Anthropologie Structurale
Edit. Plon. París 1958, 452 pp.
El estructuralismo es como una reacción contra el
personalismo de doble orientación: teísta (Maunier) y ateo (Sartre), que
caracteriza una parte de la filosofía de la postguerra. El yo angustiosamente
aislado del existencialismo es reemplazado en la moda intelectual de turno por
la estructura, engranaje que diluye y aprisiona al individuo. Junto a este
influjo por reacción, conviene apuntar otro, esta vez directo, el de la
lingüística moderna. En su origen el estructuralismo es una teoría iniciada por
el filólogo suizo Ferdinand de Saussure en el terreno de la lingüística, que ha
sido extendida a la etnología y etnografía (Claude Lévi‑Strauss), a la
crítica literaria (R. Barther, S. Doubrousky, M. Foucault), al psicoanálisis
(J. Lacan), a la interpretación del marxismo (L. de Althusser), etcétera,
convirtiéndola en clave única y universal.
El principal representante del estructuralismo es, sin
duda, Lévi‑Strauss y su obra más expresiva es objeto de este estudio
valorativo. Como germen y compendio de su pensamiento basta para conocer las
directrices y el método de la antropología estructural.
Este estudio no es resultado de una gestación unitaria
ni de un alumbramiento al estilo de las obras publicadas de una vez. Sus
capítulos recogen quince artículos publicados en varias revistas, más dos (cap.
V y XVI) inéditos. A fin de facilitar su estructuración orgánica, aparecen
agrupados en cinco apartados. Los motivos de la selección de estos diecisiete
artículos entre más de cien publicados por el a. durante treinta años ha sido
su carácter no puramente etnográfico y descriptivo (cfr. Préface), así
como su vinculación más directa con las preocupaciones metodológicas del a. en
el campo antropológico. De esta obra existe una traducción castellana, Antropología
estructural, Buenos Aires, 1969, que añade al original francés el texto de
la lección inaugural del a. al tomar posesión de la cátedra de Antropología
Social del Colegio de Francia en 1960 (p. XXI‑XLVIII) y la bibliografía
completa de los artículos del a. hasta el a. 1962 (p. 359‑63). La
paginación de las citas en esta recensión responden al original francés,
excepto las de numeración romana.
INTRODUCCION
Cap. I. Historia y etnología (pp. 3‑33).
Definición provisional de etnología y etnografía, su
correspondencia con la antropología social y cultural. La explicación de los
elementos comunes a grupos étnicos y sociedades distintos no la ofrece: 1) el evolucionismo,
no responde a un mismo o parecido grado de evolución. Rechaza la
interpretación evolucionista, según la cual la civilización occidental sería la
más avanzada expresión de la evolución de las sociedades humanas y los pueblos
primitivos «supervivencias de etapas anteriores, cuya clasificación lógica
proporcionará, a la vez, el orden de aparición en el tiempo» (p. 6). Entre los
pueblos llamados primitivos no hay adecuación entre el rudimentario desarrollo
técnico y la evolución sociológica; 2) el difusionismo o diseminación
por distintas áreas geográficas de uno o varios elementos, que consiguen
enraizar en culturas diferentes. Relaciones de filiación y de diferenciación
progresiva; 3) el historicismo o visión simplemente diacrónica de las
instituciones, costumbres, etc.; 4) el funcionalismo, que «decepcionado
en el intento de saber» cómo las cosas han llegado a ser lo que son
(historicismo), renuncia a «comprender la historia, para transformar el estudio
de las culturas en un análisis sincrónico de las relaciones entre sus elementos
constitutivos en el presente» (p. 13).
La historia y la etnografía tienen el mismo objeto: la
vida social; el mismo propósito: la mejor comprensión del hombre; el mismo
método. Se distinguen por su distinta perspectiva: «la historia organiza sus
datos en relación con las expresiones conscientes de la vida social, la
etnología en relación con las condiciones inconscientes» (p. 25). Si el
etnógrafo recurre al conocimiento de los procesos históricos, a las expresiones
conscientes de los fenómenos sociales, es para eliminar cuanto deban al
acontecimiento y a la reflexión. Por debajo de lo mudable hay algo permanente,
los elementos estructurales. «La estructura de la lengua permanece desconocida
para quien la habla hasta el advenimiento de una gramática científica y, aún
entonces, sigue modelando el discurso fuera de la conciencia del sujeto, a cuyo
pensamiento impone cuadros conceptuales que son tomados como categorías
objetivas» (p. 26). Tarea de la antropología estructural es descubrir la
estructura de los fenómenos sociales, etc., como la fonología moderna lo ha
conseguido ya respecto de los fenómenos lingüísticos. Lo importante son las
estructuras inconscientes, «subyacente en cada institución» y «principio de
interpretación válida para otras instituciones», así como el medio de llegar a
ellas (p. 28 ss.).
I. LENGUAJE Y PARENTESCO (pp. 36‑112)
Cap. II. El
análisis estructural en la lingüística y en la antropología (pp. 37‑62).
.
La lingüística ofrece el modelo que debe aplicarse en el
estudio de los fenómenos sociales, concretamente en los problemas de
parentesco. De acuerdo con los cuatro pasos fundamentales, señalados por N.
Trubetzkoy, afirma el autor que «el sociólogo se encuentra en una situación
formal semejante a la del lingüística fonólogo; como los fonemas, los términos
de parentesco son elementos de significación; como ellos, adquieren esta
significación sólo en el supuesto de integrarse en sistemas; los sistemas de
parentesco, como los fonológicos, son elaborados por el espíritu en el plano
del pensamiento inconsciente; la recurrencia, en regiones del mundo alejadas
unas de otras y en sociedades profundamente diferentes, de formas de
parentesco, reglas de matrimonio, etc., permite creer que, tanto en uno como en
otro caso, los fenómenos observables resultan del juego de leyes generales,
pero ocultas» (pp. 40‑41). Para que la transposición del método
fonológico a los estudios de sociología primitiva sea válido, es necesario
tener en cuenta el doble aspecto de los términos de parentesco: a) su
existencia sociológica; b) su condición de elementos de discursos, de palabras,
por ejemplo: padre, madre, hijo, tío materno, etc. La dependencia de los
términos de parentesco respecto de los métodos de análisis lingüístico en
cuanto al b) es directo; en cuanto al a) sólo analógico. Además, en cuanto al
b) debe observarse que el «análisis fonológico no opera de modo directo sobre
las palabras, sino sólo sobre las palabras previamente disociadas en fonemas»
(p. 44), observación válida para todos los elementos lexicales, también para
los del parentesco.
La anterior distinción fundamenta o refleja los dos
órdenes diferentes, que recubre el sistema de parentesco, llamados por el a. 1)
sistema de denominaciones (systéme des appelations), sistema lexical,
conjunto de términos expresivos de las distintas clases de relaciones
familiares; y 2) sistema de actitudes o conjunto de relaciones
psicosociológicas, por ejemplo, familiaridad‑respeto, deberes‑derechos,
afecto‑hostilidad, existentes entre las personas designadas por el
sistema de denominaciones. Son dos sistemas distintos, si bien entre ellos se
da «una relación funcional». El a. aplica su teoría al problema del tío
materno, «punto de partida de toda teoría de las actitudes» (p. 47 ss.), en
numerosos pueblos primitivos.
Rechaza la interpretación tradicional del tío materno como supervivencia
de un régimen matriarcal y afirma la asociación del avinculado con regímenes
tanto patrilineales como matrilineales.
Cap. III. Lenguaje y sociedad (pp. 63‑75)
De la erección de la lingüística en modelo de todas las
ciencias sociales a nivel de morfemas al margen de la consciencia se
deriva un determinismo matemático, hasta el extremo de que los métodos
matemáticos de predicción, que han hecho posible la construcción de las
computadoras electrónicas, puedan extenderse a los distintos fenómenos
sociales, por ejemplo a 1) la moda, «evolución arbitraria en apariencia», pero
que «obedece a leyes» tan fijas que pueden ser descubiertas gracias a un método
científico, similar no sólo al de la lingüística estructural, sino también al
de «ciertas investigaciones en ciencias naturales, particularmente a las de
Teissier sobre el crecimiento de los crustáceos» (pp. 67‑68); 2) la
organización social, especialmente a las reglas del matrimonio y a los sistemas
de parentesco (p. 68 ss.); 3) otros «aspectos de la vida social (incluidos el
arte y la religión) ... » (p. 71 ss.). Queda así abierto el camino para el
análisis estructural y comparado de las instituciones, costumbres y conductas,
en una palabra, de todos los fenómenos humanos y sociales de cualquier índole
familiar, cultural, moral, religiosa.
Cap. IV. Lingüística
y antropología (pp. 77‑91).
Insiste una vez más en la aplicación de los métodos
rigurosos, cuya eficacia comprueba día tras día la lingüística, al complejo
ámbito de la antropología: parentesco, organización social, religión,
mitología, folklore, etc., pequeña puerta «que permite el acceso» de las
ciencias humanas y sociales al universo de las ciencias exactas y naturales»,
hasta ahora «paraíso vedado» (p. 80). Habla de la intercomunicación de los
distintos fenómenos humanos, sobre todo entre la lengua y la cultura. Analiza
dos tipos de estructuras sociales: la indoeuropea y la sinotibetana con ayuda
de tres criterios: reglas matrimoniales, organización social y sistema de
parentesco (p. 70 SS.), a fin de demostrar cómo el antropólogo puede ir al
encuentro del lingüista en un terreno común.
Cap. V. Apéndice de los capítulos III y IV (pp. 93‑110)
Respondiendo a las objeciones formuladas por Haudricourt
y Grana¡, precisa que trata de «interpretar la sociedad, en su conjunto, en
función de una teoría de la comunicación, sin reducir la sociedad o la cultura
a la lengua» (p. 95). «El objeto del análisis estructural comparado no es la
lengua francesa o la inglesa, sino cierto número de estructuras que el
lingüista puede alcanzar a partir de objetos empíricos tales como, por ejemplo,
la estructura fonológica del francés o su estructura gramatical o léxica, o
bien inclusive la estructura del discurso... Con estas estructuras yo no
comparo la sociedad francesa..., sino un determinado número de estructuras, que
voy a buscar allí donde es posible encontrarlas y no en otro lugar: en el
sistema de parentesco, la ideología política, la mitología, el ritual, el arte,
el código de la cortesía y ―¿por qué no?― la cocina ... » (p. 98).
En las páginas 99 y siguientes aplica su teoría a la cocina francesa, inglesa y
china, pues «creo que, al igual que la lengua, la cocina de una sociedad es
analizable en elementos constitutivos que podrían llamarse, en este caso,
gustemas y que están organizados según ciertas estructuras de oposición y
correlación» (99).
Rechaza la objeción, según la cual el análisis
estructural encierra al lingüista o al etnólogo en la sincronía, aplicable
según el a. a ciertos neopositivistas americanos, no a los estructuralistas
europeos. Considera en gran medida ilusoria la oposición entre diacronía y
sincronía (p. 101 ss.). Termina afirmando que el «signo lingüístico es
arbitrario a priori, pero deja de serlo a posteriori»
(p. 105), i.e. una vez constituido. «Una vez creado el signo, su vocación se
precisa, por una parte, en función de la estructura natural del cerebro, por
otra en relación con el conjunto con los otros signos, es decir, del universo
de la lengua, que tiende naturalmente a formar sistema», (p. 108).
II. ORGANIZACION
SOCIAL (pp. 11‑180)
Cap. VI, La noción
del arcaísmo en etnología (pp. 113‑32).
El apelativo «primitivo» designa un conjunto de pueblos,
que han permanecido desconocedores de la escritura y, consecuentemente, al
margen de los métodos ordinarios de la investigación histórica; la civilización
mecánica les ha llegado sólo en época tardía o reciente. El a. admite esta
definición tradicional de los primitivos. Pero rechaza que pueblo «primitivo»
sea sinónimo de 1) pueblo «atrasado»; 2) de un pueblo sin historia, aunque con
frecuencia desconozca su desarrollo histórico (pp. 114 y ss.).
El primitivismo de una sociedad suele ser una
catalogación relativa, i. e. en relación con otras más evolucionadas. Sin
embargo, la diferencia suele reducirse a algunos aspectos, en otros ocurre al
revés. Si se considera a la sociedad supuestamente «primitiva» o «arcaica» no
ya en relación con otras, sino en su estructura interior, nos topamos con que
esa estructura abunda también en discordancias y contradicciones. El estudio de
los bororo y de los nambikwara le permite deducir el criterio discernidor del
seudoarcaísmo o del verdadero arcaísmo de un pueblo: la «coincidencia externa»,
que a primera vista nos lo presenta como primitivo, y la «discordancia
interna», por medio de la cual puede dilucidarse si los caracteres en
apariencia arcaicos de la cultura de un pueblo son auténticos o residuos de una
cultura empobrecida.
Las coincidencias externas afectan a las superestructuras; las
discordancias internas a la estructura o corazón mismo de la cultura, que
realmente es lo definitorio de la primitividad o no primitividad.
Cap. VII. Las
estructuras sociales en Brasil central y oriental (pp. 133-45).
En confirmación de las conclusiones del capítulo
anterior aduce las instituciones de algunas tribus brasileñas de bajo nivel de
cultura material (coincidencia externa), por lo cual han sido calificadas como
muy primitivas, pero de una estructura social muy compleja. Las estructuras
dualistas de estas tribus son o ilusorias o, en la mayoría de los casos,
residuales. Característica de la organización verdaderamente dualista pone la
«reciprocidad de servicios entre las mitades, que están asociadas y a la vez se
oponen» (p. 137), reciprocidad, que se manifiesta en un conjunto de relaciones
particulares entre tío materno‑sobrino, encuadradas siempre en dos
mitades diferentes. Debe evitarse el riesgo de confundir la concepción de los
indígenas sobre su propia organización social con su funcionamiento real, que
puede ser muy, o incluso totalmente, distinto.
Cap. VIII. ¿Existen las organizaciones dualistas? (pp. 147‑180).
Las semejanzas de las creencias e instituciones de
pueblos arcaicos en regiones distanciadas, p. ej. América e Indonesia, se han
explicado: a) por su comunidad de origen o procedencia, b) por la semejanza
estructural de pueblos de origen distinto, pero que habrían hecho elecciones
similares dentro del número de posibilidades institucionales. El a. se inclina
por esta semejanza entre los principios estructurales reguladores, en una y
otra región, de la organización social y de las creencias religiosas. Para
confirmarlo estudia el «sistema dualista»de organización, distinguiendo varias
modalidades: 1) estructura diametral, en su mayoría, aldea de plano
circular, cuyas dos mitades están separadas por un diámetro teórico; 2)
estructura concéntrica, aldea también circular, dividida en dos mitades,
pero no por un diámetro, sino en forma de dos círculos concéntricos, de los
cuales el más pequeño corresponde al conjunto de chozas y el otro al terreno
cultivado, el cual a su vez se opone a la selva, que rodea el conjunto; 3)
estructura triádica, resultado de simultanear la estructura social en
perspectiva diametral y concéntrica. Naturalmente se admite una compleja red de
organizaciones derivadas de estas estructuras básicas. En cualquier caso el
dualismo suele manifestarse en diversos planos: cívico y sagrado (casas de
reunión)‑profano (viviendas), solteros‑casados, hombres‑mujeres
centro‑periferia, etc.
III. MAGIA Y RELIGION (pp. 181‑266)
Cap. IX. El
hechicero y su magia (pp. 183‑203).
Como punto de partida toma los trabajos de Cannon sobre los mecanismos psicofisiológicos determinantes de la muerte por conjuro o sortilegio: a) aislamiento social del hechizado por parte de sus familiares y amigos, y aislamiento profesional (su exclusión de las actividades que desarrollaba en la sociedad); b) aproximación agresiva, pues lo consideran muerto, objeto de temores, ritos y prohibiciones; c) su muerte real por no haber podido subsistir su integridad física a la disolución de su personalidad social y al consiguiente temor.
Un proceso similar explica, según el a., la eficacia de
ciertas prácticas mágicas, si bien ésta depende de la creencia en la magia en
tres aspectos complementarios: 1) creencia del hechicero en la eficacia de sus
técnicas; 2) del enfermo cuidado por él o de la víctima perseguida por el poder
del hechicero; 3) un clima colectivo concordante. Esta explicación, más
psicológica que sociológica, es aplicada por el a. a, varios casos de
hechiceros y chamanes en distintos pueblos primitivos (pp. 185 y ss.).
Cap. X. La eficacia
simbólica (pp. 205‑226).
En la actualidad la psicoterapia verbal suele ir unida a
la técnica terapéutica quirúrgica. En la antigüedad se distinguía ésta, llamada
«arte muda» (VERG Aen 12, 397), de la curación por medio de la palabra
(ensalmo o conjuro mágico encantamiento, etc.). El a. analiza un encantamiento
de los indios cuna (Panamá). El objeto de este canto mágico (encantamiento) es
ayudar en un parto difícil, tarea encomendada al chamán de la tribu, único
capaz de dominar a Muu, responsable de la formación del feto, que se ha
apoderado del purba = «alma» de la futura madre. El canto describe la
búsqueda y hallazgo del purba. Analiza el a. tres tipos de curas
chamanísticas: 1) sometimiento del órgano enfermo a una manipulación física o a
una succión; 2) combate simulado contra los espíritus maléficos; 3)
encantamientos y acciones sin relación directa con la enfermedad. Distingue en
este encantamiento la mitología psicofisiológica de la psicosocial. Según el a.
«la cura chamanística está a medio camino entre nuestra medicina orgánica y las
terapéuticas psicológicas como el psicoanálisis» (pp. 218 y ss.); analiza las
conveniencias y algunas diferencias, una de ellas esencial en cuanto el
trastorno a curar en un caso es orgánico y en el otro psíquico.
Cap. XI, La
estructura del mito (pp. 227‑55).
Los mitos, según el a., han sido considerados como: a)
ensueños de la conciencia colectiva; b) divinización de personajes históricos;
c) intentos explicativos de fenómenos (meteorológicos, etc.) difícilmente
comprensibles; d) reflejos de la estructura social y de las relaciones
sociales. «El estudio de los mitos nos conduce a comprobaciones contradictorias
» (p. 229). Sin embargo, los mitos aparentemente arbitrarios se reproducen con
los mismos caracteres en regiones distintas y distantes. ¿Cómo explicarlo? Por
medio del análisis estructural, que nos permite llegar a tres conclusiones que
al menos tienen un valor de hipótesis de trabajo: «1) El sentido de los mitos
no depende de los elementos aislados, integrantes de su composición, sino de la
manera en que estén combinados esos elementos; 2) el mito pertenece al orden
del lenguaje, del cual forma parte integrante, sin embargo, el lenguaje, tal
como es usado en el mito, manifiesta propiedades específicas; 3) estas
propiedades sólo pueden buscarse por encima del nivel habitual de la
expresión lingüística; con otras palabras, son de naturaleza más compleja que
las que se encuentran en una expresión lingüística cualquiera» (p. 232). Por lo
mismo, como toda realidad lingüística, el mito está formado por unidades
constitutivas, a las cuales llama «mayores» o «mitemas», a fin de
diferenciarlas de las unidades inferiores ordinariamente presentes en las
estructuras de la lengua: fonemas, morfemas y semantemas. Se trata de unidades
cada vez más complejas e incluyentes de la inmediatamente inferior, pero
dotadas de una organización análoga y sometidas a las mismas leyes, por ejemplo
los mitemas tienen con los semantemas la misma relación que éstos con los
fonemas. Por ser de índole superior debemos descubrir los mitemas en el plano
de la frase, pues de otro modo el mito no se distinguiría de las restantes formas
de discurso. Cada unidad constitutiva del mito posee las naturalezas de una relación,
i. e. consiste en la asignación de un predicado: p. ej. Edipo mata a su
padre, Edipo se casa con su madre, etc. Pero las «verdaderas unidades
constitutivas del mito no son las relaciones aisladas, sino haces de
relaciones (paquets des relations), y sólo en forma de combinaciones de
estos haces las unidades constitutivas adquieren una función significante» (p.
234).
Este sistema es a la vez diacrónico y sincrónico. Una de
las comparaciones, puestas por el a. (p. 234), lo aclara. Si un ser
extraterrestre, desconocedor de nuestra escritura, quisiera descifrar los
volúmenes de una biblioteca, debería descifrar previamente nuestro alfabeto, i.
e. la lectura de izquierda a derecha (cada línea) y de arriba hacia abajo (cada
página) ―sistema diacrónico, sucesivo―. Pero si pretende descifrar
una partitura para orquesta, debe simultanear este sistema con el sincrónico.
Una partitura orquestal sólo tiene sentido leída diacrónicamente según un eje
(página tras página, pentagrama tras pentagrama, de izquierda a derecha), pero,
al mismo tiempo, sincrónicamente según otro eje, de arriba abajo, conjuntando
los pentagramas correspondientes a los distintos instrumentos y voces. Dicho de
otra forma, todas las notas colocadas sobre la misma línea vertical constituyen
una unidad constitutiva mayor, un haz de relaciones.
El a. aplica esta teoría al mito de Edipo (pp. 235‑43)
y a algunos mitos americanos (pp. 243‑53), agrupando los haces de relaciones
en cuatro columnas verticales con un matiz específico en cada una de ellas; p.
ej. I y II: relaciones de parentesco sobrestimadas y subestimadas, III:
negación de la autoctonía, y IV: su afirmación o dependencia del hombre
respecto de la tierra. La repetición de una misma secuencia en los mitos
tendría como fin poner de manifiesto la estructura del mito.
Cap. XII. Estructura
y dialéctica (pp. 257‑66).
Se ha venido admitiendo que el mito y el rito
desarrollan el mismo tema, si bien el mito lo hace en el plano de la palabra y
el rito en el de la acción y los gestos. El a. pretende demostrar que esta
homología no existe siempre o, mejor aún, que, si se da, «podría ser un caso
particular de una relación más general entre mito y rito y entre los ritos
mismos» (p. 257), es decir, la relación mito‑rito no debe buscarse «en
una especie de causalidad mecánica», sino «en un nivel dialéctico, nivel
accesible sólo a condición de haber reducido previamente uno y otro a sus
elementos estructurales» (p. 258). En las páginas siguientes trata de
demostrarlo mediante el análisis de unos mitos y ritos de los indios pawrie,
explicativos del origen de los poderes chamanísticos, así como de ritos de
otros pueblos primitivos.
IV. ARTE (pp. 267‑300)
Cap. XIII El desdoblamiento de la representación en
el arte de Asia y América (pp. 269‑94).
Estudio de arte comparado en un aspecto común a las
artes de la costa noroeste de América y de la China arcaica: el desdoblamiento
de las figuras o representación del cuerpo, a veces sólo de la cara, mediante
una imagen desdoblada a ambos lados de un eje vertical, representación de un
individuo visto de frente mediante dos perfiles, simetría muy elaborada de los
elementos (ojo, orejas, arrugas, elementos decorativos, etc.), compatible a
veces con asimetrías en los detalles, estilización, esquematismo o simbolismo,
etc.; un fenómeno similar se aprecia en el tatuaje, sobre todo del rostro. En
las figuras desdobladas la escultura o el dibujo presenta un carácter realista,
mientras que el diseño, lo decorativo, es más bien simbólico. La explicación de
la presencia de este fenómeno en pueblos tan distantes no está en el origen
común (difusionismo) de los grupos ejecutores de este estilo artístico. Las
conexiones externas podrían explicar la transmisión de un arte común, pero no
su persistencia a lo largo de varios siglos y hasta milenios. Sólo las
conexiones internas, i. e. las estructuras, pueden explicar esta persistencia.
El desdoblamiento de la representación refleja, además,
una teoría sociológica del desdoblamiento de la personalidad (pp. 288 y ss.).
Este estilo artístico pertenece siempre a pueblos que practican el
enmascaramiento, ya por medio de la máscara, ya mediante el tatuaje. De esta
suerte el desdoblamiento lleva a un dualismo en diversos aspectos: «escultura y
dibujo, rostro y decorado, persona y personaje, existencia individual y función
social, comunidad y jerarquía» (pp. 287‑88).
Cap. XIV. La
serpiente con el cuerpo lleno de peces (pp. 295‑99).
Expone las coincidencias míticas en diversos pueblos
primitivos americanos de nuestros días, que ayudan a descifrar algunas figuras
artísticas de épocas pretéritas. Uno de estos temas de doble tradición
literaria (mito) y artística (decoración cerámica) es el de la serpiente con el
cuerpo lleno de peces. Como en otros casos, el presente mítico permite acceder
a la interpretación del pasado artístico.
V. PROBLEMAS DE METODO Y ENSEÑANZA (pp. 301‑418)
Cap. XV. La noción de estructura en etnología (pp. 301‑418).
«La noción de estructura social no se refiere a la
realidad empírica, sino a los modelos construidos de acuerdo con ésta» (p.
305). Distingue así dos nociones confundidas a veces: la de estructura social y
la de relaciones sociales. Estas son «la materia prima empleada para la
construcción de los modelos que ponen de manifiesto la estructura social misma»
(p. 306).
Para que los modelos merezcan el nombre de estructura
deben cumplir cuatro condiciones: «1) Una estructura presenta un carácter de
sistema, i. e. una modificación cualquiera en uno de sus elementos implica una
modificación en todos los demás; 2) todo modelo pertenece a un grupo de
transformaciones, cada una de las cuales corresponde a un modelo de la misma
familia, de suerte que el conjunto de esas transformaciones constituye un grupo
de modelos; 3) las propiedades antes indicadas permiten predecir de qué manera
reaccionará el modelo, en el caso de que uno de sus elementos se modifique; 4)
el modelo debe ser construido de tal manera que su funcionamiento pueda dar
cuenta de todos los hechos observados» (p. 306). En las páginas 333 y ss.
refuta nociones de estructura social distintas de la dada por él. A
continuación expone diversos aspectos: observación (de los hechos) y
experimentación (sobre los modelos), conciencia e inconsciente, estructura y
medida matemática, modelos mecánicos y estadísticos.
Estática social o estructuras de comunicación (pp. 326 y
siguientes) en tres niveles: de mujeres, de bienes y servicios, de mensajes. De
ahí que pueda esperarse que la antropología social, la ciencia económica y la
lingüística confluyan un día en una disciplina común: la ciencia de la
comunicación.
Dinámica
social: estructuras de subordinación: a) orden de los elementos (individuos y
grupos) en la estructura social (pp. 342 y ss.); b) orden de los órdenes (pp.
347 y ss.); la sociedad comprende un conjunto de estructuras correspondientes a
distintos tipos de órdenes: 1) órdenes «vividos» i. e. Que son a su vez función
de una realidad objetiva y que cabe abordar desde fuera, con independencia de
la representación que los hombres tengan de ella; 2) estructuras de orden
«concebidas», no «vividas», no susceptibles de una comprobación experimental.
Son las correspondientes al campo del mito y de la religión, probablemente también la ideología política.
Cap. XVI, Apéndice
al capítulo XV (pp. 354‑75).
Respuesta a la refutación del análisis de estructura
social del a., hecha por G. Gurvitch. Según el a., el objeto específico de la
etnología no es la adquisición de un conocimiento completo de las sociedades
estudiadas, sino descubrir sus «variaciones diferenciales».
Cap.
XVIII. Lugar de la antropología
entre las ciencias sociales y problemas planteados por su enseñanza (pp.
377‑418).
Panorama de la situación actual en la enseñanza de la
antropología tanto por su concepto no uniforme en los distintos países como por
las tres modalidades principales de su enseñanza: a) cátedras dispersas; b)
departamentos; c) escuelas o institutos, fórmula esta última que a juicio del
a. es la más satisfactoria.
Expone la relación y diferenciación de la antropología
social respecto de la antropología física, etnografía, etnología, folklore,
ciencias sociales. Fines de la antropología: objetividad, totalidad,
significación. La organización de los estudios antropológicos. Enseñanza e
investigación. Papel de los museos de antropología.
A primera vista resulta obvia la distinción que separa
el método estructural de la doctrina estructuralista. Sin embargo, de hecho la
conexión entre método y doctrina es mucho más profunda de lo que puede parecer.
Todo método, aun el más aséptico, si es instrumento eficaz de trabajo, debe
adaptarse al terreno doctrinal, en el que trabaja, y al fruto que se desea
recolectar por su medio. No obstante, la distinción entre método e ideología
resulta cómoda y viable al menos como hipótesis de trabajo, aunque pronto
resaltan su ligazón y sus mutuas implicaciones.
A. El método de la
antropología estructural.
Método trasplantado de
la lingüística moderna.
La fonología moderna se ha dado cuenta de que, más que e
significado o contenido de las palabras, a la hora de precisar su alcance
semántico preciso importa el contexto, es decir, e conjunto de relaciones de
cada palabra con las restantes del mismo contexto y texto. Más aún, la
fonología estructural labora en un plano más profundo que el de las palabras;
se mueve en el de los fonemas. Así descubre, afirma el a. siguiendo a N.
Trubetzkoy, los pasos fundamentales del método fonolófico: «a) la fonología
pasa del estudio de los fenómenos lingüísticos conscientes al de su
estructura inconsciente; b) rehusa tratar los términos como
entidades independientes y toma, al contrario, las relaciones entre los
términos como base de su análisis; c)introduce la noción de sistema...; d)
busca descubrir leyes generales ... » (p. 40), (el subrayado aquí
y siempre en otras citas es el del original, a no ser que expresamente se
advierta lo contrario). «Sin reducir la sociedad o la cultura a la lengua», la
antropología estructuralista inicia «la revolución copernicana», que «consiste
en interpretar la sociedad, en su conjunto, en función de. una teoría de la
comunicación» (p. 95; cfr. también pp. 77‑92, 392, 399, etc.). El
lenguaje, la lingüística, queda así erigido en «modelo lógico que puede
ayudarnos ―por ser más perfecto y mejor conocido― a comprender la
estructura de las otras formas de comunicación ... » (p. 96). La aplicación de
estas perspectivas a temas de antropología social es inmediata: «Como los
fonemas, los términos de parentesco son elementos de significación; como ellos
adquieren esta significación sólo a condición de integrarse en sistemas; los
«sistemas de parentesco» como los «sistemas fonológicos» son elaborados por el
espíritu en el plano del pensamiento inconsciente; la recurrencia, en fin, en
regiones del mundo alejadas unas de otras y en sociedades profundamente
diferentes, de formas de parentesco, reglas de matrimonio, actitudes semejantes
prescritas entre ciertos tipos de parientes, etc., permiten creer que, tanto en
uno como en otro caso, los fenómenos observables resultan del juego de leyes
generales, pero ocultas» (pp. 40‑41).
Esta transposición del método estructural de la moderna
fonología a la etnología se percibe ya en el transplante de sus mismos
tecnicismos, p. ej. sincronía, diacronía, etc., o la formación de algunos
nuevos, p. ej. mythemes (mitemas, pp. 233 y ss.), gustemes (gustemas,
pp. 99 y ss.), para designar las «unidades constitutivas mayores» de los mitos
y del «gusto» o del arte culinario de una sociedad, por asimilación a las
«unidades menores constitutivas» del lenguaje: fonemas, morfemas, semantemas,
lexemas (palabras), a las cuales incluye en sentido propio en el caso de los
mitemas (pp. 233‑34), por analogía en el de los gustemas.
La transposición de este método ayuda a explicar la
visión sincrónica, ahistórica por no decir antihistórica, prevalente en el
estructuralismo, aunque a veces parezca negarse. A la antropología estructural
no le interesa la génesis de las instituciones, etc., sociales, sino el
conjunto de relaciones que pueden descubrirse en un momento dado, la estructura
subyacente. De este punto se tratará más tarde. De acuerdo con una comparación,
presente ya en el precursor de la lingüística estructural (F. de Saussure, Curso
de lingüística general, Buenos Aires, 1971, 158‑160), en el método
estructuralista, como en una partida de ajedrez, las posibles y reales
relaciones de las distintas piezas en una posición determinada están al alcance
de cualquiera, tanto si acaba de llegar como si ha presenciado el desarrollo de
toda la partida, a pesar de que cualquier jugada no sólo afecta a la pieza
movida, sino que repercute en toda la estructura del juego.
El método estructuralista, en cuanta tal, en cuanto
disociado de toda doctrina o ideología, como cualquier otro método tiene una
función instrumental. Se afirmará del todo o con atenuaciones o simplemente se
rechazará su empleo de acuerdo con los resultados positivos o no, duraderos o
transitorios, a los que conduzca. A mi juicio, los resultados obtenidos en
lingüística son, en general, válidos. Precisamente este éxito ha motivado su
traslado a otros campos, concretamente a la antropología, obra' de Lévi‑Strauss,
quien lo ha hecho con acierto respecto de los sistemas de parentesco, en cuanto
a los términos se refiere, no respecto de lo más profundo de las realidades
familiares. El salto de una disciplina a otra recibe un impulso externo desde
la lingüística y los excelentes resultados en ella obtenidos. Pero la
motivación interna viene dada por el principio de la isomorfía, que permite
trasladar a una materia las adquisiciones del estudio de estructuras isomorfas
en otra materia o disciplina. Este principio dio el impulso inicial para saltar
desde los sistemas lingüísticos a los de parentesco. Pero después, tal vez por
la comodidad de la inercia, lo lanzó a otros terrenos, por ejemplo, las
instituciones sociales, la organización social, el arte, la moda, la mitología,
el ritual, la religión, etc. (cfr. pp. 95, 113 y siguientes, 183 y siguientes,
227 y siguientes, 269 y ss., 295 y ss., etc.), hasta el extremo de haberse
constituido en el eje y motor de toda la obra. Para comprobarlo, basta leer el
capítulo XV (pp. 303‑351), del cual entresaco el siguiente párrafo:
«Nuestras investigaciones no tienen más que un interés, que es el de elaborar
modelos cuyas propiedades formales son, desde el punto de vista de la
comparación y de la explicación, reducibles a las propiedades de otros modelos,
que los retoman en niveles estratégicos diferentes. Así podemos esperar abatir
los tabiques entre las disciplinas vecinas y promover entre ellas una verdadera
colaboración» (p. 313). La transferencia metodológica y el interdisciplinarismo
están clavados en la entraña misma del estructuralismo al mismo tiempo que son
la clave de su aplicación a sectores tan dispares como la religión, el análisis
literario, el marxismo, el arte, la cocina, las modas. Pero estos sucesivos
traslados se han operado ya, al menos en más de una ocasión, sin el rigor
científico del primer paso. Precisamente estos pasos en falso por culpa de una
intencionalidad ideológica, es decir, el hecho de que el estructuralismo es
algo más que un método y siempre un método o instrumento usado con una
intención muy determinada, al servicio de una concepción concreta del hombre,
justifican su transcendencia y el interés que ha suscitado. Esta concepción del
hombre implica su misma destrucción, sobre todo en cuanto individuo y persona.
El hombre ya no es él ni un ser que se va perfeccionando a lo largo de su vida
en colaboración con el divino Hacedor y Redentor, sino algo hecho y constituido
por una realidad colectiva inconsciente y superior: la estructura. El hombre
queda así atrapado en las mallas de la tupida red de la estructura en sus
distintas vertientes: lingüística, biológica, sociológica, etc., sin que nadie
ni dentro de él mismo (el espíritu, el alma) ni distinto de él (Dios) pueda
liberarlo, pues se prescinde de todo lo que no sean estructuras y relaciones.
Objetividad del método estructuralista en antropología y algunos reparos.
Lévi‑Strauss
realiza sus investigaciones mediante un método rigurosamente objetivo y de
escrupulosidad científica, al menos en apariencia. Distingue «la observación de
los hechos y la elaboración de los métodos, que permiten emplearlos para
construir modelos... En el plano de la observación la regla principal
―casi podría decirse la única― es que todos los hechos deben ser
observados y descritos con exactitud, sin permitir que los prejuicios teóricos
alteren su naturaleza e importancia. Esta regla implica otra, por vía de
consecuencia: «los hechos deben ser estudiados en sí mismos... y también en
relación con el conjunto ... » (p. 307). Una y otra vez insiste en la necesidad
de «la búsqueda intransigente de una objetividad total» (p. 298) y en «el
cuidado por los detalles concretos» (p. 307), «la atención apasionada y casi
maníaca a los pormenores» (p. 357), que el etnógrafo debe conocer directamente,
por «haber vivido con los indígenas y haberse visto asociado a sus ceremonias
como espectador o como participante» (p. 371, cfr. también pp. 397‑99
dedicadas precisamente a la «objetividad»). En su respuesta a Gurvitch matiza
aún más las dos etapas del método estructuralista en antropología: a)
«observar, describir y analizar, con una minuciosidad a veces desalentadora,
las formas de sociedad, los grupos y los más tenues matices de la vida
colectiva ... »; b) «la investigación de las estructuras cuando, tras haber
observado lo que existe, tratamos de extraer los únicos elementos estables
―y siempre parciales― que permitirán comparar y clasificar» (pp.
356‑57).
Por tanto, los datos aportados en sus estudios sobre los
términos de parentesco, las costumbres, los mitos, los ritos, etcétera, de
tantas tribus americanas, comprobados personalmente por el a., merecen crédito,
a no ser que algún otro etnógrafo o estudioso demuestre su falsedad del todo o
en parte tras una convivencia más prolongada o más profunda con esas gentes en
el supuesto de que todavía existan como grupo étnico y de que no se hayan
alterado sus instituciones. Pero el criterio del a., su orientación
seleccionadora en orden a elaborar la respectiva estructura, puede retener unos
elementos y preterir otros o, al menos, determinados aspectos de los datos
consignados, que también son auténticos, lo mismo que el cedazo conserva el
salvado, los pajotes, mientras deja caer la harina fina. Lévi‑Strauss
selecciona datos conforme a su personal entender, que cristalizan de acuerdo
con su forma mentis, la cual evidentemente no es religiosa. El mismo
autor lo reconoce en el capítulo dedicado a la estructura de los mitos. En
concreto, cuando aplica el método al mito de Edipo, confiesa que se trata de
«una cierta técnica, cuyo empleo probablemente no es legítimo en este caso
particular en razón de las incertidumbres que acaban de ser indicadas» (p.
235). La estrategia seguida en orden a alcanzar el objetivo pretendido queda al
descubierto poco después: «Se procederá... ensayando sucesivamente diversas
disposiciones de los mitemas, hasta que se encuentre una que satisfaga las condiciones
enumeradas en la p. 233». De ahí su alergia a manejar todo el material
realmente existente y la necesidad admitida de circunscribirse a parcelas
reducidas. De ahí su tendencia a seleccionar los datos y su virtuosismo en la
realización de todas las combinaciones estructurales posibles. De ahí, en fin,
que llegue a la mutilación o deformación de algunas narraciones míticas, que de
otro modo no encajarían en su cuadriculado ideológico, p. ej. prescinde de la
«serpiente» y del «papagayo» en el mito Tereno del origen del tabaco (cfr. su
otra obra, Le Cruit et le Cuit, París, 1964, pp. 107‑108 y ss.),
así como el hecho sintomático de su preferencia casi exclusiva por los mitos
etiológicos de un área determinada (América del Sur), relacionados precisamente
con la base económica (estructura marxista) de las culturas (superestructuras),
mientras prescinde de los mitos teogónicos y soteriológicos, no menos genuinos
y primitivos, pero incapaces de ser interpretados sin valorar su sentido e
ingredientes religioso‑morales. Lo mismo vale de su descripción de los
chamanes, interpretados en clave socio‑psicológica (caps. IX‑X). Al
menos los chamanes euroasiáticos tan frecuentes en la antigüedad y aún hoy
existentes, por ejemplo en Siberia, están caracterizados por su creencia en un
alma o «yo» separable del cuerpo mediante técnicas adecuadas aún durante la
vida sobre la tierra con la posibilidad de viajar, así separada, a regiones
lejanas, sobre todo al mundo de los espíritus. De ahí sus poderes peculiares.
Tal vez los chamanes americanos presenten otra modalidad, más no creo que
lleguen a diferenciarse en lo esencial. De hecho la búsqueda del «purba» o alma
de la futura madre por parte del chamán, apuntada en la p. 207, confirma la
coincidencia. Pero el a. no consigna los datos fenomenológicos del chaman
mismo, que pondrían de relieve y en primer lugar, la vertiente espiritual del
hombre. Mucho me temo que este silencio responda no a la objetividad
metodológica sino a un prejuicio ideológico. Quizá sería interesante una
investigación completa sobre el chamanismo suramericano.
Con todo el a. reconoce que sus «interpretaciones son
fragmentarias y aisladas» (p. 373), así como. las limitaciones de sus
observaciones experimentales entre los actuales pueblos primitivos: «¿Cómo
penetrar en los resortes de una sociedad, que nos es extraña, al cabo de una
permanencia de unos meses, desconociendo su historia y con un conocimiento de
su lengua rudimentario en la mayoría de los casos? La inquietud aumenta, cuando
se nos ve tan impacientes por reemplazar por esquemas esta realidad que se nos
escapa» (p. 358). Esta confesión deja la puerta abierta a una posibilidad,
seguramente realidad en más de un caso. La no percepción de algunos datos
valiosos o su olvido puede deberse a no haber sintonizado el investigador
―por falta de tiempo, de tacto o de método adecuado― con las gentes
primitivas, objetos de la investigación. Si se trata de grupos de religiosidad
esotérica, no rara en los pueblos primitivos, resulta casi inevitable que se
escapen no sólo distintas formas y manifestaciones religiosas, sino incluso el
hecho mismo o la existencia de su religiosidad. Darwin, tras haber estado dos
veces en la Tierra de Fuego, proclamó que los fueguinos, especialmente los yamana,
carecían de religión. A la misma conclusión llegaron no pocos misioneros, a
pesar de vivir con ellos de modo prolongado. Su carencia de religión, este
ateísmo originario, fue un dato de cultura general entre los aficionados a
estos temas, hasta que Gusinde y Koppers se ganaron la confianza de los
fueguinos, llegando a ser admitidos a su iniciación religiosa. Sólo así,
gracias a diversas circunstancias favorables, desvelaron el misterio de su
creencia en un Ser supremo, sus propiedades, las plegarias y sacrificios, etc.
(Cf. W. Koppers, El hombre más antiguo y su religión, en F.
Koenig, Cristo y las religiones de la tierra, I, Madrid, 1960, pp. 141‑152.)
En fin, la elección de unos datos, la preterición de
otros y el quedar algunos, si no olvidados, del todo, por lo menos como en
penumbra, puede atribuirse en más de un caso a la precariedad de las tareas del
investigador entre pueblos primitivos o, quizá, a generalizaciones cómodas
como, p. ej. cuando centra la cuestión en «saber si en América del Sur es
posible, en algún caso, hablar de auténticos cazadores y recolectores» (p.
123), válida tal vez para el área tropical estudiada por el a., mas no para el
resto. La existencia de tribus de vida auténticamente cazadora y recolectora es
una realidad demostrada para otras áreas suramericanas. Las generalizaciones
parecen ser un recurso ordinario en el estructuralismo antropológico, dada la
transferencia de las estructuras de un sector a otro, de una institución social
a otra, por su naturaleza subyacente e inconsciente (p. 28, etc.). Sin embargo,
según queda indicado, también puede deberse en más de un caso al tamiz mental,
a la postura religiosa o irreligiosa del investigador. Si se rastrean las
interferencias entre método, ciencia e ideología, se detectará el acarreo
subrepticio de unos materiales y la anulación de otros por exigencias del
servicio a una determinada ideología. De ahí la oportunidad de perfilar y de
valorar la ideología de Lévi‑Strauss.
B. Ideología del
autor de la «Anthropologie structurale».
El talante del investigador estructuralista interviene,
por lo menos, tanto al determinar los principios ―adoptados no por su
evidencia, sino por permitir una más fácil y perfecta sistematización de los
datos‑, cuanto en la selección de los datos empíricos, que deben
integrarse en el sistema; esta selección responderá al criterio del autor en su
distinta modalidad personal, de escuela y de época. Corifeo de la última moda
intelectual, Lévi‑Strauss incuba su talante humano e intelectual en
algunos de los movimientos representativos de nuestro tiempo: el marxista, el
freudiano y, como amalgama genérica, el positivismo.
Se ha hablado mucho del influjo del método estructural
de este a. Se ha insistido mucho en ello y no sin fundamento, pero tal vez
demasiado en el hecho en sí sin tratar de poner al descubierto las motivaciones
de la adopción tan ferviente de estructuralismo como método antropológico, por
parte de
Lévi-Strauss. Merece la pena intentar averiguar si esta adopción ha sido
resultado de un descubrimiento científico o, más bien, de un prejuicio
ideológico. Una confesión autobiográfica del mismo a. nos brinda la clave:
«Hacia los diecisiete años fui iniciado en el marxismo... La lectura de Marx me
arrebató tanto más cuanto que a través de ese gran pensador me ponía por vez
primera en contacto con la corriente filosófica que va de Kant a Hegel. Todo un
mundo se me revelaba. Desde ese instante, este fervor nunca se vio contrariado
y rara vez me pongo a desentrañar un problema de sociología o de etnología sin
vivificar mi reflexión previamente con algunas páginas del 18 Brumario de
Luis Bonaparte o de la Crítica de la economía política» (Tristes
trópicos, Buenos Aires, 1970, p. 45). La fuerza de este reconocimiento: rara
vez me... mi reflexión previamente... acentúa el intencionado sometimiento
de todas sus investigaciones antropológicas y de su mismo método estructural al
servicio de la ideología marxista. Esta ideología aparece también en esta obra
y naturalmente en su propio clima positivista y ateo.
Positivismo.
Se ha hablado del «ateísmo metodológico de la ciencia»,
y no sin razón en cierto sentido. El actual conocimiento científico y técnico
tiende generalmente a ser positivo, empírico, fenomenológico. Cuando estas
ciencias positivas se mueven en su propio terreno, pueden mantenerse al margen
tanto de los principios filosóficos, metafísicos, como de las realidades
religiosas. La persona dedicada habitualmente a las ciencias positivas corre el
riesgo de padecer miopía de alcance religioso. Si el ojo, acostumbrado a ver de
cerca en el caso de las personas consagradas al estudio, padece como de
fijación y su miopía le impide ver, al menos con normalidad, a una distancia
distinta de la habitual, el científico habituado a la inmediatez de lo sensible
y experimentable puede ser propenso a padecer de miopía religiosa, corriendo el
riesgo de no ver o de prescindir de Dios y de lo espiritual. Este riesgo
aumenta en épocas de embriagamiento científico y sensorial como la nuestra, en
las cuales hasta por la inercia ambiental se tiende a prescindir del
pensamiento metafísico e incluso se menosprecia el conocimiento no sensible, no
experimentable ni mensurable.
Esta mentalidad positivista explica «la atención
apasionada y casi maníaca» del a. «a los pormenores» y a «los detalles
concretos», que ya he señalado, así como su postura despreciativa e irónica
respecto a la «filosofía» y a la «metafísica», causa de que otros
investigadores rechacen, según él, sus teorías (cfr. pp. 96, 370, etc.).
Asimismo de aquí arranca su postura ante lo religioso, que le lleva a
prescindir de Dios, del alma humana, etc., e incluso a no mencionarlos: a no
ser, por ejemplo respecto del alma, en el caso citado de «purba», y en otra
ocasión por encajar dentro de su concepción dialéctica de enfrentamiento y
hasta de «lucha de clases» de «almas masculinas‑femeninas» entre los
nambikwara, reflejo del sistema económico‑social (cfr. p. 131); a
esta lucha asocia de algún modo la oposición «religioso‑profano» (p.
157). Naturalmente ni en la bibliografía general (pp. 419‑435) ni en las
notas de pie de página cita obras de los etnólogos e historiadores de página
cita obras de los etnólogos e historiadores de las religiones de los pueblos
primitivos que expresan opiniones contrarias a la suya en este punto, algunos
tan beneméritos como W. Schmidt, Köpppers, y toda la Escuela de Viena, etc. Por
tanto, prescinde de la divinidad y de lo espiritual, así como de lo primario
del sentido de la dependencia del hombre respecto de Dios, que no están al
alcance de los sentidos. Pero calla también lo religioso en sus manifestaciones
externas: ritos concretos, mitos, gestos oracionales, sacrificios cúlticos,
etcétera, que en consonancia con la constitución psicosomática del hombre va
íntimamente unidos a lo primario, a pesar de ser aprehensibles por los sentidos
―mucho más entre los pueblos primitivos―.
Ni siquiera por interés cultural estudia las
manifestaciones religiosas en la vida de los pueblos y en los mitos, objeto de
su análisis antropológico. Cuando habla del ritual o de los mitos salta por encima
de su contenido profundo, religioso, para quedarse en la superficie,
convirtiéndolos en meras referencias formales. Por eso, «el mito, el rito, la
religión» quedan reducidos a «lenguajes, similares a la lengua misma» (p. 96),
a fenómenos sociológicos y «aspectos de la vida social» (p. 71), a «una
reorganización de la experiencia sensible en el seno de un sistema semántico»
(p. 109), a «estructuras de orden concebidas, pero no vividas», que
«no corresponden directamente a ninguna realidad objetiva» (p. 347).
A esta objeción de positivismo, Lévi‑Strauss
podría respondernos que ni siquiera ha pretendido llegar a una visión completa
del hombre, pues supondría la conjunción de los resultados de no pocas
especialidades científicas, algunas de las cuales apenas han dado los primeros
pasos y, por consiguiente, son incapaces de haber alcanzado meta alguna o
conclusiones serias (pp. 384 y ss.). Precisamente aquí se palpa la falsedad del
planteamiento de la antropología estructural. Propio de un investigador puede
ser el circunscribirse a las ciencias positivas. Mas el silenciamiento del
diálogo con otro sector y en perspectivas distintas descubre una postura
decididamente ideológica de signo positivista. Este positivismo podría parecer
ingenuo en los inicios de las ciencias naturales, psicológicas, sociológicas,
etc., pero ahora el perfeccionamiento de los métodos y los avances conseguidos
respaldan su autosuficiencia. El positivista estructural prescinde de la
religión y de sus manifestaciones, pero sin alarde; pasa por encima de las
exteriorizaciones religiosas su mirada «científica» y o no les hace caso ni las
consigna o, si lo hace, las clava en el álbum entomológico de las estructuras
inconscientes de base socioeconómica y allí las deja inertes, sin percibir su
aleteo vital.
Marxismo.
El positivismo del estructuralismo antropológico está
impregnado de marxismo hasta su médula. Sobre la marxistización de Lévi‑Strauss,
así como de su proceso investigador en cuestiones sociológicas y etnológicas
habla por sí mismo el texto antes transcrito. Lo mismo declara en su respuesta
a la crítica formulada por Rodinson, cundo le invita a «buscar cómo trató de
integrar, en la corriente marxista, las adquisiciones etnológicas de los
últimos cincuenta años» (p. 364). Resalta sí explícitamente el propósito de sus
investigaciones etnológicas, así como la prevalencia de la ideología sobre lo
científico y la supeditación del método estructural a la misma. Reconoce que de
hecho ha conseguido «colocar ambas nociones (sociedad y cultura) en una
perspectiva compatible con los principios del marxismo...», al mismo tiempo que
ha elaborado «una hipótesis marxista sobre el origen de la escritura» y
dedicado «dos estudios a tribus brasileñas (caduveo y bororo), que son una
tentativa de interpretación de las superestructuras indígenas, fundada en el
materialismo dialéctico» (p4 365). De ahí su reacción, no muy considerada,
cuando algún crítico presenta su doctrina como desviada de la doctrina de Marx
o de Engels, y su empeño en demostrar su concordancia más fiel (cfr. pp. 368‑375)
o su defensa de la antropología aplicada por la sola razón de haberla usado
Marx en la redacción del libro primero de El capital (p. 417, nota l), así como
la categoría de maestro y autoridad suprema de Marx a la hora de precisar y, en
cierto modo, rectificar completando la doctrina del precursor del
estructuralismo lingüístico, F. de Saussure, incluso sobre temas como la
diacronía y la sincronía de evidente origen e impronta lingüística (p. XXXIV).
En confirmación de este último aspecto pueden comprobarse las citas textuales
de Marx y el valor que se les atribuye (cfr. pp. 31, 109‑110, 369‑70,
etc.).
Desarrollo dialéctico
de la cultura.
El marxismo de la antropología estructural presupone la
aplicación del evolucionismo dialéctico, hegeliano, a la cultura y distintos
aspectos de la vida de los pueblos. A la tesis: «sociedades frías» (pueblos
primitivos), «regidas por los laxos de consanguinidad (llamados hoy estructuras
de parentesco)» (p. 369), habría sucedido la antítesis: «sociedades calientes»,
aparecidas tras la revolución neolítica con la lucha de clases y castas como
base definitoria de su constitución (pp. 369‑70) y fuente esencial de su
devenir, para desembocar en la síntesis o integración de las características de
ambas sociedades en un futuro presagiado por el etnógrafo. Entonces se
realizará el «paraíso» en la tierra; se pasará «de un tipo de civilización, que
inauguró en el pasado el devenir histórico, pero al precio de una
transformación de los hombres en máquinas, a una civilización ideal, que
conseguiría transformar las máquinas en hombres» (pp. XLIV‑XLVI).
La equiparación de los pueblos primitivos actuales y de
los anteriores al neolítico carece de fundamento. Ya se desconfía de la validez
del comparativismo etnográfico, por el cual se traslada lo «primitivo» actual a
lo arcaico, saltando por encima de miles de kilómetros en el espacio (de los
«primitivos» australianos, americanos, centroafricanos, etc., a los
cavernícolas cántabro‑pirenaicos‑franceses del paleolítico y
milenios inmediatamente post‑paleolíticos) y de milenios en el tiempo
(del s. XX d. C. a los milenios XXX‑VII a. C.) (por respetar la divisoria
neolítica puesta por el a.) (cfr. M. Guerra, Constantes religiosas europeas
y sotoscuevenses, Burgos, 1973, 63‑67). Además media la diferencia
radical de que los hombres paleolíticos evolucionaron mientras que los llamados
primitivos de nuestros días continúan estancados o se extinguen por culpa de un
medio ambiente hostil o por la irrupción del hombre civilizado con sus
técnicas. Por otra parte, si nos empeñamos en buscar la clave del progreso de
las «sociedades calientes» desde el neolítico hasta nuestros días, más que en
la lucha de clases interhumana la encontraríamos en la lucha con el medio
ambiente. De hecho la evolución científico-técnica se ha operado en las
regiones templadas o frías de la tierra, no en las cálidas tropicales, donde el
hombre necesita menos de todo, hasta de comida y vestido, e incluso su misma
voluntad padece de indolencia. En fin, todo lo que se afirme sobre esa
«civilización ideal» del futuro será producto apriorístico de una ideología, en
este caso marxista, empeñada en ubicar el «paraíso» sobre la tierra y en el más
acá de la muerte.
Por lo demás es un acierto del a. la refutación de la
concepción de Lévi‑Bruhl, según la cual la mentalidad del primitivo es
más prelógica que lógica y no se sentía obligada a evitar lo que el hombre
civilizado de mente lógica o racional llama contradicción. Las representaciones
míticas no pueden quedar recluidas en la antecámara de la lógica (pp. XLI, 254
255). La diferencia (entre la mentalidad científica y la mítica) no consiste
tanto en la cualidad de las operaciones intelectuales, cuanto en la naturaleza
de las cosas sobre las que recaen dichas operaciones (p. 255). No obstante,
resulta un tanto roussoniana la afirmación: «Un pueblo primitivo no es un
pueblo atrasado» respaldada por el hecho de que «puede, en tal o cual campo,
revelar un espíritu de invención y realización que deja muy por detrás los
logros de los civilizados» (p. 114). Notemos de paso que el mismo a. habla de
su descubrimiento de Marx (condicionamientos económicos, etc.), de Rousseau.
(bondad de la naturaleza humana) y de Freud (el inconsciente, etc., de que
hablaré después). Resulta sintomático que en esta obra el único epígrafe a uno
de sus capítulos, el XV, sean unas frases de J. J. Rousseau, tomados
precisamente de su Discours sur L´origine de L´inégalité parmi les hommes. Una
cosa es que no sea necesariamente atrasado o el afirmar la igualdad intelectual
e inferioridad instrumental, técnica, del primitivo respecto el civilizado'
válido también para los hombres del paleolítico (cfr. M. Guerra, o. c., 201 y
ss.), y otra bastante distinta el axioma de que «un pueblo primitivo no es un
pueblo atrasado».
La mentalidad, imbuida del proceso dialéctico,
probablemente ayude a explicar las preferencias del a. por descubrir tesis y
antítesis, y su tendencia a concebir como enfrentados casi todos los fenómenos
sociales. De ahí su afirmación del dualismo en casi todos los niveles, p. ej.
los capítulos dedicados al dualismo social y las referencias al mismo que
salpican casi toda la obra (pp. 14, 15, 29, 30, 60, 117‑121, 127, 133‑145,
143‑180, 374) o, en general, al proceso dialéctico de la historia (pp.
257‑66, etc.) y su aplicación a las actitudes y denominaciones (pp. 343 y
ss.)... Probablemente, también es ésta la clave de su desintegración de los
mitos en haces de relaciones, integradas de dos en dos en tesis‑antítesis,
p. ej. relaciones de parentesco sobrestimadas y subestimadas, afirmación y
negación de la autoctonía (pp. 236 y ss.). Se trata, por consiguiente, de una
clave, producto de una ideología, y más subjetiva que objetiva o reflejo de la
realidad social o mítica.
Estructura socio‑económica
y superestructuras.
Son clásicas las definiciones de estructura en
lingüística, que suelen figurar hasta en los manuales: «Entidad autónoma de
dependencias internas» o, con otras palabras, «un todo formado por fenómenos
solidarios, de tal suerte que cada uno depende de los otros y no puede ser el
que es, sino en y por su relación con ellos». Lévi‑Strauss recoge los
elementos de la estructura social, que reduce a cuatro en el capítulo dedicado
precisamente a este tema (pp. 303‑352), sobre todo en el párrafo ya
transcrito (p. 306). El influjo de la definición de estructura en lingüística
es claro. Más aún, su insistencia en la repercusión de cualquier modificación
de uno de sus elementos en todos los demás recuerda la comparación de F. de
Saussure (Curso de lingüística..., 159), sobre el influjo de los
movimientos de cualquier pieza de ajedrez en los restantes. Sin embargo,
resalta su procedencia marxista , cuando reconoce «haberla tomado de Marx y de
Engels ―entre otros―, otorgándole un papel esencial» (p. 364),
silenciando, esta vez, el influjo de los lingüistas que podemos suponer
implícitos en el inciso «entre otros».
Desde luego, el proyecto de la estructura social
coincide en, no pocos puntos con el marxista. Basta la siguiente enumeración:
a) Infraestructura y superestructuras. «En la misma línea del pensamiento de
Marx» establece la distinción entre «infraestructura y superestructuras » (pp.
366, 348 y nota l), que, a fin de expresarse «en un lenguaje más familiar a los
antropólogos anglosajones» la cambia por la de structures d'ordre «concues»
y «vécues» (pp. 347‑348). La infraestructura, base de todo lo humano
y social, o «las estructuras de orden vividas», únicas, que «son a su vez
función de una realidad objetiva» (p. 347), están constituidas por lo
socioeconómico (pp. 365‑66, 327‑30, 349, etc.). Las
superestructuras entretejen todos los demás aspectos humanos: religión,
mitología, arte, derecho, etc. (pp. 347‑49, 365, etc.), las cuales
«estructuras de orden concebidas, no ya vividas, no corresponden directamente a
ninguna realidad objetiva» y escapan a toda «comprobación experimental» (pp.
347‑48). Por tanto, todo o es materia o simple reflejo de la estructura
material. En sintonía con el más puro marxismo no niega la existencia de
factores religiosos, literarios, jurídicos, artísticos, políticos, etcétera,
pero los reduce a materiales. De acuerdo con las «enseñanzas del materialismo
histórico» no postula «una especie de armonía preestablecida entre los diversos
niveles de estructura. Pueden muy bien hallarse ―y esto ocurre con
frecuencia― en contradicción unos con otros, pero las modalidades según
las cuales se contradicen pertenecen todas al mismo grupo. Entre la base
infraestructural y las superestructuras, incluso entre estas mismas, se dan
íntimas relaciones positivas y negativas; mas nunca es admisible la existencia
de una fuerza puramente espiritual, ni consiguientemente su capacidad de
alterar el proceso social que está determinado siempre y sólo por fuerzas materiales
de uno u otro tipo» (pp. 365 y ss.). Para evitar la contradicción, silencia los
datos antropológicos, que no encajan en este sistema. Más aún, selecciona los
mitos con tanto rigor marxista que no acepta ni analiza sino los etiológicos, o
sea, los referidos de ordinario a la base económica de las culturas primitivas
o en cuanto a ella se refieren, prescindiendo de los teogónicos y
soteriológicos, en los cuales salta a la vista la intervención de la divinidad
y de lo espiritual, así como la repercusión de las creencias religiosas de más
enraizamiento específicamente humano que lo económico apriorísticamente
catalogado como base y condicionamiento regulador de todas las actividades del
hombre y de los pueblos. Si alguna vez aporta algún dato religioso o, según su
terminología preferida, «metafísico» (p. 131, etc.), no es para resaltar su
autonomía ni sublimación, sino para presentarlo como proyección de la
organización laboral, por ejemplo el destino de «las almas masculinas
(reencarnación)» y femeninas (disipadas en el viento)» tras la muerte de
acuerdo con el sistema de trabajo y de aportación económica de los hombres
(«como los rastrojos de sus poseedores serán nuevamente cultivadas tras los
largos barbechos») y de las mujeres (almas, «condenadas a la misma
inconsistencia que la recolección y el almacenamiento, propias de las mujeres»)
en el más acá de la muerte entre los nambikwara (p. 131). Aún admitido
ese dispar destino ultraterreno de las almas de los hombres y de las mujeres,
no deja de sorprender a cualquier mirada imparcial esa «traducción del conjunto
(socioeconómico y laboral) en el plano metafísico, en la desigualdad del
destino que espera a las almas masculinas y femeninas» (p. 131), que
probablemente tiene más «inconsistencia» que la atribuida a las tareas
agrícolas de las mujeres.
El positivismo marxista del estructuralismo
antropológico reduce así con un porque sí ideológico ―prejuicio
apriorístico de ningún modo científico―, la complejidad psicosomática de
todos y cada uno de los hombres, a lo materialmente empírico y estadístico. La
verdadera y única realidad del hombre es su base económica y bioquímica. Así lo
reconoce con descaro en otras obras suyas: «El fin primordial de las ciencias
humanas no es constituir al hombre sino disolverle..., reintegrar la cultura en
la naturaleza y, finalmente, la vida en el conjunto de sus condiciones físico‑químicas»
(El pensamiento salvaje, México, 1964, pp. 357‑58), de suerte que
algo de tanta complejidad socio-política, religiosa, etc., como una revolución
«se resuelve en una multitud de movimientos psíquicos e individuales. Cada uno
de sus movimientos traduce evoluciones inconscientes, y éstas se resuelven en
fenómenos cerebrales, hormonales y nerviosos, cuyas referencias son también de
orden físico o químico» (Ibídem, p. 340). Y la razón, la inteligencia,
lo más excelso del hombre pierde su espiritualidad para quedar cosificada; se
convierte en «cosa entre cosas» (Le Cruit et le Cuit..., p. 18). Más que
la denominación «materialismo trascendental», aplicada por J. P. Sartre al
estructuralismo antropológico, y admitida por Lévi Strauss, le conviene la de
«materialismo craso y vulgar». De ahí que la unidad fundamental del hombre, de
lo humano más espiritual ―la inteligencia, la conciencia, el amor―,
provenga de leyes físico‑químicas, constitutivas de la «estructura
inconsciente», base de toda la actividad humana tanto individual como
colectiva. «Si, como pensamos, la actividad inconsciente del espíritu consiste
en imponer formas a un contenido, y si estas formas son fundamentalmente las
mismas para todos los espíritus, antiguos y modernos, primitivos y
civilizados... es necesario y suficiente alcanzar la estructura inconsciente,
subyacente en toda institución y en toda costumbre para obtener un principio de
interpretación válida para otras instituciones y otras costumbres, con tal que,
naturalmente, se lleve bastante lejos el análisis» (p. 28). No hace falta decir
que el término «espíritu», usado aquí con el mismo sentido que «espíritu
humano» empleado dos veces más (pp. 81, 91), tiene un significado diferente del
que ordinariamente se le concede. Se trata de un «huésped presente en nuestros
debates (de antropología social) sin haber sido invitado» (pp. 91 y 81), «cuyos
resortes secretos», que «lo mueven», se llegarán a descubrir «algún día»,
asociando «diferentes métodos y disciplinas» en la misma línea estructural (p.
91).
Estructuras inconscientes y relaciones sociales visibles.
El estructuralismo antropológico está marcado por la
naturaleza inconsciente de las estructuras, que ciertamente son uno de sus
distintivos definitorios. Las estructuras son elaboraciones del inconsciente,
«órgano de una función específica», que «se limita a imponer leyes
estructurales a elementos inarticulados provenientes de otra parte: pulsiones,
emociones, representaciones, recuerdos ... »; a su vez, «el conjunto de las
estructuras forman lo que llamamos el inconsciente» (pp. 224225).
Lo importante son las estructuras inconscientes. Si bien
hay también modelos conscientes ―«que se llaman comúnmente
normas»―, «no debe olvidarse que las normas culturales no son
automáticamente estructuras, sino más bien piezas importantes que ayudan a
descubrir estas últimas» (pp. 308309). «Estas estructuras son las mismas y poco
numerosas... en todos los hombres y para las diversas actividades humanas:
religiosas, literarias, artísticas, etc.» De ahí que, por ejemplo, «la
colección ingente de mitos y cuentos... puede reducirse a un pequeño número de
tipos simples en los que operan... unas funciones fundamentales» (p. 308). Los
mitólogos suelen distinguir entre el variado y vistoso ropaje de los mitos y el
mitologema o núcleo, tema central que enhebra los distintos elementos de cada
mito, y que en general es común a varios mitos aún de pueblos y regiones distantes.
Los nombres, las figuras, los protagonistas mitológicos son más intercambiables
y mudables; el mitologema permanece o, al menos, puede permanecer idéntico a
pesar de que el cambio de ropaje puede desfigurarlo para la mirada del no
especializado en su desenmascaramiento. Esta distinción objetiva, basada en los
elementos mismos del mito, se subjetiviza en el estructuralismo. De ahí la
indiferenciación axiológica de todas las versiones del mismo mito, rito o
institución; «el análisis estructural deberá considerarlos a todos por igual»
(p. 240). El mismo valor tiene la versión del mito de Edipo de Sófocles que la
de Freud. «No existe versión verdadera, de la cual las otras serían ecos
deformados. Todas las versiones pertenecen al mito» (p. 242; cfr. también 240).
Lo importante es descubrir la estructura mediante el manejo de datos y frases
seleccionadas por el investigador. De nuevo el subjetivismo y la subjetivación
más absoluta, disimulada bajo la torrencial aportación de datos. Otro punto
débil de esta subjetivación, que no respeta el valor absoluto u originario de
ninguna versión, es su perspectiva sincrónica, que prescinde de la diacronía, o
sea, de la visión histórica y de la evolución de cada mito o de las
instituciones, que con el paso del tiempo ven o, por lo menos, pueden ver
eliminados, enriquecidos o variados algunos o muchos de sus elementos
constitutivos. Subjetivismo que, por otra parte, da la mano al determinismo,
pues supone invariable la estructura y, como en los casos de cristalización,
con capacidad configuradora de todos los elementos nuevos o cambiados de
acuerdo siempre con la misma figura.
No cabe duda de que la condición inconsciente de las
estructuras dicen relación con Freud. El a. lo manifiesta además con sus citas
nominales (por ejemplo, pp. XXIV, XXXIII, XXXIV, 233, 235 ss. 240, 242, 253,
363). Pero
reconoce de nuevo su dependencia de Marx, pues también «la historia económica
es' en gran medida, la historia de las operaciones inconscientes» y, según la
célebre fórmula de Marx: «los hombres hacen su propia historia, pero no saben
que la hacen», fórmula que «justifica, en su primer término, la historia y, en
el segundo (inconsciente» la etnología» (p. 31). Las instituciones sociales,
por ejemplo, la prohibición del incesto, los impedimentos matrimoniales entre
parientes, el levirato, etc., y las concreciones artísticas, míticas,
culturales, etc., nacen, según el a., de una estructura, obra del inconsciente
fijada e inconscientemente actuante en los hombres, con la particularidad de
que cualquiera de esas estructuras, por ejemplo la dualista, es «inconsciente,
sin duda, aún para los pueblos de organización dualista, pero que, por su
carácter inconsciente, debe estar por igual presente en aquellos pueblos que
jamás han conocido esta institución» (p. 29).
La estructura, por el hecho mismo de su «inconsciencia»
por hallarse anclada en el inconsciente de los hombres, sótano más profundo y
obscuro que el subconsciente y, desde luego, que el consciente (pp. 224‑225),
es universal y válida para todos y cada uno de los hombres. De este modo, en
cierta medida, viene a ser un substitutivo de la «naturaleza humana». De la
estructura inconsciente se derivan asimismo la comunidad e igualdad entre los
hombres, por debajo de las apariencias y diferencias somáticas,
caracteriológicas, culturales, etnográficas o de raza, de su pertenencia a
pueblos llamados primitivos o no primitivos, etc. Universalidad y comunidad de
la estructura inconsciente que se erige en clave interpretativa de todas las
realidades y fenómenos humanos en las manos de quienes creen haber llegado
hasta ella, «subyacente en cada institución o en cada costumbre» y «principio
de interpretación válida para otras instituciones y costumbres» (p. 28). De ahí
que el a. se considere con derecho para extender las conclusiones de sus
estudios sobre los pueblos primitivos americanos a todos los pueblos, aunque no
haya una procedencia común ni posteriores contactos culturales (p. 284).
La afirmación de la identidad básica de todos los
hombres no resulta ―para el autor― de la comunidad constitutiva de
los mismos en cuanto integrados de cuerpo‑alma o en cuanto son un yo
psicosomático, seres dotados de una misma naturaleza racional, sino de la común
estructura inconsciente. Por eso Lévi‑Strauss no elabora una antropología
del hombre en sí, aunque pueda diferir su concepción, por ejemplo el pluralismo
(Homero, etc.) o el dualismo (Platón, etc.) antropológicos, la dualidad
antropológica (N. Testamento), sino una «antropología estructural» según
resalta en el mismo título de esta obra o, también «social» (pp. 386‑393,
etc.). Ya el hombre no se compone de cuerpo‑alma, reducidos a la unidad
integradora (dualidad antropológica) o esencialmente enfrentados (dualismo) con
la consiguiente repercusión escatológica: subsistencia de sola el alma
(dualismo), que en la antropología cristiana desemboca en la resurrección final
del cuerpo y la existencia resucitada de todo el hombre, sino de «estructuras y
relaciones», que, en cuanto corresponde a lo «invisible, inconsciente» y a lo
«visible, consciente», semejan ser un substitutivo psicológico de lo espiritual‑corporal
del hombre, del alma‑cuerpo, constitutivos antropológicos. El a. pone
interés en distinguir la «estructura» de las «relaciones sociales», «que ponen
de manifiesto la estructura social misma», si bien «esta no puede ser reducida,
en ningún caso, al conjunto de relaciones sociales observables en una sociedad
determinada» (pp. 305‑306, 347 ss.).
Origen de la religión.― Las conclusiones de diversos estudios,
demostrativos de la vinculación de lo mítico y de lo ritual a la
infraestructura socioeconómica, según el a., «permiten esperar que un día
estaremos en condiciones de comprender no ya la función de las creencias religiosas
en la vida social (caso resuelto desde los tiempos de Lucrecio), sino los
mecanismos que les permiten cumplir dicha función» (p. 349).
El a. da por supuestos el origen y finalidad de la
religión o, mejor, de las «creencias religiosas» por resaltar más su naturaleza
subjetiva. Y lo supone como algo claro ya desde los tiempos (s. I. a. C.) del
epicúreo latino en su obra De rerum natura. Los marxistas
fundamentalmente coinciden con la misma explicación lucreciana de la religión,
concepción muy en consonancia con el talante de su maestro, Epicuro, cuya
existencia resulta modélica de la hipersensibilidad llamada «miedo del miedo».
Lévi‑Strauss, de acuerdo con su positivismo, no se plantea el tema de si
se debe aceptar o rechazar la religión ni el de su origen. Sólo le interesa
averiguar «los mecanismos» que permiten a las creencias religiosas cumplir su
función sociológica; averiguación por ahora, según el a., estéril. Como
Lucrecio y el materialismo, silencia el fin específico de la religión y la
convierte en uno de tantos factores de vigencia fuera del materialismo, al
mismo tiempo que busca su origen no en el más allá, en la divinidad (revelación
natural y sobrenatural), sino en el más acá, concretamente en la forma de ser
de los hombres en determinados momentos de la historia. Al igual que Lucrecio,
considera la religión como un resultado del miedo, de la debilidad y de la
necesidad de ayuda ante realidades terroríficas que les desbordan, por ejemplo,
los fenómenos atmosféricos, la muerte, etc., antes de que las ciencias y las
técnicas hayan explicado su naturaleza, llegando en muchos casos a dominarlos.
Sería, por tanto, una creación del hombre mismo que, inerme, habría visto
surgir en sí mismo el sentimiento de dependencia respecto de uno o varios seres,
distintos de él y superiores, pero sin existencia real. Este sentimiento habría
sido utilizado por los poderosos al servicio de sus intereses, o sea, explotado
por una minoría política, que intuyó la religión dotada de la escenografía
cúltica, a fin de dominar a la plebe ignorante. Sólo en cuanto tal, en cuanto
instrumento político, «opio del pueblo» del marxismo, sería admisible la
religión, según afirma ya el sofista Critias (s. V a. C.) y, probablemente,
unos siglos más tarde Polibio. Esa sería «la función de las creencias
religiosas en la vida social» de los pueblos no liberados por el positivismo
materialista. Por tanto, el origen de lo religioso es sociológico y sociológico
su destino, su función. En el caso de los chamanes, hechiceros y de la magia señala
más bien un origen psicológico de tipo individual y, al mismo tiempo,
colectivo, social, por obra del convencimiento tanto del chaman como de la
tribu en la eficacia de sus poderes y de sus técnicas. Serían fenómenos de
psicología profunda, cuya explicación estaría al alcance del psicoanálisis, con
un complemento popular, sociológico (pp. 183‑225).
El a. parece no conocer más religiones que las
denominadas celestes o étnico‑políticas. Estas se hallan dominadas por el
sentimiento reverencial de lo tremendum ante la divinidad altísima,
celeste, transcendente. Estas religiones pertenecen a pueblos, al menos
originariamente, nómadas, pastores y de constitución patriarcal. Tal vez su
prejuicio positivista‑marxista sobre el origen de la religión y el
masculinismo de las religiones celestes ayuden a explicar el hecho sintomático
de la preferencia, casi exclusiva, del a. por los pueblos primitivos americanos
de constitución patriarcal así como el masculinismo de toda su exposición,
hasta el punto de que, según reconoce él mismo, no es rara «una crítica
dirigida a las structures élémentaires de la parenté, que lo clasifica
como libro antifeminista, porque en él las mujeres son tratadas como objetos»
(p. 70). De hecho las mujeres son consideradas como «mensaje del lenguaje
matrimonial y del parentesco, que circulan entre los clanes», «valores de un
tipo esencial», objeto «de circulación en la serie del grupo social», de
transacción, pues «son los hombres, quienes intercambian a las mujeres y no a
la inversa», «seres efectivamente queridos, pero ostensiblemente despreciados»
(pp. 57, 69, 70, 131). Precisamente al afirmar su «revolución copernicana», que
consistirá en interpretar «la sociedad, en su conjunto, en función de una
teoría de la comunicación» con la consiguiente transferencia del
estructuralismo lingüístico a la antropología, afirma que esa teoría es
aplicable en tres niveles: en el lingüístico, en el económico y en el
matrimonial, porque, respecto del último, «las reglas matrimoniales y del
parentesco sirven para asegurar la comunicación de las mujeres entre los
grupos» (p. 69; cfr. también 326). De ahí su repulsa del matriarcado y la
catalogación del avunculado como institución neutra en su origen, o sea, «común
a regímenes matrilineales y patrilineales», es decir, no supervivencia residual
del matriarcado (p. 9, 48 ss, 57, etc.).
En respuesta a esta concepción del origen de la religión
y a sus fundamentos sociopsicológicos, baste recordar la unidimensionalidad,
por no decir parcialidad, de su catalogación de las religiones. Quizá como
hipótesis puede admitirse que el temor ante los fenómenos atmosféricos y la
incertidumbre vital ha influido en la religiosidad de algunos individuos e
incluso de varios grupos étnico‑políticos a nivel de familia, clan, tribu
y hasta pueblo. Pero Lévi‑Strauss desconoce o, por lo menos, parece
ignorar del todo: a) la existencia de la religiosidad telúrico‑mistérica
con un concepto inmanentista de la divinidad y con lo fascinans como
característica del sentimiento religioso de sus miembros. En las numerosas y
tan diseminadas manifestaciones de esta constante religiosa desaparece o, a lo
más, apenas influyen lo tremendum del sentimiento religioso y, en su
lugar, resalta la «fascinación» gozosa del iniciado en la intimidad de la
suprema divinidad telúrica, femenina, madre e inmanente, favorecedora de la
compenetración «mística» y «mistérica» por medio de numerosos ritos tanto
individuales como colectivos; b) la difusión de este tipo de religiosidad no
sólo por el área indomediterránea sino también por América, Oceanía, etc.; c)
el hecho de que, al menos de acuerdo con los testimonios conservados,
pertenezca a estratos cronológicamente anteriores a los de los pueblos, en cuya
religión predomina lo tremendum, el temor y temblor ante la divinidad
celeste. Por consiguiente, aunque este sentimiento pudiera explicar el origen
de algunas religiones, no explica el de la religión o, con otra formulación, el
de todas las religiones y ―dato importante― tampoco el de las más
antiguas, al menos conforme a los testimonios rupestres, arqueológicos,
literarios, etc., con los que en nuestro tiempo puede contar la historiografía
religiosa (cfr. M. Guerra, Constantes religiosas..., 99‑148, 287‑297,
527‑571).
El desconocimiento o, al menos, la no valoración de la
religiosidad telúrico‑mistérica explica que no pocos de los estudios de
«vanguardia» de nuestro tiempo carezcan de fundamento en puntos esenciales de
sus exposiciones. Tanto J. A. Robinson' Sincero para con Dios, Barcelona,
1967, como H. Cox, La ciudad secular, Barcelona, 1968, como otros
muchos conocen solamente las religiones celestes o étnico‑políticas,
caracterizadas por la transcendencia de la divinidad y por lo tremendum como
definitorio del sentimiento religioso de sus miembros. De ahí que se señalen
tres etapas en el concepto de la divinidad y, consiguientemente, en la postura
religiosa de la humanidad: a) Dios arriba. Divinidad concebida como celeste por
su nombre, por sus atributos y teofanías, por su residencia, etc.; b) Dios
afuera, y c) Dios dentro de cada uno, inmanente en vez de transcendente y
distinto. La última corresponde, según ellos, a nuestro tiempo. Por eso se
parte del supuesto (por ejemplo, Bultmann) de que hay que eliminar de los
evangelios y del cristianismo como mítico, perteneciente a formas religiosas
arcaicas, ya superadas o, por lo menos, explicar de modo nuevo, todo lo que no
sea ese «Dios dentro» o no fomente la inmanencia de la divinidad; por ejemplo,
la encarnación, la ascensión, etc., de Jesucristo. Aparte del desconocimiento
de la religiosidad telúrico‑mistérica ―más antigua que la
celeste― que es de índole inmanentista: «Dios dentro», desconocen que el
cristianismo es la única religión que, gracias a la revelación, ha conseguido
superar esa antinomia, aunando la transcendencia y la inmanencia. Estas
concepciones de la divinidad y de la religión carecen de apoyo incluso en una
simple visión completa y objetiva de la historiografía religiosa de la
humanidad.
No hace falta subrayar que lo tremendum lucreciano
no es el origen del cristianismo, que adora al «Dios Amor» (1 Jo. 4, 8), y, por
obra de la revelación verdaderamente divina, ha conseguido salvar la antinomia
de la transcendencia e inmanencia de la divinidad, de lo tremendum y de
lo fascinans del sentimiento religioso, tanto en el plano individual
como en el eclesial y en el cósmico, en esta vida y en la otra: Dios
creador-conservador del mundo y de todos los seres, distinto pero operante en
él; encarnación del Hijo, presencia eucarística y comunión, inhabitación trinitaria,
gracias y virtudes infusas, dones del Espíritu Santo; repercusión de la
redención y de la segunda venida de Cristo en el cosmos, que gime bajo el
pecado, etc.
Por otra parte, es evidente que no todos los fenómenos
religiosos, habidos y por haber, son auténticos; a veces pueden tener una
explicación psicológica, sociológica, etc. Si se quiere determinar la verdadera
naturaleza de los fenómenos religiosos de índole extraordinaria, es preciso
responder a un interrogante en torno a la triple posibilidad de su origen y
condición: sobrenatural (divino), preternatural (demoníaco) o natural (humano),
pero desconocidos por las ciencias en su estado actual. En ocasiones se darán
sugestiones y aún estados psicopatológicos, como alucinaciones o espejismos.
El reconocimiento de un ser supremo, no su
origen real ni su creación, está implicado en el hecho de que el hombre haya
descubierto con mayor o menor nitidez las huellas de la divinidad impresas en
el cosmos y en el mismo corazón o naturaleza racional del hombre (revelación
natural, cósmica; religiones no cristianas) o por medio de la revelación divina
en «la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 14) (cristianismo), a pesar de
que no siempre la sintonía es nítida por culpa de molestas interferencias de
distinto signo, especialmente provenientes de la misma naturaleza humana
corrompida por el pecado original y sus consecuencias.
En fin, su depreciación de la mujer le lleva a
considerarlas «excluidas por naturaleza de los misterios de la religión (así
ocurre, por ejemplo, con la fabricación y manipulación de los rombos), que se
realizan en la casa de los hombres y están prohibidas, bajo pena de muerte, a
la mirada femenina» (p. 157). Aunque esta observación se refiere únicamente al
pueblo primitivo llamado bororo, la objetividad y honradez científica
exigen algunos datos más, que el a. silencia. ¿Las mujeres están excluidas de
toda participación en la vida religiosa de este y de otros pueblos o sólo de
algunas de sus manifestaciones? En el caso de los rombos, ¿se trata de
instrumentos reservados para la iniciación masculina? En este último supuesto,
que parece ser lo probable, es natural que así sea, del mismo modo que, a la
inversa, en el culto, por ejemplo, de la Bona Dea, estaba terminantemente
prohibida la asistencia de los hombres; hasta los animales machos eran echados
fuera de la casa donde se celebraban las reuniones (Plut, Quaest, rom, 20; JUV,
Epist 97, 2) e incluso los cuadros con figuras masculinas eran
descolgados o cubiertos (JUV 6, 340; SENEC, Epist 97, 2).
Da la impresión de que el a. no alcanzó ser admitido a los ritos más
íntimos de la iniciación, al menos por lo que se refiere a la parte femenina ni
consiguió su revelación por parte de alguna testigo, a no ser que se admita su
silencio intencionado. Por otra parte, sería curioso extender el análisis
estructural, que el a. hace de las aldeas de algunos pueblos primitivos (pp.
157 anteriores y ss.), a no pocos pueblos castellanos y de otras naciones,
dotados de una estructura similar: casa de concejo y taberna, reservadas hasta
hace pocos años a los hombres, en el centro; dos barrios paralelos o
diametralmente con los domicilios; en el entorno las fincas agrícolas o el
monte (selva de los primitivos) para la ganadería y, a veces, conjuntamente o
por partes, la base de los dos sistemas de vida agrícola y ganadera; la iglesia
unas veces en el centro, otras en un altozano de la periferia; prevalencia de
la endogamia o de la exogamia de pueblo en el sistema matrimonial. Desde luego,
las conclusiones no dejarían de ser «originales» y «peregrinas».
Determinismo.
En la antropología estructural queda todo reducido a
«estructuras» y «relaciones sociales». Con el socorrido ejemplo del ajedrez,
importa menos el valor de cada figura que su colocación en el tablero de la vida
social. Solamente que e estructuralismo niega la existencia del jugador; las
piezas se mueven como autómatas, mecanizadas, por sí mismas.
No hay Dios ni alma individual ni libertad personal.
Todo lo humano se reduce a «modelos mecánicos» y «estadísticos» (pp. 311 y
ss.). Y en la noción misma de estructura está metido el determinismo, pues
implica como una de sus propiedades el poder «predecir de qué manera
reaccionará (el sistema estructural) en el caso de que uno de sus modelos se
modifique» (p. 306). La noción de estructura se ha enriquecido sin duda,
gracias a la «teoría de los grupos» en matemáticas y a la noción de «modelo» en
cibernética. El mismo autor lo reconoce: «Las investigaciones estructurales han
aparecido en las ciencias sociales como una consecuencia de ciertos desarrollos
de la matemática moderna» y expresamente alude a «la lógica matemática, teoría
de los conjuntos, teoría de los grupos y topología ... » (p. 310; cfr. también
el cap. III). Hasta en el cambio de las modas prescinde de la libre decisión o
del cálculo de los modistos, a pesar de conceder a la moda «el aspecto más
arbitrario y contingente de las conductas sociales ... » (p. 67). De ahí que
todo, también la moda, puede ser objeto de «un estudio científico», positivo y,
por cierto, en el mismo o parecido nivel que «las investigaciones de las
ciencias naturales», más concretamente, «las del crecimiento de los crustáceos»
(p, 68). Por descontado, «la dialéctica estructural no contradice al
determinismo histórico, sino que lo reclama y le da un nuevo instrumento» (p.
266). El hombre en sí mismo considerado se convierte, según hemos visto, en un
complejo «físico‑químico», en fenómenos cerebrales, hormonales y
nerviosos» y su inteligencia en «cosa entre cosas».
El hombre y lo humano queda como atrapado en el denso
reticulado de las estructuras en sus diversos niveles y de las relaciones
sociales visibles.
El hombre aparece así convertido en un ser
unidimensional, «social», con relaciones mecánicas con su entorno, sin
consistencia individual ni vocación y libertad personales, trascendentes, como
una abeja o una hormiga. Pero la sociedad humana es mucho más que un hormiguero
o una colmena, perfectamente estructuradas a la hora de trabajar en relación
con los demás. El hombre es aglutinamiento de elementos bioquímicos, es animal
y, si se quiere, es como una síntesis de lo mineral‑vegetal‑animal,
pero una síntesis realizada en un plano esencialmente distinto y superior. Así
lo demuestra su racionalidad, su libertad, su religiosidad, que en el
cristianismo es sobrenatural.
El matrimonio.
En el marxismo es una institución de origen, naturaleza
y destino social, sin consistencia ni leyes naturales, inmutables, por encima
de la voluntad o de los caprichos individuales o de la sociedad. Lévi‑Strauss
acentúa, si cabe, la «arbitrariedad» del matrimonio. Rechaza como «la idea más
peligrosa» «la idea... según la cual la familia biológica constituye el punto a
partir del cual toda sociedad elabora su sistema de parentesco», a pesar de
admitir que «sería difícil hallar otra que recoja en la actualidad una
unanimidad mayor». Para el a. «un sistema de parentesco no consiste en los
lazos objetivos de filiación o de consanguinidad dados entre los individuos;
existe solamente en la conciencia de los hombres, es un sistema arbitrario de
representaciones y no el desarrollo espontáneo de una situación de hecho» (pp.
61, 334). Se cae así en un sistema de relaciones más que de realidades y, por
añadidura, subjetivo, producto de la conciencia humana. No siempre aplica la
distinción, que establece entre el sistema de denominaciones y el de actitudes.
De ordinario parece manejar términos, denominaciones, más que realidades. Más
aún, le importan menos «los términos» que las «relaciones entre los términos»
(pp. 57, 67‑68).
Sin embargo, por encima de las relaciones conyugales y
familiares y anterior al punto de partida biológico, negado por el a., está su
origen divino y su fundamentación en la naturaleza humana, que le es dada al
hombre, y, según la cual, debe vivir para realizarse como persona. Por tanto,
no se puede deducir lo que el hombre es y debe hacer en la vertiente natural
del matrimonio, p. ej. monogamia, indisolubilidad o sus contrarios, de lo que
el hombre o los hombres hacen o han hecho a lo largo de la historia ni
considerarlo como producto de su conciencia subjetiva. El hombre es libre, y
además sujeto a errores y desvíos, todo lo cual puede llevarle y, de hecho, le
lleva a actuar, a veces, al margen de la ley natural, en contra de su misma
naturaleza y de lo que realmente le conviene. Por eso el matrimonio y el
parentesco, en su desarrollo histórico y concreto, dependerá en parte del uso
que cada uno haga de su libertad y también de diversos condicionamientos económicos,
sociales, de concepciones religiosas más o menos acertadas o desacertadas, etc.
Al valorar la multiplicidad y hasta disparidad de estos elementos en los
pueblos primitivos, también en los actuales, fuera del cristianismo, se
comprenderá que el matrimonio, aun dentro de unas directrices comunes,
presentará modalidades distintas incluso a veces matices contrapuestos. Por
tanto, el antropólogo, el etnógrafo no puede deducir una estructura matrimonial
o familiar determinada de la observación de unos cuantos datos matrimoniales de
un pueblo o tribu americanos ni menos concederle valor universal, aplicable a
todos los pueblos.
Tras la exposición anterior salta a la vista la
incompatibilidad del estructuralismo antropológico con la doctrina cristiana,
al menos en numerosos puntos y hasta en su mismo enfoque. Me refiero a la
doctrina e ideología, que vertebra todas sus exposiciones. A fin de concretar
esa impresión primera, normal en cualquier conocedor de la doctrina cristiana y
de la antropología estructural, voy a confrontar ésta con el Magisterio de la
Iglesia, fiel custodia del depósito revelado.
Resulta superfluo observar que ningún documento del
Magisterio eclesiástico habla directa ni explícitamente de la antropología
estructural ni del estructuralismo. Sin embargo, se le pueden y deben aplicar
no pocas exposiciones condenatorias de los principios positivistas y marxistas,
sobre los cuales se asienta, así como las cautelas y prohibiciones contenidas
en los Decretos del Santo Oficio del 1 de julio de 1949 (cfr. Denz-Schön.,
3865).
Lévi‑Strauss prescinde de Dios, de Jesucristo, del
alma humana, de la subsistencia tras la muerte, etc., en una palabra, de todas
las verdades y realidades del cristianismo, así como, en general, de cualquier
religión. La realidad de lo espiritual en sus distintas vertientes: divina,
angélica, demoníaca, humana, anímica, es negada como un axioma, que no necesita
demostración. De ahí el riesgo de contagio insensible por parte de quienes
acepten esta antropología con el deseo o pretexto de profundizar en la doctrina
cristiana, en su afán de adaptar la Revelación y la fe a la «mentalidad del
hombre moderno», a los «avances» o a las «conclusiones» de la ciencia. Se cae
así en una visión positivista de lo religioso, en lugar de contemplar lo
espiritual, lo humano y todas las realidades ―también temporales―,
con visión teológica, a la luz de la fe de luminosidad más profunda y de mayor
alcance que la razón (racionalidad del hombre) y, evidentemente, que los
sentidos (animalidad). De esta suerte se invierte y pervierte todo el sentido
religioso del hombre y el contenido de numerosos, por no decir todos, los
dogmas.
En la antropología estructural desaparece la
revelación natural, cósmica, precristiana o no específicamente cristiana, y la
sobrenatural, bíblica, cristiana, junto con la Tradición y la misión, razón de
ser, de la Iglesia. El hombre queda cosificado, madeja de estructuras y
relaciones, cuya clave y desenredo sólo es posible por medio de la
infraestructura económica y del inconsciente. Cuantos asuman esta antropología
deformarán y, quizá, negarán verdades fundamentales de orden natural,
asequibles por la misma razón (aunque, en atención a su repercusión esencial
para la salvación, hayan sido además reveladas sobrenaturalmente por Dios: Cfr.
Conc. Vaticano
I, sess. III, Const. Dei Filius, cap. 2; Denz. 1786; Denz-Schön, 3005).
Antes que el aspecto sociológico del hombre, a la
antropología cristiana interesa el óntico; más que el hombre y las cosas
(visión de la antropología social y estructural), importa el hombre en sí
mismo, ciertamente no reducido a estructuras inconscientes, a merced de
manipulaciones subjetivistas, y a relaciones visibles, sino compuesto de
realidades o, si se prefiere, sustancias por sí mismas consistentes. En primer
lugar, «la criatura humana (está) constituida de espíritu y de cuerpo» (Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius, cap. 1, Denz. 1783,
Denz‑Schön, 3002; cfr. también Conc. Lateranense IV, a. 1215, De fide
catholica, 1, Denz. 428, Denz‑Schön., 800, y su aplicación a
Jesucristo en cuanto hombre en el número siguiente). De la composición
constitutiva del hombre, ofrece más dificultad para ser admitido el componente
espiritual e inmortal, el alma. De ahí la mayor insistencia del Magisterio en
su existencia. Esta es la fe de la Iglesia: «Con la aprobación de este sagrado
concilio, condenamos y reprobamos a todos los que afirmen que el alma racional
es mortal... Definimos como absolutamente falsa toda aserción contraria a la
verdad de fe revelada ... » (Conc. Lateranense V, sess. VIII, 19‑12‑1513;
Denz., 738, Denz‑Schön., 1440). Esa inmortalidad se deriva de su
espiritualidad (Pío XI, Enc. Divini Redemptoris, 19‑3‑1937,
AAS, 29 [1937], 65‑106. Hay traducción castellana, p. ej. P. Galindo, Colección
de Encíclicas y documentos pontificios, 1, Madrid, 1962, 154‑177.
Aquí citaré por la paginación del original. El texto transcrito puede verse
también en Denz‑Schön, 3771). Precisamente la espiritualidad e
inmortalidad del alma fundamenta la dignidad humana (Conc. Vaticano II, Const. Gaudium
et spes, núm. 14).
La vida del hombre, dotado de un alma espiritual e
inmortal, no termina con la muerte, y su exigencia de felicidad no puede
satisfacerse con el apriorístico advenimiento de un «paraíso» en la tierra,
resultado del desarrollo dialéctico de la cultura, según afirma el positivismo
marxista del a. En el fondo, aunque no se afirme explícitamente, esta teoría
marxista parece ser como un retorno desmitizado a la Edad de Oro de las mitologías
arcaicas, sin «mío ni tuyo», o sea, en comunidad, por no decir comunismo,, de
bienes y felicidad. A la Edad de Oro, tiempo paradisíaco de justicia, de paz y
de bienestar, se llegaba, según el proceso mítico, una vez superada la Edad de
Hierro, caracterizada por las injusticias, tantas que en ella la Iustitia no
podía permanecer ni en el campo, donde se había refugiado huyendo de los
atropellos de las ciudades, por lo cual se veía obligada a refugiarse en el
cielo, en el signo del zodíaco Virgo (cfr. VERG, Georg 2, 472 y
ss.; 1, 33 y ss.; Eglog 4, 6). De allí retorna solamente al comienzo de
una nueva Edad de Oro. La justicia caracteriza también el paraíso en la tierra
del marxismo y de la antropología estructural, de la misma manera que las
injusticias, opresión y la consiguiente lucha de clases caracterizan a las
sociedades «calientes» (cfr. p. 32 de esta recensión). Desde luego, el paso no
sería brusco como creían los estoicos tras la ecpyrosis o «conflagración»
cósmica, purificación por medio del fuego, sino progresivo al estilo pitagórico
o, mejor, dialéctico y acelerado en las últimas etapas de la lucha de clases,
atizada por el marxismo.
La felicidad eterna es común a todos los
bienaventurados, fieles al Señor, miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo,
y, por lo mismo, comunitaria, sobrenaturalmente social, eclesial. Pero el
paraíso ultraterreno está al alcance de cada individuo de cualquier tiempo o
lugar a impulsos de la gracia divina. Se salva o se condena cada uno de los
individuos por separado. El Magisterio de la Iglesia enseña la subsistencia de
las almas, separadas de sus cuerpos después de la muerte y antes de la
resurrección, ya sea en la gloria, en el purgatorio o en el infierno (Conc. II de Lyon, 6‑7‑1274,
sess. IV, Denz, 464, Denz‑Schön, 856‑859: Professio Fidei
Michaelis Palaeologi. Cfr. también Epístola Nequaquam sine dolore, 21‑II‑1321,
DenzSch8n, 991. Las palabras del II Concilio de Lyon fueron reprecisó la misma doctrina
en la Bula Ne super his, Denz-Schön, 991. Las palabras del II Concilio
de Lyon fueron recogidas textualmente por el Concilio florentino, 6‑7‑1439,
en la Bula Latentur Caeli, Denz, 693, Denz‑Schön, 1304, 1306). Mas
la existencia definitiva tras la muerte no será la desencarnada, propia de sola
el alma, sino la resucitada de toda la persona. Miembros de Cristo, Cabeza de
su Cuerpo Místico, los incorporados a El, muerto y resucitado, resucitarán
también con El. Respecto de la resurrección futura para bienaventuranza o para
condenación, evidente en la Sagrada Escritura, basta citar la constitución Benedictus
Deus de Benedicto XII, 29‑1‑1336 (Denz, 530, Denz‑Schön,
1000‑1001. Cfr. también Epístola Super quibusdam, 29‑9‑1351,
Denz, 570, Denz‑Schön, 1067, pregunta de Clemente VI al Catholicon de
los armenios en orden a la unión. Cfr. también las fórmulas de los distintos
símbolos de la fe, Denz, 1 y ss., 13, 16, 20, 30, 86, etc. Denz-Schön, 1 y ss.,
44, 72, 76, 150).
A los puntos anteriores de la doctrina cristiana alude
Pío XI en su Enc. Divini Redemptoris (a. 1937), documento dedicado
exclusivamente a exponer y condenar el comunismo ateo (AAS, 29 [1937] 69),
basado sobre «el materialismo, llamado dialéctico e histórico de C. Marx» (p.
69): «No queda jugar alguno para la idea de Dios, no existe diferencia entre el
espíritu y la materia, ni entre cuerpo y alma, ni subsiste el alma tras la
muerte, ni, por consiguiente, puede haber esperanza alguna en una vida futura»
(p. 70). De este modo se precipita en el más absoluto monismo materialista: «No
existe más que una sola cosa o realidad: la materia», (Ibídem), presente
y actuante de modo intencionado en la antropología estructural de Lévi‑Strauss
hasta el extremo de reducir, según hemos visto, el alma racional o, por emplear
sus palabras, la inteligencia, la razón, a «cosa entre cosas». Se niega así que
haya acciones humanas que no sean producto bioquímico ni estén determinadas por
leyes meramente biológicas, desapareciendo la libertad humana, la
responsabilidad personal, la posibilidad de mérito y de demérito o pecado. «Tanto
la moral como el sistema jurídico ya no serían sino una emanación del sistema
económico» (p. 71). La encíclica expone y condena esta eliminación de la
dignidad humana, de la libertad personal, de la moralidad y de todos los
derechos naturales (pp. 71 y ss.). Rechaza asimismo la lucha de clases (pp. 69‑70),
como es concebida por el proceso dialéctico y por el determinismo del marxismo
y del estructuralismo antropológico. No puede admitirse la lucha de clases ni
menos aún catalogarla entre las realidades necesarias en la evolución
histórica, pues es totalmente contraria no sólo a la Revelación, a la
concepción cristiana de la vida, sino también a la misma razón humana (cfr.
León XIII,. Rerum novarum, a. 1891, AAS, 23 [1891], 648‑49. Puede
verse la traducción castellana de esta encíclica en P. Galindo, o. c., 1, 595‑617,
el texto citado en pp. 600‑601).
Ciertamente el desenlace del proceso dialéctico
de las culturas (antropología estructural) o de la historia (marxismo,
comunismo) no puede desembocar en «el paraíso en la tierra», que es
«irrealizable, pues siempre habrá enfermedades, miserias y muerte» (Divini
Redemptoris, AAS, 88. Cfr. también Rerum novarum, AAS, 648‑650). Allí se denuncia
también otro de los puntos claves del positivismo marxista, incrustado en el
estructuralismo antropológico, a saber, la consideración de lo económico como
base, infraestructura, de la moral, del derecho, del matrimonio, etc., que se
reducirían a superestructuras, adaptadas a la base económica y a sus mudanzas
(pp. 71, 78‑79). «La expresión religiosa del espíritu humano», o lo
religioso primario, que se exterioriza a través de lo religioso secundario,. no
puede ser considerada «como expresión del sentimiento o de la fantasía» (Mater
et Magistra, AAS, 53 [1961], 452; hay traducción castellana de esta
encíclica, cfr., p. ej., P. Galindo, o c., 2, 2235‑2274) o, según la
fórmula de Lévi‑Strauss, las «estructuras de orden concebidas», aunque
evidentemente la encíclica no se refiere directamente a ellas. Tampoco puede
ser concebida «como producto de una contingencia histórica, que se ha de
eliminar como elemento anacrónico o como obstáculo al progreso humano» (Mater
et Magistra, AAS, 452), al modificarse la infraestructura económica en
nuestros días. La exigencia religiosa no es un simple aditamento ni algo
accesorio, de lo que el hombre, la humanidad, pueda prescindir para siempre en
un momento determinado de su vida o de la historia por obra del proceso
dialéctico; se halla clavada en la esencia misma de «los seres humanos», que en
ella «se revelan como lo que verdaderamente son: seres creados por Dios y para
Dios ... » y aúnan la doble «dignidad de criaturas y de hijos de Dios» (Mater
et Magistra, AAS, 71‑72; Divini Redemptoris, AAS, 78).
La condición creatural del hombre explica que
haya recibido de Dios junto con el ser unas orientaciones o leyes impresas en
su misma naturaleza. Estas, por lo mismo, son universales, o sea, válidas para
todos los hombres, pues la naturaleza humana es común a todos los seres
racionales, al mismo tiempo que personales en cuanto la naturaleza humana no es
algo abstracto, especie de idea universal, sino algo existente de modo
personalizado en cada uno de los hombres. Precisamente «es cosa averiguada que
la fuente primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad
moderna brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud
moral, tanto en la vida privada de los individuos como en la vida política y en
las mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada
bajo la detracción y el olvido» (Pío XII, Summi Pontificatus, 20‑10‑1939,
Denz‑Schön, 3780). No son resultado de un fatalismo ni de un determinismo
histórico; tampoco se hallan a merced del azar ni del capricho arbitrario de
los hombres ni es posible reducirlas a productos meramente subjetivos. Están
impresas por el Creador en la naturaleza misma de la criatura humana. Y en
cuanto a la institución del matrimonio y a las prerrogativas básicas de la
familia, «han sido determinadas y fijadas por el Creador mismo, no por voluntad
humana ni por factores económicos» (Divini Redemptoris, AAS, 78‑79,
Denz‑Schön, 3771; cfr. también Pío XI, Casti connubii, 31‑12‑1930,
AAS, 22, Roma, 1930, 539‑582, Denz, 2225, 2236; Denz‑Schön, 3700,
3702, traducción castellana de esta encíclica en P. Galindo, o. e., 1609‑1640).
Es inadmisible la doctrina marxista, que «hace del matrimonio y de la familia
una institución puramente convencional y civil, o en otras palabras, el fruto
de un determinado sistema económico» (Divini Redemptoris, AAS, 71).
En fin, ni Dios ni, por tanto, la religión, es decir, el
reconocimiento subjetivo de la religación objetiva del hombre respecto de la
divinidad con las consiguientes manifestaciones cúlticas, son producto de
hombre ni de sus temores: «Y no es que Dios exista, porque así lo creen los
hombres, sino que El existe creen en El y elevan a El sus súplicas cuantos no
cierran voluntariamente los ojos ante la verdad» (Divini Redemptoris, AAS,
78). «Dios puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón
humana, partiendo de las cosas creadas (Rom. 1, 20)», y, además, de modo más
seguro y fácil por medio de la revelación sobrenatural (Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius, Denz, 1785, 1806,
Denz‑Schön, 3004, 3026).
El reconocimiento de la existencia de Dios, a través de su huella en el
cosmos, «por las obras visibles de la creación..., como la causa por sus
efectos ...», depende de las creencias religiosas de los hombres, pero no así
su misma existencia. Dios existe y sigue actuando lo crean o no los hombres, lo
admitan, lo rechacen con encarnizamiento prometeico (marxistas, comunistas) o
simplemente no se molesten ni en oponerse a El (estructuralismo antropológico,
escepticismo positivista de Lévi‑Strauss y de otros, tanto en el plano
especulativo como en la vida práctica).
M.G.G.
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