Introducción de Bertram D. Wolfe. Ann Arbor Paperbacks
for the Study of Communism and Marxism. The University of Michigan Press (1.ª ed.,
1961), 4.ª ed., 1970, 109 pp.
Estás páginas contienen un comentario crítico de dos
obras de Rosa Luxemburg: ¿Leninismo o marxismo? (LM) y La revolución rusa (RR).
Aunque escritas con catorce años de diferencia ―LM
es de 1904, y RR, de 1918―, abordan de forma apasionada un mismo tema:
cómo se ha de hacer la revolución y cuáles han de ser sus objetivos. Ambas
obras son, en realidad, artículos largos más que verdaderos libros. Su objetivo
es criticar el comportamiento revolucionario de Lenin.
La autora, nacida en el seno de una culta familia judía
polaca, cuando su país no era sino una provincia rusa, cursó muy brillantemente
―con las mejores calificaciones― la enseñanza secundaria.
Rosa Luxemburg dibujaba, pintaba, leía literatura rusa,
polaca, alemana y francesa. Escribía poesía en los tres primeros idiomas. Se
manifestó siempre profundamente interesada por la antropología, historia,
botánica, geología, etc.
A los diecinueve años huyó a Suiza. Pertenecía ya a una
sociedad secreta revolucionaria. En Zürich conectó con las personalidades más
destacadas de los exiliados rusos: Plejanov, Axelrod, Lenin, etc., y consiguió
dos doctorados, en Derecho y en Filosofía. A los veintitrés años representaba
en Occidente al Partido Socialista polaco, etc.
Unida sin ningún tipo de requisito civil o religioso a un revolucionario polaco, Leo Jogiches, encontró en él un excelente complemento: Jogiches era un conspirador consumado, un hábil organizador, un luchador de raza. Justamente las cualidades de que carecía Rosa Luxemburg, que era esencialmente una intelectual, una ideóloga.
Jogiches y Rosa se establecieron poco después en
Alemania, por cuanto ―a comienzos de siglo― el «partido de Marx y
Engels» era el mayor de este país y el más influyente en la II Internacional.
La Luxemburg acudió al expediente de «casarse» con un
socialista alemán (Gustav Luebeck), a fin de conseguir la ciudadanía alemana y
poder así participar de forma activa en la política de su nuevo país. Sin
embargo, continuó siempre unida a Jogiches.
Ya instalada en Alemania, ocupó muy pronto los primeros
puestos del Partido socialdemócrata e influyó hondamente en el movimiento a
través de sus clases ―como profesora de «Economía marxista»― y de
sus muy numerosos artículos en periódicos y revistas, cursos y conferencias,
etc. En Alemania redactó LM.
Estas anotaciones quizá puedan ser útiles para comprender algunos rasgos del pensamiento de Rosa Luxemburg: entre otros, el origen de su radical discrepancia con Lenin ―frío y lúcido organizador revolucionario―, discrepancia patente y continua, como al tratar del papel y significado de los intelectuales. Rosa Luxemburg debió de sentir de manera muy personal esta crítica de Lenin.
Cabe establecer una clara diferenciación entre LM y RR, diferenciación que tiene su origen en la simple cronología. En 1904, Lenin es un revolucionario conocido no más allá de los círculos radicales en los que se mueve ―los mismos círculos, por supuesto, en los que Rosa Luxemburg vive―, que tiene ante sí la pesada y aparentemente no muy esperanzadora tarea de organizar el Partido Socialdemócrata ruso y llevar a cabo en su país ―del que está exiliado― la revolución que desbanque el sistema autocrático zarista que, por el momento, no presenta muchos signos de debilidad.
Por el contrario, en 1918 Lenin es el héroe socialista
que ha logrado realizar la revolución y ha tomado firme posesión del poder,
precisamente en la Rusia que parecía tan refractaria, tan poco propicia, a un
cambio radical y decisivo
Este esencial cambio de perspectiva confiere a los
análisis críticos de Rosa Luxemburg un cierto interés. Lo que en 1904 no eran
sino barruntos, posibilidades intuidas, se han convertido en realidades ciertas
catorce años más tarde. Por eso es más urgente, más angustiada y nerviosa la
obra de Rosa Luxemburg en 1918. Sin desconocer los méritos de Lenin, teme que
su interpretación personalista del hecho revolucionario ―denunciada ya en
LM, pero hecho ahora praxis marxista viva― acabe por desvirtuar en su
raíz el hecho revolucionario mismo, no tan sólo en Rusia (Rosa Luxemburg es una
intelectualista convencida y consecuente), sino a escala mundial.
Podría, sin embargo, parecer casi trivial el tema
elegido por Rosa Luxemburg para tratar en estos dos artículos. Podría parecer
una oscura disputa escolástica sobre la más adecuada organización de los
partidos revolucionarios. No. Nada más lejos de la realidad.
Rosa Luxemburg sabía que el problema organizativo era un
problema clave. De aquí la energía que despliega, de aquí su apasionada
argumentación, de aquí su crítica incisiva con la que no teme perturbar la
necesaria armonía de la revolución internacional, sino ―por el
contrario― prestarle un servicio imprescindible.
Habían sido justamente los problemas organizativos los
que habían hecho surgir las distintas fracciones ―con frecuencia, de
actitudes muy encontradas― dentro del movimiento socialista internacional.
Hasta el punto de que, en la práctica, el modo de organizar cada partido
socialista se había convertido en el test decisivo para probar su fidelidad
marxista y su, fe revolucionaria. Quizá una breve visión histórica permita
clarificar estas afirmaciones.
Es sabido que Karl Marx organizó la I Internacional, en
1867, de forma acentuadamente centralizadora. Desde la secretaría de la
Asociación Internacional de Trabajadores (AIT o Internacional), que se le había
confiado (o había logrado ocupar), Marx intentó controlar el movimiento
revolucionario. Supo así deshacerse de los proudhonianos franceses, con los que
chocó en los primeros momentos. No pudo, sin embargo, con Bakunin y sus
seguidores anarquistas. Ante el miedo de perder el control de la AIT, Marx prefirió
que la organización desapareciera. La fundación de la II Internacional, en
1889, tuvo lugar ya cuando Marx había muerto.
Son, por otro lado, conocidas las contradicciones y
oscuridades que anidan en el pensamiento original de Marx. El fracaso de la I
Internacional, la muerte de Marx, la desaparición posterior de Friedrich Engels
―su colaborador íntimo e intérprete más autorizado― y la
comprobación de la inexactitud (a corto plazo, al menos, tal como Marx lo
preveía) de algunas de sus predicciones más radicales ―el hundimiento del
capitalismo, en razón de su propia dinámica interna― explican que, ya a
finales del XIX, apareciera una fuerte corriente revisionista, justamente en
aquellos países con cierta tradición marxista. Así, en Alemania, Bernstein sería
el portavoz de un marxismo suavizado ―si no en sus objetivos, al menos sí
en sus métodos operativos―, que creía posible conseguir cuanto contenían
las profecías de Karl Marx sin necesidad de enfrentarse violentamente con una
burguesía que cada día aparecía más firmemente asentada al frente de casi todos
los países europeos y americanos.
El revisionismo de Bernstein, dispuesto a aceptar los
métodos parlamentarios (de lo cual, por otra parte, era posible encontrar
precedentes ciertos en los escritos de Marx), si halló un eco más o menos
matizado en, por ejemplo, un Jean Jaurés, fue también duramente contestado,
dentro de la misma Alemania, por la facción de Kautsky. Y a su vez el mismo
Kautsky vería alzarse contra él, el ala izquierda de su partido, dirigida
precisamente por Rosa Luxemburg (en opinión del veterano revolucionario alemán
Bebel, «uno de los dos hombres del Partido Socialdemócrata alemán». ―El
otro «hombre» era Clara Zetkin, discípula y amiga de la Luxemburg).
Frente a la misma problemática había adoptado una
postura similar Lenin, que por esos años primeros del siglo XX ya dirigía la
fracción «bolchevique» de la socialdemocracia rusa. Ambos ―Lenin y Rosa
Luxemburg― habían venido a ser las cabezas dirigentes y los
representantes más destacados del «socialismo revolucionario»: creencia firme y
sin fisuras no ya sólo en las afirmaciones accidentales o de detalle de Marx,
sino en lo que era la médula del mismo marxismo, el doble juego del
materialismo dialéctico y del materialismo histórico, con su lucha de clases
sin paliativos ni concesiones (vid. José Miguel Ibáñez Langlois, El marxismo.
Visión crítica. Rialp. Madrid, 1973).
Porque tanto Lenin como la Luxemburg entendían que era
justamente esa médula marxista lo que estaba siendo puesto en peligro por los
distintos revisionismos, más o menos dispuestos a pactar y convivir con una
burguesía en la que ellos veían ―sin atenuantes, dentro de la más pura
ortodoxia marxista― la encarnación del mal histórico.
Pero a partir de esta coincidencia esencial, comenzaban
las discrepancias entre ambos dirigentes revolucionarios. Ambos, por supuesto,
querían la revolución. Ambos, sin ninguna duda, creían en la necesaria
dictadura del proletariado. El problema estribaba en que Lenin ―quizá más
práctico― deseaba acelerarla, precipitarla en su desarrollo indudable.
Rosa Luxemburg, más ideológica, más intelectual, más teórica, era ―por lo
mismo― más radical que Lenin. Y si quería la revolución tanto y tan
pronto como él, pensaba que había de ser obra del proletariado mismo y entero
―tal era la «profecía»―. sin necesidad del partido centralizado,
con una rigurosa organización burocrática, que ejerciera una dictadura sobre el
proletariado, a fin de que éste pudiera realizar su dictadura sobre el entero
cuerpo social. Más aún: Rosa Luxemburg intuía que, a su vez y sobre el mismo
partido, sería Lenin quien actuara como dictador.
Los primeros intentos de Lenin de dotar al partido de la
organización adecuada para conseguir los fines revolucionarios provocaban, en
1904, la aparición de ¿Leninismo o marxismo? Tanto Lenin como Rosa
Luxemburg ―nacidos en la misma fecha― tenían por entonces treinta y
cuatro años.
Catorce años después había cambiado mucho la situación.
Lenin ejercía de hecho en Rusia la dictadura revolucionaria para que se había
venido tan intensa y cuidadosamente preparando. Rosa Luxemburg, en cambio,
estaba una vez más en la cárcel. En ella y luego en los escasos meses de
libertad que precedieron a su asesinato en enero de 1919, a través de las
noticias que llegaban de la Rusia roja y lejana, a través de algunos
periódicos, realizaría el análisis del leninismo que es La revolución rusa. Acertaba
la Luxemburg en sus críticas. Y lograba, a la vez, algunos exactos vaticinios
de la revolución posterior del régimen soviético. Conocía bien a Marx (Rosa
Luxemburg había sido profesora de «Economía marxista» en la Escuela Central de
Formación del Partido Socialdemócrata, en Alemania). Conocía bien a Lenin:
junto al que había luchado, codo a codo, por imponer su «socialismo revolucionario».
Este artículo, que tiene dos partes sin subtítulos
diferenciales (pp. 81‑95 y 95‑108 en la edición que se ha
utilizado), se publicó, en 1904, simultáneamente en la revista Iskra, órgano
teórico del Partido Socialdemócrata ruso, y en la alemana Neue Zeit. Su
título original fue «Cuestiones organizativas de la socialdemocracia rusa».
También apareció como panfleto, con el título «Marxismo vs. Leninismo». El
título actual es el que recibió en la traducción inglesa de la Federación
Comunista Antiparlamentaria, Glasgow, 1935.
Inicia Rosa Luxemburg su estudio con un análisis rápido
―pero rigurosamente marxista― del papel que le ha correspondido
realizar en Rusia a la socialdemocracia. (El futuro Partido Comunista ruso
tendrá su origen en la fracción bolchevique, dirigida por Lenin, del Partido
Socialdemócrata. La otra fracción serán los bolcheviques.) Es su misión elegir
la mejor táctica política posible para llegar a la dictadura del proletariado,
en un país en que la existencia del absolutismo impide el dominio de la
burguesía.
El problema estriba en que las condiciones previstas por
el proceso histórico dialéctico exigen que se dé ―previo al dominio
socialista― un dominio político burgués, a fin de que sea la misma
burguesía quien proporcione a la clase obrera ―mediante su actitud
explotadora― los rudimentos de la solidaridad política. Así lo dice el «Manifiesto
comunista», subraya Rosa Luxemburg.
Como en Rusia no es así, la socialdemocracia tendrá la
grave responsabilidad de crear con sus propias fuerzas todo un período
histórico. El problema específico de la socialdemocracia rusa será lograr pasar
de los grupos locales desconectados entre sí a una amplia organización nacional
que pueda actuar sobre el vasto cuerpo del Estado ruso. Para ello, el camino no
es otro sino la centralización. (Este tema de la centralización será el
dominante de la parte primera de LM.)
Rosa Luxemburg, acorde con este hecho, cuida, sin
embargo, de puntualizar que «ninguna fórmula rígida puede solucionar ningún
problema en el movimiento socialista» (p. 84).
Desde este punto, el resto de la parte primera de LM es
la réplica de Rosa Luxemburg al artículo de Lenin «Un paso adelante, dos
atrás», en el que éste había expuesto sus criterios sobre la centralización.
Con frecuencia, la Luxemburg reproduciría las palabras textuales de Lenin para,
a continuación, rebatirlas.
El «ultracentralismo» de Lenin ―tal lo denomina
Rosa Luxemburg― está encuadrado por las dos siguientes coordenadas:
1. Es necesario seleccionar a todos los revolucionarios
activos y constituir con ellos un cuerpo separado, para distinguirlos de la
masa desorganizada, aunque revolucionaria, que rodea a esta élite.
Desde el punto de vista de Lenin, el Comité Central del
Partido Socialdemócrata habría de tener el derecho de nombrar todos los comités
locales del partido; imponerles la línea de acción; reglamentar sin apelación
la disolución o reconstrucción de las organizaciones locales, y determinar la
composición de los más elevados órganos del Partido y del mismo Congreso del
Partido.
La respuesta de Rosa Luxemburg es muy clara: resulta
innegable la fuerte tendencia a la centralización inherente al movimiento
socialdemócrata. Es la correspondencia lógica a la formación económica del
capitalismo, que es esencialmente un factor centralizador.
Y, dado que la socialdemocracia ―en la óptica de
Rosa Luxemburg― «es esencialmente hostil a toda manifestación de
localismo o federalismo» (p. 85), no puede ser en Rusia un conglomerado federal
de grupos nacionales: ha de ser un partido único.
Pero, tras la coincidencia con Lenin, se plantea de
inmediato el punto de discrepancia: el problema será determinar el grado de
centralización preciso, ya que no puede olvidarse que «el movimiento
socialdemócrata es el primero en la historia de la sociedad de clases que
cuenta, en todas sus fases y a lo largo de todo su desarrollo, con la
organización y la directa e independiente acción de las masas» (p. 86).
Una centralización excesiva, al ahogar el libre juego de
la espontaneidad revolucionaria de la clase obrera, pondría en peligro el poder
y la energía del partido. Y Rosa Luxemburg cita contra Lenin el ejemplo de
Blanqui ―revolucionario francés de mediados del XIX, que sostenía la
necesidad de que la revolución sea realizada por un grupo de conspiradores
profesionales―, y en quien la Luxemburg ve ―y no sin razón―
un precedente buscado por el revolucionario ruso.
2. La segunda peculiaridad del centralismo conspiratorio
es expuesta por Rosa Luxemburg como la absoluta y ciega sumisión de las
secciones del partido a las indicaciones del centro, y la extensión de la
autoridad de éste hasta los últimos rincones de la organización proletaria.
La postura de Rosa Luxemburg tampoco deja lugar a dudas
en este caso: no puede suceder esto en la socialdemocracia. Por el contrario,
se ha de desarrollar conforme a las siguientes contradicciones dialécticas:
― el ejército proletario es reclutado y llega a conocer sus
objetivos en el curso de la misma lucha;
― la organización del partido, el incremento de la conciencia
proletaria de los objetivos por los que se lucha y la lucha misma «no son cosas
diferentes separadas cronológica y mecánicamente. Son tan sólo aspectos
diferentes de un mismo proceso» (p. 88).
La consecuencia es obvia: «Por esta razón, el
centralismo socialdemócrata no puede basarse en la subordinación mecánica y la
obediencia ciega de los miembros del partido a la dirección del centro. Por
esta razón, el movimiento socialdemócrata no puede permitir la erección de una
separación invisible entre el núcleo proletario con conciencia de clase
―y que está ya dentro del partido― y su inmediato entorno popular,
las secciones no encuadradas en el partido del proletariado» (p. 88).
Esto no es ―para la Luxemburg― otra cosa que
«blanquismo» ―pero no marxismo―. Y pasa a indicar las condiciones,
siempre desde su punto de vista, indispensables para la realización del
centralismo socialdemócrata: «1) La existencia de un amplio contingente de
obreros educados en la lucha política. 2) La posibilidad para los obreros de
desarrollar su propia actividad política mediante su influencia directa sobre
la vida pública, en la prensa del partido, mediante Congresos públicos, etc.»
(p. 89).
La tragedia es que estas condiciones ―según Rosa
Luxemburg― no se dan aún en Rusia. Lenin piensa exactamente lo contrario:
de ahí la radical discrepancia. Y la crítica de la revolucionaria polaca:
«Lenin parece mostrar, sin embargo, que su concepción de la organización
socialista es bastante mecanicista» (p. 90).
Porque la disciplina a la que alude Lenin no es sino la
consecuencia del mecanismo del Estado burgués centralizado (producida mediante
las fábricas, el ejército, la burocracia, etcétera). Por esta razón, Rosa
Luxemburg distinguirá cuidadosamente dos distintos ―y
contradictorios― significados de la palabra disciplina:
Para Lenin es «la ausencia de pensamiento y deseo en un cuerpo con mil
pierna, y brazos que se mueven automáticamente» (p. 90).
Y, en cambio, para ella ha de ser «la espontánea
coordinación de los actos dotados de conciencia política de un conjunto de
hombres» (p. 90).
Podrá así Rosa Luxemburg llegar a definir lo que ella
entiende por centralismo en la socialdemocracia: «La autodisciplina de la
socialdemocracia no consiste simplemente en la sustitución de la autoridad de
los gobernantes burgueses por la autoridad de un Comité Central socialista. La
clase obrera adquirirá el sentido de una nueva disciplina (...) extirpando,
hasta la raíz última, sus viejos hábitos de obediencia y servilismo.
Centralismo en sentido socialista no es un concepto
absoluto aplicable a una determinada fase del movimiento del trabajo. Es una tendencia,
que se va haciendo cada vez más real en proporción al desarrollo y a la
formación política adquirida por las clases obreras en el curso de su lucha»
(p. 90).
Y si en Rusia no se dan aún estas circunstancias no es
para la revolucionaria polaca menos cierto que, en los últimos diez años, los
cambios más fructíferos «han sido siempre el producto espontáneo del movimiento
en fermentación» (p. 91).
La existencia de un Comité Central como el que Lenin
propone sólo servirá para marcar más aún la diferencia entre «el valiente
ataque de las masas y la prudente posición de la socialdemocracia» (p. 92).
La táctica política de la socialdemocracia no puede ser
algo «inventado»: «Es el producto de una serie de grandes actos creativos que
hacen progresar la espontánea lucha de clases» (p. 92).
Todo este largo razonamiento polémico le permitirá a la
Luxemburg expresar lo que puede ser considerado como parte del núcleo de su
pensamiento revolucionario: «Lo inconsciente está antes que lo consciente. La
lógica del proceso histórico aparece antes que la lógica subjetiva de los seres
humanos que participan en el proceso histórico. La tendencia es que los órganos
directivos del partido socialista realizan un papel conservador» (p. 93).
Las consecuencias, coherentes a partir de estos presupuestos, se imponen: si el Partido Socialista ha de tener como objetivo no la creación de un Comité Central, sino la del entero movimiento de los trabajadores, «las secciones del partido y las federaciones necesitan una libertad de acción indispensable para: desarrollar su iniciativa revolucionaria y utilizar todos los recursos de una determinada situación» (p. 94).
La acusación de la Luxemburg contra Lenin se hace extraordinariamente precisa: «El interés de Lenin no es tanto hacer más fructífera la actividad del partido como controlar el partido ―estrechar el movimiento más que desarrollarlo, amarrarlo más que unificarlo―» (p. 94).
Y cierra la primera parte de su artículo ―y
también su análisis crítico del «ultracentralismo» leninista― afirmando
que «para nosotros no es la letra, sino el espíritu vivo que introducen en la
organización sus miembros lo que decide el valor de esta o aquella forma
organizativa» (p. 95).
La segunda parte de LM se centra sobre el tema del
«oportunismo». Es un tema clásico en las polémicas internas marxistas. Se suele
calificar al adversario de «oportunista» ―que equivale a
heterodoxo― por cuanto busca caminos que no vienen marcados por la
rigurosa aceptación del materialismo dialéctico, que es la entraña de la
historia en la visión socialista.
Efectivamente, Rosa Luxemburg, a partir de unas palabras
textuales de Lenin, apunta que el «ultracentralismo militar» (esto es, la
disciplina rigurosa) hay que incluirla en la campaña ―que el
revolucionario ruso ha emprendido contra el oportunismo.
Lenin piensa que el. oportunismo es la
propensión característica de los intelectuales, y que se manifiesta en su afán
de descentralización y desorganización, y en su aversión a la estricta
disciplina y a la burocracia, indispensables,. sin embargo, para que funcione
el partido. Los intelectuales, para Lenin, son unos individualistas, proclives
al anarquismo, por más que se hayan incorporado al movimiento socialista. Y
es«solamente» entre los intelectuales donde Lenin asegura haber encontrado
oposición a la autoridad absoluta del Comité Central.
Por lo contrario, el verdadero proletario «encuentra, en
razón de su instinto de clase, una especie de placer voluptuoso en abandonarse
a un firme liderazgo y a una disciplina sin piedad» (p. 96).
En consecuencia, Lenin no vacilará en afirmar que
«oponer burocracia a democracia es enfrentar el principio organizativo de la
socialdemocracia revolucionaria a los métodos de la organización oportunista»
(p. 96).
La contestación polémica de Rosa Luxemburg es rotunda:
subrayar el supuesto genio organizativo del proletariado y desconfiar de los
intelectuales no son necesariamente signos de una mentalidad «revolucionaria
marxista», sino auténtica expresión del oportunismo.
Para Rosa Luxemburg es obvio que los intelectuales
proceden de la burguesía. Si se han vinculado al movimiento socialista, no es
en razón de sus naturales inclinaciones clasistas sino a pesar de ellas. Son
por esta razón más propensos a las «aberraciones oportunistas» que los
proletarios. Hasta aquí, la Luxemburg coincide aparentemente con el criterio de
Lenin.
Sin embargo, en este momento Rosa Luxemburg abre un
paréntesis para exponer que en la socialdemocracia occidental (Alemania,
Francia, Italia) las tendencias oportunistas se han centrado, han venido a
coincidir en el «revisionismo» o «parlamentarismo»: esto es, en la esperanza de
que el desarrollo pacífico ―no revolucionario― llevará
inevitablemente al socialismo. Es bien conocida la postura de radical oposición
que Rosa Luxemburg mantiene frente a los «traidores revisionistas». Resume así
su pensamiento: «El partido es un baluarte que protege el movimiento clasista
contra las disgresiones hacia un parlamentarismo aburguesado. Si triunfaran
estas tendencias destruirían el baluarte. Y convertirían el activo sector del
proletariado con conciencia de clase en la masa amorfa de un electorado» (p.
98).
Pero, insistirá a continuación, nada tiene que ver esto
con la «psicología del intelectual» o con su «inestabilidad de carácter», como
asegura Lenin.
En Rusia, sigue Rosa Luxemburg, la situación se agrava
aún más. En este país, el oportunismo «es la consecuencia del retraso político
de la sociedad» (p. 99). El intelectual surge de un medio social menos burgués
que en la Europa occidental, carente de la más mínima «conciencia de clase». En
consecuencia, el intelectual ruso ―y no parece aventurado suponer que la
Luxemburg piensa concretamente en Lenin― es difícilmente atraído por la
desorganización: quiere, por el contrario, organización y organización rígida.
Si el intelectual occidental, con su «culto del ego», es
un simple producto de la decadencia burguesa, los sueños oportunistas y
utópicos del intelectual ruso le llevan, muy a la inversa, a buscar la
humillación del ego, mediante una moral de renunciamiento y explicación.
Rosa Luxemburg sustenta su punto de vista con varios ejemplos, y cierra su
paréntesis con la siguiente afirmación: «Si en lugar de aplicar mecánicamente a
Rusia las fórmulas elaboradas en Europa occidental, nos aproximamos al problema
organizativo desde los ángulos de las condiciones específicas rusas, llegaremos
a conclusiones diametralmente opuestas a las de Lenin» (p. 100).
Como puede comprobarse, el enfrentamiento de Rosa Luxemburg con Lenin es profundo. Si ambos forman el ala izquierda del movimiento, si ambos pueden ser denominados justamente «socialistas revolucionarios», no parece menos cierto que su discrepancia ante el problema organizativo ―y es ya conocida la importancia superlativa de esta cuestión― les lleva a enfrentarse sin posibilidades de acuerdo. La Luxemburg ratificará su criterio cuando afirma: «Si, como Lenin, definimos el oportunismo como la tendencia que paraliza el movimiento revolucionario autónomo de la clase obrera y lo transforma en un instrumento en manos de ambiciosos burgueses intelectuales, debemos igualmente reconocer que en el estadio inicial de un movimiento obrero se alcanza más fácilmente este fin a consecuencia de una centralización vigorosa que mediante la descentralización. Mediante la extremada centralización, un joven y no educado movimiento proletario puede ser más completamente manejado por los líderes intelectuales que controlen un Comité Central» (pp. 100‑101).
Rosa Luxemburg ha vuelto contra Lenin el razonamiento
elaborado por éste. Y llegará a decir que, «en general, es el centralismo
riguroso y despótico el que es preferido por los intelectuales oportunistas»
(p. 101), cuando se producen en un país los tanteos iniciales del movimiento
obrero, como en el caso de Rusia. Por esta razón, para la revolucionaria
polaca, el gran peligro para el partido ruso es precisamente el plan
organizativo de Lenin, pues con su Comité Central, controlado por una élite intelectual
hambrienta de poder, inmovilizará el movimiento y lo convertirá en un autómata.
En 1904 el problema era especialmente agudo. Para Rosa Luxemburg la revolución inminente en Rusia habría de ser ―de acuerdo con la lógica marxista― una revolución burguesa. Los burgueses intentarían controlar a las masas obreras.
Y éstas sólo encontrarían una guía auténtica en la
socialdemocracia, a condición de que el partido no intentara dominar a las
masas, sino que fuera decididamente expresión de las masas mismas. En este
sentido, el plan de Lenin es una grave equivocación: «El Juego de los demagogos
burgueses se facilitará si en la presente situación la acción espontánea, la
iniciativa y el sentido político de los sectores avanzados de la clase obrera
son reprimidos en su desarrollo mediante el protectorado de un autoritario
Comité Central» (pp. 102‑103).
Equivocación que se agrava si se tiene en cuenta que, en
!a óptica de la Luxemburg, la socialdemocracia ha de ser el amparo de todos los
elementos disconformes de la sociedad ―el pueblo entero, los expropiados
de la terminología marxista― frente a la «exigua minoría de los señores
capitalistas» (p. 104). Sólo será posible esto si la socialdemocracia dispone
de un núcleo proletario fuerte, políticamente educado y con conciencia de clase.
Y esto es precisamente lo que será impedido por la acción de un Comité Central
omnipotente.
Ya al final del artículo, cuando parece haber expresado
todo cuanto tiene contra Lenin, Rosa Luxemburg sorprende con una pirueta
intelectual, que permite captar su decidido talante revolucionario, su
coherencia dialéctica idealista. Rosa Luxemburg lleva hasta sus consecuencias
últimas el análisis del oportunismo.
Para ella, el oportunismo se debe no tan sólo al influjo
de los elementos burgueses, sino también a la verdadera naturaleza de la
actividad socialista y a las contradicciones, dialécticas que esta actividad
lleva consigo: tan sólo a través del reconocimiento y admisión de estas
contradicciones podrá avanzar el movimiento socialista.
Rosa Luxemburg las sintetiza así: existen unas masas
―el proletariado― a quienes ha sido dado un objetivo histórico
capital ―la realización del socialismo―. La contradicción
dialéctica reside en que las masas ―que han de luchar a diario «dentro de
los límites de la sociedad capitalista» (p. 105), y esto hace del todo precisa
en Rusia la previa revolución burguesa― únicamente conseguirán su
objetivo histórico ―inevitable, pero por el que se ha de luchar―
justamente al margen de la sociedad existente, mediante la revolución social.
El no captar la dialéctica interna del proceso entraña
un doble peligro: que el proletariado pierda su carácter de movimiento de
masas, que se convierta en una secta; o bien, que abandone el movimiento
socialista el objetivo histórico que se le ha asignado y se convierta así en un
simple movimiento de reforma social burguesa.
Por eso, dirá la Luxemburg, es «ilusorio» (y contrario a
la experiencia histórica) querer fijar la dirección de la lucha revolucionaria
socialista mediante formalidades que aseguren el movimiento contra todos los
oportunismos disgresivos. Es rigurosamente preciso ―podría
concluirse― el respeto por la espontaneidad revolucionaria de las masas
que no debe ser ahogada bajo un cúmulo de normas directivas. Los peligros sólo
puede ser vencidos por la acción diaria del movimiento mismo, «ciertamente que
con la ayuda de la teoría marxista, pero tan sólo después de que los peligros
en cuestión han tomado forma tangible en la práctica» (p. 106).
La conclusión se impone: «Visto desde este ángulo, el
oportunismo parece ser un producto y una fase inevitable del desarrollo
histórico del movimiento del trabajo» (p. 106).
Pretender exorcizar el oportunismo, afirmará la
Luxemburg, mediante un puñado de normas escritas en los estatutos de un Comité
Central, puede llegar a ser extremadamente peligroso ―y no para el
oportunismo, sino para el movimiento socialista―.
Esta es la razón última de la oposición de Rosa
Luxemburg al decisionismo leninista: obviamente no lo ataca por considerarlo
revolucionario, sino porque ve ―lo cree ver en él― una íntima falta
de respeto y compresión ante el objetivismo del proceso de la revolución. Podrá
Lenin ser ―no lo duda― un revolucionario profundo. Pero no es un
riguroso, auténtico y decidido sostenedor de las leyes dialécticas marxistas:
«En el ansioso deseo de Lenin de establecer la vigilancia de su omnisciente y
omnipotente Comité Central a fin de proteger y vigorizar el movimiento de los
trabajadores contra todo paso equivocado, nosotros reconocemos los síntomas del
mismo subjetivismo que ya más de una vez ha sido una trampa para el pensamiento
socialista en Rusia» (p. 107).
No se puede oprimir la espontaneidad revolucionaria de
las masas. Y esto es lo que Rosa Luxemburg denuncia en Lenin: «¡Aquí está de
nuevo el ego del revolucionario ruso! Dando una voltereta, se proclama a
sí mismo el todopoderoso director de la historia ―ahora con el título de
Su Excelencia en el Comité Central del Partido Socialdemócrata de Rusia» (p.
107).
Rosa Luxemburg termina su análisis con una afirmación
sin paliativos: «El ágil acróbata no se da cuenta de que el único sujeto que
merece hoy el puesto de director es el ego colectivo de la clase obrera.
La clase obrera exige el derecho de equivocarse y aprender con la dialéctica
histórica.
Hablemos con claridad. Históricamente, los errores
cometidos por un verdadero movimiento revolucionario son infinitamente más
fructíferos que la infalibilidad del más inteligente Comité Central» (p. 108).
Capítulo I: Significado fundamental de la Revolución rusa
Capítulo
II: La política agraria bolchevique
Capítulo
III: La cuestión de las nacionalidades
Capítulo
IV: La Asamblea Constituyente
Capítulo V: La cuestión del sufragio
Capítulo VI: El problema de la dictadura
Capítulo
VII: La lucha contra la corrupción
Capítulo
VIII: Democracia y Dictadura
Más arriba ha quedado indicado ya cuándo y cómo redactó
Rosa Luxemburg este estudio. No le dio tiempo a la autora de publicarlo en
vida. Después de su asesinato, los comunistas alemanes, por indicación de los
dirigentes de la III Internacional (o Komintern), cuidaron que no se imprimiera
ni fuera conocido (en razón de la dura crítica de la Luxemburg a la Revolución
rusa), por más que multiplicaran las alabanzas de la veterana revolucionaria,
asesinada por un grupo de oficiales prusianos. Adujeron que Rosa Luxemburg, al
redactar su análisis, había carecido de la información adecuada; que sería
prematuro publicarlo; que, posteriormente a su redacción, Rosa Luxemburg había
cambiado de forma de pensar, etc. De hecho, RR se publicaría por vez primera en
Francia y en 1922. La presente edición reproduce la traducción inglesa
realizada por Workers Age Publishers, en 1940. Las difíciles circunstancias en
que Rosa Luxemburg hubo de redactar su estudio crítico ―últimos meses de
su vida, en plena revolución alemana― explican que en algunos momentos
―los menos― RR no pase de ser unos rápidos apuntes que deberían
haber sido desarrollados con posterioridad. Sin embargo, esto sucede en contadas
ocasiones. La mayor parte del texto patentiza el arraigado pensamiento
revolucionario de la Luxemburg y la compenetración que había logrado con las
formulaciones más radicales de Karl Marx.
Otra particularidad de RR son las frecuentes alusiones a
la situación alemana, comprensibles por la violenta lucha que se mantenía en el
seno del Partido Socialdemócrata; a fin de alzarse con su dirección en el
ámbito de la futura República de Weimar. En el presente comentario crítico se
recogen tan sólo parcialmente estas alusiones por entender que el nervio de la
argumentación de Rosa Luxemburg se centra en el hecho que da título a su obra:
la revolución rusa.
Este capítulo es,
con cierta diferencia, el más largo de los ocho que integran la obra. Viene a
ser como el cuadro general, de todo su análisis. La valoración que en esta
visión de conjunto se realiza de la empresa que han llevado a cabo Lenin,
Trotsky y otros camaradas es muy favorable. Serán precisamente los capítulos
siguientes los que permitirán a Rosa Luxemburg marcar sin atenuantes sus
discrepancias y denuncias.
El capítulo. se abre con una afirmación rotunda: «La
revolución rusa es el acontecimiento más importante de la Guerra Mundial» (p.
25). Esta afirmación permite a la Luxemburg iniciar su ataque contra quienes no
supieron ver, o no llegaron a captar, lo que estaba a punto de ocurrir en
Rusia. Eran éstos, por un lado, Kautsky y sus seguidores, que entendían ―y
habían cuidado de repetir― que Rusia, «en cuanto país económicamente
atrasado y predominantemente agrario, no estaba maduro para la revolución
social y la dictadura del proletariado» (p. 26).
Para ellos, el intento de implantar la dictadura del
proletariado era simplemente una equivocación de los bolcheviques. Lógicamente,
otro de los grupos criticados por Rosa Luxemburg son los mencheviques de
Axelrod y Dan, el «ala oportunista» del movimiento trabajador. En tercer lugar,
aquellos (entre los cuales Rosa Luxemburg incluye de nuevo a Kautsky) que
habían hecho ―comenta, irónicamente― «el original descubrimiento
"marxista" de que la revolución socialista es un asunto nacional y,
por así decirlo, doméstico para cada país» (p. 27).
En la práctica, el hecho mismo de la realización y
triunfo de la revolución comunista era para Rosa Luxemburg razón suficiente
para eliminar la acusación de inmadurez y glorificar a los bolcheviques, únicos
que habían mostrado la necesaria resolución revolucionaria marxista: «Que los
bolcheviques hayan basado enteramente su política sobre la revolución
proletaria mundial es la más clara muestra de la amplitud y firmeza de sus
principios» (p. 28).
Nada de esto impide que Rosa Luxemburg no sea consciente
de lo mucho que aún queda por hacer: ni «el más gigantesco idealismo», ni «la
más poderosa energía revolucionaria» son capaces de conseguir la democracia y
el socialismo de forma absoluta y al primer intento.
Siguen unas reflexiones sobre la situación del
proletariado alemán, comparándolo con el ejemplo ruso. Concluye que sólo se
daría en él la genuina capacidad para la acción histórica, «como resultado de
la madurez y política y de la independencia de espíritu, como resultado de la
capacidad para el juicio crítico por parte de las masas, capacidad aplastada
sistemáticamente por la socialdemocracia durante décadas, con diversos
pretextos» (p. 30).
Las páginas siguientes de este primer capítulo de RR
están dedicadas por Rosa Luxemburg a historiar el desarrollo de la revolución
―una exposición lógicamente interpretada bajo el prisma del pensamiento
marxista―.
La marcha de los acontecimientos permitió conseguir en
días u horas lo que a Francia le costó décadas, afirma Rosa Luxemburg. E
igualmente: «la fuerza directora de la revolución fue: la masa del proletariado
urbano» (p. 31), que tomó como objetivos no sólo la consecución de la
democracia Política, sino lo que la Luxemburg califica de «cuestión
palpitante»: la paz inmediata.
También la paz fue lo que llevó a las filas de la revolución
a los soldados; como fue la cuestión agraria la que permitió captar a los
campesinos.
Fue la petición de paz y tierra ―sigue diciendo
Rosa Luxemburg― lo que radicalizó la revolución (ya desde febrero de
1917) y convirtió en «utópico» y «reaccionario» el afán de los que (como los
mencheviques o «kautskianos» rusos) deseaban colaborar con todas las clases y
partidos para resguardar la democracia, esto es, la primera conquista de la
revolución.
Frente a este panorama, «el partido de Lenin fue así el
único que hizo suyos los verdaderos intereses de la revolución en el primer
período de ésta» (p. 35).
Lo consiguió al propugnar que todo el poder quedara en
las manos de las masas de obreros y campesinos, en las manos de los soviets.
Era ―dice Rosa Luxemburg― el único partido que tenía una política
verdaderamente socialista. Esto fue lo que le permitió ascender, desde su
condición de partido minúsculo y perseguido, a la cabeza de la revolución,
agrupando en torno a sí a todas las genuinas masas populares: proletariado
urbano, soldados, campesinos, y los elementos revolucionarios de la democracia,
el ala izquierda de los socialistas revolucionarios.
Los socialistas revolucionarios formaban un partido no
marxista, integrado por pequeños burgueses, intelectuales y campesinos.
Permanecieron junto a los bolcheviques hasta que éstos firmaron con Alemania la
humillante paz de Bres-Litovsk. A partir de ese momento fueron considerados
enemigos de la revolución, y poco después serían eliminados físicamente sus
dirigentes, tras la disolución oficial del partido.)
Si Rosa Luxemburg puede hablar de los bolcheviques como
el único partido que tenía una política verdaderamente socialista es porque
―ésta es su prueba― fueron los únicos capaces de sacar todas las
consecuencias de la situación revolucionaria. Pues la revolución no admite
soluciones intermedias: «La ley de la revolución exige una decisión rápida: o
la locomotora llega a todo vapor al extremo máximo de su ascenso histórico, o
cae por su propio peso al punto de partida; y los que quieren quedarse a mitad
de camino son arrastrados al abismo» (p. 38).
El partido de Lenin fue el único que hizo suya la
obligación de un verdadero partido revolucionario, al lograr sintetizar su
acción en el slogan: «Todo el poder en las manos del proletariado y del
campesinado».
Frente a los socialdemócratas alemanes, afectados de
«cretinismo parlamentario» y que piensan que lo primero es disponer de una
mayoría, «la verdadera dialéctica de las revoluciones, sin embargo, coloca la
sabiduría de los topos revolucionarios sobre su cabeza: no desde una mayoría a
la táctica revolucionaria, sino mediante las tácticas revolucionarias a la
mayoría ―¡éste es el camino!―» (p. 39).
La audacia de Lenin fue lo que le permitió convertirse
en «el dueño absoluto de la situación» (p. 39). Y los bolcheviques adoptaron
inmediatamente un amplio programa revolucionario, que no estribaba en la
salvaguardia de la democracia burguesa, sino en la dictadura del proletariado
con el propósito de realizar el socialismo.
Rosa Luxemburg puede así cerrar su análisis global de la revolución rusa, al término de este primer capítulo, con un encendido elogio de la obra revolucionaria de los bolcheviques: la reforma agraria es «el más difícil objetivo de la fundidad revolucionaria y consistencia en un momento determinado, Lenin, Trotsky y los otros camaradas lo han dado en buena medida. Todo el honor y la capacidad revolucionaria que faltaba en la socialdemocracia occidental estaba representado por los bolcheviques. La sublevación de octubre no era solamente la verdadera salvación de la revolución rusa; era también la salvación del honor del socialismo internacional» (p. 40).
La reforma agraria, tan violentamente emprendida por los
bolcheviques, implica ―para Rosa Luxemburg― dos cuestiones: 1)
destrozar a los terratenientes, y 2) incorporar a los campesinos al Gobierno
revolucionario. Era, pues, una táctica excelente para fortificar a los
bolcheviques en el Poder. Pero ―y con esto se inicia la crítica durísima
de Rosa Luxemburg a la obra de Lenin y sus compañeros― implicó un
inconveniente fundamental, por cuanto «la posesión directa de la tierra por los
campesinos nada tiene que ver con la economía socialista» (p. 41).
Rosa Luxemburg estima que son dos los requisitos para
una reforma económica socialista: la nacionalización de la grande y media
propiedad, y la unión entre la industria y la agricultura. Sin esto, afirma la
revolucionaria polaca, «no hay socialismo» (p. 43).
Cierto es que hay que matizar los reproches a los
bolcheviques: «Todo lo que un partido puede ofrecer de valor, protransformación
socialista de la propiedad» (p. 43).
Pero el slogan bolchevique de Lenin «Id y tomad la
tierra vosotros mismos» iba, además, en la dirección opuesta: «no sólo no era
una medida socialista» (p. 43), sino que entrañaba la acumulación de enormes
obstáculos en la transformación socialista de las relaciones agrarias, por
cuanto con la ocupación de la tierra por los campesinos «no se creó la
propiedad social, sino una nueva forma de propiedad privada» (p. 44).
Se pasó ―sigue diciendo la Luxemburg― de
unidades de producción relativamente avanzadas a pequeñas unidades sobre las
que se operaba (y no podía ser de otra forma) «con medios técnicos de la época
de los faraones» (p. 44).
Más aún: no sólo no se eliminaron las diferencias, las
desigualdades, en la propiedad de la tierra, sino que se exacerbaron. Y si
inicialmente a la reforma agraria se oponían tan sólo un pequeño grupo de nobles
y de capitalistas agrícolas, tras el reparto se opusieron a ella cuantos habían
conseguido tierras.
Si todo esto quebrantaba el primer requisito de una
reforma económica socialista, Rosa Luxemburg estimaba que estas medidas habían
impedido que se cumpliera igualmente el segundo de ellos: «La cuestión de la
socialización futura de la economía agraria ―esto es, de la socialización
de la producción en general en Rusia― se ha convertido en la cuestión de
la oposición y lucha entre el proletariado urbano y la masa campesina» (p. 45).
La indignación de Rosa Luxemburg se agrava por la incongruencia que cree observar en la conducta de Lenin. Este hablaba de centralización y de la necesidad de nacionalizar los bancos, la economía y la industria. Y a la vez había permitido la propiedad privada de la tierra. Además, antes de la revolución, la postura de Lenin había sido distinta. Rosa Luxemburg estima que había cedido indignamente ante la presión de los socialista revolucionarios y de los movimientos campesinos espontáneos.
Lo cierto es que Lenin había cedido, en efecto, ante
estos últimos como único medio de atraérselos y vincularlos a sus designios
revolucionarios. Carente Rusia del preciso proletariado industrial, la masa de
maniobra de la revolución la había conseguido Lenin al movilizar a los
campesinos con la promesa de entregarles la tierra. Muchos años más tarde, la
lección del pragmatismo leninista sería recogida por Mao Tse‑Tung.
Pero quien tenía razón dentro de la «ortodoxia» marxista era Rosa Luxemburg. Y así podía escribir: «La reforma agraria leninista ha creado una nueva y poderosa clase de enemigos populares del socialismo en el campo, enemigos cuya resistencia será más peligrosa y perturbadora que la de los antiguos nobles propietarios» (p. 46).
La verdad de estas palabras sería subrayada muy pocos
años después ―aunque ya muertos Rosa Luxemburg y Lenin― por la
brutal corrección que de la política agraria de Lenin realizaría Stalin, al
eliminar la propiedad privada campesina, mediante la total nacionalización de
la tierra (esa «corrección» costó la muerte de varios millones de kouklas
―pequeños propietarios campesinos― asesinados por su resistencia a
la nacionalización de la tierra).
Es ésta la segunda gran piedra de escándalo que la
revolución rusa presenta para Rosa Luxemburg: los bolcheviques son en buena
parte responsables de la derrota y colapso de Rusia (más, de la desintegración
de Rusia) con su slogan sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos.
También, como en el caso de la política agraria, capta
la Luxemburg que el criterio bolchevique en la cuestión de las nacionalidades
está en flagrante contradicción con sus objetivos centralizadores: los
objetivos que les llevaban a manifestar tan escaso entusiasmo por la Asamblea
Constituyente, el sufragio universal, la libertad de prensa y asociación y, en
conjunto, por las libertades democráticas básicas.
Para Rosa Luxemburg el «derecho de autodeterminación» es
una fraseología «vacía, pequeño‑burguesa y tonta» (p. 49).
Lenin y sus camaradas ―continúa la
Luxemburg― se equivocaron al pensar que el método más seguro de vincular
a la causa de la revolución a los distintos pueblos integrados en el imperio
ruso era ofrecerles la más amplia libertad para determinar su propio destino.
De hecho, no sólo no se vincularon a la revolución, sino
que, aliados (en Finlandia, Ucrania y Polonia, en Lituania, en los Países
Bálticos y en el Cáucaso) con el imperialismo alemán, encabezaron la
contrarrevolución dentro de la misma Rusia.
La razón fue simple: el «derecho de autodeterminación»
fue asimilado no por el pueblo, sino por la burguesía y la pequeña‑burguesía.
Y concluye Rosa Luxemburg: los bolcheviques han aprendido a sus expensas que
«bajo el capitalismo no hay autodeterminación de los pueblos; que en una
sociedad de clases cada clase se esfuerza por «autodeterminarse», y que para
las clases burguesas la libertad nacional se encuentra plenamente subordinada
al dominio de su propia clase» (pp. 50‑51).
La esperanza de que esto no hubiera sido así representa,
en el caso de Lenin y Trotsky, «un incomprensible grado de optimismo» (p. 51),
y está en la misma línea de pretender «introducir el socialismo mediante el
voto popular» (p. 51), por la oposición que esto encontrará siempre en la
burguesía dominante. (Rosa Luxemburg se vuelve aquí, una vez más, contra sus
viejos rivales los «revisionistas parlamentarios» alemanes).
Y Rosa Luxemburg cierra de la forma siguiente su crítica
a la política bolchevique sobre la cuestión de las nacionalidades: «El derecho
de autodeterminación de los pueblos, emparejado con la Liga de Naciones y el
desarme por gracia del presidente Wilson, constituye el grito de batalla bajo
el cual se inicia el asalto de la burguesía contra el socialismo internacional»
(p. 55).
No hay que olvidar, sin embargo, que el encargado de
realizar esta política ―el comisario para las Nacionalidades, José
Stalin― sería también (como en el caso de la reforma agraria) el
encargado de rectificarla vigorosamente, al término de la Segunda Guerra
Mundial, dando así una vez más la razón a Rosa Luxemburg.
Es a partir del análisis de esta cuestión cuando la
crítica de Rosa Luxemburg cobra un particular matiz de agudeza. En definitiva,
hasta el momento se ha debido limitar a denunciar dos equivocaciones, y esto
siempre en el cuadro del reconocimiento a la triunfal empresa revolucionaria
bolchevique. Y ―es importante― la revolución se encargó con
posterioridad de rectificar las dos equivocaciones subrayadas. En cambio, a
partir de este momento, la Luxemburg apuntará no a equivocaciones (más o menos
comprensibles), sino a auténticos errores, herejías verdaderas que vulneran la
«ortodoxia» marxista tal como, en su versión extrema, es presentada por la
revolucionaria internacionalista.
Los hechos son los siguientes: la no convocatoria de la
Asamblea Constituyente contribuyó a precipitar el cambio de táctica bolchevique
que trajo consigo la revolución de octubre de 1917.
Poco después, Trotsky habría de escribir ―en De
octubre a Brest‑Litovsk― que la revolución de octubre supuso la
salvación de la Asamblea Constituyente y de la revolución en su conjunto. Y,
apunta Rosa Luxemburg, «tras estas declaraciones, el primer paso de Lenin
después de la revolución de octubre fue... la disolución de la misma Asamblea
Constituyente» (p. 57).
Efectivamente, así tuvo lugar al término de su primera y
única sesión en enero de 1918. Según Trostky, los bolcheviques en el poder se
vieron obligados a tomar esta decisión por cuanto las tres cuartas partes de
los candidatos de los socialistas revolucionarios pertenecían a la vieja ala
derecha y hubieran representado un indudable obstáculo en la realización de la
revolución comunista.
«Todo esto es muy hermoso y bastantes convincente» (p.
59), comenta Rosa Luxemburg. Pero si es así se debió anular la Asamblea
Constituyente elegida... y celebrar de inmediato nuevas elecciones para una
nueva asamblea.
En su figurado diálogo con Trotsky, contesta éste ahora
con la imposibilidad de elegir una adecuada representación popular durante la
revolución, y sigue: «Lo que menos importa es el estúpido mecanismo de las
instituciones democráticas» (p. 60).
Esta afirmación es la que, en definitiva, hace saltar a
Rosa Luxemburg: los bolcheviques confunden las instituciones representativas
con una concepción rígida y esquemática de dirección partidista, lo cual es
expresamente contradicho por la experiencia histórica de cada época revolucionaria:
«Se niega toda conexión mental viva entre los representantes elegidos y
electorado, toda interacción permanente entre unos y otros.
¡Toda la experiencia histórica contradice esto! Lo que
dice es lo contrario: la continua vivificación de los cuerpos representativos
por el espíritu popular» (p. 60).
En su defensa de la Asamblea, la Luxemburg alcanza notas
líricas: «Es precisamente la revolución la que crea con su encendido calor esa
delicada, vibrante, sensitiva atmósfera política en la cual las olas del
sentimiento popular, el pulso de la vida popular, opera sobre los cuerpos
representativos de la forma más maravillosa» (p. 61).
Y es que en el fondo la cuestión reside en que, para
Rosa Luxemburg, la Asamblea Constituyente hubiera representado ―debía haber
representado― la revolución viva, «el vivo movimiento de las masas, su
presión continua» (p. 62) sobre el «estúpido mecanismo de las instituciones
democráticas» ―en palabras de Trotsky―, que es lo único que permite
corregir las desviaciones del centralismo partidista. Enlaza aquí vivamente la
Luxemburg con sus críticas de catorce años antes (en LM). Se han cumplido sus
temores: el centralismo de una élite de intelectuales revolucionarios
hambrientos de poder, amenaza el desarrollo mismo del proceso revolucionario.
Y no es que la Luxemburg no reconozca los fallos, los
límites de toda institución democrática revolucionaria, «pero el remedio que
han encontrado Lenin y Trostky, la eliminación de lo democracia, es peor que la
enfermedad que trataban de curar; pues eliminan la verdadera fuente de vida de
la que puede venir la corrección de todas las innatas limitaciones de las
instituciones sociales. Esta fuente es la activa, no trabada, enérgica vida
política de las más amplias masas del pueblo» (p. 62).
El tema planteado en el capítulo anterior se completa en
este capítulo V al abordar la cuestión del sufragio.
La revolucionaria polaca no vacila en afirmar que este
tema no se entiende: no está claro el significado bolchevique del derecho al
sufragio.
Para la Luxemburg, «El derecho de sufragio, del mismo
modo que cualquier otro derecho político general, no ha de ser consecuencia de
un tipo de abstracto esquema, de justicia, o de cualquier otro tipo de
fraseología busgués‑democrática, sino de las relaciones sociales y
económicas» (p. 63).
El Gobierno soviético ha establecido un derecho al
sufragio, calculado para el período de dictadura del proletariado En este
sentido, «el derecho al voto está garantizado únicamente a quienes viven de su
propio trabajo y negado a todos los demás» (p. 64).
Pero esto es solamente posible en una sociedad que
garantice el trabajo a todo el que quiera realizarlo: y ―dice Rosa
Luxemburg― hoy no es éste el caso de Rusia. De aquí que vuelva a afirmar
que una tal medida, en las circunstancias actuales, «es bastante
incomprensible» (p. 64). Y, más adelante: tal derecho es «un utópico producto
de la fantasía» (p. 65).
No es un «serio instrumento de la dictadura del
proletariado» (p. 65); es un anacronismo; una anticipación de lo que habrá de
suceder en una economía plenamente socialista, pero no en el período de
transición de la dictadura del proletariado.
Este derecho soviético es un simple expediente
―sigue diciendo la Luxemburg―; y además priva, en la práctica, de
sus derechos políticos a amplios sectores de la pequeña burguesía y del
proletariado, para los que el mecanismo económico no prevé, por el momento, medios
que les permitan ejercer su derecho‑obligación de trabajar.
Y, desde este análisis y protesta, Rosa Luxemburg amplía
y profundiza su crítica: «No podemos admitir la destrucción de las principales
garantías de una saludable vida pública y de actividad política de las masas
trabajadoras: libertad de prensa, derechos de asociación y reunión, que han
sido prohibidos a todos los enemigos del régimen soviético» (p. 66).
Cerrará este capítulo con unas palabras que son como un
preludio del tema que habrá de desarrollar en el siguiente, en el capítulo VI,
posiblemente el más importante de todo el estudio de Rosa Luxemburg sobre la
revolución comunista: «Por otro lado, hay un bien conocido e indiscutido hecho:
que sin una libre y no trabada prensa, sin un ilimitado derecho de reunión y
asociación, el dominio de la mayoría del pueblo es enteramente impensable» (p.
67).
Cita Rosa Luxemburg, en las líneas iniciales, unas
palabras de Lenin: «El Estado burgués es un instrumento de opresión de la clase
trabajadora; el Estado socialista (ha de ser el instrumento de opresión) de la
burguesía» (p. 68).
A la autora le sirven estas palabras para sacar una
conclusión fulgurante: el Estado burgués está controlado por un pequeño grupo
de personas que no tienen ninguna necesidad de cuidar de la educación política
y de la formación de la entera masa del pueblo. Pero en el Estado socialista
esto último será imprescindible, «un elemento vital, el verdadero aire sin el cual
no puede existir» (p.'68).
Y ahora es Trostky el citado: «Gracias a la lucha
abierta y directa por el poder, las clases trabajadoras acumulan en muy poco
tiempo una considerable capacidad de experiencia política y avanzan rápidamente
de un estadio a otro hacia su pleno desarrollo» (p. 68).
También es inmediata la réplica de la Luxemburg: «Aquí,
Trostky se refuta a sí mismo y a sus amigos» (p. 68), porque al suprimir la
vida pública ―vid. capítulos anteriores― han bloqueado la fuente de
la formación política experimental.
Frente al grito de Lenin: «¡Rusia fue vencida por el
socialismo!», Rosa Luxemburg replica con dureza y amargura que lo que ha
sucedido ―por desgracia― es exactamente lo contrario: el
socialismo, en Rusia, ha resultado vencido por el alma rusa. Y puede así la
Luxemburg entonar un bello canto en honor de la libertad. Es obvio que el
sentido profundo de estas palabras casi líricas sólo puede captarse dentro del
conjunto del pensamiento y acción marxistas de la luchadora revolucionaria: «Libertad
sólo para los partidarios del Gobierno, sólo para los miembros de un partido
―por numeroso que pueda ser― no es la libertad. La libertad es
siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente. Y no
en razón de un fanático concepto de «justicia» sino porque (...) la efectividad
de la libertad se desvanece cuando se ha convertido en un privilegio especial»
(p. 69).
Ha llegado aquí la Luxemburg al núcleo profundo y
esencial que tan dramáticamente le lleva a oponerse a sus viejos compañeros de
luchas socialistas: «La idea básica que subyace bajo la teoría de Lenin‑Trotsky
sobre la dictadura es ésta: que la transformación socialista es algo cuya
fórmula completa se encuentra en el bolsillo del partido revolucionario, y que
precisa tan sólo ser enérgicamente llevada a la práctica» (p. 69).
Para Rosa Luxemburg la verdad es muy otra. Todo es
decisionismo personalista en la acción de los bolcheviques rusos. No es ésta la
postura plenamente coherente con el materialismo histórico, cuya dialéctica
―según la previsión marxista― confiere a la clase proletaria,
en su conjunto, la dirección de los acontecimientos. Más, ni siquiera a la clase
proletaria como protagonista activa ―capaz, por tanto, de decisiones
propias―, sino en cuanto instrumento pasivo y ciego de la contradicción
dialéctica que es para Marx ―y, en consecuencia, para Rosa
Luxemburg― la sustancia de la vida social: «Lejos de ser una suma de
fáciles prescripciones en espera de ser aplicadas, la realización práctica del
socialismo como un sistema económico, social y jurídico es algo que permanece
completamente escondido en las entrañas del futuro. Lo que nosotros tenemos en
nuestro programa no es otra cosa sino una serie de indicaciones que nos marcan
la dirección general hacia la que han de tender las medidas necesarias; y las
indicaciones son principalmente negativas. Sabemos así lo que hemos de eliminar
inicialmente a fin de dejar libre el camino hacia una economía socialista» (pp.
69‑70).
No es posible, en consecuencia, atribuirse la posesión
exclusiva de las soluciones positivas únicas: «no hay clave alguna en ningún
programa de partido, en ningún manual socialista» (p. 70); «el sistema
socialista de la sociedad sería solamente, y solamente puede ser, un producto
histórico, nacido en la escuela de nuestras propias experiencias, como un
resultado de los desarrollos de la historia viva» (p. 70).
Y Rosa Luxemburg, tras comentar con ironía que «está
claro que el socialismo no puede ser decretado o introducido por un ukase» (p.
70), insiste machaconamente en la misma idea, que patentiza su carga de
idealismo, su intuicionismo sentimental y soñador erigido en única norma de
conducta moral: «Sólo la experiencia es capaz de corregir y abrir nuevos
caminos. Sólo la vida efervescente, no obstruida, producirá mil nuevas formas e
improvisaciones, dará a luz fuerzas creadoras, y ella misma corregirá los
errores en que caiga» (p. 70).
La «fe» marxista
de Rosa Luxemburg le confiere la convicción de que, dado que la historia es así,
justamente la libertad plena ―la libertad que no impida que la
historia viva, que sea así― será lo único que permita la
realización total del socialismo. Parece innecesario apuntar que la Luxemburg
habla de la libertad «histórica» ―de no poner trabas al flujo y reflujo
de las contradicciones dialécticas―; no, en modo alguno, de una libertad
personal». «La vida pública de los países que limitan la libertad es tan pobre,
tan miserable, tan rígida, tan infructuosa, precisamente porque al excluir la
democracia, ciegan las fuentes vivas de toda riqueza y progreso espiritual» (p.
70).
Recoge después unas nuevas palabras de Lenin: «El
control público es indispensablemente necesario. En otro caso, el cambio de
experiencias permanece sólo dentro del círculo cerrado de las personalidades
del nuevo régimen y la corrupción se hace inevitable. El socialismo vivido
exige una completa transformación espiritual de las masas degradadas por siglos
de gobierno de las clases burguesas. Instintos sociales en lugar de instintos
egoístas, iniciativa de las masas en lugar de inercia (...)» (p. 71).
Rosa Luxemburg comenta que Lenin describe bien la
situación. Pero «está completamente equivocado en cuanto a los medios que hay
que emplear. Decretos, fuerza dictatorial de supervisor de fábrica, penas
draconianas, gobierno por el terror ―todas esas cosas no son sino
paliativos―. El único camino para un renacimiento es la escuela de la
misma vida pública, la más ilimitada, la más amplia democracia y opinión pública.
Es el gobierno terrorista lo que desmoraliza» (p. 71).
Cuando todo esto es eliminado, lo único que permanece
―en lugar de los organismos representativos creados mediante elecciones
populares y generales― son los soviets, que se presentan como única
representación verdadera de las masas trabajadoras. Pero, con el colapso de la
vida pública, la misma vida de los soviets será cada vez más lánguida.
Sin elecciones generales, sin libertad de prensa, sin
libertad de asociación, sin la libre lucha de la opinión, «la vida morirá en
cada institución pública, llegará a ser una mera ficción de vida, en la que
sólo la burocracia permanecerá como elemento activo. Muerta gradualmente la
vida pública, unas escasas docenas de líderes del partido ―de fuerte
energía e infinita paciencia― dirigirán y gobernarán. Entre ellos, en
realidad sólo una docena de cabezas destacadas mantendrán la dirección, y una
élite de la clase obrera será invitada de vez en cuando para aplaudir los
discursos de los líderes y aprobar las resoluciones por unanimidad. Una
dictadura, por supuesto, pero no la dictadura del proletariado, sino la
dictadura de un puñado de políticos, que es la dictadura en el sentido burgués»
(p. 72).
Tal es el juicio que a Rosa Luxemburg le merece la acción revolucionaria
bolchevique, tanto por lo que ve como por lo que intuye a partir de los
presupuestos libremente elegidos por Lenin, Trostky y sus camaradas.
Este capítulo VII es el más breve del estudio crítico que
Rosa Luxemburg hace de la revolución comunista. Con él, la autora parece
perseguir dos objetivos: una manifestación del característico moralismo
socialista y, tomando pie en él, una nueva afirmación de sus puntos de vista
sobre la libertad ilimitada que es preciso conceder a fin de que el proceso
dialéctico pueda desarrollarse sin trabas.
Alude la Luxemburg a un problema de importancia que
suele presentarse en toda revolución: la necesaria lucha contra el lumpenproletariat
(o subproletariado), un turbio conjunto que viene constituido por mendigos,
prostitutas, gángsters, estafadores, pequeños criminales, tramposos,
desempleados crónicos o inempleables, personas de mala salud o avanzadas en
años que han sido marginadas por el proceso industrial y toda suerte de
elementos «sin conciencia de clase», degradados o degenerados: «El lumpenproletariat
está profundamente encajado en la sociedad burguesa» (p. 73), afirma Rosa
Luxemburg. Pues, para ella, es precisamente la injusta sociedad burguesa la que
produce una degeneración semejante mediante sus equivocadas relaciones
clasistas.
Dentro de la sociedad burguesa se hace presente la
degeneración más profunda. «La línea divisoria entre la ciudadanía honorable y
la penitenciaría ha desaparecido» (p. 74). Y esto tiene una causa precisa: la
explotación del hombre por el hombre, en que ―según la Luxemburg―
se basa la concepción burguesa de la vida.
Es así preciso que la revolución proletaria luche con todas sus fuerzas contra este lumpenproletariat enemigo, que es instrumento cierto de la contrarrevolución. Pero las medidas más duras son habitualmente impotentes contra la plaga social que representa el subproletariado. Todo régimen persistente autoritario ―«de ley marcial», escribe Rosa Luxemburg― engendra inevitablemente arbitrariedad. Y toda arbitrariedad tiende a depravar más aún la sociedad.
En consecuencia, los únicos medios efectivos para
eliminar el lumpenproletariat serán las medidas radicales de carácter social y
político; la transformación más rápida posible de las garantías sociales de la
vida de las masas, «siempre bajo la condición de una ilimitada libertad
política» (p. 74).
Rosa Luxemburg, en definitiva, insiste en sus arraigadas
convicciones: para ella, la revolución no es únicamente un problema político,
económico o social; es un problema vital, por cuanto que la revolución es lo
que da la vida al hombre. La revolución «hace» al hombre. Es así comprensible
la afirmación con que cierra este capítulo: «La única anti‑toxina: el idealismo
y la actividad social de las masas, la ilimitada libertad política» (p. 75).
Realmente es el capítulo VI donde se encuentra la clave
de este denso análisis de Rosa Luxemburg, inmisericorde para la obra
revolucionaria bolchevique. En este capítulo final completará su estudio en
algunos aspectos y, a la vez, realizará un elogio de Lenin, Trostky y sus
compañeros, en su condición de pionero y al margen de los errores que tan
crudamente se han encargado de subrayar.
Por el momento, no obstante, el capítulo se abre con un
nuevo ataque frontal: «El error básico de la teoría Lenin‑Trotsky es que
ellos, al igual que Kautsky, oponen dictadura a democracia» (p. 76).
Para Rosa Luxemburg, Kautsky, el revolucionario alemán,
ha elegido democracia frente a dictadura. Pero se trata de una democracia de
raíz y concepción burguesa, por cuanto se opone a la alternativa de la
revolución socialista. Seguir a Kautsky es, por consiguiente, traicionar a la
Internacional socialista, traicionar a la revolución.
No salen, sin embargo, mejor parados los dirigentes
bolcheviques: «Lenin y Trostky, por su parte, se deciden a favor de la
dictadura al rechazar la democracia y, en consecuencia, a favor de la dictadura
de un puñado de personas, esto es, a favor de una dictadura de modelo burgués»
(p. 76).
En definitiva, tanto la postura de Kautsky como la mantenida por los rusos, se encuentran muy lejos de ser «genuina política socialista» (p. 76). Pues ambas posturas propugnan el gobierno de un puñado de hombres ―bajo forma democrática o dictatorial, tanto da― y rechazan así el imperio salvador de la masa. La revolucionaria polaca, plenamente acorde con las visiones marxistas más radicales, podrá afirmar que hay que «ejercer la dictadura, pero una dictadura de clase; no de un partido o de una élite‑dictadura de clase, que significa la forma pública más amplia, a partir de la más activa e ilimitada participación de la masa del pueblo, de la ilimitada democracia» (pp. 76‑77).
Es cierto que Trostky, a quien la Luxemburg cita, ha
afirmado que «nunca, como marxista, hemos sido adoradores de los ídolos de la
democracia formal» (p. 77).
En consecuencia, dirá Rosa Luxemburg, esto quiere decir
que los bolcheviques lo que rechazan es la falsa democracia burguesa; pero no
la democracia auténtica, o democracia socialista. Tal, al menos, parecen ser
sus propósitos. No, sus actos. La Luxemburg aclarará la incongruencia que,
desde su ortodoxa perspectiva socialista, implica la pretensión de «congelar»
la revolución, haciéndola sin más consistir en un puñado, de normas previamente
elaboradas por un grupo dirigente: «Pero la democracia socialista no es algo
que comienza solamente en la tierra prometida después de que hayan sido
instaurados los principios de la economía socialista; no es una especie de
regalo de Navidad para el pueblo que, en el interim, ha de soportar lealmente a
un puñado de dictadores socialistas. La democracia socialista comienza de modo
simultáneo con el inicio de la destrucción del gobierno de una clase y la
construcción del socialismo. Comienza en el mismo momento en que el partido socialista
se hace con el poder. Es lo mismo que la dictadura del proletariado» (p. 77).
Y ante el riesgo de que la acusación de incongruencia
pueda volverse contra ella misma, Rosa Luxemburg, como en tantas otras
ocasiones, buscará formular una síntesis última en que se resuelva la tan sólo
aparente contradicción dialéctica que parecerían implicar los opuestos
conceptos de dictadura y democracia: «¡Sí, dictadura! Pero esta dictadura
consiste en la manera de aplicar la democracia, no en su eliminación; en
los enérgicos y resueltos ataques contra los bien trabados derechos y
relaciones económicos de la sociedad burguesa, sin los cuales no puede
realizarse una transformación socialista. Pero esta dictadura debe ser misión
de la clase y no de una pequeña minoría directora en nombre de la clase; esto
es, debe producirse paso a paso mediante la activa participación de las masas;
debe realizarse bajo su influencia directa, sujeta al control de la completa
actividad pública; debe brotar del desarrollo de la forma política de la masa
del pueblo» (p. 78).
Se inicia aquí el final de RR. Es evidente
―escribirá la Luxemburg― que las circunstancias no han ayudado a
los bolcheviques, por mejores intenciones que éstos tuvieran. Una cruda muestra
de ello ―dice― es el tan amplio uso del terror a que ha recurrido
el Gobierno soviético para llevar adelante la revolución: «Todo lo que sucede
en Rusia es comprensible y constituye una inevitable cadena de causas y
efectos, cuyos puntos inicial y terminal son: el fracaso del proletariado alemán
y la ocupación de Rusia por el imperialismo alemán. Sería pedir algo
sobrehumano a Lenin y sus camaradas si se esperara de ellos que bajo tales
circunstancias hubiera podido conciliar a la vez la más delicada democracia, la
más ejemplar dictadura del proletariado y una floreciente economía socialista»
(pp. 78‑79).
En las circunstancias actuales ya han hecho bastante y
son, por ello, dignos de alabanza. No obstante, aún subrayará la Luxemburg un
último error ―aunque no el de menor importancia― que intuye late
bajo la conducta socialista rusa: «El peligro comienza solamente cuando ellos
hacen una virtud de la necesidad; quieren congelar en un sistema teórico
completo todas las tácticas a las que se han visto forzados bajo estas fatales
circunstancias y quieren presentarlo al proletariado internacional como un
modelo de tácticas socialistas» (p. 79).
Pero, al margen de todo lo dicho, sin olvidar sus
críticas incisivas, amargas y exactas, Rosa Luxemburg no deja de reconocer el
buen papel realizado, al servicio de la revolución internacional, por los
bolcheviques: «Todos estamos sujetos a las leyes de la historia. Y es tan sólo
internacionalmente como el orden socialista podrá ser realizado. Los
bolcheviques han mostrado que son capaces de hacer todo lo que un genuino
partido revolucionario puede realizar dentro de los límites de sus
posibilidades históricas. No presumen haber hecho milagros. Pero una modélica e
intachable revolución proletaria en un país aislado, exhausto por la guerra
mundial, estrangulado por el imperialismo, traicionado por el proletariado
internacional sería un milagro» (pp. 79‑80).
Y es que lo verdaderamente decisivo para una ardiente y
convencida revolucionaria marxista como es Rosa Luxemburg, es que la revolución
se haga, esto es, se procuren las condiciones para que la revolución se
autorrealice. O, mejor aún, se eliminen las trabas que, como consecuencia de
una falsa concepción histórica, puedan obstaculizar, en ocasiones, el que la
revolución se lleve a cabo, cumpliéndose así el ritmo inmanente de la
dialéctica materialista de la historia. En este orden de cosas, los
bolcheviques han sido eficaces. En este orden de cosas, Rosa Luxemburg lo
agradece y lo pone de relieve: «Lo que es obligado es distinguir lo esencial de
lo no esencial; la médula, de las excrecencias accidentales, en las medidas
políticas bolcheviques. En el momento actual, cuando estamos afrontados a las
luchas finales en todo el mundo, el más importante problema del socialismo era
y es la cuestión ardiente de nuestro tiempo. No es asunto de ésta o aquélla
secundaria cuestión táctica, sino de la capacidad del proletariado para la
acción, la fuerza para actuar, el querer el socialismo como tal. En esto, Lenin
y Trostky y sus amigos son los primeros, y van en cabeza como un ejemplo
para el proletariado del mundo; son los únicos que pueden gritar hasta el
momento con Hutten: ¡Me atrevo!
Esta es la política bolchevique esencial y duradera. En
este sentido, suyo es el inmortal servicio histórico de marchar a la cabeza del
proletariado internacional a la conquista del poder político, de la puesta en
práctica del problema de la realización del socialismo, y de haber hecho
avanzar poderosamente la relación entre capital y trabajo en el mundo entero.
Sólo en Rusia el problema se hubiera podido plantear. Y podría no haber sido
resuelto en Rusia. Y, en este sentido, en todas partes el futuro pertenece al bolchevismo»
(p. 80).
Así termina La revolución rusa, de Rosa Luxemburg.
Los dos estudios de Rosa Luxemburg ―cuyo contenido
se ha expuesto en las páginas precedentes― poseen un común carácter
peculiar, que se deriva de los lectores a quienes están destinados y de los
mismos temas que en ellos se tratan. No estamos ante obras apologéticas
marxistas. Tampoco ante polémicas ante adversarios ideológicos. Aunque sí
―por otra parte― se trate de una polémica particularmente violenta.
Este hecho implica que la revolucionaria polaca no se encuentre en la
necesidad de demostrar nada. Sus estudios son ―en definitiva― una
exégesis, que la Luxemburg quiere especialmente rigurosa, del pensamiento
marxista. Pero, dado que escribe para marxistas que (se supone) conocen bien a
Marx, se considera eximida de una demostración pormenorizada de cada una de sus
afirmaciones. Nos encontramos así ante dos escritos «para iniciados».
Esto explica la carencia de citas. Tan sólo en una
ocasión, al aludir a uno de los principios básicos del proceso histórico
dialéctico, indica Rosa Luxemburg que así «lo declara el Manifiesto Comunista»
(LM p. 82). No es ni siquiera precisa la cita literal. Sus lectores conocen
bien la «autoridad» aducida.
La otra obra citada en LM es la de su adversario Lenin
―«Un paso adelante, dos atrás»― con quien precisamente se enfrenta
en esta ocasión.
En el segundo de sus estudios ―realizado, como ya
es conocido, en circunstancias difíciles―, Rosa Luxemburg alude
únicamente a una de las órdenes (la núm. 29) del Soviet Supremo, redactada por
Lenin, y a la obra de circunstancias de Trostky que lleva por título De
octubre a Brest‑Litovsky. No hay más citas en sus textos. Cosa
distinta son las frecuentes alusiones a sus adversarios ―Lenin, Trostky,
Kautsky, de manera principal―.
La carencia de aparato crítico, sin embargo, no sólo no
impide sino que acentúa considerablemente el pensamiento revolucionario de la
Luxemburg. Podría decirse que al eliminar la necesidad de rebatir
minuciosamente, paso a paso, las argumentaciones de sus adversarios, al no
encontrarse obligada a demostrar la veracidad y certeza de cada una de sus
afirmaciones ante sus lectores, Rosa Luxemburg logra exponer desnudamente lo
más íntimo de su concepción marxista sobre el Hombre, la Historia y la
Revolución.
Su razonamiento ―tal como se trasparenta bajo su
estilo tajante y claro―, podría sintetizarse en las tres proposiciones
siguientes:
1º No se puede intervenir en el proceso de la dialéctica
histórica. El «no se puede» tiene un doble sentido: a) es imposible intervenir
en dicho proceso, por cuanto es lo único existente; todos estamos dentro de él
y por él somos conducidos; b) aunque el proceso es incontrolable, cabe no
obstante acciones que lo obstaculicen o retarden: hay que eliminar estas
acciones.
2º El proceso dialéctico es precisamente el que hace al
hombre y a las cosas. Razón de más para respetar celosamente su ritmo inmanente
propio.
3º En definitiva, tratar de intervenir en la dinámica
dialéctica podría resultar peligrosísimo: el hombre ―producto del
materialismo histórico― podría así quedar por hacer.
De inmediato se presenta ante los ojos la paradoja que
estas tres proposiciones encierran. Podría argüirse, con razón, que es
innecesario defender un proceso que se estima como inevitable y, además, como
lo único existente. ¿Qué puede perturbar el desarrollo del proceso dialéctico
si nada existe fuera de él? ¿Cómo puede, en cualquier caso, perturbarse la
dialéctica histórica si es inevitable? Son preguntas que, si ya quedaron sin
respuesta en Marx, no es precisamente Rosa Luxemburg quien logra explicarlas.
Más aún: ni lo intenta, a no ser con el recurso a la teoría de las
contradicciones dialécticas (ya también expuestas inicialmente por Marx y a la
que se volverá a aludir en la VALORACION DE LAS CONCLUSIONES).
La ya repetidamente señalada coherencia de la Luxemburg
es, ni que decir tiene, una coherencia marxista. Esto es, la coherencia que se
deduce de su plena admisión fideísta del pensamiento de Karl Marx, con todas
las contradicciones, oscuridades y lagunas que este pensamiento encierra.
En ninguno de los dos trabajos de Rosa Luxemburg se
dedica ni una sola línea a probar nada de lo indicado: no es necesario; todo se
da por supuesto, ya que representa la exposición sintética del pensamiento de
Marx. La Luxemburg se limita, en esencia, a la exposición y defensa apasionada
de su fe marxista. Fe arracional, emotiva, visceral. Fe que le lleva a aceptar
literalmente cuanto entiende que Marx ha dicho de más radical y extremado. Aquí
está la clave de su oposición a Lenin: porque Lenin «interpreta» a Marx, lo recrea;
pero no lo asume con la plena fidelidad con que lo hace Rosa Luxemburg.
Un testimonio eficaz de esta actitud lo proporciona su
propio fin. Cuando la revolución democrática alemana ―que precipita el
final de la I Guerra Mundial― libera a Rosa Luxemburg de la cárcel,
encuentra a su partido ―los «espartaquistas», el ala izquierda de la
socialdemocracia alemana― muy «rusificado»: es el momento (1918) del gran
triunfo de Lenin; su éxito le ha colocado a la cabeza del socialismo mundial.
Rosa Luxemburg quiere participar con sus seguidores en
la Asamblea que se dispone a redactar la nueva Constitución alemana. Pero
Lenin, en Rusia, acaba de disolver una Asamblea similar y ha puesto todo el
poder en manos de un «Gobierno de los Soviets de Obreros y Soldados», esto es,
en manos de su partido. Rosa Luxemburg, disconforme con estos criterios, los
acepta, sin embargo, por cuanto ve en ellos la manifestación democrática de la
opinión de sus partidarios. Nueve días después de salir de la cárcel (18‑XI‑1918),
Rosa Luxemburg escribe, en el nuevo periódico ―Rote Fahne― que
acaba de lanzar, que la «Liga Espartaco» sólo tomará el poder ante el deseo
mayoritario de las masas proletarias alemanas.
Sin embargo, apenas transcurrido un mes (a finales de
1918), esas masas, reunidas en el «Primer Congreso de los Soviets de Obreros y
Soldados» ―constituidos a semejanza de los soviets rusos― derrotan
democráticamente el criterio mantenido por la Luxemburg y deciden romper las
relaciones con el Gobierno Provisional y con la Asamblea Constituyente, y tomar
el poder por sí mismos, de forma violenta.
Rosa Luxemburg se opone, pero acaba cediendo
―prisionera de sus propios presupuestos― ante lo que entiende que
es la «voluntad popular». Y entra en la organización del putsch que,
conforme a sus temores, sólo logrará triunfar fugazmente en Berlín, en enero de
1919. De nuevo en la cárcel, será allí asesinada por un grupo de oficiales
prusianos, junto con su compañero de luchas revolucionarias Karl Liebknecht.
Tras su muerte, los «espartaquistas» (germen del futuro partido comunista
alemán) quedarán plenamente subordinados a Lenin y al comunismo ruso.
La fidelidad sin fisuras de Rosa Luxemburg a Karl Marx
le llevará a aceptar el materialismo dialéctico e histórico como explicación
definitiva y única de su propia vida, de la vida entera que late en torno suyo,
de la vida (Historia) que ha sido y será. Se trata, en definitiva, de un
decisionismo voluntarista.
Dos obras del estilo y sentido de las que aquí se
analizan es comprensible que presenten muchas conclusiones. Cabe, sin embargo,
un intento de llegar a los elementos decisivos en los que más claramente puede
captarse ―y así conocerse y criticarse― el pensamiento original de
Rosa Luxemburg. Por eso ―y a riesgo seguro de dejar otros muchos aspectos
marginados― esta «Valoración de las conclusiones» se ha dividido en tres
apartados: «Concepto del hombre», «Concepto de la Historia» y «Concepto de la
revolución».
La antropología de Rosa Luxemburg se puede considerar
condensada en las palabras siguientes: «Lo inconsciente está antes que lo
consciente. La lógica del proceso histórico aparece antes que la lógica
subjetiva de los seres humanos que participan en el proceso histórico» (LM, p.
93).
Es ésta una idea marxista esencial. Nos encontramos en
el extremo opuesto de la concepción cristiana que hace de la persona
precisamente el sujeto de la Historia, autora con Dios de una Historia que es
su ámbito propio, por la misma dimensión temporal que le ha sido otorgada.
Esta afirmación de Rosa Luxemburg nos lleva al centro
exacto de la cuestión. El marxismo no es una economía, o una simple teoría
jurídica más sobre el derecho ―inexistencia del derecho― de
propiedad, etc. Es, esencialmente, una muy determinada concepción
antropológica, que lleva a fundir de forma indisoluble al hombre con la
Naturaleza y los procesos naturales, y en la que, en consecuencia lógicamente
deducible, no hay lugar para Dios. Con frecuencia ―y razón― se ha
aludido a que el marxismo no es tanto a‑teo como anti‑teo.
«Lo inconsciente» a que alude la Luxemburg no es sino el
«proceso histórico», anterior al hombre ―por cuanto posee su propia
dinámica interna que le confiere la dialéctica de la materia increada y
preexistente―, y constituidor de ese mismo hombre. El hombre, en
consecuencia, es simple objeto, puro resultado del proceso histórico, a lo
largo del cual va «siendo hecho». El sentido propio del marxismo ―ya se refiera
al hombre o a la Historia― es radicalmente inmanente, en oposición
resuelta y decidida a la trascendencia cristiana que muestra a un hombre sujeto
de la Historia y dominador de la Naturaleza (de la que difiere esencialmente y
o la que utiliza) [1].
Si el hombre ―conforme a la visión marxista―
depende de forma absoluta de la Naturaleza y de sus procesos dialécticos
inmanentes, si el hombre, en definitiva, es producido por la Naturaleza, no
cabe hablar de hombre‑persona; lo único existente es el hombre‑humanidad,
lo que Rosa Luxemburg denomina el «ego colectivo».
Es en esta misma línea como hay que entender la denuncia
que la revolucionaria polaca realiza de todo «localismo» O «federalismo» como
radicalmente contrario a la socialdemocracia, es decir a la expresión histórica
del «ego colectivo» de la clase trabajadora. Si la clase trabajadora es
―de forma colectiva― el objeto que va siendo depurado por la
dialéctica materialista inmanente, debe manifestarse como unidad. También cabe
interpretar en este sentido la previsión de Rosa Luxemburg de que la
socialdemocracia ha de ser el amparo de todos los «expropiados»; o su acendrado
internacionalismo: si sólo hay un «ego colectivo» no cabe ninguna
división del proletariado, que es uno por encima de todas las fronteras. No
llegó Rosa Luxemburg a presenciar la «herética» solución staliniana de
«socialismo en un solo país» que produciría la oposición violenta de León
Trostky, mucho más coherente y fiel, ―en la misma línea que la
polaca― al pensamiento de Karl Marx.
En cualquier caso es claro que bajo todos estos
planteamientos desaparece la noción de persona, que se transforma en mera
partícula pasiva del gran todo social. También es ésta una de las cuestiones
más ampliamente tratadas, en los tiempos modernos, por la enseñanza
magisterial. A fin de no multiplicar las citas, se puede consultar in genere
la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI (15‑V‑1931). El
mismo Papa, en su condena del comunismo, escribe así: «Sólo ―y no la
colectividad en sí―, sólo el hombre, la persona humana, está dotada de
razón y de voluntad moralmente libre. (...) Es, pues, conforme a la razón y sus
exigencias, que en último término todas las cosas, de la tierra estén ordenadas
a la persona humana, para que por su medio hallen el camino hacia el Creador» (Divini
Redemptoris, 19‑III‑1937).
Así, pues, para Rosa Luxemburg el proletariado es el
protagonista de la Historia. Pero no en cuanto protagonista activo, decisorio,
sino como instrumento ciego que opera al dictado de las leyes de la dialéctica
inmanente, dialéctica vengadora de los desajustes, las disfunciones que la
Historia presenta.
Es éste otro de los puntos oscuros del pensamiento
marxista, con tanta energía expuesto por la revolucionaria polaca. No se acaba
de entender cuál puede ser la responsabilidad de la burguesía ―el mal sin
paliativos de la visión maniquea marxista― si se encuentra, al igual que
el proletariado, sometido a las leyes de la dialéctica. Sin embargo, el feroz
reduccionismo del pensamiento marxista así lo dice. Y Rosa Luxemburg lo
proclama. Pues precisa de este enfrentamiento como manifestación de la
dialéctica misma, de la lucha de clases.
La distinción tajante que el marxismo proclama entre los
hombres ha sido muy repetidamente condenada por la Iglesia, desde León XIII, en
la Rerum novarum, hasta Pío XII. León XIII dice por ejemplo: «En la
presente cuestión, la mayor equivocación es suponer que una clase social
necesariamente sea enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiese hecho a
los ricos y a los proletarios para luchar entre sí con una guerra siempre
incesante. Esto es tan contrario a la verdad y a la razón que más bien es
verdad el hecho de que, así como en el cuerpo humano los diversos miembros se
ajustan entre sí dando como resultado cierta moderada disposición que podríamos
llamar simetría, del mismo modo la naturaleza ha cuidado de que en la sociedad
dichas dos clases hayan de armonizarse concordes entre sí, correspondiéndose
oportunamente para lograr el equilibrio. Una clase tiene absoluta necesidad de
la otra: ni el capital puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el
capital. La concordia engendra la hermosura y el orden de las cosas; por el
contrario, de una lucha perpetua necesariamente ha de surgir la confusión y la
barbarie. Ahora bien: para acabar con la lucha, cortando hasta sus raíces
mismas, el cristianismo tiene una fuerza exuberante y maravillosa.
Y, en primer lugar, toda la enseñanza cristiana, cuyo intérprete
y depositaria es la Iglesia, puede en alto grado conciliar y poner acordes
mutuamente a ricos y proletarios, recordando a unos y a otros, sus mutuos
deberes, y ante todo los que la justicia les impone» (Rerum novarum, 15‑V‑1891).
En la perspectiva de nuestro análisis se entiende bien
que, tras la afirmación del protagonismo único de la clase obrera, Rosa
Luxemburg haya de reclamar ―con todo el patetismo que, ya líneas arriba,
ha quedado expuesto― la más amplia libertad dentro del Estado para que, por
así decir, pueda libremente jugar la dialéctica inmanente, a través del
instrumento inconsciente que es el proletariado mismo.
Es obligado, antes de proseguir este estudio, detenemos
en el concepto de libertad. Bien se sabe hasta qué punto la doctrina de la
Iglesia reconoce y defiende el carácter libre del hombre ―la «libertad
posible» de que éste disfruta― por cuanto como criatura libre ha sido
creado por Dios. Ya en 1885 (Inmortale Dei, 1‑XI) escribía León
XIII: «La libertad, como perfección del hombre, debe tener como objeto lo
verdadero y bueno; pero la razón de verdadero y de bueno no puede cambiarse a
capricho del hombre, sino que persevera siempre la misma, con aquella
inmutabilidad que es propia de la naturaleza de las cosas».
Muy poco después, en otra de sus grandes encíclicas (Libertas,
20‑VI‑1888), insistía y puntualizaba el mismo Pontífice: «A
pesar de esto, son no pocos quienes afirman que la Iglesia es una enemiga de la
libertad del hombre; y la causa de que así piensen está en una falsa y extraña
idea que se forman de la libertad. Porque, o la adulteran en su noción misma, o
con la opinión que de ella tienen la dilatan más de lo justo, pretendiendo que
alcanza a gran número de cosas, en las cuales, si se ha de juzgar rectamente,
no puede ser libre el hombre».
Y líneas abajo, dentro de la misma encíclica Libertas, se afirma igualmente: «Así, pues, la libertad propia, como hemos dicho, de los que participan de inteligencia o razón, y mirada en sí misma, no es otra cosa sino la facultad de elegir lo conveniente a nuestro propósito, ya que sólo es señor de sus actos el que tiene la facultad de elegir una cosa entre muchas».
Sin necesidad de mayor argumentación, estos textos nos
ponen en relación con las siguientes ideas: 1ª., el hombre es un ser libre;
2ª., la libertad del hombre es limitada, y 3ª., el hombre ha de vivir su
libertad de forma responsable.
Podría, incluso, decirse que esta tercera afirmación
resume las dos anteriores. La libertad del hombre no puede ser ejercitada por éste
de forma omnímoda, sino en relación a las «cosas», ligada a las «cosas»
(responsabilidad deriva etimológicamente de res‑sponsus, ligado a
la realidad).
Si volvemos al planteamiento que Rosa Luxemburg hace del marxismo ―en cuanto supuesto análisis o explicación exacta de la realidad― encontramos que su concepto de libertad puede ser calificado ciertamente de «irresponsable». Es muy posible que no rechazara la Luxemburg un tal calificativo. Si exige libertad, libertad plena, libertad ¡limitada, no es para que el hombre viva esta libertad (sea personalmente libre), sino para que la libertad permita que el hombre viva. Es la libertad ―esto es, el juego sin trabas de la dialéctica histórica― lo que constituye al hombre, lo que le permitirá llegar a vivir.
La libertad no es, pues, la finalidad del hombre (que en
el sentido cristiano será plenamente en el amor ―amor de Dios y de los
demás por Dios―, para lo cual precisa ser liberado: y tal es el sentido
profundo de la redención, (liberar al hombre «del pecado y del cautiverio del
demonio»), sino un puro expediente. La manifestación absoluta de la libertad
colectiva es ―en la terminología marxista de Rosa Luxemburg― la
democracia, igualitarismo total. Y, su consecuencia final, la aparición del
«hombre nuevo», concepto clave del pensar ―mejor, de la fe―
marxista. En ese estado último de bondad universal y plena (el comunismo
realizado) el hombre ni siquiera tendrá que elegir, ni precisará libertad, por
cuanto aquí en la tierra habrá conseguido el puro bienestar natural como fin
que el socialismo asigna a la sociedad humana. En cualquier caso, este concepto
socialista no es otra cosa que la secularización radical ―amputadora y
tergiversadora― del designio final de bienaventuranza que Dios, Creador y
Padre, tiene preparado para el hombre. Pues el hombre, en el Cielo, tan sólo
amará: y, en consecuencia, mantendrá íntegra ―y no perturbada― su
libertad.
Puede acometer Rosa Luxemburg su difícil empresa por
cuanto confía en que ―según el postulado marxista― «todos estamos
sujetos a las leyes de la Historia» (RR, p. 79). En él basa toda su visión.
Desde él critica la acción de Lenin. Es también desde esta afirmación
axiomática desde donde se entiende el influjo creciente que la concepción
marxista tiene hoy justamente en los países de tradición liberal (y vagamente
cristiana), a pesar de percibir los excesos totalitarios a que ha podido dar
lugar en la U. R. S. S. y en las demás «democracias populares».
El liberalismo, al proclamar la plena libertad del hombre, su autonomía, por paradoja trágica vino a dejar al hombre esclavizado a un progreso esperanzador, pero igualmente independiente de la voluntad del hombre. El concepto de progreso se ha venido perfilando hasta identificarlo con «las leyes de la Historia». La percepción de las relaciones evidentemente injustas que ha creado el liberalismo puro (por más correcciones, que en él haya intentado introducir el «neoliberalismo»); la percepción de las similares ―o más graves aún― perturbaciones que ha introducido el comunismo allí donde ha logrado ocupar el poder, ha llevado a una parte considerable de los hombres de mentalidad liberal a refugiarse en la utópica ensoñación que con tanta claridad ―y fuerza― expone Rosa Luxemburg. Un sistema en que la democracia, vivida sin restricción alguna, impulsaría con fuerza a la vida pública a las masas a la actividad. Se extraería así de ellas toda su capacidad para el acierto y el error, que permitiría disponer de soluciones directas y populares de los problemas; que permitiría, en definitiva, que las masas ―y no los individuos― que sienten agudamente su responsabilidad de perturbadores del orden social, tal como el liberalismo lo ha hecho patente controlen su propia maquinaria estatal, su propio destino.
Si esto parece llevar consigo, de algún modo, el sacrificio de la libertad personal, recuérdese que se trata del concepto liberal de libertad ―la libertad autónoma―, que lejos de producir la armonía universal en la que se pudo soñar a finales del siglo XVIII o comienzos del XIX, ha dado lugar a una permanente situación de crispación social. Posiblemente tal es la causa del interés que hoy despiertan las posturas extremadas, de las que Rosa Luxemburg es representante cabal. Por lo mismo que se encuentra tan sensiblemente cercana a las formulaciones anarquistas, esto es, de rebelión absoluta frente a cualquier forma de autoridad. La solución de la utopía ensoñadora es la solución última en la que se refugia el mundo del liberalismo.
Pero veamos ahora que entiende Rosa Luxemburg por
Historia, es decir, por el ámbito en el que surge el hombre bajo la acción de
la dialéctica inmanente de la materia.
El núcleo íntimo del proceso histórico ―en la
concepción marxista― está constituido por las contradicciones
dialécticas. El choque de los contrarios ―y la síntesis
subsiguientes― lo que produce el devenir. Por cuanto esto es un axioma
marxista, es para Rosa Luxemburg una verdad inconclusa. Muy buena parte de sus
críticas a Lenin y a sus camaradas ―autores de la triunfal revolución
comunista en Rusia― discurren por el cauce de la denuncia: no han
respetado esas contradicciones dialécticas de las que se alimenta la Historia
generadora del hombre.
Resulta claro que esta afirmación lleva consigo
―entre otras cosas― la negación obligada de la existencia de una
Verdad inmutable. Es la Historia la que, en cada momento de su proceso
dialéctico, provee al hombre de su precisa verdad. El hombre será verdadero
―o, de otro modo, cumplirá de forma adecuada lo que de él se
espera― en la medida en que en cada momento histórico se adecue a la
verdad que la dialéctica materialista le muestre. No hay una verdad absoluta
fuera del hombre. La Historia es quien le da la pauta. Lo cual no resulta
extraño, por cuanto ―en la visión marxista― es la Historia la que
constituye al hombre.
Quizá sea ahora cuando se entienda la reclamación
continua de libertad que traspasa todos los escritos de Rosa Luxemburg. Si las
contradicciones dialécticas son, no ya tan sólo inevitable, sino rigurosamente
deseables como expresión de la. Historia misma ―por cuanto son su
núcleo―, no se puede, poner traba alguna a su manifestación. Más aún,
conviene altamente que se den. Intervenir en este proceso dialéctico es el
mayor desprecio que cabe ―en la óptica de Rosa Luxemburg― de la
verdad, tal como ha sido expresada de una vez ―y por siempre― por
Karl Marx.
Y así la libertad
―sin límite alguno― es la condición imprescindible para que la
revolución ―constituidora del hombre― se produzca. Esto es lo
verdaderamente importante: que la revolución «se haga». (No que «sea hecha»,
por cuanto esto sería conceder al hombre un papel decisorio del que en la
concepción marxista carece, sino que «se haga» en virtud de las contradicciones
dialécticas.) Una vez más, la doctrina pontificia marca el exacto contrapunto:
«(...) la Iglesia se dirige al hombre (en cuanto tal), que, lejos de ser el
objeto y un elemento pasivo de la vida social, es, por el contrario, y debe ser
y permanecer, su sujeto, su fundamento y su fin» (Pío XII, Radiomensaje de
Navidad, 24‑XII‑1944) [2].
Así viene a explicar Rosa Luxemburg el problema
angustioso del éxito del heterodoxo Lenin. El triunfo de Lenin se entiende
―escribe la Luxemburg― por cuanto su acción vino a coincidir
―inteligencia, casualidad o prodigio― con el «espíritu objetivo»,
con el materialismo dialéctico.
Y a la inversa: Lenin puede llegar a ser un verdadero
peligro por cuanto ha introducido en Rusia medidas no revolucionaria! ―la
solución a la cuestión agraria o al problema de las nacionalidades; sus
limitaciones al desarrollo pleno del proceso democrático―, y estas
medidas cabe que perturben, y gravemente, el proceso histórico. Lo cual
―ya se ha indicado― no acaba de entenderse. Porque o prevalece (conforme
a la formulación teórico‑idealista marxista) la dialéctica histórica
―y, en este caso, también las decisiones de Lenin coadyuvan a ella y, por
tanto, no cabe criticarlas― o bien, si las decisiones leninistas son
peligrosas o perturbadoras de la dialéctica inmanente, se debe esto a que el
hombre puede intervenir en el proceso histórico ―aunque tan sólo sea para
perturbarlo―. Pero entonces no hay tal «espíritu objetivo» y las
decisiones de Lenin son tan válidas como las de Rosa Luxemburg: pasa así la Historia
a ser realizada por el hombre.
Esta crítica elemental no es contestada ―ni
siquiera aludida― por Rosa Luxemburg. Pero no se trata de que la
revolucionaria polaca exprese unas teorías «irremediablemente carentes de
sentido» (así han sido calificadas por críticos marxistas precisamente). Lo que
carece de sentido no es Rosa Luxemburg, sino el marxismo.
De ahí que la Luxemburg, si es radicalmente
revolucionaria frente al «revisionismo» marxista de fin del XIX ―cfr. sus
artículos «¿Reforma social o revolución?», publicados en
1898-1899, en Neue Zeit, la revista doctrinal de la socialdemocracia
alemana― es igualmente antibelicista (contra Lenin que estima que la
guerra acelerará la revolución) y puede expresar en más de una ocasión su deseo
de que «acaben los sufrimientos de las masas en la guerra». Para la pureza
marxista de la Luxemburg nada se precisa para que la revolución llegue, sino
dejar tan sólo que la Historia ―a través de su dialéctica inmanente y
constitutiva― acabe por producirla.
De ahí también su afirmación de que el socialismo
rechaza cualquier forma de opresión (por cuanto podría frenar el sereno
desarrollo histórico del «espíritu objetivo»). De ahí, en definitiva, la
inevitable afirmación de Rosa Luxemburg, frente a la pretensión bolchevique de
disponer de un «recetario revolucionario », de que la realización práctica del
socialismo «permanece completamente escondida en las entrañas del futuro» (RR,
p. 69).
Por más que sea evidente y conocido, quizá no esté de
más recordar aquí el sentido radicalmente antimetafísico del pensamiento
marxista, que ayuda a entender más ―si fuera preciso― la
insistencia de la enseñanza de la Iglesia de disponer de una concepción
filosófica que trascienda la pura fenomenología, de la que el marxismo es una
consecuencia última [3].
Es justamente la carencia de este sentido metafísico
―carencia propia de una época indigente― la que ha podido llevar a
algunos cristianos a ver en el comunismo un momento más en el puro fluir
histórico y a aceptarlo ―e intentar su aceptación por todos― en
razón de su simple existencia. Frente a esta postura, ya había escrito Pío XII:
«Rechazamos el comunismo como sistema social, fundados en la doctrina
cristiana, y hemos de afirmar específicamente los fundamentos del derecho
natural. Por la misma razón rechazamos también la opinión de que el cristiano
debe ver el comunismo como un fenómeno o una etapa en la evolución histórica,
casi como un necesario «momento» evolutivo de la misma, y, por tanto, aceptarlo
así como decretado por la providencia divina» (Radiomensaje de Navidad, 24‑XII‑1955).
Son, pues, las visiones cristiana y marxista
radicalmente inconciliables. Responden a dos opuestas concepciones
antropológicas y, en consecuencia, a dos proyecciones opuestas igualmente de la
Historia. Es también Pío XII el que expone este hecho: «El cristiano, se decía
y se dice todavía, adopta ante la historia una posición hostil, porque ve en
ella una manifestación del mal y del pecado; catolicismo e historicismo son
conceptos antitéticos. Señalemos desde ahora que la objeción así formulada
considera historia e historicismo como conceptos equivalentes. En ello está el
error. El término «historicismo» designa un sistema filosófico que no percibe
en toda la realidad espiritual, en el conocimiento de la verdad, en la
religión, en la moralidad y en el derecho más que cambio y evolución, y
rechaza, por consiguiente, todo lo que es permanente, eternamente valioso y
absoluto. Tal sistema es, sin duda, inconciliable con la concepción católica
del mundo y, en general, con toda religión que reconozca un Dios Personal» (al
X Congreso Internacional de Ciencias Históricas, 7‑IX‑1955). Quizá
pueda atribuirse la atracción que el marxismo ejerce a su exacto carácter
utópico. La utopía es incontrastable. Más aún cuando la realización de la
utopía se confía al juego de las contradicciones dialécticas. El marxismo
―y la exposición apasionada que de él realiza Rosa Luxemburg así lo
confirma― es en esencia una fe, que intentaría responder a los más
íntimos anhelos del hombre de ser radicalmente libre y autosuficiente. Por
paradójico que pueda parecer, el saber que todo está prefijado al margen de la
débil voluntad humana y con independencia de ésta puede dar sensación de
libertad. Y a este íntimo sentimiento ―que elimina una responsabilidad
que puede llegar a ser angustiosa― responde el marxismo de forma
adecuada.
El amplio enfrentamiento entre Lenin y su implacable
crítica Rosa Luxemburg alcanza una de las cotas más hondas en la denuncia que
la socialista polaca hace de la interpretación «personalista» del hecho
revolucionario que Lenin ha adoptado. En otro lugar ―y en el mismo
sentido― motejará la postura revolucionaria del dirigente ruso de
«subjetivista».
Tiene razón Rosa Luxemburg. Lenin ―apoyándose en
su teoría de que a las masas les gusta ser dominadas y en su profunda
desconfianza por el talante revolucionario de esas mismas masas― se
propuso (y consiguió) someter el proletariado ruso a su dictadura. Entendía
Lenin que tal era el único camino para que la revolución rusa tuviera lugar.
Lenin llegaría a escribir aludiendo a la misión del dirigente político
socialista: «No es apoyar la lucha económica del proletariado, sino hacer que
la lucha económica apoye al movimiento socialista y a la victoria del partido
revolucionario» (0. C., vol. IV, p. 273).
Este pragmatismo de Lenin, dispuesto a crear
artificialmente las condiciones de la revolución y los instrumentos precisos
para realizarla ―por más que para ello hubiera de corregir a Marx o
forzar su interpretación― sería luego continuado por Stalin y recogido en
su momento por Mao Tsé‑Tung.
Conforme a lo visto hasta el momento, se entiende bien
el escándalo horrorizado de Rosa Luxemburg ante una tal actitud: la revolución
tiene su ritmo propio, que no puede ser perturbado por aceleraciones ni por
retrasos. En última instancia, la autoridad, los dirigentes, no son ―para
la Luxemburg― sino una pieza más ―inconscientemente dócil― de
la que ha de disponer la. dialéctica histórica para consumar su obra [4].
Para Rosa Luxemburg, la revolución es el «acto puro» (vid.
Ibáñez Langlois, op. cit), que consuma la Historia y permite que el hombre
alcance su plenitud ―que llegue, sin más, a ser hombre―. Así,
forzosamente, la revolución habrá de ser obra del proletariado mismo y entero.
Y se producirá en la medida en que se respete la espontaneidad del proletariado
y su crítica absoluta a todos los niveles.
Es muy notable la insistencia de Rosa Luxemburg sobre la
eficacia decisiva de la espontaneidad proletaria. Quizá es la característica de
la acción revolucionaria en que más insiste. Y se entiende bien: la
espontaneidad del proletariado es la muestra más acabada de que la dialéctica
histórica está actuando sin traba alguna. La pretensión leninista de someter al
proletariado al control del Comité Central es una tergiversación gravísima
―para la Luxemburg― del pensamiento de Karl Marx. Y, en
consecuencia, un error en la interpretación de la realidad histórica del que
pueden seguirse los mayores males para la causa de la revolución. A lo más,
llegará a admitir el «centralismo» como una tendencia. Nunca como un factum mostrenco,
exponente de un voluntarismo decisorio. Como es sabido, la opinión de Lenin era
muy otra: «El desarrollo espontáneo del movimiento obrero le conduce
precisamente a su subordinación a la ideología burguesa» (o. c., volumen
V, p. 355. El subrayado es del original). Fue este criterio de Lenin ―que
brotó de su convicción de que las deficiencias del proletariado le hacían
incapaz de asumir la «misión histórica» que le asignara Marx― el que le
empujó a confiar la vigorización y transmisión de la «conciencia socialista» a
un partido (partido de élite, de vanguardia, de «guardianes» ―en
el sentido platónico― de la clase obrera; partido, en definitiva, formado
por intelectuales que hicieran de su labor revolucionaria una profesión). El
partido ―siempre según Lenin― habría de ejercer su dictadura sobre
el proletariado, dictadura similar a la del proletariado sobre el resto del
cuerpo social. Y, dentro del partido, toda la autoridad habría de residir en el
Comité Central. Al resto le correspondería obedecer.
Es obvio que una tal situación supone la negación del
segundo elemento constitutivo de la Revolución y que para Rosa Luxemburg es la
crítica continua y sobre todas las cuestiones. De forma similar a su
insistencia sobre la necesidad de respetar la espontaneidad del proletariado,
se registra en la Luxemburg una constante apelación a la «acción de las masas».
Y es que justamente la unión de espontaneidad y crítica es lo que producirá no
ya la revolución, sino el objetivo central ―y único― de la
revolución: la aparición del «hombre nuevo» o del hombre, sin más.
No hay hombres. Será la revolución quien los alumbre. Y
la revolución llegará a través de la espontaneidad crítica ―sin límite
alguno―. Si en la concepción filosófica marxista no existe individuada la
sustancia «hombre» ―por cuanto ésta reside en el genérico
«humanidad»―, si, en consecuencia, el hombre pre-revolucionario es tan
sólo «espíritu objetivo» (esto es, cultura) [5]en
proceso de constitución, hasta que este proceso no llegue a su término el
hombre no será plenamente hombre. Es decir, es al final del proceso
revolucionario cuando aparecerá el «hombre nuevo».
Por tanto, la revolución no es forzosa ni exclusivamente
concebida por Rosa Luxemburg como un conjunto de medidas violentas (ella es
antibelicista) o de golpes de Estado. La revolución no consiste sin más en la
conquista del poder (por más que esto sea un paso conveniente y necesario), por
cuanto si tal conquista se realiza o perpetúa mediante la anulación de la
espontaneidad crítica de la masa proletaria, puede resultar más perjudicial que
beneficiosa para la causa de la revolución. Y es solamente la revolución lo que
engendra al «hombre nuevo».
Distinto será cuando desde el poder se estimule la
evolución del «espíritu objetivo», es decir, cuando desde el poder se
desencadene la «revolución cultural». Tal es el caso de la China actual, bajo
el impulso de Mao Tsé‑Tung.
En consecuencia, Rosa Luxemburg se opondrá a la pretensión
leninista de que el partido monopolice y sustituya la acción de las masas; se
opondrá a la ciega sumisión al Comité Central. El desarrollo socialista sólo
puede ser revolucionario ―en el sentido ya expuesto―. En caso
contrario ―dirá Rosa Luxemburg― el proletariado quedará convertido
en un «electorado» conforme ha sucedido en los partidos falsamente socialistas
(esto es, «revisionistas») de Europa occidental.
Al mismo orden de cosas pertenece el que la Luxemburg
rechace la introducción del socialismo mediante el voto democrático: no es tan
sólo ―dice― que la burguesía no lo permitiría nunca, sino que el
socialismo sólo puede conseguirse de forma revolucionaria. Aunque aquí podría
indicarse que cabe una corrupción de los espíritus (que sería verdadera
revolución), mediante la cual se vinieran a aceptar los presupuestos
materialistas marxistas: y entonces el socialismo sí podría llegar mediante el
voto democrático. En cualquier caso, la revolución es imprescindible: ella
―y sólo ella― daría vida al hombre.
¿Cuál es, pues, la fórmula que Rosa Luxemburg propugna
para que se realice el acto esencial de la revolución? Es sencilla: la unión de
la democracia y la dictadura. Si rechaza tanto a Kautsky (democracia y no
dictadura) como a Lenin (dictadura no democrática) es porque en ambos casos se
busca el gobierno de unos hombres: pero no el gobierno, la dirección
política, en las manos de todo el proletariado. El hombre no es nada: sólo es
la clase proletaria. La dictadura de un hombre o de un grupo
impide el proceso dialéctico histórico, por cuanto bloquea la espontaneidad
crítica que es lo que impulsa y permite la revolución. O, mejor, la
espontaneidad crítica es la misma revolución por cuanto es la que engendra el
«hombre nuevo».
Democracia y dictadura se mantienen, en la concepción de
Rosa Luxemburg, en una interacción mutua:
Son un in fieri. Nada, pues, puede
afirmarse de modo absoluto. Estamos en las antípodas de la visión cristiana de
una ley natural ―reflejo de la voluntad del Creador― a la cual haya
de ajustarse el hombre en su quehacer: «El primer postulado de toda acción
pacificadora es reconocer la existencia de una ley natural, común a todos los
hombres y a todos los pueblos (...)» (Pío XII, 13‑X‑1955).
Rosa Luxemburg cerrará su visión de esperanza inmanente
al afirmar que la «dictadura consiste en la manera de aplicar la democracia,
no en su eliminación (...)» (RR, p. 78). Será así la dictadura,
impulsando la democracia ―la espontaneidad crítica y continua― lo
que elimine, en primer término, los obstáculos finales para que fluya sin
trabas la dialéctica inmanente de la materia; y, después, la que permita que la
revolución «se haga» y el hombre, redimido, llegue, al fin, a ser hombre.
En 1937 escribía Pío XI en su condenación del comunismo:
«El comunismo de hoy, de modo más acentuado que otros movimientos similares del
pasado, contiene en sí una idea de falsa redención. Un seudoideal de justicia,
de igualdad y de fraternidad en el trabajo, impregna toda su doctrina y toda su
actividad con cierto falso misticismo que comunica a las masas, halagadas por
falaces promesas, un ímpetu y entusiasmo contagiosos, especialmente en tiempos
como los nuestros, en los que a la defectuosa distribución de los bienes de
este mundo ha seguido una miseria, que no es la normal» (Divini Redemptoris,
19‑III).
Treinta años más tarde habría de repetir Pablo VI: «(...
la acción revolucionaria lleva consigo, de ordinario, un cortejo de injusticias
y sufrimientos, porque la violencia, una vez desencadenada, difícilmente puede
ya dominarse, y ataca por igual a las personas y a las estructuras. Por eso, a
los ojos de la Iglesia no es una solución apta para remediar los males de la
sociedad» (Al Cuerpo diplomático, 6‑I‑1967).
¿Cómo es que el «gran proyecto liberador» diseñado por
Karl, Marx hace ya más de cien años y, por él visto como inmediato, hoy merece
tan sólo una caracterización tan crítica y dolorida?
Si, en varias ocasiones, se ha afirmado ―y puesto
de manifiesto― la coherencia del pensamiento y de la acción de Rosa
Luxemburg, no se ha olvidado asimismo resaltar las profundas fallas de su
ideología marxista, tanto desde el lado histórico, como desde el económico,
social o, incluso, desde la propia perspectiva de las afirmaciones básicas y
programáticas de Marx.
Rosa Luxemburg, pretendiendo «corregir» la desviación
leninista (dictadura del Partido en lugar de dictadura del proletariado), es
quizá más coherente con la concepción idealista hegeliana propia de Marx, para
la que el sujeto de la historia es lo universal (humanidad, clase, etc.), y
precisamente por eso expresa mejor que Lenin el absurdo del marxismo. En
realidad la clase ni desea ni actúa, ni hace nada; en cualquier caso, y con
cualquier organización práctica (con sufragio universal o sin él), quienes actúan
son necesariamente los individuos.
Queda, pues, quizá ―y tan sólo― subrayar una
vez más la imposibilidad de llevar este pensamiento a la práctica, en razón de
la falsedad íntima del hombre y de la historia que alcanza la razón natural o
se desprende de la revelación. La edificación de un mundo sin Dios sólo se
puede conseguir en apariencia y por la fuerza. No hay tal dinámica material
inmanente; no son tales las leyes dialécticas.
De aquí que la postura de la Iglesia haya sido siempre
de incompatibilidad radical. Pío XII decía en 1942: «Movida siempre por motivos
religiosos, la Iglesia ha condenado los varios sistemas del socialismo marxista
y los condena también hoy, porque es deber suyo y derecho permanente el
defender a los hombres de corrientes e influencias que ponen en peligro su
eterna salvación» (Radiomensaje de Navidad, 24‑XII).
De aquí que no quepa
siquiera un acuerdo parcial, circunstancial, meramente operativo, entre
marxismo y cristianismo: «El cristiano que quiere vivir su fin en una acción
política, concebida como servicio, tampoco puede adherirse sin contradicción a
sistemas ideológicos que se oponen radicalmente en los puntos sustanciales a su
fe y a su concepción del hombre: ni a la ideología marxista, a su materialismo
ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como ella entiende la libertad
individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda
trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva; ni a la ideología
liberal (...)» (Pablo VI: Octogesima adveniens, 14‑V‑1971) [6].
G.R.
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internos (del Opus Dei)
[1] Elegidas casi al azar
―dada la extrema abundancia de afirmaciones similares en la enseñanza
pontificia― se transcriben las palabras siguientes de León XIII: «Porque
la sociedad no ha sido instituida por la naturaleza para que la busque el
hombre como fin sino para que en ella y por ella posea medios eficaces para su
propia perfección» (Sapientiae christianae, 10‑1‑1890).
En el mismo sentido ―y del mismo Papa― son estas otras palabras que aluden a la primacía respectiva del hombre y la familia en relación al Estado: «Siendo el hombre anterior al Estado, recibió aquél de la naturaleza el derecho de proveer a sí mismo, aun antes de que se constituyese la sociedad (...), la familia (...), verdadera sociedad y anterior a la constitución de toda sociedad civil, y, por tanto, con derechos y deberes que de ningún modo dependen del Estado» (Rerum novarum, 15‑V‑1891).
[2] Con palabras muy similares escribirá Juan XXIII: «cada uno de los seres humanos es y debe ser el fundamento, el fin y el sujeto de todas las instituciones en las que se exterioriza y se realiza la vida social: cada uno de los seres humanos debe ser visto en lo que es y en lo que debe ser según su naturaleza intrínsecamente social, y en el plano providencial de su elevación al orden sobrenatural» (Mater et magistra, 15‑V‑1961).
[3] Es muy notable y continuada la
indicación del Magisterio en este sentido. León XIII escribe: «Porque, para su
fructuoso ejercicio e incremento no basta tan sólo el examen de los hechos y la
mera observación de la naturaleza, ya que de los hechos se debe ascender más
alto y hay que investigar profundamente para conocer la esencia de las cosas
corpóreas, para descubrir así las leyes a que obedecen como los principios de
donde proceden su orden y unidad en la variedad, y la mutua afinidad en la
diversidad: investigaciones a las que de modo admirable comunica gran fuerza,
luz y auxilio la filosofía escolástica, con tal de enseñarla con un sabio
método» (Aeterni Patris Filius, 4‑VIII‑1879).
En el mismo sentido, San Pío X: «En primer lugar, por lo
que se refiere a los estudios, queremos y mandamos taxativamente que como
fundamento de los estudios sagrados se ponga la filosofía escolástica. Es
importante notar que, al prescribir que se siga la filosofía escolástica, nos
referimos a la que enseñó Santo Tomás de Aquino: todo lo que Nuestro Predecesor
decretó acerca de la misma, queremos que siga en vigor y, por si fuera
necesario, lo repetimos y lo confirmamos, y mandamos que se observe
estrictamente por todos. Los obispos deberán, en el caso de que esto se hubiese
descuidado en los Seminarios, urgir y exigir que de ahora en adelante se
observe. Igual mandamos a los superiores de las órdenes religiosas. A los
profesores advertimos que tengan por seguro que, abandonar al de Aquino,
especialmente en metafísica, da lugar a graves daños» (Sacrorum Antistitum, 1‑IX‑1910).
Años más tarde, ya en nuestros días, Pablo VI reafirmará la misma doctrina: «reflejando [la filosofía de Santo Tomás de Aquino] las esencias de las cosas realmente existentes en su verdad cierta e inmutable, no es ni medieval ni propia de alguna nación en particular sino que transciende el tiempo y el espacio y no es menos valedera para los hombres de hoy (carta al R. P. Aniceto Fernández, maestro general de los H.H. Predicadores de fecha 7-III-1964).
[4] Resulta casi innecesario
insistir en el sentido radicalmente distinto que la doctrina católica confiere
a la autoridad, como consecuencia lógica de la primacía de la persona. Pueden
verse, entre otras, las palabras siguientes de Pío XI: «Y en verdad que los
hombres en esta materia deben tener en cuenta, no sólo de su propia utilidad,
sino también del bien común, como se deduce de la índole misma del dominio, que
es a la vez individual y social, según hemos dicho. Determinar por menudo esos
deberes, cuando la necesidad lo pide y la ley natural no lo ha hecho, eso atañe
a los que gobiernan el Estado. Por tanto, la autoridad pública, guiada siempre
por la ley natural y divina e inspirándose en las verdaderas necesidades del
bien común, puede determinar más cuidadosamente lo que es lícito o ilícito a
los poseedores en el uso de sus bienes» (Quadragesimo anno, 15‑V‑1931).
[5] El «espíritu objetivo»
equivale, en la terminología hegelianomarxista, a la «cultura». Mediante una
transposición ―tan sólo aproximada― a los conceptos de la filosofía
clásica y cristiana, cabe establecer una cierta equiparación entre la «cultura»
―en la versión marxista― y los «hábitos», incardinados en la
sustancia individual «hombre» ―y no, por tanto, en el genérico
«humanidad»‑. Dentro de la visión cristiana es obvio que el hombre no se
queda nunca por realizar: Dios lo crea ya como hombre pleno. El hombre podrá
fallar su destino, condenarse. Pero se condenará como hombre.
No sucede lo mismo en la filosofía marxista. Si se
pudiera impedir el proceso dialéctico revolucionario, el hombre podría no
llegar a ser hombre (no llegar a ser el «hombre nuevo», ya repetidamente
aludido). En cualquier caso, dentro de esta óptica, en la etapa
postrevolucionaria tampoco el hombre llegará a ser persona individual: el
hombre seguirá siendo un concepto genérico. Pero, al quedar mediante la
revolución eliminadas las alienaciones, se habrá conseguido la unidad –o
perfección― del «hombre» genérico, de la «humanidad».
[6] Como exponente de la actitud mantenida en todo momento por el Magisterio, pueden verse las siguientes palabras de Pío XI: «Y son muchos los católicos que, sabiendo perfectamente que nunca pueden abandonarse los principios católicos ni suprimirse, parecen volver sus ojos a esta Santa Sede y pedir con insistencia que resolvamos si ese socialismo está suficientemente purgado de sus falsas doctrinas, de tal suerte que, sin sacrificar ningún principio cristiano, pueda ser admitido y en cierto modo bautizado. Para satisfacer, según nuestra paternal solicitud, a estos deseos, decimos: El socialismo, ya se considere como doctrina, ya como hecho histórico, ya como acción, si sigue siendo verdaderamente socialismo, aún después de sus concesiones a la verdad y a la justicia en los puntos que hemos hecho mención (lucha de clases y propiedad privada), es incompatible con los dogmas de la Iglesia católica, porque su manera de concebir la sociedad se opone diametralmente a la verdad cristiana» (Quadragesimo anno, 15‑V‑1931).