MANDEL, Ernest
La formación del pensamiento económico de Marx
Siglo XXI editores, quinta edición en español, México
1973, 260 páginas. Traducción de Francisco González Aramburu. Edición original:
La formation de la pensée économique de Karl Marx, de 1844 jusqu'à la
redaction de Le Capital. Libraire Francois Maspero. París, 1967.
Mandel es conocido como marxista por sus muchas e
importantes publicaciones. Destaca entre ellas su Tratado de Economía
Marxista; publicado en 1962. Una buena parte de los temas abordados en la
obra que es objeto de este análisis han sido también asunto monográfico de
otros estudios suyos [1].
Sería un error, sin embargo, el calificar los estudios de Mandel como meramente
teóricos. Siguiendo en esto los pasos del propio Marx, toda su obra quiere
tener una incidencia práctica, y claramente revolucionaria, al punto de
resultar hasta subversiva. Cabe enumerar aquí algunas obras que ostentan más
particularmente este sello: Coexistencia pacífica y revolución mundial,
Estrategia revolucionaria en los países imperialistas, cincuenta años de
Revolución Mundial (elaborado con otros autores en un symposium internacional),
Sobre el potencial revolucionario de la clase trabajadora y, especialmente,
El movimiento revolucionario estudiantil: teoría y práctica, que ha
tenido bastante repercusión entre los estudiantes interesados en el tema. En
este sentido, puede establecerse una cierta relación entre Ernest Mandel y
Herbert Marcuse, aunque el primero se mantenga en una línea que quiere ser
rigurosamente fiel a Marx.
Por otro lado, se considera a Mandel como la cabeza de
la Cuarta Internacional (no trotskista) y ha desarrollado cuidadosamente
una teoría original sobre el «tercer mundo».
Lo anterior es necesario tenerlo en cuenta como marco
general de referencia al estudiar su Formación del pensamiento económico de
Marx, que presenta una fachada puramente teórica y documental.
Como indica el subtítulo de la obra, quiere ésta ser un
estudio genético del pensamiento de Marx desde 1843 hasta la realización de su
obra cumbre (El Capital). Mandel recorre paso a paso la evolución
teórica del pensamiento económico ―al menos es éste el adjetivo que le
asigna― de Marx: «de la crítica de la religión a la crítica de la
filosofía; de la crítica de la filosofía a la crítica del Estado; de la crítica
del Estado a la crítica de la sociedad, es decir, de la crítica de la política
a la de la economía política, que culmina en la crítica de la propiedad
privada» (p. 3).
La obra está estructurada en once capítulos que
describen, excepto el último, la evolución del pensamiento de Marx respecto del
tema al que cada capítulo se refiere: 1) De la crítica de la propiedad privada
a la crítica del capitalismo; 2) De la condenación del capitalismo a la
justificación socioeconómica del comunismo; 3) Del rechazo a la aceptación de
la teoría del valor‑trabajo; 4) Un primer análisis de conjunto del
sistema de producción capitalista; 5) El problema de las crisis periódicas; 6)
El perfeccionamiento de la teoría del valor, de la teoría de la plus‑valía
y de la moneda; 7) Los Grundrisse o la dialéctica del tiempo de trabajo
y del tiempo libre; 8) El «método de producción asiática» y las precondiciones
históricas del desarrollo de El Capital, 9) Rectificación de la teoría
de los salarios; 10) De los Manuscritos de 1844 a los Grundrisse: de
una concepción antropológica a una concepción histórica de la alineación.
El capítulo último abandona la dirección «genética» del
estudio, para plantearse, de cara al futuro, una alternativa: la
«desalienación» progresiva por la construcción de la sociedad socialista o bien
alienación inevitable en la «sociedad industrial».
Se recoge al final una extensa bibliografía que reúne
las cuarenta y una obras de Marx y Engels citadas en el trabajo, y las casi
doscientas obras consultadas. Un último apéndice remite una buena parte de esta
bibliografía a las ediciones correspondientes en castellano.
1.De la crítica de la propiedad privada a la
crítica del capitalismo.
1843 representa para Mandel la fecha de arranque de su
estudio genético del pensamiento de Marx. A fines de ese año Marx termina su Umrisse
zu einer Kritik der Nationalökonomie, que constituye la primera obra propiamente
económica de los dos amigos, Marx y Engels. En ella se hace una crítica del
liberalismo económico (Adam Smith, Ricardo y Mc. Culloch), comparándola con la
realidad económica y social de la Inglaterra industrial. Según Mandel, la obra
permanece aún prisionera de muchas de las concepciones moralizadoras e
idealistas primitivas en Marx, pues condena el comercio por utilizar medios
inmorales para alcanzar un fin inmoral. Pero, aunque partan de un punto de
vista humano general, llegan a la conclusión «correcta» de que debe criticarse
al comercio, a la doctrina mercantilista y a la teoría del libre cambio (p.
13), lo cual constituye para Mandel un punto decisivo del marxismo, y que se
señala ya como el punto de partida de los Umrisse. La obra representaría
aún, sin embargo, la expresión de una indignación moral más que la comprensión
del proceso histórico. «Pero esta indignación moral es ya revolucionaria» (p.
15), pues se llega ya a la comprensión de que «la lucha real del proletariado
constituye el único vehículo posible del socialismo» (p. 16)
Es importante tener en cuenta que, para Mandel, al
detallar más tarde este diagnóstico, Marx y Engels atribuyeron al proletariado
el papel fundamental en el advenimiento del socialismo, pero «menos a causa de
la miseria que padece que en función del lugar que ocupa en el proceso de
producción y de la capacidad que posee, por esto, de adquirir un talento de
organización y una coherencia en la acción» (p. 18). No tiene caso discutir la
capacidad revolucionaria del campesinado sin tierra en los países del tercer
mundo, pues se muestra evidentemente inhábil para constituir una sociedad
socialista tal como la entendía Marx, es decir: «una sociedad que garantice el
desarrollo pleno y completo de todas las posibilidades humanas» (p. 19).
Los sociólogos o economistas que ponen en duda el papel
del proletariado como instrumento de la transformación socialista en Occidente,
cometen, según Mandel, cualquiera de estos dos errores: o presuponen en Marx un
determinismo automático entre el grado de desarrollo industrial y el
grado de conciencia de clase (origen de la revolución socialista) o la
independizan y la ponen en paralelo, respecto de ese desarrollo industrial.
Para Mandel la imposibilidad de esa transformación por
parte del trabajador norteamericano no está demostrada (p. 20). La conciencia
de clase, y, en general, las condiciones subjetivas para la revolución derivan
de «que el trabajador considere su condición como inferior o insatisfactoria»,
«lo cual sucede en la llamada sociedad de consumo tal como sucedió en el siglo
pasado». Habría que demostrar que tal consideración no puede darse en el futuro
de manera revolucionaria.
2. De la condenación
del capitalismo a la justificación socioeconómica del comunismo.
En los Manuscritos de 1844, Marx descubre el
secreto de la sociedad deshumanizada. «La sociedad es inhumana porque el
trabajo es un trabajo alienado» (p. 24), y Marx ha podido ya, gracias a Hegel,
«reducir la sociedad y el hombre social al trabajo. Cuando el trabajo cae en la
categoría de trabajo de subsistencia, el trabajador no podrá disfrutar de su
producto ni será el trabajo ocasión de autorrealización personal, realización
de su talento natural y meta espiritual suya. Marx descubre la raíz de esta
alienación, al leer al economista liberal James Mill, en un comentario que se
ha hecho célebre, porque llega a esta alienación partiendo del carácter de la
moneda, como medio de cambio.
Se desemboca así en la parte más notable de los Manuscritos
económico‑filosóficos de 1844, en la que Marx, bajo la influencia de
Engels y Moses Hess, «traza un paralelo entre el trabajo alienado en el
capitalismo y el hombre alienado con la religión» (p. 29).
La Ideología alemana señalará un paso importante en el razonamiento
para suprimir el capitalismo ―que toda relación entre el proletario y su
propiedad deje de existir― porque ese razonamiento se separa ya de sus
«antecedentes filosófico moralizadores» (p. 29).
En la misma Ideología alemana Marx hace ya un
claro contraste entre el hombre alienado por la división del trabajo, y el
trabajo que se dará en la sociedad comunista: «mientras que en la sociedad
comunista, donde nadie tiene un círculo exclusivo de actividad, pero en la que
cada uno puede calificarse en cada rama deseada, la sociedad regula la
producción general y me hace capaz, de tal manera, de hacer hoy esto y mañana
lo otro, de cazar en las primeras horas del día, de pescar en la tarde, de
dedicarme a la crítica después de cenar, precisamente como se me antoje sin
volverme nunca (por completo) cazador, pescador o crítico» (K. Marx y F.
Engels, Die deutsche Ideologie) (p. 31).
Mandel, en este capítulo, llega a la conclusión de que,
a partir de La Ideología alemana, la condenación del capitalismo implica
para Marx y Engels la supresión de la división del trabajo y de la producción
mercantil. Y que esta opinión no fue ya nunca modificada. Para Mandel, pues,
las teorías que suponen que la supervivencia del mercado es posible en la
sociedad comunista, son, en todo caso, extrañas al sistema marxista (p. 36; la
misma idea, decisiva para Mandel, se repite con frecuencia: p. 31, 63 y 108 y
passim).
3. Del rechazo a la
aceptación de la teoría del valor‑trabajo.
Marx, en su primera obra propiamente económica, que es,
como ya dijimos, el Esbozo de una crítica de la economía, de 1843,
rechaza de un modo explícito la teoría del valor‑trabajo (el valor de las
cosas deriva radicalmente del trabajo puesto en ellas). Tres años más tarde, en
1847, la acepta no menos explícitamente en la Miseria de la Filosofía. Este
capítulo se inicia con el análisis de los hitos del pensamiento de Marx a lo
largo de ese breve lapso, para explicar un cambio tan importante en una idea
básica para el marxismo.
En los escritos de 1844 y 1845 (sobre todo en los Manuscritos
económico‑filosóficos y en La Sagrada familia), valortrabajo y
precio siguen estando separados; al valor se le llama «abstracto», y al trabajo
y al precio «concretos» (p. 42).
Mandel rechaza la explicación ―muy digna de
tenerse en cuenta― de que el cambio de opinión se deba al mayor valor
de agitación que la teoría del valor‑trabajo presenta valor de
agitación que fue descubierto por Marx en Manchester. Por el contrario,
dice, es el resultado de la profundización de los estudios económicos de Marx y
una superación de las contradicciones que había creído descubrir anteriormente
en la teoría del valor‑trabajo (p. 45).
La aceptación plena de la teoría se explica más tarde
(1851) con una nueva lectura de Ricardo (p. 47), en la que Marx se habría
percatado, definitivamente, de que «la teoría del valor‑trabajo se impone
por sí misma, ya que se comprueba que el valor no está determinado por las
leyes de mercado, sino por factores inmanentes a la producción misma» (p. 47).
Este descubrimiento coincide, para Mandel, con el de la
teoría del materialismo histórico, «que es, esencialmente, un deterininismo
socieconómico» (p. 47). «La historia de la humanidad debe estudiarse siempre en
relación con la historia de la industria, del cambio» (p. 47): es decir, de la
industria y del comercio: de ahí la conexión entre el problema del precio o
valor de las mercancías (y del trabajo convertido en mercancía) y el problema
de la historia misma del hombre (materialismo histórico). «La humanidad
comienza a diferenciarse del reino animal al producir sus víveres. Lo
que los hombres son es algo que depende en última instancia de las condiciones
materiales de su producción» (p. 47).
La diferencia que, en este punto, separa ya a
Marx y Ricardo es neta porque la elaboración del materialismo histórico permite
a Marx una concepción «históricamente limitada de las leyes económicas »
―como la de la oferta y la demanda en el trabajo― (p. 48) frente al
carácter absoluto de ellas, afirmado por el economista liberal.
Termina Mandel su exposición de este punto con una
afirmación importante: Marx se negó categóricamente a identificar la necesidad
de una contabilidad en tiempo del trabajo y la expresión indirecta de
esta contabilidad en forma de valor de cambio (de dinero). Aquella contabilidad
será válida para toda sociedad humana, con la excepción tal vez, según Mandel,
de la sociedad comunista más avanzada; en tanto que esta traducción del trabajo
en valor de cambio debe ser abolida. Marx «afirmó explícitamente que cuando la
propiedad privada de los medios de producción sea sustituida por la de los
productores asociados, cesará la producción mercantil, para dar lugar a una
contabilidad directa en horas de trabajo» (p. 50). Esto queda confirmado en El
Capital, donde Marx asienta, sin― lugar a dudas, que el tiempo de
trabajo será el criterio de reparto de los productos en una sociedad
socialista, en oposición al reparto mediante el cambio privado que se finca en
el trabajo privado y en la propiedad privada. Se puede demostrar o no que Marx
estaba equivocado: pero no se puede decir que para Marx el socialismo no sería
la supresión de la producción mercantil ―del mercado―, sino su
«humanización» (p. 51). Esta afirmación, reiterada aquí de nuevo, se hace
explícitamente en contra de la opinión de Milentije Popovic (para una
revalorización de la doctrina de Marx sobre la producción y las relaciones de
producción), al que Mande se opone abiertamente.
4. Un primer
análisis de conjunto del sistema de producción capitalista.
Entre 1846 y 1849 Marx y Engels redacta tres obras
básicas: Miseria de la Filosofía, Trabajo asalariado y capital (de
Marx), y el Manifiesto comunista (de Marx y Engels), en las que ya no se
expone un aspecto parcial de la sociedad burguesa, fincada en la miseria del
proletariado, sino una visión global de ella, que Mandel califica de
«grandiosa» (p. 52).
En el origen de esta «grandiosa» concepción global,
tiene parte importante la polémica de Marx y Proudhon, calificado por aquel de
utópico, y que dio lugar, frente a la Filosofía de la miseria, del
segundo, a la Miseria de la Filosofía del primero. Esta obra es, para
Mandel, la primera exposición concreta y plena de la concepción materialista de
la historia.
En Trabajo asalariado y capital, Marx presiente
por primera vez lo esencial de su teoría de la plusvalía («el capital... se
conserva y aumenta por su cambio contra el trabajo inmediato, viviente ... ; la
actividad productiva del obrero restituye no sólo lo que consume, sino que da
al trabajo acumulado un valor mayor que el que poseía antes»). Y a partir del Manifiesto
comunista el origen del sistema de producción capitalista es trazado ya en
términos que no variarán fundamentalmente ni siquiera con motivo de la
redacción de El Capital (p. 55). Se retrata ahí toda la potencia
del capitalismo, con lo que Mandel denomina descripción ditirámbica de sus
realizaciones («en el transcurso de su dominio de clase apenas secular, la
burguesía ha creado fuerzas productivas más grandes que todas las generaciones
precedentes»), lo cual no sirve más que para subrayar sus fuertes
contradicciones: el capital no puede crecer sin multiplicar al mismo tiempo al
proletariado; la concentración de una clase social implica una concentración de
miseria en el estado de otra clase social (pagina 58). Si se quiere aquel
progreso sin esta miseria anárquica hay que mantener las fuerzas productivas
suprimiendo el cambio comercial. Marx predijo, frente a Proudhon, que si
se quería establecer el reino de la competencia (mercantil) en una sociedad
socialista se correría el riesgo de reproducir todo el cortejo de miseria y
anarquía que el cambio individual y la competencia producen en el seno de la
sociedad capitalista (p. 63).
A partir de este punto, se ve ya claro cómo Marx
considera que el capital ha creado una clase social, el proletariado, que sólo
sería revolucionaria porque las condiciones de su existencia se harían cada vez
más insoportables (p. 64). Su lucha por defender los salarios se transforman en
una lucha política que apunta a la «creación de una nueva sociedad, fundada en
la apropiación colectiva de los medios de producción y en la asociación libre
de todos los productores» (p. 65).
Ninguna otra teoría social, afirma Mandel, ha logrado
realizar hasta ahora una síntesis que se pueda comparar, aunque sea remotamente,
con el éxito quirúrgico del método marxista (p. 65). Critica el empeño del
sociólogo norteamericano Talcott Parsons (Economy and Society) al
intentar una síntesis similar, la cual fracasa por su carácter ahistórico, su
incapacidad para comprender la naturaleza básicamente contradictoria de todo
sistema social (y de toda realidad) y por su tendencia francamente apologética
respecto de la realidad del capitalismo contemporáneo (p. 66). Mientras que el
sistema marxista permitiría explicar, a la vez y nada menos que el origen del
modo de producción asiático, la decadencia del Imperio Romano, el nacimiento de
las ciudades en la Edad Media, el advenimiento de la gran industria, la
desaparición de la libre competencia, la irrupción y caída del fascismo; en
vano se buscarían, dice Mandel, en las fórmulas de Talcott elementos
suficientes para comprender fenómenos tan diversos.
5.El problema de las crisis periódicas.
Una de las más graves deficiencias de la anarquía
capitalista residiría en las crisis que provoca. En la Situación de la clase
trabajadora en Inglaterra (Engels), en la Miseria de la filosofía (Marx)
y en el Manifiesto comunista (Marx y Engels) se comienza a tratar este
tema, aunque brevemente. En los Manuscritos de 1844, Marx reprocha a
Ricardo la incomprensión respecto de una de las causas principales de las
crisis económicas: la contradicción entre la tendencia del capital al
desarrollo de la producción y la limitación que el propio capital impone al
consumo de las masas trabajadoras. Distingue ya aquí, de este modo, entre
demanda «física» (lo que el consumidor puede pagar) (cfr. p. 73).
Mandel reseña los detallados análisis y predicciones de
estas crisis que Marx y Engels realizan, a partir de 1848, en Politisch
―ökonomische Revue. Respecto de estas predicciones, Mandel atribuye a
Marx y Engels la capacidad de una «visión profética extraordinaria» (p. 75), al
prever la apertura del canal de Panamá, el desplazamiento del comercio al
océano Pacífico (que aún hoy es sólo tendencial), la superioridad industrial de
Estados Unidos, y hasta la revolución China de los Tai‑Ping, que estalla
un poco antes de lo previsto por Marx y Engels.
Por contrapartida, se disculpan algunos errores de
predicción, como los anuncios de nuevas crisis en 1852, 53 y 55, sobre la
duración de la crisis del 57, y las causas de la acumulación de oro del Banco
de Inglaterra. Estos errores, según Mandel, se deben a que los dos amigos no
distinguían aún entre las crisis monetarias que son un reflejo de las crisis de
superproducción y las crisis monetarias «autónomas» que pueden generarse en
períodos de plena prosperidad; y, al mismo, porque la duración del ciclo
crítico es captada de modo puramente empírico, y no en relación con la
reproducción del capital fijo (cfr. p. 78), como luego hará Marx en El
Capital.
A pesar de estos errores de interpretación y de otros
más detallados por Mandel en este capítulo, los años que Marx dedica al estudio
de las coyunturas económicas de su tiempo le proporcionan un instrumento
conceptual que constituirían los elementos básicos de una teoría completa sobre
el ciclo capitalista, que Marx no tuvo tiempo de redactar, pero que han sido
aprovechados por economistas posteriores, «ortodoxos» o no (cfr. p. 83). Este
instrumental teórico vale tanto para quienes construyen su teoría de la crisis
sobre la duración de reconstitución del capital fijo, como motor principal del
ciclo, o para quienes lo hacen basándose en el subconsumo de las masas, como
causa primordial de las crisis cíclicas. Porque, para Mandel, ambas
posibilidades están entrañadas, en el pensamiento de Marx, ya que ambas se
implican, a la vez, en la competencia capitalista, esto es, en el carácter
irregular de las inversiones capitalistas (cfr. p. 84).
6. El
perfeccionamiento de la teoría del valor, de la teoría de la plusvalía y de la
teoría de la moneda.
Se trata de la parte más técnica del libro, toda vez que
sus temas son directamente económicos, e insertados en el complejo contexto
marxista sobre ellos.
El lector que no posea un conocimiento detallado de
estos tres asuntos ―fundamentales en la economía marxista―, tal
como se desarrollan en El Capital, difícilmente entenderá este capítulo
y sería preferible remitirse antes a la recensión a El Capital para captar
mejor su dinámica y, más aún, el resumen que de lo más notable de él hacemos a
continuación.
El perfeccionamiento de las teorías sobre el valor, la
plusvalía y la moneda, se lleva a cabo, según Mandel, en la Contribución a
la crítica de la economía política, los Grundrisse y la Teoría de la
plusvalía «que constituyen el conjunto de los trabajos directamente
preparatorios de El Capital» (p. 85). La redacción de estos trabajos
hubo de ser frecuentemente interrumpida por Marx debido a su precaria situación
económica. Este prolongado período de interrupciones es analizado por Mandel
con detalle. De 1857 a 1858 datan las contribuciones más válidas de Marx al
desarrollo de la ciencia económica (cfr. p. 86); hasta que, en 1859, resume el
sentido de sus estudios: «tratar de demostrar el carácter específicamente
convencional, y de ninguna manera absoluto, del modo de producción capitalista,
a partir de su fenómeno más sencillo: la mercancía», según escribe Marx a
Engels (p. 87).
En Trabajo asalariado y capital había distinguido
Marx entre «trabajo» y fuerza de trabajo» (p. 87), pero en la Contribución a
la crítica de la economía política distingue las dos formas de trabajo: «el
trabajo concreto» que crea el valor de uso y el «trabajo abstracto», esto es,
la fracción del tiempo de trabajo social globalmente disponible en una sociedad
de productores de mercancías, separados unos de otros por la división del
trabajo, que es origen o causa del valor de cambio (cfr. p. 89). Asimismo, la
teoría del trabajo asalariado se presenta como la teoría recíproca a la de la
plusvalía. Marx lo dice así textualmente: «si se necesitase un día de trabajo
para mantener vivo a un obrero durante un día, el capital no podría
subsistir... Pero si un sólo medio día de trabajo basta para mantener vivo a un
obrero durante todo el día de trabajo, entonces la plusvalía resulta de esta
diferencia» (p. 90).
Es, pues, la distinción sutil entre el valor de cambio y
el valor de uso de la fuerza de trabajo la que se presenta como fundamento de
la teoría marxista de la plusvalía que es, para Mandel, la principal
contribución de Marx al desarrollo de la ciencia económica (cfr. p. 91).
Esta distinción aparece más neta, ya, en los Grundrisse:
«el trabajo que el obrero vende al capitalista como 'valor de uso', es para
el obrero un valor de cambio que desea realizar, pero que está ya
predeterminado antes del cambio... Que el obrero no puede enriquecerse en este
cambio, en la medida en que enajena... su capacidad de trabajo como fuerza
creadora, es evidente... La separación del trabajo y de la propiedad del
producto del trabajo, del trabajo y de la riqueza, se plantea ya, pues, en este
acto de cambio mismo» (p. 92) [2].
Pero si bien teóricamente, como se ha dicho, el
problema de la plusvalía se reduce a la distinción del valor de cambio de
la fuerza de trabajo (el salario, que sería el valor de las mercancías
necesarias para la reconstitución de las fuerzas del trabajador) y de su valor
de uso (por el que precisamente suministra a su comprador ―el
capitalista― trabajo gratuito) históricamente, en los propios Grundrisse,
el problema tiene otra reducción: la creación de una clase social obligada
por su propio estado de despojo y por la inseguridad de su subsistencia, a
aceptar la venta de su fuerza de trabajo «al precio del mercado» (p. 93).
Mandel entra seguidamente en discusión con las
objeciones que han sido formuladas a la teoría marxista del valor-trabajo por
Frank Knight, Shumpeter, Oskar Lange y Joan Robinson. Niega drásticamente que
el capital sea productivo por sí mismo, y que el mercado sea imprescindible; y
se apoya, más que en datos actuales, en predicciones futuras: en el momento en
que el fenómeno de la automatización integral se generaliza en todas las
empresas, las utilidades y la plusvalía desaparecen necesariamente (cfr. p.
101); cuando el trabajo individual es reconocido inmediatamente como trabajo
social (y esta sería una de las características fundamentales de una sociedad
socialista), dar el rodeo por el mercado para «redescubrir» la calidad social
de este trabajo es evidentemente absurdo (p. 102).
Esta discusión lleva a Mandel a concluir el capítulo con
esa tesis personal suya que constituye, en buena parte, el leit motiv de
toda la obra: «en el pensamiento de Marx el capitalismo no se define, de
ninguna manera, por la sola apropiación privada de la plusvalía; Engels,
inclusive, llega a concebir el caso en el que el Estado se apropiaría la
plusvalía para la clase burguesa considerada colectivamente sin que esto
llegase a abolir el capitalismo. La teoría marxista del capital define el
capitalismo a través de la transformación de los medios de producción en
capital y de la fuerza de trabajo en mercancía, es decir, a través de la
generalización de la producción mercantil. Un «socialismo» en el que los medios
de producción siguiesen siendo mercancías (es decir, que podrían ser vendidos y
comprados en el mercado, lo cual es algo que implica que se tomen decisiones de
inversión descentralizadas, lo cual a su vez implica la posibilidad de crisis
periódicas de superproducción y desempleo) y en el cual la fuerza de trabajo
seguiría siendo mercancía, no sena mas que un capitalismo de Estado, inclusive
en el caso de que la propiedad privada de los medios de producción estuviese
suprimida. Las relaciones de producción capitalista... se definen, entre otras,
por relaciones jerárquicas en los lugares de trabajo, y por la imposibilidad en
que se encuentran los individuos ... productores de disponer de los productos
de su trabajo ... Lo que es verdad es que la producción mercantil, que es anterior
al modo de producción capitalista, es de igual manera posterior al mismo, y
sobrevive durante toda la etapa de transición del capitalismo al socialismo.
Pero sobrevive en calidad de supervivencia capitalista, como escoria de
la antigua sociedad no rebasada aún totalmente... El proceso de construcción de
una sociedad socialista es precisamente el proceso de la destrucción de la
producción mercantil» (pp. 109 y 110).
7. Los «Grundrisse»
o la dialéctica del tiempo de trabajo y del tiempo libre.
Los Grundrisse der Kritik der politischen Oekonomie, no siempre bien
conocidos por los estudiosos de la economía marxista, contienen los materiales
previos de todo lo que Marx habría de desarrollar en El Capital, y,
sobre todo, contienen el plan inicial de su obra cumbre. La importancia de los Grundrisse
se hace evidente al percatarse que, dentro de ese plan original, no
dispondríamos hoy más que de una sexta parte del conjunto de El Capital, del
que su tomo IV («las teorías de la plusvalía») no haría sino terminar la
primera parte. En 1866 Marx abandonó el plan original y decidió elaborar El
Capital en cuatro partes: el proceso de producción del capital; el proceso
de circulación del capital; unidad de los dos procesos (capital y ganancia); e
historia crítica de las doctrinas económicas. No obstante, esta reducción del
plan original en los Grundrisse se encuentran ―según Mandel―
observaciones de la mayor importancia ―sobre el trabajo asalariado entre
otras― que ya no se vuelve a encontrar en El Capital (cfr. pp. 111‑112).
A los Grundrisse pertenece la distinción exacta
entre capital constante (cuyo valor es conservado por la fuerza de trabajo) y
del capital variable (cuyo valor es acrecentado); la representación del valor
de una mercancía como la suma de tres elementos: capital constante, capital
variable y plusvalía; y la división de la plusvalía en forma de supertrabajo
absoluto y supertrabajo relativo.
En particular, Mandel llega hasta calificar de no
discutible la riqueza de análisis de algunos pasajes, como el destinado a la
pareja dialéctica «tiempo de trabajo‑ocio» (cfr. p. 114), e incluso alude
a la «fuerza profética genial» de alguno de ellos.
En lo que respecta a la dialéctica tiempo disponible‑tiempo
de trabajo‑tiempo libre, Marx indica que «toda economía se reduce en
última instancia a una economía de tiempo... La sociedad debe dividir de manera
eficaz su tiempo con el objeto de obtener una producción adecuada a sus
necesidades de conjunto... Economía de tiempo lo mismo que reparto planificado
del tiempo de trabajo entre los diferentes ramos de la producción, he ahí lo
que constituye, pues la primera ley económica sobre la base de la producción
colectiva» (p. 116). Se introducen luego nociones claves sobre este tema, como
la distinción entre «tiempo de trabajo necesario» y «tiempo de trabajo bajo
excedente, superfluo, disponible», para afirmar que «todo el desarrollo de la
riqueza se funda en la creación del tiempo disponible» y que «en la producción
fundada en el capital, la existencia del tiempo de trabajo necesario está
condicionada por la creación del trabajo superfluo» (p. 117). De ahí la
tendencia que atribuye al capital a desarrollar una masa de población superflua
(el ejército de reserva industrial) que le garantice el que el trabajador
asalariado le proporcione «trabajo superfluo» (p. 118). De esa manera el
capitalista usurparía al trabajador el tiempo libre, que es la fuente de
disfrutes y de riqueza desde el punto de vista del desarrollo de los individuos
y por el que el individuo crea abundancia para sí mismo (cfr. p. 118). Sólo una
sociedad colectivista podrá reducir al mínimo la jornada de trabajo, sin tener
que mutilar el desarrollo universal de las posibilidades de cada hombre
individual (cfr. pp. 118‑119) [3].
Marx alude de modo particular al éxito tecnológico que
reduce el tiempo de trabajo destinado a la producción de cada mercancía. Pero
esto no hace más que manifestar una de las contradicciones fundamentales del
capitalismo, que trata de reducir lo máximo el tiempo de trabajo necesario
mientras que, por otra parte, hace del tiempo de trabajo la única mediday única
fuente de su propia riqueza (cfr. p. 122). La sociedad socialista superaría
esta contradicción persiguiendo la reducción del tiempo de trabajo necesario,
pero no para crear un sobretrabajo, sino para reducir al mínimo el trabajo
necesario para la sociedad, proporcionando así el desarrollo libre de las
individualidades (cfr. p. 122). «El trabajo no se manifiesta ya como
trabajo, sino como desarrollo pleno y entero de la actividad» (Grundrisse) (p.
123).
Es necesario anotar que aquí toma Mandel una peculiar
postura. Esta idea del tiempo libre como condición ―¿y causa?― del
desarrollo humano es una idea que Marx expresa ya en La Ideología alemana. Ello
da pie a nuestro autor para contradecir la posición de algunos «marxólogos» de
acuerdo con la cual esta obra de juventud de Marx pertenece a una postura suya
idealista y romántica, superada después en su obra madura. Para Mandel no hay
en Marx ninguna oposición cuando subraya la misión históricamente necesaria del
capitalismo ―postura de madurez: determinismo histórico o cuando censura
el modo de producción capitalista como explotador, inhumano y opresor
―postura de juventud: moralismo―. Ni opone a la realidad existente,
dice, una realidad ideal, ni idealiza esa misma realidad existente (cfr. p. 123).
Mandel tiene que hacer frente después a un hecho en
contra, aparentemente, de las predicciones marxistas: la reducción del tiempo
de trabajo en los países capitalistas es ya innegable. A este hecho ―que
parece contradecir con claridad la teoría marxista sobre el ulterior desarrollo
del capitalismo―, el economista francés hace dos observaciones. La
primera, que la reducción de la jornada de trabajo se ha ido frenando en
las últimas décadas, e incluso ha habido retrocesos, como en Francia. Y la
segunda, que el trabajador no disfruta realmente del tiempo libre en la
economía mercantil generalizada (sociedad capitalista). «El proletario no puede
recuperar en la esfera del consumo de ocio lo que ha perdido en la
esfera de la producción» (p. 125).
El autor recurre al testimonio de una abundante
literatura (de la que da tres ejemplos: Enzensberger, Culture ou mise en
condition; Edgar Morin, L´esprit du temps; Baran y Sweezy, Monopoly
capital) en la que se demuestra que «el aburrimiento que prolonga la
fatiga» acaba confundiendo el trabajo y el tiempo libre. «No podrá ser de otra
manera, concluye Mandel, en una sociedad... orientada hacia la ganancia
privada... en la que todo corre el riesgo de convertirse en una nueva
fuente de mutilización del hombre alienado» (p. 126) [4].
De modo similar sale al paso de la postura de Erich
Fromm que, poniendo en segundo lugar las posibilidades del trabajo libre se
centra en la humanización del trabajo o en la autogestión (The Sane
Society). Y sale al paso con expresiones del propio Marx que extrae de los Grundrisse:
es una ilusión creer que el trabajo industrial, que el trabajo de la gran
fábrica pueda llegar a convertirse jamás en trabajo «libre»; el reino de la
libertad no comienza sino más allá del reino de la producción material,
es decir, del trabajo mecánico, si no se quiere volver a la producción
artesanal (cfr. p. 126).
La salida está, para él, sin duda, en la abolición del
capitalismo, por dos razones: porque, con ello, crecerá la fuerza productiva, y
se reducirá la jornada de trabajo; y porque se reducirá el sobretrabajo
desperdiciado, repartiendo el trabajo necesario entre un número de individuos
mucho mayor (cfr. pp. 126‑127).
Concluye Mandel con dos ideas que tienen más
«valor de agitación» que coherencia marxista. De un lado, «los ocios dejan de
ser comercializados cuando desaparece el comercio. Los medios de difusión en
masa dejan de ser instrumentos de embrutecimiento cuando la enseñanza superior
se generaliza y cuando la opinión se diversifica y se cultiva mediante la
abolición de todo monopolio de la prensa, de la radiotelevisión y del cine» (p.
127). El tiempo libre no puede convertirse en tiempo de libertad más que «por
la liberación de toda explotación económica, coacción política y servidumbre a
las necesidades elementales» (ibídem).
Pero, de otro lado, esta solución está
supeditada a un progreso técnico tal que permita realmente reducir la jornada
de trabajo, satisfaciendo, en poco tiempo, las necesidades de la sociedad (cfr.
p. 128). Sin embargo, como es obvio dentro del contexto marxista, de nada
serviría el avance técnico sin la transformación de las relaciones sociales de
la producción por medio de la lucha de clases.
La meta es «la apropiación por el hombre (por
todos los hombres) de todas sus relaciones sociales (que es, en efecto,
el proceso de su individualización, de su humanización)», lo cual implica «una
tendencia al desarrollo universal de las aptitudes científicas» (p. 129). A las
objeciones de Touraine (Traité de Sociologie) y de Arendt (Condition
de I'homme moderne) en el sentido de que el carácter liberador del marxismo
quedaría sólo reducido a los sabios, o a los cuadros superiores, Mandel
responde con Dawydow (Freiheit und Entfremdung): «la perspectiva de
desarrollo de la sociedad comunista es la perspectiva de crear una sociedad de
sabios», pues nada impide hoy la posibilidad de transformar en sabios a todos
los hombres (p. 129). Una vez más aquí, Mandel está jugando con las palabras.
8. El «Método de producción asiático» y las precondiciones
históricas del desarrollo del capital.
Al igual que el sexto capítulo, el que ahora nos
ocupa está impregnado del tecnicismo económica marxista (aunque aquí en la
perspectiva de la historia de la economía, o del materialismo histórico) y
resulta de difícil lectura para quien no esté familiarizado con el tema. Por
otro lado, juzgamos especialmente esta parte de la obra de un escaso valor
real, como no sea para una investigación especializada ―académica―
que tenga por centro el propio marxismo como producto mental.
En las Formas que preceden a la producción
capitalista de los Grundrisse, Marx desarrolla ampliamente la idea
del «método de producción asiático» (p. 130) que está caracterizada por cinco
puntos: 1) ausencia de propiedad privada del suelo; 2) fuerte cohesión de la
comunidad aldeana; 3) unión íntima entre la agricultura y la industria
artesanal; 4) poder central regulador, derivado de la importancia de las obras
de riego; 5) concentración por el Estado de la mayor parte del sobreproducto social
(«despotismo oriental») (cfr. pp. 135‑136).
Mandel asegura que Marx se aferró a la idea de
este método, hasta el fin de sus días, aunque Engels, en Los orígenes
de la familia, de la propiedad privada y del Estado, lo elimina de la
sucesión de las etapas que la humanidad habría recorrido, lo cual dio pábulo a
una profusa controversia entre marxistas. La difusión en Europa del texto de
los Grundrisse que acabamos de mencionar, coincidiendo con la
desestalinización, permitió reanudar esta discusión que se había, dice Mandel,
no sólo enredado, sino atascado (cfr. pp. 130‑131), debido en buena parte
a los «marxistas dogmáticos» de la época de Stalin (cfr. p. 151).
En concreto, en las democracias populares, desde
los comienzos de la desestalinización, el concepto fue utilizado para liberarse
de la mezcla mecanicista y antimarxista de las «cuatro fases» que toda la
humanidad habría atravesado obligatoriamente: comunismo primitivo, sociedad
esclavista, feudalismo y capitalismo. Esta mezcla habría obligado (a los
autores que pretenden ser marxistas, pero desean ser reconocidos como ortodoxos
por los partidos comunistas) a reunir bajo la etiqueta de «sociedad feudal» el
conjunto más heterogéneo de conformaciones socioeconómicas (cfr. p. 133). Para
Mandel, definitivamente, «producción asiática».y «feudalismo» no pueden
identificarse sin más, sino que este tipo de sociedad oriental es, en el peor
de los casos, una configuración social que se intercala entre el comunismo del
clan y la sociedad esclavista, o la sociedad feudal (cfr. p. 141). Teniendo en
cuenta que no sólo se refiere a cualquier sociedad primitiva, sino a la
sociedad india y china tal como el europeo las encontró en el siglo XVIII (cfr.
p. 142), y teniendo también en cuenta el punto de partida del análisis de Marx
sobre este método de producción: el carácter hipertrofiado y despótico del
Estado y la inexistencia de la propiedad privada del suelo.
Recoge Mandel la observación de Wittfogel en Le
despotisme oriental en el sentido de que Marx mistificó el carácter de
clase de la «burocracia» del «modo de producción asiático» por temor a condenar
a la burocracia del «Estado socialista» que quería crear (cfr. p. 143). Y
responde a ella afirmando que, por el contrario, Marx encontró en la Commune,
nacida del sufragio universal, sin funcionarios permanentes y con un pago
de los servicios prestados equivalente al de los obreros especializados, el
modelo de su «dictadura del proletariado» (p. 144). Por lo demás, afirma
Mandel, con Rubel, que tal «denuncia retrospectiva de una deshonestidad
intelectual en Marx pertenece a la patología ... » (p. 144).
Lo anterior da pie a Mandel para esbozar,
también, una de sus tesis de preferencia: los directivos (el señor feudal, el
abad, el escriba del antiguo Egipto o el mandarín chino) cumplen funciones
útiles para la sociedad en su conjunto, pero ello no implica el que se apropien
del sobreproducto social, ya que «la prehistoria y la historia demuestran que
estas funciones pueden cumplirse al servicio de la colectividad, sin dar lugar
a privilegios económicos» (p. 146).
Termina Mandel el capítulo reiterando su idea de
que toda la evolución progresiva de los modos de producción ―y del
«asiático» también― está fundada en una dialéctica del sobreproducto
social (excedente), que no es sino una dialéctica del «tiempo necesario» y
del «sobretrabajo» tal como lo vio en el capítulo precedente (cfr. p. 154).
Pasa, a partir de ahí, a propugnar, con Marx, un trabajo efectivamente libre,
pero no sólo en su acepción jurídica, sino, sobre todo, en el sentido económico
del término, es decir, libre de toda relación con los elementos de subsistencia
(cfr. p. 154). Es el capitalismo el que priva al hombre de su libertad: hasta
tal punto, que su desarrollo se hace imposible, como Marx afirma en el primer
capítulo de El Capital, mientras subsista el acceso libre a una
tierra abundante. La tragedia impuesta a los pueblos del Zimbabwe y del Africa
del Sur, que «han tenido que» ser separados de su suelo natal, y metidos en
grandes «reservas», para sufrir la obligación económica de vender su fuerza de
trabajo al capital, es, para Mandel, una «confirmación impresionante» de este
axioma establecido por Marx. A la luz de esto se ve, dice Mandel, la injusticia
que supone el reprochar a Marx el deseo de una «socialización íntegra del
individuo» (p. 156). Por el contrario, Marx asigna a la sociedad del porvenir
la función de asegurar «el libre desarrollo de las individualidades» que es
esencialmente «artístico, científico, etc.» (Grundrisse) (p. 156). Si
Marx, finalmente, concede una gran importancia al desarrollo de las fuerzas
productivas, si está, en cierta medida, «enamorado del progreso técnico» (sin
subestimar jamás los peligros de parcelación y de alienación que se desprenden
del mismo) es precisamente porque comprende que sólo este desarrollo de fuerzas
productivas crea las condiciones necesarias de una individualización cada
vez más grande del hombre, que se realizará, en definitiva, en la sociedad
socialista (cfr. p. 157). Mandel ataja rápidamente la sorpresa que más de un
lector podría tener ante tales afirmaciones sobre el ideal «individualizador»
de Marx, asegurando ―en nota a pie de página― que estas
afirmaciones no están, «de ninguna manera, en contradicción con la sexta tesis
sobre Feuerbach, que afirma que la esencia humana no es algo abstracto
inherente a cada individuo. En su realidad, es el conjunto de las relaciones
sociales». Se trata precisamente de relaciones sociales infinitamente más
ricas, que permitirán que se afirme el hombre socialista (cfr. pp. 156‑57).
Como ya se ha hecho notar antes, esto pertenece más a planteamientos
propagandísticos o «revisionistas», que a las afirmaciones explícitas de Marx y
a su coherencia.
9. Rectificación de la
teoría de los salarios.
Mandel inicia su análisis de este punto clave
para la economía marxista contraponiendo el pensamiento de Marx, a la teoría
ricardiana de los salarios, inspirada básicamente en Malthus y fundamentada en
un movimiento de oferta y de demanda estimulado por el proceso demográfico
(cfr. p. 158). El joven Marx ―con Engels―, calificando la posición
malthusiana de «infame e innoble» (p. 160), predice en el desenvolvimiento del
capitalismo una tendencia a la baja de los salarios, basada en dos razones
fundamentales: primero, la ley interna capitalista exige que al trabajador se
le otorgue sólo lo estrictamente necesario, esto es, los medios de
subsistencia, sin más, lo cual es la condición de posibilidad de la plusvalía (Fundamentos
para una crítica de la economía política); segundo, la proclividad innata
del capital a sustituir trabajo vivo por trabajo muerto (la famosa frase de
Marx: «puesto que el hombre ha caído al nivel de la máquina, la máquina puede
enfrentársele como competidora»), lo que se traduce en una desocupación de la mano
de obra originante de la baja de salarios (Manuscritos económico‑filosóficos
de 1844) (p. 161). En resumen, el joven Marx desarrolla una teoría de los
salarios, que parte esencialmente no del movimiento demográfico, sino del
movimiento de acumulación del capital (cfr. p. 162), una acumulación de capital
que suprime más empleos de los que crea (cfr. p. 163), que convierte en
proletarios a un gran número de productores independientes (incapaces de
incrementar autónomamente el capital) (cfr. p. 162), y que genera por fin una
competencia creciente entre los propios obreros (cfr. p. 163). En tal teoría,
que puede llamarse del salario necesariamente mínimo, éste es concebido como
una noción fisiológica, como mero medio de subsistencia; y viene acompañado de
la división estricta del trabajo y de un mayor número de horas de labor. («En
la misma medida en que crece el carácter repugnante del trabajo, el salario
baja»: Manifiesto Comunista) (p. 163).
Diez años después, en los Grundrisse, «Marx
tiene ya una concepción más dialéctica, más completa y más madura acerca del
problema de los salarios» (p. 164).Lo que distingue al obrero del esclavo es
que puede ampliar el círculo de sus satisfacciones en los períodos de coyuntura
buena, «elevando sus necesidades», y el capital responde a ello con su salario,
siempre mínimo, pero que no deriva ya sólo de la rigurosa subsistencia
fisiológica, sino de las necesidades crecientes adquiridas por los obreros: el
capital tiene la tendencia de empujar al obrero a sustituir sus «necesidades
naturales» (fisiológicas) por necesidades «históricamente creadas» (p. 164).
Esta doble consideración del obrero ―como mano de obra y como
consumidor― es el doble efecto de la acumulación del capital sobre el
valor de la fuerza de trabajo (cfr. p. 165).
Es en su exposición ante el Consejo General de
la Asociación General de los Trabajadores (Primera Internacional) donde Marx
concreta prácticamente esta teoría: el salario (valor de la fuerza de trabajo)
está constituida por un límite mínimo (las necesidades de subsistencia) y un
límite máximo (la satisfacción de determinadas necesidades que nacen de las
condiciones sociales en las que los hombres han sido educados). Entre estos
límites, la determinación concreta del nivel de salarios depende de las fuerzas
respectivas de los combatientes (cfr. p. 167). No obstante, tales fuerzas están
condicionadas por elementos objetivos cuya tendencia se encuentra
determinadamente fijada: la tendencia general de la producción capitalista no
es elevar el salario medio, sino bajarlo (cfr. p. 168).
Entra aquí Mandel en una cuestión importante: sí
esta tendencia a la baja debe concebirse como baja absoluta o relativa. En su
opinión, en el manuscrito de las Teorías de la plusvalía (redactado en
1862), esta baja arranca más bien, cuantitativamente, de una determinada
participación en el progreso de la riqueza general (cfr. p. 169).
Es sabido que nos hallamos aquí en un campo de
debate, toda vez que este pretendido descenso de salarios, ley del capitalismo,
sustancial para Marx, no parece haberse de hecho producido. A este debate, que
Mandel no explicita, pero claramente supone, hace varias observaciones, que
templan notablemente la predicción marxista: esta tendencia no tendría validez
más que a escala mundial (cfr. p. 169); la supresión de empleos que origina
esta tendencia no se produciría tanto en el interior, como en el exterior de
los países capitalistas (industrializados), esto es, en el llamado «tercer
mundo»; la tendencia misma se atenuaría por el aumento de servicios y por la
nueva clase media (fenómenos, dice Mandel, que Marx «había previsto» mucho
antes de que se produjesen en dos pasajes de la Teoría sobre la plusvalía); por
último, los movimientos de migración pueden modificar profundamente esta
tendencia (cfr. p.. 170).
Lo esencial para Marx, se nos dice ahora, era
«poner de manifiesto la depauperación relativa del proletariado» (p. 171). En Trabajo
asalariado y capital hablará de la casa «grande o pequeña» enclavada junto
a un palacio, para escribir veinte años más tarde, en El Capital: «la
situación del obrero debe agravarse, cualquiera que sea su salario, tanto si es
bajo como si es alto» (p. 171).
Cita Mandel las objeciones de Eliane Mossé (en Marx
et le probleme de la croissance dans une économie capitaliste), que se
refieren al capítulo XXIII de El Capital en donde Marx habla de la
«acumulación de la miseria, de sufrimiento en el trabajo, de esclavitud, de
incertidumbre, de embrutecimiento y de degradación moral... del lado de la
clase que produce ... »(pp. 171‑172). Para Mandel estas expresiones
tienen sólo validez para el «leprosario del proletariado», para la gran masa de
desempleados (p. 171), cuya actual existencia estaría confirmada por numerosos
estudios: cerca de cincuenta millones de norteamericanos serían pobres y
sufrirían las estigmas de la pobreza (Harrington, The other America); crece
el porcentaje de mujeres casadas asalariadas; «... los niños... reciben menos
cuidado, menos amor y menos vigilancia» (Harrington, op. cit.) (pp. 172‑173).
Mandel recuerda, finalmente, que Marx y Engels aseguran, en su crítica al
programa de Erfurt, no sostener una hipótesis de depauperación absoluta. «Lo
que aumenta sin ninguna duda es la inseguridad de la existencia». Y de los Grundrisse
extrae Mandel la siguiente conclusión: la depauperación relativa, para
Marx, no se desprende sólo de la relación entre el ingreso global y el que toca
a los obreros; «tiene que ver también con la insuficiencia de los salarios en
relación entre el ingreso global y el que toca a los obreros; ducción
capitalista» (p. 174), que es una consecuencia, precisamente, de la evolución
de la producción industrial: «hacer comunes e imprescindibles necesidades que
antes eran consideradas como un lujo» (ibídem).
10.De los manuscritos de 1844 a los Grundrisse: de
una concepción antropológica a una concepción histórica de la alienación.
Marx aceptó en bruto la crítica materialista de
Feuerbach a Hegel pero critica a su vez a Feuerbach añadiendo a la antropología
de éste la dimensión histórico‑social que Marx encuentra,
paradójicamente, en el propio Hegel. Es esta, en esquema, la tesis que sustenta
Mandel, apoyándose en Marcuse (Reason and Revolution) y en
Plejanov― (Les questions fundamentales du marxisme).
Así se produce, en los Manuscritos de 1844, un
«fascinante encuentro entre la filosofía y la economía política» (p. 177).
Tal encuentro de estos dos campos del saber
humano no es históricamente nuevo; se había producido ya en Aristóteles, en
Santo Tomás de Aquino y había sido «practicado en gran escala» por los teóricos
liberales del derecho natural (p. 177).
Los elementos conceptuales para esta conjunción
entre filosofía y economía, los encuentra Marx en la filosofía del trabajo de
Hegel (Fenomenología del Espíritu, Filosofía del Derecho, Ciencia de la
Lógica, etc.), que constituye una verdadera antropología. Hay allí una
doble definición del trabajo alienante y alienado: alienante porque es, por
naturaleza, exteriorización de una capacidad humana, que hace que el hombre
pierda algo que le pertenecía antes; alienado, porque la producción no puede
satisfacer plenamente las necesidades. Pese a estos elementos conceptuales
hegelianos, en Marx las ideas centrales son diversas, según lo dice Marcuse
(op. citado); «todos los conceptos filosóficos de la teoría marxista son
categorías sociales y económicas, mientras que las categorías sociales y
económicas de Hegel son todas conceptos filosóficos» (p. 180). Lo anterior
coloca a Mandel frente a la postura de su compatriota Althusser (La revolución
teórica de Marx), para quien Marx desarrolla toda la economía política «a
partir de un concepto clave: el concepto de trabajo alienado» (p. 180).
Según Mandel, en cambio ―el contradicción con lo que ha dicho pocas
páginas antes, por ejemplo, pp. 170‑171―, el punto de partida de la
crítica de la economía política de Marx no es sino «la observación práctica de la miseria obrera». ¿Cuál es, entonces, la evolución de Marx desde los Manuscritos
de 1844? Una transición en la línea de los elementos conceptuales
filosóficos: desde las filosofías antropológicas de Hegel y Feuerbach hasta el
materialismo histórico (p. 181). Después de describir sucesivamente la
alienación en el dominio religioso y en el dominio jurídico, Marx comprende
«que la propiedad privada es una fuente general de alienación... y que la
alienación humana es una alienación del trabajo humano». «Partimos, dice Marx
en los Manuscritos de 1844, de un hecho económico contemporáneo. El
obrero se vuelve tanto más pobre cuantas más riquezas crea... El obrero se
convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías produce. La devaluación
del mundo humano aumenta en proporción directa a la supervaloración del
mundo de las cosas (de las mercancías, precisa Mandel). El trabajo no produce
solamente mercancías; se produce también a sí mismo y al obrero como mercancía,
y esto precisamente en la medida en que― produce mercancías» (p.
184). Rebasa ya aquí a Hegel, pues la alienación no es sólo una rigurosa
exteriorización del trabajo en el producto, al modo hegeliano, ni algo
irremediablemente conexo a la naturaleza del hombre o a cualquier forma social
(cfr. p. 184), sino que es, también y dialécticamente, una discordancia
transitoria, en el seno de la naturaleza misma, que puede ser superada,
reencontrando la apropiación natural (cfr. p. 185). No obstante, concluye ahora
Mandel, esta concepción antropológica de la alienación, «aunque va mucho más
lejos que la de Hegel, porque desemboca en una solución, es en gran parte
filosófica, especulativa. No tiene fundamento empírico. No está demostrada» (p.
185). Para Mandel es importante ―y para nosotros lo será también, pero en
otro sentido― el que Marx oponga «explícitamente» la alienación de los
consumidores bajo el régimen de la propiedad privada al disfrute, fuente de
desarrollo de las capacidades universales del hombre» (p. 185). El que la
alienación del trabajo se deriva de la división del trabajo y de la producción mercantil
es para Mandel una idea de la Ideología alemana que Marx reitera en
los Manuscritos de 1844, y que queda definitivamente fijada en El
Capital, al referirse al carácter fetichista de las mercancías. Con estas
bases, Mandel se encuentra en condiciones de enfrentarse con el «intento realizado
por una serie de filósofos burgueses o revisionistas de 'reinterpretar' a Marx,
a la luz de sus obras de juventud» (p. 187). (Como el lector ya sabrá, las
llamadas obras de juventud de Marx ―manuscritos inéditos― se
hicieron públicos en 1930‑40, provocando un general desconcierto entre
los marxistas.) Mandel divide estos intentos en tres grandes grupos (p. 188):
a) Quienes tratan de negar la diferencia entre
el concepto de alienación de los Manuscritos de 1844 y de El Capital.
En este género se engloban, «de manera harto extraña», dice Mandel (p.
189), «comunistas oficiales», escritores socialistas ferozmente anticomunistas
como Erich Fromm ―en Marx's concept of man― y M. Rubbel, y
autores católicos como el R. P. Bigo, el R. P. Calvez y H. Bartoli (pp. 189 y
ss.).
b) Quienes afirman que los Manuscritos enriquecen
a El Capital, o lo revalúan, con una dimensión antropológica,
filosófica, más integral y global, que en el concepto de alienación de El
Capital se pierde, se oculta, o se niega, según los casos. Aquí engloba
Mandel a una larga serie de autores (Popifz, Hommes, Thier, Leemans, Lowit,
Marcuse, De Man, Kostas Axelos, Blauner y al propio Fromm en su obra, The
Sane Society, anterior a la que acabamos de citar (cfr. pp. 193 y ss.).
c) Los que sostienen que los conceptos del joven
Marx sobre el trabajo alienado en los Manuscritos de 1844 no sólo
contradicen los análisis económicos de El Capital, sino que impidieron a
Marx la pronta aceptación de la teoría del valortrabajo (ver II, 3 de esta
reseña). Aquí Ernest Mandel agrupa «al punto de vista oficial de los partidos
comunistas en el transcurso de los años 40 y 50» (p. 200), junto con Jalm,
Cornu, Bottigelli y, en especial, Louis Althusser, quien «recientemente
―en La revolución teórica de Marx― se ha atrevido a ir más
lejos, al proclamar que el concepto ideológico de enajenación es un concepto
premarxista» (p. 203).
Nuestro autor defiende su posición, cuyo nervio fue ya
expuesto arriba, frente a estos autores, reiterando las ideas también arriba
expuestas. Su argumentación llega al punto cumbre cuando se enfrenta con los
autores que pertenecen a la segunda postura que es, como se ve, la que afecta in
nuce su propia tesis; y se vuelve, a nuestro juicio, cáustica, cuando habla
con quienes atribuyen a las predicciones de Marx un carácter utópico. Así, con
Popitz (que afirma que el famoso pasaje de La ideología alemana sobre la
supresión de la división del trabajo es antitécnico o romántico: Der
enfremdete Mensch), quien, según Mandel, «demuestra una sorprendente
incomprensión ... » (p. 198). Así también con Dahrendorf (quien en Las
clases sociales en la sociedad industrial afirma que nadie se puede
representar «de manera realista» una «sociedad sin diferenciación» de hombres
desde el punto de vista de su «poder político»), al que interpela abruptamente:
la «atrofia de la imaginación social del señor Dahrendorf no es, evidentemente,
un argumento científico» (p. 199).
«¿Por qué había de ser romántico ―dice nuestro
autorsuponer que en el marco de la automatización, presentida por Marx, la
abundancia de los bienes y la generalización de la enseñanza superior, junto
con la ampliación constante «del tiempo libre», crearían las condiciones de un
desarrollo pleno del hombre, al liberarse efectivamente de la esclavitud de la
división social del trabajo y al practicar libremente actividades técnicas,
científicas, artísticas, deportivas, sociales y políticas, las unas al lado de
las otras?» (p. 199).
Es interesante analizar también la actitud de Mandel
ante Francois Perroux, que en el prólogo de las Oeuvres‑Economie de
Marx se representa una vida social en la que «la economía está entera y
plenamente automatizada», lo cual posibilitaría una vida enteramente libre, en
la que todos hacen lo que quieren y cuando quieren, y asegura que incluso en
esa sociedad subsistirían contradicciones fundamentales entre los individuos,
que exigirían la persistencia del Estado. El contraargumento de Mandel es
reiterativo (ver II, 1 de esta reseña): «Perroux no demuestra de ninguna manera
la inevitabilidad de esta supervivencia de las contradicciones sociales, en
condiciones de abundancia» (p. 199).
Mandel ratifica su tesis, con el recurso a los Grundrisse:
«los individuos universalmente desarrollados, cuyas relaciones sociales han
quedado sometidas a su propio control colectivo, como si fueran sus propias
relaciones colectivas, no son un producto de la naturaleza, sino de la
historia» (p. 205). A este pasaje hay que añadir aquellos en que Marx describe
«la sumisión total» del «trabajo viviente» al «trabajo objetivado» (el «trabajo
muerto», el capital fijo), y aquellos otros en que distingue entre trabajo
«repulsivo», trabajo de esclavo, servil, asalariado, por una parte, y «trabajo
libre» «trabajo atractivo» por otra (cfr. p. 205). Hay otros textos de los Grundrisse
que recuerdan a Mandel las expresiones de los Manuscritos de 1844; como
aquel en el que describe el capital en términos de trabajo objetivado, de
dominación, de fuerza de dominio sobre el trabajo viviente (cfr. p. 207).
En definitiva, para Mandel toda la teoría marxista de la
alienación tiene un desarrollo coherente con la doctrina ya presentada en La
ideología alemana, y rebasa de un modo dialéctico las contradicciones
expresadas en los Manuscritos de 1844 (cfr. p. 207). Esta alienación
tiene, históricamente, tres pasos: primero, la pobreza material y la
impotencia del hombre ante la naturaleza, que generan la alienación social,
ideológica y religiosa; segundo, los excedentes económicos se logran con
la división del trabajo y la producción mercantil, fuente de la alienación
económica; tercero, la alienación económica adquiere una dimensión nueva
en la alienación técnica, pues los instrumentos de trabajo se le oponen
al hombre como una fuerza hostil.
¿Como concluirá esta cadena enajenante? «La abolición
del régimen capitalista hace que sea posible la desaparición paulatina de la
producción mercantil, de la división social del trabajo, y de la mutilación de
los hombres. La alienación no es 'suprimida' por un acontecimiento único,
tal y como no apareció de golpe y porrazo. De todas maneras, no está
arraigada en la «naturaleza humana», o en la «existencia humana» sino en las
condiciones específicas del trabajo, de la producción y de la sociedad
... » (pp. 209‑210).
El empeño de presentar al joven Marx como una
posibilidad nueva y distinta, la de oponer un «mensaje ético» a la desesperante
realidad capitalista, a la revolución socialista y a su degeneración en la
Unión Soviética durante la época de Stalin es, para Mandel, un «intento
deliberado» de los social demócratas «de embotar el mensaje revolucionario
contenido en los Manuscritos» (p. 214). «Se rehabilita así a Marx
con el objeto de poderlo volver contra el movimiento comunista y revolucionario
internacional» (ibídem).
11.¿Desalienación
progresiva por la construcción de la sociedad socialista o bien alienación
inevitable en la sociedad industrial?
Las afirmaciones anteriores sobre la alienación y la
tendencia «apologética» (p. 216) para deformar la teoría marxista en este
terreno, marcan ya la pauta que Mandel seguirá en el presente capítulo.
Los ideólogos stalinianos se obstinan en describir la
alienación con caracteres específicos, derivados todos de esta sociedad
capitalista, para demostrar así que la alienación ya no existe en la U.R.S.S.
Por su parte, los ideólogos de la burguesía se empeñan en sostener que los
«rasgos más repelentes» del capitalismo son la consecuencia eterna e inevitable
de la naturaleza humana (cfr. p. 216). De cara a ambas posturas, Mandel nos
ofrece su teoría marxista de la desalienación progresiva (p. 218).
Reconoce que, en el tránsito de la economía capitalista a la comunista es
inevitable la pervivencia de la alienación, pero ello, precisamente, «en la
medida en que subsisten la producción mercantil, el cambio de la fuerza. de
trabajo por un salario― estrictamente limitado y calculado, la obligación
económica de este cambio, la división del trabajo (y, sobre todo, la
división del trabajo en trabajo manual y trabajo intelectual)» (p. 219).
Reconoce también, enfáticamente, que esto es manifiesto en los países de base
económica socialista: las necesidades de los trabajadores no están satisfechas,
y los sistemas de distribución están afectados por deformaciones burocráticas.
La solución no es la aplicación de remedios parciales,
sino la desaparición paulatina del Estado (cfr. p. 221), la realización plena y
entera de la autogestión social (cfr. p. 220). En Marx, dice tajantemente
Mandel, toda división de trabajo que condena al hombre a no ejercer más que una
sola profesión, y por consiguiente también la que existe en la U.R.S.S., es
alienante (cfr. pp. 220‑222). El propósito de Marx es éste: «desaparición
de la producción mercantil, de la economía monetaria, de la división social del
trabajo en un marco mundial y sobre la base de un desarrollo muy elevado de las
fuerzas productivas» (p. 224).
Mandel no deja de aludir al actual escepticismo respecto
de tal meta, y a sus raíces: los fenómenos negativos que han acompañado a los
primeros (y únicos, añadiríamos nosotros) intentos históricos de construir una
sociedad socialista: no sólo en el estalinismo (cfr. p. 224), sino en las
democracias populares (cfr. p. 219): hipertrofia de la burocracia, ausencia de
democracia política, falta de autogestión económica, factores específicos de
alienación resultantes de la deformación o de la degeneración burocráticas
(cfr. p. 225). No cabe el consuelo de pensar que ello sucede inevitablemente en
la época de transición y en la primera fase del socialismo (p. 225), porque,
ahí incluso, los fenómenos alienados deben, a juicio de Mandel, «comenzar a
desaparecer» (p. 222).
A continuación analiza detenidamente la posición de
Wolfgang Heise (Uber die Entfremdung und ihre Uberwindung), quien, después de
haber hecho una apología de la falta de autogestión obrera en la República
Democrática Alemana, insiste, entre otros puntos, en la necesidad de una fuerte
planificación central y de un grado elevado de diferenciación de las funciones
sociales, las cuales son, para Mandel, factores alienantes, sea cual sea el
régimen económico en que se den (p. 227). «Es también notable que Heise
―dice Mandel― no pueda concebir la planificación central más que
como planificación autoritaria» y que se encierre en el dilema de los autores
yugoslavos (o anarquía de producción o planificación autoritaria) (p. 228). «La
posibilidad de una planificación democráticamente centralizada, resultante de
un congreso de consejos obreros que administren las empresas es algo que parece
escapárseles» (p. 228). Los «productores asociados» no son incapaces de mejorar
el grado de organización social poniendo «la disciplina libremente consentida
en lugar de una jerarquía de ordenantes u ordenados» (p. 228). «El paso
decisivo hacia esa democracia es el que pone en manos del conjunto de trabajadores
la gestión de producción y la posibilidad de disponer del sobreproducto social»
(p. 229). Basta con sustituir este poder de decisión que ahora se encuentra en
un puñado de hombres, por el de la masa de «productores asociados» (p. 237).
Cualquier transformación que no siga esta línea, no será más que un «alegato
hipócrita en favor de la asociación capital‑trabajo» (p. 239).
Estudia también el análisis que Dawydow hace sobre los
mecanismos de la desalienación en la construcción del comunismo (Freiheit und
Entfremdung), que resulta, según Mandel, mucho más profundo que el de Heisse.
Su falla, no obstante, consiste en no tener en cuenta que «la desalienación
progresiva del trabajo y del hombre en el socialismo debe integrarse en un
análisis completo de su alienación en la época de transición. Al faltar éste,
aquél se convierte en arbitrario. Adquiere un aspecto de 'huida hacia adelante'
a quienes dan prioridad a un enfoque más pragmático de la realidad inmediata»
(p. 231). Se enfrenta también con Adam Schaff, quien, en el análisis de la
realidad polaca de hoy, hace una «revisión escéptica y misantrópica de Marx»,
al dudar de la posibilidad de llevar a cabo, incluso en la sociedad comunista,
la desaparición del Estado, de la división del trabajo y de la producción
mercantil (cfr. p. 231).
Los hechos empíricos parecen contradecir esa
posibilidad de progresiva liberación humana. A tales hechos, Mandel opone la
«riqueza potencial de la sociedad» y la realidad de que están más satisfechas
las necesidades sociales, con lo que se acrecienta la posibilidad de «eliminar
los mecanismos de coacción de la organización socioeconómica» (p. 234). En este
punto, Mandel esgrime, de nuevo (ver II, 1 y II, 10 de esta reseña) su
argumento predictivo: «¿Por qué no suponer que esta tendencia puede desembocar
en un 'salto' cualitativo, en el que desaparecería la servidumbre del hombre...
y en el que florecería su capacidad de dominar su organización social...?» (p.
234).
Aparecen en este capítulo, además, otros factores claves
de «desalienación»: el hombre, gracias a la tecnología científica, queda
liberado del proceso de producción, y se afirma como organizador y controlador
de ese proceso (cfr. pp. 230, 234): de esta manera podrá dedicarse a las artes
libres quienes han sido emancipados de la técnica (cfr. p. 235), liberados del
trabajo esquemático no creador, gracias a la cibernética (cfr. p. 240).
Las páginas finales del capítulo constituyen, a nuestro
juicio, las conclusiones de Mandel al libro entero.
Marx rechaza toda concepción antropológica de la
alienación (cfr. p. 231); la concepción antropológica, metafísica y resignada
de la alienación, subsistente en Hegel y Feuerbach, es transformada en una
concepción histórica, dialéctica y revolucionaria (cfr. p. 241); en esto reside
toda la obra económica gigantesca que Marx llevó a cabo entre su primera
lectura de los economistas clásicos (1844) y la redacción de los Grundisse
(1858) (cfr. p. 231); y aquí reside la naturaleza específica, de Marx como
economista.
Marx lleva a cabo una obra autónoma de economista. Sin
sus descubrimientos económicos ―afirma Mandel― su «teoría social
habría conservado un carácter esencialmente utópico, voluntarista y
‘filosófico' en la acepción negativa del término» (p. 243). «No pudo ser eficazmente,
es decir, científicamente, sociólogo, historiador y, sobre todo,
revolucionario, sino porque fue economista...» (p. 244).
1. Ideas generales.
Para juzgar esta obra de Mandel, habría que desdoblarla
en tres grandes aspectos. El primero se refiere al valor de la obra en relación
con el objetivo explícito del libro, a saber: el análisis genético del
pensamiento de Marx, en los grandes temas tratados, desde sus escritos de
juventud hasta su obra madura. Este aspecto del trabajo de Mandel, aunque no
esté. de ningún modo desconectado de sus otras facetas, pertenece de lleno al
estudio de la historia del marxismo, en sus dimensiones política, ideológica,
sociológica, filosófica y económica. En tal sentido, la obra deberá juzgarse en
el contexto de erudición sobre el pensamiento de Marx. Nos eximimos del
enjuiciamiento de la obra en este aspecto, por pertenecer más bien a la
historiografía del marxismo, tema que será de interés para los especializados en
la materia, pero que no responde a la finalidad de esta reseña.
También nos eximimos de la valoración del segundo
aspecto de la obra de Mandel, esto es, el puramente económico. Su
interpretación marxista de los fenómenos económicos, en cuanto tales, será también
marginada, para detenemos en la valuación del tercer aspecto de la obra: las
pretensiones no económicas de Mandel, analizadas fuera del contexto marxista.
El lector podrá notar, con mayor o menor evidencia, otros propósitos de Mandel
que no se circunscriben estrictamente ni a la ciencia económica ni a la teoría
marxista especulativamente considerada. Y no podía ser de otra manera porque,
como veremos, ni el marxismo es meramente especulativo ni les mera economía.
Estas pretensiones adicionales de Mandel son, para nosotros, al menos cuatro:
a) presentar al marxismo como una teoría estrictamente económica; b) presentar
las soluciones marxistas como la clave del desarrollo humano; c) mostrar el
acierto profético de Marx, y d) identificar el marxismo con las
aspiraciones sociales del momento.
Aunque varias de estas pretensiones pueden considerarse
comunes con otros marxistas, y aun con Marx mismo, se presentan de un modo
peculiar en el caso de la obra de Mandel, que ahora comentamos, y requieren,
por ello, de un análisis específico en relación con esa obra. Nuestro juicio
pretende evidenciar, de algún modo, la imposibilidad del marxismo para cumplir
esos objetivos, y, consecuentemente, la distorsión de hechos o desviaciones de
método en las que Mandel se ha visto consciente o inconscientemente forzado a
incurrir.
2. El marxismo, ¿una mera teoría económica?
La imposibilidad de concebir y exponer el marxismo como
una teoría estrictamente económica, se hace patente en la obra de Mandel, pese
a los intentos del autor para llevar a cabo esta imposible tarea. Lo que
Mandel, en efecto, presenta como pensamiento económico de Marx no puede
reducirse a la economía, a menos que el reino del hombre se reduzca ―como
Marx hace de hecho― a sus condiciones materiales. Pero esta reducción no
puede perpetrarse desde la economía. Requiere un juicio: a) sobre la filosofía,
y b) sobre el hombre, que trasciende, por definición, los límites de la economía
misma.
a) La posición de Mandel
sobre el primer respecto ―la filosofía― no ofrece dudas: el
pensamiento filosófico de Marx adquiere, para Mandel, rigor científico, cuando
se encuadra dentro de categorías económicas. Esto no es, creemos, la mera
descripción del itinerario del pensamiento del joven Marx: es, indudablemente,
un juicio de valor sobre las ciencias en. juego: como si Marx, ayudado por
Engels, lograra hallar, en contraste con los economistas liberales de la época,
una base «objetiva» y científica a sus primeros juicios «éticos» y filosóficos
que serían meramente subjetivos y no científicamente fundados. No sólo llega a
afirmar que la filosofía antecedente e Marx estaba empíricamente infundada,
sino que los fundamentos empíricos de la filosofía vienen dados, para Marx por
sus investigaciones económicas; y esto, justamente, es lo que da a su
filosofía, antropología y sociología, un estatuto científico. Esto no es ya una
afirmación que pertenece a la economía (ni aunque se le añada el calificativo de
social), sino a la teoría general de las ciencias. El emitir un juicio de esta
naturaleza, otorgando prioridad de valor científico a una ciencia, pretendiendo
explícitamente basarse en los presupuestos de esa sola ciencia. Esta
reducción, sin embargo, no es particularmente reprochable a Mandel, toda vez
que la toma de Marx mismo. En el momento en que Marx supedita el hombre a la
economía, la reducción ya está perpetrada y, por ende, todo lo que se diga del
hombre puede denominarse, aunque sin derecho alguno, ciencia económica.
Cierto es que el marxismo pretende liberarse de toda
concepción ético‑filosófica del hombre, hasta el punto que en el estricto
pensamiento marxista toda referencia moral pierde sentido; pero esta pretensión
no es inicua respecto de la ética o de la filosofía, como si sólo pretendiese
elaborar una economía aséptica, purificada de otras adherencias no económicas.
Todo lo contrario: la construcción de una tal ciencia económica
―aceptemos el calificativo― se hace a expensas de la ética y de la
filosofía, a las que se les destruye como ciencias; la primera, porque no
ofrece solución práctica (revolucionaria), sino que es simplemente retardataria
de los males del mundo; y, la otra, a la par, por ser meramente interpretativa
del mundo, y no transformadora de él.
En contrapartida, habrá que decir que el materialismo
dialéctico, no sólo no es una conclusión de carácter económico (o cuya validez
«objetiva» se afinque en el análisis de las fuerzas económicas), sino una
resultante de dos filosofías ―determinismo y pragmatismo―, que
presiden con igual fuerza el pensamiento marxista (cfr. Piettre, Marx y
marxismo, Rialp, Madrid, 1963, p. 133). O, yendo más lejos, podría
afirmarse incluso que conceptos o teorías puramente económicas ―Como la
teoría del valor― resultan en realidad más filosóficas que económicas (ibídem,
p. 92; cfr. Introducción general, pp. 21-25). En efecto, la teoría
del valor de Marx, expuesta por Mandel, se basa en un concepto determinado de
trabajo, que a su vez incluye una antropología específica, con inclusiones de
carácter psicológico. El que tenga un tratamiento dentro de la economía, y sea
éste el que interese en particular al marxismo, no es razón suficiente para
afirmar que la validez de ese concepto o de esa teoría deba analizarse sólo con
el instrumental de la ciencia económica, como si sólo en ella repercutiese.
b) Y lo que se dice
respecto de la ciencia en general puede afirmarse, con mayor motivo, respecto
del hombre. Cabría conceder, en último término, que un determinado sistema
económico tuviera viabilidad sin que sea necesario relacionarlo explícitamente
con una idea, acertada o errónea, del hombre. Pero lo que no puede concederse
es que partiendo de una idea falsa del hombre pueda deducirse un
sistema económico funcional. Porque tal sistema económico vendría a beneficiar
aun hombre que no existe; es decir, no vendría a beneficiar anadie, o incluso,
a perjudicar a todos.
Esto es, a nuestro juicio, lo que se desprende del
estudio genético del pensamiento económico de Marx, tal como Mandel lo
expone: parte del concepto de hombre elaborado por Feuerbach, con lo que
podríamos llamar «humanismo teórico»: un hombre genérico, sin individualidad ni
trascendencia, ser impotente enajenado por la religión. Este concepto del
hombre se ve fortalecido por las indagaciones económicas de Marx y Engels,
hasta que aquella larvada antropología se constituye en lo que podría llamarse
«humanismo práctico», que da al primero su «valor científico», su «rigor
empírico», y su dimensión práctica. Decir que este concepto del hombre sea
puramente económico, y que sólo puede juzgarse a la luz de la economía, es una
petición de principio. Porque, en definitiva, decir que el hombre está
condicionado por las relaciones de producción, como hace Marx, no es una
afirmación que puede obtenerse desde la economía, ni es, por tanto, el
economista, en cuanto tal, quien puede hacerla. Lo que está entonces en
discusión no es lo que se entiende por economía, sino lo que se entiende por el
hombre.
Lo anterior se ve claro, en Mandel, cada vez que maneja
el concepto de alienación. No hay un pasaje en toda la obra en el que perfile
con rasgos precisos qué es, en última instancia, ese proceso por el que el
hombre se enajena (en la religión, en el Estado, en la mercancía, etc.): el
acto de enajenarse queda sin definir, vacío que se encuentra generalmente entre
los marxistas, y particularmente en Mandel. Se dice que la enajenación no es la
objetivación inevitable del hombre en su producto al modo de Hegel; que la
enajenación no es constitutiva de la naturaleza humana; que no es un mero
concepto filosófico, etc. Pero a estas precisiones negativas no se añade
ninguna otra, positiva, que delimite el concepto de un modo claro. Por el
contrario, se mueve pendularmente en dos grandes extremos. Por un lado, el
concepto de enajenación se encuentra demasiado próximo a la enajenación
jurídica: la enajenación radical sería la venta del trabajo, por la que
el hombre se vendería a sí mismo (sociedad mercantil, en donde el trabajo sería
mercancía). Pero, por otro lado, aparece la enajenación como identificada con
toda suerte de dependencia.
El marxismo comienza afirmando que lo que pretende es
liberar al hombre de esa enajenación radical por la que su trabajo ―él
mismo, por ende― es considerado como mercancía. Pero termina pretendiendo
liberar al hombre de toda dependencia. Porque, así ―y esto se ve
con claridad de la mano de Mandel―, el hombre «desalienado» que nos
ofrece el marxismo es un hombre desvinculado, es decir, absoluto, lo cual es un
ofrecimiento inaceptable, por imposible. Si la enajenación se toma sólo y
estrictamente como venta del trabajo propio, y de su producto, como mercancía,
nos encontramos en un nivel socioeconómico cuyas soluciones son más o menos
discutibles. Pero para el marxismo no es sólo eso: alienación es dependencia: y
la desalienación del hombre sería la imposible absolutización de algo
constitutivamente relativo, precario e insuficiente: la realidad humana. Marx
rechazó el carácter necesariamente relativo del hombre porque sería una visión
conformista, resignada y connivente con las instancias del capitalismo: o
viceversa. Esto es, identifica sin derecho una relación socioeconómica
―las relaciones de mercado en el trabajo― con una relación
antropológica: la dependencia del hombre con algo que le trasciende en el orden
de su propio ser. Lo que está otra vez en discusión no es un asunto de la
economía, sino un «optimismo» antropológico intramundano, radical, de mucho
mayor alcance.
En el marxismo la razón necesaria ―y suficiente,
tal vez― para ser libre (desalienado, emancipado, autorrealizado,
plenificado, o, como gusta decir Mandel, en el máximo desarrollo de sus
posibilidades) es tener bastante. Aunque la abundancia material sea un
laudable objetivo de la economía, la identificación o incluso supeditación de
la plenitud humana a esa abundancia, no es ya asunto de la ciencia económica,
ni hay en ello motivo alguno de alabanza.
3. La solución marxista ¿clave del desarrollo
humano?
Marx constituye, para Mandel, la única solución posible,
y no siquiera la mejor entre otras, sino la perfecta e insuperable. Este
absolutismo de la praxis se adivina ya en la identificación hecha entre
el reino del hombre y el reino de la economía, y en la monopolización que ésta
misma hace respecto de la ciencia. La solución marxista pretende ser una
solución «científica» y, por lo tanto, única. Su práctica no es la aplicación
contingente y parcial de la verdad: es la verdad misma a futuro, incompatible
con otras prácticas, que no serían más o menos acertadas, sino meramente
falsas. La identidad entre alienación y dependencia, a la que arriba aludimos,
no es más que una manifestación de este absolutismo: la doctrina de Marx no
viene a liberar al hombre de las lacras de una sociedad determinada, sino que
producirá la «enmancipación integral», «la individualidad plenamente
desarrollada», para emplear típicas expresiones literales de Mandel. Y ello, no
como algo ideal ―en el sentido más noble del término―,
progresivamente abordable, sino como meta positiva, que se encuentra, diríamos,
al alcance de la mano, en cuanto ésta quede liberada de la cadena del capital
que atenaza su radio propio de acción.
Es paradójico observar, en todo el enfoque de Mandel, la
inconsciente compatibilidad de dos posturas incompatibles: por un lado,
absolutiza la solución marxista de la manera más radical e intransigente
(aunque en un tono de mesurada alabanza, de equilibrio «científico», de rigor
académico) anulando el resquicio de cualquier otra posibilidad; pero, al propio
tiempo, lamenta con amargura el absolutismo de los países para él mal llamados
comunistas. Un lector objetivo se pregunta por qué Mandel no problematiza la
conexión evidente que existe entre su absolutización teórica de la praxis, y
las autocráticas y absolutistas implementaciones reales de ella; y por qué
mantiene con unilateralidad la primera en tanto que quiere lavarse las manos
respecto de las segundas.
Aparentemente, esta conexión está oscurecida en Mandel,
porque enfatiza, para la doctrina marxista, su aspecto de desalienación,
liberación y emancipación del hombre, colocándola así en los antípodas de
cualquier dictadura de Estado. Pero esto es sólo en apariencia; porque, para
Mandel, solamente hay un camino práctico válido a fin de ganar la libertad; y,
por ello mismo, se convierte ya en obligatorio. No obligatorio tal vez en el
sentido de impuesto desde fuera, sino porque, al ser la única posibilidad
«científica», quedan anuladas las demás posibilidades humanas, esto es, queda
anulada la capacidad de elección del camino a la libertad. Se trata de un
acceso obligatorio ―inevitable, determinado históricamente―
a la libertad misma. En este punto, Mandel, que quiere erigirse como el
paladín del marxismo liberador, es lo suficientemente coherente para no prescindir,
como hacen ahora otros marxistas, de la revolución, porque es inherente a la
doctrina de Marx. Y en esta misma coherencia se patentiza la incomodidad de su
postura: porque la actitud revolucionaria es, siempre, una actitud de
intransigencia, de radicalidad, para la que están invalidados los otros medios.
No es posible, a nuestro juicio, reclamar para el hombre una única solución
posible a sus problemas prácticos, y calificar, al mismo tiempo, esta solución
única, como liberadora. La dictadura comunista no es un accidente histórico: la
identificación entre teoría y práctica conduce por necesidad a la tiranía.
Este absolutismo del camino deriva ―no tendría por
qué derivar, pero deriva― del absolutismo del término. Como digimos,
Mandel nos ofrece la meta marxista con una pretensión de totalidad. Ya esa
misma pretensión se hace sospechosa. El que tiene aún vivas sus aspiraciones de
infinitud, de Dios, al oír hablar de una solución finita y limitada, no sólo
como total y plena, sino como la única científica, se resiente del efecto
contrario que Mandel pretende: se considera encadenado, «enajenado» en esa
proclamada solución, teóricamente impuesta como única, y sustraído de la
infinitud verdaderamente liberadora. Mandel, siguiendo fielmente los pasos de Marx,
señala, en el itinerario de su pensamiento, el punto de arranque: un Feuerbach
modificado: no basta describir un hombre enajenado en la infinitud; hay,
además, que liberarlo prácticamente, esto es, económica, materialmente. Pero no
se pregunta, como debiera, qué hay más allá de este punto de partida.
Cuestionado el análisis de Feuerbach, habría que cuestionarlo del todo: el que
el hombre esté alienado en la trascendencia, supone gratuitamente que no hay
tal trascendencia. El poner en crisis esta suposición ―a fin de
confirmarla o anularla― es para nosotros la postura científica. Y no la
de demostrar por una vía desautorizada ―la historia de la
economía―, que la postura de Feuerbach es verdadera. Desautorizada,
porque, al ser la historia de la economía medularmente inmanente, ya ha
resuelto sin derecho la previa cuestión de la trascendencia. Para el hombre
común es, en último término, un problema de óptica: si Marx diagnostica
presbicia en el hombre enajenado por la religión, alguien puede, con igual derecho,
reprochar de miope al hombre achatado por la economía; pero puede, además,
protestar porque se le han sustraído sus bifocales antes de dirimir la
ambivalencia del diagnóstico.
Puesto en crisis el carácter absoluto de la meta,
todavía cabe preguntarse por el valor de los medios para lograrla. Aquí Mandel
presenta un lado aún más débil. Su defensa del marxismo, del que hace él
también una clara apologética, le lleva a estirar al máximo sus posibilidades.
Se enfrenta con cualquier actitud resignada que califique como irremediable la
más pequeña traba para la «liberación» humana. En el terreno de las promesas,
Mandel no tiene necesidad de aplicar una medida: el marxismo lo promete
todo. Entiéndase: todo lo que puede alcanzar un hombre que ha sido reducido
a sus dimensiones materiales. Hecha esta reducción, el hombre es capaz, en el
comunismo de plenificarse sin barreras. Pero, por el contrario, en el terreno
de los medios, Mandel se ve limitado por las soluciones técnicas ofrecidas por
Marx. Aumentarlas o disminuirlas sería incurrir en la infidelidad marxista que
Mandel reprocha a unos y otros. Este es, así, el meollo del asunto: Mandel
promete la plenitud individual y social ―una plenitud materializada―
y ofrece, para lograrla, unos medios claramente insuficientes. Más aún: nos
propone llegar a una plenitud positiva, por medio de la aplicación de
medidas sólo negativas. Lo que afirmamos es literalmente cierto para la
exposición hecha por Mandel en la Formación del pensamiento económico de
Marx. Las adquisiciones para el hombre no se logran más que por
medio de eliminaciones.
Una buena parte de su obra es el desarrollo de una
ecuación: la liberación de las ataduras provocadas por el régimen
socioeconómico capitalista produce por sí sola el desarrollo de las potencialidades
propiamente humanas. Los extremos de la ecuación se encuentran relacionados de
una forma casi matemática. Cuando Mandel asegura que ya en las etapas de
transición hacia las formas plenamente comunistas, y justamente en la medida en
que se diluyen los modos sociales del capitalismo, el hombre debe encontrar
paulatinamente su desarrollo, no está haciendo otra cosa que aplicar
consecuentemente esa relación. El florecimiento de las posibilidades humanas en
la sociedad socialista se dará en la medida en que desaparezca el mercado. Nada
más claro que las propias expresiones de Mandel: el proceso de construcción de
una sociedad socialista es precisamente el proceso de la destrucción de
la producción mercantil (pp. 109‑110). Lo positivo
―construcción― se logra mediante lo negativo ―la
destrucción―. En este sentido, y aun dentro del contexto del materialismo
histórico, tal vez el lector tenga derecho de exigir a Mandel una mayor
explicitud; pues no es fácil explicarse cómo la mera destrucción de un régimen
social crea, por sí sólo, otro nuevo; otro nuevo, además, en el que queda ya
asegurada la plenitud humana.
En esta misma línea, señalamos lo importante que es,
para Mandel, el que Marx oponga explícitamente la alienación de los
consumidores bajo el régimen de la propiedad privada, al disfrute, «fuente de
desarrollo de las capacidades universales del hombre» (p. 185). Es obvio que se
trata de dos niveles diversos: el desenvolvimiento de las potencialidades
universales humanas no puede estar a la altura de la sujeción del consumidor
por parte del capital. La ecuación, definitivamente, no funciona más que para
un concepto restringido y peculiarísimo del hombre: el hombre como productor‑consumidor.
Fuera de ese concepto la liberación del consumidor respecto de la presión
capitalista, resulta inicua, indiferente, de cara al multifacético abanico de
posibilidades humanas.
El marxismo es, para Mandel, un remedio a «la
inseguridad de la existencia» (pp. 172‑74). Suponemos que existencia
quiere decir, para él, mera subsistencia material, pues, de lo contrario, no
entendemos qué relación guardan la eliminación de la división del trabajo y las
jerarquías sociales, la supresión del mercado y la moneda, y la abolición de la
propiedad privada, con la seguridad existencial humana. Pero el hombre no
aspira a una mera seguridad de subsistencia material o de asistencia social.
Incluso en el orden simplemente corporal, aquella «inseguridad» se hace
presente con la realidad de la muerte propia y de los suyos, con el dolor y de la
desgracia con el sufrimiento y la enfermedad. ¿Qué puede hacer Mandel con su
tiempo libre y con su asociación de productores voluntarios frente a estos
hechos? Y si nada puede hacer más que dulcificarlos superficialmente, ¿con qué
fuerza puede hablar de la «seguridad existencial» que se logra en el marxismo?
¿con qué derecho de la «plenitud» del hombre, aun concibiendo miserablemente al
hombre como un amasijo de deseos sensibles?
En el propio terreno de lo económico y lo social, se
hace patente la desproporción entre medio y meta, el profundo gap entre
las pretensiones mandelianas, carentes de medida, y las fórmulas que nos ofrece
para lograrlas. Veámoslo, por ejemplo, en su tratamiento del tiempo libre. El
tiempo libre ―que estaría usurpado al trabajador por el
capitalista― es la fuente de satisfacciones y de riqueza desde el punto
de vista del desarrollo de los individuos (p. 118); la sociedad socialista
perseguirá la reducción al mínimo del trabajo, necesario, proporcionando así el
desarrollo libre de las individualidades (p. 122). Todos tenemos la experiencia
de que el tiempo libre no es fuente de desarrollo humano. Mandel, sin duda,
también la tiene. Habla del ocio que degrada, pero lo atribuye, de nuevo, al
capital. El obrero, en su tiempo libre, se depaupera por las instancias de la
sociedad de consumo capitalista que le «vende» el ocio como una mercancía. El
consumidor se comportaría así como un autómata: liberado de las presiones hacia
un mayor consumo, por parte del capital, su tiempo libre sería plenificante
para él, de modo automático. ¿Acaso el hombre se disciplinaría para el estudio,
se ordenaría para el esfuerzo del deporte ―la caza y la pesca de la Ideología
alemana―, se adiestraría penosamente para la producción artística,
cuando la incisividad de la sociedad de consumo desaparezca? ¿No habrá que
hacer mucho más para lograr una sociedad de hombres así calificados? ¿Y
no será ese mucho más que hay que hacer ―y del que Mandel no
habla― tan importante y decisivo para esa sociedad, que la importancia de
las condiciones de la sociedad de consumo palidezcan inocuamente? La ausencia
necesaria de ese «mucho más» en el «mucho menos» que el marxista Mandel
propone, hace de esta propuesta no ya algo incompleto, sino un verdadero
atentado, un peligro mortal.
En este caso del tiempo libre, como en otras secuencias
paralelas que pudiéramos haber escogido, se patentiza en Mandel la confusión
entre condición o impedimento y causa. Sabido es que el materialismo
dialéctico ha oscurecido el concepto de causa eficiente. El acto extrínseco,
por el que el agente externo actualiza las potencialidades ―las meras
potencialidades― del sujeto que se desarrolla y que se mueve, ha sido
sustituido por la fuerza dialéctica interna por cuya virtud la realidad progresa
desde sí misma, de forma no del todo clara, justo por implicar la contradicción
de que algo se da a sí mismo aquello de lo que, precisamente, carece. Este
oscurecimiento de un concepto filosófico clave para interpretar el desarrollo,
y el desarrollo social y humano, incide expresamente en la economía política de
Mandel en la forma que ya hemos expresado: bastaría eliminar unos supuestos
impedimentos de carácter material y social, para que el hombre no sólo. se
emancipe, libere o «desaliene» de esos impedimentos, sino que, por sí mismo, y
por la simple ruptura de tales trabas, se autorrealice y plenifique. Ausentes
las causas positivas, no queda otro recurso para Mandel que atenerse ciegamente
a un indemostrado optimismo antropológico, que se encuentra implícito en el fondo
de todas sus pretensiones. Y sobre el que, digámoslo de una vez, ningún
economista, en cuanto tal, se atrevería a apostar el futuro de la humanidad.
4. El cumplimiento de las predicciones
marxistas.
A un lector no avezado en la filosofía marxista la lectura
de esta obra de Mandel llamará la atención, especialmente, por un punto: el
cuidado que pone en hacernos ver cómo las predicciones marxistas, hechas en el
siglo pasado, no son incompatibles con las realidades de facto del
presente siglo. Lo que parecía, temáticamente, el puro y estricto análisis de
la secuencia del pensamiento económico de Marx, se convierte, más bien, poco a
poco, en la defensa de esta tesis: si tal secuencia se considera como el
desenvolvimiento de un todo coherente, esto es, si a Marx se le considera en su
totalidad, y no en asertos aislados, entonces el pensamiento económico
marxista, y su visión profética de la historia económica, no han sido
desmentidos por los hechos posteriores.
Este asunto no es marginal al estudio del pensamiento de
Marx, como aquel lector no avezado pudiera suponer. Se podría pensar que el que
las predicciones de Marx se hayan realizado históricamente o no, es un asunto
que hoy a nadie interesa, se trataría de una cuestión irrelevante, y cuya
prolifera discusión debería, en realidad, eliminarse. ¿Qué gana o qué pierde
nadie en saber si Marx acertó o no? El panegírico al profetismo de Marx nada
tiene que ver, en el mejor caso, ni con la ciencia económica ni con la
filosofía. Pero no es así: la discusión sobre el cumplimiento o no de las
profecías marxistas afecta in nuce el pensamiento marxista en cuanto
tal. La adecuación o inadecuación del marxismo a los hechos del último siglo
revierte por necesidad en sus fundamentos, de acuerdo con su criterio de verdad
específico: la verdad del marxismo se avala según el propio Marx, en la
realidad histórica. El marxismo es, ante todo, el análisis de lo que sucede y
la predicción de lo que, a partir de ahí, debe científicamente ―esto es,
para Marx, deterministamente, necesariamente― suceder. Su filosofía no es
una simple interpretación del mundo [5],
sino un proyecto de transformación cuya verdad es de carácter práctico, no
teniendo otro respaldo que su realización. Marx podía evadirse quizá de
cualquier refutación de su doctrina, en el nivel especulativo, mediante una
apelación a la historia futura. Y este es el problema de los marxistas
―aquí en concreto de Mandel―: que lo que era futuro para Marx es
presente ya para los marxistas; la apelación al porvenir se convierte en una
apelación a los hechos actuales.
Apremiado por esta situación, Mandel tiene que
desvirtuar de algún modo el rigor de su análisis, respecto al pensamiento
económico de Marx y de que es la realidad económica de hoy.
En referencia a lo primero, la lectura de Mandel nos
pone en contacto, nuevamente, con una dificultad conocida: la extremada
dificultad de saber en dónde está el marxismo del propio Marx. El esfuerzo de
Mandel es una investigación, en el sentido profundo de la palabra, para
descubrir lo que Marx mismo pensó, y para depurar este pensamiento de una larga
serie de versiones oficiales o de concesiones acomodaticias. En este sentido,
no existe desvirtuación, que sepamos, al menos voluntaria. Hace frente a las
dificultades con decisión. Lo que cabe decir, sin duda, es que Mandel
selecciona aquellos aspectos del marxismo que son más coincidentes con los
hechos de hoy, y que silencia, o resta importancia a aquello que se le opone.
Lo anterior deriva sin duda de su propia profesión de marxista, y no de una
táctica apologética explícita, de la que Mandel resulta a nuestros ojos incapaz.
Como marxista, busca la «verdad» del marxismo: y la «verdad», es, justamente,
la profecía cumplida. El sofisma viene a ser éste lo adverso a la realidad de
hoy no es verdadero; luego no es marxista.
En lo que se refiere al análisis de la realidad económica
de hoy, se produce también una suerte de selección de los hechos, no sólo por
el deseo de confirmar una hipótesis previa ―defecto de inducción en el
que es fácil incurrir y es fácil que haya incurrido Mandel―, sino,
además, por la imposibilidad de abarcarlos todos. Como, por otra parte, no es
éste el tema específico abordado, por Mandel, esta selectividad de la realidad
económica actual para compararla con las predicciones contenidas en la obra de
Marx, resulta tanto más comprensible.
En resumen, podríamos decir que hay en la entera obra de
Marx un amplio abanico de afirmaciones, extendido hacia direcciones diversas;
de igual manera, las tendencias del mundo de hoy manifiestan una gran
dispersión radial, al punto que un mismo hecho puede presentarse como síntoma
de diversas proyecciones a futuro. Colocadas las dispersiones predictivas de
Marx al lado de la dispersión tendencial del momento, difícil sería que no
pudiera enlistarse un largo elenco de similitudes. Pero forzadamente podrían
calificarse de predicciones cumplidas, siendo como son meras coincidencias,
fáciles de producirse dada la versatilidad profusa de ambos campos. Al lado de
esta lista, podrían elaborarse otras tres ―y ninguna ha sido hecha
precisamente por Mandel―: lo que Marx ha pronosticado y no ha tenido de
ninguna manera cumplimiento en la realidad, ni en cuanto a la sustancia ni en
cuanto al modo; lo que ha sucedido, que no fue de ninguna manera predicho por
Marx; y los múltiples sucesos que contradicen abiertamente determinadas predicciones
marxistas.
La realidad económica de hoytiene que encararse de distinto modo, según que se refiera a los países que se han adherido oficialmente, generalmente por la fuerza, a la doctrina marxista, o aquellos que se encuentran al margen de ella los países «capitalistas» y los del «tercer mundo».
Respecto de los primeros, Mandel niega de plano su
condición marxista: la persistencia en ellos del mercado, de la producción
mercantil, de los sistemas burgueses de distribución, y la importancia
adquirida por el Estado, en lugar de su debilitamiento, los descalifican
abiertamente como tales. Esos países no tienen el derecho a manifestarse como
comunistas porque, al no seguir el proyecto de Marx, no están siquiera en
camino de serlo. Con esto, parece Mandel haber resuelto el problema de las
absolutas discrepancias que se dan entre el proyecto y su supuesta realización.
Pero hay aquí un punto al menos que en ese planteamiento queda muy confuso:
Mandel no toma partido sobre el hecho de si la revolución rusa y su primer
inspirador y continuador (Lenin) son o no marxistas. Si lo son, Mandel debería
explicar el porqué de las desviaciones posteriores, no predichas por Marx, ya
que pueden dar al traste con su pretensión profética (para ello no basta decir
que no siguieron el proyecto de Marx, sino por qué, habiendo surgido una
revolución científicamente necesaria y determinada, no siguió aquellos
derroteros que eran también científicamente determinados y necesarios. Pero, si
no son marxistas, la importancia real de Marx se debilita al punto de
convertirse en un filósofo o economista más, del que nada realmente puede
decirse, salvo un juicio de carácter especulativo, perteneciente a una u otra
ciencia: Marx, entonces, se alista entre Ricardo y Comte, y no merece que nadie
la preste más atenciones que las puramente historiográficas. Es cierto que nada
de lo anterior cae estrictamente dentro de la circunscripción temática
anunciada por Mandel en el título de la obra y en el desenvolvimiento de la
obra misma; pero si no estaba dispuesto a pronunciarse en este punto clave,
tampoco debería en rigor haberlo hecho calificando como no comunistas a los
países que dicen serlo, porque tal cuestión cae fuera, igualmente, de aquella
circunscripción temática.
Por lo que a los países no oficialmente comunistas
atañe, es ahí donde Mandel se encuentra en una posición realmente incómoda. La
opinión común, proveniente de una mirada a vuelo de pájaro, nos dice
abiertamente que la predicción de Marx sobre la creciente depauperación del proletariado
y la concentración del capital está muy lejos de cumplirse, al menos en grados
tales que provoquen una revolución de carácter total. Mandel, según hemos
visto, defiende la tesis de que Marx habló de una depauperación relativa
―respecto de otros―, pero no de una depauperación absoluta en sí
misma, y nos ofrece los textos del filósofo alemán que lo confirman. Pero hay
otros textos que confirman lo contrario, y que difícilmente pueden referirse,
como insiste Mandel, al «leprosario, del proletariado», a su escoria marginal,
etc. [6].
No es nuestro asunto dirimir esta cuestión con una interminable aportación de
textos contrapuestos. Porque nos interesa más el asunto de fondo. Y el asunto
de fondo es éste: si el materialismo histórico se toma en serio ―como
Mandel parece tomarlo―, en la idea del proletariado como «negatividad
pura» se juega la íntegra validez de la concepción marxista. No se trata de una
idea subalterna cuya no realidad pudiera coexistir con otros aspectos del
marxismo, que serían los esenciales. Si en realidad no hay tal proletariado
―un proletariado que ha sido reducido a la nada humana, a la miseria
antropológica más absoluta― la dialéctica de la historia ―la
oposición total entre la burguesía y su negativo correspondiente, el
proletariado― queda computada en su propio centro: la contradicción
social, si se relativiza, toma la forma de una rivalidad particular entre meros
intereses diversos, y la nueva sociedad, surgida de tal contradicción, no
engendraría un orden radicalmente distinto de toda otra sociedad anterior, ni
un hombre nuevo, en el que todas sus fuerzas dormidas florezcan con plenitud [7].
Para que ello ocurriera, tendría que darse una correlación fatal entre la
acumulación del capital y la acumulación de miseria, de tal suerte que la
pobreza ―ignorancia, embrutecimiento, degradación, esclavitud―
acumulada sería el polo opuesto ―la antítesis de la riqueza acumulada, y
precisamente producido por ella.
La disminución del tiempo de trabajo, el creciente
bienestar material obrero de los países industrializados y, sobre todo, la
expansión progresiva en ellos de la llamada clase media, desfiguran
completamente el nítido proyecto marxista. Ante tal coyuntura, Mandel presenta
una defensa de tres frentes: los atisbos marginales de Marx, los hechos
marginales de la realidad de hoy y lo que podría denominarse contraargumento
predictivo.
Los atisbos marginales. Mandel parece salir del
paso respecto de los mencionados fenómenos, afirmando que ya fueron previstos
por Marx. Tal es el caso, por ejemplo, del crecimiento numérico absoluto y
relativo de la clase media; ante ese fenómeno, Mandel afirma simplemente que
esto fue ya predicho por Marx. Pero esta predicción marxista es sólo un leve e
instantáneo atisbo frente a un hecho de volumen enorme que contradice
explícitamente todo el proyecto. En los «países burgueses» industrializados el
esquema dualístico de clases se ha roto en favor de una nueva fuerza que domina
el paisaje social del presente siglo: la clase media. Esta clase no se ajusta
de manera alguna al modelo marxista de «burguesía». Las clases medias son
agrupaciones sumamente diferenciadas entre sí, compuestas por individuos que
realizan una gran variedad de actividades sociales, y que responden muy mal al
arquetipo burgués dibujado por Marx. Su visión respecto de estas agrupaciones
no pudo ser más que un mero atisbo superficial porque, en el fondo, presentan
la posibilidad ―hoy real― de entrar en pugna tanto con la burguesía
como con el proletariado, debilitando el dialéctico y radical enfrentamiento de
ambos entre sí. Ante un hecho real de tal envergadura, no tiene ningún valor una
premonición superficial, mera cuestión marginal del diseño fundamental
marxista.
Tampoco lo tiene su enfrentamiento con el bienestar del
proletariado y con la reducción del tiempo libre. Mandel afirma, con razón,
respecto de ambos fenómenos, que hay una abusiva mercantilización del consumo y
del ocio, los cuales, lejos de plenificar al hombre, lo depauperan. Pero
―aparte de que la depauperación del individuo ocioso en la sociedad de
consumo no tiene su causa más radical en la existencia del mercado― este fenómeno
está muy lejos de parecerse al proyectado por Marx. Para decirlo con claridad,
la reacción de un obrero ante los condicionamientos de consumo suscitados por
la publicidad televisiva no será la de ametrallar al anunciante sino, en el
caso de que ―¡por otras causas más radicales, aunque no
económicas!― quiera romper con ese condicionamiento, su respuesta será
simplemente la de apagar la televisión y no comprar los productos. En realidad
ante tales condicionamientos, el obrero real, de hoy, no se hace
revolucionario, sino burgués [8];
el mismo espíritu antiburgués que Mandel mantiene en este tipo de proletariado
como una posibilidad, se manifiesta sólo en ciertas épocas y circunstancias,
que se comprenden más a la luz de la psicología, de la moral y de la
espiritualidad humana, que bajo la óptica de las leyes económicas marxistas.
Sin detenerse a considerar que los propios y verdaderos capitalistas son
también víctimas de ese mercantilismo del consumidor, aparece en ellos, y en
sus hijos, un igualmente esporádico espíritu antiburgués más intensivo aún que
el proveniente del proletariado.
Mandel aduce que Marx predijo ya que el capital
proporcionaría al trabajador la satisfacción de necesidades correspondientes no
sólo a su estricta subsistencia, sino también de las necesidades históricamente
creadas; pero este atisbo es, de nuevo, insuficiente para presentar frente al
hecho, grueso y obvio, de que la contradicción proletario‑capitalista
lleva ya mucho tiempo, más de un siglo, sin ser rebasada, en tanto que el
capitalismo~ para bien o para mal, vive, perdura y crece a pesar de los
mortales gérmenes que, según Marx, lleva inviscerados; y que su declive,
cuando, como toda forma histórica, tenga lugar, parece rodar hacia vertientes
muy diversas de las que, con tanto detalle topográfico fueron por Marx
dibujadas.
Los hechos marginales. En abono del genio
profético de Marx, aporta Mandel, una serie de hechos contemporáneos, que pueden
justamente denominarse marginales ya que, o bien se localizan precisamente en
las orillas del panorama contemporáneo, o en las orillas de los proyectos
marxistas. Tal es el caso, por ejemplo, de la referencia a la pobreza en
Estados Unidos, o del decreciente amor a los niños en los países
industrializados. Estos hechos, por ciertos y lamentables que sean, no pueden
oscurecer lo patente del incremento monstruoso de la renta per capita y
de su distribución en el proletariado de esos países. Y no lo pueden oscurecer
no porque la renta per capita sea de más valor que los barrios negros de
Chicago o de Nueva York, o de más valor que la educación burocrática de los kinder‑garten,
sino porque aquel hecho se opone neta y francamente a la predicción central
de Marx, en tanto que éstos apenas ratifican de modo indirecto alguna que otra
referencia superficial suya.
Otro caso es el hecho de que la creciente pobreza del
proletariado no se da justamente en los países industrializados y prósperos,
sino en los del llamado «tercer mundo». Este hecho es, sin embargo, marginal
para el proyecto de Marx, quien no habló de países explotados por otros países,
sino del proletariado internacional, en donde los bloques no lo forman las
naciones, sino las clases sociales del capital y del trabajo. Esto, de otra
parte, no es sino un recurso arbitrario por Mandel para desplazar el problema
de las fallas proféticas marxistas, pero no para resolverlo: ni nos dice cómo
espera que tales países ―o el proletariado de ellos― tengan éxito en
su revolución ―que no sería tal, sino una guerra general―,
enfrentados justamente con los bloques que gozan de un armamento capaz de
aniquilarlos; ni nos dice tampoco por qué con el proletariado del tercer mundo
no puede suceder, en su paulatina industrialización, lo que ocurrió en los
países ahora ya industrializados, esto es, la contravención frontal de los
vaticinios marxistas.
Los contra‑argumentos predictivos. Ante estos hechos
Mandel procede con una argumentación bastante original. Y sorprende más cuanto
que se reitera una y otra vez a lo largo de la obra. Cuando algo o alguien
―un suceso o un autor― presenta una desviación patente de las
proyecciones marxistas, Mandel responde: demuéstrese que esas proyecciones
no son posibles en el futuro. Con lo cual revierte la argumentación a su
punto de origen, pero en otro nivel. Pues aquel suceso o aquel autor hablaban
en el terreno de los hechos, y Mandel contraargumenta en el de las
posibilidades imaginarias. En resumen, nos viene a decir que las profecías de
Marx no son todavía imposibles.
Esta difusa contraargumentación, que remite las
predicciones de Marx al nivel de un futuro meramente posible, se manifiesta de
un modo obvio en algunos pasajes claves de la obra de Mandel.
a) Tal ocurre, por ejemplo, cuando se encara con el
hecho de que el operario norteamericano no sólo se encuentra en una condición
de material abundancia, sino plenamente integrado en las estructuras
socioeconómicas del capital. A este hecho, que apunta a la línea de flotación
de las profecías de Marx, justamente por tratarse del país más capitalista del
mundo, Mandel responde: todavía no se ha demostrado que en el futuro esos
trabajadores no pueden considerar su condición como inferior o insatisfactoria
(p. 2) (vid. II, l). Metido de lleno en el contexto profético del marxismo, y
con la convicción de su «verdad» invulnerable, no se percata Mandel ―y
veremos en seguida por qué no se percata― que las cosas están
precisamente al revés: pues no es su interlocutor hipotético ―ni
nadie― quien tiene que demostrar que la revolución marxista en Estados
Unidos es imposible, sino que es a él a quien le corresponde ratificar el
carácter posible y necesario de la revolución.
b) De igual manera, ese argumento (que, si no mediaran otras razones, podría calificarse de falaz) se reitera cuando Mandel se enfrenta con Perroux. Perroux, recuérdese (II, 10), afirma que la abundancia material no es suficiente para eliminar el antagonismo inmerso en la sociedad, y apoya su afirmación en la perseverancia histórica de esos antagonismos y su permanencia en sectores de abundancia. Mandel contraargumenta diciendo que Perroux no demuestra que en épocas de abundancia las contradicciones sociales son inevitables (cfr. p. 199). Nuevamente es a él a quien le toca la prueba de que, abolida la escasez y la división de clases, todo ese antagonismo ―que ha persistido a través de los avatares históricos― quedará también, y definitivamente, abolido.
c) Mandel tiene que habérselas igualmente con el hecho
empírico y constatable de que, en uno y otro mundo, la prometida liberación
marxista está muy lejos de lograrse. Reconociéndolo, nos presenta otro hecho:
las necesidades materiales están hoy más satisfechas que antes, y ello
acrecienta la posibilidad de eliminar los mecanismos de coacción
socioeconómicos. Y aparece, otra vez, su peculiar predicción en el mero terreno
de lo posible: «¿por qué suponer que esta tendencia no puede desembocar en un
'salto' cualitativo, en el que desaparecerá la servidumbre del hombre ... ?»
(p. 234). Para quien no está atrapado en la actual problemática marxista, se ve
con claridad que ―independientemente de la suposición de que pueda o no
en un momento dado desaparecer, mediante un «salto cualitativo», la servidumbre
humana― no es en el campo de los meros supuestos en donde esa
problemática se localiza, sino en el de la necesidad. Hay aquí varios asuntos:
¿es marxista mantenerse sólo en un terreno de meras suposiciones? Si es así,
¿no caben, ante una misma coyuntura, suposiciones diversas, y cuál es entonces
el papel del materialismo histórico en la explicación‑producción de la
historia? Pero todavía puede indagarse: ¿qué tiene que ver el marxismo con una
genérica suposición sobre la posibilidad de abolir la servidumbre humana? Aun
manteniéndose vigente tal posibilidad genérica, el marxismo consiste
precisamente en un camino concreto y «necesario» para ello. Y no caben aquí las
suposiciones: aún es preciso demostrar la inevitabilidad de ese curso
histórico, y la imposibilidad de otras fórmulas o caminos, también
supuestamente posibles, y de otros saltos cualitativos en direcciones diversas.
d) Por último, cuando Mandel se plantea los modos de
organización en la futura sociedad comunista, para poder brincar toda una
maraña de obstáculos de funcionamiento, nos sorprende de nuevo con su
predicción de meras posibilidades: «los productores asociados no son incapaces
para mejorar el grado de organización» (p. 228). Es obvio que tal argumento
nada quita ni pone respecto del futuro del comunismo; no se trata, otra vez, de
defender la no incapacidad de los operarios para organizarse a sí
mismos, sino de demostrarnos que serán necesariamente capaces no sólo de
mejorar la organización, sino de planificar en ella a todos los hombres.
Ya señalamos la falacia de esta argumentación, de la que
acabamos de mostrar cuatro ejemplos. Si Mandel la emplea no es sólo por mera
necesidad de autodefensa frente a la dimensión y número de los hechos que ponen
en seria tela de juicio el curso marxista de la historia. Al lado de ello se
advierte aquí cómo las categorías mentales del autor francés no son lo
suficientemente precisas ―justo por ser las de Marx― para
distinguir entre estos tres conceptos fundamentales: lo posible, lo factible
y lo necesario. Una vez metidos en la corriente del materialismo dialéctico
histórico estos tres conceptos filosóficos (no simplemente económicos),
adquieren fronteras difusas, lo cual resulta particularmente grave para la
interpretación de la historia, pues en la historia del hombre no todo lo
teóricamente posible, en abstracto, es necesario y ni siquiera factible en
concreto; lo necesario, por su parte, se da con independencia de la voluntad
humana, en tanto que lo meramente factible o realizable puede estancarse
permanentemente en esa condición, debido a la libertad del hombre, que no hace
siempre, y necesariamente, lo que puede, y sobre todo, que se encuentra siempre
frente a un campo amplísimo de posibilidades. Si el camino marxista ―el
camino, no la meta― es una posibilidad, lo será junto a un amplio abanico
de otras opciones, y no resultará ya, sólo por ser posible, ni necesario, ni
históricamente realizable.
La posición de Mandel aquí será inexplicable hasta que
no se le encuadre dentro del pensamiento de Marx, afincado sobre dos goznes
difícilmente comprensibles para el hombre de hoy: el optimismo progresista
decimonónico, de cuyas fuentes se nutre la médula del marxismo, y la eliminación
de las decisiones morales, que Mandel considera como un paso clave del iter
mental del joven Marx, paso ganado gracias al rigor científico de la
economía; en realidad, tal paso implica, más que una aportación de la economía,
una grave consecuencia filosófica porque, para suprimir lo moral ―lo
libre, lo derivado de la aportación genuina y original de la voluntad de la
persona―, hay que identificar la posibilidad y el hecho en la historia, o
al menos establecer entre ambos una relación necesaria. En efecto, si lo
posible no se hace factum gracias a la libertad humana, no hay otra
alternativa que el establecimiento de un nexo, de un paso necesario,
determinista, entre uno y otro. Esta es la razón última por la que Mandel, al
ser inquirido en el terreno de los hechos, pueda contestar ―con «impunidad»
intelectual― en el nivel de las posibilidades. Con impunidad intelectual,
decimos, para quien haya aceptado las premisas del determinismo en el curso
histórico; para quien haya aceptado, no sólo unas premisas marxistas de la
economía, sino además unas premisas antropológicas hegelianas, específicas y
propias, que Engels cita en su Anti-Dühring: la libertad no consiste en
una independencia respecto de las leyes naturales, sino en el conocimiento de
ellas, y en la posibilidad, nacida de ese conocimiento, de ponerlas por
obra; esto es verdad también para las leyes que rigen la existencia psíquica
del hombre (cfr. Anti‑Dühring, trad. E. Botigelli, Ed. Sociales, París, 1950;
p. 57). En último término, la libertad en Marx no va más allá que en Hegel: una
necesidad comprendida, inteligente (Enciclopedia, I). Para una
concepción determinista de la historia, en resumen, al instaurarse en ella el
reino de la necesidad, queda anulada cualquier posibilidad no necesaria, que
se torna, por ello mismo, imposibilidad pura, y esto, porque la posibilidad es
necesaria, y, así, única. Mandel, pues, no tiene otro remedio, si quiere
mantenerse fiel al marxismo, que identificar posibilidad y necesidad; porque
para la historia humana no hay, según Marx, meras posibilidades, sino una
necesidad única y sola. El problema de Mandel es encontrar, en la segunda mitad
de este siglo, el cumplimiento de una necesidad que fue «científicamente»
profetizada hace cien años, y hacerlo sin abrir una fisura entre la posibilidad
y el hecho por donde sé introducirían las decisiones morales humanas
y por donde se evaporaría la promesa de un «paraíso» materialista al cobijo de
las torpezas de los hombres.
Es tal, sin embargo, la fuerza de los hechos, que Mandel
se ve obligado, a la postre, a admitir la grieta de las alternativas, de las
opciones. El mismo planteamiento del capítulo XI, el último de su obra, es
opuesto al propio planteamiento de Marx: la opción entre una enajenación
progresiva en el capitalismo o una progresiva liberación en el comunismo no es
―diga lo que diga Mandel― una opción marxista. La enajenación
progresiva ―total― en el capitalismo debería haberse ya dado
―o en franca tendencia de darse― de modo que, a estas alturas, no
debería existir otra posibilidad que la de la «liberación» comunista. Esta es,
también, una deficiencia de las predicciones de Mandel, derivada de las del
propio Marx: se trata, paradójicamente, de predicciones temporales, pero a
plazo indefinido. Realmente, ignoramos de qué modo su cumplimiento puede servir
como criterio de verdad: en la acción práctica ―en todo plan de
acción― no puede prescindirse del plazo sin caer en la utopía romántica.
Mandel hace una crítica acertada de aquéllos para
quienes la alienación está tan específicamente modulada por el capitalismo que,
en cuanto se lleva a cabo una transformación en el solo régimen de la
propiedad, la alienación desaparecería por haber perdido esa particular y
específica modulación capitalista. Aunque en los llamados regímenes comunistas
persistan aún elementos francamente enajenantes, esta alienación no sería ya
para ellos tal, por no ser idéntica a la que se producía y se produce bajo el
dominio del régimen de propiedad. Ante esta postura, Mandel afirma que también
en esos regímenes el hombre se encuentra enajenado; y en la medida en que lo
está, en esa medida nos ha logrado el propósito de la revolución.
Ahora bien, paradójicamente, Mandel incurre, de otra
manera, en aquello mismo que critica, pues en este mismo ámbito de las
predicciones de futuro hace Mandel una apropiación indebida: todo cambio de
carácter liberador, todo progreso de superación humana tiene para él el
calificativo, la etiqueta del marxismo. Si no toda enajenación debe llevar la
etiqueta del capitalismo ―el capitalismo específicamente modulado, tal
como se daba antes de la revolución―, en cambio para Mandel todo
movimiento liberador humano debe llevar la del marxismo. Predice así y suscita
cambios que hagan progresar las relaciones sociales y que faciliten la
expansión y el despliegue de las capacidades humanas (aunque sólo las
materiales). Pero es difícil acordar que tales aspiraciones genéricas tengan
que cristalizar concretamente en una fórmula marxista, al menos que por
«fórmula concreta marxista» se entienda toda «legítima aspiración genérica al
progreso del hombre»: y esto es, precisamente, aunque no expresamente, lo que
Mandel hace. (Lo que hace de un modo selectivo y reiterado: a las aspiraciones
de progreso, como la revolución rusa, no les niega expresamente su calidad
marxista, pero cuando tales aspiraciones cristalizan en forma no satisfactoria,
como la staliniana, sustrae el calificativo sin plantearse siquiera el
posible nexo causal o genético que pudiera establecerse entre una y otra cosa).
La extensión de la educación superior (cfr. p. 127), la
posibilidad de hacer sabios a todos los hombres (cfr. p. 129), el objetivo de
que el hombre se dedique a la ciencia y al arte (cfr. p. 156), la eliminación
del tedio en el ocio, que prolonga la fatiga (cfr. p. 126), la diversificación
de las opiniones públicas y la erradicación de todo monopolio en televisión,
prensa y cine (cfr. p. 127), la supresión de las especialidades estrechas en la
división del trabajo (cfr. p. 198), el cuidado amoroso de los niños (cfr. p.
172), la atención al hogar por parte de las mujeres casadas (cfr. p. 172), la
seguridad de la existencia (cfr. p. 173), son en general aspiraciones legítimas
con las que todos nos hacemos solidarios. Pero es inaceptable presentarlos como
ideales programáticos del marxismo, cuando lo son también, y antes,
aspiraciones programáticas de la humanidad. Mandel no tiene derecho alguno (y
aquí no es posible dulcificar la culpabilidad de su postura) para hablar de
estos ideales como propios de la sociedad comunista; lo único que debería hacer
es demostrar que se realizarían en esa sociedad comunista y que el marxismo es
el único medio necesario y suficiente para alcanzarlos.
En resumen, no demuestra Mandel ―porque es
indemostrable― que la supresión de la sociedad mercantil conduzca por sí
sola y necesariamente a la emancipación del hombre pero en cambio supone
―donde requeriría una demostración que tal emancipación, en la medida en
que sea radicalmente posible y realizable, no puede darse en un régimen de
propiedad y de mercado. Por otra parte, el proyecto final del comunismo, por su
materialismo colectivista, es en realidad inhumano, por estar
radicalmente cerrado para lo mejor de las dimensiones humanas, el espíritu, la
apertura a Dios y a lo sobrenatural.
5. La sintonía con
las aspiraciones del momento
Este propósito, integrante, a nuestro juicio, aunque de
un modo implícito, de la obra de Mandel, nos servirá de último hilo conductor
para valorarla.
Mandel expone el marxismo como la suprema pretensión del
hombre, en íntimo nexo con las aspiraciones contemporáneas, tal como, de un
modo por demás confuso y asistemático, se han venido presentando en la sociedad
protestataria y permisiva de los años sesenta: un afán desmedido de
«liberación», de ruptura de vínculos.
Para lograr este propósito, sin embargo, no cae en la
fácil demagogia de otros colegas suyos, ni tampoco «poetiza» los textos
marxistas, sobre los que cabe más de una interpretación mítica y con los que
puede hacerse más de un reclamo populachero y superficial. No quiere abandonar,
en ningún momento, ese rigor historiográfico al que ha pretendido sujetarse, y
al que hemos aludido aquí en más de una ocasión. Después veremos si ha logrado
su intento.
Pero este atractivo no puede alcanzarse sin dolorosas
amputaciones. Mandel pone en la sombra todo aquello que pudiera representar el costo
de la emancipación en una sociedad comunista.
Los excesos inadmisibles a que ha llegado nuestra
sociedad de consumo ―no causados necesariamente por el régimen de
propiedad, como Mandel enfatiza― le ofrecen una, ocasión actual magnífica
para resaltar dos de los nervios de la programática marxista: la supresión del
mercado y de la división del trabajo. El valor de las cosas no necesita
determinarse por medio del mercado, ya que ese valor ―tiene su fundamento
y su medida en el trabajo empleado para producirlos. Mandel pone el máximo
esfuerzo para mostrarnos que la abolición del mercado ―el cual goza hoy
de bastante menosprecio― y la supresión de la división del trabajo
―división que impide al hombre trabajar en lo que quiere― son,
primero, piedra clave de la doctrina de Marx, desde sus primeros pasos
intelectuales; segundo' son imposibles en una sociedad capitalista; y, tercero,
son posibles en el comunismo (según dijimos en III, 14). Pero nos oculta la
descripción del sistema, procedimiento o mecanismo que regirá la distribución
de bienes, el pago de salarios, el reparto del trabajo, cuando los mecanismos
burgueses se hayan desvanecido. Es que las aspiraciones del momento no se
dirigen en contra del mercado o de la especialización laboral, como mecanismos
particulares, sino contra todo sistema, procedimiento o mecanismo en general.
La descripción de cualquier pauta o norma, por antiburguesa que sea, gozaría de
la misma impopularidad de las leyes burguesas.
La eliminación del mercado supone, de alguna manera, que
los productores deberían adquirir lo producido en la forma y en las cantidades
determinadas por los planificadores, oprimiendo la libertad de elección, que es
una forma primaria de libertad, y prescindiendo del valor psicológico,
personal, que cada uno da a sus propias necesidades ―que no son las
necesidades de un organismo sano, como dice Marx, sino las necesidades mías,
como persona―. Mandel sabe aquí ocultar todo lo que pudiera hacer perder
a la teoría del valor‑trabajo su fuerza de sugestión, aunque debamos
estar de acuerdo con él en que Marx no se adhirió finalmente a esta teoría por
su sólo poder subversivo. Tal ocultamiento es en Mandel más notable por
―cuanto tiene, a la par, la coherencia de reconocer que en los
movimientos llamados comunistas no sólo no se ha logrado liberar al productor‑consumidor
de los procedimientos alienantes, sino que, en ese terreno, se han dado
retrocesos específicos.
Es cierto que el comunismo pretende, al establecer el
reinado del valor‑trabajo, hacer transparentes, en la planificación, las
fuerzas de la economía oscurecidas por el mercado. Pero Mandel insiste mucho
más en el carácter oscurecedor y alienante del mercado y de la división
laboral, que en el carácter inteligente, clarificador y liberador de la
planificación, porque, después de la planificación, por inteligente que sea,
queda todavía una realidad fundamental las preferencias personales de los
consumidores, que son implanificables, pues requería atribuir a los
planificadores una presciencia plenaria; y porque hablar, en la Europa actual,
de planificación científica ―nota insustituible del marxismo― no es
el modo más adecuado para alcanzar la pretendida popularidad.
Este es, tal vez, un condicionamiento por el que Mandel
habla de la supresión del mercado como meta impostergable en tanto que apenas
se refiere al costo permanente para desplazarlo: un procedimiento perfecto, y
rigurosamente planificado, en el que no caben las preferencias y valoraciones
individuales. El recurso a la expresión «propio control colectivo» (p. 205) no
tiene para nosotros ningún peso real, como después veremos. No nos habla Mandel
más que en ligeras pinceladas de la distribución que debe sustituir al cambio;
ni de los títulos de compensación que deben reemplazar a la moneda' [9];
tampoco nos habla de «las líneas grandiosas de un plan único», frase definitiva
del Anti‑Dühring de Engels. Ni se refiere el sobrecogedor cálculo
económico, no ya a nivel nacional, sino a nivel mundial, que deberá hacerse
para determinar en bienes el valor de― una hora de trabajo mía (y
si lo hace es sólo para decir que ese cálculo no requerirá la moneda: pero
no para indicarnos qué es en su lugar lo que requerirá).
Igualmente, hace desaparecer de nuestra vista, con el
reclamo del trabajo libre, la necesidad del trabajo forzoso, sujeto al rigor de
la técnica, cuyas exigencias laborales no cambian con la transformación de los
cuadros jurídicos; y cuya perfecta planificación, para que sea realmente
productivo, nos ataría a un trabajo concreto, a un lugar geográfico
determinado, decidido por el planificador: esclavitud absoluta un día, una hora
a la semana, para la «libertad absoluta» en el resto.
Mandel patentiza aquí lo que para nosotros constituye
una de las contradicciones claves del marxismo en lo que pretende mostrar como
su propio terreno, en el trabajo: el marxismo niega en realidad la alegría de
ese trabajo necesario por el que yo me hago socialmente útil, para exaltar la
felicidad del tiempo libre, en el que yo hago lo que quiero, con un egoísmo
sensual que hace palidecer cualquier egolatría burguesa imaginable; y margina
un hecho contemporáneo que los marxistas tienen buen cuidado en ocultar: que,
realmente, el trabajo no es más productivo cuando logra estar más planificado,
sino cuando se desarrolla en un mayor ámbito de personal libertad.
En concreto, no vemos en Mandel, sobre el particular, la
más ligera alusión a los siguientes hechos, que devalúan el atractivo de una
sociedad sin mercado, sin moneda y sin división del trabajo:
a) La opinión de algunos comentadores (Jevons,
Labriola), quienes, al comprobar que Marx no publicó nada durante sus últimos
dieciséis años, habiendo dejado sin terminar el libro tercero de El Capital,
atribuyen estos puntos suspensivos a las dificultades de llevar a términos
reales su teoría valor‑trabajo, que se manifiesta inviable sin una
planificación totalitaria.
b) Ya antes de la revolución socialista, se había puesto
en duda la posibilidad de suprimir la moneda, por la dificultad de organizar la
distribución de producción para centenares de millones de hombres [10].
c) Mandel se refiere de modo explícito y detenido a las relaciones entre Marx y Proudhon, y pone, justamente, su punto de separación en la pervivencia o no del mercado y la moneda. Pero no nos dice que la razón por la que Proudhon sostenía la necesidad del cambio mercantil, era precisamente la de evitar una centralización tiránica, y que se distanció de Marx por la intolerancia de éste (que va anexa a toda pretensión centralista). «Puesto que estamos a la cabeza de un movimiento, no nos hagamos los jefes de una nueva intolerancia... con esta condición entraré gustosamente en su asociación; si no, no» [11].
d) Las manifestaciones de Lenin ―cuya
«ortodoxia» marxista no es negada por Mandel en esta obra―, después de
instalado el régimen revolucionario en sus Tareas inmediatas del poder de
los soviets, describen el costo de esta supresión del procedimiento
cambiario burgués: «toda la sociedad será una gran oficina y un gran taller»;
habrá que «echar las bases de la organización socialista de la emulación»;
«conjugar el espíritu democrático de las masas..., impetuoso, desbordante...,
con una disciplina de hierro durante el trabajo, con la sumisión absoluta del
trabajo a uno sólo ... »; «la República de los Soviets debe hacer suyas, cueste
lo que cueste, las conquistas más preciadas de la ciencia... (métodos
racionales de trabajo, taylorismo, etc.); «aplicar todo cuanto hay de
científico y progresivo en el sistema de Taylor ... » (Reconocemos que sería
demasiado pedir a Mandel que lograse hacer atractivo el futuro comunista
mencionando a Taylor, el famoso ingeniero norteamericano que es, justamente, el
padre de la división del trabajo en planeación y ejecución planeada).
e) El Gobierno ruso ha tenido que abrir una gran
hendidura en su economía planificadora, permitiendo a los agricultores la
posibilidad de vender directamente sus excedentes (según el, plan central) a
los consumidores y esto ―y es lo nuclear― para estimular el trabajo
agrícola. De modo que lo que Mandel critica del comunismo ruso ―la
permanencia del mercado y la moneda― deriva, precisamente, de la
frustración que provocan los planes centralizados.
El estrato más profundo de éstas y muchas ausencias, no
debe encontrarse miopemente en la finalidad panegírica del marxismo que preside
la obra de Mandel, sino en la imposibilidad marxista para describir con trazos
negativos ―reales, pues toda realidad es precaria y limitada― el
porvenir comunista; el porvenir comunista es el término, y, por eso, la
perfección. En tal sentido, no se requiere buscarle una contrapartida al
mercado: el capital ―mal absoluto― no tiene― más futuro que
su negación: la absoluta bondad. Así se llega a la inintelección del concepto
de liberación marxista: pretende una libertad humana sin ataduras, un círculo cuadrado,
una libertad sin riesgo. Esto es lo radicalmente irracional del
«paraíso» marxista, y el peligro de ser imputados por Mandel de atrofia
imaginativa no nos impide el decirlo: la imposibilidad de concebir un ámbito
humano de libertad en donde ya está todo previsto de antemano, en donde no hay
posibilidad de error, en donde no cabe la falla moral, en donde mi porvenir
está ya perpetua y previamente asegurado. Habrá quienes digan a Mandel que no
pueden imaginar una distribución internacional de bienes sin mercado;
una sociedad política sin jerarquía, una planeación central sin poder;
nosotros, simplemente, afirmamos que una libertad sin riesgo no es libertad
humana.
No obstante, la más notoria ausencia, para una obra que
pretende recorrer las etapas de la génesis del pensamiento de Marx, es
ocultarnos el proceso de pesadez progresiva desde el joven Marx
―«moralizador y antropólogo»― al autor de El Capital ―materialista
histórico, determinador matemático de la plusvalía y computador de las crisis
capitalistas―, llamando rigor científico a esta progresiva pesadez y
asfixia. El inicial deseo de liberación queda apresado en el fatalismo de las
leyes económicas. Las «lamentaciones jeremíacas» dan paso a las «fatalidades
históricas» (El Capital, libro 1, capítulo XXIV), esa «fatalidad que
preside las metamórfosis de la naturaleza» (ibíd., capítulo XXXII). El
pensamiento de Marx patentiza, sin duda, un cambio de acento: desde sus
comienzos «humanistas» ―y por eso proclives al voluntarismo― hasta
su naturalismo final, proclive por eso al fatalismo. No discutimos la tesis
central de Mandel en el sentido de que no puede hablarse aquí de una
contradicción, sino de un proceso, de una paulatina ganancia de fundamento
«científico». Si hacemos ver, en cambio, que no puede seguirse, paso a paso,
ese proceso hacia una mayor determinación, para acabar, de golpe y porrazo,
libres de todo determinismo, y de un modo absoluto. La breve historia desde
Marx a la fecha nos dice lo contrario: que la tendencia de un mayor rigor, de una
mayor rigidez, de un aumentado determinismo, señalada por los puntos de
referencia del joven Marx y del Marx de El Capital tienen su lógica
prolongación en la línea que va de Marx a Engels, de éste a Lenin, de Lenin a
Stalin, y de Stalin a «la primavera de Praga», en donde aún la más tímida
liberación se aplasta de nuevo en forma violenta.
Debemos reconocer que Mandel no ha logrado su intento:
presentar un Marx atractivo, moderno, pero sin prescindir de su determinismo
económico, de su materialismo histórico y de su inevitabilidad «científica». En
la medida en que logra lo primero tiene que hacer grandes concesiones
―provocar grandes ausencias, grandes huecos― en lo segundo, y
viceversa.
En este sentido, menoscabando su indudable talla mental,
Mandel no se ha escapado del lugar común en que se encuentran los llamados
opositores del establishment: opone a la precaria realidad concreta la
plenitud de unas cuantas ideas atractivas. Sólo expresa unas pobres fórmulas
cuando se refiere a la crítica de Marx al programa de Gotha: y, aún así,
críticas a un programa, pero no un programa positivo, al mismo nivel concreto
de la realidad. Diríamos que él, como muchos otros, pretende sólo convencernos,
primero, de que el cambio es posible (con esa peculiar noción de posibilidad de
que hablamos en III, 4); y, segundo, entusiasmamos para él. No hemos visto en
Mandel un sólo ofrecimiento particular y determinado; y ello, ni referido al
futuro ni tampoco referido al presente: no nos muestra un solo caso real de
progreso en la liberación por medio del comunismo. Apremiado por la
necesidad, se refugia en soluciones de carácter genérico, indiscriminado y no
específicamente marxista: todo problema concreto será resuelto con una crédula
confianza en la cibernética y la ciencia.
Queda aún por dirimir la cuestión principal: concedamos
que la ciencia y la cibernética resolverían los pavorosos problemas imaginables
en una sociedad que ha suprimido el mercado, la moneda, la división del
trabajo, el Estado, y, a la par, la miseria y la enajenación; ahora bien ¿a
juicio de quién serían resueltos? Es aquí en donde otra vez la respuesta de
Mandel ―como, por lo demás, la del propio Marx― no está ni siquiera
al nivel de la cuestión planteada: a un problema real de tal tamaño no puede
contestarse, con pretensión científica (en la medida en que lo social y lo
político sean ciencia), con afirmaciones tan genéricas como la de que los
productores ejercerán su «propio control colectivo» (p. 205); con expresiones
tan confusas como la «planificación democráticamente centralizada» (p. 228); o
fórmulas tan poco comprometedoras como la dirección de la producción por medio
de «congresos de consejos de obreros», en los que no existirá la mediación del
poder político.
¿Es Mandel, igual que Marx, un utópico como tantos? No
lo creemos. Por desgracia, se trata de algo más serio. Uno de los aspectos del
marxismo, específicamente enfatizado por Mandel, es que la sociedad de
productores puede hacerse presente por sí, sin necesidad de representación
personales, que serían una nueva fuente de poder, de imposición, de división
laboral, de enajenación. Se trataría, suponemos, de construir un grupo orgánico
que se gobernara por sí mismo, de forma harto ininteligible.
Ininteligible, por imposible. Aun el grupo más organizado
no hace nada sino a través de personas y la persona es un límite irreductible
de todo análisis y todo proyecto social. Marx niega una verdad filosófica
fundamental: actiones sunt suppositorum: las acciones pertenecen sólo a
las sustancias individuales, y, en nuestro caso, a las personas. Por esto puede
hacerse a Karl Marx el más grave cargo que puede imputarse a quien ha erigido
la praxis materialista como categoría central de su sistema filosófico:
el cargo de idealista, por haber atribuido realidad material a una
universalidad ideal abstracta [12].
Mandel, pues, no sería un utópico, que proyecta sus
esperanzas hacia un futuro irrealizable, sino un idealista que da estatuto de
individualidad física y operativa a un mero conjunto de relaciones sociales. La
comunidad no puede gobernarse, ni poseer, ni administrar bienes, ni hacerse
justicia, ni planificar la economía, sino mediante personas particulares que
tienen consigo la efectividad real, sí, pero también su limitada hechura
ontológica, y en así mismo el peligro de toda individualización, peligro que
aumenta precisamente cuando se oculta o se desconoce.
Pero no sólo tiene una realidad física y psicológica el
individuo o los individuos que deben representar a la sociedad, sino los
propios representados. El proletariado, tal como Mandel lo describe, en fiel
interpretación de Marx, es una abstracción, de la que no hay experiencia
posible en este mundo, y que no puede inducirse de la historia. No existen más
que proletarios reales, con cara y con ojos, con nombres y apellidos, con
virtudes y miserias, que son corruptibles y caducos no sólo biológicamente, lo
cual es obvio, sino espiritualmente, lo cual es presumible, con una presunción
que no queda anulada por fuerza. del régimen socio‑económico. Hay,
intuimos, en Mandel, de la mano de Marx, una hipótesis del proletariado
trascendental o absoluto ―un proletariado hipostasiado
paradigmáticamente― que nos recuerda al Espíritu Absoluto de Hegel
o, aún más, del al yo trascendental de Kant. Remembranzas metafísicas,
en último término, subrepticiamente larvadas en un ámbito pretendidamente
científico que no puede ser, por más que lo pretenda, puramente económico.
Sería, sin embargo, superficial el pensar que la caída
en este idealismo por parte de Mandel deriva sólo de ese deseo de reclamo hacia
Marx, que ya hemos advertido. La causa no está en el objetivo, aunque el
objetivo exista, sino en el punto de partida. El punto de partida de Marx es,
para Mandel, Feuerbach; y por expresas exigencias de este arranque histórico,
el marxismo tendrá los ojos ciegos para la persona concreta e individual. El
hombre es un ser genérico, transformador― de su propia especie, y su
relación con la especie es idéntica a su relación consigo mismo. Así lo leemos
en la sexta tesis sobre Feuerbach: «la esencia humana no es algo abstracto,
inmanente en el individuo singular» sino que «en su realidad es el conjunto, de
las relaciones sociales.». Para decirlo con Emanuele Samek Lodovici [13],
en el rigor de los términos, para Marx existe un sola realidad global, la
sociedad, que se reafirma bajo el vocablo del hombre social.
Esto es lo que explica que Mandel pueda erradicar
teóricamente la división del trabajo implícita en toda jerarquía de autoridad,
sin postular para ese hueco realidad política alguna, y pueda afirmar que la
sociedad se gobernará a sí misma, también sin problema conceptual alguno. El
problema es real: porque el individuo, por mucho que parezca haber retornado a
su «esencia social», nunca coincide con la sociedad misma; y esta
diferenciación entre individuo y sociedad es la que hace posible, de un
lado, la inconformidad permanente de la persona, que no quiere definirse sólo
en términos sociales, y, de otro, la presencia de la dictadura personal, que no
puede identificarse con la sociedad a la que dicta.
C.Ll.C.
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[1] Pueden mencionarse entre sus obras principales: El declive del dólar: Una visión marxista de la crisis monetaria; Europa versus América: Contradicciones del imperialismo; Introducción a la teoría económica marxista; Teoría marxista sobre el Estado; La teoría marxista de la alienación.
[2] Hay que hacer notar aquí que no se entiende qué sentido puede suponer para el marxismo ―si no es el «valor de agitación»― decir que el obrero no podía enriquecerse, que enajenaba la propiedad del producto de su trabajo, etc.
[3] Conviene observar también aquí que, para el marxismo, el individuo, lo individual, etc. no tiene sentido, ni valor alguno. Lo mismo hay que decir para el párrafo siguiente.
[4] (4) Lo que no se entiende es por qué no ocurrirá orientando la sociedad hacia la «ganancia colectiva», a menos que se sostenga que el hombre consiste todo él en la acción‑goce colectiva y material, de manera que todo lo que no sea eso será su negación misma
[5] Recuérdese la famosa 11ª Tesis sobre Feuerbach, de Marx: los filósofos no han hecho más que interpretar al mundo de diversas maneras; lo que importa es transformarlo.
[6] Cfr. p. ej., El Capital, lib. I, C. XXXII, in fine. «aumenta la miseria, la opresión, la esclavitud, la degradación, la explotación»... ; ídem, lib. 1, cap. XXV: «cuanto más crece el leprosario de la clase asalariada (al que Mandel se refiere), mds crece también el pauperismo oficial (al que Mandel no quiere referirse).
[7] Cfr. 1. M. Ibáñez Langlois, El Marxismo: visión crítica, Rialp, Madrid, 1973, p. 217 y ss.
[8] Vid. la Recensión de A. del Noce a la obra de K. Marx Tesis sobre Feuerbach, in Jone.
[9] Cfr. André
Piettre, op. cit., p. 193.
[10] Ch. Marcewski, El papel de la moneda en la economía socialista Nancy, 1958.
[11] P. I. Proudhon, Lettre a Karl Marx, Lyon, 17 de mayo de 1846.
[12] Cfr. J. M. Ibáñez Langlois, op. cit. pp. 195, 245 y 246.
[13] Ateismo rigoroso, «Continuitá e frattura tra Karl Marx e Ludwig Feuerbach», Studi Cattolici, N. 145, p.206, Milán, 1973.