nos reafirma que para él lo genuinamente racional es cuanto lleva a la
satisfacción del Eros: «es razonable lo que sostiene el orden de la
satisfacción» (p. 178). Desde luego, no se le puede tachar de incoherente,
aunque sí de no respetar el orden de lo real. Si aboga, como hemos visto, por
la «liberación de la sensualidad del dominio represivo de la razón» (p. 144),
lógico es que no pueda concluir de otro ―modo: asignar como fundamento de
la autoridad (de relaciones jerárquicas que no carezcan de libertad in se) una
«razón sensual» (cfr. pp. 145, 147, 167, 184). Así, la subordinación jerárquica
fundamentada en el orden ontológico querido por Dios, es vista por Marcuse como
subordinación «represiva» producto de la racionalidad de la opresión; la
basada, por el contrario, en el orden de la sensualidad es la «liberadora». Hay
que conceder a Marcuse que cuanto pretende es ciertamente cambiar al hombre y
su modo de ser (cfr. p. 88); para ser más exactos, pretende desvincularlo de
toda realidad trascendente para que sólo en la esfera de lo animal esté su
«libertad»: «más allá del principio de prestación, la satisfacción del instinto
exige un esfuerzo de la libre racionalidad tanto más consciente cuanto menos
esa racionalidad es el subproducto de la racionalidad de la opresión» (p. 178).
Resulta irónico que esa pretendida «libertad» desemboque
al fin en un totalitarismo; cabe sospecharlo cuando habla Marcuse de que «la
libertad del individuo y la del conjunto podrán tal vez conciliarse por medio
de una 'voluntad general' que se concretará en instituciones dirigidas a
satisfacer deseos individuales» (p. 179). Los problemas, lejos de solucionarse,
se complican cada vez más: «¿Quién está autorizado a establecer e imponer las
normas objetivas?» (p. 179). Nadie, sería la respuesta adecuada; o, como
escépticamente señala Marcuse, «quienes hayan alcanzado el conocimiento del
Bien real» (p. 179), pero el «Bien real» suena a razón represiva y no tiene
cabida en la filosofía de Marcuse. Si todo hay que conciliarlo en función del
Eros, en él encontrará la respuesta definitiva a todo interrogante: el
irracionalismo de la sensualidad es lo que termina imponiéndose como fundamento
constructor de:
b) La moralidad del Eros: En estrecha coherencia
con todo el planteamiento de fondo, la idea más significativa de lo que Marcuse
entiende por moralidad radica quizá en el rechazo de toda «imposición externa»
(cfr. p. 180), como condicionante de la conducta humana.
Es llamativo que al momento de formular su teoría de la
moralidad del Eros maneje conceptos tales como finalidad, felicidad,
autodeterminación, barreras que se transforman en elementos de libertad, etc.
(cfr. pp. 180‑181), que, bien entendidos, están presentes en una recta
visión de la moralidad. Pero es el diverso concepto del fin y de la finalidad
lo que en uno y otro caso marcan la neta separación entre la verdadera moralidad
y aquella que Marcuse propone. Sólo en cierto sentido, los razonamientos que
sigue para fundamentarla no son ajenos a la moral que él critica: sí lo es, en
cambio, y de modo radical, el principio que guía toda su formulación.
En efecto: es obligado hablar de autodeterminación
―libertad― en la moral cristiana; pero ciertamente todo se torna
represivo y no se advertirá esa libertad, si la concepción de lo real se hace
de espaldas al ser y abierta únicamente al Eros. Es obligado hablar de una
felicidad más plena ―aunque no sea lo básico en la moral cristiana―
como recompensa eterna que no se alcanza de modo inmediato; pero no puede
concebirse otra felicidad y recompensa que no sean sensuales, desde una
concepción donde la sensualidad lo es todo. Es obligado hablar de «barreras»
que se transforman en elementos de libertad, cuando aquéllas se conciben como
límites que impiden la degradación del hombre actuando al margen de la recta
razón; pero Marcuse no puede entender que tales «barreras» no tengan «otro origen
que el instinto mismo» (n. 180), ni otra finalidad que una mayor satisfacción
del Eros. Y es obligado hablar de finalidad y de Dios, fin último, porque en El
tiene sentido y fundamento toda la vida moral; pero Marcuse no tiene otro
fundamento y fin último para su moral, al margen del Eros.
Así, considerando erróneamente que lo esencial de la
moralidad sean las «barreras», las «limitaciones», Marcuse fundamenta lo que ha
llamado moralidad de la libido, es una «autoconstricción 'natural' existente en
el Eros» (p. 180) que se autolimita para alcanzar en un momento posterior una
satisfacción más plena; y, en consecuencia, las propias «limitaciones tienen un
valor intrínseco en función de la libido» (p. 180), pues no vienen impuestas
externamente. El principio del placer revelaría de ese modo la propia
dialéctica porque, «alcanzando su objetivo, lo trasciende en busca de otros, de
una satisfacción más plena» (p. 168). En resumen: «esta racionalidad sensual
tiene en sí misma las propias leyes morales» (p. 181).
Triste moral toda ella que restringe la felicidad humana
a placer sensible. Que no puede hablar propiamente de bien y de mal porque ha
reducido todo a la satisfacción instintiva y «el instinto mismo está más allá
del bien y del mal» (p. 180); que no conoce otra «perfección» fuera de la
alcanzable en la esfera sensitiva, porque «la aspiración erótica a hacer del
cuerpo entero un sujeto‑objeto de placer requiere un refinamiento
continuo del organismo, una más intensa receptividad, un aumento de su
sensualidad» (p. 168); que, en fin, ve el suicidio como un camino más para
alcanzar la satisfacción definitiva.
Muchas otras cuestiones podrían tratarse: la utopía de
un trabajo que no desapareciese cuando la civilización del Eros viniera
impuesta; la utopía de un orden y paz social en base a la plena libertad de la
libido, todo lo autosublimada que la quiera Marcuse; la tesis de la sexualidad
poliforme, etc. Pero todas ellas de un modo u otro tienen la misma raíz
original: la concepción dialéctico‑materialista de la realidad, con el
Eros como principio del ser, en antagonismo al no‑ser, a la negatividad
del principio de la realidad constituida (cfr. p. 88).
La tesis de fondo propuesta en Eros y
civilización desemboca en un activismo irracional por el camino de la plena
libertad de los instintos y lleva necesariamente a una subversión contra todo
cuanto se oponga a esa libertad; no resulta extraño que se llegue a esas
conclusiones desde los presupuestos que se han tomado como punto de partida.
Aunque la valoración crítica se ha hecho en un plano
esencialmente filosófico, eran inevitables las referencias teológicas;' de otra
parte, ni siquiera el propio Marcuse ha eludido algunas de esas referencias,
aunque el tratamiento que les da es ―como se ha visto― radicalmente
erróneo: «culpa», «pecado original», «moralidad de la libido», etc., no tienen
ninguna dimensión propiamente. teológica ni en el pensamiento de Marcuse, ni en
el contexto en que las sitúa. Pero ponen de manifiesto la imposibilidad de
acercarse al estudio del hombre, sin que, de un modo u otro, surjan
inexorablemente temas como la moralidad, normas objetivas de actuación, culpa,
―ley, etc., que reclaman una trascendencia, incompatible con el
inmanentismo de Marcuse.
Su ensayo entraña unos principios (materialismo
dialéctico) y lleva a unas conclusiones (el placer sensible como meta suprema
de la existencia humana) incompatibles con las verdades naturales que una recta
filosofía alcanza a descubrir; y, obviamente, también incompatibles con las
verdades ―tanto naturales como sobrenaturales― contenidas en la
Revelación. A modo de síntesis, en Eros y civilización se niegan
abiertamente las siguientes verdades:
La creación del mundo por Dios. La naturaleza espiritual
del hombre, y, consiguientemente, la inmortalidad del alma; con más motivo se
desconoce y niega la participación sobrenatural de la naturaleza divina, por
medio de la gracia. La existencia del orden moral como relación necesaria de
los actos humanos a Dios, principio de ese orden; y, en consecuencia, negación
de unas normas objetivas de moralidad que, teniendo su origen en Dios,
manifiestan la dependencia ontológica de la criatura respecto al Creador y el
cauce propio de la actividad humana para que el hombre se perfeccione. En
estrecha conexión con ello, se niega la naturaleza del pecado como ofensa a
Dios, cuando la criatura quebranta libremente aquel orden querido por El.
En resumen, la vida humana no sólo se cierra a lo
sobrenatural, sino que se rebaja a un nivel infrahumano.
J.A.G.-P.
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* Raros son los psiquiatras que han seguido a Freud en ese punto del pansexualismo; pero Marcuse le permanece fiel pensando que «originariamente, el instinto sexual no conoce limitaciones extrañas de tiempo y espacio respecto a su sujeto y objeto» (p. 40); tesis que tiene su origen en una interpretación bastante arbitraria de la sexualidad infantil, realizada por Freud.
* Marcuse disiente abiertamente de Freud en un punto de importancia capital, como el que acabamos de indicar. Y, no tanto, en base a lo que nos dice la realidad, sino a la «idea» acuñada por Freud del poder unificador del Eros, sentencia su tesis: dejemos plena libertad a los deseos instintivos del Eros, porque todo el antagonismo entre sexualidad y civilización, se debe a poner cortapisas al principio del placer. Este ya se encargará de dictar sus propias leyes y su propia moral de modo absolutamente autónomo (cap. XI); y rechacemos cualquier principio externo que obstaculice su libre expansión; así, habremos resuelto el problema.
* Es cierto que Marcuse no desea «comprometerse» demasiado con la interpretación freudiana de la prehistoria de la civilización, porque «las dificultades para comprobar científicamente esa teoría, e incluso su inconsistencia lógica, son obvias y tal vez insuperables» (p. 49); «si la hipótesis de Freud no es confirmada por alguna prueba antropológica, se debe descartar en pleno» (p. 50). Pero no es menos cierto que Marcuse se sirve de todo ello, aunque sólo sea «por su valor simbólico», porque la hipótesis «condensa en un subseguirse de acontecimientos catastróficos, la dialéctica histórica del dominio, y de este modo arroja luz sobre aspectos de la civilización hasta ahora inexplicables» (p. 50).
* El hombre se autotrascendería en una sucesiva y continua búsqueda de placer, siempre sensible, aunque no necesariamente de tipo sexual; el Eros de Marcuse no se reduce sólo a lo sexual, aunque evidentemente lo incluye y en no pequeña medida; en tal sentido, Marcuse ha criticado 12 posición de Reich como la visión simplista del progreso en base a la «pura liberación de la sexualidad» (p. 190). Pero lo cierto es que las conclusiones de Marcuse están más cercanas a las de Reich de lo que él piensa; no faltan críticos marxistas que atribuyen a Marcuse la «puesta al día» de las teorías de Reich que han vuelto a resurgir gracias a Marcuse, aunque más elaboradas y con pretensiones más «realistas», para aplicarlas a la vida. Como ejemplo de esa «autotrascendencia» en base al Eros, valgan estas palabras: «La sexualidad transformada en Eros. .. no se la desvía de su objetivo.... se puede decir más bién que alcanzando su objetivo lo trasciende a la búsqueda de otros, a la búsqueda de una satisfacción más plena» (p. 168). En seguida veremos cómo esos objetivos no son otros que los meramente sensibles y cómo el principio del placer, revela la propia dialéctica. La aspiración erótica a hacer del cuerpo entero un sujeto‑objeto de placer, requiere un refinamiento continuo del organismo, una más intensa receptividad, un aumento de su sensualidad» (p. 160).