Acerca de la contradicción
(«Sulla contraddizione», incluido en el volumen «Mao TseTung»,
Accademia‑Sansoni editori, Milano 1970, que a su vez lo recoge del libro
«Testi esemplari», Edizioni Oriente, Milano, s. f., con su autorización) *.
En la edición que citamos, una nota en pie de página
explica al principio la finalidad concreta y las circunstancias que dieron
origen a este ensayo de Mao: «Esta obra filosófica fue escrita por Mao Tse‑Tung
en agosto de 1937, después de la precedente «Acerca de la praxis», y con la
misma intención: corregir los graves errores de carácter dogmático que se
habían verificado en el seno del Partido. Mao Tse‑Tung desarrolló, sobre
este tema, una conferencia en la Universidad militar y política antijaponesa de
Yenán. En el momento de incluir esta obra en la edición de sus «Obras
escogidas», el autor ha aportado algún añadido, supresión y corrección de
detalle» (p. 127).
Así, después de haber analizado la situación
ideológicopráctica en el Partido Comunista Chino, desde el punto de vista de la
praxis como criterio de verdad (vid. Recensión a Acerca de la práctica), va
a hacerlo ahora con la clave de «la ley de la contradicción, o ley de la unidad
de los contrarios, que es inherente a las cosas y a los fenómenos, es la ley
fundamental de la dialéctica materialista». A partir de un texto de Lenin en
este mismo sentido ―Posición de la contradicción como esencia de lo real,
que es devenir dialéctico― Mao se propone clarificar los siguientes
puntos (que constituirán los respectivos apartados de este ensayo): «las dos
concepciones del mundo, la universalidad de la contradicción, su carácter
particular, la contradicción principal y el aspecto principal de la
contradicción, la identidad y la lucha de los contrarios, el lugar del antagonismo
en la contradicción» (pp. 127‑128).
Como se ha señalado ya, la finalidad es oponerse a unas
tendencias aparecidas en el Partido, que Mao juzga peligrosas y sustancialmente
antimarxistas, siguiendo «la crítica de los filósofos soviéticos al idealismo de
la escuela de, Deborin» (p. 128), porque «el idealismo de Deborin ha ejercido
un influjo extremadamente dañoso en el interior del Partido comunista chino, y
es innegable que las concepciones dogmáticas en nuestro Partido tienen
afinidades con su escuela» (ibíd.). Es interesante anotar la prioridad que Mao
reconoce al estudio del auténtico marxismo para una eficaz acción
revolucionaria ―en este mismo ensayo insistirá varias veces sobre este
punto―; y que ese marxismo auténtico, es, como ha visto Lenin, la filosofía
que Marx desarrolla al recuperar la dialéctica hegeliana desde y en el
materialismo sensista de Feuerbach: dotando así a la materia sensible (única
realidad o Absoluto) de las prerrogativas del Espíritu (en su aparición finita:
movimiento de la razón dialéctica).
1. Las dos concepciones del mundo.
«En la historia del conocimiento humano existen, desde
tiempos inmemorables, dos concepciones de las leyes de desarrollo del mundo
―una metafísica, otra dialéctica― que constituyen dos opuestas
concepciones del mundo» (p. 128).
También aquí parte Mao de un texto de Lenin, en el que
se afirma que, puesto que lo real es desarrollo, ha sido concebido de dos
maneras: como disminución y aumento (repetición) o como unidad de los
contrarios (desdoblamiento de uno en contrarios que se excluyen y relacionan
recíprocamente). A la primera concepción ―tanto en sus formas europeas
como en China― Mao la llama «metafísica»; a la segunda, dialéctica. Ese
pensamiento metafísico ha sido predominantemente idealista, pero se ha dado
también en el materialismo premarxista (así lo afirma también expresamente Marx
en sus «Tesis sobre Feuerbach», criticando los materialismos mecanicistas y
sosteniendo el evolutivo‑dialéctico). La burguesía habría sido la
expresión de ese pensamiento metafísico reaccionario y conservador; la
aparición del proletariado sería el momento de la toma de conciencia de sí
«como la más grande fuerza motriz del desarrollo histórico» (p. 130),
expresándose como materialismo dialéctico.
Aquella concepción «metafísica» ―aunque logre ser
materialista e incluso evolutiva― se caracterizaría por considerar las
cosas como perpetuamente aisladas entre sí y en estado de perenne quietud:
sería así una visión «unilateral». De este modo ―según Mao―
defienden el individualismo y el capitalismo, como algo permanente en la
sociedad, y «de manera simplista, tratan de encontrar las causas del desarrollo
fuera de las cosas y de los mismos fenómenos, negando aquella tesis de la
dialéctica materialista según la cual el desarrollo de las cosas y de los
fenómenos es suscitado por sus contradicciones internas» (pp. 130‑131).
Ese modo de pensar del materialismo mecanicista europeo, tuvo también su
equivalente en China, y ha sido «largamente defendido por la decadente clase
feudal en el poder» (ibíd.).
A ese pensamiento habría que oponer el materialismo
dialéctico, que ve la contradicción ínsita en las cosas y en los fenómenos,
como ley inmanente de su desarrollo y de sus saltos cualitativos y del progreso
absoluto. Así, por causas internas y no por condicionamientos extrínsecos, se
habrían operado las grandes transformaciones sociales (en Rusia con Lenin, en
China con Mao), en virtud de las contradicciones latentes que son fuerza motriz
de desarrollo. «Las causas externas actúan a través de las causas internas» (p.
133). De este modo Mao expone sumariamente los acontecimientos políticos desde
la fundación del Partido comunista.
Esa concepción dialéctica del mundo habría existido en
China ya en la antigüedad, pero su carácter espontáneo y primitivo le hizo
sucumbir ante el pensamiento «metafísico», hasta los comienzos de este siglo.
«El célebre filósofo alemán Hegel, que vivió a fines del siglo XVIII y a
comienzos del XIX, aportó una contribución muy importante a la dialéctica, pero
su dialéctica era idealista. Fue sólo cuando Marx y Engels, grandes hombres de
acción del movimiento proletario, llegaron a generalizar los resultados
positivos obtenidos por la humanidad en el curso del desarrollo del
conocimiento, y en particular recogieron críticamente los elementos racionales
de la dialéctica hegeliana creando la gran teoría del materialismo dialéctico e
histórico; fue sólo entonces cuando una revolución sin precedentes se produjo
en la historia del conocimiento humano. A continuación esa gran teoría fue
desarrollada por Lenin y por Stalin. Y apenas esa teoría penetró en China,
provocó inmediatamente enormes cambios en el pensamiento chino» (p. 134).
En primer término esa concepción dialéctica enseñaría a
analizar correctamente el movimiento de las contradicciones intrínsecas a las
cosas; y de este modo, a determinar los métodos aptos para resolverlas. De ahí
la gran importancia de conocer bien esa ley de la contradicción.
2. Universalidad de la contradicción (p.
135).
Mao afirma que
esa universalidad ―confirmada por su eficaz aplicación a las
investigaciones de la historia de la humanidad
y de la naturaleza y a sus transformaciones es ya ampliamente reconocida, y por
eso no será necesario extenderse en este punto; en cambio, dice, hay aún numerosos
comunistas que no entienden bien el carácter específico de la contradicción, y
sin embargo conocer esto es necesario para dirigir la práctica revolucionaria.
Citando a Engels y a Lenin, insiste en que «la lucha y
la dependencia recíproca de los aspectos contradictorios presentes en todas las
cosas determinan la vida de todas las cosas y son la fuerza motriz de su
desarrollo. No existen cosas que no contengan contradicciones, sin
contradicción no existiría el mundo» (p. 136). Esa contradicción que «continuamente
se pone y continuamente se resuelve» (p. 136) es la esencia misma de lo «real»
en todas sus manifestaciones: desde el movimiento mecánico a la vida del
pensamiento y a la ciencia social (lucha de clases). «Hay que considerar toda
divergencia en los conceptos humanos como el reflejo de contradicciones
objetivas. Estas últimas, reflejándose en el pensamiento subjetivo, forman el
movimiento contradictorio de los conceptos, estimulan el desarrollo del
pensamiento, resuelven continuamente los problemas que se ponen frente al
pensamiento humano» (p. 137). Esa oposición y lucha es tan universal que ha de
darse también dentro del Partido, como ley y garantía de su misma vida.
Para Deborin y su escuela, la contradicción no estaría
presente en el inicio de cada proceso, sino sólo al llegar a un cierto punto de
su desarrollo; pero así se deriva al mecanicismo «metafísico» que, por ejemplo,
antes de la Revolución francesa ve diferencias sociales pero no
contradicciones. Para el marxismo, en cambio, toda diferencia es ya una
contradicción. «La contradicción es universal, absoluta; existe en todos los
procesos de desarrollo de las cosas y penetra todos los procesos desde los
comienzos hasta el fin» (p. 138). El nacimiento de un nuevo proceso significa
simplemente que la vieja unidad y los contrarios que la constituyen, dejan el
sitio a una nueva unidad y a sus nuevos contrarios. «Lenin subraya que Marx, en
El Capital, ha dado un modelo de análisis del movimiento de las
contradicciones que atraviesan el entero proceso de desarrollo de una cosa o de
un fenómeno desde el comienzo hasta el fin» (p. 139). Es necesario que los
comunistas chinos lleguen a ser maestros en ese método (cfr. ibíd.).
3. El carácter específico de la
contradicción (p. 140).
Visto su carácter universal y absoluto, se trata de
estudiar ahora el específico y relativo de las distintas contradicciones. Son
específicas todas las formas de movimiento de la materia. «El conocimiento que
el hombre tiene de la materia, es conocimiento de las formas del movimiento de
la materia, porque en el mundo no existe nada aparte de la materia en
movimiento, y el movimiento de la materia asume necesariamente formas
determinadas» (p. 140). Todas esas formas tienen algo en común, pero «toda
forma de movimiento contiene en sí sus propias contradicciones específicas, que
constituyen la esencia específica por la que un fenómeno se diferencia de los
otros» (p. 140). Eso vale tanto para la naturaleza como para los fenómenos
sociales e ideológicos: en ambos casos se trata de autoconocimiento de la
materia en movimiento o materia‑movimiento (el movimiento dialéctico de
la razón es lo real mismo, hasta el punto de que la conciencia, es sólo un
reflejo de ese movimiento, que es el movimiento absoluto de una materia
entendida como movimiento dialéctico).
Así, el estudio de determinadas contradicciones,
inherentes sólo a una esfera determinada de fenómenos, constituye el objeto de
cada ciencia particular. Si no se estudia lo universal de la contradicción, no
se pueden descubrir las causas generales o los fenómenos generales; pero si no
se estudia lo que cada contradicción tiene de específico es imposible
determinar aquella esencia peculiar por la que una cosa se distingue de otra
(cfr. p. 141).
Por otra parte, el conocimiento humano va de lo
particular a lo general, de la esencia específica a la generalización y esencia
común de los fenómenos. De ahí, se vuelve a los fenómenos específicos, que ya
pueden conocerse mejor, y de este modo completan y enriquecen el conocimiento
de la esencia común. «El desarrollo del conocimiento humano representa siempre
un movimiento en espiral» (p. 142), hacia arriba. Los comunistas perezosos que
consideran la verdad general como algo caído del cielo rehusan el estudio
difícil de las cosas concretas, «no entienden nada de la teoría marxista del
conocimiento» (p. 142).
«Contradicciones cualitativamente diversas no pueden ser
resueltas más que con métodos cualitativamente diversos. Es así, por ejemplo,
como las contradicciones entre el proletariado y la burguesía se resuelven con
el método de la revolución socialista. La contradicción entre las masas
populares y el régimen feudal se resuelve con el método de la revolución
democrática. La contradicción entre las colonias y el imperialismo se resuelve con
el método de la guerra revolucionaria nacional. La contradicción entre la clase
obrera y los campesinos, en la sociedad socialista, se resuelve con el método
de la colectivización y mecanización de la agricultura. Las contradicciones en
el ámbito del Partido comunista se resuelven con el método de la crítica y de
la autocrítica» (p. 143). Aquí se presenta uno de los puntos más
característicos del pensamiento y de la acción política de Mao Tse‑Tung:
una cierta ductilidad en la aplicación de métodos diversos, que por otra parte
juzga ―con bastante coherencia― plenamente conforme con el fondo
del pensamiento filosófico de Marx. Y precisamente en los años en que escribió
este ensayo, se trataba de advertir en China la presencia simultánea de «contradicciones
cualitativamente diversas»: las que acaba de enumerar e incluso algunas más, lo
que obligaría a subordinar la resolución de unas a la resolución de otras, a
establecer unas prioridades, a servirse incluso de una contradicción no
resuelta para poder resolver otra que, al menos en aquel momento, aparecía más
importante para el éxito de la Revolución comunista. Eso queda justificado, en
el ámbito general de la doctrina marxista, con la afirmación de la
universalidad de la contradicción y a la vez con lo que cada contradicción
particular tiene de específico. «Cuando estudiamos un problema debemos
guardarnos del subjetivismo, de la unilateralidad y de la superficialidad.
Subjetivismo significa incapacidad de examinar los problemas de modo objetivo,
es decir, desde, un punto de vista materialista. De esto he hablado ya en el
escrito 'Acerca de la praxis'» (p. 145).
Por otra parte, esas contradicciones particulares
presentan interrelaciones, nexos, condicionamientos mutuos. Entonces la
contradicción general o universal se manifiesta más claramente y permite
resolver las particulares del modo más eficaz y en su momento más propicio. De
ahí por ejemplo, que Mao propugnase dejar para más adelante la lucha de los
comunistas contra el Kuomintang, anteponiendo entonces la lucha común contra el
Japón, lucha que entonces se presentaba más apta para atraerse a las masas; y
lo mismo irá haciendo después con otros aspectos de su estrategia política: y
esto precisamente como aplicación correcta de la teoría general marxista (así critica
a los que llama empiristas y oportunistas) y para el logro efectivo de la
Revolución marxista (criticando así a los que llama racionalistas y
dogmáticos). Con esa misma perspectiva teórica analiza las derrotas (que
atribuye a los racionalistas y a los empiristas) y los triunfos del Partido
comunista chino desde su fundación en 1921. «Si no se estudian estas
particularidades, es imposible comprender las relaciones específicas entre el
Kuemintang y el Partido comunista en las diversas etapas de su desarrollo:
creación de un frente unido, ruptura de este frente y, de nuevo, creación de un
frente unido» (p. 152). Frente unido que, como la unidad hegeliana de los
contrarios, contiene a la vez la contradicción que es principio motor, en un
proceso indefinido y progresivo de superaciones sucesivas.
Por el mismo hecho de que lo particular está unido a lo
universal, y que en cada fenómeno está intrínsecamente inherente no sólo lo que
hay de particular en la contradicción, sino también lo que hay de universal: lo
universal existe en lo particular. Cuando se estudia un determinado fenómeno,
es necesario, por tanto, descubrir estos dos aspectos y sus relaciones
recíprocas» (p. 155). En esto, Mao Considera que Stalin ha sido un verdadero maestro,
logrando así explicar que Rusia hubiese llegado a ser ―contra los
pronósticos del mismo Marx― la patria de la revolución proletaria.
«Este principio de lo general y de lo particular, de lo
absoluto y de lo relativo, es la esencia misma del problema de las
contradicciones inherentes en las cosas y en los fenómenos; no comprenderlo
significa rechazar la dialéctica» (p. 157).
4. La contradicción principal y el aspecto
principal de la contradicción (p. 157).
Aquí se va a tratar precisamente de ver que en un
conjunto de contradicciones, hay siempre una que es la principal y que
determina a las otras. Mao ilustra esa afirmación con algunos acontecimientos
políticos y militares en China ya desde la llamada «Guerra del opio» en 1840.
«Si en un proceso existen varias contradicciones, una de ellas debe ser la
principal, la que tiene una función dominante, decisiva, mientras las otras
ocupan una posición secundaria y subordinada. Por tanto en el estudio de
cualquier proceso, si se trata de un proceso complejo con dos o más
contradicciones, debemos esforzarnos por encontrar la contradicción principal.
Una vez aferrada, todos los problemas se hacen de fácil solución. Este es el
método que nos ha indicado Marx en su análisis de la sociedad capitalista; éste
es el método que nos han indicado Lenin y Stalin en su análisis del
imperialismo y de la crisis general del capitalismo, en su estudio de la
economía de la Unión Soviética» (p. 159).
Por otra parte, sin embargo, en una misma contradicción
puede haber dos aspectos, de los cuales uno sea el principal y el otro
secundario: el principal es el dominante en la contradicción y condiciona su
desarrollo. «Pero esta situación no es estática: el aspecto principal y el no
principal de la contradicción se transforman uno en otro y, en consecuencia, la
naturaleza de las cosas se modifica» (p. 160). Esa modificación, que es
«sustitución de lo viejo por lo nuevo» es «la ley general, eterna e inviolable
del universo» (ibíd.). Así, «en la nueva época de la sociedad
capitalista el feudalismo, de fuerza dominante que había sido en la vieja
sociedad, se hace fuerza subalterna y progresivamente fenece. Es lo que ha
sucedido, por ejemplo, en Inglaterra y en Francia. Con el desarrollo de las
fuerzas productivas, la burguesía se convierte ―de clase nueva,
progresista que era― en una clase vieja y reaccionaría y, al fin,
derribada por el proletariado, en una clase expropiada de los medios de
producción, privada de su poder, destinada a desaparecer con el tiempo» (p.
161). Este es, para Mao, el paradigma de la evolución social para todos los
países; y con esta clave analiza la situación «semicolonial y semifeudal» de
China, que, bajo la dirección del Partido comunista, va a dar paso a la nueva
sociedad socialista. El «aspecto principal de la contradicción» puede ser, a
veces, una situación propicia, y entonces hay que aprovecharla; otras veces,
pueden ser las dificultades ―sobre todo si los revolucionarios cometen
errores― y entonces hay que aprovechar la experiencia para convertirlas
nuevamente en una situación propicia.
Interesante la siguiente afirmación de Mao: «Lo mismo
vale para nuestro estudio de la contradicción que existe en el paso de la
ignorancia al conocimiento. A los comienzos, cuando comenzamos sólo a estudiar
el marxismo, existe una contradicción entre una ignorancia o nuestro limitado
conocimiento del marxismo y el conocimiento del marxismo. Y sin embargo, si se
estudia con empeño, se puede llegar a la transformación de esa ignorancia en
conocimiento, escasos conocimientos pueden ser transformados en ricos
conocimientos, la aplicación ciega del marxismo puede transformarse en dominio
de su aplicación» (p. 163).
Contra los que de hecho sostienen más bien un
materialismo mecanicista, afirma: «por supuesto, las fuerzas productivas, la
praxis y la base económica tienen en general la función principal, decisiva, y
quien lo niega no es un materialista. Pero hay también que reconocer que en
ciertas circunstancias las relaciones de producción, así como la teoría y la
superestructura, pueden a su vez tener una función de primer plano, decisiva»
(p. 164). Así, «cuando, como dice Lenin: 'sin teoría revolucionaria no existe
movimiento revolucionario', la creación y la difusión de la teoría
revolucionaria adquieren un papel fundamental, decisivo» (p. 164). Ahí estaría,
para Mao, la diferencia entre el materialismo mecanicista ―para el que
simplemente los factores materiales determinan lo «espiritual» y la
conciencia― y el materialismo dialéctico ―en el que hay que
considerar «la acción de retorno de los factores espirituales, la reacción de
la superestructura sobre la base económica» (p. 164): de ahí que, con la teoría
y la conciencia marxista, hay que eliminar esos «factores espirituales» y esas
« superestructuras » que pueden impedir «el desarrollo de la base económica» (ibíd.).
5. Identidad y lucha de los aspectos de la
contradicción (p. 163).
La noción básica de identidad contiene estos dos puntos:
«1. cada uno de los dos aspectos de cualquier contradicción en el proceso de
desarrollo de los fenómenos presupone la existencia del propio contrario,
coexistiendo ambos en la misma unidad; 2. cada uno de los dos aspectos
opuestos, en condiciones determinadas, tiende a transformarse en el propio
contrario» (p. 166).
Esos aspectos contradictorios no pueden existir
aisladamente, uno sin otro. La ausencia determina la desaparición de las
condiciones de existencia del otro. Aparece aquí un aspecto básico de la
concepción marxista de la sociedad y de la misma naturaleza, en base a la
dialéctica hegeliana: la «realidad» consiste en un sistema de interrelaciones
(el ser se resuelve en relación, la lógica ―dialéctica― ocupa el
sitio de la metafísica, el principio de no contradicción es sustituido por la
ley de la antinomia como motriz del movimiento de la razón). «Precisamente a
eso se refieren las palabras de Lenin, según el cual la dialéctica estudia
'cómo los contrarios pueden ser... idénticos' ¿Cómo es posible? Precisamente
porque su existencia se condiciona recíprocamente. Este es el primer
significado del concepto 'de identidad'» (p. 167).
Pero no es sólo condicionamiento recíproco, sino
transformación de uno en otro. «Esto significa que cada uno de los dos aspectos
contrastantes inherentes a un fenómeno se transforma ―en particulares
circunstancias― en su propio contrario y toma la posición antes ocupada
por su opuesto. Este es el segundo significado del concepto de identidad de los
contrarios» (pp. 167‑168). Nuevamente aquí Mao intenta clarificar esa
teoría mostrándola con el análisis dialéctico de los acontecimientos políticos
en China, especialmente desde 1927 (cuando el Kuomintang comenzó a romper con
el comunismo). Así, concluye, «reforzar la dictadura del proletariado o la
dictadura del pueblo significa preparar las condiciones que consientan la liquidación
de esa dictadura y pasar a una fase superior de extinción de todo sistema
estatal. Crear y desarrollar el Partido comunista, significa preparar las
condiciones que consientan la desaparición del Partido comunista y de los
sistemas a base de partidos» (pp. 168‑169).
«La unidad o la identidad de los aspectos
contradictorios de un fenómeno objetivamente existente no es nunca muerta,
petrificada, sino viva, condicionada, móvil, temporal, relativa; todos los
contrarios, en circunstancias dadas, se cambian uno en otro; y el reflejo de
esta situación en el pensamiento humano constituye la concepción marxista,
materialista‑dialéctica, del mundo» (pp. 169‑170). Por eso, «misión
de los comunistas es denunciar las ideas equivocadas de los reaccionarios y de
los metafísicos, hacer propaganda de la dialéctica inherente a las cosas y a
los fenómenos, contribuir a la transformación de las cosas para alcanzar los
objetivos de la revolución» (p. 170).
En la línea de la crítica a la noción de «esencia»
(característica de la fase de Marx en que escribió sus «Tesis sobre
Feuerbach»), Mao se pregunta por qué una piedra no puede convertirse en un
pollito, por qué no hay identidad entre la guerra y la piedra, por qué «el
hombre sólo puede engendrar al hombre y no en cambio otra cosa diversa? La
razón es que la identidad de los contrarios es posible sólo en determinadas e
indispensables condiciones. Si faltan esas condiciones, falta también cualquier
identidad» (pp. 171‑172). De esta manera piensa que se pueden explicar
también fenómenos sociales como que el Asia Central pase directamente del
nomadismo al socialismo, evitando el paso por el capitalismo. Lo ―
absoluto sería la transformación en socialismo; lo relativo, las
características del proceso.
«Nosotros, chinos, decimos frecuentemente: 'son
contrarios, pero se completan uno con otro'. Esto significa que entre
contrarios existe una identidad. En estas palabras está contenida la
dialéctica: ellas abren brecha en la metafísica. 'Son contrarios': eso quiere
decir que los contrarios se excluyen uno a otro o que están en lucha entre sí;
'se completan mutuamente': esto quiere decir que en condiciones dadas los
contrarios están recíprocamente ligados y llegan a la identidad. Además, la
lucha es inherente a la identidad y sin lucha no podría haber identidad. En la
identidad está la lucha; en el carácter específico, el carácter universal; y en
el particular, lo general; para retomar las palabras de Lenin, 'en lo relativo,
está lo absoluto'» (p. 174).
6. La posición del antagonismo en la
contradicción.
«Cuando se considera el problema de la lucha de los
contrarios, se pone también el interrogante de saber qué es el antagonismo. A
esta pregunta respondemos: el antagonismo es una de las formas de la lucha de
los contrarios, pero no la única forma» (p. 174).
Las contradicciones ―entre clase y clase, sociedad
y sociedad, etc.― coexisten por largo tiempo y están en conflicto, pero
sólo al llegar a un cierto grado de desarrollo de la contradicción toman la
forma de un antagonismo abierto: revolución, guerra, etc. Pero es necesario
llegar a esa fase: «las guerras revolucionarias son inevitables» (p. 175); no
hay progreso social sin ellas. Por eso, «los comunistas deben denunciar la
mentirosa propaganda de los reaccionarios, que afirman que la revolución social
no es necesaria ni realizable; los comunistas deben atenerse con firmeza a la
teoría marxista‑leninista de la revolución social, ayudando al pueblo a
comprender que la revolución no es sólo absolutamente necesaria, sino que es
también absolutamente posible: la historia de toda la humanidad y la victoria
alcanzada en la Unión Soviética confirman esta verdad científica» (p. 175). Sin
embargo, hay que estudiar bien las condiciones concretas de la situación, para
determinar el modo de llegar al antagonismo y a la victoria de la revolución.
Hay, según Mao, contradicciones dentro del Partido
comunista chino, porque algunos comunistas están equivocados. Si se corrigen
―hay que darles la oportunidad― no llegarán a constituir un
antagonismo. La contradicción subsistirá en la sociedad socialista, pero el
antagonismo no, dice Mao citando a Lenin (p. 177).
7. Conclusión.
«Llegados a este punto, podemos concluir brevemente. La ley de la
contribución inherente a las cosas ―o ley de la unidad de los contrarios―
es ley fundamental de la naturaleza y de la sociedad, y por tanto también del
pensamiento. Esa ley está en oposición directa con la concepción metafísica del
mundo. Su descubrimiento ha representado una gran revolución en la historia del
conocimiento» (p. 177). Esa contradicción es universal y absoluta, pero en cada
fenómeno hay caracteres específicos y relativos. «Sin embargo, la lucha de los
contrarios es ininterrumpida; se desarrolla tanto durante la coexistencia de
los contrarios como durante la conversión de uno en otro, aunque se manifiesta
con particular evidencia en el momento de esa conversión ―y es ahí,
todavía, donde está el carácter universal y absoluto de las contradicciones»
(p. 178).
Conviene, pues, mantener la teoría del carácter
universal de la contradicción, pero sin perder de vista las diversidades
existentes entre las diferentes formas de lucha de contrarios. De este modo se
podrán abatir las concepciones contrarias al marxismo‑leninismo que son
nocivas para la causa revolucionaria; y se dará a los comunistas más
experimentados la posibilidad de «sistematizar esa experiencia, de modo que
adquiera un carácter de principio y se evite la recaída en los principios del
empirismo. Esta es la sintética conclusión que deriva de nuestro examen de la
ley de la contradicción» (p. 178). Con estas palabras, Mao termina su largo
ensayo.
Valen para este ensayo de Mao Tse‑Tung las mismas
observaciones críticas ―tanto formales y de estilo y finalidad, como de
substancia― que se han hecho en la recensión a su ensayo inmediatamente
anterior Acerca de la práctica. Las mismas circunstancias le dieron
origen, y su autor se mueve en el mismo plano. ,
No parece que Mao haga ninguna aportación de relieve en
el plano teorético a los clásicos del marxismo en aquella época (y de modo
especial a Lenin y a Stalin, a quienes cita con frecuencia, dando la impresión
de haber asimilado bien sus interpretaciones del pensamiento de Marx‑Engels).
Más bien se trata ―aquí como en Acerca de la práctica― de
una exposición relativamente divulgadora, y de una aplicación concreta a la
situación político‑social china en aquella época con vistas a los
objetivos de la revolución comunista.
A modo de anotación un tanto marginal, se pueden indicar
algunos datos cronológicos que ayudan a situar las características de estos
escritos. Mao nació en 1893. En 1911, a los 18 años, se enroló en el ejército
revolucionario ' que habría de dar origen a la república china. En 1918 se
fundó allí una sociedad para el estudio del marxismo, y en ese año Mao
frecuenta las clases de la Universidad en Pekín, y se pone en contacto con
intelectuales chinos marxistas. En 1921 se funda el Partido comunista chino, y
Mao es elegido para su Comité Central dos años más tarde. En 1931, a los 38
años, Mao es ya presidente del gobierno soviético nacional; y en 1935 es
presidente del Politburó. En 1937, fecha de estos ensayos (y respectivas
conferencias en la Universidad de Yenan), comienza la guerra fría chino‑japonesa.
Mao es, pues, un joven revolucionario ―de familia
de agricultores acomodados― que, después de una primera experiencia
activa, se encuentra con la teoría marxista, avalada entonces precisamente por
el triunfo de la Revolución de octubre en Rusia. Un tiempo de estudio intenso
―breve, quizá poco más de un año― le hace asimilar lo fundamental
de la teoría marxista y le brinda, con la justificación teórica radical, una
metodología política perfectamente adecuada a la idea global de Revolución (la
praxis como criterio de verdad, la contradicción y lucha de contrarios como
íntima verdad de la praxis).
Además de la gran capacidad divulgadora que Mao
demuestra en estos ensayos ―simplificando, pero con un cierto rigor de
fondo―, es notable también su habilidad para aplicar la teoría general a
las situaciones particulares, y cómo logra mantener una estricta «ortodoxia» en
los principios y una plena fidelidad al objetivo general, a la vez que
flexiblemente va encontrando los medios y los procedimientos particulares más
aptos. Ciertamente, hay que decir que esto forma parte de la misma lógica
interna de la teoría marxista: pero en lo profundo, más que en la superficie;
de ahí que se pueda concluir que la asimilación que Mao ha logrado del marxismo
(especialmente del que expone Lenin) es completa, aunque el tono más bien
divulgador y práctico de estos ensayos pueda dar una impresión diversa, en una
lectura rápida.
A la exposición que Mao hace de la contradicción, en
este ensayo, se pueden hacer muchas observaciones críticas de índole formal;
sin embargo, es evidente que las más importantes no van tanto a Mao ―que
asimila y expone― cuanto a Marx y a sus dos inspiradores principales
(Hegel y Feuerbach).
Comencemos por indicar algunos puntos más débiles que
pueden imputarse directa y propiamente al escrito de Mao del que nos venimos
ocupando.
En general, sus afirmaciones sobre puntos fundamentales
del marxismo son categóricas, como si se tratase de simples evidencias; a lo
sumo, se limita a presentar el testimonio de Lenin (raras veces cita
directamente a Marx o a Engels, y entonces da la impresión de citar de segunda
mano), como autoridad absoluta (aunque diga de vez en cuando «ha sido
científicamente establecido...»). Quien no entiende del mismo modo aquel
aspecto o tema, es simplemente un ignorante: no conoce o no ha entendido a los
grandes del marxismo, y basta. El marxismo es categóricamente presentado como
«la verdad» sin más. Y lo que considera siempre como prueba decisiva es la
victoria del marxismo en la Unión Soviética. También para el caso de China
―y para todos los países del mundo― la «verdad» vendrá después,
como «resultado», como «conclusión» que ―poniéndose efectivamente,
realizándose en la práctica― prueba las premisas. Pero a esto Marx (y en
buena parte, el mismo Hegel) no tendría nada que objetar, como es bien sabido.
En este ensayo, Mao hace un excursus histórico de un
simplismo sorprendente (si no se tiene en cuenta el público al que iba
dirigido, y la autoridad política de que ya gozaba Mao en 1937). Cuando habla
de dos «concepciones del mundo» ―una «metafísica» y otra
«dialéctica»― que habrían existido desde tiempos inmemoriales, en
realidad se está refiriendo sólo a dos tipos de materialismo evolutivo (uno
mecanicista y otro dialéctico que es propio de Marx). Mao denota bastante
desconocimiento de la real complejidad de los sistemas de pensamiento
filosófico, y en sus interpretaciones y descripciones («metafísica»,
«idealismo», etc.) parte siempre axiomáticamente de las posiciones más típicas
de la escolástica marxista (comunista).
Es totalmente gratuito identificar «causalidad interna»
(de cualquier modo que se quiera entender) con «contradicción intrínseca». Lo
sumario de la exposición que hace Mao de la dialéctica produce, en este punto y
en otros, un resultado que raya en lo grotesco: sus ejemplos del huevo, el
pollo y el calor son simplemente pueriles.
Tampoco parece que Mao intente propiamente probar la
«universalidad de la contradicción»: más bien la «ilustra» con ejemplos y la
afirma con autoridades (Hegel, Marx, Lenin).
Sin embargo, parece haber captado, más a fondo de cuanto
escribe en ese ensayo, la naturaleza de la concepción dialéctica de Hegel y su
resolución marxista en la conciencia sensible.
Cuando trata del «carácter específico de la contradicción»
(lo que caracteriza a las diversas contradicciones particulares, que hace que
«una cosa se distinga de otra»), recurre ―para el paso de lo particular a
lo general, y de lo general a lo particular― a la teoría del conocimiento
que ha expuesto en «Acerca de la praxis», y entonces vuelve a evidenciarse lo
insuficiente y elemental de la gnoseología marxista. Pero se evidencia también
en este caso que el verdadero problema de fondo no es ya gnoseológico o de
teoría del conocimiento: estamos ya en plena fase constitutiva (y reductiva en
el materialismo) y no «funcional» del principio de inmanencia.
También se hace quebradizo el pensamiento de Mao
―aun admitiendo por hipótesis los postulados del materialismo
dialéctico― cuando habla del «aspecto principal de la contradicción». No
es lo mismo que, entre varias contradicciones particulares, una sea la
principal y determinante, y que en una contradicción particular haya un
«aspecto» principal. Entre otras cosas, no queda claro qué se entiende por
«aspecto» de una contradicción; y todo se hace aún más embrollado cuando Mao
afirma tranquilamente que «el aspecto principal y el no principal de la
contradicción se transforman uno en otro». Lo que en realidad quiere decir es
que, en cada momento de la lucha revolucionaria, hay que estar atentos a
concentrar el esfuerzo en lo más importante; pero su análisis teórico se hace
ininteligible: parece limitarse a usar los términos de la dialéctica para
referirse a determinados problemas prácticos. Hay, indudablemente, una cierta
coherencia de fondo con el pensamiento de Hegel‑Feuerbach‑Marx;
pero en este caso, y en muchos otros, Mao no la hace explícita.
Más interesante y rigurosa es su exposición de la
«identidad y lucha de los contrarios», su distinción entre contradicción y
antagonismo, etc. Es precisamente en este punto donde el concepto de
«Revolución» muestra su intensidad y su carácter de absoluto en el marxismo (y
al menos en forma latente, en el mismo Hegel). Con toda probabilidad, es éste
el verdadero punto focal de este ensayo y de todo el pensamiento filosófico de
Mao: y es probablemente también esto lo que hace hoy de Mao Tse‑Tung el
arquetipo doctrinario y político de todo revolucionario en sentido radical.
Una exposición crítica del materialismo dialéctico
―aunque fuese esquemática― excede de los límites de esta recensión.
Sin embargo, parece necesario hacer algunas observaciones al respecto, para
entender el fondo teorético de este ensayo de Mao y su radical incompatibilidad
con la doctrina cristiana.
1. La dialéctica.
Como señala Mao (cfr. p. 134) es de Hegel de quien el
marxismo ha recibido la dialéctica. Aunque en último término, la dialéctica
comienza ya en Platón, es Kant quien le atribuye una función creativa de
conocimiento (con una precaria referencia a la inaferrable «cosa en sí»), y es
Hegel quien la convierte en el proceso mismo de lo real absoluto. Aunque admita
un conocimiento en el que se distinguen aún objeto y sujeto, forma y contenido,
mundo y yo, etc., parece que esto pertenece al ámbito de la conciencia
inmediata; pero la verdad se alcanza en la identidad, resultado de la
«superación» de aquellas oposiciones: al llegar a la «ciencia pura», la
conciencia contiene el pensamiento en cuanto es a la vez la cosa en sí misma, o
la cosa en sí misma en cuanto es a la vez pensamiento puro.
Hegel vio claramente que con Descartes se había llegado
a una filosofía realmente autónoma, procedente por completo de la razón, y en
la que por tanto la autoconciencia era el momento esencial de la verdad. Por
otra parte, señalará también que «ser spinozista» es ya el comienzo mismo del
filosofar: la unidad de La Substancia (unidad de atributos y modos, el ser como
totalidad de sus modos, autopresencia del Absoluto en sus modos, identidad de
pensamiento y ser ―más claramente afirmada que en Descartes― que
hace que el orden y conexión de las cosas sea el orden y la conexión de las
ideas, y el principio «omnis determinatio est negatio» como principio metódico
que se convierte en fuerza motriz de la razón y que anula la realidad de lo que
no es la totalidad infinita). El siguiente paso se debe a Kant con su «Yo
pienso en general» como unidad trascendental de la conciencia (que si en Kant
tenía carácter gnoseológico de acercamiento al ser, con Hegel adquiere ya
netamente carácter productivo y constitutivo), con su exposición de la
estructura antinómica de la Razón y «reino de los fines » como propio de la
vida del espíritu (que es donde Hegel pondrá precisamente la dialéctica como principio
motor del proceso por el que el Absoluto debe llegar a ser él mismo): a la
rigidez del intelecto, hay que oponer ―como superación― el
movimiento infinito de la Razón.
El «Yo pienso en general» kantiano pasó de principio
funcional del conocer a principio constitutivo fundamental del ser, con Fichte,
que pone como principio la proposición «Yo-soy‑Yo», la perfecta identidad
del acto de conciencia con el objeto, del primer Yo (inmediato) con el segundo
(reflejo): el yo es en cuanto se pone a sí mismo, pone absolutamente su propio
ser; el Yo es originario y es actividad: la razón práctica es la raíz misma de
la razón teorética. Sin embargo, en Fichte falta aún independencia a ese Yo,
por cuanto tiene que ser estimulado y como accionado por algo que está fuera de
él, por una especie de «choque». Schelling advierte este límite, y una vez que
el Ser puro e inmóvil de Spinoza ha sido transformado en Acción, hay que
concebir ahora la esencia del Yo como libertad (pura acción incondicionada), y
el proceso de la verdad como completamente inmanente, de forma que el Yo se las
tenga que haber sólo consigo mismo, con la propia «contradicción» que comporta
la exigencia de ser a la vez objeto y sujeto, finito e infinito: la solución de
esta contradicción en la identidad será así la fundación del Yo como libertad.
Hegel recogerá este notable progreso del principio de inmanencia; pero mientras
para Schelling el Absoluto está al comienzo, para él es más bien la síntesis y
la conclusión suprema, el «resultado» de todo el proceso dialéctico.
Para Hegel, en la intuición y en la representación el
objeto es «aparición». El Yo penetra, el objeto pensándolo, quitando aquella
inmediación con la que el objeto se presenta al principio, y haciendo de él un
«ser‑puesto» que es precisamente su objetividad o su ser en sí, que el
objeto alcanza en el concepto. Por tanto, no sólo el objeto del pensamiento no
se refiere a una realidad fuera del pensamiento mismo, sino que el concepto
―que es idéntico al ser― es idéntico a la conciencia. La conciencia
se re‑encuentra a sí misma en cada objeto y acto, la conciencia es el
acto de superar lo limitado, y como lo limitado le pertenece, es el acto de
superarse a sí misma; y es precisamente esa continua superación de lo limitado
lo que constituye la razón.
De esta manera la Razón es el mismo espíritu humano como
plenitud de sus actividades espirituales y en la totalidad de sus «momentos»
culturales y de los períodos históricos: el ser, que es el contenido de la
verdad, es precisamente el «devenir» de ese espíritu, y la filosofía es la
consideración de ese devenir, que tiene tres «momentos»: «el ser puro»
(indeterminado y vacío, sin presupuesto alguno, saber puro), «la nada» (que
está ligada al ser, como imposibilidad de intuición alguna, unidad de ser y
nada que es «la más pura definición de lo Absoluto», la nada de aquello de lo
que resulta: «el resultado veraz», que muestra la «enorme fuerza de lo
negativo» como energía del pensamiento, del Yo puro), «el devenir» como unidad
dinámica de ser y no‑ser, como paso de lo negativo a lo positivo o
«verdadera infinitud»).
Esa necesidad del finito de pasar a otro y superar su
límite es su deber‑ser. El finito debe perecer, pero deviniendo otro y
así «andando consigo mismo» y re‑encontrando su identidad después de su
desdoblamiento: retorno a sí pasando por otro, negación de la negación (del
Infinito en el finito determinado, negación y superación del límite, re‑encuentro),
que pone lo positivo absoluto (el devenir), cuya imagen propia es el círculo
cerrado en sí mismo, enteramente presente, sin principio ni fin, que es la
Realidad en su sentido más alto. El Infinito (que es lo que verdaderamente
existe) es la negación de la negación, la negación que se refiere a sí misma, y
esto constituye la afirmación absoluta, ser simple relación a sí: esto es ser.
Con la mediación, el finito se muestra como momento esencial (ideal) del
Infinito: y así Dios, para ser Dios, no puede prescindir de lo finito. Ya se ve
aquí la radical oposición al concepto de creación que, a partir de Hegel,
caracterizará al inmanentismo (a base de confundir el proceso real de las cosas
con el proceso de la razón, haciendo consistir aquél en éste).
La duda cartesiana como instancia de radical autonomía
del pensamiento, ha llegado ya a su madurez, tanto si trascendiendo de acto en
acto (superando toda finitud) ha de surgir así el Infinito en acto (idealismo
metafísico), como si se debe dar paso a un proceso infinito de lo finito
(materialismo dialéctico). En cualquier caso emerge la voluntad de potencia
(Nietzsche), voluntad de hacerse, de llegar a ser haciéndose. De ahí que el
idealismo trascendental pretenda ser a la vez un idealismo superior y un
superior realismo: en cuanto el ser se funda en la conciencia, la conciencia es
vida, la vida es actividad, la actividad es querer, voluntad absoluta e
incondicionada.
2. El materialismo dialéctico.
Se ha llegado ya a la eliminación de toda realidad que
pretenda ser el fundamento del ser del hombre, sin ser ella misma el hombre y
la historia: la admisión de un fundamento o de un contenido que no sea el mismo
«actuarse» implicaría un condicionamiento o un detener ese «actuarse» que, para
el inmanentismo, es la verdad y el ser mismo. La izquierda hegeliana y
Feuerbach en particular, se ocupará de sacar las conclusiones: resolución del
«contenido» como humanismo absoluto. Después Marx ―volviendo a Hegel a
través de Feuerbach― recuperará la «forma», que es la dialéctica de la
negatividad.
El materialismo de Feuerbach no se refiere a la realidad
sensible (como objeto inmediato de simple aprehensión). Para él la sensibilidad
humana está penetrada de reflexión, es un posterius; la primera
intuición del hombre es la intuición de la «representación y de la fantasía».
En un primer momento los hombres no ven las cosas como son, sino como
«aparecen»; no ven las cosas mismas, sino sus «representaciones». Es el «hombre
colectivo» o «género» el que, mediante la comunicación, llega a los conceptos y
a la razón en general, que mediatamente encuentra lo sensible como lo inderivable,
como lo indeducible. Pero también aquí tenemos la conciencia como lo que pone
el ser, aunque en lugar de la conciencia que se actúa en la Razón, Feuerbach
pone la conciencia que se actúa en la sensibilidad: el ser es el acto de la
conciencia sensible, sensibilidad en acto y sólo realidad de conciencia.
El pretendido «realismo» del materialismo no es tal: a
lo sumo es realismo de la acción, activismo de la «dialéctica de las cosas». La
materia de Feuerbach ―insistamos― no es la de Demócrito, y mucho
menos la de Aristóteles; es un conjunto de actuaciones de la sensibilidad, la
totalidad de la conciencia sensible en las determinaciones kantianas de espacio‑tiempo.
El ser depende ahí de la conciencia, y la conciencia de la actividad práctica
como actuarse. Es así como el mismo pensamiento se resuelve en materia, como
energía radical.
Si con Marx reaparece la dialéctica, esto presentará
indudablemente insalvables dificultades de fundación (cómo la sensibilidad
pueda asumir la función de la razón, que supera la experiencia sensible y
fragmentaria, conservando los contrarios, y funda con el ser el movimiento),
pero sigue habiendo una notable coherencia en la dinámica del principio de
inmanencia, como autoproducción. Si por una parte, el materialismo dialéctico pierde
una amplia esfera de la experiencia, gana en adecuación, en cuanto reduce la
producción al ámbito donde el hombre experimenta su capacidad productiva y
transformadora, y donde ejercita con más amplitud su dominio y su voluntad de
potencia. Por eso Marx puede afirmar en El Capital que lo que ha criticado
―como hizo Feuerbach― es «el aspecto místico de la dialéctica
hegeliana», poniéndola con los pies en el suelo. En Hegel estaba ya la
concepción explícita del hombre como resultado de su propio pensamiento, como
resultado de su «trabajo», y no como actividad singular, sino como actuación
del género, de la humanidad entera en el decurso histórico. Por eso, se trata
ya de salir de la ambigüedad hegeliana, restituyendo el hombre a sí mismo,
aclarando de este modo el fundamento del ateísmo humanista de Feuerbach.
Marx no se limita como Feuerbach a sustituir las
categorías abstractas hegelianas (en realidad, concretísimas como pensamiento y
voluntad) por la sensibilidad, sino que dentro del «ser sensible» (determinaciones
o actuaciones de la sensibilidad), trata de recuperar el devenir o hacerse del
ser del hombre: retorno dialéctico de la naturaleza a sí misma mediante la
razón, y como resultado. Para eso hay que apelar a un historicismo absoluto,
donde la verdad es resultado y nunca principio de la acción.
Habrá que aplicar también al ámbito del trabajo material
la noción hegeliana de «alienación». El hombre (colectivo e histórico) se
objetiva y se pierde en el objeto de su trabajo, y ha de recuperarse poseyéndolo.
Como el trabajo es acción colectiva e histórica (como el pensamiento en Hegel),
la propiedad privada impide esa recuperación, e impide la identidad final (como
la impide la individualidad); y ha de ser superada mediante la negación
(negación de la negación) dialéctica. En el ámbito de la praxis, la dialéctica
se convierte en lucha de contrarios.
Así la economía (ciencia de las relaciones de producción
y consumo sociales) es la estructura misma de lo real. Lo demás son superestructuras.
El hombre es relaciones económicas. Toda explicación sobre un Principio queda
así definitivamente trasladada a la consecución de un Fin: la teoría es un
proyecto, y sólo como tal vale. Su realización es dialéctica, e infinita. Se
comprende que el marxismo pretenda ser el legitimo y más concluyente heredero
de la revolución «moderna» que ha pretendido poner en manos del hombre la clave
y sentido último de su propio ser, su destino.
3. La Revolución.
Es indudable que el marxismo ha alcanzado el sentido más radical del término Revolución: primero como sublevación contra la dependencia radical (de Dios) y contra todo límite o condicionamiento; luego como método, al hacer consistir la realidad misma en el movimiento de la negatividad: posición de la negación, negación (destrucción) de la negación, identidad.
Esta Revolución total, como liberación de toda
«alienación» es concebida como realizable sólo colectiva e históricamente. De
este modo, la política sustituye a la Religión: es precisamente la lucha
política la que une al hombre (en general) a su Principio (que es el Hombre
mismo, que se ha «dirimido», perdiendo provisionalmente su identidad de esencia
y «existencia»): la Esencia suprema (el Hombre) se encuentra «existencialmente»
alienada, en fragmentariedad (multiplicidad y contraposición de individuos, de
clases, etc.) y en transposición fuera de sí (en «Dios», en el capital, en el
Estado, etc.). Ha de recuperarse (redimirse) mediante la negación, mediante la
violencia de la supresión de lo que le niega (al dividirlo o al alienarlo).
Este proceso es en sí mismo necesario (valoración positiva que el marxismo hace
incluso del capitalismo como «momento», de la dictadura como fase intermedia,
etc.).
El materialismo dialéctico marxista podría ser así
denominado ―recordando el escrito kantiano― «Prolegómenos a toda
Revolución futura»: es el intento más radical que se ha dado hasta ahora de
«fundamentar» teoréticamente la Revolución, precisamente poniendo el fundamento
al final del proceso, y no al principio; y por tanto, haciendo de la Revolución
la esencia misma de lo real, del devenir. Su ateísmo es una «condición
trascendental» para la Revolución total. Aquí no hay ética alguna: privado de
Principio y fundamento (Dios, creación), el Fin no impone otra normatividad
objetiva que su logro (no hay nada «dado» que respetar; todo está por lograr),
el pragmatismo secretamente dirigido y orientado por una aspiración infinita de
poder, de autoposición). La meta ―sólo concebible de modo negativo, como
negación del límite: es lo típico del revolucionario puro― es una
superhumanidad, enteramente nueva, que comporta la crítica y la anulación de
todas las formas del pasado. De ahí un amoralismo absoluto que asume, sin
embargo, las características de un verdadero «hipermoralismo», de un
puritanismo fanático.
Dialécticamente, el máximo de mal es precisamente el camino para el bien: el momento que hace estallar la contradicción, el antagonismo de los contrarios y lleva al asalto cualitativo de la superación. En este sentido, el marxismo no es propiamente la secularización del Cristianismo, sino la secularización de todo gnosticismo (también con su idea de un «mediante» catastrófico, revolucionario, y su obsesión por lo «nuevo»), y en particular de la gnosis hegeliana. La «irreversibilidad» del proceso, sigue necesariamente al concepto de autoliberación, de un Fin no determinado por un Principio, de una Redención que se hace a sí misma.
Hay en todo esto una lógica interna, una coherencia dinámica y ―en
la misma medida en que al menos las heridas del pecado están presentes en todo
hombre en cierto modo «una aspiración universal». El gran presupuesto gratuito,
la gran falsedad está al principio, en la «puesta en marcha». Aunque Descartes
afirmara en su Discours de la méthode que había decidido sustituir toda
filosofía contemplativa por otra que nos hiciera «comme maîtres et possesseurs
de la nature» (Vrin, Paris 1966, p. 128), era entonces ciertamente difícil
predecir que la aventura iba a tener este final.
Se puede, pues, concluir con Mao ―aunque en un
sentido bastante distinto al que él le da― que, efectivamente, el
marxismo es «la otra concepción del mundo», radicalmente antagónica a la
cristiana.
C.C. y C.Ll.
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* Se sigue el texto italiano, que parece provenir de las Ediciones en Lenguas Extranjeras, de Pekín. Las páginas citadas corresponden al volumen de la edición Sansoni. La traducción al castellano es nuestra.