L´Imperialismo, ultima fase del capitalismo, La edición italiana, a cargo
de Antonio D'Ambrosio y Luigi Cecchini. Ed. Fasani. Milán, 1946. La traducción
de los textos al castellano es nuestra.
Marx había afirmado en El Capital que, en una economía
presidida por la libre concurrencia, se producirían necesariamente ―a
partir de un momento dado de su desarrollo― una cantidad de bienes
materiales muy superior a la capacidad de absorción del mercado. Las
consecuencias de este hecho serían: las crisis de superproducción, la búsqueda
afanosa de nuevos mercados y la lucha imperialista entre las grandes potencias
por la conquista colonial y por el dominio y la explotación económica de los
países todavía no capitalistas; una vez saturado el mercado mundial, sería
imposible encontrar nuevas vías en las que hacer desembocar una producción
continuamente creciente: se seguiría entonces una enorme crisis y la
destrucción del sistema capitalista.
Más de medio siglo separa la obra de Marx del libro de
Lenin del que ahora tratamos. Durante el último tercio del siglo XIX y la
primera década del XX se transformó en muchos aspectos la situación económica y
social de los países industriales.
Esta innegable transformación ―que en líneas generales recoge Lenin
en el libro― al poner en entredicho las tesis de Marx provocó fuera del
marxismo todo un mar de críticas, las más de las veces del todo inofensivas, en cuanto no estaban dirigidas
contra el núcleo de la doctrina de Marx.
También dentro del marxismo se observan movimientos de
revisión de muchas de las tesis de El Capital: ¿Siguen siendo válidas
sus conclusiones en un sistema capitalista monopolístico, capaz, por tanto, de
detener y regular la producción? ¿Es realmente inevitable ―desde un punto
de vista histórico― el paso del capitalismo al socialismo, o bastaría con
la sustitución de una economía de libre concurrencia por otra análoga, pero
regulada?
Es fundamentalmente para combatir estas disidencias
internas ―descalificándolas por heterodoxas― para lo que escribe
Lenin su Imperialismo, última fase del capitalismo.
Con esta obra pretende el autor ayudar al lector «a
comprender la cuestión económica esencial ... ; más exactamente, la cuestión de
la naturaleza económica del imperialismo» (p. 10). Esto nos sitúa ―ya
desde el Prefacio― en una línea de interpretación netamente marxista: lo
real es economía, constante autotransformación dialéctica de la materia única
por medio del trabajo humano; y este proceso unidireccional y continuo, regido
por leyes determinadas y necesarias ―cuyo motor son las contradicciones
intrínsecas―, constituye la misma historia de la Humanidad. Marx había
establecido en El Capital un modelo de análisis de las contradicciones
del proceso objetivo en un momento histórico determinado; Lenin pretende lo mismo
―«el análisis y la revelación de las profundas contradicciones
internas»― en otro momento preciso: el del Imperialismo (p. 155).
Materialismo y dialéctica constituyen, así, la
hermenéutica de fondo. Pero, todavía en el Prefacio de la obra, encontramos
otra observación que ayudará bastante a captar todo su contenido ―el
hecho de que haya sido escrita bajo censura―. «Por ello he debido
estrictamente limitarme a un análisis teórico, sobre todo económico, de los
hechos, y he podido formular el pequeño número de observaciones políticas
indispensables sólo, con la máxima prudencia» (p. 9). Por ejemplo, «del hecho
de que el imperialismo precede a la revolución socialista... he debido hablar
en una lengua servil» (p. 10). Sin embargo, el fantasma de la revolución se
hace continuamente presente ―como la meta que ha de ser necesariamente
alcanzada, ejerciendo un influjo irresistible― en la consideración del
capitalismo como un momento necesariamente superable; y determina, en último
término, la construcción de toda la obra.
El libro, escrito en gran parte en tono polémico,
comprende diez capítulos de una densidad ideológica muy desigual. Sin que pueda
establecerse una neta separación ―pues la visión personal del autor sobre
la realidad empapa desde la primera a la última línea―, no sería erróneo
afirmar que en los seis primeros predomina el análisis de las características
que definen el capitalismo de la época, mientras que los cuatro últimos
reflejan la ideología que el autor vierte sobre esos datos.
Los títulos
de los capítulos son:
I. La concentración de la producción y los monopolios 13
II. Las bancas y su nueva función 35
III. Capital financiero y oligarquía financiera 59
IV. La exportación del capital 81
V. La división del mundo entre grupos capitalistas 89
VI. El reparto del mundo entre las grandes potencias 101
VII. El imperialismo, fase particular del capitalismo 119
VIII. El parasitismo y la gangrena del 135
IX. Crítica del imperialismo 151
X. El puesto del capitalismo en la historia 169
1. La concentración
de la producción y los monopolios.
La materia en movimiento adquiere sucesivamente formas concretas, que son las que permiten distinguir los distintos momentos de su evolución. Una de las leyes fundamentales de la dialéctica es la de que ―en determinadas circunstancias― un contrario se convierte en su opuesto, y pasa a ocupar la posición de éste: la transformación de la libre concurrencia en monopolio constituye «uno de los fenómenos más importantes ―si no el más importante― de la economía capitalista más reciente» (p. 16). Su estudio se convierte en la clave para la comprensión del momento histórico que nos ocupa.En Europa se puede estudiar con precisión este desarrollo cuya causa fundamental sería la concentración de la producción, articulado en tres fases:
«l) 1860‑1870: apogeo y límite del desarrollo de la libre concurrencia. Se advierte apenas el embrión de los monopolios.
2) Después de la crisis de 1873: período de gran
desarrollo de los cartels, que, no obstante, son todavía excepcionales y
poco sólidos. Constituyen un fenómeno transitorio.
3) Período de prosperidad hacia finales del siglo XIX y
crisis de 1900‑1903. Los cartels se convierten en una de las bases
de la vida económica. El capitalismo se ha vuelto imperialista» (p. 22).
En el momento que nos encontramos, la contradicción
fundamental ―que en cierto modo define el conjunto― es la que
existe entre la libre concurrencia y el monopolio. La inversión del dominio de
uno de los aspectos de la contradicción sobre el otro origina un cambio en la
naturaleza misma ―si de naturaleza cabe hablar en términos
marxistas― de la cosa: con la conversión de la libre concurrencia en
monopolio y el dominio de éste sobre aquélla, el capitalismo se ha vuelto
imperialismo.
Una vez originados los cartels, se ponen de
acuerdo entre sí sobre las condiciones de venta, sobre los vencimientos; se
dividen los mercados y fijan la cantidad de los productos y los precios; se
dividen las ganancias; y concentran gran parte de la producción total de un
ramo de la industria, con lo que se aseguran beneficios enormes y pueden crear
unidades de producción de una amplitud formidable. Las diferencias en la
política económica de los diversos países capitalistas sólo producen mutaciones
accidentales en la forma de los monopolios o en el momento de su nacimiento;
pero el resultado es siempre el mismo: la conversión de la libre concurrencia
en el monopolio ―su contrario― es «una ley fundamental del
desarrollo contemporáneo del capitalismo» (p. 20).
Con sólo estas páginas se puede ya advertir la voluntad
de Lenin de finalizar el proceso objetivo hacia la socialización. Los mismos
capitalistas no pueden evitarlo; todo sucede como si éstos, «a pesar de su
voluntad y su conciencia, entraran en un nuevo orden social, que señala la
transición entre la libertad de concurrencia y la socialización de la
producción» (p. 27).
Los grandes trusts ―no importa si por
medios lícitos o ilícitos― obligan a las pequeñas empresas a someterse, a
«organizarse», sofocando a los que no quieren aceptar su dominio; la razón de
su triunfo no es tanto la calidad de la producción cuanto el genio financiero
de sus dirigentes. El proceso sigue así su marcha siempre perfectiva hacia la
socialización; pero «del inmenso progreso que así alcanza la humanidad sólo se
benefician algunas minorías de especuladores» (pp. 29‑30): lo que no
constituye sino una formulación particular ―adecuada precisamente al
momento inmediatamente anterior a la revolución― de la teoría general de
la alienación socio‑económica del género humano.
Según Lenin, esta alienación fundamental comporta, en
contra de lo que sostienen algunos oportunistas dispuestas a toda costa a
justificar el capitalismo, una enorme suma de violencias y de contrastes: la
formación de monopolios en ciertos ramos de la industria intensifica el
caos específico del conjunto de la producción capitalista,
aumentando las diferencias entre industria y agricultura y entre unas
―las mejor trustíficadas― y otras ramas de la industria
(cfr. p. 32). El aumento de los desequilibrios es proporcional al del capital y
se ve favorecido por el desarrollo extremadamente rápido de la técnica; las
crisis, a su vez, favorecen la tendencia a la concentración del capital, con lo
que el cielo se reproduce.
2. Las bancas y su
nueva función.
El estudio del monopolio proporciona ya una comprensión
relativamente adecuada del fenómeno Imperialista; esta visión se acaba de
aclarar, según Lenin, al considerar junto a él la función que en este tipo de
capitalismo desempeñan los bancos.
La idea central de todo el capítulo es que también la
misma banca se ha monopolizado; o, quizás más exactamente' se ha convertido en
instrumento de monopolización: los datos que se recogen y las situaciones que
se describen, se hacen converger todas en esta misma dirección.
En un primer momento, la función de los bancos era la de
intermediarios en los pagos; pero, en la medida misma en que las operaciones
bancarias se han ido desarrollando y concentrando en un pequeño número de
organismos ―con un proceso similar al de las grandes potencias
industriales―, se han convertido en «potentes monopolios que disponen de
casi todo el capital, de casi todos los capitalistas (y de los pequeños
propietarios), además de la mayor parte de los medios de producción y de las
fuentes de materia prima del país y de distintos países» (p. 35).
De cada una de las grandes bancas ―y aquí el
concepto clave es el de «participación»― dependen un número considerable
de bancos de menor calibre ―nacionales y extranjeros― que dominan a
su vez sobre un número mayor, y éstos sobre otros. «Es evidente que una banca
situada a la cabeza de un tal grupo y que entre en relación con media docena de
otros grupos que le hacen concesiones con vistas a grandes y ventajosas
operaciones, como los préstitos de Estado, no es en absoluto un intermediario,
sino que se ha convertido en instrumento de un grupo de monopolizadores» (p.
38),
Observa Lenin que la concentración bancaria se ha
realizado con extraordinaria rapidez, alcanzando nivel internacional, en todos
los grandes países capitalistas: Alemania, Francia... Gracias a ella, los
capitalistas desperdigados forman una colectividad capitalista; y un pequeño
número de plutócratas ―que controla todas las operaciones comerciales e
industriales― conoce exactamente la situación de los capitalistas
aislados, a quienes puede así controlar ―restringiendo o facilitando los
créditos― y acaba por determinar enteramente su suerte, privándolos de
capital o permitiendo que lo aumente en forma considerable.
El resultado de todo ello sería la exasperación de los
contrastes y de la alienación humana en el seno del capitalismo: un grupo de
monopolizadores se apropia del capital, que es un producto del género,
colectivo, y del trabajo del resto. Marx había escrito en El Capital que las
bancas crean la forma de una contabilidad general y de una repartición general
de los medios de producción. Lo que se acaba de ver demuestra que esa
contabilidad general es la de toda la clase capitalista; e incluso tiene una
mayor extensión, ya que las bancas recogen temporalmente todo tipo de entradas
financieras de pequeños propietarios, funcionarios, y un reducido estrato de la
clase obrera. Sin embargo, el contenido de esta repartición no es en absoluto
general, social, sino privado: conforme a los intereses del más grande capital
y, sobre todo, del capital monopolizador. Y así, «las masas de la población
apenas tienen de que nutrirse.... el desarrollo de la agricultura es claramente
sobrepasado por el de la industria..., y la gran industria se hace pagar un
tributo de todos los otros ramos de la producción» (p. 44).
Por otra parte, las bancas asimilan también las antiguas
funciones de las Cajas de Cambio y de la Bolsa. Las operaciones financieras
aumentan considerablemente y acentúan la creciente dependencia del capital industrial
con respecto a las bancas: nace así una íntima unión de éstas con las mayores
empresas comerciales e industriales, a través de la compra de acciones y de la
participación de los directores de banca ―ahora especializados en
cuestiones industriales o financieras― en los consejos de administración
de las empresas industriales y comerciales.
La conclusión que Lenin obtiene de todos estos hechos es
siempre la misma: «el antiguo capitalismo de la libre concurrencia y la Bolsa,
su indispensable regulador, desaparecen» (p. 47), y «entra en su lugar un nuevo
capitalismo, que parece algo transitorio y realiza una especie de combinación
entre la libre concurrencia y el monopolio. La pregunta se pone por sí sola: ¿a
dónde tiende este capitalismo transitorio? ¿Hacia dónde marcha esta transición
del capitalismo más reciente, del capitalismo en su fase imperialista?» (p.
48). La marcha del proceso es para Lenin irreversible: «Los mismos dirigentes
de las grandes bancas no pueden dejar de observar que de esta manera se están
creando nuevas condiciones de vida económica. Pero frente a estos fenómenos
ellos son impotentes» (p. 55). La razón de esta impotencia se encontraría en el
carácter dialéctico de las leyes que rigen la evolución del progreso y en la
inconciliabilidad de las contradicciones a él inherentes: después que la libre
concurrencia ha evolucionado hacia su opuesto, el monopolio, es absurdo
―según Lenin― pretender la marcha atrás; la contradicción señalada
por ambos coexistiría durante cierto tiempo ―exasperándose― hasta
que se produzca un enfrentamiento violento ―inevitable― y un cambio
cualitativo en la condición humana. La revolución, sin que Lenin la nombre
explícitamente ―quizá por las razones que él mismo señala en el Prefacio―,
marca, aquí como en el resto del libro, la dirección que debe seguirse. En el
lenguaje velado de Lenin: «El viejo capitalismo ha tenido ya su tiempo. El
nuevo constituye una transición hacia ciertas cosas. Encontrar 'principios
sólidos y un fin concreto' para conciliar el monopolio y la libre concurrencia,
es evidente intentar resolver un problema insoluble» (p. 56).
3. Capital
financiero y oligarquía financiera.
Este capitalismo de transición propio de nuestro siglo
se caracteriza porque «el dominio del capital cede el puesto al dominio del
capital financiero» (p. 57).
El concepto de capital financiero lo tomó Lenin
prestado de Hilferding; pero corrige su definición ―«el capital
financiero es aquel del que disponen las bancas y que emplean los
industriales»―, ya que ésta silencia uno de los factores más importantes:
la creciente concentración de la producción y del capital, en proporciones
tales de alcanzar el monopolio.
Es esta corrección lo que permite a Lenin establecer que
la «dominación de los monopolios capitalistas se convierte inevitablemente,
dentro del campo de la producción de mercancías y de la propiedad privada, en
la dominación de una oligarquía financiera» (p. 60). «Es propio del capitalismo
en general la separación de la propiedad del capital, de su aplicación a la
industria; la separación del capital financiero, del capital industrial; de
aquel que vive de rentas, del hombre de empresa; y de todos aquellos que de
hecho participan de la gestión, de los capitalistas. La supremacía del capital
financiero sobre todas las otras formas de capital significa la hegemonía de
aquellos que viven de rentas y de la oligarquía financiera, así como la
hegemonía de un pequeño número de Estados financieramente potentes» (p. 77). Lo
que no supone para Lenin sino un agravarse ―a nivel nacional e
internacional― de la profunda alienación que acompaña a todo el
capitalismo: en el imperialismo esta situación se agudiza porque un número cada
vez menor de Estados y de personas ―deshumanizados, al no participar
directamente en la transformación de la naturaleza― se apropian del
trabajo y de la producción de la casi totalidad de la población humana,
deshumanizada porque se le priva del resultado de su producción, que son ellos
mismos.
Los grandes oligarcas disponen de un medio
eficacísimo para someter al resto de los capitalistas: la «participación» de
unas empresas en otras por medio de acciones, junto con la posesión del
«paquete de control». Por medio de este sistema, el grupo de capitalistas que
controla la sociedad‑madre reina también sobre las sociedades filiales y,
a través de ellas, extiende su dominio a otras muchas. La experiencia
demuestra, observa Lenin, que basta disponer del 40 por 100 de las acciones
para dirigir los negocios de una sociedad; consecuentemente, el que posea este
paquete en la 'sociedad‑madre' controla ―de hecho― un capital
veinte, cuarenta o incluso más veces superior al suyo. Y la 'sociedad‑madre'
―al no ser ante la ley responsable de las filiales― puede realizar
operaciones poco limpias y vaciar los bolsillos del público (cfr. pp. 60‑63).
De este modo el capitalismo, que había comenzado su
evolución con el pequeño capital usurero, la completa con la fabulosa usura del
capital gigante. Las emisiones de acciones se convierten en los negocios más
productivos; los capitales producen ganancias por sí solos; los períodos de
depresión se convierten para las grandes empresas en fructuosas operaciones y
excelentes ocasiones para someter a las pequeñas sociedades en dificultad...
Como es evidente ―en términos marxistas―
esta situación no sólo trasciende la esfera de la economía, sino que empapa y
condiciona la entera vida humana. El monopolio, afirma Lenin, «cuando está
formado y cuando dispone de miles de millones, penetra ineludiblemente en todos
los campos de la vida social, independientemente de las circunstancias
políticas y de cualquier otra particularidad» (p. 74).
4. La exportación
del capital.
La exportación de capital ocupa en el régimen
imperialista el puesto que la de mercancías ocupaba en un capitalismo de libre
concurrencia.
En términos de la dialéctica marxista, la existencia de
un contrario es tanto la condición de posibilidad real de la existencia de su
opuesto como la de la realidad misma y la de la superación dialéctica del
sistema. Vemos a Lenin aplicar esta ley general a ese momento particular del
desarrollo del proceso que es el imperialismo.
En este régimen es inevitable, según Lenin, el desigual
desarrollo entre las distintas ramas de la economía y entre uno y otro de los
países capitalistas. Lo que provoca ―en los países más
desarrollados― una gran excedencia de capital. Este capital, en teoría,
se podría emplear para elevar el nivel de las masas más pobres dentro del mismo
país ―desarrollando, por ejemplo, la agricultura―; «pero entonces
el capitalismo dejaría de serlo, porque la desigualdad de desarrollo y la
condición miserable de las masas son las condiciones indispensables, las bases
mismas de la existencia del sistema. Desde el mismo momento en que el capitalismo
es capitalismo, la excedencia de capital no se destina a elevar el nivel de la
existencia de las masas en un determinado país ―ya que entonces
resultaría una disminución de las ganancias para sus posesores―, sino a
aumentar tales ganancias con el empleo del capital en el extranjero, en los
países más atrasados» (p. 82).
Esta exportación tiene además otra consecuencia: la
inserción de los países menos desarrollados en el área del capitalismo. Con
ello se consigue ―aparte de la explotación por parte de unos pocos países
opulentos de la mayoría de los pueblos del mundo― que el capital
financiero extienda sus tentáculos absolutamente por toda la tierra (cfr. pp.
83‑88).
5. La división del
mundo entre agrupaciones capitalistas.
Acabamos de ver cómo los países capitalistas se dividen
las áreas de influencia mediante la exportación de capital.
Además de esta división ―que Lenin llama
trascendental― «el capital financiero ha conducido a una división también
concreta del mundo» (p. 88). Los grandes trusts mundiales, estatales
o privados ―así ocurrió, por ejemplo, con el de la electricidad―,
se dividen el mercado mundial por medio de acuerdos; eliminan así la mutua
concurrencia y hacen imposible ―dada la enorme potencia de estas
agrupaciones― la de cualquier otra empresa más modesta (cfr. pp. 89‑96).
Esta situación, observa Lenin, ha llevado a
algunos escritores burgueses a pensar que «los cartels internacionales,
constituyendo una de las expresiones más acentuadas de la internacionalidad del
capital, permitían esperar que se mantuviese la paz entre los pueblos en
régimen capitalista» (p. 99). Lo que supone, ni más ni menos, la negación más
radical del marxismo: la revolución se torna no‑necesaria, y también, por
tanto, el paso de capitalismo a socialismo. No extraña, entonces, que Lenin
afirme a renglón seguido: «Teóricamente esta opinión es absurda» (p. 99). Y lo
es, porque ―en sede marxista― toda la realidad humana es economía;
y la fuerza motriz que empuja el proceso económico es precisamente la lucha entre
los contrarios: no se puede ser marxista ―y para Lenin el marxismo es, de
modo dogmático, la misma «verdad»― e ignorar este profundo sentido de
lucha: «Prácticamente no es sino un sofisma y un medio deshonesto para
difundir el peor oportunismo. Los cartels internacionales demuestran
hasta qué punto se han desarrollado los monopolios capitalistas y cuál sea el
objeto de la lucha entre los grupos capitalistas. Esta última circunstancia es
la más importante: ella sola nos revela el sentido histórico‑económico de
los acontecimientos, porque las mismas formas de la lucha pueden cambiar y
cambian constantemente: por causas varias relativamente temporales y
particulares, mientras que el sentido de la lucha, su contenido de clase, no
puede cambiar mientras haya clases» (p. 99). Es más: las variaciones en la
forma de la lucha ―manteniendo siempre la intrínseca contradicción para
Lenin― son inevitables y constituyen la posibilidad misma del avance
histórico.
Es ese profundo «sentido de lucha» lo que de continuo
tratarían de velar los escritores burgueses. Los capitalistas se reparten el
mundo porque la concentración de capital les obliga a ello, si quieren obtener
ganancias proporcionales a las fuerzas que poseen; «pero las fuerzas varían con
el desarrollo económico y político. Para comprender lo que sucede es necesario
saber qué problemas entran en juego como consecuencia de este cambio de
fuerzas. El hecho de que estas variaciones sean «puramente» económicas o no
económicas (por ejemplo, militares) es una cuestión secundaria y no puede
modificar en nada nuestra opinión esencial sobre la fase más reciente del
capitalismo. Sustituir la cuestión del objeto de las luchas y de los acuerdos
entre los grupos capitalistas por la de la forma de estas luchas y estos
acuerdos (hoy pacíficos, mañana bélicos, pasado de nuevo pacíficos) significa
rebajarse a la función de sofista» (pp. 99‑100). Y no otra cosa harían,
según Lenin, los escritores burgueses.
En resumen: el desarrollo objetivo del proceso
económico se realizaría dialécticamente mediante constantes negaciones de la
situación anterior; mediante enfrentamientos continuos ―violentos siempre
en los momentos decisivos― entre las diversas formas que adquiere
externamente este proceso. El desarrollo económico para Lenin determina y
penetra las manifestaciones de cualquier otra esfera de la actividad humana, de
la que ―en definitiva― constituye su infraestructura: «La época del
más reciente capitalismo nos demuestra que entre los grupos capitalistas se
establecen relaciones definidas, basadas sobre la división económica del mundo,
mientras que, paralelamente y en relación a este hecho, se establecen
determinadas relaciones entre grupos políticos, entre Estados, sobre la base de
la división territorial del mundo, de la lucha por las colonias, de la lucha por el territorio
económico»P100).
6. La repartición
del mundo entre las grandes potencias.
Estudia Lenin en este capítulo las peculiares
formas políticas ―sobre todo a nivel internacional― del
imperialismo y su radical dependencia con respecto al momento actual del
desarrollo económico.
A finales del siglo XIX, y por primera vez en la
historia de la humanidad ―según Lenin―, el mundo se encuentra
completamente dividido entre las grandes potencias capitalistas: «Atravesamos
ahora una época original de política colonial universal, unida con los más
estrechos vínculos a la fase más reciente del desarrollo capitalista: la del
capital financiero» (p. 102).
El límite del desarrollo del capitalismo anterior al
monopolio lo sitúa Lenin entre 1860 y 1870. Y es precisamente a partir de estas
fechas cuando se iniciaría el desarrollo de las conquistas coloniales; y cuando
la lucha por la división y repartición del mundo se tornaría
extraordinariamente áspera. «Queda, por tanto, fuera de toda duda el hecho de
que el paso del capitalismo de la libre concurrencia al monopolio, al
capitalismo financiero, haya que unirlo a la intensificación de la lucha por la
división del mundo» (p. 103). Esta afirmación de Lenin supone elevar
―gratuitamente y de un plumazo― a la categoría de causa absoluta y
excluyente lo que ―en un análisis objetivo― no pasaría de ser un
elemento lateral y coadyuvante. Atribúyase a los factores económicos toda la
importancia que se quiera; déseles si se desea ―y es ya conceder
demasiado― una influencia decisiva; pero nunca actuarán estos factores
más que tamizados, por la radical libertad de las personas individuales.
El colonialismo actual reviste para Lenin un conjunto de
características, derivadas todas ellas de las del actual capitalismo. Y éste
tiene como base el monopolio, que nunca es más sólido y fuerte que cuando reúne
en sí todas las fuentes de la materia prima: «Sólo la posesión de colonias da a
los monopolios completas garantías de éxito contra todos los casos fortuitos en
la lucha con los concurrentes, comprendiendo también la posibilidad de
defenderse por medio de una ley que instituya el monopolio de Estado» (pp. 109‑110).
Cuanto mayor es el desarrollo del capitalismo, tanto más crece la concurrencia,
la falta de materia prima, su búsqueda incontrolada por todo el universo y, en
consecuencia, la lucha por la conquista de las colonias.
Hasta aquí la influencia directa del proceso económico
en la lucha por las colonias. Pero no es todo: en un materialismo dialéctico
hay que considerar también la acción de retorno de los procesos conscientes
sobre el desarrollo económico. Y así lo hace Lenin: «La superestructura no
económica que se eleva sobre las bases del capitalismo financiero, es decir, su
política y su ideología, refuerza la tendencia a las conquistas coloniales» (p.
113). A nivel internacional, esta supersestructura crearía distintas formas de
dependencia de los gobiernos: además de la de colonizador a colonizado, la de
aquellos países formalmente independientes, pero fuertemente condicionados por
una estrecha red de relaciones financieras y diplomáticas (semicolonias y
países libres).
7. El imperialismo,
fase particular del capitalismo.
Con estas páginas inicia Lenin el balance y el resumen
de todo lo dicho hasta aquí, poniendo de manifiesto, de modo más claro que
hasta ahora, su pensamiento filosófico.
A lo largo de todo el capítulo se pueden rastrear las
leyes de la dialéctica: «El imperialismo ha nacido como el desarrollo y la
directa continuación de las características esenciales del capitalismo en
general. Pero el capitalismo no se ha convertido en imperialismo capitalista,
sino en un estadio definido, muy avanzado, de su desarrollo: cuando ciertas
cualidades esenciales han comenzado a transformarse en sus propias antinomias,
cuando se han delineado y revelado completamente los rasgos de la transición a
una estructura económica y social más alta que el capitalismo» (p. 119).
Lo económicamente esencial en este proceso ha
sido, según Lenin, la transformación de la libre concurrencia en su contrario,
el monopolio; pero de tal modo que el monopolio no suprime la libre
concurrencia, sino que coexiste con ella; y esta coexistencia genera todo un
conjunto de contradicciones secundarias que acabarán por llevar al capitalismo,
a través de la revolución, a un momento más elevado de la economía: el
socialismo .
Lenin define económicamente el imperialismo como
«el capitalismo en la fase de desarrollo en la que se constituye la dominación
de los monopolios y del capital financiero, en la que la explotación del
capital cobra una gran importancia, en la que comienza la división del mundo
entre los grandes trusts internacionales, en la que se completa el reparto de
todos los territorios del planeta entre las grandes potencias capitalistas» (p.
121). Definición que, como se ve, recoge los cinco caracteres esenciales
examinados en los capítulos anteriores.
La postura de Lenin queda más clara cuando él mismo la
confronta con la de Kautsky; de ésta afirma que «sirve de base a todo un
sistema que se separa completamente de la teoría y de la práctica marxista. Lo
importante es que Kautsky separa la política del imperialismo de su economía,
habla de las anexiones como de una política «preferida» por el capital
financiero y le opone otra política burguesa posible, así le parece, sobre la
misma base del capitalismo financiero. El resultado es el de atenuar, el de
cancelar las más graves y evidentes contradicciones de la fase más reciente del
capitalismo, en vez de sacarlas a la luz en toda su profundidad. El resultado
es, por tanto, en lugar del marxismo, un reformismo burgués» (p. 127).
Kautsky admite también la posibilidad de una nueva fase
del capitalismo: el ultraimperialismo; en ella ―al unirse los imperialismos
de todo el mundo por la proyección de la política de cartels en la
política exterior― cesaría todo tipo de luchas. Pero esta teoría «rompe
absolutamente, sin posibilidad de conciliación, con el marxismo» (p. 128); y
rompe de modo tan absoluto porque niega la contradicción como algo intrínseco a
la misma existencia de la realidad y como motor de la misma. Las ideas de
Kautsky podrían hacer pensar que «el dominio del capital financiero disminuye
las desigualdades y las contradicciones de la economía mundial, cuando en
realidad las refuerza» (pp. 128‑129). ¿Es acaso conciliable
―en esquemas marxistas― el ultra‑imperialismo con la siempre
cambiante proporción de fuerzas que procede de la extrema diversidad de
situaciones económicas y políticas, y de la extrema desproporción en la rapidez
de desarrollo de los diversos países? «El capital financiero y los trusts aumentan,
en lugar de atenuar, las diferencias en la velocidad de desarrollo de los
diversos elementos de la economía mundial. Cuando las relaciones de fuerza se
han modificado, ¿en qué puede consistir, en el régimen capitalista, la solución
de las contradicciones antitéticas si no en la fuerza?» (p. 131).
8. El parasitismo y
la gangrena del capitalismo.
Según Lenin, «el fundamento económico más profundo del
imperialismo es el monopolio. Y el monopolio capitalista, es decir, surgido del
capitalismo, está ―dadas las condiciones generales del capitalismo, de
las producciones de mercancías, de la concurrencia― en contradicción
permanente e inconciliable con este estado de cosas» (p. 135).
De una parte el monopolio, y junto con él la posesión de
colonias particularmente grandes y ricas, generaría inevitablemente ―para
Lenin― una tendencia al estancamiento y a la detención del progreso. Esta
tendencia prevalecería sobre la que busca el mejoramiento técnico que nace del
deseo de aumentar las ganancias.
De otra, la concentración del capital en un grupo
reducidísimo de personas y países capitalistas, junto con la exportación de
capitales a países más pobres, produciría «el desarrollo inevitable de una
clase, o más bien de una categoría social, la de aquellos que viven de rentas,
del todo extraña a la actividad de cualquier empresa y cuya profesión consiste
en el ocio» (p. 136).
La noción de «Estado que vive de rentas» es presentada
por Lenin como algo común en la literatura económica que trata sobre el
imperialismo. «El Estado que vive de rentas es el Estado parásito del
capitalismo afecto de gangrena, y no puede dejar de influenciar todas las
relaciones políticas y sociales del país y, en particular, las tendencias
esenciales del movimiento obrero» (p. 139). El Estado parásito utilizaría sus
colonias para enriquecer a las clases dominantes y corromper así a las
inferiores, logrando acallarlas; en el seno del mismo movimiento obrero, los
oportunistas trabajarían en el mismo sentido. De esta manera, el imperialismo
permitiría la corrupción de algunos de los más altos estamentos de la clase
proletaria, creando categorías privilegiadas entre los obreros, que se separan
de las grandes masas proletarias: como resultado, según Lenin, se nutre, afirma
y define el oportunismo (cfr. pp. 140‑146).
De esta forma se llegaría a la reproducción, a nivel
mundial, de aquella situación que Marx y Engels denunciaron al estudiar las
relaciones entre el oportunismo obrero y las particularidades del imperialismo
inglés. En aquél, entonces, la explotación del mundo por parte de Inglaterra,
su situación de monopolio sobre el mercado mundial y su monopolio colonial
habrían producido ―de una parte― el aburguesamiento de la clase
obrera, y ―de otra― la dirección del proletariado por elementos
corrompidos por la burguesía o, al menos, pagados por ella. En el siglo XX,
dice Lenin, se ha completado «el reparto del mundo entre poquísimos Estados,
cada uno de los cuales explota (es decir, extrae el plus valor) una
parte del mundo un poco más pequeña que aquella que explotaba la Inglaterra de
1858; cada uno de los cuales tiene, gracias a los trusts, a los cartels, al
capital financiero, a las relaciones entre acreedores y deudores; una situación
de monopolio sobre el mercado mundial; cada uno de los cuales, en una
producción determinada, goza de un monopolio colonial» (p. 148).
Resumiendo, para Lenin el imperialismo agravaría el
estado de alienación en que se encuentra la humanidad, en cuanto ―de un
lado― aumentaría a nivel mundial el número de aquellas personas
―todas las que viven de rentas y todos los Estados parásitos― que
se ven privadas del acto de producción; y ―de otro― privaría a la
gran parte de la humanidad ―la de aquellos que trabajan― del
resultado de su propia producción. El imperialismo retrasa también la llegada
de la revolución socialista; pues produce la escisión del movimiento obrero y
debilita así su radical contraste con la clase capitalista, de cuyo violento
enfrentamiento debería nacer el socialismo: «La particularidad de la situación
actual radica en las condiciones económicas y políticas que no han podido dejar
de reforzar la incompatibilidad del oportunismo con los intereses generales y
vitales de la clase obrera (...). El oportunismo no puede ya vencer
completamente en el movimiento obrero de un país por largas decenas de años
(...). Pero, en un cierto número de países, ha madurado, madurado
excesivamente, se ha podrido y se ha confundido absolutamente, bajo forma de
social‑chovinismo, con la política de la burguesía» (p. 149).
9. Crítica del
imperialismo.
Lenin estudia aquí el conjunto de aquellas críticas
influenciadas por la ideología capitalista. Según él, estas críticas
constituyen una defensa global del capitalismo, camuflada normalmente bajo
forma de ataques a algunos rasgos completamente secundarios y unida a fútiles
proyectos de reforma: no se encontraría en ellas el «más pequeño indicio de
haber comprendido el hecho de que el imperialismo está absolutamente ligado al
capitalismo en su forma actual y que, por ello, la lucha directa contra él es
absolutamente vana, a no ser que se limite a una reacción contra excesos
aislados particularmente repugnantes» (p. 153).
Para Lenin «es fundamental, en la crítica del
imperialismo, saber si es posible una modificación reformista de las bases del
imperialismo, si es necesario continuar adelante, aumentando los antagonismos
que causa, o volver atrás, disminuyéndolos» (p. 153). La respuesta marxista,
por su concepción unidireccional del proceso económico objetivo y por su
voluntaria decisión de finalizarlo en sentido revolucionario, no puede ser otra
que la de continuar adelante; no se puede obrar de otra forma: en el
materialismo dialéctico, el máximo de mal marca precisamente la única solución
radical de la presente negación, y la exasperación de la contradicción conduce
al enfrentamiento violento de los contrarios y a un avance substancial del
proceso; sin embargo, son pocos los que «tienen el valor de reconocer que es
absurda cualquier reforma de los caracteres fundamentales del imperialismo» (p.
152).
Algunos burgueses ―observa Lenin―, como
reacción a la suma de violencias que el imperialismo comporta, pretenden
oponerle una democracia de la libre concurrencia; y Kautsky con ellos: de esta
forma «ha roto con el marxismo defendiendo, en la época del capital financiero,
un 'ideal reaccionario, la 'democracia pacífica', la 'simple acción de los
factores económicos'; porque este ideal, que aspira a un retorno del
capitalismo de los monopolios a un capitalismo anterior' es un engaño
reformista» (p. 157). «Los monopolios han nacido ya precisamente de la
libre concurrencia. Y aunque actualmente su evolución se hiciera más lenta, eso
sería un argumento en favor de la libre concurrencia, que se ha vuelto
imposible una vez que ha generado el monopolio» (p. 158).
En otras palabras: el imperialismo constituiría la
componente política indisolublemente unida a los monopolios; la democracia, por
el contrario, estaría indisolublemente ligada a la libre concurrencia. La
realidad económica, según Lenin, ha superado ya irreversiblemente el
capitalismo de la libre concurrencia, para convertirse en capitalismo
monopolístico: el retorno, tanto de los monopolios a la libre concurrencia como
―paralelamente― del imperialismo a la democracia, es, para él,
sencillamente absurdo.
La única solución viable sería la del marxismo: de una
parte ―y sería misión de los teóricos revolucionarios―, hacer
patente la dialéctica inherente a las cosas y a los fenómenos; desvelar las
profundas contradicciones que el imperialismo comporta y que ni el
ultraimperialismo ni ninguna otra modalidad económica ―por lo menos en
régimen capitalista puede hacer desaparecer. De otra ―y ésta es la misión
que la Historia habría asignado a las clases proletarias― contribuir,
mediante la acción revolucionaria, a la aceleración del proceso objetivo de la
materia. Lenin lo expone con palabras de Hilferding: «No es función del
proletariado oponer a una política capitalista progresiva la era ya superada de
la libertad de comercio y de la hostilidad frente al Estado. La respuesta del
proletariado a la política económica del capital financiero no puede ser la
libertad de comercio, sino únicamente el socialismo. La restauración de la
libertad de comercio ―convertida actualmente en un ideal
reaccionario― no puede constituir un ideal al que mire como fin la
política proletaria, sino únicamente la abolición completa de la concurrencia
con la supresión del capitalismo» (p. 155).
Y es también hacia esta solución hacia donde
―según Lenin― tiende el mismo capitalismo. En efecto, éste exaspera
―hasta extremos insostenibles― toda suerte de antagonismos, tanto a
nivel nacional como internacional: «El imperialismo es la época del capital
financiero y de los monopolios, que introducen por todas partes no la libertad,
sino sus aspiraciones al dominio. Reacciones en todos los campos, sea cual sea
el orden político; extrema tensión de los antagonismos: ése es el resultado»
(p. 166).
10. El puesto del imperialismo en la historia,
Intenta ahora Lenin examinar en toda su amplitud el
significado histórico del imperialismo.
Este significado para él radica ―no cabría esperar
otra cosa― en su naturaleza económica: «Hemos visto que el imperialismo
en su esencia económica es el capitalismo de los monopolios. Su puesto
histórico viene fijado por este hecho» (p. 169). Precisamente de que el
imperialismo sea un capitalismo de los monopolios ―nacido sobre el terreno
de la libre concurrencia y tomando origen precisamente de ella― se puede
deducir que «es la transición de un orden social capitalista a un orden más
elevado» (p. 169).
Para ver esto más claro, conviene recordar cuatro de las
más importantes características, según Lenin, del capitalismo en el Estado
actual:
1) El monopolio habría nacido de la concentración de la
producción a un altísimo grado de desarrollo.
2) Los monopolios habrían conducido a la conquista de
las más importantes fuentes de materia prima, en especial el hierro y el
carbón: lo que supone un enorme aumento del poder del capital y, sobre todo,
del antagonismo entre la producción trustificada y la no trustificada.
3) El monopolio habría nacido de las bancas. Con la
creación del capital financiero nacería una oligarquía financiera que impone
una estrecha dependencia ―asegurada por infinidad de lazos― a todas
las instituciones económicas y políticas de la sociedad burguesa.
4) El monopolio habría nacido con la política colonial,
llevada a cabo ―precisamente― según la política del monopolio (cfr.
pp. 169‑171).
Y todo ello para Lenin ha conducido a acentuar, de
manera extraordinaria, las contradicciones del capitalismo anterior: «Se sabe
generalmente cuánto ha profundizado el capital monopolizador todas las contradicciones
del capitalismo... Esta profundización de los contrastes constituye la más
potente fuerza del período histórico de transición abierto por la definitiva
victoria del capitalismo financiero mundial» (p. 171).
Lo que no impide, sin embargo, el desarrollo del
capitalismo, que, en líneas generales, crece más rápidamente que antaño. Pero
este crecimiento ―afirma Lenin― se hace cada vez más irregular y
desemboca en la gangrena de los países capitalistas. El imperialismo acentuaría
las contradicciones entre los países más ricos y los más pobres ―sean o
no sus colonias―; contribuiría a crear una clase burguesa que
―independientemente de su orientación política― lleva impresas las
marcas del parasitismo, y permitiría corromper a una buena parte de la clase
obrera, creando un nexo indisoluble entre el imperialismo y el oportunismo. Con
estas bases, Lenin concluye: «De todo lo que se ha dicho antes sobre la
naturaleza económica del imperialismo, resulta que debemos caracterizarlo como
un capitalismo de transición o, más exactamente, como un capitalismo morituro»
(p. 173).
Este capitalismo morituro daría paso a la socialización.
Es más: el proceso objetivo de la materia, según Lenin, ha entrado ya en esta
fase; y si los escritores burgueses no quieren o no saben reconocerlo es porque
están empeñados en cerrar los ojos a la «realidad». Estos escritores usan con
frecuencia términos como «empalme» o «entrelazarse». Pero L e n i n objeta:
«¿Qué significa el témino 'entrelazarse'? Este término no abraza sino un pequeño
rasgo, que salta a los ojos, del proceso que se está realizando entre nosotros.
Demuestra que el observador cuenta los árboles sin conseguir ver el bosque, y
traduce servilmente lo aparente, lo fortuito, lo caótico. Denuncia, en el
observador, un hombre aplastado por el peso de materiales no elaborados, un
hombre incapaz de comprender el sentido y la importancia de lo que ve. La
posesión de acciones y relaciones entre propietarios privados «se enlazan
fortuitamente», fundiéndose. Pero lo que reside bajo este entrelazamiento, lo
que constituye la base, son las cambiantes relaciones sociales de la
producción» (p. 174). Las reacciones burguesas ―según Lenin― ante
el «infalible avance de la economía pueden, a lo más, retrasar un tanto su ritmo
nunca cambiar su dirección ni detener su marcha; teniendo en cuenta las reales condiciones y
características de la producción,
«resulta evidente que estamos en presencia de una socialización y no de
un simple 'empalme', que las relaciones económicas privadas, así como las
relaciones de propiedad constituyen un envoltorio que no corresponde ya al
contenido, un envoltorio destinado a pudrirse, si se difiere artificiosamente!
su eliminación; un envoltorio que podrá subsistir porun tiempo bastante largo
en estado de gangrena, pero que sin embargo, inevitablemente eliminado» (p.
175).
El imperialismo, última fase del capitalismo se sitúa
así en un contexto filosófico en el que la vida del hombre ―de la
humanidad como género― queda reducida al nivel, meramente material, de las relaciones de producción.
Cualquier otra realidad ―en la vida del hombre y en el mundo―
«consiste en último término, se reduce al proceso histórico de la materia. Este
proceso, mediante las sucesivas transformaciones que le impone el trabajo
humano, avanza ―al son de la dialéctica― y crea indefinidamente una
sociedad, que es también indefinidamente negada ―superada― en el
momento posterior inmediato.
De esta marcha ininterrumpida del proceso, Lenin
pretende examinar el momento presente. El imperialismo se caracterizaría, en el
plano económico, por el hecho fundamental de que la libre concurrencia
―que dominaba en el capitalismo anterior― cede su puesto de
privilegio a lo que es precisamente su contrario: el monopolio. A este nuevo
tipo de producción económica, y a la estructura social que de ella
necesariamente se deriva, se superpondrían ―también necesariamente―
una ideología y una política determinadas, cuyo elemento esencial se puede
definir como «tendencia a la violencia y a la reacción» (p. 124). A nivel
internacional, esta política «se reduce a la lucha entre las grandes potencias
por el reparto económico y político del mundo, que suscita diversas formas de
dependencia entre los gobiernos» (p. 113); a un nivel más reducido, « las
relaciones de todo tipo y el reforzamiento de la opresión nacional... son los
caracteres políticos del imperialismo» (p. 153).
Como consecuencia del capitalismo monopolístico se
agravaría la alienación humana fundamental ―la naturaleza económica―,
condición y motor, y en cierto modo resumen, de cualquier otra alienación, ya
que un número cada vez más reducido de personas y países se apropia de la
producción de la totalidad del género humano. A esta violencia de carácter
primordial vendrían a sumarse todas las que producen la política y la ideología
imperialistas. Y todo ello permitiría y obligaría a calificar al imperialismo
de «capitalismo disolvente», que arrastrará necesariamente en su destrucción
―ayudada por la clase proletaria― a todo el régimen capitalista.
A) Importancia de
los factores filosóficos,
A todo lo largo de la exposición del contenido
se ha procurado ya mostrar cómo esta obra ―bajo su apariencia de mera
técnica económica― es fruto y aplicación de una concepción filosófica
bien definida acerca del hombre y la realidad. Recordarlo de nuevo puede ser
útil, ya que muchas de las características formales del ensayo se comprenden
mejor ―aunque no se justifiquen― considerando su verdadera
naturaleza y fines.
Puede ayudar, en primer lugar, a comprender el
hecho de que Lenin haga compatibles algunas correcciones propias a las teorías
económicas de Marx, con sus protestas ―fervientes y repetidas― de
la más pura ortodoxia marxista.
Lenin parece separarse de los diagnósticos de M.arx, por
ejemplo, cuando afirma que la revolución proletaria y el socialismo triunfarán
primero en uno o varios países ―aquellos a los que sus condiciones
económicas hagan más vulnerables―, y sólo más tarde se extenderá al resto
del mundo; cuando introduce ―con unas proporciones desconocidas en
Marx― la, voluntad de finalización y la búsqueda consciente del
socialismo; al sustituir las crisis periódicas del capitalismo anterior por un
estado general de crisis interna; cuando postula ―con fuerza de principio
irrevocable― la ley del desigual desarrollo económico y político de cada
uno de los componentes del imperialismo...
Esta separación es posible porque Lenin ha descubierto
que en la obra económica de Marx, lo fundamental no son los resultados
concretos, sino la aplicación de la dialéctica hegeliana. Porque ha visto con
claridad que el núcleo del marxismo no lo constituye una elaboración científica
de la economía, sino una tesis filosófica; y que es precisamente la sólida
captación de sus principios lo que permitirá ―de acuerdo con las
circunstancias del momento― disentir más o menos del análisis
estrictamente económico de El Capital. Con estas bases llegó a afirmar: «No se
puede comprender plenamente El Capital, de Marx, y en particular el primer
capítulo, si no se ha estudiado desde el principio al fin y no se ha
comprendido toda la lógica de Hegel. Por consiguiente, desde hace medio siglo,
ninguno de los marxistas ha entendido a Marx.»
Los «heterodoxos» marxistas, según Lenin, habían
utilizado el análisis de El Capital para concluir con la formulación de una
teoría del equilibrio capitalista. Y manifiestan así un absoluto
desconocimiento del espíritu que anima la economía de Marx: renunciar
―como ellos hacen― a la inevitabilidad práctica de una etapa
histórica superior al capitalismo a la que éste conduciría por su propia
autodestrucción, supone abandonar lo que de más profundo tiene el pensamiento
de Marx: su traslación de la dialéctica hegeliana ―de la lucha de la
negatividad― desde el mundo de los conceptos hasta la «realidad» misma de
las cosas, hasta el interior de los contrastes efectivos del mundo del trabajo.
Más adelante volveremos de nuevo sobre este punto. Ahora
interesa sobre todo resaltar que Lenin ha descubierto, como lo más íntimamente
marxista, una tesis que es de negación continua del presente y de constante
afirmación de un futuro ―que es autoproducción del hombre en cuanto
género, que se transforma a sí mismo transformando la materia―; y que a esta
tesis filosófica es a lo que se debe ajustar ―en sede marxista―
cualquier análisis teórico de las manifestaciones del proceso de la economía en
cada momento concreto de su evolución.
Todo ello quita, en cierto modo, importancia ―por
lo menos en un análisis como el que se intenta en esta valoración, que no es de
naturaleza económica, y probablemente también en las intenciones del mismo
Lenin― a todo un conjunto de «errores» de ciencia económica y de
previsión histórica que aparecen con periodicidad a lo largo de esta obra.
Se cuentan ―entre otros― la calificación del
imperialismo como un capitalismo parasitario y corrompido, y la serie de
pasajes en los que aparece como un fenómeno morituro y generador inevitable de
una tendencia al estancamiento y a la detención del progreso. Estas
afirmaciones contrastan claramente con el posterior e impetuoso desarrollo
económico y técnico, y contrastan también con la afirmación del mismo Lenin (p.
172) de que, en líneas generales, el capitalismo actual crece más rápidamente
que el de antaño, aun cuando ―como hace el autor― se atenúe
añadiendo que el crecimiento se torna cada vez más irregular y desemboca
necesariamente en la gangrena de los países capitalistas más ricos.
Aquella tendencia a la opresión y al yugo nacional
―que Lenin parece descubrir como algo inherente a la política
imperialista― sólo tuvo efectividad pasajera en algunos países, y quizás
una influencia más duradera precisamente sólo en los de régimen comunista,
mientras que en la mayoría el sistema democrático ―en sus diversas
modalidades― se construyó, amplió y desarrolló, y creció también la
influencia de los obreros; y de los estratos sociales y económicos menos
dotados.
Asimismo se ve desmentida su tesis sobre el colonialismo
por el hecho de que, tras la pérdida de las colonias, la situación social y
económica de los países capitalistas no ha cambiado substancialmente; o, si
acaso, lo ha hecho en el sentido opuesto a lo que las previsiones de Lenin
harian esperar.
B) Excesivas
simplificaciones.
Mayor importancia que los errores que acabamos de
insinuar tiene, para una valoración de fondo, la serie de reducciones que el
autor realiza ―en base a sus presupuestos ideológicos― a lo largo
de todo el libro.
Reducción, en primer lugar, de todo su ángulo visual a
lo meramente económico; se afirma en el prólogo: «No trataremos, sea la que sea
su importancia, los aspectos no económicos de la cuestión» (p. 12). Y no es que
esta intención sea, en sí misma, condenable; pero, una vez formulada, lo que
habría que pedir al autor es que se mantuviera dentro de sus límites. Sin
embargo, de un lado, parece que ese «limitarse a los aspectos puramente
económicos» excluye sólo otras consideraciones de tipo político, con las que el
cuadro se consideraría completo: «He debido estrictamente limitarme a un
análisis teórico, sobre todo económico, de los hechos y he podido formular el
pequeño número de observaciones políticas indispensables sólo con la máxima
prudencia» (p. 9); de otro lado ―y esto es más grave― no se ve cómo
puede conciliarse esa pretendida restricción a los factores meramente
económicos y las constantes conclusiones que el autor extrae sobre la marcha
del hombre y la sociedad.
C) La revolución.
La premeditada voluntad de que el ensayo concluya en
sentido revolucionario obliga todavía a otra simplificación, ésta en el plano
meramente positivo de la consideración de los hechos: se trata de un casi
sistemático silenciamiento de lo que se podrían llamar «fuerzas de contrapeso»;
de todo aquello que de alguna manera podría atenuar la gravedad de las
contradicciones en las que, en clave dialéctica, se apoya la destrucción de la
sociedad capitalista; por ejemplo, la creciente influencia del Estado en la
vida económica, sobre todo en cuanto origina numerosas leyes laborales y sociales;
el desarrollo y el fortalecimiento de los sindicatos, fuerzas que contrarrestan
al capital, que ―en la clave en que está escrita el libro―
significaría una disminución de la alienación fundamental del género humano; el
crecimiento y la consolidación de los partidos obreros. ―que concluiría
en el mismo sentido―...
La palabra «revolución» se cita expresamente sólo una
vez ―en el prólogo del libro―, y precisamente para quejarse de no
haber podido dedicar una atención más explícita a este fenómeno inminente. No
obstante, el espíritu revolucionario impregna toda la obra: se hace presente a
nivel de fundamento, siempre que se concluye ―en base a la consideración
de las leyes esenciales del movimiento económico― con la necesaria
autodestrucción del capitalismo; y aparece a un nivel más superficial, sobre
todo, en el patetismo con que se declaran las profundas injusticias que las
clases capitalistas infieren a las masas proletarias: se habla con frecuencia
de «engaños» de parte de los grandes capitalistas (p. 29); de masas enormes de
población que apenas tienen de qué nutrirse (p. 44); del enorme avance de la
industria, realizado precisamente a costa de la agricultura; de masas en
condición miserable (p. 82); de explotación ―en suma― de los más débiles
por parte de los más fuertes... Son todas éstas, expresiones que apelan
―en el lector― a un conjunto de sentimientos humanitarios y de
justicia ―totalmente ajenos, por otra parte, a la filosofía
marxista―, y lo invitan a poner todos los medios para acelerar la destrucción
del actual estado de cosas: sería la revolución externa, asegurada por el
movimiento objetivo de la Historia.
D) Dogmatismo.
Sobre todo en los repetidos ataques que Lenin dedica a
lo «heterodoxos» es fácil observar otra de las características que acompañan
con frecuencia a las obras marxistas: su fuerte dogmatismo y su considerable
sentido de escuela. Característica que procede, probablemente, de la misma
consideración de la Historia como un proceso unidireccional, siempre perfectivo
y ascendente; lo que asegura ―también en ese reflejo de la situación
objetiva en el hombre singular, que constituye e conocimiento― el que un
momento dado de la evolución recoja superándola, cualquier adquisición de las
etapas anteriores.
Son relativamente pocas ―no pasarán de cuatro o
cinco― las veces que Lenin cita textualmente a Marx en esta obra siempre
para reafirmar la validez de sus conclusiones; las referencias genéricas al
marxismo son, sin embargo, frecuentísimas; y las acusaciones que dirige a otros
autores tienen constantemente como base los postulados del pensamiento de Marx.
No es nada infrecuente encontrar a un Lenin que,
sustancialmente de acuerdo con la exposición de los hechos que realiza otro
autor ―y conviene no olvidar que, en la elaboración de este libro,
utiliza como base los trabajos de Hobson y de Hilferding―, lo rechaza en
su conjunto: bien por no haber sabido extraer de ellos conclusiones que eran
evidentes ―por haberse detenido en el «dato bruto»―, bien por haber
concluido en un sentido diverso del marxista.
Todo esto, si bien es absolutamente conciliable con la
concepción leninista sobre el conocimiento y la verdad, no deja de influir
negativamente en la factura metodológica del libro, desproveyéndolo de valor
probativo.
Lenin reconoce la existencia de una verdad objetiva,
pero habría que entenderla en sentido inmanentista. Y concede también un valor
a la sensibilidad ―baste recordar, dentro del desarrollo de la
inmanencia, la reducción de toda la realidad humana a sensibilidad práctico‑activa
que realiza el marxismo―; pero le niega de modo absoluto ese mismo valor
en cuanto lo dado en la sensibilidad pretenda establecerse como criterio de
verdad. La verdad nunca se alcanza en un contacto inmediato con lo singular: no
es lícito detenerse en la «apariencia» de los hechos, sino que ―en su
interpretación― éstos deben ser «mediados» por principios firmemente
establecidos, hasta hacerlos así concluir en sentido materialista e histórico.
Vemos aquí una victoria más de la dialéctica de Hegel, tal como llega al
marxismo a través de Feuerbach: la exigencia de que en la conciencia singular
―que por sí sola carece de cualquier valor― medie el universal
humano, constituido por la totalidad de los procesos de producción material.
Pero de esta manera, entre los hechos que se contemplan
y su significado económico‑histórico, obtenido en virtud de la mediación,
no existe mayor relación que la que el autor ―en su voluntad de
afirmación inmanentista― ha querido «crear»
El autor puede así refugiarse en el baluarte de verdad
que ha logrado construir a base de una múltiple petición de principio: el que
no es marxista, está ya descalificado por el mero hecho de no serlo; y
―dentro ya del marxismo― no cabe una interpretación de la «realidad»
diversa a la del autor, cuando el apartarse ―poco o mucho― de esta
interpretación supone automáticamente negarse como marxista; extraer de unos
hechos concretos conclusiones distintas a las que extrae Lenin significa
sustituir el marxismo por un reformismo burgués (cfr. p. 159).
Llegados a este punto se podría intentar una valoración
de conjunto de toda la obra de Lenin bajo su aspecto formal, dejando a un lado
precisiones de detalle.
A primera vista, esta obra se presenta como un simple
análisis de la realidad, como el estudio de un conjunto de factores y hechos de
economía, a partir de los cuales se extrae una serie de conclusiones acerca de
la marcha de la historia; se ha visto también cómo ―latentes, por miedo a
la censurase― insinúan motivaciones que incitan hacia una praxis
revolucionaria.
Se pueden desglosar un poco más estos tres aspectos:
1) Afirmación de un realismo de experiencia. Observación y
exposición de algunos fenómenos político‑económicos, a partir de los
cuales se pretende establecer un cierto número de postulados acerca de la
verdadera estructura de la realidad.
2) Afirmación de un materialismo dialéctico en el seno
de la inmanencia.
― La realidad fundamental es precisamente
economía: los hechos y los valores económicos ―de naturaleza material
sensible― son exactamente la misma consistencia de la realidad de la
historia. Y el hombre es su autor exclusivo.
― Esa realidad no es estática, sino que está en constante evolución.
Cabría hablar, por ello, de un realismo (economismo materialista) histórico.
― Las leyes que rigen esa evolución son precisamente las de la
dialéctica: se trata, entonces, de un materialismo dialéctico.
3) Afirmación velada de una praxis revolucionaria, que es la única forma
posible de acelerar el proceso objetivo.
No es necesario ―en una exposición de las
características formales― llegar a la conclusión de que estos tres
elementos se excluyan entre sí, sino simplemente hacer notar que su trabazón es
arbitraria.
Se puede notar en primer lugar que no basta que un
conocimiento tenga su origen en la experiencia para que pueda ser calificado de
realista. Es cierto que el realismo tiene su inicio en los sentidos; pero no lo
es menos que tanto se oponen a él el idealismo ―que atribuye un valor
exclusivo a los productos de la mente― como el empirismo, que niega toda
posibilidad de sobrepasar la esfera de la sensibilidad bruta.
Lenin, por su parte, tomando inicio en los hechos de
experiencia, contempla implícitamente sólo dos posibilidades: la de dejar las
observaciones económicas en su estado de dato puro, permaneciendo así en una
ignorancia culpable, o bien la de ―«mediando» a través del género los
datos de la sensibilidad singular― dar a la economía la consistencia de
lo real, considerándola en su desarrollo histórico como una realidad en
relación con los procesos sensibles de la producción y consumo de bienes. Y es,
sin duda, esta segunda la que él recoge.
Pero esta opción queda absolutamente injustificada. No es
legítimo establecer conclusiones de tipo histórico absoluto cuando no se tienen
a la vista más que un conjunto de datos aislados, carentes de todo sentido
si no se les supone ya interpretados precisamente mediante esos mismos
principios que se presentarán luego como conclusiones: los del materialismo
histórico. Esta interpretación, realizada según el esquema de la dialéctica
hegeliana, sitúa por su parte a esta obra dentro de la filosofía de la
inmanencia: y realismo e inmanentismo son radicalmente inconciliables.
El libro queda así escindido en dos mitades: una, la del
inmanentismo dialéctico, y otra, la que toma origen de los sentidos y se
pretende realista. Entre ambas media un abismo, que el autor pretende
ficticiamente salvar siempre que establece la dependencia de la primera
respecto a la segunda; cuando en realidad el único dominio lo ejerce ―en
la mente del autor― aquello que pretende establecer como conclusiones
sobre los datos objetivos: el inmanentismo dialéctico.
El tercer elemento que velamos aparecer es el de una
praxis revolucionaria, extraña tanto en la perspectiva del empirismo como en la
del inmanentismo dialéctico.
A) El núcleo doctrinal de la obra ―como el de todo
el marxismo― no se encuentra ligado ―como fundamento― a una
determinada concepción sociológica o económica, sino a aspectos muy concretos
de la filosofía contemporánea.
1) Inmanentismo.
Lenin ―en oposición a los «heterodoxos»
marxistas― recupera de El Capital lo que en éste hay de más
íntimamente marxista. A su teoría del Imperialismo Capitalista no ha llegado
por un simple desarrollo de Marx en el plano económico, explicitando lo que en
éste estaba implícito. La evolución ―todavía a un nivel puramente
económico― no es lineal; se debe afirmar más bien que ―de la mano
de Hegel― sube desde los simples contenidos hasta la fuente del método,
conservando de Marx lo que no dependía de las circunstancias mundiales: su
intención metodológica originaria.
Este método, que Lenin tanto alaba, tiene origen
hegeliano. No debe extrañar, por tanto, aquella profunda admiración por Hegel,
que le llevó ―en los últimos años de su vida― a recomendar
encarecidamente a sus discípulos el estudio de este autor: porque había demostrado
que «las leyes y las formas lógicas no son sobres vacíos, sino el reflejo del
mundo objetivo. O, para ser más exactos, no lo ha demostrado, sino que lo ha adivinado
genialmente *.
Todo ello sitúa a Lenin en la línea de aquella
filosofía, que alcanza en Hegel un punto culminante y llega, a través de
Feuerbach, a ser para Marx el fundamento de la concepción del mundo y de la
historia. Y en el campo de la economía funda un tipo o sistema ―cuya primera
muestra es El Capital― que consiste en la consideración de la
sociedad capitalista desde el punto de vista de su destrucción necesaria. Lenin
recupera la perspectiva desde la que la contemplación de la obra de Marx se
vuelve fecunda: su verdadera herencia no consiste en el modo en que ha
formulado las contradicciones propias de su tiempo, sino en la filosofía que la
anima y en el método que permite ―en las nuevas situaciones que genera la
Historia― formularlas de nuevo científicamente. De ahí los ataques
furiosos a aquellos marxistas que, separándose por completo de la verdadera
fuente, velan los contrastes más profundos, más esenciales del imperialismo.
El libro de Lenin acaba de comprenderse una vez
colocados en la trayectoria de resolución‑disolución del cogito
cartesiano. No es que Lenin no aporte nada nuevo a la formulación del marxismo
contemporáneo; pero su elaboración ―en el plano teórico― afecta
menos al núcleo, sus precisiones son más de detalle: Feuerbach se pretende más
hegeliano que el mismo Hegel, y Marx más que ambos; Lenin pretende simplemente
ser tan marxista como Marx. Por ello, el núcleo de su obra se sitúa en
la última versión de la inmanencia, realizada por Marx: la de la afirmación y
la apertura de los horizontes de la vida real del hombre considerado como
conciencia sensible. El socialismo marxista es afirmación positiva de la
autoconciencia sensible y práctica. Y esta afirmación positiva se presenta como
negación de la negación; como negación de todo aquello que ―de acuerdo
con la conciencia antropocéntrica materialista― niega la esencialidad del
hombre; como negación de todo lo que suponga un límite a la relación del hombre
con la naturaleza como única fuente y medida de valor.
2) Materialismo.
Esta reducción del hombre ―y de la conciencia―
a sensibilidad teórico‑práctica, la reducción de la «realidad
fundamental» a la esfera de las apariencias y producciones sensibles del
hombre, supone la caída de la «filosofía de la conciencia» en el materialismo
fenomenológico. Por ello, por ser afirmación constructiva del hombre como
sensibilidad y por reducir a eso todo el contenido de lo real, conviene a la
obra de Lenin el título de materialista.
Es, sin embargo, conocida la repugnancia de los
marxistas ante toda acusación de simple materialismo. Como repetidas veces
afirman, el suyo no es un «materialismo vulgar». Es, por una parte, asunción
del materialismo en el seno de la inmanencia; y, dentro de ésta, en un ambiente
hegeliano. Por otro lado, el materialismo y el mismo Hegel llegan hasta Marx
―y pasan a Lenin― a través del filtro de Feuerbach: toda la
realidad es continuo devenir y actuarse del hombre como género (humano).
El resultado de esta fusión es el de una realidad que se
actúa genéricamente en los intereses prácticos de naturaleza económica. Por
tanto, materialismo; pero materialismo de signo hegeliano, en el que el género
(el «Hombre») se actúa como tensión de desarrollo.
De este modo la economía llega a constituirse en base y
fundamento para la comprensión de la Historia. Y no extrañan las continuas
afirmaciones sobre la necesidad de estudiar las cambiantes relaciones sociales
de la producción si se quiere conocer de modo adecuado la evolución del género
humano; o sobre la ininteligibilidad de la guerra y la política actual sin la
comprensión de la cuestión económica esencial; o, por último, la pretensión,
explícita en el último capítulo de la obra, de extraer ―a partir de una
consideración que se ha definido como exclusivamente económica y al margen de
cualquier otro factor― conclusiones sobre la marcha global de la
historia. Y extraña también menos que esas conclusiones sean ―en
definitiva― sencillamente económicas.
Y es que ni historia ni economía significan en
vocabulario leninista lo mismo que en el vocabulario corriente. Para el sentido
común, y para una filosofía que esté en continuación con él, el hombre es una
parte de la realidad que posee una esencia determinada e inmutable; y al que
corresponde una capacidad de autodeterminación que ―en último
término― le posibilita para «hacer» la historia. La secuencia podría ser:
naturaleza humana‑libertad‑historia.
Para Lenin, el mundo no es más que la realidad material
que se produce históricamente con ritmo dialéctico. Y ese autoproducirse de la
realidad absoluta es autoproducción del hombre ―desprovisto, por tanto,
de la inmutabilidad de la esencia―, en continua transformación de la
materia ―que es transformación de sí mismo― y en perpetuo superarse
una vez que se ha puesto como resultado: es economía.
Con otras palabras: Marx ha reducido la esfera de inmanencia al ámbito de
la realidad sensible y al de la praxis ma terial y sensible del hombre. Y en
este estado, la economía constituye el único punto de resolución de la
antítesis de la materia y el espíritu; aunque a costa de empobrecer al hombre,
reduciéndolo a un conjunto de relaciones materiales por las que queda
exhaustivamente definido. Se comprende entonces que una relación humana que no
sea de naturaleza económico‑política es ―dentro de la ortodoxia
marxista―, impensable: todo, en el plano social e individual, se reduce a
transformación material de la naturaleza, a relaciones de producción.
Sólo se puede dar un sentido histórico a la
«exclusividad económica» cuando también la historia está exclusivamente hecha
de economía. La conclusión es ―sin duda― coherente con los
principios: si el ser se funda a partir de la conciencia del hombre, y el
hombre se define esencialmente como sensibilidad ―que en perspectiva
marxista es también transformación―, es decir, como relación al mundo sensible,
es también evidente que un horizonte intencional distinto de la sensibilidad no
puede existir ni tener ningún sentido.
3) Dialéctica.
El marxismo‑leninismo no queda suficientemente
definido como asunción del materialismo dentro de una atmósfera
antropocéntrica. Lenin ―siguiendo también en esto a Marx― acoge sin
ambages, junto al materialismo humanista y dentro de él, la dialéctica
hegeliana: y con ello especifica la «forma» en que evoluciona el proceso de la
materia.
El materialismo de Lenin ―en esto tiene
razón― no es un materialismo vulgar; es un materialismo dinámico en el
que la materia evoluciona y la sensibilidad, desarrollándose, produce el
pensamiento; porque dentro de él se ha introducido una oposición fundamental:
la de la naturaleza con el hombre. Una naturaleza que es ―al mismo
tiempo― el mundo en el que el hombre se encuentra, y el que él mismo debe
crear ―negándose a sí mismo para después recuperarse superado por medio
del trabajo. Y un hombre que ―tomando en cierto modo el puesto que en
Hegel ocupaba el Absoluto― constituye todo el contenido de ese mismo
devenir dialéctico; un hombre que no existe, por tanto, independientemente ni
con anterioridad a la forma dialéctica, sino que se va creando a medida que
ésta se actúa y mediante ella.
Entre los presupuestos de Lenin se cuenta, pues, el de
la dialéctica: el de que la consideración de las cosas, no sub specie
aeternitatis ―en comparación con una esencia trascendente e
inmutable―, sino en su oposición y relación recíprocas, constituye la ley
fundamental del pensamiento y del desarrollo de la realidad. Por ello no
extraña la machacona afirmación ―con fuerza de ley― de que el
capitalismo tiende necesariamente a superarse a sí mismo, destruyéndose. La
única realidad sigue siendo aquí la coexistencia y lucha de los contrarios,
continua negación y negación de la negación; aunque ahora el acento
―precisamente porque el Absoluto no tiene en Lenin una existencia
independiente de la misma dialéctica― se ponga, más que sobre los contrarios,
sobre su constante lucha, sobre la destrucción de unos por otros; y esto, en el
plano económico, se refleja en la ley del necesariamente desigual desarrollo de
las distintas potencias, fuente de continua ruptura del equilibrio de fuerzas,
y fuente, por tanto, de enfrentamientos.
La noción de crisis del capitalismo alcanza
―dentro de esta visión dialéctica― su verdadero significado: el
capitalismo está siempre e indefectiblemente en crisis por el carácter
necesariamente antagónico de las relaciones que se desarrollan en su seno. La
fuerza motriz de la autoproducción de la realidad, la fuente de vida ―más
aún, la misma vida― son los contrastes internos que hacen avanzar el
proceso. Ignorarlo sería, para Lenin, rebajarse a la condición de «sofistas»;
pretender conducirlo a una etapa precedente, o detenerlo, sólo puede provenir o
de la ignorancia más absoluta ―la de no advertir que la lucha de los
contrarios ha hecho ya avanzar el proceso objetivo― o de consciente
malicia y oportunismo; y ambas posiciones son inevitablemente estériles. La
única postura fecunda ―en la que se hermanan las dotes de Lenin de
profundo teórico con su espíritu revolucionario― consiste en
―produciéndolas― conocer y profundizar las contradicciones; en
acelerar el proceso objetivo. Esta introducción ―que en Lenin alcanza
dimensiones desconocidas para Marx― de una voluntad de finalización en el
proceso objetivo de la materia constituye uno de sus errores más radicales.
B) Incompatibilidad
mutua de estas tres componentes.
Una vez visto cómo Lenin utiliza en esta obra una
doctrina que es conciliación de materialismo y dialéctica, se le podrían
achacar ―con ciertas reservas― tanto los errores propios del
idealismo hegeliano como los del materialismo vulgar; pero es en la
inconciliable fusión de ambos elementos donde se encuentra su punto más débil y
donde se descubre el forcejeo más violento con la realidad: a la ambigüedad
básica que resulta de su raíz profundamente idealista se viene a sumar la que
resulta de su materialismo. Hasta tal punto que ―y se han señalado antes
reflejos de esta profunda contradicción incluso en el plano meramente
formal― en esta doble derivación el marxismo se niega a sí mismo.
1)
El materialismo hace imposible la dialéctica.
La auténtica dialéctica, que es tensión racional entre
lo finito y lo infinito ―y de la que constituye un ejemplo acabado la
cuarta vía tomista― no es posible donde toda la realidad se sitúa a un
mismo nivel ontológico; en un contexto donde se admiten ―como
máximo― ambigüas diferencias de tipo cuantitativo. Y es éste, sin
embargo, el del marxismo que Lenin recoge en esta obra; Lenin reduce toda la
realidad, la del hombre y la de cualquier otro bien al que éste pudiera
aspirar, a sensibilidad dialéctica. Negando la distinción real entre Dios, ser
espiritual infinito ―pero para los marxistas inexistente―; el
hombre, ser espiritual, aunque limitado ―para los marxistas pura
sensibilidad―, y la materia, niega en último término la posibilidad de
una auténtica dialéctica real.
En otras palabras: no tiene sentido pretender recoger de
Hegel su dialéctica y dejar de lado el Absoluto que ―para el mismo
Hegel― la funda, tanto en su inicio como en su desarrollo y en su
término. En Hegel, la dialéctica no mira directamente al Absoluto, sino que se
refiere más bien al proceso de transformación o de paso de la realidad empírica
finita al Infinito; sería la continua superación de la finitud ―marcada
por la transformación y el paso de lo finito a lo finito― al entrar ésta
en relación con lo Infinito. Pero el Absoluto no evoluciona; existe en sí y por
sí, y es ―de algún modo― aquel núcleo inmóvil al que se refieren
todos los momentos limitados. Hegel reconoce, en definitiva, la necesidad de un
Absoluto que funde todo el proceso dialéctico, dándole dirección y llevándolo a
término.
Y es precisamente ese Absoluto lo que rechaza Lenin. Y
de este modo, la finalización del proceso ―que con tanta frecuencia se
afirma en esta obra, hasta el punto de que se la puede considerar su tesis
fundamental― resulta contradictoria. Esta contradicción se agrava
―aunque de modo accidental― al afirmar, junto a la necesidad de
este proceso, la voluntad ―«condenable»― de los burgueses y
revisionistas de detenerlo, desviarlo o regresarlo; y la de los marxistas
―loable y necesaria― de acelerarlo. El marxismo, ya que considera
también el contenido como resultado de la dialéctica, permanece indefinido con
respecto a cualquier término y abierto a toda posibilidad, incluso la más
aberrante. No existiendo más ley de desarrollo que la misma «praxis» que lo causa,
todo queda indeterminado, sin fundamento: la posibilidad de superar lo finito,
el siempre tan vago y poco determinado socialismo, es una mera invención, una
utopía.
La dialéctica marxista ―si quiere permanecer fiel
a sí misma― excluye la supresión de las clases: por su falta de
referencia a un Absoluto, sólo es capaz de establecerse como una dialéctica de
la continua ruptura, de la violencia sin fin, de la superación permanente; pero
siempre ―en su inicio y en su resultado― limitada.
La fuerza motriz de esta mecánica es el odio: el
programa de todo teórico marxista será siempre el de desvelar ―con una
propaganda en muchos casos rabiosa― las vejaciones a que se ve sometido
el género humano en cada uno de sus individuos. Pero no para eliminarlas
mediante reformas aisladas, que mantendrían en su conjunto lo esencial de la
situación establecida, sino para ―incrementando su repercusión interna en
los individuos― extremarlas hasta tal punto que la única solución viable
sea la revolución total, la destrucción absoluta de cualquier residuo en el que
todavía se manifestara el estado precedente. La exasperación de toda
contradicción, el máximo de mal, pretenden adornarse ―lo encontramos
también en esta obra― con signo positivo: su negación no puede dar ya
como resultado otra realidad también negativa, sino sólo un nuevo estado de
cosas en el que toda alienación, toda división interna en el género, habrá sido
superada. En otros términos, el resultado de esta última negación no puede ser
sino la plenitud de autoposesión de ese género que el hombre mismo produce en
su constante papel de autonegación generadora.
Sin embargo, en una dialéctica como la marxista, en la
que no hay referencia más que a lo limitado, se excluye toda posibilidad de
superación que no sea la del puro devenir. Y en esto ―que es coherencia
interna de su sistema, aunque no lo quieran advertir― tienen en cierto
modo razón: lo finito, que en una visión realista no es meramente negativo, no
puede nunca por sí mismo destruir su propio límite. Pero precisamente esa
limitación, la falta de capacidad del ente finito para darse y mantenerse en el
ser, lo que postula de modo necesario la presencia de un Absoluto,
autosubsistente y perfectísimo, principio y causa del ser de todo lo creado,
pero que nada tiene que ver con el supuesto irrealizable «absoluto» que los
marxistas pretenden alcanzar al final del proceso dialéctico.
2) La dialéctica
hace imposible el materialismo.
La irreconciliable oposición entre materialismo e
idealismo, ya en el seno de la inmanencia, la vemos también aparecer en otra
dirección, que niega el materialismo.
Lenin, siguiendo a Marx, rechaza el idealismo de Hegel.
Pero permanece inmanentista; y más idealista de lo que pretende, por haber
asumido la dialéctica hegeliana. Y el materialismo, en evidente oposición al
idealismo, está también ―si se pretende realista― en profundo
contraste con el principio de inmanencia. Esa radical oposición no se salva
recurriendo a un «materialismo dialéctico», ya que éste no es otra cosa que la
antropología de Feuerbach ―por tanto, idealista―, a la que se
intenta poner en movimiento y hacerla socialmente normativa mediante un nuevo
recurso al idealismo de la dialéctica hegeliana.
La lucha se presenta, así, entre la conciencia humana
―espiritual y superior a la materia― y las exigencias monistas del
sistema materialista, que piden que también la realidad de la actividad humana
se resuelva en materia; y ese dualismo de origen no se evita ―porque es
afirmar y negar simultáneamente― incorporando a la materia la «lucha de
los opuestos» como principio motor tanto en los procesos de naturaleza física
como en las luchas de la Historia humana.
La asunción de la dialéctica dentro del materialismo
conduce necesariamente a una radical ambigüedad en la concepción de la misma
materia. Lenin defiende la aceleración del proceso de descomposición del
capitalismo mediante la exasperación de sus contradicciones internas. Pero, en
su doctrina, falta una verdadera distinción entre materia y espíritu; y,
entonces, incluso la misma exigencia de evolución ―ya en el mismo
proceso, ya en la actividad consciente de quienes intentan acelerarlo―,
en cuanto indica un desarrollo de perfeccionamiento progresivo hacia una meta
final, no puede nunca provenir de la materia tal como Lenin pretende concebirla.
Nos encontramos con una materia que es al mismo tiempo lo opuesto a la
conciencia humana y el principio de desarrollo por el que la misma materia
llega a ser conciencia; y, por tanto, al mismo tiempo que su opuesto, es la
misma sustancia de la conciencia. Con una materia que es la evolución natural
del mundo natural ―distinta del desarrollo de las instituciones
humanas― y al mismo tiempo idéntica a ellas en su fondo de proceso
dialéctico material y necesario de la evolución social.
C) Ateísmo radical.
No es necesario señalar hasta qué punto una tal
concepción sea extraña, no sólo al Cristianismo, sino a cualquier religión.
Incluso la afirmación explícita de ateísmo resulta vana en un sistema que
considera la negación de Dios como el primer presupuesto, como la radical
posibilidad, del más estéril gesto de autoafirmación humana. En una doctrina
semejante es esencial la renuncia a toda trascendencia religiosa y la
afirmación absoluta de la inmanencia como posibilidad de recuperación del ser humano
«alienado». Resulta superfluo abandonar a Dios cuando el voluntario encerrarse
del hombre en los límites de su
sensibilidad creadora supone ya la perenne, actual y siempre más radical
sepultura de toda trascendencia: cada nuevo paso del hombre en su devenir
dialéctico va acompañado de una radical negación de Dios.
El materialismo dialéctico se puede calificar, por
tanto, de doblemente ateo: primero, en virtud del principio de inmanencia
llevado a sus extremas consecuencias o implicaciones; después, por la reducción
de la esfera de la inmanencia al ámbito de lo sensible y al de la praxis
material del hombre.
Dentro de estas coordenadas, la libertad individual del
hombre se ve completamente comprometida; y éste queda reducido a un simple
instrumento que se sacrifica en aras de una pretendida necesidad de desarrollo
histórico‑económico.
Es útil advertir, después de todo lo dicho, el
desenfoque fundamental del ensayo de Lenin: no siendo la vida del hombre ni la
de la sociedad ―y esto lo advierte la razón natural y lo confirma la
doctrina cristiana― de naturaleza simplemente económica, ninguna especie
de «fisiología» económica puede determinar el fin último del hombre ni las
leyes por las que su vida debe regirse.
En consecuencia, cualquier estudio de este tipo, al
apoyarse sobre una concepción acerca de la naturaleza del hombre profundamente
desviada en su raíz, y al pretender ―por otra parte― abarcar toda
la realidad, fuerza y violenta ―junto a otros― el aspecto o formalidad
parcial propio de esa ciencia particular que se llama economía. Y por ello, la
pretensión de emplear la «ciencia económica» marxista, desligándola del resto
de la doctrina, sería ―además de un atentado contra la religión
cristiana― una prueba evidente de no haber sabido advertir el férreo
ligamen entre la fundamentación teórica del marxismo y la concreta técnica
económica que de ella deriva.
T.M.
Volver
al Índice de las Recensiones del Opus Dei
Ver
Índice de las notas bibliográficas del Opus Dei
Ir a Libros silenciados y Documentos
internos (del Opus Dei)