LUKÁCS, György
La peculiaridad de lo estético
("ESTETICA” Tomo I)
Ediciones Grijalbo, S. A., Barcelona‑México, D. F., 1966.
Título original: «Asthetik», I. Teil. Weigenart des ästhetischen. Traducción
española de Manuel Sacristán.
CONTENIDO DE LA OBRA
Marx entrevió que en un universo marxista, en el que la ciencia ‑o
mejor el cientifismo‑ explicara toda la realidad, el arte no tendrνa cabida. Así lo confiesa:
«En cuanto al arte, ya se sabe que ciertas épocas de florecimiento
artístico no están de ninguna manera en relación con el desarrollo general de
la sociedad, ni, por consiguiente, con la base material, con el esqueleto, por
así decirlo, de su organización. Por ejemplo, los griegos comparados con los
modernos, o también Shakespeare»[1].
Sin embargo, pese a la opinión de Marx, el arte está ahí, asumiendo sus
manifestaciones más brillantes justamente en épocas en las que el ejercicio de
la razón no está en absoluto postergado.
De todos los intentos marxistas por buscar una solución a esta disparidad,
el de Lukács es, sin duda, el más ambicioso. A partir de 1957 se consagró a
completar lo que él llama «los principales resultados de mi evolución
filosófica, mi ética y mi estética», con el ánimo de aplicar, «lo más
correctamente posible, los principios del marxismo a los problemas de la
estética» (Dedicatoria, t. I).
Lo primero que ha sido publicado, «La peculiaridad de lo estético», texto
aparecido en 1963, es la primera parte de una gran obra que comprendería tres
grandes apartados. La traducción española de esta primera parte está dividida,
con la autorización del autor, en cuatro volúmenes. Nos ocuparemos únicamente
del primero de éstos.
Para ayudar al lector, siquiera sea a dar los primeros pasos por la oscura
y exuberante selva del abultado trabajo Lukácsiano, tal vez resulta útil
adelantar, de un modo muy genérico, lo que es la obra de arte para nuestro
autor.
Una primera característica de la obra de arte consiste en que ésta hace
vivo ―tanto si el artista es consciente como si no― el hic et
nunc del momento histórico reflejado por ella. Además, la obra
artística evoca sentimientos, emociones, pasiones, etc., pero la diferencia con
otras actividades de la vida radica en el hecho de que para la obra de arte
esta evocación es su fin propio, aunque no pretenda ser un reflejo de toda
la realidad. Esta evocación, por otra parte, es social; esto es, es un
medio para que el «hombre» llegue a la conciencia de sí, a la autoconciencia.
Finalmente, para Lukács, el arte es antropomórfico. También lo es la Religión,
que es otra forma de reflejo, pero se diferencia del arte en que,
mientras la religión transporta al hombre a un mundo distinto, transcendente,
la producción artística le sumerge en este mundo, el mundo propio del hombre,
un mundo que no es subjetivo sino objetivo, puesto que el reflejo estético
ha sido extraído de la cismundaneidad, decantado, por el trabajo del hombre;
siendo expresivo, no de la totalidad de lo real como ocurre con el reflejo científico
y sus producciones, sino de ese concreto mundo del hombre que vive en una época
determinada. No se le oculta a Lukács que el artista puede pensar que se dirige
a un mundo trascendente, e incluso intentar trascender, y otro tanto les puede
ocurrir a quienes contemplan su obra; pero en este caso no hay que escucharles,
sino simplemente analizar lo que hacen. Una vez más, habría que decir con Marx,
y es la frase elegida por Lukács como motto de su Estética: «no lo
saben, pero lo hacen».
Dicho esto, veamos cómo procede Lukács para decantar lo que él llama reflejo
estético. El trata de colocar al artista y a sus obras en el entero
contexto de la historia humana, Por otra parte, está convencido de que la
naturaleza de la obra de arte sólo puede ser tratada en conexión con su
génesis: la realidad, para él, es esencialmente histórica, puro devenir; lo que
existe es permanente mutación. Si esto es así y queremos ser consecuentes a la
hora de profundizar en algo determinado, hemos de indagar por sus orígenes. De
ahí que, para contestarnos qué sea el arte, Lukács va a decirnos primero cómo
se origina el reflejo artístico que da razón de ese arte.
Para ello, Lukács emplea centenares de páginas con su estilo oscuro y
reiterativo; inaccesible a quienes no se dedican a la filosofía; procediendo
como por oleadas circundantes de argumentaciones que son comparadas una y otra
vez con sus correspondientes esferas científicas; polemizando con el idealismo
filosófico; con observaciones minuciosas que serían más propias de una
antropología que de un tratado de estética; con ataques tan gratuitos como
ácidos a la religión, cuya naturaleza desconoce; y en un estilo tan sincopado
como su propia biografía personal: vertebrada de éxodos, retractaciones,
conatos revolucionarios, etc.
Para acabar estas premisas que nos introduzcan en esos centenares de
páginas, hay que tener en cuenta que: «Los elementos significativos
fundamentales que utiliza son diversos y complejos. Podríamos enumerarlos en el
siguiente orden cronológico: a) un conjunto categorial con marcado sabor
hegeliano; b) las teorías de la realidad en sí; c) la tesis del
reflejo isomórfico (Wiederspiegelung); d) las tesis paulovianas
―modificadas― de los sistemas de señalización» [2]
El índice de la edición castellana correspondiente al primer tomo, único
del que aquí nos ocupamos, es el siguiente:
Prólogo
1. Los problemas del reflejo en la vida
cotidiana
I. Caracterización general del pensamiento cotidiano
II. Principios y comienzos de la diferenciación
2. La desantropomorfización del reflejo en la
ciencia
I. Alcance y
límites de las tendencias desantropomorfizadoras en la Antigüedad
II. El contradictorio florecimiento de la desantropomorfización en la Edad Moderna
3. Cuestiones previas y de principio relativas a la separación del arte y la vida cotidiana
4. Formas abstractas del reflejo estético de
la realidad
Ritmo
Simetría y
proporción
III Ornamentística
LOS PROBLEMAS DEL REFLEJO EN LA VIDA
COTIDIANA
La idea que preside la exposición de este tema por Lukács es que en la vida
y en el pensamiento cotidianos aparecen cada vez más mediaciones, más ricas,
complicadas y amplias, pero siempre bajo la impronta de la inmediatez. Es más,
el esfuerzo de Lukács está dirigido a mostrar que en el movimiento evolutivo de
la sociedad se van desarrollando y fijando, paulatinamente, sistemas de
objetivación que, aunque poseen una acusada independencia respecto de la vida
cotidiana, están, sin embargo, en interacción ininterrumpida y cada vez más
rica con esa realidad cotidiana. De forma que no podemos ni imaginarnos nuestra
propia vida cotidiana sin esas objetivaciones, superestructuras o reflejos.
I. Caracterización general del
pensamiento cotidiano.
Con este título comienza Lukács su exposición de los problemas del reflejo
en la vida cotidiana. Citando a Paulov, dice también él, que «hasta la
aparición del Homo sapiens, los animales no tuvieron más comunicación
con su mundo circundante que las impresiones inmediatas de los diversos agentes
que obraban sobre sus distintos receptores, cuyos estímulos se dirigían a las
correspondientes células del sistema nervioso central. Estas impresiones son
para los animales las únicas señales de los objetos del mundo externo. Con el
origen del hombre se producen, se desarrollan y se perfeccionan señales
extraordinarias de segundo orden (el lenguaje)... Estas nuevas señales designaron
en última instancia todo lo que los hombres perciben inmediatamente, tanto del
mundo externo cuanto de su mundo interno, y se usaron no sólo para las
relaciones entre los hombres, sino también para cada uno por sí mimo. Este
predominio de las nuevas señales no fue posible sino por la enorme importancia
de las palabras, aunque éstas no eran, ni son más que las señales segundas de
la realidad» [3].
Con este punto de referencia, Lukács muestra cómo la pureza y sencillez de
los reflejos científico y estético contrastan por un lado con las
complicadas formas de la realidad; pero, por otro, las fronteras mutuas se
desdibujan justamente porque al mezclarse los reflejos con las formas de
esa vida cotidiana de la que nacen, hacen a ésta cada vez más rica, más amplia,
más diferenciada. En una palabra, los reflejos reales, tanto los de la
vida cotidiana como los científicos y artísticos, surgen de la interacción del
hombre con el mundo externo, sin que necesariamente sean por esto algo irreal,
ilusorio, ajeno a este mundo (inmanencia), ni tampoco algo subjetivo aunque,
sin duda, lo sea en muchos casos. Por ejemplo, dice Lukács que cuando en la
vida cotidiana: «el hombre cierra los ojos para percibir mejor determinados
matices audibles de su mundo circundante, esa eliminación de una parte de la
realidad a reflejar puede permitirle captar el fenómeno que en aquel momento le
interesa dominar, más exacta, más plenamente y con más aproximación que la que
habría podido conseguir sin prescindir del mundo visual. A partir de esas
manipulaciones casi instintivas discurre un camino muy tortuoso que lleva hasta
el reflejo en el trabajo, el experimento, etc., y hasta la ciencia y el arte»
(p. 36).
Viene a decir con esto que, aun cuando se elimine subjetivamente una parte,
aquélla con la que el hombre se queda, tiene todavía su nacimiento en la
realidad objetiva.
Lukács confiesa que no le resulta fácil probar esto con su metodología, ya
que no puede encontrar un estadio en la evolución del hombre que no esté
«mediado» o, como él dice, sin «Objetivaciones», pues tanto el trabajo como el
lenguaje poseen claros rasgos de esa objetivación refleja. El lenguaje muestra
en la vida cotidiana la siguiente contradicción: «por una parte, abre al hombre
un mundo externo e interno mucho mayor y más rico que el que sería imaginable
sin él, o dicho de otro modo, hace accesibles el mundo externo, y mundo interno
propiamente humanos; pero, al mismo tiempo, le imposibilita, o le dificulta al
menos, la recepción sin prejuicios del mundo externo e interno. Esa dialéctica
se complica aún más por el hecho de que la rigidez provocada por e lenguaje es
siempre simultánea con cierta indeterminación y confusión en el lenguaje mismo»
(p. 62).
Sin embargo, y al mismo tiempo, Lukács se ha adelantado a decir que no por
ello queda el hombre desvinculado de su inmediatez con la realidad. Porque,
aunque se elabore un sistema de mediaciones cada vez más rico, múltiple,
ramificado y complicado, que se enriquece, ramifica y complica aún más en el
curso de la evolución social, el materialismo espontáneo que alimenta el
trabajo presta al hombre una gran ayuda para no perder la (hipotética)
inmediatez primigenia
II. Principios y Comienzos de la
diferenciación.
Como no nos es posible encontrar, según Lukács, una situación social sin
objetivaciones, pues las manifestaciones sociales más primitivas del hombre, en
especial aquéllas que le diferencian de los animales ―el lenguaje y el
trabajo―, contienen ya rasgos de objetivaciσn; y,
como por otra parte, las investigaciones sobre el despertar social del hombre
son «desesperadamente mínimas», la génesis de estas objetivaciones habrá que
buscarla en la hominización misma, en ese paulatino nacimiento del lenguaje y
del trabajo (cfr. p. 83). Se trata, pues, de «averiguar cómo a partir de aquel
suelo común de actividades, relaciones, manifestaciones, etc., del hombre se
han desprendido las formas superiores de objetivación, ante todo la ciencia y
el arte, consiguiendo una independencia relativa; esto es, cómo su forma de
objetivación ha cobrado aquella peculiaridad cualitativa cuya existencia y cuyo
funcionamiento son para nosotros hoy hecho obvio de la vida» (p. 84).
Su análisis comienza diciendo que si bien el historiador marxista inglés
Gordon Childe ha demostrado que «algunos hombres muy primitivos tenían
efectivamente caninos muy salientes implantados en mandíbulas sumamente
macizas; esos dientes eran armas verdaderamente peligrosas; pero han
desaparecido en el hombre moderno, cuya dentadura no produce ya ninguna herida
mortal» (G. Childe, Estadios de la cultura, citado por Lukács, p. 84),
sin embargo, ya Engels observó que: «El águila tiene más vista que el hombre,
pero el ojo del hombre ve en las cosas más cosas que el ojo del águila. El
perro tiene un olfato mucho más fino que el del hombre, pero no distingue ni la
centésima parte de los olores que para el hombre son notas precisas de diversas
cosas. Y el sentido del tacto, que en el mono existe apenas en sus más rudos
comienzos, se ha desarrollado plenamente en el hombre, gracias al trabajo» [4].
En realidad, continúa Lukács, lo que ocurre es que en el hombre la vista se
ha acostumbrado a captar de un modo inmediato, en el marco del mundo fenoménico
―extensiva e intensivamente infinito―, determinadas notas de los
objetos, de sus conexiones, etc. En la percepciσn
visual hay una criba, una selección del mundo externo reflejado. El hombre
reacciona con mayor prontitud hacia determinadas cosas y con más o menos
ignorancia hacia otras, hasta el punto de no percibirlas siquiera de un modo
inmediato. Lukács intenta explicar (con una larvada petición de principio) el
porqué de este fenómeno apelando al lugar común marxista del trabajo.
El trabajo, en opinión de Lukács, tiene en este proceso un papel que
determina el que en los sentidos humanos se produzca una división. Así citando
al antropólogo monista Gehlen, dice: «El resultado principal de la
colaboración, desarrollada hasta el grado más alto, entre la percepción táctil
y visual es, por de pronto, que la percepción visual asume ―sólo en el
hombre― las experiencias de la percepción táctil. La consecuencia decisiva
es doble: nuestra mano queda descargada de todo rendimiento experiencial, o
sea, disponible para el rendimiento del trabajo propiamente dicho y para la
aplicación de las experiencias ya elaboradas. Y todo el control sobre el mundo
y sobre nuestras acciones pasa en primer lugar a la percepción visual» [5].
Apoyándose en Gehlen, continúa diciendo, con una evidente simplificación
reductora que, en este proceso, propiedades como la dureza, la blandura, el
peso, etc., se perciben visualmente, o sea, que deja de ser necesario el tacto
para estimarlas. Y lo mismo ocurre en el contexto de la acumulación de las
experiencias del trabajo, en el curso de la fijación de estas experiencias, de
su conversión en costumbres bajo la forma de reflejos condicionados en otros
sentidos.
Lukács, siguiendo a Gordon Childe, dirá que aunque no podemos seguir con
mucho detalle los diversos estadios de esa evolución, el hecho es que en
la relación de los hombres más primitivos con sus herramientas aparecen
claramente tres etapas. Primero se eligen guijarros de determinados caracteres
para ciertos usos que luego se desechan. Más tarde esos guijarros aptos para
algún uso (hachas) se recogen y guardan. Hace falta una larga evolución hasta
llegar a la fabricación de tales herramientas de piedra, primero como imitación
de las originales, tras de lo ' cual se produce, lenta y paulatinamente, la
diferenciación de las herramientas.
Lukács muestra un gran empeño en destacar que la correlación sujeto‑objeto
ha nacido en ese proceso de desarrollo del trabajo; rechazando arbitrariamente
que el conocimiento establezca esa correlación ya previamente. Para ello cita
al ensayista austríaco Ernst Fischer ―también marxista―, que
afirma: «Mediante el uso de herramientas, mediante el proceso colectivo del
trabajo, un ser vivo se ha desprendido de la naturaleza, se ha destacado laboriosamente
de ella, en el literal sentido de ese adverbio; por primera vez un ser vivo, el
hombre, se contrapone como sujeto activo a la naturaleza entera. Antes de que
el hombre llegue a ser para sí mismo sujeto, la naturaleza se le ha
convertido en objeto. Una cosa natural no llega a ser objeto, sino por
convertirse en objeto o instrumento del trabajo; sólo por el trabajo surge
una relación sujeto‑objeto. En ningún intercambio material inmediato,
en ningún metabolismo puede hablarse razonablemente de una tal relación; el
oxígeno y el carbónico no son en modo alguno, en el proceso de asimilación y
disimilación, objetos de la planta, ni tampoco en la unión del animal con su
presa, con el trozo de mundo al que devora, puede establecerse más que una
primera, fugaz y nebulosa aparición de una relación sujeto-objeto... Sólo en el
intercambio mediado en el proceso del trabajo, aparece una tal auténtica
relación sujeto‑objeto» [6].
Asimismo ―insiste Lukαcs― todo ello se refleja tambiιn con claridad en la evoluciσn del lenguaje. En la palabra mαs simple y concreta existe ya una abstracciσn; ella
expresa alguna nota caracterνstica del objeto, mediante la cual
sintetiza todo un complejo de fenσmenos en una unidad. El lenguaje es,
pues, al mismo tiempo, imagen especular y vehνculo de
esas contradictorias, complicadas e irregulares tendencias evolutivas del dominio
del hombre sobre la realidad objetiva.
Aunque Lukács renuncia a entrar, ni siquiera alusivamente, en los detalles
de esa evolución del lenguaje, refiere algunos ejemplos tomados del discípulo
de Durkheim, Lévy‑Bruhl, para confirmar la idea de que no se parte de
determinaciones genéricas como en estadios sociales más avanzados: «Los indios
de Norteamérica tienen abundantes expresiones ―cuya exactitud podría
calificarse de científica casi― para nombrar las diversas formaciones
nubosas, las notas características de la fisionomía del cielo; esas expresiones
son lisa y llanamente intraducibles. Es inútil buscar en lenguajes europeos
expresiones equivalentes. Por ejemplo, los gibbeways tienen un nombre especial
para designar el sol cuando brilla entre dos nubes... Y también disponen de
nombres precisos para nombrar las pequeñas manchas azules que a veces se ven en
el cielo entre dos nubes oscuras. Los indios kalammath no tienen nombres,
genéricos, en cambio, para designar el zorro, la ardilla, la mariposa, la rana;
pero sí que tienen un nombre especial cada variedad del zorro, etc. Los
sustantivos de esas lenguas son innumerables» [7].
Ahora bien, ¿significa esto que al ser sustituidas estas formas lingüísticas
tan concretas por expresiones cada vez más genéricas, el lenguaje pierde su
propiedad de designar un objeto concreto, fácil e inequívocamente reconocible?
Aquí Lukács apela a una hipótesis evolucionista del lenguaje, supeditada
notoriamente al presupuesto de una continuidad naturaleza‑hombre, monista
y a la par dialéctica: «toda palabra en la medida que se aproxima a ser un
concepto genérico, pierde concreción sensible, cercana e inmediata. Pero no se
olvida que en nuestra relación lingüística con la realidad la oración va
cobrando una importancia cada vez mayor, que complicadas conexiones sintácticas
de las palabras determinan cada vez más intensamente el sentido de éstas, en
concretos contextos de aplicación, cada vez más finos, para hacer intuibles
concretas relaciones entre objetos mediante las relaciones entre las palabras
en el seno de la frase. En esa evolución lingüística se refleja, pues, el
proceso antes analizado filosóficamente, de rebasamiento de la inmediatez
primitiva y simultánea fijación de los resultados en una nueva inmediatez más
complicada. La creciente generalización en las palabras, la complicación de las
vinculaciones y relaciones en la estructura de la frase contienen, sin duda,
una tendencia ―inconsciente― a levantarse por encima de la
inmediatez del pensamiento cotidiano» (p. 93).
Otro tanto ocurre con la magia según Lukács, que se sirve ahora del
freudiano «ortodoxo» George J. Frazer para expresar su pensamiento en este
punto: «Es, sin duda, verdad que la magia se ocupa frecuentemente de espíritus
que son seres de acción personal, como los que supone la religión. Pero
siempre que lo hace en la forma común trata a esos seres del mismo modo que
maneja las cosas inertes, o sea, los constriñe y los ata, en vez de
conciliárselos e inclinarlos a su favor, como haría la religión» [8].
Es un mérito real de Frazer, en opinión de Lukács, el haber subrayado en su
análisis de la teoría y la práctica mágicas la gran importancia de la imitación
como hecho elemental de la relación del hombre con la realidad exterior a él.
La cosa se comprende, nos dice, pues la reacción primitiva, práctico‑inmediata,
al reflejo relativamente inmediato de la realidad se expresa
precisamente en la imitación. Piénsese, por ejemplo, que las herramientas más
primitivas son simples imitaciones de guijarros casualmente encontrados y en
los que no es fácil distinguir lo que es original y lo que es copia. Sólo mucho
más tarde, tras una evolución relativamente larga, surgen herramientas
que consiguen lo esencial; adecuar su forma a la utilidad del trabajo que se
piensa realizar con ellas. Cuanto más se diferencia el trabajo, tanto más
reciben las herramientas una forma independiente ―tecnolσgicamente determinada― y tanto mαs
desaparece la imitación de los objetos inmediatamente hallados. Lukács, como se
ve, partiendo de la teoría del conocimiento marxista quiere, a todo trance,
mostrar que el hombre refleja una realidad externa (insistiendo en el parecido
tan estrecho entre guijarros y hachas primitivas) y aunque ha de aceptar una
«orientación a un fin», lo que implica espiritualidad y libertad en contra de
los presupuestos filosóficos Lukácsianos, intenta resolver este escollo
apelando al tópico marxista de que esa modificación que el hombre opera se
deduce del trabajo.
La imitación no es, por consiguiente, asegura Lukács de forma no muy
coherente con sus principios, en los hombres primitivos cosa espontánea, sino
que se orienta hacia un fin y rebasa así la inmediatez de un modo determinado.
Cuanto más indeterminada, vivencial y desdibujadamente aparece la idea de la.
objetividad del mundo externo, tanto más exactamente y de modo prescrito tiene
que ser su inmediata reproducción mágica. Esta no abarca sino rasgos externos
de los objetos, de su cambio ―primavera después del invierno,
etc.―, y debido a la insuficiencia del conocimiento, esos modos de
aparición y esos rasgos se fijan como esenciales y su fijación exacta resulta
ser el medio mágico para conseguir los fines deseados. Cuanto más resueltamente
exigen esas imitaciones la colaboración de muchos individuos (danzas
colectivas, etc.) tanto más se observa su ritual exactitud.
El nivel mágico más primitivo, pues, se caracteriza, según Lukács, por esa
unión de conocimientos particulares correctos sobre el mundo externo (recuerda
cómo M. Schmidt, por ejemplo, ha llamado la atención sobre el conocimiento
asombroso que los pueblos primitivos tienen sobre la nomenclatura de las
plantas) y los intentos «estultos» de explicación que no se fundan en nada
objetivo.
Siguiendo a Frazer, explica luego Lukács ―aclarando una vez más que
no entra de lleno en todos los aspectos del proceso― que la religión nace
como forma antropomórfica parecida a la magia, pero más desvinculada ya de la
inmediatez objetiva, debido a que magos, curanderos, chamanes, etc., fueron
abandonando los trabajos manuales y se constituyeron en una casta especial y
superior. Ello dio origen, según Lukács, a una concepción más mediada aún y
abstracta del reflejo de la realidad y «ante esas formaciones ―dice
citando a Engels― que se presentan primero como productos de la cabeza y
parecen dominar las sociedades humanas, los modestos productos de la mano
trabajadora pasan a segundo término; sobre todo porque la cabeza que plantea el
trabajo ha podido hacer desde fases muy tempranas de la evolución de la
sociedad (por ejemplo, ya en la familia estricta) que sean manos distintas de
las suyas las que ejecuten el trabajo planeado. Todo el mérito del rápido
proceso de la civilización se atribuyó así a la cabeza, al desarrollo y a la
actividad del cerebro; los hombres se acostumbraron a explicar su acción por su
pensamiento, en vez de por sus necesidades (las cuales, ciertamente, llegan a
consciencia, se reflejan en la cabeza), y así se produjo con el tiempo la
concepción idealista del mundo que, sobre todo desde que sucumbió la
Antigüedad, ha dominado las cabezas. Esta concepción es aún tan dominante que
hasta los científicos más materialistas de la escuela de Darwin son incapaces
de hacerse una idea clara del origen del hombre, porque sometidos a aquella
influencia ideológica, no pueden reconocer el papel que ha desempeñado en ello
el trabajo» [9].
Todo ello explicaría que ese progresivo conocimiento del hombre
precipite el paso de la representación mágica a la religiosa, y no por una vía
directa, sino por el aumento de la actividad cognoscitiva: «El hombre
comprende más claramente la infinitud de la naturaleza y su propia pequeñez
―dice citando nuevamente a Frazer― e impotencia ante ella» (la
naturaleza, p. 117).
Con esto abandona la esperanza de dirigir el curso de la naturaleza con sus
propias fuerzas mágicas y se dirige cada vez más abiertamente a los dioses. Por
eso, a medida que progresa el conocimiento, la oración y el sacrificio van
conquistando el lugar decisivo en el rito religioso y la magia, en cambio, pasa
progresivamente a un segundo plano para terminar hundiéndose convertida, en una
técnica negra. La religión sería, pues, un reflejo antropomórfico cuyos
rasgos principales arrancan o están en dependencia muy estrecha con la
cotidianidad.
Naturalmente el análisis de Lukács acerca de lo religioso choca, y él lo
ve, con la religión cristiana. Por eso dirá, olvidándose de la provisionalidad
de sus tesis, tantas veces recordada por él mismo: «Por enérgicamente que la
religión pretenda dejar a sus espaldas la apariencia engañosa y confusionaria
del pensamiento cotidiano, por categóricamente que afirme haber hallado el
fundamento de un absoluto indiscutible (la revelación), cuya consecución ofrece
directivas indubitables para la acción y el comportamiento, el hecho es qué la
estructura final ―una relación inmediata entre la teoría y la práctica―
tiene, como se ha mostrado, el máximo parentesco imaginable con la estructura
de la vida cotidiana» (p. 140).
Lukács, por tanto, quiere mostrar que en la práctica de la cotidianidad hay
una dirección hacia el conocimiento de la realidad que, sin embargo, no llega a
ser método consciente sino en el comportamiento científico. Dirá
―siguiendo al mismo Marx― que cuanto mαs
predomina este método científico, más radicalmente se separa, por el contenido
y por la forma, la realidad reflejada en la ciencia de los reflejos propios
del pensamiento cotidiano. Por eso la imagen científica de la realidad puede
parecer, al pensamiento cotidiano, contradictoria; pero ya Marx escribió:
«también es paradójico que la Tierra se mueva alrededor del Sol, y que el agua
conste de dos gases fácilmente inflamables. Las verdades científicas son
siempre paradójicas si se las mide por la experiencia cotidiana, la cual no
apresa más que la apariencia engañosa de los objetos» [10].
Lukács afirma, en fin, que la religión es, como el arte, un reflejo antropomórfico
más de la realidad. En esto coinciden el arte y la religión, pero con una
diferencia: «El arte no exige el reconocimiento de sus obras como realidad» [11]. Frase
de Lenin en la que renueva la tesis de Feuerbach, que combatió y consideró las
religiones como meros productos de la fantasía humana: «La religión es poesía,
sí. Sí, lo es; pero con la diferencia respecto de la poesía, y respecto del
arte en general, que el arte no presenta a sus criaturas más que como lo que
son, como criaturas del arte; mientras que la religión presenta sus seres
imaginarios como seres reales» [12].
Heredero de todos estos supuestos, Lukács no hará más que añadir un alegato
en favor de la dimensión puramente materialista del arte: «la diferencia
indicada ―que el arte, a diferencia de la religiσn, no
atribuye carácter de realidad objetiva a las formaciones que produce, que su
más profunda intención objetiva apunta a una mera reproducibilidad
antropomorfizadora y antropocéntrica del más acá― no significa, en modo
alguno, una humilde limitación ante la religión. Al contrario esa intención
objetiva, independientemente de lo que en cualquier momento piensen los
artistas o los receptores del arte, contiene la recusación de toda
trascendencia. En su intención objetiva, el arte es tan hostil a la religión
como la ciencia. La autolimitación a la reproducibilidad cismundana implica,
por una parte, el derecho soberano del creador artístico a transformar la
realidad y los mitos según sus propias necesidades. (Y el que esa necesidad
esté determinada y condicionada socialmente no altera el hecho básico). Por
otra parte, el arte convierte artísticamente en cismundanidad toda
trascendencia, la pone, como cosa a representar, al mismo nivel que lo
propiamente cismundano» (p. 144).
En pocas palabras, con este análisis de los reflejos de la vida cotidiana,
Lukács nos presenta el lento proceso que, según él, el hombre ha recorrido en
su necesidad de conocer la realidad de un modo que se levante por encima del
nivel de la cotidianeidad; para producir formas de reflejo y de pensamiento
que, en vez de rebasar radicalmente las formas ingenuas y espontáneas de
personificación y antropomorfización de la cotidianeidad, las reproducen a un
nivel superior y, justamente por esto, crean como una niebla entre ellas y el
reflejo científico. El hombre primitivo, como no puede abarcar toda la
realidad, personifica todo lo que le resulta misterioso, indominable. Esta
tendencia a personificar es la que habrá creado todos los dioses; y el que no
existan pueblos sin dioses no probaría otra cosa que la universalidad de esta
tendencia personificadora. El conocimiento real de la naturaleza en etapas
posteriores ―particularmente en la nuestra―, sin embargo, habrνa de expulsar a los dioses de una posición tras otra.
Las distintas etapas de la liberación de esta tendencia personificadora, de
ese reflejo religioso del mundo real, que tendrá su ocaso justamente cuando
medien unas relaciones entre los hombres y la naturaleza que sean
transparentes, racionales, es el tema del capítulo siguiente. A lo largo de él
se desarrolla la clásica tesis de Comte y de Feuerbach sobre los tres estadios
de la humanidad: Teológico, racionalista y positivista, según la cual «el cielo
de la religión no es más, en consecuencia, que un espejismo en el que el
hombre, exaltado por la ignorancia y por la fe, ve su propia imagen, pero
ampliada e invertida, es decir, divinizada» (Feuerbach, Gott und der Staat).
Como quiera que esta tesis, repetida luego hasta la saciedad por todos los
teóricos del marxismo, es suficientemente conocida [13] y,
como por otra parte, Lukács la recoge únicamente para explicarnos la génesis de
la decantación del reflejo científico de la realidad en tanto en cuanto ello le
va a ayudar a explicarnos como se decanta a su vez el reflejo estético, en esta
recensión abordamos sólo los aspectos más centrales de su exposición, al propio
tiempo que ofrecemos un juicio valorativo.
LA DESANTROPOMORFIZACION DEL REFLEJO
EN LA CIENCIA
Lukács nos dice que: «La lucha entre las tendencias mentales
personificadoras, ya levantadas a ese nivel superior, y las formas científicas
del pensamiento, no se ha desplegado realmente en los comienzos del desarrollo
humano, más que en Grecia; sólo en Grecia alcanza esa lucha una altura de principios,
y sólo allí produce, por consiguiente, una metodología del pensamiento
científico, presupuesto necesario para que este nuevo tipo de reflejo de la
realidad, mediante el ejercicio, la costumbre, la tradición, etc., se
convirtiera en un modo de comportamiento humano general y de funcionamiento
permanente» (p. 148).
Citando a Jacob Burckhardt ―historiador del siglo XX, que no supera
el apriorismo inmanentista ante el fenσmeno religioso― afirmarα que «ningϊn sacerdocio consiguiσ aquν hacer
una sola cosa de la religiσn y la filosofνa y,
muy especialmente la religiσn no determinσ la
formaciσn de casta alguna que, como preservadora del saber y de la fe hubiera
podido tambiιn ser propietaria del pensamiento» [14].
Naturalmente ―prosigue Lukαcs en la misma lνnea de
Comte― aunque esto representa tan sσlo el lado «negativo‑liberador»
del pensamiento para una concepciσn del mundo mαs cientνfica, ello no se dio sin que se crearan situaciones conflictivas. En
Atenas, por ejemplo, apareciσ una ley contra la «asebeia»
(«Comparecerαn ante el tribunal los que no crean en la religiσn o
enseρan la astronomνa»), por la que se pretendνa salvar a la religiσn del descrιdito al que le sometνa la ciencia; tribunal, dice Lukαcs, que recuerda los de la Inquisiciσn. Todo esto no impide poner
progresivamente las bases del conocimiento cientνfico,
elaborando tanto las formas de la separaciσn y la
contraposiciσn entre el pensamiento cientνfico y el cotidiano (y religioso)
cuanto la funciσn del reflejo cientνfico al servicio de la vida (cfr. p.
153). A este respecto Lukαcs acusarα a los
«idealistas» de atribuir a las ideas una existencia por encima de la del mundo
fenomιnico. Le parece esto traicionar la herencia griega (Aristσteles), donde el conocimiento se basa en el correcto reflejo de la
realidad objetiva.
Lukács insiste, siguiendo a Feuerbach y Comte, en que el avance de la
ciencia, a la vez que va poco a poco desterrando a Dios de la conciencia del
hombre, consiguientemente hace más transparentes, sin velos místicos, las
relaciones de los hombres entre sí y el mundo externo. Lo malo es que a esto no
se resignan, desde Grecia hasta la filosofía pura de la Edad Moderna, ciertos
humanistas aferrados a lo antropomórfico, para los que «estas tendencias
―dice Lukács― tienen que presentarse con un cierto aire de
objetividad, por debilitada que sea y por filosóficamente infundada que esté»
(p. 177). Son los mismos que darán un carácter «inhumano e incluso antihumano»
al avance científico; actitud que cobra acentos dramáticos, para Lukács, en un
científico como Pascal y en filósofos que van desde Bergson a Heidegger
(subjetivización del tiempo) y de Scheller a Ortega (subjetivización del
espacio). Y es que en las condiciones sociales del capitalismo decadente se da
«una creciente opacidad de la vida (de la vida social) como totalidad, en
radical contraste con la creciente aclaración de la misma en los resultados de
detalle y en la metodología general de la ciencia. Por eso ―ataca Lukács
previendo posibles ejemplos de científicos eminentes―, hasta un cientνfico como Planck, que ha mantenido apasionadamente la pureza metodológica
de sus investigaciones fuera de todo contagio de los modernos intentos de
mitologización, puede proclamar una armonía de religión y ciencia, pese a
apreciar claramente la tendencia desantropomorfizadora de ésta y la
contrapuesta esencial de aquella» (p. 181).
Incluso lamenta que Gehlen «algunos de cuyos importantes resultados
científicos ―confiesa Lukács (p. 185)― hemos tenido y tendremos en
cuenta», escriba: «Como el hombre es esencialmente un ente cultural y su
naturaleza es muy profundamente una nature artificielle, aún más: como
el hombre simplifica teorética y prácticamente la naturaleza objetiva misma en
la medida en que la alcanza, de tal modo que toda imagen de la naturaleza es
sólo un corte tendencioso: por todo eso hay un momento de artificialidad,
incluso de cosa ficticia que es absolutamente a priori. Por eso la realidad en
sí es en el hombre y fuera de él trascendente del todo, y cuando y en la medida
en que se le alcanza ―como ocurre en las ciencias de la naturaleza―
prueba de tal modo su inhumanidad que el hombre moderno se queda sin la
posibilidad arcaica de entenderse en la naturaleza» [15].
Debido a sus presupuestos materialistas, Lukács se esfuerza por persuadirnos
de que es el hombre y sólo él, con su trabajo, quien se va haciendo a sí mismo
en interacción continua con la realidad exterior a él y sin dependencias
transcendentes. Pero no nos ofrece ninguna argumentación al respecto,
limitándose a solucionar este escollo con la alusión tan repetida a ese «temor
que inventa dioses», esta vez de la mano de Goethe:
«Dos enemigos máximos del hombre: Temor y Esperanza, encadenados juntos,
Mantengo lejos de la comunidad».
«¿Qué es un filisteo? Una tripa vacía Rellenada con temor y esperanza, Para
que Dios se apiade». (citado por Lukács, o. e., pp. 188‑189)
Bastaría recordar aquí que la tesis sustentada por Lukács (la religión como
un estadio en la evolución de la humanidad o una especie de producto residual
que los nuevos conocimientos de la investigación científica, particularmente
los de las ciencias exactas, han superado o hecho superfluo) formulada por
primera vez por Comte y Feuerbach, está hoy sometida a revisión incluso por
muchos que antes la defendieron con entusiasmo, Lévy‑Bruhl, por ejemplo.
No sólo es falsa porque desconoce el origen auténtico de la religión que
procede de que el hombre conoce a Dios, sabe que depende de El y que de ahí
nacen todas las obligaciones morales, sino también desde una argumentación puramente
histórico‑etnológica. Cuanto más se profundiza en el material recogido
por este sector de la investigación, más claramente se desacreditan las ideas
evolucionistas en la historia de las religiones. Por ejemplo, Nathan Söderblom,
obispo protestante sueco, en su última obra Der lebendige Gott im Zeugnis
der Religionsgeschichte, nos da un testimonio tanto más valioso por cuanto
se declara contrario a la doctrina evolucionista que compartió anteriormente:
«Quiero aquí hacer una confesión personal. Durante cuarenta años he dedicado
mucho de mi más entrañable trabajo y de mis mejores esfuerzos al estudio de la
historia comparada de las religiones, estudio que debe ser practicado
necesariamente sobre una base psicológica y filológica. En nuestra época, el conocimiento
de las religiones extrañas es más amplio que nunca, y el investigador queda
sorprendido y confuso ante la multitud de deidades, redentores, sistemas de
pensamiento, profetas, maestros y doctrinas sobre Dios y sobre el hombre.
Siente la tentación de considerar todas aquellas formas de la religión como
analogías, es decir, como líneas más o menos paralelas de la evolución, y
espera poder llegar, por medio de una investigación continuada, a un esquema
evolutivo que, en mayor o menor medida, sea aplicable a todos aquellos sistemas
religiosos diferentes y pueda explicar su evolución. Y es cierto que, dentro de
determinados límites, un tal esquema puede ser construido. Grande sistemáticos
como Hegel, Wundt, sir James Frazer, Durkheim intentaron fijar un prototipo de
la evolución religiosa que pudiera adaptarse a toda clase de religiones. Pero
aquí, como en todos los otros campos de la ciencia, con una investigación
continuada se hacen visibles grandes diferencias que no parecen primero sino
variaciones sin importancia, pero que pronto se manifiestan a una observación
atenta como rasgos esenciales y originales... Sería fácil presentar algunos
convincentes ejemplos de casos de diferencias características y profundas en
los que la historia comparada de las religiones no veía antes sino analogías».
Nótese además que, aparte de la objetividad del aspecto espiritual del
hombre, que ya de por sí fundamenta las dimensiones religiosas de su
existencia, hemos de llamar la atención sobre la inviabilidad misma de la
ciencia y del arte en una concepción tan cerrada. al espíritu como la de Lukács
En efecto, si sólo resulta válido para nosotros el arsenal de conocimientos
científico‑experimentales que el hombre ha acumulado con su
investigación, a condición de que prescindamos de toda metafísica (por
considerarse esta ciencia subjetiva, o poco racional), entonces sólo queda un
conocimiento científico inconexo, un caos de datos científicos no relacionados,
la mayor parte de ellos inútiles para entender la realidad y la vida humana,
con lo que la misma ciencia carecería de sentido. Esto lo reconoce el propio
Lukács, que refiriéndose a la cada vez mayor especialización de la ciencia, ve
cómo ésta se transforma en un sistema formalmente completo de leyes especiales
parciales, para el que la materia ―que él estima es el único sustrato de
la realidad― serνa inaferrable tanto por razones de método como de principio [16].
Naturalmente, si esto ocurre en el campo del quehacer científico, que de
suyo postula una filosofía, una metafísica, imaginemos qué ocurrirá en el del
arte, en el que las cuestiones del espíritu humano juegan un papel no
secundario, y, donde, por emplear la terminología de Lukács, se da una componente
antropomórfica. No queda más remedio que o aceptar como realidad esa componente
(que no es más que el espíritu), o renunciar a toda dimensión artística.
Como se ve, la óptica materialista de su sistema lleva fatalmente a la negación
del arte como el propio Marx ya reconoció expresamente en el texto que abre
nuestro estudio.
Pero todavía y como consecuencia de lo anteriormente apuntado, hay más. La
condenación de la metafísica en nombre de la ciencia, como si esta fuera la
única fuente de conocimiento, aboca invariablemente a la capitulación de la
ciencia misma ante algún elemento irracional. Es esta una ley que se desprende
de la experiencia filosófica y que es patente en la ideología que llamamos «del
Este». Más adelante, al referirnos al sociologismo que lastra toda la
exposición de Lukács, tendremos ocasión de comprobarlo.
CUESTIONES PREVIAS Y DE PRINCIPIO
RELATIVAS A LA SEPARACION DEL ARTE Y LA VIDA COTIDIANA
Una vez que Lukács nos ha descrito el proceso de «liberalización» de la
ciencia por la que el hombre desarrolla su capacidad de interpretar el mundo en
términos no mágicos, nos va a ofrecer un estudio de cómo el reflejo artístico
de la realidad intenta también desligarse de esas formas supersticiosas.
Para él la capacidad artística del hombre es sólo una forma más ―como
lo son la ciencia y las formas usuales de la vida cotidiana― de responder
a la realidad que le rodea. Sin embargo, a diferencia de la ciencia, que acaba
con todo antropomorfismo liberando al hombre de todas las creencias
irracionales y concediéndole el placer de conocer la realidad tal cual es, en
el arte se tropieza con una fuerte componente antropomórfica. En otras
palabras, para Lukács el arte comparte con la religión, el animismo y la magia
una tendencia a interpretar la realidad objetiva, pero el arte lo hace a base
de imágenes tomadas de la personalidad del artista. Como tal antropomorfismo es
la principal «béte noire» de Lukács, nuestro autor va a resolver el dilema
apelando a la idea marxista de que el hombre se hace a sí mismo por el trabajo.
Al reflejo artístico, empieza diciendo Lukács (pp. 220‑225),
le resulta más difícil separarse de aquella base común de la que se libera la
ciencia. Es más, incluso a niveles muy desarrollados, puede mantener una
vinculación más íntima con la cotidianeidad, la magia y la religión hasta
fundirse con ellas según la apariencia externa inmediata. Esta dificultad se
deriva del hecho de que el reflejo estético es, efectivamente, de
carácter antropomórfico. Si, como se analizó en el artículo anterior, no
resultó históricamente fácil separar del antropomorfismo el reflejo científico
de la realidad, sino que exigió un proceso de muchos milenios, algunos de ellos
muy conflictivos: «¿Cuántos esfuerzos ―se pregunta Lukács― tuvo que
costar la comprensión de que el reflejo artístico es esencialmente
antropomorfizador, pero con la peculiaridad de que se diferencia tajantemente
―desde el punto de vista material y desde el método, por el contenido y
por la forma― tanto del reflejo de la vida cotidiana cuanto del de la
magia o la religión?» (p. 225).
La dificultad aumenta porque las primeras (e incluso algunas actuales)
formas de expresión del reflejo científico y filosófico de la realidad
se presentan muy mezcladas con elementos estéticos: la antigua poesía oriental,
los poemas filosóficos de los presocráticos, los tempranos diálogos de Platón,
la antigua retórica (p. 228).
En esta situación de mezcla de unos reflejos con otros ha contribuido mucho
a confundir las cosas, según Lukács, el hecho de que también el arte tiende a
conseguir un efecto inmediato: su contenido educador, semántico, conceptual,
etc.: «En un discurso, o en un artículo publicístico, el método científico, la
materia científicamente captada y agrupada por él puede predominar de tal modo
ser tan decisiva y revolucionaria en sentido científico, que el rendimiento sea
en sustancia científico y su forma retórica o publicística se presente como
mero añadido secundario. O también un trabajo retórico, un escrito
publicístico, puede elaborar tan enérgicamente la tipicidad del caso tratado
que desencadene un efecto artístico, muy independizado así de su ocasión. Pero
es claro que se trata de casos limítrofes en los cuales ―cosa
esencial― el criterio se toma de la metodologνa de la
ciencia o de la estética; esos resultados se alcanzan por el rebasamiento de
los límites normales de la retórica, no mediante el cumplimiento de sus normas.
Por eso no suprimen la contraposición indicada, sino que vuelven a apuntar
―precisamente como casos límite― el hecho básico ya acentuado de
que existe una interacción ininterrumpida entre la cotidianidad y el arte y la
ciencia» (p. 230).
Sentada esta dificultad, Lukács polemiza durante unas páginas con Mehring,
Haman y, en general con el idealismo filosófico, a propósito de la posibilidad
de unos presupuestos estéticos en el hombre primitivo. Para Lukács es evidente
que «no puede hablarse de una capacidad artística originaria de la humanidad»
(p. 240), recusando la opinión de Konrad Fiedler de que «es absurdo el buscar
en el mundo externo algo que no se haya encontrado antes en uno mismo»
(Fiedler, Escritos sobre el Arte, vol. I, p.
185; citado por Lukács, p. 242). Esta evidencia de nuestro autor
acerca de que el artista no nace, sino que se hace, aplicada a la humanidad en
bloque, indudablemente no se basa más que en las exigencias de sus presupuestos
marxistas. De ahí la frase de Engels: «los resultados generales de la
investigación del mundo aparecen al final de la investigación, y no son, pues, principios,
puntos de partida, sino resultados finales» [17].
A continuación Lukács aborda más directamente el tema de las relaciones trabajo‑arte,
con el comentario de un texto de Marx sobre la música. La línea de su
pensamiento seguirá las vías ya alumbradas por Hegel y que Marx formuló, de
manera más materialista, en sus Manuscritos de 1844: considerado el
trabajo como único vehículo de hominización, es necesario que el arte entre
también a través del trabajo en la rueda de este proceso de humanización.
El arte ―dirá Lukacs― «se destaca entre las formas generales de
dominio de la realidad en la vida cotidiana por el hecho de que el sustrato
material de la existencia y la actividad humanas es la sociedad en su metabolismo
con la naturaleza (Marx); ιsta se refleja indivisa y, sin
embargo, con sentido y en real relaciσn al hombre entero. Pero sσlo en ϊltimo tιrmino hay que acentuar esta restricciσn. Pues, por una parte a reproducciσn artνstica de la realidad refleja por lo general inmediatamente las relaciones
de producciσn de una determinada sociedad y, del modo mαs
inmediato, las relaciones sociales entre los hombres que se desprenden de aquella
base de la producciσn. El reflejo de ese intercambio con la naturaleza no aparece mαs que como el fundamento de esas relaciones, o sea, en ϊltimo tιrmino. Cuanto mαs fuerte es, intensiva y extensivamente, ese intercambio o metabolismo,
tanto mαs acusadamente aparece en el arte el reflejo de la naturaleza misma. Ese
reflejo no es el punto de partida, sino por el contrario, el producto de un
nivel ya sumamente desarrollado de dicho intercambio. Pero, por otra parte, el
reflejo del intercambio de la sociedad con la naturaleza es el objeto
conclusivo y realmente ϊltimo del reflejo estιtico. Considerado en sν, ese intercambio contiene la relaciσn de todo individuo con el gιnero humano y con su evoluciσn. Este contenido implνcito se explicita en el arte, y en el
en sν, a menudo oculto, aparece como un plαstico ser para sν» (p.
247).
Nótese que Lukács, como pruebas objetivas de su aseveración, sólo puede
aportar unas vagas relaciones entre «la producción artística» y las bases
productivas sociales en general. Todo lo demás no pasa de la reiteración del
esquema marxista, que eleva a prior¡ al nivel de necesidad lo que ―en el
mejor de los casos― solamente cabe calificar de posibilidad.
El reflejo artístico ―concluirá Lukács― siempre tiene
como base la sociedad en su intercambio con la naturaleza. Por inmediata que
pueda parecer la relación naturaleza‑arte, objetivamente está muy
mediada. Cierto que esa inmediatez no es pura apariencia, sino un elemento
intensivo del reflejo estético hecho forma, esto es, una inmediatez
estética y sui generis. Por eso, el reflejo científico
aunque se reduzca a problemas particulares, tiene que esforzarse por acercarse
en lo posible a la totalidad extensiva e intensiva del objeto estudiado. El
arte no; pues, aún cuando con la palabra, las formas visuales o acústicas nos
remitan de alguna manera a la totalidad de la que nacieron, el reflejo artístico
lo hace a su modo y de forma particular, ya que no hay más que obras de arte
individuales y artes particulares.
El proceso de creación artística tiene, pues, en su opinión, estrechos
puntos de contacto con el trabajo y con el reflejo científico de la realidad,
pero se diferencia del uno y del otro. Por lo que se refiere al trabajo: «la
línea divisoria discurre por los puntos en los que termina la utilidad
inmediata: por ejemplo, en los estadios primitivos tal vez por el adorno del
ser humano, la decoración de las herramientas, etc. Mientras que el despliegue
del reflejo desantropomorfizador introduce utilidades mediadas y aumenta así el
efecto útil inmediato del trabajo, los elementos estéticos representan un
exceso que no aporta nada a la utilidad efectiva, fáctica, del trabajo» (p.
251).
Lukács intentará justificar por qué, en este caso, se da tal desviación,
inexplicable en un marxismo esquemático.
Es cierto ―dice― que algunas artes mantienen como fundamento
ineliminable el aspecto utilitario ―la arquitectura, la artesanνa, etc.―, de tal modo que ni siquiera pueden consumarse estιticamente si no realizan al mismo tiempo objetivos de utilidad prαctica. Pero a medida que la actividad artνstica
va constituyιndose como tal, van tambiιn convirtiιndose
esos momentos desantropomorfizadores en momentos superados, en meros medios
para realizar fines de naturaleza muy otra.
«El reflejo estético no puede ser nunca una simple reproducción de la
realidad inmediatamente dada. Pero su elaboración no se limita a la
imprescindible selección de lo esencial de los fenómenos (lo cual es también
tarea del reflejo científico de la naturaleza), sino que en el acto mismo del
reflejo aquella elaboración contiene inseparablemente el momento de toma
positiva o negativa de actitud respecto del objeto estéticamente reflejado.
Pero sería profundamente erróneo ver en esa elemental toma de partido,
inevitable, mas sólo consciente a niveles relativamente tardíos, un elemento de
subjetivismo en el arte o un añadido subjetivista a la reproducción objetiva de
la realidad. En cualquier reflejo de la realidad está contenido un tal dualismo,
que hay que superar en la práctica correcta., Sólo en lo estético, el objeto
fundamental (la sociedad en su intercambio con la naturaleza) en su referencia
a un sujetó explicitador de la autoconciencia, supone la simultaneidad
inseparable de reproducción y toma de posición, de objetividad y toma de
partido. La posición simultánea de estos dos objetos constituye la historicidad
ineliminable de toda obra de arte. Ella no se limita a fijar simplemente un
hecho en sí, como la ciencia, sino que eterniza un momento de la evolución
histórica del género humano... La verdad artística es, pues, como verdad,
histórica; su verdadera génesis converge con su verdadera vigencia, porque ésta
no es más que el descubrimiento y manifestación, el ascenso a vivencia de un momento
de la evolución humana que formal y materialmente merece ser así fijado» (p.
260).
En estas líneas Lukács pone en juego todo su esfuerzo para combinar los
materiales de sus presupuestos filosóficos, en un intento de justificar el arte
por la vía de la praxis. Y es indudable que no quiere renunciar a ninguno de
ellos: materialismo, historicidad, autoconciencia colectiva, dialéctica
operativa, etc. Por eso le preocupa bastante desterrar el fantasma de un
posible subjetivismo personalista, que atente contra la objetividad de la obra
de arte, tan defendida por íntima intrincación entre objetividad y subjetividad
del reflejo estético pone precisamente el fundamento de su específica
peculiaridad, porque «el arte es en todas sus formas un fenómeno social. Su
objeto es el fundamento de la existencia social de los hombres, la sociedad en
su intercambio con la naturaleza, mediado, naturalmente por las relaciones de
producción, y las relaciones de los hombres entre sí, mediadas por ellas. Un
tal objeto social general no puede ser adecuadamente reflejado por una
subjetividad aferrada a la mera particularidad; para conseguir un nivel de
aproximada adecuación al sujeto estético tiene que desarrollar en sí los
momentos de una generalización a escala de la humanidad: los momentos de lo
específicamente humano» (p. 262).
Lukács concluye el estudio del reflejo estético con este
significativo párrafo. «La derivación de la forma a partir de los momentos
recurrentes, permanentes y relativamente estable del reflejo ha sido formulada
por primera vez por Lenin. Recogiendo la profunda observación hegeliana de que
corresponde a las formas lógicas de inferencia una realidad objetiva, escribe
Lenin al respecto: 'Para Hegel la acción, la práctica, e una inferencia
lógica, una figura de la lógica. Y es verdad. No naturalmente, en el
sentido de que la figura de la lógica tenga su ser‑otro en la práctica
del hombre (idealismo absoluto) sino en el sentido inverso de que la práctica
humana, por el hecho de repetirse miles de millones de veces, se imprime en la
consciencia humana como figuras lógicas. Estas figuras tienen, precisamente (y
sólo) gracias a esa repetición innumerable la firmeza de un prejuicio y
carácter axiomático' (Lenin Cuadernos filosóficos, p. 139)... La idea‑fuerza
de Lenin ―que las formas cientνficas (lógicas) son reflejos de lo
permanente y recurrente de los fenómenos― tiene que concretarse a fondo
para su aplicación a la estética, de acuerdo con la peculiaridad de este modo
de reflejo de la realidad» (p. 264).
Lukács parece no comprender la petición de principio que encierra la tesis
citada intentando volcar en sentido materialista la afirmación de Hegel: la
razón es que millones de repeticiones de esquemas de conducta no pueden
justificar el «salto a la conciencia», o la validez lógica de lo operativo. Hay
algo más, esencialmente diferente entre el animal y el hombre.
Digamos, para concluir este apartado, que el interés por alejar el arte de
toda concepción idealista sin referencia alguna a la realidad externa al hombre
es el núcleo central del trabajo de Lukács, en este primer tomo de su Estética.
Parece que todos sus esfuerzos están encaminados a mostrar que el reflejo estético,
pese a los avatares históricos, posee una autonomía que lo distingue del reflejo
de la vida cotidiana y del de la ciencia, pero sin perder su carácter de
inmediatez.
Sintetizando su pensamiento, en la medida en que ello es posible, al decir
que la obra de arte refleja la realidad, Lukács nos está diciendo que
ese reflejo artístico proviene de la realidad que nos rodea y, aunque no
sea una pieza de conocimiento, comprende un cierto conocimiento de la realidad.
Esto es, la obra de arte tiene su fuente en este mundo y se resuelve en
materia. El reflejo estético «es tan cismundano como la ciencia; es el
reflejo de la misma realidad» (p. 257); él no debe su origen a alguna realidad
que el artista posee anterior a todo conocimiento, puesto que no hay nada que
podamos tener en nosotros mismos que no esté ya antes en la realidad exterior a
nosotros (en la interioridad del inmanente devenir de la materia). Incluso las
llamadas formas abstractas del reflejo estético de la realidad: ritmo,
simetría y proporción, son también modos de reflejar (conciencia) la realidad
objetiva (materia)' No cabe, pues, salida al rígido esquema axiomático del
materialismo dialéctico. Para Lukács, antes habrá que poner en duda la
inteligibilidad del mismo fenómeno estético.
Naturalmente, también la ciencia y el pensamiento cotidiano reflejan la
realidad (materia evolutiva), pero lo hacen de modo distinto al arte. Lukács no
responde con demasiada claridad por lo que a esta diferencia se refiere, e
incluso, lo que adelanta lo hace con muchas reservas y distingos para terminar
por aplazar el estudio de este asunto ―«con mucho detalle», dice (p. 260
a ulteriores capνtulos)―. No obstante, nos dice que el reflejo estético no es
una simple reproducción de la realidad inmediatamente dada, sino que trata de
tomar parte positiva o negativamente por ella, o lo que es lo mismo de
eternizar un momento de la evolución histórica del género humano. «La verdad
artística es, pues, como verdad, histórica; su verdadera génesis converge con
su verdadera vigencia, porque esta no es más que el descubrimiento y
manifestación, el ascenso a vivencia de un momento de la evolución humana que
formal y materialmente merece ser así fijado» (p. 260). «No, naturalmente, al
arbitrio meramente particular de cada sujeto El arte es en todas sus fases un
fenómeno social» (p. 261).
Ante todo lo expuesto, cabría observar que en estas primeras 264 páginas se
nos dice más bien lo que no es el reflejo estético, que lo que
es; se nos habla de su génesis, de su interacción con el mundo externo, de
que es antropomorfo pero no como lo es el reflejo mágico o religioso, puesto
que la magia y la religión remiten a un mundo trascendente, y sobre todo la
segunda, pretende que su reflejo es verdadero, mientras que el arte no pretende
tal cosa; él se reconoce ficticio, pero evocador de un mundo real, un mundo que
pertenece completamente al hombre. Pues bien, Lukács no nos ofrece, por ahora
una mayor precisión sobre este punto.
Digamos muy brevemente y a modo de valoración anticipada dos cosas: en
primer lugar que el método y sobre todo los presupuestos materialistas de que
arranca, explica las lagunas, ambigüedades y contradicciones así como las
reservas que podrían hacérsele. Concretamente, pese a su simpatía por el
marxismo, George Lichtheim, desde un punto de vista pragmático, al que es tan
aficionado, observa: «Así, pues, por una parte todo reflejo es una
representación de algo real; en el caso del arte, la naturaleza esencial del
hombre y la unidad de la humanidad. Por otra, la religión y la magia no
representan nada real, aunque reflejen algo. En definitiva, viene a
afirmarse la identidad de la verdad y de la belleza, con referencia expresa a
Keats, como esencia de la percepción estética pura e inmediata; este
sentimiento subjetivo (Erlebnis) no procura, sin embargo, la intuición de un
reino autónomo de ideas o esencias, como ocurriría en el marca interno de un
sistema de idealismo objetivo. El dominio estético posee una especificación
irreductible basada, en última instancia, en la percepción contemplativa de la
verdad y de la belleza, pero éstas no son entidades reales; por otra parte,
tampoco son, sin embargo, simples palabras o rótulos para nuestros
sentimientos. ¿Qué son entonces? He aquí una posible respuesta: reflejos de una
realidad interna a la que no corresponde nada exterior. Comprenne
qui pourra» [18].
En segundo lugar, habría que decir que resulta llamativo el que Lukács dé
una importancia de primer orden al trabajo como elemento desencadenante del
progreso humano y de la diferenciación de los reflejos, y, sin embargo,
no nos ofrezca un estudio pormenorizado del reflejo artístico (no estético), a
partir de la «factio», del hacer del hombre, o como decían los griegos, del
«poiein».
Para Lukács, el escritor, pintor, escultor, etc., ordenaría las imágenes
tomadas de la naturaleza o de la sociedad de acuerdo con el contexto histórico
determinado al que pertenece. Ahora bien, nos dirá Lukács, pese a no ser una
creación personal, sino un retrato de la realidad natural o social, tampoco se
trata, como en el caso de la ciencia, de un reflejo o superestructura
objetivos, porque el hombre proyecta su interioridad al seleccionar ciertas
imágenes, colores o sucesos. Incluso se excluye que sea una simple ilusión o
una mera producción subjetiva, pues describe ―mejor, refleja― una
realidad que el artista comparte con la humanidad entera. Lo que el artista
engendra no es mundo privado o subjetivo, sino algo que puede ser reconocido
como válido ―evocador diría Lukács― por toda la humanidad.
Indudablemente, a pesar de moverse Lukács en una tesitura del más puro
corte marxista, no puede resistir la tentación de la verdad, al adentrarse en
esta parcela íntima del hombre que es su capacidad productora de belleza; y se
observa en el filósofo húngaro una tendencia a interpretar este tema bajo
formas vinculadas a cierta espiritualidad dependiente de su primera formación
idealista y en conexión con su reductivismo marxista. Este esfuerzo de Lukács
por situarse en una postura intermedia entre el idealismo platónico y el
nominalismo que niega realidad a los universales, se concilia difícilmente con
el materialismo del que arranca. En efecto, la componente antropomórfica, por
usar su propia terminología, que el arte tiene, esa experiencia interna que el
artista aporta al reflejo, de la realidad, ¿en qué consiste? Si es pura
materia, ya que él no admite el espíritu, entonces estamos en un puro reflejo
fotográfico de la realidad o en una representación objetiva de la misma que no
distinguiría el arte de la ciencia. Si por el contrario esa componente
antropomórfica ya señalada aporta un algo trascendente a la materia, una
forma universal evocadora para toda la humanidad, una pregunta se impone:
¿puede el conocimiento humano, que para un marxista es algo material, producir
una forma de naturaleza distinta a la material?, porque de no ser así,
insistimos, el reflejo artístico producido por el hombre no se distanciaría del
engendrado por un espejo.
Como sabemos, Lukács, siguiendo a Marx, nos dirá que el trabajo depara al
hombre ese algo cualitativamente distinto que el arte añadiría a la realidad
exterior, por lo cual se separa de la naturaleza y del quehacer científico. Se
trata de la imagen del quehacer de las abejas acuñada ya por Marx (p. 39) y esa
significativa cita de Lenin que cerraba este apartado (vid. supra p. 25). Pero
esto, francamente, no resuelve el problema.
FORMAS ABSTRACTAS DEL REFLEJO ESTETICO
DE LA REALIDAD
I.Ritmo.
Lukács inicia este apartado mostrando la dificultad, es más, la
imposibilidad de estudiar el origen de las formas estéticas:
«Vale la pena repetirlo, dice, cada vez que viene a cuento: no sabemos
prácticamente nada del origen del arte» (p. 265).
Esta dificultad aumenta, sigue diciendo, porque ahora no nos vamos a ocupar
del origen de tal o cual arte, sino de principios, elementos estructurales de
la producción artística, los cuales desempeñan en las artes, papeles muy
diversos y característicos de niveles evolutivos ya muy altos.
Sin embargo, nuevamente aquí acude al tema del trabajo para obtener algunas
precisiones muy valiosas. Siguiendo a Bücher (Bücher, Trabajo y Ritmo; citado
por Lukács, p. 269), y teniendo en cuenta fundamentalmente dos series de
fenómenos: los elementos de la rítmica de la naturaleza (día y noche,
estaciones, etc.) de una parte, y los fenómenos rítmicos en la existencia
somática del hombre (respiración, palpitación, etc.) de otra, nos dirá Lukács
que «el hombre vive en sí, como el animal, en la naturaleza, y la interacción
entre una y otra es entre potencias del mismo orden del ser: por eso los ritmos
que pueden producirse en esa interacción no se desprenden del mundo natural. En
cambio, en el trabajo el hombre toma un trozo de naturaleza, el objeto del
trabajo, y lo arranca de su conexión natural, lo somete a un tratamiento por el
cual las leyes naturales se aprovechan teleológicamente en una humana posición
de fines. Esto se intensifica aún cuando aparece en la herramienta una naturaleza
teleológicamente transformada de ese modo. Así se origina un proceso,
sometido sin duda a las leyes naturales, pero que, como tal proceso, no
pertenece ya a la naturaleza, y en el que todas las interacciones son naturales
sólo en el sentido que parten del objeto del trabajo, pero sociales en el
sentido que arrancan de la herramienta, del proceso del trabajo. Este carácter
ontológico impone un sello al ritmo que así se origina. Mientras que en el
animal se trata simplemente que la adaptación fisiológica al entorno puede en
determinadas circunstancias producir algo rítmico, en el trabajo el ritmo nace
del intercambio de la sociedad con la naturaleza» (p. 268).
No obstante, prosigue Lukács, este análisis no nos dice otra cosa sino que
el ritmo es un fenómeno de la práctica cotidiana y nada tiene aún que ver con
esta forma abstracta que es propia del arte. Dando un paso más, nos encontramos
con que ciertos restos de arcaicas tradiciones indican que el carácter
ritmizado del trabajo solía expresarse, en niveles muy primitivos, con gritos
inarticulados, pero muy bien insertos en el ritmo propio del trabajo. «Así,
pues, el primer paso dado por el hombre ―dice citando a Bόcher― en su trabajo en la direcciσn del
canto no habría consistido en pronunciar palabras significativas según una
determinada ley silábica y con objeto de expresar ideas y sentimientos de un
modo placentero para él y comprensible para los demás, sino en la variación de
sonidos semianimales para insertarlos en una determinada sucesión, adecuando el
canto al trabajo y con el fin de robustecer la sensación de alivio que le
producían sin más aquellos sonidos... Así han nacido cantos de los
abundantemente ejemplificados más arriba, que constan de series de sonidos sin
sentido y en cuya ejecución lo único que importa es el efecto musical, el ritmo
sonoro, como apoyo y sostén del ritmo del movimiento. La necesidad de construir
ambas clases de ritmo en concordancia recíproca venía impuesta por su común
dependencia de la respiración» [19].
Tenemos, pues, en opinión de Lukács, unos cantos de trabajo que proceden de
un período en el cual el comunismo primitivo se ha disuelto ya; el trabajador
que canta es un explotado, frecuentemente un esclavo, que por temor al amo o al
vigilante, por lamento o por rebelión, se expresa en cánticos que están
cargados de una evocación que no se dio en los puros cantos de trabajo de una
sociedad sin clases.
También la magia, con su repertorio
ceremonioso que cristaliza en cantos y prescritos y en ritmos no menos fijos,
nos habla de la vinculación de esta forma abstracta de lo estético a la vida
cotidiana. Ahora bien, ¿cómo el ritmo se separa de la vida cotidiana y del
trabajo para convertirse en reflejo estético?
Lukács aplaza esta cuestión para los tomos siguientes de su Estética diciendo
que «el carácter dialéctico, no mecánico‑fotográfico,
del reflejo no se mostrará en toda su complicación hasta el tratamiento de la
reproducción mimética inmediata de la realidad, cuando surjan problemas como la
transformación de la infinitud intensiva y extensiva de la realidad en una
refiguración limitada que es, sin embargo, capaz de reproducir aquella
infinitud intensiva» (p. 282).
Por el momento Lukács quiere mostrar que el ritmo es una forma válida del
arte, no algo puramente académico: «Bücher ha mostrado que sus formas
principales (las de la métrica antigua) no son en modo alguno arbitrarias invenciones
de poetas, reglas cristalizadas de su práctica, sino que se han convertido
progresivamente en elementos de la poesía partiendo de la rítmica del
trabajo... El yambo y el troqueo son medidas de percusión sorda: un pie débil y
un pie fuerte. El espondeo es un metro de percusión rápida, fácil de reconocer
siempre que dos hombres golpean alternativamente. El dáctilo y el anapesto son
metros de martilleo, aún observable hoy día en las herrerías de aldea, cuando
el trabajador infiere al hierro al rojo un golpe principal seguido y precedido
por otros dos breves. Aún en la actualidad el herrero alemán llama a eso hacer
que cante el martillo» (p. 286).
La separación (dialéctica) ―sigue afirmando Lukács― respecto
del originario ritmo del trabajo es, pues, considerable; y aunque no
conoceremos probablemente nunca el camino recorrido en sus diversas etapas, el
hecho es que el ritmo no sσlo se ha hecho cada vez más graduado y
vario sino más rico en contenido; pero, por otra parte, ha conservado al mismo
tiempo el carácter formal originariamente simple.
Lukács termina este estudio citando unas letras de Schiller dirigidas a
Goethe: Jamás me he llegado a convencer tan firmemente como ahora de lo
exactamente que van unidas en la poesía la materia y la forma, incluso la
externa. Desde que me he puesto a convertir mi lengua prosaica en una lengua
poético‑rítmica, me encuentro sometido a una jurisdicción completamente
distinta, y no puedo ya utilizar muchos motivos que en la ejecución prosística
parecían muy en su sitio; estaban bien para el común entendimiento doméstico,
cuyo órgano parece ser la prosa; pero el verso exige resueltamente relaciones
como la imaginación, y así he tenido que hacerme más poético incluso en varios
de mis motivos. Realmente, todo lo que tiene que levantarse por encima de lo
común debería concebirse en verso, inicialmente al menos, pues lo trivial no se
traiciona jamás tan claramente como cuando se dice en un modo regulado de
escribir (...). El ritmo da además de sí, en una producción dramática, el
siguiente efecto grande y significativo, a saber: que al tratar todos los
caracteres y todas las situaciones según una misma ley y ponerlas, pese a sus
diferencias internas, en una sola forma obliga al poeta y a su lector a exigir
de lo más característico y diverso algo universal, puramente humano. Todo tiene
que unificarse en el concepto genérico de lo poético, y a esa ley sirve el
ritmo, como representante y como herramienta, porque lo abarca todo bajo su
ley. De este modo constituye el ritmo la atmósfera de la creación poética: que
da atrás lo grosero, y sólo lo espiritual puede sostenerse en ese tenue
elemento» (p. 291).
Para Lukács hay en las palabras citadas esencialmente tres cosas: a) El
ritmo posee una función unificadora de contenidos heterogéneos; b) tiene
relevancia en la eliminación de lo accesorio y selección de lo importante, y c)
es capaz de crear una atmósfera estética unitaria para la totalidad de una obra
concreta. Esta mera enumeración nos dice ya lo cargado que está el ritmo de
alusiones que en su origen no contenía ni siquiera germinalmente.
Se puede concluir, por tanto, según Lukács, que el ritmo es un reflejo de
la realidad, pero no aún de sus contenidos concretos, sino más bien, y en
cierta contraposición con ellos, reflejo de aquellas determinadas formas
esenciales que articulan y ordenan objetivamente los contenidos y los hacen
útiles para el hombre. La magia desempeña aquí un papel en el sentido de que
aleja de su origen real los ritmos reflejados, aplicándolos a nuevas
formas de movimiento, canto, etc., y llevando al hombre ―debido al
ceremonial inherente a ella― hacia sentimientos evocadores de un orden
aceptado por ese mismo hombre. La evoluciσn social, a lo largo de un dilatado
proceso con algunos puntos nodales, saltos incluso, es la que elabora esta
forma abstracta del reflejo artístico de la realidad. Reflejo cuyo
carácter antropomórfico surge de la interacción entre el hombre que trabaja y
la naturaleza, mediadas por las relaciones sociales de los hombres entre sí.
No es necesario resaltar cómo también en esta tesis Lukács se esfuerza en
encajar en el molde dialéctico marxista el fenómeno del ritmo. Las dificultades
son siempre las mismas, en base a las deficiencias de la teoría general del reflejo:
afirmación contradictoria de una total pasividad del hombre ante la naturaleza,
y a la vez su actividad imperadora de ésta hacia formas abstractas que Lukács
no puede negar, pero que quedan, así, inexplicadas. Terminará diciendo que lo
estético de esta forma abstracta (el ritmo) es evocación de la autoconsciencia
humana y descubrimiento de un mundo nuevo para el hombre: su mundo, un universo
creado por él y en el que se complace recreándose, encontrándose
―autoconsciencia― en un αmbito que le pertenece doblemente: por
ser creación suya y por ser también real, es decir, completamente intramundano,
material, no meramente fantasmagórico o ideal como, según Lukács, ocurriría en
el caso de la religión.
II Simetría y proporción.
Desde el punto de vista filosófico, nos dice Lukács, los problemas de la
simetría y de la proporción ofrecen menos dificultades que los del ritmo. Tanto
es así, que estas categorías abstractas se presentan tan claramente en la
naturaleza, que resulta tentador el confundirlas con los reflejos científicos
de la realidad.
Lukács arranca en este tema de lo que él denomina «los interesantísimos
trabajos de Wölfflin» [20], qué
tratan de demostrar que el lado derecho de la imagen tiene un valor distinto,
emocionalmente hablando, que el izquierdo, con lo cual el reflejo estético
cobra ―tanto más acusadamente cuanto más evolucionado es el arte―
el carácter de una aproximación modificadora. «La aproximación no es aquí, como
en la ciencia, el intento de acercarse al objeto, sino que, con intención
estética, se detiene siempre a un nivel; un nivel que hace visible y vivible al
espectador la simetría como tal, pero imponiéndole tan importantes
modificaciones y desviaciones que la simetría no llega a manifestarse en su
esencia real y consiguientemente expresa, sino que se convierte en mera
componente ―importante, sin duda― de la concreta totalidad de la imagen»
(p. 301).
Según Lukács, Weyl muestra la tendencia a la asimetría que se da en la
existencia orgánica [21] y Fischer la simetría del mundo inorgánico ―en los cristales ante
todo―, lo cual revela una contradicción tan evidente como insoluble (para
sus presupuestos monistas, claro está). Sin entrar de lleno en la cuestión,
porque ello rebasa los límites de su trabajo, Lukács examina la estructura
simétrica y asimétrica del rostro humano. Es este un hecho sobradamente
conocido. Por tanto, concluye, el reflejo artístico del rostro ha de
contener la unidad dialéctica de simetría y asimetría y subraya estos dos lados
de la contradicción más intensamente que la realidad misma.
La misma contradictoriedad reina en el tema de la proporcionalidad:
«Bastará con recordar (dice Lukács) la cuestión de la sección áurea y con
observar de paso que los estudios de importantes artistas, como Leonardo o
Durero, sobre la proporcionalidad intentaban, en realidad, resolver un ciclo
problemático mucho más amplio» (p. 304).
Para Lukács no hay duda de que la proporción es un reflejo de la
realidad objetiva. Toda nuestra existencia está inmersa en un mundo poblado, de
seres vivos proporcionados a sus objetivas condiciones de existencia, y el
trabajo mismo muestra que es imposible producir objeto alguno que no guarde una
estrecha proporción con su utilidad o con la finalidad para el que fue
fabricado. Ahora bien, ¿por qué vías se han hecho los hombres conscientes de
este reflejo? «Parece poco verosímil que el hombre aún en devenir, el
hombre que aún no ha desarrollado su cultura de herramientas y utensilios fuera
ya capaz de observar o conceptuar determinaciones tan complicadas, tan
inasibles sin una generalización relativamente intensa, como son la simetría o
la proporción. En cambio, la producción de las herramientas y utensilios más
primitivos impone ya un acto práctico de atención a la proporción y a la
simetría. La experiencia tuvo que mostrar al hombre que, incluso en el
primitivo caso del hacha de pedernal, la utilidad máxima supone una
observación, aproximada al menos, de ciertas proporciones entre la longitud, la
anchura y la altura o grosor. A propósito de productos más complicados
―ya la flecha, en la cual es imprescindible cierta simetría ya la
cerámica, en la cual la observancia de proporciones es imprescindible condición
de la utilidad― tiene que surgir [22]
inevitablemente un grado relativamente alto de olfato, al menos, atento a la
simetría y a la proporcionalidad en el trabajo... Sólo una vez que estas
experiencias se hubieron convertido en costumbres estables, sólo una vez que el
crecimiento y el desarrollo de la producción hubieron planteado problemas de
proporcionalidad cada vez más complicados, pudieron plantearse a su vez
cuestiones más generalizadas sobre la proporcionalidad, ante todo a partir del
momento en que la práctica social produjo ya el manejo de una aritmética y una
geometría, aunque sobre la base empírica primitiva» (p. 306).
El paso, pues, a lo estético, sigue diciendo, de esa proporcionalidad que
se da en la realidad es, posiblemente, no consciente. El entrelazamiento entre
artesanado y arte, en su sentido creador, es tan intenso que la génesis de este
tránsito sólo se puede clarificar atendiendo a la distinción entre lo útil y lo
bello La construcción de un determinado utensilio o artefacto da como resultado
un sistema cerrado puramente visual y se convierte así en objeto de percepción
inmediata. Esta percepción, en la medida en que deja de ser considerada como un
puro logro técnico y se convierte en evocadora, pasa a ser estética, es decir:
«cuando el sistema de proporciones visualmente realizado es capaz de
desencadenar efectos de esa naturaleza. Esto tiene, sin duda, una dilatada
prehistoria: la alegría por el trabajo consumado, por el objeto útil y manejable,
etc., ello desencadena ya necesariamente sentimientos placenteros que contienen
en germen una intensificación de la autoconsciencia en el sentido estético que
ya hemos dado.
El que las transiciones sean en este caso sumamente fluidas, el que los
mismos objetos puedan desencadenar en un mismo hombre una escala de vivencias
que va desde la satisfacción por la utilidad hasta la evocación estética,
muestra primero ―contra Kant― que lo ϊtil y
lo estético no forman ninguna contraposición metafísicamente rígida, y,
segundo, un rasgo esencial del carácter estético de toda esta esfera» (p. 312).
Pese a la convicción de estas palabras, lo cierto es que Kant está más
cerca de la realidad que Lukács, cuando contrapone lo útil a la estético. Es
algo que, de alguna forma, hay que conceder si se respetan las dimensiones
objetivas de lo estético; y de hecho ―no de palabra― el mismo Lukαcs lo concede en bastantes de sus descripciones del reflejo artístico.
Así, dirá a continuación que estas vivencias estéticas evocadoras se
distinguen de los pensamientos y de los sentimientos de la cotidianidad, porque
no son punto de partida de una ulterior reflexión, sino evocaciones inmediatas
y conclusivas. El hombre crea así un mundo de objetos en el que no se siente
extranjero, un mundo que aunque es independiente de él, es al mismo tiempo algo
suyo, creado por él y adecuado a su esencia. Lukács insiste, no obstante, para
el necesario contrapunto que respete la teoría marxista, que si bien es el
mundo tal como es en sí lo que se refleja estéticamente, ese ser‑en‑sí
formalizado como arte está indestructiblemente referido al hombre, a sus
necesidades específicas, socialmente producidas y desplegadas. «Entiéndase
bien: se trata del hombre, del género humano, no del individuo X o Y. El principio
básico antropomorfizador del reflejo estético no tiene nada que ver con un mero
subjetivismo... El principio de humanidad no puede ser fecundado por el arte
más que en una concreción histórica, social e individual: es siempre brote
partidista de un pueblo y, en él, de una clase; brote que, en un determinado
estadio evolutivo de su entorno determinante, puede convertirse en portavoz de
la humanidad» (p. 320).
III Ornamentística:
Lo último que en este tomo primero se aborda, como forma abstracta del reflejo
estético de la realidad, es la ornamentística. Lukács intentará mostrar cómo
las leyes características de la ornamentística influyen en el reflejo de
la realidad concreta, produciéndose conexiones dialécticas que son elementos
ineliminables de toda formación estética.
Comenzará diciendo que «la ornamentística puede describirse como una
formación cerrada en sí misma, estética, orientada hacia una evocación, y cuyos
elementos constructivos son las formas abstractas de reflejo, el ritmo, la
simetría, la proporción, etc., como tales, mientras que las formas concretas de
reflejo, las formas con contenido, parecen excluidas del complejo ornamental»
(p. 327).
Si esto es así, habría que explicar entonces por qué frecuentemente se usan
como ornamentación artística objetos bien concretos: hojas, flores,
estrellas... Lukács sale al paso de esto inmediatamente: «Es claro que esa
descripción no debe entenderse en un sentido metafísico rígido. Todo el mundo
sabe que la ornamentística, precisamente en sus manifestaciones clásicas, apela
constantemente al reflejo de objetos reales de la realidad objetiva (loto,
acanto, etc.); por no hablar ya de los motivos vegetales o animales de los
tapices orientales, de las decoraciones de los templos góticos, etc. Esto
significa naturalmente..., que los límites entre arte puramente ornamental y
arte conformador (arte que refleja la realidad concretamente y según el
contenido) se desdibujan muchas veces y que no sólo por motivos históricos,
sino también por necesidad estética, se presentan muchas transiciones» (p.
327).
La ornamentística, por tanto, tendrá como característica principal el
ignorar a conciencia la objetividad y las conexiones del mundo real, colocando
en su lugar conexiones abstractas de índole predominantemente geométrica.
Si desde un punto de vista filosófico analizamos la génesis de la
ornamentística, dice, comprobaremos, una vez más, que es imposible que la
práctica estética de la humanidad haya tenido una sola fuente, y menos aún una
fuente estética: lo, estético ―ya lo explicó extensamente― se
habría ido decantando en el decurso de un proceso paulatino. Por lo mismo, en
este caso de la ornamentística, no podemos apelar simplemente a la tendencia
humana a adornarse. Lukács, al contrario que Darwin. y los darwinistas,
considera cualitativamente distinta la inclinación humana al adorno de la
inclinación, al adorno propia del animal, ya que éste lo hace por necesidad
puramente biológica mientras que el hombre lo utiliza libremente. El tatuaje
humano, por ejemplo, o los adornos que éste se pone, no son una necesidad
fisiológica para él, sino producto de relaciones o actividades sociales. Tanto
si el hombre lleva adornos o emblemas de la comunidad a que pertenece como si
se trata del deseo de expresar su rango en el seno de esa comunidad, el adorno
no es algo innato en él sino algo debido a las necesidades sociales en las que
se mueve.
Estas son sus palabras: «Así, pues, en cuanto que el adorno es producido
por el hombre mismo, se extingue toda analogía con el animal, y asume sus
derechos lo específicamente humano, el trabajo. Sobre la cuestión de cómo nace
del trabajo este nuevo tipo de adorno carecemos de todo dato seguro, y por
fuerza tenemos que carecer de ellos, pues las documentaciones de los comienzos
y las primeras transiciones se han perdido casi en su totalidad» (p. 335).
Queda, pues, bastante claro que si Lukács mantiene, una vez más, la tesis
de una praxis laboral‑sociológica como origen de esta dimensión estética,
lo hace simplemente en función del a priori marxista.
Pero ¿cómo y por qué ha dado eso lugar a este tipo particular de actividad
artística? Lukács afirma que en última instancia es la separación de lo bello y
lo útil lo que aquí puede arrojar alguna luz. Lo primario fue la utilidad, la
fabricación de un instrumento con fines prácticos, mientras que el adorno de
ese artefacto era puramente casual o accesorio. Luego, cuando lo puramente
estético pasa a ocupar el primer término la utilidad ocupa un segundo plano, o
se desdibuja y carece de interés, ello habrá significado el comienzo de la
ornamentística. De cualquier forma la utilidad ―afirma Lukács― no
desaparece nunca de la vivencia evocadora, sino que sólo se rebaja a utilidad
genérica y, con ello, a último término y a base. Parece, con esto último, que
Lukács se da cuenta del camino antimarxista que concede ―la autonomía
espiritual de lo estético― y retorna a la vinculación esclavizante: no
cabe arte sin utilidad. Y si pareciera lo contrario ―concluirá― no
sería esto más que una nueva forma de contradicción, básica de la praxis
humana: la misma ―dice― que expresa aquel pensamiento de Marx «que
hemos recogido como motto de este libro: 'No lo saben, pero lo hacen'»
(p. 348).
Apuntábamos antes que, para Lukács, la ornamentística ignoraba a conciencia
el mundo real, colocando en su lugar lo abstracto. Se apoya para eso en una
cita de Fischer: «reflejamos en el ornamento la legalidad de lo inorgánico y,
por tanto la belleza de lo inorgánico. El ornamento es esa forma asombrosa en
la que no trabajamos más que con vectores, con distancias de la misma
naturaleza... Esta ornamentística es evidentemente matemática intuitiva,
anterior a las cifras, del mismo modo que el jeroglífico ha precedido a las
letras; en cierto sentido parece matemática hecha arte» [23].
Así, concluye Lukács, en la ornamentística geométrica es casi materialmente
perceptible aquella comunidad del arte con el trabajo y la ciencia, al mismo
tiempo que la clara separación de uno y otra. Esa vinculación con la ciencia se
refleja ―cuando adquiere su forma más desarrollada como ocurrió en
Egipto― en la anticipaciσn, en milenios, de resultados
científicos muy posteriores. Weyl, dice Lukács, «ha mostrado que la
ornamentística egipcia había representado y realizado ya todos los tipos de
variabilidad de las relaciones relevantes que la matemática no ha podido
investigar y fundamentar con exactitud científica hasta el siglo XX» (p. 346).
En resumen, la ornamentística se presenta, en opinión de Lukács, como la
refiguración sensible y perceptible de un orden general. El ornamento es una
unidad indisoluble, de íntima autenticidad; su inmaterialidad está relacionada
con el carácter geométrico de la ornamentística, con su esencia sin mundo.
VALORACION TECNICA Y METODOLOGIA
La Estética de Lukács, aparecida en 1963, cuando contaba setenta y ocho
años, ocupando, pese a estar inacabada, dos gruesos volúmenes ―sólo el
primero ha sido traducido al castellano y dividido, por su extensión, en cuatro
amplios tomos―, es la obra más ambiciosa e importante de este autor, no
sólo por su argumentación más reposada, que contrasta con sus numerosos
escritos anteriores, sino por su amplitud.
Pocas cosas sin embargo, resultan tan engorrosas como exponer el contenido
plural de una tarea tan compleja como la que aborda en este tomo I Lukács,
debido a la metodología empleada y a los distintos componentes que la integran.
Un rápido esbozo de cómo el marxismo ortodoxo concibe el origen del
conocimiento, nos ayudará a dar el primer paso en la comprensión del modo de
pensar en el que se mueve Lukács; lo que permitirá comprobar, una vez más, cómo
los presupuestos ideológicos, del marxismo influyen en él y a la vez son
incapaces de responder a las cuestiones que nos ocupan.
1. El origen del conocimiento en el
sistema marxista.
El conocimiento, en el sistema marxista, es inmaterial, aunque esté
sustentado por un ser solamente material. Lo contradictorio de semejante teoría,
esto es, que la materia tenga propiedades inmateriales, salta a la vista. Por
eso, deben encontrar un puente entre esa inmaterialidad innegable del
conocimiento y la materia del que procede.
Para esto se acude al reflejo como propiedad de la materia. Esta
teoría del reflejo fue elaborada por Lenin. La forma más sencilla de
reflexión es la reflexión física, por ejemplo, el reflejo de los cuerpos
en el espejo.
Con la aparición del ser vivo nace una forma nueva de reflejo: la
receptividad. En los seres vivos superiores se forman grupos superiores de
células cuya misión es recoger las sensaciones y transformar la energía de
estas sensaciones en el proceso de cualquier otro estímulo. A esta forma nueva
de reflejo la denomina sensibilidad. De estos grupos de células estarían
formados el sistema nervioso y el cerebro.
La misión del sistema nervioso estribaría en conectar el organismo con el
medio ambiente, así como garantizar el funcionamiento armónico de cada órgano
individual dentro del organismo. Un estímulo por parte del medio ambiente
despierta una sensación en los extremos periféricos de los nervios. La
sensación es transmitida por el nervio al centro cerebral correspondiente, de
donde parte entonces un impulso que conduce a su vez al nervio de otro órgano cuya
actividad determina. En esto consisten los llamados reflejos incondicionados.
Sobre esta base, en los animales superiores y en el hombre, se realizan los
reflejos condicionados. Mientras los reflejos incondicionados son connaturales
al organismo, los condicionados son adquiridos y variables. Estos reflejos,
como se sabe, recibieron el nombre de primer sistema de señalización y segundo
sistema de señalización (la palabra), respectivamente. Este segundo sistema de
señales representa un cambio cualitativo con respecto al anterior.
Como la palabra está íntimamente ligada al primer sistema de señales, se
comprende que en el hombre ambos sistemas no funcionen aislados el uno del
otro, sino en extensísima conexión y recíproco intercambio. Según Paulov, las
leyes a las que está sujeto el trabajo del primer sistema de señales deben
«tener validez también para el segundo, ya que es siempre el trabajo del mismo
tejido nervioso» [24].
Lo que se refleja en el primer sistema de señales y se pone de manifiesto
con una señal nueva, la palabra, se torna consciente. Esta consciencia o
conocimiento separa al hombre del animal, pero, como se ve, tiene su origen en
la materia de la que está hecho el hombre. Debido a este carácter consciente
de la forma humana de la reflexión, el hombre tiene la capacidad de
transformar la realidad. Mientras que la forma de reflexión propia del animal
le proporciona tan sólo la posibilidad de adaptarse al medio ambiente, la forma
de reflejo propia del hombre le permite modificar la realidad según sus
necesidades o sus gustos. Además, aquí radica también su libertad, ya que este
carácter consciente del reflejo propio del hombre confiere al entendimiento
humano la posibilidad de ejercer un control sobre sí mismo y sobre lo que le
rodea impidiéndole ser un juguete en manos de cualquier fuerza ajena a él o un
puro autómata.
¿Cómo ocurrió este paso del primer sistema de señalización al segundo? Los
marxistas nos dirán que la dura lucha con la que había que arrancarle a la
naturaleza lo necesario para vivir, exigía una colaboración estrecha entre los
hombres. Esta trabazón estrecha condujo a que los hombres tuvieran algo que
decirse y requería una comprensión más perfecta de la que los sonidos
inarticulados de los animales permitían. La necesidad creó el órgano
correspondiente: la laringe del mono se fue perfeccionando y el cerebro
también. De esta manera, de un principio material se fue originando,
paulatinamente, un componente inmaterial. ¿Cómo se explica esto? ¿Cómo de lo
que no es material nace algo inmaterial? Hay dos factores que el marxismo, y
con él Lukács, esgrimen constantemente: el proceso social del trabajo y el
lenguaje.
En lo que concierne al lenguaje es obvio que se ha producido un trastrueque
de causa por efecto. El tuvieron algo que decirse implica que es el
pensamiento, esto es algo inmaterial, como los propios marxistas reconocen, lo
que impele a expresarse. No es, por tanto, el lenguaje lo que crea el
pensamiento, sino las ideas ya existentes las que producen la posibilidad de
manifestarse. Y con respecto al trabajo, tampoco su solución resiste a la
crítica. En efecto. La diferencia entre el trabajo humano y la actividad
animal, radica, según los marxistas, en la actuación consciente sobre la
naturaleza con un fin ya previsto: transformarla según sus necesidades y
gustos.
Fue el propio Marx, en un texto que recoge Lukács (p. 39), quien expresa
esa diferencia con toda claridad. En un pasaje muy conocido de El Capital
dice: «una araña realiza operaciones que se parecen a las del tejedor, y
una abeja puede hacer ruborizarse, por la construcción de sus celdillas, a más
de un arquitecto humano. Pero lo que distingue desde el principio al peor
arquitecto de la mejor abeja es que el primero ha construido la celda en su
cabeza antes de ejecutarla en cera. Al final del proceso del trabajo se produce
un resultado que ya existía al principio del mismo en la representación del
trabajador, o sea, idealmente» [25].
Se suscita así fatalmente esta pregunta: «¿Qué es lo que indujo al animal,
del que se derivaron los primeros hombres, a un cambio radical en su manera de
conducirse respecto a la naturaleza para que, un buen día, dejase de aceptar el
sustento que la naturaleza le ofrecía ya preparado y se dedicase a producirlo
con la ayuda de unos útiles que había fabricado a ese fin? Esta pregunta
permanece sin respuesta. La producción de instrumentos de trabajo significa la
ordenación de unos medios para la obtención de unos fines. La meta, que no
existía aún en la realidad, existía ya en la cabeza, es decir, en la actividad
del pensamiento del que producía el medio, y determinaba su trabajo. Esto
presupone, sin embargo, en el creador de los instrumentos la posibilidad de
anticipar ya en el pensamiento algo que todavía no existe, presupone ya el
conocimiento, cuyo origen se trata de esclarecer» [26].
Como se ve, el conocimiento viene entendido como producto, función y
propiedad de la materia, o, lo que es lo mismo, se identifica el conocimiento
(inmaterial) con la materia. La contradicción es patente.
Es evidente, siguiendo a Weter, que en el animal hay un cierto poder de
«abstracción». Cuando, como observó Paulov, el animal comienza a segregar
saliva al oír una campana y el tañido de ésta actúa como señal para el
alimento, se da una asociación propia del conocimiento estimativo del animal
por la que une en su conocimiento el campanillazo con el alimento. También en
el hombre pueden darse esos reflejos a nivel sensible y otras asociaciones
automáticas, como por ejemplo, si a un hombre se le repite hasta el
aburrimiento que 2 + 2 = 15, no podrá evitar el que se le venga a la mente el
15 cuando se le pregunte: ¿cuántos son 2 + 2? Pero rechazará ese resultado como
falso, porque penetrando en la esencia de cada concepto por separado habrá
comprobado que no se corresponden. Es decir, el hombre, por eso que llamamos reflexión,
ha hecho algo más que librarse de un reflejo condicionado: ha analizado su
discordancia y se ha dado cuenta de que aquello es falso. El hombre, pues, no
sólo hace cosas, sino que sabe también lo que está haciendo. Esta
facultad de reflexionar sobre la obra hecha y sobre sí mismo le separa del
resto de los animales.
No sería correcto afirmar que esta capacidad de reflexionar sobre la cosa y
sobre uno mismo, desde el momento en que es capaz de decir que 2 + 2 no son 15,
tendría su lugar en un punto determinado del cerebro que, aunque fuera
imperceptible poseyera, sin embargo, dimensionalidad. La reflexión implica el
que uno y el mismo ser se encuentre, en cierto modo, frente a su objeto y
vuelva a encontrarse a sí mismo en éste. «La condición para la posibilidad del
conocimiento, recuerda Wetter, es, por tanto, que se admita como sujeto del
conocimiento, no una configuración material con extensión, sino un foco absolutamente
simple, sin dimensiones y por ello inmaterial, ... que no representa algo tan
vacío Y falto de vida como un punto geométrico, que se haya en la triple
negación, es decir, en la negación de su extensión a lo largo, lo ancho y lo
alto. Se necesita más bien un foco tal que esté lleno de significación,
al que no tiene acceso la materia nunca en ningún grado de su desarrollo, que
no solamente existe y actúa, sino que sabe también de sí mismo y de lo que
hacen está, por tanto, en posesión de toda su actividad e incluso de sí mismo.
Y una esencia así lleva el nombre, desde hace siglos de espíritu» [27].
Esta disgresión crítica sobre el origen y la naturaleza del conocimiento en
su versión marxista, nos permite comprender mejor el porqué de la imposibilidad
de Lukács para decirnos qué es el reflejo artístico de la realidad, o en
qué se diferencia del reflejo científico y del de la vida cotidiana, que
es lo que él pretende delinear en este primer tomo. Si para el marxismo sólo
existe la materia, no se entiende en qué consiste esa componente antropomórfica
que, según Lukács posee el reflejo estético.
Por último, y como consecuencia de todo esto, digamos también que la preocupación
de Lukács en este tomo primero por mostrarnos cuál ha sido la génesis y la
diferenciación del quehacer artístico, es incapaz de explicar no ya en qué
consiste propiamente ese reflejo, sino que ni siquiera demuestra que se
distinga del reflejo científico o del de la realidad cotidiana.
Obsérvese que decimos demuestra, porque «afirmar que es distinto» no
es lo mismo que demostrarlo. ¿No resulta llamativo que centenares de páginas de
un filósofo que analiza la realidad desde el prisma del materialismo dialéctico,
―en el que juega un papel decisivo el hacer del hombre el trabajo―,
no ofrezcan un estudio sobre la naturaleza de ese hacer creador (el arte para ιl no es mera fotocopia de la realidad) en que parece consistir el reflejo
artístico de la realidad?
Su ingente esfuerzo por ofrecernos una génesis del proceso artístico, aun
reconociendo la sugestión que pueda ejercer en quienes partan de sus postulados
materialistas, resulta ―y él lo reconoce abiertamente― incompleto,
lleno de lagunas y afirmaciones no probadas. Es más, adolece de una petición de
principio, como ha quedado claro al referirnos a la crítica de la teoría del
conocimiento marxista.
Como observa Lichtheim [28], poco
sospechoso de antagonismo respecto a los teóricos marxistas. Lukács sólo conoce
bien el teatro y la novela e ignora prácticamente los problemas de la pintura,
escultura y, sobre todo, de la música. Quizá esto explique que Lukács pase por
alto la consideración de lo que los artistas llaman cocina: esos
intentos, ensayos.. pruebas, bocetos, modificaciones que se realizan en el
curso de la obra a tenor de lo ya ejecutado. Podría pensarse que este aspecto
concreto de la labor artística ofrece algún apoyo a una consideración
«marxista» del tema, por la interacción continua entre realidad exterior,
trabajo artístico (tanto si se emplean medios tradicionales como pinceles,
gubias, etc., como si se utilizan otros más modernos, computadores por ejemplo)
e interioridad del artista, donde se decantaría lo que Lukács llama reflejo artístico.
Pero esta cocina que produce esa forma artística posee una ley que, en
última instancia, se refiere a una Belleza objetiva y autónoma; también
histórica en el sentido de que se va enriqueciendo con el progreso cultural de
la humanidad sin perder esa dimensión inmutable, que la convierte en válida
para cualquier período de la humanidad.
¿Admitiría Lukács todo esto? Posiblemente si, pero a condición de que en
lugar de hablar de belleza objetiva, que en su sentido trascendente no admite,
dijéramos que ésta consiste en un todo ordenado cuyas raíces últimas se
basan en la experiencia colectiva de la humanidad. Pero de esto nos
ocuparemos en el apartado C) de esta recensión.
2. Otras consideraciones metodológicas
Ya desde el mismo prólogo, Lukács nos dice que hay que situar el
comportamiento estético del hombre en la totalidad de sus actividades humanas y
en la manera que el hombre tiene de reaccionar ante la realidad objetiva. Como
para él, el comportamiento humano cotidiano es comienzo y final al mismo tiempo
de toda actividad humana, nos dice que: «Si nos representamos la cotidianidad
como un gran río, puede decirse que de él se desprenden, en formas superiores
de recepción y reproducción de la realidad, la ciencia y el arte; se diferencian;
se constituyen de acuerdo con sus finalidades específicas; alcanzan su forma
pura en esa especificidad ―que nace de las necesidades de la vida
social―, para luego, a consecuencia de sus efectos, de su influencia en
la vida de los hombres, desembocar de nuevo en la corriente de la vida
cotidiana. Esta se enriquece, pues, constantemente con los supremos resultados
del espíritu humano, los asimila a sus cotidianas necesidades prácticas y así
da lugar luego, como cuestiones y como exigencias, a nuevas ramificaciones de
las formas superiores de objetivación. En ese proceso hay que estudiar
detalladamente las complicadas interrelaciones entre la consumación inmanente
de las obras en la ciencia y en el arte y las necesidades sociales que son las
que las despiertan, las que ocasionan su origen. Sólo a partir de esa dinámica
de la génesis, el despliegue, la autonomía y la raíz en la vida de la
humanidad, pueden conseguirse las peculiares categorías y estructuras de las
reacciones científicas y artísticas del hombre a la realidad» (p. 12).
En este planteamiento podríamos ya señalar una deficiencia fundamental.
Lukács da por supuesto, sin la obligatoria depuración previa del contenido a
tratar, que la estética abarca todo el comportamiento humano.
Este punto de vista del prólogo no se rectificará en todo el tomo I analizado.
Y hay que decir que de ningún modo es evidente que la estética sea un
comportamiento, algo esencialmente práctico ―es esencialmente
cognoscitivo―, ni que abarque todas las dimensiones de la praxis humana.
Este error inicial (bajo el que late el a priori materialista de
Marx) condiciona toda la obra, haciéndola no sólo compleja y farragosa, al
tener que tratar de omni re scibili, sino confusa.
El resultado son casi cuatrocientas páginas en las que el lector se ve
obligado a volver atrás hasta recuperar el hilo, preguntándose frecuentemente
qué tiene que ver todo lo escrito con la estética. Superado ese primer
obstáculo, se ven los elementos que Lukács ha utilizado, algo así como cuando
en un vaso revuelto, con unos minutos de espera ―que aquí naturalmente
son horas― pueden distinguirse las distintas materias que se encontraban
mezcladas.
Lukács profesa, metodológicamente, un marxismo hegelianizado que intenta
conservar el modo histórico sistemático de sintetizar, eludiendo
reiteradamente, no obstante, lo que para Hegel era el tema central: la unidad
indisoluble del arte, de la filosofía y de la religión. Por supuesto que Lukács
conserva también las protestas de objetividad del materialismo dialéctico y del
materialismo histórico. Según Lukács, el marxismo ha corregido las rigideces de
la sistematización hegeliana debidas al idealismo objetivo: por eso
―dice―, mediante la interacciσn entre materialismo dialéctico y
materialismo histórico es posible captar el proceso real, no deduciéndolo de
frases históricas de desarrollo partiendo del despliegue interno de la Idea,
sino en sus complicadas determinaciones histórico‑sistemáticas.
Así, pues, en su método se entremezclan ingredientes hegelianos, los análisis
de las ciencias sociales, la teoría del conocimiento marxista, el sistema de
señalización pavloviano, el método de las ciencias del espíritu en el sentido
de Dilthey (que ejerció una notable influencia en él), y, sobre todo, el
determinismo propio del materialismo marxista. A todos les concede un valor
incontestable a la hora de ser aducidos, en los puntos de apoyo, descartando
como insuficientes y superadas las escasas tesis discrepantes que cita.
Su técnica es, en consecuencia, compleja y está salpicada por la punta de
aliciente que supone en un lector desprevenido el encontrarse con gratuitas
afirmaciones rotundas. En esta obra, Lukács, cuando no sienta las cuestiones
por definición, las supone verdaderas mientras aplaza constantemente el tema a
ulteriores estudios que se verán ampliados al tratar de ,cada materia artística
en particular: música, arquitectura, pintura, etc. Lukács espera someter,
finalmente, sus tesis a la aprobación «ontológica» (es decir, la única
confirmación o verdad de las cosas aceptable para un marxista: el aval que da
la praxis, cuando la tesis se lleva históricamente a cabo) depositaria, según
él [29], de la
estructura efectiva de la realidad. Como la muerte le sobrevino el 4 de junio
de 1971, su Estética ha quedado sin concluir y no parece que el único capítulo
de su «Ontología del ser social», publicado por su discípulo Luchterhand, vaya
a responder a estas expectativas.
Lukács, como decimos, se esfuerza por
conciliar a Hegel y Marx. Así quiere eliminar toda idea estética previa en el
artista y mostrar que éste va poco a poco apoderándose de ella, con la ayuda
del trabajo. Pero, insistimos, todo eso no lo prueba, lo afirma tan sólo, en un
conjunto espeso y de difícil comprensión. Mészáros, que fue ayudante de Lukács
en la Universidad de Budapest, ha dicho que la Estética es un «tosco borrador,
que separa tristemente esta obra fundamental del público lector» 29 bis.
En cuanto a la coherencia de sus conclusiones,
ya se ha visto por la selección de textos ofrecida, que la mayoría se reducen a
una glosa, desde la concepción materialista propia del marxismo, de las
opiniones de algunos estudiosos que parten, como él, del a prior¡ materialista:
Childe, Frazer, Fischer, Gehlen, etc. [30]. Lukács ignora, sencillamente, a todo autor que
no casa con sus ideas, antiguo o moderno. En este sentido, su Estética es una
obra partidista, cerrada en un horizonte voluntariamente restringido, pero que
se hace pasar por universal. Su obra no se libra, pues, de la pesada carga de
estar escrita con la intención de hacer viable para el arte el sistema de Marx.
Hay, en consecuencia, una voluntad de ser marxista y una construcción teórica,
abrumadora por lo extensa, que debería fundamentar sus conclusiones, pero que,
en realidad, no conduce a ello. El hecho de que en la bibliografía estética de
hoy prive una marcada tendencia a defender la autonomía del arte con respecto a
otro valor que no sea el arte mismo ―planteamiento, sin duda, también
falso―, ha podido ayudar a que Lukács haya suscitado cierto interés en
Occidente, entre ensayistas dedicados a temas estéticos. Sin embargo,
trascendiendo un poco del hecho sociológico de que Lukács puede estar «de moda»
(lo que, sin duda, tiene causas bastantes ajenas a los valores culturales), es
previsible que de los esfuerzos de Lukács queden sólo entre los marxistas sus
intentos de dar cabida al arte en el «sistema». El montaje materialista de algo
como el arte que posee una componente espiritual innegable, al igual que las
lagunas que el propio Lukács reconoce, quedará tan superado como las ideologías
que lo hicieron nacer.
VALORACION DE FONDO
El tomo analizado, para su autor, no es más que un adelanto de una síntesis
de la Estética. Y muchas de las conclusiones a las que Lukács aboca en este
primer tomo titulado «Cuestiones preliminares de principio», son, para él,
provisionales y no tendrán una configuración definitiva hasta que se planteen
pormenorizadas en cada manifestación artística y sean sustentadas por su
«ontología» y su ética. Si a eso añadimos que Lukács procede de modo lento,
minucioso, como por oleadas circundantes en las que cada paso en la
determinación de lo estético es descrito y comparado con la correspondiente
esfera «científica», al tiempo que la red de araña se espesa en divisiones,
subdivisiones y relaciones interminables que sólo resultan incoadas, se
comprenderá, por tanto, que este juicio valorativo sea en cierto modo
provisional por lo que se refiere a algunos aspectos del tema específico
―la teoría estética―, y en cambio puede ser definitivo con relación
al fondo que más nos interesa: la adecuación de sus presupuestos y conclusiones
respecto a la verdadera metafísica de la razón natural, y respecto al contenido
objetivo de la Revelación cristiana.
En primer lugar, como valor negativo de esta obra, está la misma
metodología: parcial, encuadrada en la técnica dialéctica, dogmática en los
presupuestos y llena de puntos oscuros o ambigüedades en las conclusiones, todo
ello con el cuidado de que la argumentación discurra por cauces siempre serenos
sin polemizar de modo agrio, ni descomponerse.
En segundo lugar, habría que valorar su tesis global ―intento de
conciliar la dialéctica hegeliana de la Idea con la praxis marxista― de
la génesis de los reflejos, que van enriqueciendo al hombre a través de
mediaciones cada vez más complejas de la cotidianeidad debidas al lenguaje y al
trabajo: de ahí, por medio de un proceso paulatino y dialéctico, surge el
reflejo científico, y, paralelamente, el reflejo estético, como verdad
histórica ―concomitante con la verdad científica―, aunque con una
carga antropomórfica ineliminable.
Digamos por lo pronto ―ya se apuntσ
antes― que nuestro autor afirma mαs lo que no es el reflejo estιtico que lo que es. Esto era previsible, ya que la teorνa de Lukαcs adolece de la servidumbre a las tesis reduccionistas de Lenin. Es sabida
la preocupaciσn fundamental de Lukαcs por defender la teorνa materialista del conocimiento presentada por Lenin; el pensamiento humano
refleja un mundo objetivo, independiente de la mente humana, un mundo que no es
producto del cerebro. Esta concepciσn seduce doblemente a Lukαcs, porque le aleja del idealismo (Fichte, Schelling) y, sin embargo, no le
desvincula de Hegel, ya que las teorνas de Lenin sobre el conocimiento
fueron formuladas en forma de notas filosσficas sobre Hegel. Esto, por otra
parte, confiere a Lukαcs la tardνa satisfacciσn de su acuerdo final con los crνticos comunistas que, treinta aρos antes, le habνan atacado [31], no tiene inconveniente en afirmarlo asν.
Su concepción, pues, del arte está estrechamente relacionada con este
«realismo» materialista. El arte retrata el mundo ―porque en última
instancia se nutre de un reflejo tomado de él― en el sentido de
que, por muy complejos que sean los medios formales empleados en el proceso,
permite al hombre percibir su propia y verdadera naturaleza. Así tenemos
estructuralmente encuadrado el reflejo estético como una subespecie del
ámbito cognoscitivo delineado por Lenin. No se trata de un naturalismo que no
reflejaría más que epidérmicamente el mundo, sino de un «realismo» que para
Lukács estaría a la otra orilla del subjetivismo modernista, hijo del idealismo
subjetivo. Pero de ahí a decir qué es específicamente esa esteticidad hay un
trecho, que Lukács no recorre.
En tercer lugar, la apelación casi constante a Goethe, en los problemas más
espinosos de la estética, ya nos pone en la línea del gran problema en que se
debate quien, como Lukács, se afilia al análisis marxista de la realidad. En
efecto, no puede dar razón de un tema tan complejo como la obra de arte, en el
que el espíritu no tiene, ciertamente, un papel secundario o adjetivo, una
tesis cuya opacidad, o alergia, a lo as fuerzas. Es sabido que Goethe, en su
único trabajo filosófico, escrito en 1784‑85, ya formulaba lo que
después, en 1812 calificaría como el fundamento de toda su existencia: ver a
Dios en la naturaleza y a la naturaleza en Dios. Parece como si el recurso a
una postura similar a la de Goethe fuera la solución que queda a quienes sin
renunciar a un materialismo omnicomprehensivo, quieren respetar, sin embargo,
algunos datos primarios de la experiencia humana. El ateísmo que reflexiona
sobre el universo y pretende explicarlo, vira inevitablemente hacia panteísmo.
Los marxistas rechazan con vehemencia el término panteísmo, pero es evidente
que profesan tocante a la materia las antiguas doctrinas panteístas, esto es,
que el mundo es el único ser, el ser necesario. Marx «dirá incluso que la
evolución es autocreación, lo que equivale a atribuir al universo lo que las
mitologías teogónicas atribuían a sus dioses» [32].
En cuarto lugar, pensamos que resulta difícil, para Lukács, esquivar el
utilitarismo, el arte concebido como mero vehículo propagandístico, como puro
soporte de una realidad extraña a él, al excluir su dimensión metafísica.
Aunque Lukács afirma que la obra de arte es algo autónomo que se rige por leyes
propias (dirá que cuando lo estético hace referencia a una realidad diferente
de la obra de arte, se elimina lo estético propiamente dicho), esa misma
vinculación refleja a la cotidianeidad es el fulcro que la instrumentaliza
esclavizándola al curso de la historia. Ciertamente el arte auténtico no puede
prescindir de la realidad, pero precisamente por se algo espiritual, humano, sí
puede prescindir de la realidad cotidiana y nunca, en cambio, de la misma
realidad del arte esto es, de la correcta factura, de la ejecución perfecta,
cuyo canon es, en última instancia, la Belleza. Y sin la metafísica resulta muy
difícil conciliar ambos extremos. Dicho en dos palabras: el arte es autónomo,
pero no independiente. Tiene una realidad propia, autónoma, y no puede
independizarse de esa realidad espiritual que lo constituye, pero sí puede, y a
veces debe, ser independiente de determinadas realidades materiales.
Lukács no admitiría, por supuesto, una Belleza en su sentido trascendente,
como propiedad trascendental del Ser, pero suplanta su contenido en términos de
un todo ordenado cuyas raíces últimas deben cifrarse en la experiencia
colectiva de la Humanidad. Elimina, consiguientemente, toda su
trascendencia atándola al reflejo material de una realidad que no es la
de los hechos cotidianos, ni la de los puros sentimientos humanos, sino la de
algo que sería objetivo y subjetivo a un tiempo, pero patrimonio de todos los
hombres. ¿Qué? That's the question. Lukács se sitúa entre el subjetivismo idealista y el naturalismo
fotográfico; la única salida que le queda para deshacer este auténtico nudo
gordiano es ―como apuntamos― la estιtica
hegeliana y, en particular, Goethe, con quienes tiene en común la veneración
alemana por lo griego. Digamos, para terminar, que Lukács se nutre de un
declarado sociologismo, que le lleva a pensar que la naturaleza del. arte sólo
puede ser tratada en conexión con su génesis, y ésta, meramente material. Para
ello, como hemos visto, y a pesar de declarar repetidas veces la imposibilidad
de estudiar detalladamente los orígenes del arte (intenta una descripción de
cómo el reflejo estético se va separando de las otras formas de reflejo
―el cotidiano y el científico― mostrando cómo todas habrían
empezado a ser formas separables de la actividad laboral del hombre y de su
indeclinable naturaleza social.
Esto equivale a sostener que los hombres actúan como deben actuar y piensan
como deben pensar, dado el grupo social en que viven. Así, la pregunta: ¿qué
hacemos, o qué pintamos, o qué escribimos, etc.?, es para Lukács razonable y
puede ser contestada; pero la que debe inquietar a todo hombre que busca la
verdad en todas sus irisaciones posibles ―el arte es una de ellas―
¿qué debemos pintar, escribir, escribir, o cómo hacerlo?, no tiene, de hecho,
contestación. En rigor, Lukács hace un planteamiento similar al que lleva a
afirmar a Lévy‑Bruhl: «No hay respuesta alguna a la demanda: ¡dadnos una
ética!, porque esta demanda no tiene objeto» [33].
En los tomos sucesivos, que aquí no se analizan, dirá Lukács que la obra de
arte es como la plasmación (musical, arquitectónica, etc., pero sobre todo
literaria) de un aspecto del ser‑en‑sí de la realidad, que se ha
hecho evocador para el hombre en un determinado período histórico. Hasta el
punto de que la historia del arte podría ayudarnos a descubrir la historia de
las distintas condiciones sociales de la humanidad. Por ejemplo, un bodegón de
Chardin no se limita tan sólo a representar una serie de objetos, sino que
denuncia el modo cómo la burguesía francesa de mediados del XVIII se situaba en
relación con su medio. Bastaría, dice, compararlo con un holandés del XVII o
con un Cézanne para leer en ellos la diferencia y ver que en el arte no hay ninguna
categoría universal (cfr. t. III, p. 237). Con lo cual Lukács incide en un
error que han evitado algunos autores de tendencias también marxistas: «No es
más que un deseo ilusorio y una resonancia de la idea de la kalokagatia pensar
que puede haber una coincidencia de la justicia social y el valor artístico, y
que partiendo de las condiciones sociales bajo las cuales se produce una obra
de arte, pueden extraerse consecuencias respecto a su perfección... Es incluso.
problemática aquella conexión entre verdad en el arte y verdad en la política,
aquella identificación de naturalismo y socialismo que, desde sus orígenes, fue
uno de los principios fundamentales de la teoría del arte socialista y todavía
es hoy uno de sus dogmas» [34].
Lukács, en cambio, no renunciará a* este empeño de conectar Arte y sociología.
El sociologismo es un cientifismo más que como todos ellos eleva al rango
de normativas y trascendentales las conclusiones parciales de la ciencia, en
este caso sociológica. Al suprimir Marx la idea hegeliana, interpretará la
dialéctica de Hegel como la ley de evolución de la materia en el tiempo y, con
ella, de todos los fenómenos biológicos y sociales enraizados y determinados
por la materia. Es decir, que entonces lo que queda para una «sociología
científica» de cuño marxista es un darwinismo social cuya única ley es la
selección natural y donde la supervivencia de lo mejor decidirá todas las
cuestiones teoréticas.
En una palabra, y ateniéndonos a los hechos, será el Partido quien diga
también en este campo del arte qué es lo que hay que producir artísticamente.
Que ello es así, no precisa un mayor esfuerzo demostrativo. Tan sólo apuntar el
hecho de que, por ejemplo, el arte abstracto está . prohibido en Rusia desde
1932. Y otro tanto habría que decir de otras manifestaciones artísticas si no
fuera porque la evidencia de este hecho convertiría en pérdida de tiempo todo
lo que sobre ello se diga. Así lo ha visto Del Noce cuando escribe: «Si Dios no
existe, las cosas no tienen una objetividad que merezca ser respetada por el
hombre. Lo otro‑que‑yo no es ya antes que nada lo que es para Dios
(objetividad) y sólo luego lo que es para mí (subjetividad). ¿Cómo
refundamentar filosóficamente la objetividad sin recaer en la fundamentación
metafísica cristiana? Mediante. la afirmación de que entre todas las posiciones
de pensamiento goza de mayor objetividad la que tiene mayor eficacia práctica y
política: la que consigue verificarse en la práctica dominando la historia
(afirmación muy propia del determinismo y materialismo marxista). Ahora bien,
el proletariado está históricamente destinado, según el mismo marxismo, a
afirmarse con el sentido de la historia presente; su punto de vista es, pues el
único correcto para enjuiciar la realidad... En el momento mismo en que se
plantean las exigencias de la cultura son abandonadas al arbitrio del Partido
que, siendo el único trámite de la historia y de la objetividad, debe tener
siempre la razón. La fatalidad de esta subordinación práctica del intelectual
al Partido viene confirmada por la historia personal de Lukács: condenado por
el Partido, retractó sus tesis y se sometió al stalinismo»[35].
R.M.
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[1] K. MARX, Gründrisse der Kritik der Politischen Okonomie, Berlín Este, 1953, p. 30; citado por G. LICHTHEIM, Lukács, Ed. Grijalbo, Barcelona.
[2] R. DE LA CALLE, Lukács y la estética diferencial, en Rev. Teorema, Universidad de Valencia, 1971, p. 74.
[3] PAULOV. Obras completas, Berlín, 1953, 11112, p. 551; citado por Lukács, o. c., p. 35.
[4] Engels, Dialéctica de la naturaleza, citado por Lukács, p. 85.
[5] GEHLEN, El Hombre, p. 201, citado por Lukács, p. 86.
[6] E. FISCHER, Arte y humanidad, pp. 119 y ss.; citado por luxáis, p. 89.
[7] LÉVI‑BRUHL, El alma primitiva, p. 147; citado por Lukäcs, p. 92 Es de advertir que Lévi‑Bruhl renunció a bastantes tesis de esta obra, publicada en 1927 ―sobre todo a las referentes al lenguaje‑, por considerarlas, posteriormente, contrarias a los hechos.
[8] FRAZER, La Rama Dorada, p. 74; citado por Lukács, p. 108.
[9] ENGELS, Dialéctica de la naturaleza, p. 700; citado por Lukács, p. 114.
[10] MARX, Salario, Precio y Beneficio, p. 41; citado por Lukács, p. 141.
[11] LENIN, Cuadernos filosóficos, p. 316; citado por Lukács, p. 143.
[12] FEUERBACH, Obras completas, VIII, p. 233; citado por Lukács, p. 143.
[13] Puede citarse, por ejemplo, la obra de W. Schmidt, Der Ursprung ter Gottesidee. Eine historich‑kritische und positive Studie, Munster, 1ªedición 1912-1950, 9 vols., que con la utilización de la etnología étnico-cultural descalificó las fantasías de los positivistas acerca dell origen de la idea de Dios.
[14] BURCKHARD, Historia de la Cultura griega, vol. II, p. 358; citado por Lukács, p. 150.
[15] GEHLEN, Hombre primitivo y cultura tardía, p. 238 citado por Lukács, p. 185.
[16] Cfr. G. Lukács, Storia e coscienza di clase, Sugar editore, Milano 1970, p. 135.
[17] ENGELS, Trabajos preparatorios para el Anti‑Dühring, p. 394 citado por LUKÁCS, p. 244, tenga para LUKÁCS el carácter de un axioma.
[18] G. Lichtheim Lukács, Barcelona, 1972, p. 187.
[19] BÜCHER, o.c., p. 359; citado por Lukács p. 277.
[20] WUFFLIN, Ideas sobre la Historia del arte, Basel, 1941.
[21] WEYL, Symmetrie, Princeton University Press, 1952, p. 30.
[22] Nótese, una vez más, como se invierte con violencia el orden de la realidad: es la flecha, es la cerámica las que hacen surgir en el hombre la sensibilidad a la simetría.
[23] FISCHER, o.c., p. 179; citado por Lukács, p. 341.
[24] I. P. PAULOV, Obras completas, 2.a ed. vol. III, p. 336. Citado por WETER/LEONARD en La ideología soviética. Herder, Barcelona, 1973, p. 65, texto al que me remito para este tema.
[25] MARX, Das Kapital, Hamburg 1914, 1. p. 140 citado por Lukács, o. c., T. L, p. 39. El subrayado es, naturalmente, mío.
[26] WETER, o. c., p. 70.
[27] WETTER, o. c., p. 77.
[28] Cfr. o. c., p. 191.
[29] H. H. HOLZ et alii, Conversaciones
con Lukács. Ed. Alianza, 1969.
29 bis I. MÉSZÁROS, El concepto de dialéctica de Lukács, p. 77; en Georg Lukács, el hombre, su obra, sus ideas, de G. H. R. PARKINSON, Barcelona, 1973.
[30] Además, resulta llamativo que raramente cita escritores no alemanes, por muy marxistas o hegelianos que sean... Aun dentro de su propia área cultural, su criterio selectivo es muy curioso; ignora por ejemplo, virtualmente las publicaciones del Institut für Sozialforschung (Frankfurt)‑. para nada alude a la Historia social del arte de Arnold HAUSER, investigador de orientación, asimismo, marxista, pero que al no compartir las posiciones políticas de LUKÁCS es simplemente ignorado. Igual ocurre con el crítico literario Hans MAYER, marxista, pero no leninista y, en consecuencia, no digno de mención, cfr. LICHTHEIM, Lukács, Grijalbo, México, 1973 ,p. 181.
[31] Desde su postura simpatizante con el marxismo, LICHTHEIM (cfr. Lukács, Ed. Grijalbo, 1973, p. 170.
[32] C. TRESMONTANT, Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios, Ed. Península, Barcelona, 1969, p. 95.
[33] LÉVY‑BRUHL, Ethica and Moral Science, p. 216; citado por GILSON en La unidad de la experiencia filosófica, Rialp, 1966, p. 318.
[34] A. HAUSER, Introducción a la Historia del Arte. Ed. Guadarrama, Madrid, 1969, p. 21.
[35] A. DEL NOCE, Gyögy Lukács, G.E.R., t. 14, p. 606, Ed. Rialp, 1973.