Routledge and Kegan Paul, 1964 (primera edición,
1961). (Hay
edición castellana: El marxismo. Un estudio crítico e histórico, Anagrama,
Barcelona, 1971, 461 pp.)
La moda entre los comentaristas actuales, según George
Lichtheim, es exponer el sistema de Karl Marx y analizar su compatibilidad con
el pensamiento de hoy. Pero el autor considera que el marxismo es, en primer
lugar, un fenómeno histórico, y así pretende presentarlo en el presente libro.
Un análisis crítico del sistema a la luz del pensamiento moderno queda relegado
a un segundo lugar. En consecuencia el punto de partida no es el «materialismo
dialéctico», sino la Revolución Francesa y su influencia en Alemania a
principios del siglo XIX. Con frecuencia se ha dicho que el marxismo representa
un puente entre las revoluciones francesa y rusa, el autor apoya esta hipótesis
y sigue paso a paso los acontecimientos de este período.
El libro está dividido en seis grandes apartados: a)
Revisión histórica y filosófica de los cincuenta años que median entre 1789 y
el inicio del desarrollo del sistema marxista, b) Descripción de la primera,
doctrina de Marx entre 1840 y 1848. c) Consideración del papel que jugaron los
acontecimientos, entre 1848‑71, en Alemania y Francia, en el completo
des, envolvimiento del sistema de Karl Marx. d) Estudio del núcleo de la
doctrina marxista, tratando los puntos referentes al «materialismo histórico»,
la sociedad burguesa y la política y economía marxistas. e) Prospección
histórica de las corrientes e interpretaciones sobre Marx desde 1871 hasta la
primera guerra mundial. Y, por último, f) Análisis de la disolución del
marxismo, considerado como sistema, hasta nuestros días.
Una vez situado el marxismo en su coyuntura histórica,
el autor aborda ―como objetivo secundario― el análisis crítico. Se
plantea si hay elementos del marxismo original que han conservado su
importancia a lo largo del tiempo y, más específicamente, considera la
importancia que tiene hoy la realización de una crítica de la economía liberal,
centrándose en lo que llama primer intento de hacer una teoría unitaria del
Estado.
El autor, George Lichtheim, es un alemán educado en
Berlín, y Heidelberg que ha residido en Inglaterra desde 1945. Ha sido redactor
de la revista Soviet Survey. Afirma que el libro no está escrito desde
ninguna postura ideológica; su interés es histórico y crítico. Hace notar, al
principio del libro, que no es su intención juzgar la verdad o falsedad del
sistema marxista. Considera esta alternativa ingenua, ya que no permite otro
juicio, como por ejemplo: la significación práctica de la doctrina; su
relevancia a las circunstancias que pretende explicar, etc. Le interesa
únicamente juzgar el marxismo dentro de su contexto histórico e investigar si
en su tiempo las ideas eran motivo de nuevas intuiciones y progreso
intelectual. Esta postura deja algo de desear, como veremos más adelante,
puesto que el marxismo pretende abarcar hechos mucho más universales que los
que conciernen a su propia época.
1. Ambiente intelectual e histórico en el
cual nace el marxismo. 1783‑1848.
El sistema que llegaría a ser denominado marxista fue el resultado de un conjunto de factores del pasado siglo, entre los cuales destacan principalmente cuatro: idealismo alemán, radicalismo filosófico, socialismo, y la experiencia de la Revolución Francesa. El contexto histórico es la revolución industrial: estas corrientes e ideas eran respuestas a los problemas que planteaba. En esta atmósfera, Marx materializó y mundanizó el sistema de Hegel e hizo surgir la concepción materialista de la historia.
Para Hegel la libertad y la conciencia son momentos del
absoluto, es decir, de Dios. Por tanto, la historia no es más que una autobiografía
de Dios. Esto produjo una reacción especialmente clara en el materialismo de
Feuerbach, quien consideró que el idealismo filosófico era una alienación para
el hombre, puesto que el «espíritu» hegeliano representaba una negación de la
materia. Más aún, el idealismo filosófico era motivado por el idealismo
religioso, por lo tanto el programa consistía en quitar la llamada fábula
religiosa. Feuerbach niega a Dios; como la materia sería la negación del
espíritu, igualmente el hombre constituiría la negación de Dios. Esta negación
nace así de su deseo de afirmar absolutamente al hombre y, en consecuencia,
todos los atributos que se habían predicado de Dios, propiamente pertenecían al
hombre. En lugar del concepto «erróneo», «fantástico» y «celestial» del hombre
que ―a su juicio― propone la teología, Feuerbach propone una figura
que sería palpable, actual y, por tanto, política y social del hombre.
La postura de Feuerbach, comenta el autor, es paralela a
la de los materialistas y racionalistas de la Revolución Francesa; por entonces
los intelectuales radicales pasaron a la política como los girondinos. El
papel de éstos en la Alemania de 1848‑9 lo representaron los demócratas
de la extrema izquierda de la Asamblea Nacional, que mantenían una desesperada resistencia
a la alianza de los liberales del Norte de Alemania con el estado prusiano. Los
jacobinos serían Marx y sus compañeros. Otro paralelismo que hace notar
el autor es entre Feuerbach y la escuela de Saint‑Simon, fundador de la
Sociología, que empezaba a tener eco a través de su discípulo Augusto Comte.
Comparten la misma idea de la transformación de la teología en antropología y
la opinión de que era preciso traer el reino de los cielos a la tierra.
Brevemente, Feuerbach captó, para la filosofía radical, la crítica que habían
hecho a la teología tradicional racionalistas protestantes como Strauss, Bauer,
etc.
De Feuerbach sacó Marx su visión materialista de la
historia y su crítica a Hegel, característica que tenía incluso antes de ser
comunista. Marx tomaba de Hegel la idea de que la historia era la auto‑creación
progresiva del hombre, un proceso que tiene como motor la actividad práctica
social, es decir, en último término, el trabajo humano. Por medio del trabajo
el hombre produce y crea su mundo, y esta actividad modifica su propia
naturaleza a la vez que transforma el mundo externo. Para el hombre socialista
todo lo que se llama historia mundial no es más que la creación del hombre por
medio del trabajo humano. Este es el resumen que ha sacado Lichtheim de los Manuscritos
económico‑filosóficos de 1844. El autor concluye diciendo que en esta
obra, junto con La sagrada familia (1845), Las tesis sobre Feuerbach (1845)
y La ideología alemana (1845‑46) se perfila una filosofía de la
historia muy completa, con una sociología rudimentaria que Marx había extraído
de los enciclopedistas franceses y sus sucesores: la escuela de Saint‑Simon.
Lo que se llama, sin mucho acierto según Lichtheim, la concepción materialista
de la historia es en el fondo una combinación de estos elementos.
La filosofía de la historia presentada por Marx es la
hegeliana, pero criticando a Hegel que su pensamiento no fuera práctico, es
decir, un instrumento para cambiar el mundo, pues Hegel intenta conciliar la
inteligencia con el mundo actual. Hegel sostenía que la libertad era
constitutiva dé la esencia del hombre, Marx le critica por contradecir más
adelante esta intuición fundamental. Hegel reconocía que la libertad precisaba
autodeterminación, no obstante llegó a justificar un Estado que imponía
autoridad sobre individuos no libres. Marx sigue a Feuerbach al decir que en la
filosofía del Estado hegeliana el único sujeto verdadero es el Estado, y los
individuos son como predicados del mismo. El influjo de Feuerbach sobre Marx
fue su radicalismo; la idea de la emancipación de la humanidad de todos los
obstáculos que impiden el libre desarrollo de sus facultades y la adquisición
de su libertad, entendida por Marx como dominio de su propia naturaleza.
Posteriormente Marx criticaría también a Feuerbach pero el radicalismo
filosófico y la rebelión contra el sistema hegeliano ―defensor del status
quo― encuentra su inspiración en Feuerbach.
Lichtheim estima que antes de su desplazamiento a París,
en 1843, Marx era un radical demócrata, pero todavía no socialista y mucho
menos comunista. Su paso al comunismo se debió a su encuentro en 1845 con
hombres como Blanqui, Cobet y otros en París, que desengañados de los logros de
la Revolución Francesa querían ir más allá de la simple igualdad política. Dado
que el partido burgués había fracasa do en llevar a cabo los últimos objetivos
de la Revolución Francesa, Marx no creía que una revolución burguesa podría
resolver el problema alemán y elevar a Alemania a un nivel europeo. Ante el
fracaso de los burgueses, la revolución debería ser conducida por el
proletariado. En el Manifiesto Comunista (1848), desarrolló esta idea
sosteniendo que la revolución alemana debería ser burguesa en inspiración y en
su comienzo, pero que sería seguida de una revolución del proletariado. Esto,
junto a una amplia doctrina económica y política fue la esencia del Manifiesto
Comunista, escrito como órgano de la pequeña Liga Comunista de la
que Marx formaba parte. Fue redactado en el otoño de 1847 y publicado en 1848,
es decir, en la víspera de los dos levantamientos de París que reflejaron una
gran semejanza con los planes dibujados por Marx. Pero la rebelión de junio en
París, aunque históricamente de gran importancia, en su momento no gozó de
éxito, y el mundo tuvo que esperar la Revolución Rusa y la persona de Lenin
para ver el programa del Manifiesto Comunista llevado a la práctica. En
este documento Marx se declaraba a favor de la revolución total, dado que la
historia francesa habría demostrado que sin ésta sólo se conseguía una
«emancipación parcial» del pueblo, consistente en la caída del ancien
regime. La completa emancipación ―socialismo― seguiría
necesariamente, pero sólo podría realizarse por medio de una clase, el
proletariado, cuya condición infrahumana exigía «la disolución del orden social
actual». De esta forma la filosofía cumpliría sus fines.
Como el Manifiesto Comunista salió a la luz en
1848, año de la revolución, ha existido la tendencia de ver la doctrina de Marx
como la respuesta al problema de Europa Central. Marx creía que Alemania era
más propicia para la revolución en comparación con Inglaterra y Francia, en
donde ya se había realizado la emancipación parcial. Sin embargo, fue Engels
quien le convenció, en 1847, que Inglaterra, a causa de una más desarrollada
clase obrera era el país más adecuado para la deseada transformación. Los
movimientos chastists habían persuadido a Engels de esta idea, trazando
la teoría en Condition of the working class (1845) y Grundsaetze (1847).
Con respecto a la situación alemana, Marx y Engels apoyaron a los demócratas en
el levantamiento antimonárquico de 1848 en la revista «Neue Rheinische Zeitung,
de la que Marx era editor.
Antes del Manifiesto, Marx había escrito
que la Alemania de 1830‑48 no era ni el ancien regime ni un estado
socialista y ella, más que Francia o Inglaterra, era el terreno propicio para
la revolución. Francia, que había conseguido la emancipación parcial, alcanzaría
lógica y naturalmente la emancipación total. Pero en Alemania, precisamente
porque estaba todo por hacer, sólo un proletariado revolucionario, encabezado
por una vanguardia de intelectuales de la burguesía, podría realizar la
emancipación parcial ya realizada en Francia.
Por esta razón en los años 1848‑9, e
incluso en años posteriores militó, en el ala radical del movimiento
democrático.
Los acontecimientos de
1848 fueron de gran importancia para el socialismo por dos razones. Primero,
porque la derrota en Alemania de los revolucionarios y liberales a manos del
rey de Prusia, deshizo la confianza de muchos socialistas en la «panacea»
jacobina de democracia para efectuar el cambio social deseado. Además confirmó
a Engels y Marx en la opinión de que un cambio democrático no daría una
emancipación total. Segundo, porque se disolvió la colaboración entre
burgueses, obreros y campesinos, que habían actuado unidos en los
acontecimientos de 1848. Los campesinos al constituirse en dueños de sus
tierras quedaron contentos y giraron hacia el conservadurismo. Por esta razón,
dice Lichtheim: «Ni la teoría marxista de la democracia, ni la doctrina
marxista de la evolución nacional son plenamente comprensibles a menos que se
recuerde que tomaron forma inmediatamente después de la derrota más dura que la
democracia y el nacionalismo hayan sufrido en Europa» (pp. 103‑104).
Todo lo anterior tuvo como resultado la formación de dos
grupos con fuerza política: los burgueses industriales y los obreros urbanos
(proletariado). Los burgueses necesariamente disminuirían en importancia
política en la medida en que se fueran convirtiendo en conservadores, y de esta
forma dejarían el campo abierto al proletariado para efectuar el cambio: «La
'dictadura del proletariado' era la respuesta evidente a la 'dictadura' (real o
supuesta) 'de la burguesía'» (p.113).
Marx, en sus escritos, seguía el modelo francés y
aplicaba los principios a Alemania. Así se dio cuenta de que los burgueses y el
proletariado en Alemania tenían que unir fuerzas para efectuar primero la
emancipación parcial. Evidentemente su tesis de que los burgueses disminuirían
en influencia se debía a su teoría de la marcha dialéctica de la historia, pero
uno se pregunta si no tendría que ver con la falta de interés que habían
mostrado los burgueses alemanes en desempeñar un papel político. Las clases
medias de Holanda, Inglaterra, Francia y América habían acompañado su éxito
económico con una posterior conquista del poder político, cosa que no había
sucedido en Alemania.
En 1864 se constituyó la Primera Internacional, un
movimiento socialista dedicado a arraigar el socialismo por medios
democráticos. Pero ni Marx ni Engels llegaron a comprender el Movimiento
Socialista Democrático que surgió en Europa Occidental en los años sesenta.
Tenia sus orígenes en la época revolucionaria de antes de 1848, que preveía una
transformación total de la sociedad, ésta era al menos la postura de la Liga
Comunista de la que eran miembros. Con el tiempo, Marx cambiará de forma de
pensar probablemente debido a los cambios sociales y políticos en Europa. En el
Inaugural Address de 1864 sugería que la adquisición de instituciones
democráticas en los países europeos había hecho quedar superado el modelo
revolucionario. Aunque formalmente no rechazó nunca la doctrina revolucionaria,
permitió que se fuera diluyendo. Seis meses después de escribir el Address se
separó de sus colegas ―comunistas alemanes―, a causa de un
desacuerdo sobre la rapidez de la transformación social. Marx apoyaba un paso
lento y creía en la necesidad de veinte años de democracia burguesa, entre
otras cosas para que los obreros se preparasen políticamente.
Su postura también se puede estudiar en relación con la
de Blanqui, con quien mantenía una estrecha amistad personal. Los dos
coincidían en la necesidad de una dictadura provisional en circunstancias como
las que habían surgido repetidamente en Francia. Aunque Blanqui no consideró la
importancia de los movimientos obreros, Marx llegó a ver el activismo laboral
como el único camino para el progreso socialista. Por otra parte, Blanqui no
distinguía entre proletariado industrial, campesinos, etc., y los llamaba a
todos «la gente», lo que le caracterizaba como revolucionario de tipo antiguo,
inspirado todavía en la Revolución Francesa. Precisamente estas diferencias con
Marx indican cómo éste había progresado como teórico de la revolución.
El primer esbozo de la teoría marxista de las clases
aparece ―según Lichtheim― en el manuscrito de 1845‑46
titulado La ideología alemana. Una revisión más amplia se encuentra en
el primer borrador de El Capital del año 1857‑58, que no fue
publicado en vida de Marx.
Las etapas en la división del trabajo habrían sido
determinadas por las diversas formas de propiedad de las sucesivas
civilizaciones. La sociedad patriarcal de la tribu sería la primera en
presentar formas de propiedad. Este orden social se define como «extensión de
la familia»; y, según Marx, constaba de jefes de tribu, miembros de la tribu y
esclavos. La esclavitud se desarrolla con el incremento de población y la
ampliación de relaciones exteriores sean comerciales o bélicas.
A un nivel histórico y social más avanzado habría
surgido «la propiedad comunal y pública de la antigüedad, que resulta
concretamente de la unión de varias tribus para constituir una ciudad, mediante
acuerdo o por conquista, y en la que continúa existiendo la esclavitud» (p.
174). Junto con la propiedad colectiva se desarrolla la propiedad privada. Dado
que la sociedad está fundada en la propiedad colectiva, la búsqueda de bienes
privados sacude los fundamentos de la sociedad. Otro fundamento de la sociedad
greco‑romana fue la guerra y la conquista: el número de ciudadanos iba
creciendo y era necesario darles tierras. La historia de la Antigüedad Clásica
es una historia de ciudades fundamentadas en la propiedad de tierras y su
cultivo. Estas sociedades habrían sido víctimas de su peculiar planteamiento:
el desarrollo de la producción y el aumento de propiedad privada habrían
eliminado las bases de la propia sociedad, es decir, la conquista, la guerra,
la propiedad colectiva y el papel del ager publicus.
Sólo como comunidad pueden los ciudadanos mantener el poder sobre los
esclavos, y con la erosión del poder político debido al desarrollo de la
propiedad privada las bases se debilitan.
La tercera forma de propiedad sería la feudal,
que tiene sus orígenes en la decadencia del imperio Romano, las conquistas de
los bárbaros, el declive de las ciudades, etc. El feudalismo muestra una lógica
social que se remonta en sus orígenes a formas anteriores de sociedad. Como las
dos formas anteriormente analizadas, la sociedad feudal está basada en la
comunidad, pero sin integrar esclavos ―como clase productora―, sino
a los campesinos serviles. Aunque el feudalismo fue el producto de
circunstancias históricas, sus raíces estaban en la jefatura militar de las tropas
bárbaras, parecido a las tribus indo‑germanas de hacía dos milenios. La
pregunta, pues, surge espontánea: ¿Por qué no se impuso el feudalismo en los
estados‑ciudades de Grecia y Roma? Y más aún, ¿Por qué el Imperio Romano
no dio lugar al capitalismo moderno? Estas preguntas suponían una dificultad
para Marx y su respuesta, como la de Weber después, tiene como eje la posición
de los esclavos. Entre todas las semillas de destrucción que llevaban dentro
las sociedades de la antigüedad destaca una: la confrontación entre ciudadanos
y esclavos que, a fin de cuentas, eran los responsables del trabajo de
producción. Marx tiene un concepto lineal de la Historia, que pasando de la
esclavitud de la Antigüedad al servilismo feudal de la Edad Media termina en el
capitalismo, que se apoya en el uso de la mano de obra libre. No parece haber,
por tanto, según Marx, ninguna razón objetiva para que no se pueda superar
también la estructura burguesa. Marx da por supuesto que éstas son fases en el
desarrollo de la sociedad que no tiene una réplica en el mundo oriental, donde
la falta de progreso se atribuye al «modo de producción asiático».
2. La sociedad burguesa
Según Marx la sociedad burguesa dio origen al
capitalismo del que a su vez nace la revolución industrial; un proceso destinado
a terminar en la disolución del sistema social en el cual había surgido. Se
entiende por sociedad burguesa un Estado en el cual se pueden desarrollar las
«relaciones de producción» capitalistas. Se distingue del capitalismo al que se
llega sólo y cuando la «acumulación del capital» ha hecho que este factor sea
el dominante en la sociedad. Esta puntualización tiene importancia en Marx, ya
que no se encuentra en los economistas clásicos de su época. Capitalismo venía
a ser tan sólo una extensión de capital, es decir, sinónimo con el uso de
herramientas, factor que convertía al salvaje en capitalista.
El Capitalismo se remonta al siglo XVI, aunque aparece
esporádicamente antes. Surge donde el servilismo feudal se había abolido hacía
tiempo. El punto de arranque que dio lugar al trabajador asalariado y al
capitalismo fue la utilidad del obrero. Se puede hablar de un avance en el paso
del feudalismo a capitalismo en el sentido de un cambio de forma o estructura,
pero los dos sistemas se apoyan en la explotación del trabajador.
La llegada del capitalismo trajo consigo la creación del
proletariado moderno, gracias a la confrontación capital y trabajo. Por trabajo
se entiende la falta de propiedad. Si los términos cambiasen de tal forma que
el trabajo controlase el capital, el sistema cesaría o se convertiría en otra
cosa. Marx deseaba tal cambio y confiaba en que la lógica del sistema lo
realizaría de forma infalible. El trabajo alcanzaría inevitablemente el nivel
dominante en la sociedad, porque la creciente producción aboliría la necesidad
de que el Estado dirigiera la economía dentro de la estructura de clases;
afectando a la dependencia de esta economía respecto a esta estructura
clasista. Al perseguir como fin el aumento de producción, el capitalismo
contribuiría a su propia destrucción, porque llegaría a un punto donde no se
podría contener dentro de la estructura social existente. Llegado este momento
la economía política del trabajo (socialismo) tomaría las riendas de la
economía política del capitalismo. El cambio, fuese lento o rápido, supondría
la superación de una sociedad basada en la iniciativa, propiedad y medios de
producción privados.
3. Economía Política
La teoría de Marx se desarrolló en un principio como
crítica de lo que entonces se llamaba economía política. Marx da por supuesto
que la organización de la sociedad determina el reparto de ganancias entre las
diversas clases sociales. En sus primeros escritos protestaba de que los
economistas hacían caso omiso de los fundamentos sociales del sistema de
mercado libre. La esencia de la sociedad burguesa consistía en no preocuparse
de la regulación social de los medios de producción. La cuestión consistía, por
tanto, en cómo se calculaba el valor y precio de los productos sin la ayuda del
mercado libre. Es conocida su respuesta de que el trabajo fue el constitutivo
determinante. Al llegar a este punto Lichtheim explica brevemente la historia
medieval de la teoría del valor del producto y su precio. Por valor de
mercancía se entendía coste de producción y se distinguía del precio que podía
fijar el vendedor. El precio tendría en cuenta el trabajo invertido, los
riesgos, coste de transporte, etc.; un precio que no cumplía tales condiciones
se consideraba que violaba la justicia conmutativa y era objeto de censura
moral. Hasta cierto punto los casos extremos estuvieron bajo la competencia de
la jurisdicción de las autoridades y esto, de alguna forma, satisfacía la
justicia conmutativa y distributiva respecto al justo precio.
El desarrollo de comercio significaba, entre otras
cosas, que en adelante no era factible identificar el valor con el coste. de
producción. Bajo el régimen más competitivo del libre cambio se llegó a aceptar
el precio del mercado como justo con tal de que éste no fuese falsificado por
monopolios. El precio, en efecto, pasaba a ser equivalente a la utilidad
subjetiva que tenía un producto para el comprador.
Lichtheim señala que Marx la había heredado, en
parte, de A. Smith y Ricardo la teoría del valor según el trabajo. Ricardo
proponía una teoría del trabajo como regulador del valor de cambio (precio) a
la vez que era fuente de valor de utilidad, es decir, riqueza. Según el modelo
de Ricardo, un intercambio de mercancías representaría el intercambio de
cantidades iguales de trabajo formalizado. Pero Marx observa que la hipótesis
no se sostiene a la hora del cambio de capital y trabajo; pues el salario
recibido por el obrero posee un valor de cambio menor que la producción por él
conseguida para el capitalista. En resumen, la teoría no ofrecía ninguna
explicación de la ganancia, y esto condujo a Marx a desarrollar la teoría de la
plusvalía (plusvalor). Marx va más lejos que Ricardo; para Marx la cantidad de
trabajo no determinaba su valor, por lo tanto distinguía entre el valor y el
precio. En Ricardo el valor y el precio se identificaban.
4. Economía marxista
No es el propósito de Lichtheim profundizar mucho en el
contenido de El Capital, que le llevaría lejos de su objetivo. Baste
decir, a modo de resumen, que Marx en esta obra se proponía demostrar cómo
funcionaba la «ley del valor» bajo el capitalismo. Esta ley determina la
distribución del capital y del trabajo a los diversos ramos de la producción
con las consecuencias resultantes, una de ellas las crisis económicas que se
presentan periódicamente.
Marx explicaba el problema de la ganancia con la
introducción de una distinción entre trabajo y la capacidad del trabajo; esto
último significaba la capacidad de trabajar de los seres humanos, su cantidad
de energías físicas. Suponía que el trabajo era la medida del valor, pero no
podía tener un valor constante, ya que él mismo era un bien del mercado y
poseía también valor de cambio. Sin embargo, el salario del trabajo no
equivalía al producto del trabajo porque entraba la ley de la ganancia. La capacidad
del trabajo era coste de su producción, es decir, lo necesario para mantener a
su propietario. La diferencia entre este mínimo y la capacidad de producción
del trabajador constituye el plusvalor del capitalista. En consecuencia la
ganancia fue acumulada por los propietarios de los medios de producción, a
causa no de la escasez del capital, sino debido a que la productividad, en
condiciones normales, sobrepasó lo necesario para el mantenimiento del
trabajador.
Marx propone una ley general según la cual las
mercancías se cambien a precios que correspondan al valor del trabajo
personalizado. El precio es el nombre, en el lenguaje del dinero, de un trabajo
realizado. El valor de un producto (mercancía) se define en términos de
trabajo; y esto, según Lichtheim, excluía la cuestión normativa de si
moralmente tiene razón o no en este punto. En cambio es importante preguntar,
dados sus axiomas, si es posible, a largo plazo, explicar así el movimiento de
precios y ganancias. Y aunque no lo sea en principio, en la práctica el proceso
tiene tanta complicación que resulta casi imposible una respuesta.
A la luz de lo anterior la aportación de Marx a la
economía se puede considerar bajo tres aspectos:
1. El cambio
tecnológico que da lugar, a una caída en las ganancias.
2. El reparto del
trabajo y la cuestión del empobrecimiento.
3. Las crisis
periódicas y la posibilidad de parálisis.
En tiempos de Marx, había un general acuerdo entre los
economistas de que el nivel de ganancias derivado del capital disminuiría. La
novedad de Marx consistió en explicar este proceso con respecto a dos tipos de
capital, es decir, el capital constante (inversiones) y el variable (salarios).
La competencia entre capitalistas y el progreso tecnológico hacía aumentar la
proporción de capital (no‑salarios a capital) salarios, con la
consecuente disminución en el reparto de ganancias entre capitalistas y
obreros, suponiendo que el nivel de plusvalor (o explotación) se quede igual.
Marx notaba las tendencias contrarias, tales, por ejemplo, como la creciente
productividad del trabajo. Las consideró capaces de frenar el proceso, pero no
de invertirlo. Lichtheim aporta unas estadísticas para demostrar que esta
teoría abstracta no concuerda con la realidad, al menos, de Inglaterra y
Estados Unidos en el período 1870‑1940. En esos años, en Inglaterra la
mecanización por obrero casi se duplicó y en Estados Unidos constantemente el
capital ha crecido más que el trabajo. Pero puesto que la producción por obrero
creció en este período y el capital por obrero no aumentó (en términos reales),
no se produjo disminución de ganancias.
Otra posibilidad que no se le ocurrió a Marx fue que,
bajo condiciones sociales estables, la proporción entre el plusvalor y el
capital variable pudiera quedar igual mientras que las ganancias tenderían a
disminuir. Con aumentos de producción, los salarios reales tienen que
incrementarse. Si el trabajador recibe una proporción constante de la renta
nacional, entonces, los ingresos reales per capita, tienen que subir,
aunque el reparto dedicado a salarios no cambie. Esto mismo ha venido
ocurriendo en los países avanzados cuando la producción alcanza un nivel en el
que absorbe la mano de obra disponible.
Este tipo de hechos, han obligado a los marxistas, que
insisten en la teoría del empobrecimiento progresivo de los obreros, a recurrir
a argumentos poco sólidos. De hecho, dice Lichtheim, el tema del
empobrecimiento no juega un papel muy importante en el marxismo. La visión de
Marx era la siguiente: creía que los salarios reales de los obreros no podían
aumentar más allá del nivel de subsistencia pues disminuiría el capital
disponible, y dado que las ganancias siguiesen igual, bajarían las inversiones.
El «ejército en reserva» de trabajo mantendría estable los salarios y aseguraría
que la proporción de la ganancia no bajase tan rápido como el declive en el
progreso técnico. Este argumento, sin embargo, no tiene en cuenta el aumento
real de salarios que es también un aspecto en el progreso técnico. Esto, sin
embargo, no quiere decir que el análisis marxista no pueda observarse en
algunas situaciones económicas, de hecho es característico del primer
desarrollo capitalista. Sin embargo, no se ve en países embarcados en el
progreso técnico con una economía robusta.
Lo que hoy se denomina ciclo industrial fue una novedad
para los economistas de los tiempos de Marx. Las subidas y bajadas periódicas
de las ganancias, que acompañan al ciclo decenal, va unido a la decaída de
ganancias. a largo plazo; aunque en Marx no existe una relación lógica entre
las crisis y la desintegración total del capitalismo. Para Marx la crisis
periódica era el medio por el cual el sistema recuperaba su equilibrio a costa
de los obreros y a veces también de algunos capitalistas. Esto se debería a que
la acumulación capitalista se regula por la búsqueda de la ganancia, mientras
que la satisfacción de consumo tiene un segundo lugar. La producción no está
unida a las necesidades del consumidor aunque el mercado las une. El
funcionamiento del mercado es tan desordenado que consigue el equilibrio entre
oferta y demanda sólo a costa de crisis periódicas.
Los economistas han reconocido los problemas del sistema
capitalista que Marx hizo notar, pero mientras éste atribuía los problemas a
las contradicciones inherentes al sistema, Keynes, explicará que las crisis
señalan la incapacidad del sistema de seguir y funcionar de acuerdo con sus
propios principios.
5. El marxismo de 1871 a 1918.
Lichtheim estudia los derroteros del marxismo después de
Marx y las aportaciones de sus comentaristas y expositores, en especial la de
Engels. El joven Marx en su obra Tesis sobre Feuerbach proclamaba la
necesidad de que el pensamiento fuera práctico y cambiara el mundo. Sin
abandonar esta idea inicial, con el paso de los años, el tema de «la necesidad
histórica» fue cobrando más cuerpo. El movimiento hacia el positivismo y el
cientifismo, empezado en vida de Marx con los escritos de Engels y Kautsky,
sobrepasa con mucho la postura del propio Marx. Hablando en términos modernos,
el autor propone que Marx era un existencialista en rebelión contra el pan‑logicismo
de Hegel; pero bajo ningún aspecto se le puede considerar como un positivista.
El núcleo de la doctrina de Marx reside ―según
Lichtheim― en la creencia de que, una vez que el hombre intuye la
naturaleza de la realidad, podrá poner los medios para hacer triunfar la
libertad y la racionalidad. Se trata de que los hombres entiendan que las
circunstancias de sus vidas se oponen al completo desarrollo de su libertad. En
cuanto lo entiendan, desaparecerán las cadenas. Mientras Hegel había dicho que
lo «verdaderamente racional» (idéntico a lo real) viene a tener una existencia
empírica por un proceso lógico, Marx identifica «lo verdaderamente humano» con
lo real, ahora equivalente a la historia. Puesto que la realidad es, en el
fondo, racional, habrá en la historia un desenvolvimiento gradual de las
contradicciones de la existencia cotidiana: no existe incompatibilidad entre
ideales y la realidad.
Engels y Kautsky cambiaron esta visión ―de una
«teoría crítica» que transformaría el mundo― por la simple penetración en
sus inherentes contradicciones por una ciencia de evolución causal. El
materialismo dialéctico es una teoría general de evolución que comprende a la
naturaleza y a la historia. Lo que importa es tomar en serio la noción de que
«las cosas aparentemente estables, como las imágenes en la cabeza, es decir,
los conceptos, pasan por un cambio ininterrumpido de venir a ser y desaparecer,
y a pesar de esta accidentalidad, al final se afirma un desarrollo progresivo»;
y añade Engels «si la investigación se lleva siempre desde este punto de vista,
la búsqueda de soluciones finales y verdades eternas cesa para siempre».
Lichtheim comenta que Engels no se molesta en comentar cómo se puede calificar el
desarrollo como progresivo cuando faltan criterios normativos y verdades
eternas. Hay una inconsecuencia en la síntesis de Engels: si la naturaleza se
concibe en términos materialistas no se presta al método dialéctico, y si la
dialéctica se sobreimpone a la naturaleza no cabe el materialismo. Esta es la
defensa que hace Lichtheim de Marx, el cual, sabiendo esta posible crítica, no
incorporó la Naturaleza en su sistema, y habló sólo de humanidad y de
naturaleza humanizada.
Karl Kautsky,
Kautsky es uno de los intérpretes de Marx, situado en
una generación posterior que se mantiene en una posición central entre los
revisionistas marxistas de la derecha y los radicales de la izquierda. Intentó
aliar el marxismo ortodoxo con el socialismo democrático activo en Europa
central durante la Segunda Internacional (1884‑1914). Ni Kautsky
ni Bernstein pensaron seriamente en desligar el socialismo de la democracia.
Sentían la necesidad de una completa alteración de la estructura de clases,
pero esto podía conseguirse por medio de un gran cambio político en Austria y
Alemania, poniendo fin a sus regímenes autocráticos y preburgueses. Este hábil
proceso democrático sería la base para cambios ulteriores. En el oeste de
Europa y los Estados Unidos de América, dado que la democracia ya existía, la
tarea era más simple y consistía en cambiar a la clase trabajadora de ser un
elemento pasivo ante la burguesía en un instrumento trabajando activamente,
como clase, por la emancipación.
Kautsky no identificaba marxismo con comunismo. Su punto
de vista era que el Manifiesto Comunista representaba únicamente un
brillante esbozo del sistema desarrollado plenamente en El Capital. Además,
pensaba que las tensiones políticas entre las clases se incrementarían, y la
Social‑Democracia obtendría el apoyo de la mayoría popular pero no de los
burgueses propietarios, que desde hacía tiempo habían dado las espaldas a la
democracia. Por lo tanto, sería precisa una revolución política. Kautsky, en
conformidad con Engels y siguiendo su devoción por Darwin, imaginó la historia
sujeta a leyes inmutables y al socialismo como la meta predeterminada en este
proceso. Bernstein desde su postura revisionista, paulatinamente cambió el
énfasis original por la determinación causal por la libertad. La necesidad
histórica se estaba alejando de un control consciente.
Las dos alas del marxismo atacaron la posición de
Kautsky. Los revisionistas desafiaron su interpretación de la realidad
económica y, en particular, su confianza en la formación del conflicto de
clases. El ala izquierda conducida por Rosa Luxembourg protestó contra el
fatalismo doctrinal de Kautsky, que confinaba al líder del partido en una
política de brazos cruzados. En 1914 Kautsky estaba atrincherado en su postura
de no apoyar la guerra ni el derrotismo revolucionario. Esta era la situación
en vísperas de la Revolución Rusa.
Lenin.
Los radicales fueron marxistas, principalmente nacidos
en la década 1870‑80. La controversia revisionista les determinó más en
la idea de una revolución, incluso sangrienta, como núcleo central del
marxismo. Entre ellos destacan: Rosa Luxembourg (1870‑1919), Lenin (1879‑1924)
y Trotsky (1879‑1940). Todos ellos atacaron el marxismo de Kautsky.
En Rusia, en el período anterior a la
revolución, se pueden ver todas las corrientes marxistas como en el resto de
Europa. La Revolución Rusa fue precedida por disputas entre los mismos
marxistas. Un grupo no aceptó el estímulo positivo de un capitalismo de líneas
liberales. Otra facción (los «economistas») combinaron esta perspectiva con un
mayor énfasis en el sindicalismo, y el tercero insistía en la tarea política de
la Social‑Democracia en abolir el régimen autocrático. Posteriormente, en
1903‑5, los social‑demócratas se desdoblaron en bolcheviques y
mencheviques.
Algunos piensan que los bolcheviques representaron el
marxismo ortodoxo, pero nada más lejos de la verdad: si alguien revisó las
ideas originales de Marx fue Lenin. En el período 1903‑5 se produjo una
controversia sobre problemas de organización y, específicamente, sobre la
insistente idea de Lenin de un control dictatorial dentro de un partido
reducido formado por revolucionarios profesionales. Posteriormente, surgieron
divergencias sobre la posibilidad de una organización conspiratoria que uniera
a los social‑demócratas con el movimiento laboral democrático. Por
último, se produjo el mayor shock que se podía esperar: la conversión de
Lenin a la doctrina de Trotsky, que proponía una revolución permanente, y su
insistencia en que el partido bolchevique debía tomar el poder en nombre de la
revolución proletaria con ánimos socialistas. Un tipo de postura que quince
años antes había declarado como imposible. De hecho, Lenin se puede considerar
como un hombre de ideas tan cambiantes que hizo que, algunas veces, sus propios
seguidores no acertaran a seguir sus propósitos.
La singularidad de la contribución de Lenin, comparado
con otros socialistas, se extendió también a su tesis de que un levantamiento
urbano precisaba como complemento de una revolución agraria, precisamente tal y
como fue la toma del poder por los jacobinos (1793‑4). Lenin pensaba que
el levantamiento urbano debería ser una revolución burguesa (como un primer
paso necesario), la cual sería seguida de una oposición por parte del
proletariado. Estas se pueden considerar sus ideas en el período 1905‑7.
En los momentos decisivos, abril de 1917, Lenin comprometió a su partido en las
ideas que anteriormente había barajado, es decir, en una revolución que unía a
burgueses y proletarios. Cuando Lenin habla de «la gente» se refiere a
proletarios y campesinos.
En 1917 el pensamiento de Lenin había cambiado, se había
alejado, si lo consideramos desde el punto de vista del comunismo puro y
originario que se encuentra en Marx (en El Manifiesto Comunista de
1848); época de la Comuna de París, etc.). Lenin estaba de acuerdo con Trotsky
en que una revolución democrática conduciría a una dictadura socialista. No
obstante, había diferencias entre ambos, ya que Trotsky pensaba que el
socialismo no se podía construir en un país tan atrasado como Rusia; Trotsky
creía que la Revolución Rusa era una señal y que Europa debía llevar a cabo la
tarea principal en el proceso de transformación de la sociedad. Lenin escribió
que el concepto de revolución permanente «demostraba que las expresiones
democráticas de los países atrasados y burgueses de nuestra época conducen a la
dictadura del proletariado y ésta se encarga de desarrollar el socialismo».
Lenin concibió un «gobierno provisional revolucionario»
que debería ser a la vez «dictatorial» y «democrático». Entonces ¿por qué el
partido de Lenin congeló el poder de forma totalitaria? La respuesta está en el
totalitarismo latente que se desarrolló e institucionalizó, en el período pre‑revolucionario,
debido a la actividad ilegal y conspiratoria (intelligensia) del
partido. Por otra parte habría que añadir el concepto que tenía Lenin de
«dictador democrático».
6. La
ruptura de la síntesis.
Desde 1930 en adelante, después de la revisión de Marx
que había hecho Lenin y las imposiciones de Stalin, el marxismo soviético
leninista ha tomado el carácter de una ideología oficial, alejada de la
realidad, cuya coherencia interna es preservada por medio de una rigidez que
aumenta día a día.
¿Qué produjo la ruptura con el verdadero marxismo?
Indudablemente ―continúa Lichtheim― las medidas de Lenin y
posteriormente de Stalin, que utilizaron mal el concepto de «revolución
proletaria» para describir el reajuste totalitario de la sociedad después de la
toma del poder. Es interesante señalar que esto sucedió en un partido que se
había concebido y presentado como un partido en el sentido «tradicional y
clásico». En Rusia la revolución se empleó para construir un Estado
genuinamente totalitario, capaz de reconstruir el orden social y dominarlo de
arriba abajo. En esta línea está el criticismo central que Lichtheim hace a la
revolución leninista.
Teóricos comunistas, como Antonio Gramsci en Italia y
Georg Lukács en Hungría, revisaron el tema del totalitarismo de una forma que
hubiera sido imposible en Rusia. Bajo el régimen bolchevique no se desarrolló
el marxismo a nivel teórico. Los defensores oficiales permanecen suspendidos
entre el concepto leninista de «dictadura del proletariado» y su insistencia de
que la dictadura podía y debería tomar la forma de una radical «democracia
popular», hasta el punto que el concepto de Estado queda completamente diluido.
La actitud de Marx frente al Estado no concuerda, según
Lichtheim, con la de Lenin. El punto de vista de Marx es el producto de una
época liberal y está conectado con su teoría de, las clases. Dos años después
del Manifiesto Comunista, Marx, en una publicación francesa, propugnó
intensamente el virtual abandono de una Administración centralizada y el
establecimiento de un sistema autorregulatorio de taxación. Marx observó que la
sociedad burguesa no podía funcionar sin el Estado, aunque las funciones de
éste podían ser reducidas al nivel que entonces tenía el Estado en
Norteamérica.
El Estado es el resultado de la lucha de clases, y la
sociedad de clases está llamada a desaparecer con el establecimiento del
comunismo. El comunismo es definido como «una asociación que excluiría las
clases y su antagonismo», entonces, como consecuencia, desaparecería lo que
propiamente se llama poder político. Así como la abolición de otros estamentos
y órdenes era una condición de la emancipación del tercer estamento, la
burguesía, los trabajadores necesitarían abolir las clases “in toto” para
conseguir su emancipación. Pero de la misma manera que la emancipación de la
burguesía no había llevado consigo la libertad, comenta Lichtheim, tampoco era
de esperar que la abolición de la clase burguesa conduciría a una sociedad sin
clases que fuera capaz de autogobernarse.
El presente libro está escrito desde una postura
racionalista, basada en el principio de que hay un progreso histórico lineal
del pensamiento. En esta línea el autor. concuerda perfectamente con Hegel y
Marx. Desde el punto de vista de Lichtheim, la concepción religiosa del mundo
se deshizo en el siglo XVIII, y el liberalismo (es decir, las explicaciones
racionalistas) reemplazaron su lugar; esto permitió el desarrollo del
capitalismo que revolucionó la sociedad europea. Al principio, el liberalismo,
por medio de su asociación con la clase media, tuvo mejor oportunidad de
utilizar y desplegar las fuerzas retenidas y, en esta misión, el socialismo es
un paso posterior más avanzado. Estas dos formas ―liberalismo y
socialismo― permanecieron siempre entremezcladas, pero nunca tanto como
en el marxismo.
Con la Revolución Rusa, el marxismo es desgajado de su
contexto europeo occidental y transformado en una ideología oficial de un
régimen totalitario. Su utilidad ideológica se estancó y desapareció, por lo
menos en lo que a Rusia concierne. Es más, el comunismo ruso, según Lichtheim,
habría deformado el verdadero marxismo con su totalitarismo, es decir,
fundiendo la sociedad con un Estado todopoderoso. Estos dos conceptos
―Estado y Sociedad― habrían sido siempre distinguidos en el genuino
y primitivo marxismo, el que verdaderamente significó un paso más en el
progreso del pensamiento.
El marxismo también sirvió como teoría al Movimiento
Laboral Socialista. Y además, sirve de explicación causal ―derivada de la
economía clásica― de un proceso, que transformó la estructura de la
sociedad en todo el mundo. El marxismo dio vida a la sociología y la teoría
económica se fundió con su doctrina peculiar sobre las etapas históricas.
La debilidad del marxismo, señala el autor, está en que
dio por supuesta la hegemonía de Europa Occidental, la civilización burguesa y
el funcionamiento de la ley; puntos cardinales que había retado con sus
postulados. Por lo tanto, en el siglo XX, el marxismo ha sufrido la misma
suerte que el liberalismo; se encuentra esperando una teoría de la sociedad
postburguesa. Esta es la conclusión final de Lichtheim sobre el valor del
marxismo en nuestro siglo y sus fallos.
Mientras el autor es duro cuando critica el camino
recorrido por el marxismo, asume, de forma tácita, muchas de sus proposiciones
más radicales. Parece participar de la fe racionalista de Hegel y Marx
―cuando la realidad sea auténticamente penetrada por la razón, los
hombres serán libres―, y también de su actitud relativista ante los
conceptos de verdad y falsedad. Según él las ideologías no son ni verdaderas ni
falsas, sino más o menos relevantes o pertinentes a las circunstancias que se
proponen explicar. Es más, considera el cristianismo como una ideología más y,
aun así, ininteligible: «Para la masa de la gente permanecen las consolaciones
de la religión, acerca de su carácter ilusorio Goethe y Hegel habían tenido tan
poca duda como Schopenhauer y Nietzsche». El liberalismo y el socialismo
superaron a la religión como una explicación de la historia humana.
Lichtheim hace notar que el marxismo es una combinación
de supuestos filosóficos y socio‑económicos, pero no aplica
coherentemente a ellos su criterio sobre la verdad y falsedad. Si bien se puede
decir que la socio‑economía goza de una verdad relativa y puede ser más o
menos verdadera en una época con respecto a otra, no se puede afirmar lo mismo
de los supuestos filosóficos. El autor tampoco da lugar para hablar de la
verdad en términos absolutos, pues no hace mención de Dios, la ley natural y,
en consecuencia, de la ley moral. Sin embargo critica a Engels por hablar de un
progreso en la historia a la vez que niega la existencia de las verdades
eternas. Si la historia progresa, necesariamente progresa hacia algo y, por lo
tanto, la hipótesis dialéctica necesita de un sistema normativo que señale su
camino. No obstante, Lichtheim concuerda con el materialismo de Marx y
Feuerbach, según el cual el Hombre sustituye a Dios, el Socialismo a la
religión, y el trabajo al culto.
Sugiere el autor que la filosofía de Marx es inmune a
toda crítica, pues: «Algunos de sus conceptos operativos más importantes no son
de naturaleza empírica; no pueden probarse a través de una investigación
fáctica y quedan, por consiguiente, inmunes a la refutación» (p. 450). En este
punto está usando un juicio de conveniencia que no aplica en otras ocasiones.
Adopta un sistema filosófico que no depende de la evidencia empírica para su
construcción y entonces afirma que la evidencia empírica es la única válida y,
por lo tanto, la única que lo puede desautorizar. En este caso hegelianismo y
marxismo no hubieran podido ser construidos.
La afirmación de Lichtheim, según la cual sólo el
racionalismo, el liberalismo y el marxismo desataron las fuerzas que han hecho
posible el progreso, es enteramente gratuita. En Francia, sin duda, el
racionalismo y el liberalismo habían precedido la revolución industrial, pero
lo mismo no puede ser dicho de Inglaterra, donde no se dio el racionalismo
ideológico, y el liberalismo no tuvo mucha fuerza antes del surgimiento del
capitalismo. Además, su postura de que la revolución industrial se desarrolló
por el liberalismo y racionalismo del siglo XVIII no es compatible con su
primera posición, en la que indica que el capitalismo esencialmente comenzó en
el siglo XVI y que la industrialización se desarrolló por el capitalismo. En
otras palabras, la semilla de la industrialización había sido plantada mucho
antes del racionalismo y liberalismo del siglo XVIII.
La aceptación sin críticas, por parte de Lichtheim, de
la filosofía de Marx le conduce a una serie de suposiciones. Por ejemplo dice:
«En lo concerniente a Gran Bretaña, la afirmación de que el pensamiento
marxista se ha estancado a partir de la década de 1940 no necesita más
precisión en cuanto deja sin explicar el reciente rejuvenecimiento de la
sociología, la historia y la antropología por conceptos heterodoxos que son
obviamente de procedencia marxista» (p. 448). No explica cuáles son estos
conceptos o de qué historia está hablando.
No importa, dice Lichtheim, que el marxismo no ofrezca
solución a problemas prácticos como las crisis económicas periódicas. Tal
afirmación demuestra que el autor está más de acuerdo con la filosofía y
sociología marxista que con su aplicación práctica, quizá por el carácter de
inmunidad que tienen, según el autor, la filosofía y sociología marxista. Se
puede decir que Lichtheim es, en cierto modo, marxista. No está de acuerdo con
los social‑demócratas, que sostienen que la «lucha de clases» realmente
significa el logro de los derechos de igualdad en la clase trabajadora
industrial; mientras la «sociedad sin clases» es un nombre para otro tipo de
democracia. Lichtheim, cree, siguiendo a Marx, que la «sociedad sin clases» es
aquella en la cual la libertad completa se establece sobre la base de la
propiedad socializada; y esto ocurrirá cuando los medios de producción no sean
controlados por una minoría.
En resumen, se puede decir que Lichtheim critica el
marxismo por la forma totalitaria que ha tomado en Rusia y por la
incompatibilidad entre su filosofía y sus intuiciones científicas. Pero al
exponer el resto del sistema y dibujar su historia le da su visto bueno. El
libro está escrito de una forma ecléctica, estimando que una buena parte del
«corpus marxista» supone una aportación al pensamiento humano. Lo más insidioso
del libro no está en una proclamación abierta de marxismo, sino en la
presunción tácita y gratuita, que penetra toda la obra, de que el marxismo es
una filosofía válida.
La raíz del sistema marxista, tal como lo presenta
Lichtheim, es la afirmación del racionalismo y materialismo. Es decir, la
creencia de que la historia es esencialmente racional, y que cuando sus
virtualidades se hayan extraído, su «rationale» podrá descifrarse. Cuando el
hombre entienda el mundo racionalmente, superará las alienaciones que de
momento le esclavizan y conseguirá su libertad. Esta historia, que tiene que
entenderse, es la de un mundo materialista y ciego.
Este racionalismo y materialismo niega la
existencia de un Dios que manifieste su Providencia en la Historia; suprime,
por tanto, la posibilidad de una ley natural, participación en la ley divina.
La fuerza ciega del materialismo dialéctico, y el influjo de los hombres en
este proceso, sustituyen a la providencia y autoridad de Dios. El proceso dialéctico
sustituye la ley natural. La autoridad no viene de Dios, sino de la sociedad, y
en la práctica, de una minoría de la sociedad. La persona pierde su dignidad y
libertad frente a la sociedad; el individuo existe «para» la sociedad.
El marxista cree que la esclavitud del hombre se debe,
en último término, a su sometimiento a una clase dirigente minoritaria. La
libertad se conseguiría con el establecimiento de una sociedad sin clases, y
para ello la propiedad privada debe desaparecer. Por el contrario, la propiedad
es condición de libertad: «La propiedad privada o un cierto dominio sobre los
bienes externos garantizan a cada cual una zona absolutamente necesaria de
autonomía personal y familiar, y deben ser considerados como prolongación de la
libertad humana. Por último, como son un estímulo para el ejercicio del deber y
de la responsabilidad, constituyen una condición de las libertades civiles». (Concilio Vaticano
II, Const. «Gaudium
et Spes», núm. 71).
La sociedad sin clases es la utopía socialista. Cuando
se consiga, el Estado desaparecerá porque habrá cumplido su misión. La Iglesia
enseña que tanto la sociedad civil como el hombre tienen su origen en Dios, y
que la sociedad es consecuentemente jerárquica. Mientras que la dignidad de
cada hombre es la misma, no todos los hombres tienen los mismos derechos, ni
los mismos deberes. «... es errónea la afirmación de que todos los ciudadanos
tienen derechos iguales en la sociedad civil y no existe en el Estado jerarquía
legítima alguna... El hombre, lo mismo que el Estado, tiene su origen en el
Creador, y el hombre y el Estado están por Dios mutuamente ordenados entre sí;
por consiguiente, ni el ciudadano, ni el Estado pueden negar los deberes
correlativos que pesan sobre cada uno de ellos, ni pueden negar ni disminuir
los derechos del otro. Ha sido el Creador en persona quien ha regulado en sus
líneas fundamentales esta mutua relación entre el ciudadano y la sociedad, y
es, por tanto, una usurpación totalmente injusta la que se arroga el comunismo
al sustituir la ley divina, basada sobre los inmutables principios de la verdad
y de la caridad, por un programa político de partido, derivado del mero
capricho humano y saturado de odio» (Divini Redemtoris. núm. 32).
Más aún, la sociedad sin clases se conseguiría por la
lucha de clases, con su culminación en la Revolución violenta. Así habló
refiriéndose a este tema el Papa Pablo VI: «La lucha de clases, erigida como
sistema, vulnera e impide la paz social, y desemboca fatalmente en la violencia
y en el atropello, conduciendo a la abolición de la libertad, para terminar
luego en la instauración de un sistema extremadamente autoritario y con
tendencias totalitarias (Pablo VI, 22‑V‑66).
A lo largo de su libro, Lichtheim rara vez habla de
Comunismo, pero sí de Socialismo y Social‑Democracia. Muchas formas del
socialismo, especialmente las que tienen contenido marxista, lógicamente son
condenadas por la Iglesia. Un socialismo que sigue el progreso ciego del
materialismo dialéctico y, que propone la colectivización general de los medios
de producción, antepone la sociedad al individuo, arranca la dignidad y
libertad de la persona. El control de ciertos bienes y servicios le compete al
Estado, debido al principio de subsidiaridad, pero nunca hasta el extremo de
ahogar la iniciativa privada y la libertad individual «A los poderes públicos
les corresponde determinar e imponer los objetivos que se han de conseguir, las
metas que le han de fijar, los medios para llegar a todo ello; también les
corresponde el estimular la actuación de todos los obligados a esta mancomunada
acción. Mas tengan buen cuidado de asociar a la obra común las iniciativas de
los particulares y de los cuerpos intermedios. Unicamente así se evitarán la
colectivización integral y la planificación arbitraria que, como opuestas a la
libertad, suprimirían el ejercicio de los derechos primarios de la persona
humana» (Pablo VI, Enc. Populorum Progressio).
En resumen, se puede decir que Lichtheim ha manejado con
habilidad las fuentes del marxismo, distinguiendo la doctrina de Marx de la de
Engels, así como la de los comentaristas posteriores (Kautsky, por ejemplo) y
los revisionistas. Encaja el progreso del pensamiento de Marx en su contexto
histórico, explicándolo en parte; y es preciso admitir que la mayor parte de su
libro tiene este fin. Pero a su postura falta toda crítica con respecto a los
principales postulados marxistas y resulta ingenua. Su defensa de la
racionalidad esencial del sistema y su consecuente poder de liberar al hombre
no es coherente con algunos de sus postulados fundamentales. Termina
concediendo que la historia demuestra la casi imposibilidad de pasar de lo
ideal o lo real En conjunto, resulta, sin embargo, una hábil apología del
marxismo ideológico, dirigida a ambientes donde predomina el historicismo y un
tipo de sociedad post‑marxista (vid. para este punto la Recensión a la
obra de K. Marx, Tesis sobre Feuerbach): una apología que quiere ser
superadora.
P.B.
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