Il Saggiatore, Firenze 1972, 203 pp.; Trad. Andrea Bonomi
(t.o.: Sociologie de Marx, Presses Universitaires de France,
Paris, 1966)
Sociologie de Marx es una obra con carácter de ensayo, del escritor
y filósofo marxista francés H. Lefebvre; autor desligado del marxismo oficial
soviético desde hace bastantes años, y que pretende en este libro exponer un
Marx sin mixtificaciones y en su auténtica pureza original.
Conviene advertir que se dirige a un público no sólo
culto, sino preparado específicamente en la materia: más en filosofía que en
sociología. El índice del libro es el siguiente:
III. Sociología del
conocimiento e ideología
IV. Sociología de las
clases sociales
V. Sociología política:
teoría del Estado
Conclusiones
El orden de los capítulos y el número de páginas
correspondientes hace prever ya que la exposición de Lefebvre culminará en la
sociología política.
I. Pensamiento
marxista y Sociología
Lefebvre trata, en esta obra, de mostrar las ideas
sociológicas fundamentales contenidas en la doctrina de Marx, teniendo bien
presente que Marx no es un sociólogo, aunque en el marxismo sí haya una
Sociología: explicar cómo son compatibles estas dos afirmaciones, y mostrar qué
relación hay entre la sociología marxista y el resto de la obra de Marx, serán
los objetivos de este primer capítulo. Comienza el autor abordando este último
aspecto: «el pensamiento marxista mantiene la unidad de lo real y del
conocimiento, de la naturaleza y del hombre, de las ciencias de la materia y de
las ciencias sociales. Este pensamiento explora una totalidad en su evolución y
en su actualidad, totalidad que comprende aspectos y niveles que a veces son complementarios,
a veces distintos e incluso opuestos. En sí mismo no es ni historia, ni
sociología ni psicología, etc., pero comprende todos estos niveles» (p. 27). E
insiste con palabras de Marx en La Ideología alemana: «nosotros
conocemos una sola ciencia: la ciencia de la historia». Pero precisa en seguida
que no se trata de la historia tal como se entiende vulgarmente como ciencia
particular, sino que es «el entero devenir del ser humano, su autoproducción
(en el sentido más amplio y más fuerte de la palabra) por obra de sí mismo, en
su actividad práctica. El ser humano nace de la naturaleza; surge, emerge, se
afirma. Lo que llega a ser depende de su trabajo, de sus luchas contra la
naturaleza y contra sí mismo... Su esencia enteramente histórica se despliega
en la historia. El se constituye, se crea, se produce en la praxis» (p. 23):
Este proceso unitario y total de autocreación humana,
que se realiza en y a través de las luchas (contradicciones) y sus
superaciones, es lo que debe estudiar el científico marxista. Pero ya decía
Marx que hay demasiados aspectos y niveles para que todo pueda entrar en una
sola disciplina. También el economista, el psicólogo, el demógrafo, el
antropólogo tienen la palabra; y el sociólogo. De todas maneras, a juicio de
Lefebvre, no hay que encerrar al marxismo en las categorías angostas de estas
ciencias, ni reducirlo a una mera concepción interdisciplinar. «La
investigación marxista tiene por objeto una totalidad diferenciada, centrando
la investigación y los conceptos teóricos alrededor de un tema: la relación
dialéctica entre el hombre social activo y sus obras» (p. 28).
El hilo unitario de este estudio global, que abarca
tantos aspectos diferentes, viene dado por la crítica de las alienaciones, que
sucintamente describe Lefebvre:
a) La filosofía aporta la crítica de la religión:
«alienación inicial y fundamental, raíz de todas las alienaciones», dice
recogiendo concisamente el pensamiento de Marx.
b) A su vez, la política descubre que la filosofía es también alienación: las elaboraciones filosóficas nacen en relación con las luchas políticas: sea pronunciándose a favor de la clase dominante, o en contra suya.
c) La esfera política tampoco es la verdadera; su verdad
se encuentra en la esfera social: la sociedad civil tiene más verdad y más
realidad que la política. Y las relaciones sociales que componen la sociedad
civil, no están en el aire, sino que tienen como base material las fuerzas
productivas: los medios de trabajo y la organización de este trabajo.
Comienza, pues, el análisis mostrando en breves trazos
las sucesivas capas periféricas, hasta llegar a lo que el marxismo considera el
meollo de la realidad. Una vez indicado el camino -de lo periférico (religión)
a lo central (lo socioeconómico)- señala también el instrumento que hay que
utilizar para quitar esas capas: la superación (la Aufhebung hegeliana).
«La religión puede y debe ser superada: se supera ya en la filosofía, y gracias a ésta. La superación de la religión consiste en su desaparición» (p. 11). Lefebvre acepta plenamente la crítica de Marx y no quiere detenerse en este punto. Liberándose con esta facilidad del primer obstáculo, pasa al segundo que le parece más complejo, ya que la filosofía no desaparece pura y simplemente. La filosofía contribuye a elaborar y constituir la esencia del hombre: hace proyectos -incompletos y abstractos- sobre el hombre, la vida, la sociedad, etcétera; pero no puede llevar a la práctica estos proyectos. «La superación de la filosofía comprende por tanto su realización, junto con el fin de la alienación filosófica. El pensamiento humano se realiza en el mundo -se hace mundo- en el curso de un conflicto agudo con el Estado y la sociedad política, con todas las formas de alienación... y, además, transformándose, ya que debe abandonar la forma filosófica» (p. 12).
En palabras más sencillas, superar la filosofía
consiste en hacer unos proyectos más completos. De esta alienación no
pueden, por tanto, liberarse los hombres sólo con la teoría; se liberan en el
curso de luchas reales. Pero hay que tener en cuenta que el primer paso
-insiste el autor- es teórico: el acto crítico, momento negativo necesario.
Ya tenemos, por tanto, los tres tiempos del proceso que
da unidad a la obra de Marx: verdad, superación, desalienación. Apliquémoslos:
la filosofía -frente a la religión- pretende aportar la verdad de este mundo,
denunciando la religión como conjunto de errores y de representaciones
fantásticas, y lleva al hombre a un plano superior, que sin embargo no es aún
el verdadero: el filósofo, como el hombre religioso, no puede realizar su
ambición, no puede transformar el mundo como quisiera, porque se mueve en la
pura teoría; ahí radica la alienación filosófica: en ese desdoblamiento entre
la imagen que quiere realizar y la incapacidad de hacerlo con sus fuerzas.
Vamos a reducir esta alienación: primero descubrimos dónde radica la verdad de
la filosofía: en el Estado; así ya la hemos superado, y topamos con las
ciencias de la realidad humana (la economía política). Nuevamente aquí empieza
el proceso, ya que Marx no es un economista; como dice muy bien el subtítulo de
El Capital, estamos en presencia de la crítica a la economía política.
Recordemos que sólo hay una ciencia: la historia total.
Por tanto, en este libro no haremos en Marx un sociólogo,
dice Lefebvre. Repitamos que «la investigación marxista tiene por objeto una
totalidad diferenciada, centrando la investigación y los conceptos teóricos
alrededor de un tema: la relación dialéctica entre el hombre social activo y
sus obras» (p. 28)
Ahora bien, la especialización en ciencias parcelarias
(término de L.) tiene hoy día un sentido: la totalidad ya no puede ser
captada y contestada en modo unitario. «Y sin embargo no podemos convalidar la
separación de las ciencias parcelarias, porque esa separación olvida la
totalidad: la sociedad como un todo, y el hombre total» (p. 28).
Este es, pues, el objeto del primer capítulo: intentar
explicar cómo caben ciencias parcelarias (particulares, diríamos con
terminología más usual) dentro de la ciencia total de Marx. Para esto, ha
tenido que exponernos el método que da unidad a toda la obra de Marx: crítica,
superación, desalienación. Lefebvre se dirige a un público versado en la
materia, y piensa que estos trazos son suficientes para recordar el tema [1].
Aunque la breve exposición que hace Lefebvre da pie para muchas observaciones,
dado lo imprecisa que resulta por su carácter de resumen, no vamos a detenernos
en señalarlas. Es interesante notar, de todas maneras, la crítica que hace a
las ciencias particulares que quieren independizarse totalmente de la «ciencia
total». En esta crítica no podemos menos que darle la razón. El problema radica
precisamente en el modo de explicar las relaciones entre ciencias particulares
y filosofía; esperábamos que Lefebvre diera alguna indicación de cómo se
intenta resolver en el marxismo este arduo problema, pero no dice ni una
palabra.
II. La praxis
Este capítulo tiene dos partes fundamentales: a)
aproximación a la noción de praxis; b) elementos que componen la praxis [2].
a) Noción de praxis: el concepto de praxis
aparece ya en Hegel, pero es sobre todo obra de Marx. Ya en los Manuscritos
de 1844, Marx critica y rechaza las categorías y nociones fundamentales de
la filosofía, comprendidos los conceptos de materialismo e idealismo: «lo
específico del marxismo, su carácter revolucionario (y por tanto su carácter de
clase) no proviene de una toma de posición materialista, sino de su carácter
práctico que supera la especulación y, por tanto, la filosofía, tanto el
materialismo, como el idealismo» (pp. 35‑36). Y más adelante añade: «la
filosofía no sólo no explica nada, sino que a su vez es explicada por el
materialismo histórico» (p. 36). La filosofía se reduce a una actitud
contemplativa que acepta lo que existe, que sólo transforma las
interpretaciones del mundo, no el mismo mundo. Mientras la verdad es el todo,
la filosofía al ser consecuencia de la división del trabajo y fruto de una
actividad mutilada, es parcial y en consecuencia falsa. Además -sigue
diciendo-, va en contra de los hechos empíricamente observados porque jamás se
ha visto ningún absoluto inmóvil, ningún más allá espiritual del hombre por el
hombre» (p. 37).
Este ataque va dirigido contra toda la filosofía
anterior, aunque más en concreto contra Hegel. «¿Las proposiciones de la philosophia
perennis? O son tautologías vacías de contenido o bien reciben un sentido
concreto de un contenido histórico verificable empíricamente. Alzarse por
encima del mundo por medio de la reflexión pura significa, en realidad, quedar
prisioneros de la pura reflexión» (p. 37). Y añade -quizá para salir al paso de
una posible objeción- que el pensamiento abstracto sólo se justifica cuando se
emplea para abstraer de los conocimientos científicos particulares. El lector
se queda, sin duda, con el deseo de saber por qué es lícita la abstracción en unos
casos y no en otros; en qué se diferencian estos dos tipos de abstracción; y,
por debajo, queda todavía la duda de un punto que, desde otra perspectiva, ya
había aparecido en el capítulo introductorio: si la verdad es el todo, ¿qué
sentido tiene hablar de conocimientos científicos particulares? Por otra parte,
Lefebvre demuestra un notable desconocimiento de la metafísica, al confundir
pensamiento abstracto y filosofía, al menos por lo que se refiere a la
metafísica del ser, que versa sobre lo más concreto: los entes. Esta confusión
es una confirmación de que en realidad lo que Lefebvre -con Marx- critica es el
abstractismo de la filosofía racionalista.
La praxis supera, por tanto, a la filosofía
hegeliana y a la perenne, y supera también a la filosofía materialista más
lograda: la de Feuerbach. Este autor, en efecto, no ha conseguido, según Marx,
superar la actitud filosófica: pone el acento sobre el objeto sensible,
abandonando el lado subjetivo de la percepción: la actividad del sujeto que
plasma al objeto. Respecto al materialismo, el idealismo ha captado este
aspecto subjetivo de la percepción, pero lo ha hecho abstractamente, olvidando
lo sensible (que es lo que el materialismo pone de relieve).
El problema de si es posible un conocimiento
verdadero, o el de la realidad o no‑realidad de un pensamiento, son para
Lefebvre -siguiendo casi literalmente a Marx en sus Tesis sobre Feuerbach- cuestiones
aisladas de la práctica y meramente escolásticas. La veracidad o falsedad se
miden en la práctica; separado de ésta el pensamiento se convierte en
misticismo.
Con esto ya tenemos una primera determinación de
la praxis, de momento sólo negativa: praxis es lo que ha abandonado y superado
a la filosofía. Es la práctica como lo contrapuesto, como lo negativo de la teoría.
La noción de praxis es, sin embargo, mucho más profunda
y compleja; de ahí los errores que ha habido en este punto entre los seguidores
de Marx, y que Lefebvre resume brevemente:
- El marxismo oficial soviético, que es una mera
tecnocracia, un positivismo teóricamente pobre, y que quiere simplemente
suprimir la filosofía. ,
- Gramsci, que cae en el maquiavelismo, al hacer una
especie de filosofía de la praxis, dirigida a justificar las actuaciones
prácticas.
- Lukacs dice que la praxis es la conciencia. de clase
del proletariado, pero esta conciencia de clase -según Lefebvre- en realidad no
es más que la filosofía del propio Lukacs, que imagina especulativamente a la
clase obrera.
Todos estos intentos -concluye Lefebvre- tienen un error básico: quieren suprimir la filosofía sin realizarla. La verdadera praxis, en cambio, suprime la filosofía realizándola: «El descubrimiento de la praxis abole la filosofía independiente, especulativa, metafísica, pero no procede hacia la realización de la filosofía más que en la medida en que una praxis eficaz (revolucionaria) supera, junto con la división del trabajo y con el Estado, la oposición entre el mundo filosófico (verdad) y el mundo no filosófico (realidad)» (pp. 41‑42). Queda, pues, claro qué entiende Lefebvre por superar la filosofía, pero no acaba de determinar lo que hay que hacer para realizarla. Se justifica diciendo que Marx había considerado ya hecha la crítica de la filosofía con sus primeros escritos y apenas poco antes de morir volvió sobre el tema, pero sin poder terminarlo. Según Lefebvre esto no sucede sólo en el tema que ahora nos ocupa, sino en muchos más puntos: «la obra de Marx no sólo está sin terminar, sino que es incompleta, y las exposiciones son insuficientes aún en los sectores más elaborados, lo que ha contribuido a crear no pocos malentendidos» (p. 42). Afirmación interesante, que se repetirá varias veces a lo largo del libro.
b) Elementos que componen la praxis:
1. La noción de praxis
presupone la rehabilitación de lo sensible. «Lo sensible es el
fundamento de todo conocimiento, porque es el fundamento del ser» dice Lefebvre textualmente (p. 43), en una
afirmación que debe entenderse dentro del más puro inmanentismo filosófico. En
concreto, la noción de praxis presupone la rehabilitación de lo «práctico‑sensible»,
es decir, del mundo humano creado por los hombres a partir de una naturaleza que
no se nos da en sí, sino transformada por nuestros medios (instrumentos,
lenguaje, conceptos, signos). También las relaciones humanas forman parte de
este mundo sensible que incluye la praxis
2. El hombre, ser de necesidades: aquí
hace Lefebvre una incursión en el terreno de la antropología filosófica. No se
detiene a definir qué es una necesidad sino que pasa directamente a afirmar que
el hombre ―mucho más que los animales― es un ser de necesidades: de
estas necesidades, unas son reales y otras alienadas, unas inmediatas y otras
cultivadas, unas individuales y otras colectivas, etc. No hay nada en el mundo
técnico, -ni en el cultural o económico y social, etc.- que no corresponda a
una necesidad.
«La razón surge con el desarrollo de las necesidades y
cuando los hombres asociados tienen necesidad de una razón que actúe» (p. 44).
Por tanto, lo originario son las necesidades. La inteligencia deriva de ellas.
Podemos entonces preguntarnos: si los animales tienen necesidades y en cierto
modo se asocian, se agrupan en colectividades, ¿por qué no surge la razón?
Lefebvre no responde a esta pregunta, pero más adelante afronta indirectamente
el tema cuando afirma: «el hombre difiere de los animales en que para
procurarse el objeto de sus necesidades ha creado utensilios y ha inventado el
trabajo» (p. 45). Es obvio que esto no resuelve la cuestión, pues queda sin
responder la pregunta de por qué ha podido crear el hombre los utensilios y sin
embargo el animal no lo hace. Quizá sea ésta una de las muchas cuestiones que
él califica de escolásticas, y que sin embargo todo hombre se plantea: y es
que, en efecto, el marxismo siempre tiene el punto más débil en los principios
de donde arranca la argumentación, que -al estar lejanos de lo sensible- se
limita a tachar de escolásticos. Hay que advertir, sin embargo, que este tipo
de objeciones no suelen afectar mucho a los pensadores marxistas: son
dificultades que para ellos carecen de sentido, pues en su sistema la verdad es
algo que «viene al final»: es producida por el hombre, y se prueba su veracidad
en la práctica.
La necesidad -continúa argumentando Lefebvre- es un acto
y, al mismo tiempo, una relación (dialéctica) con la naturaleza: en este
proceso dialéctico surge la razón, se crea el trabajo y se realiza el hombre,
sin poder separarse de la naturaleza. Hay que añadir también que la fruición de
los bienes que le proporciona el trabajo, reconcilia al hombre con la naturaleza.
Por tanto, necesidad, trabajo, fruición, son los tres términos de este proceso
que se prolonga infinitamente, ya que el trabajo crea siempre nuevas
necesidades, hasta llegar a las más artificiosas. La historia no es más que la
historia del desarrollo de las necesidades humanas. Y el fin de esta historia
es la supresión del trabajo mediante la técnica. El resumen de la historia del
hombre puede, pues, hacerse así: del no‑trabajo del animal, como primera
etapa, al no‑trabajo del hombre que superdomina la materia a través de la
técnica (etapa última). Para esto hay que pasar por el trabajo tremendo y
opresor de las masas, que es la etapa intermedia en la que nos encontramos.
Huelga toda explicación: esta etapa última es la sociedad comunista de la abundancia,
cuyo carácter inalcanzable y contradictorio ha quedado bastante manifiesto
después de bastantes decenios.
3. El trabajo, como elemento de la praxis: la
evolución del trabajo da lugar a que se incorporen a la praxis otros elementos
(principalmente la ideología): el trabajo es un momento del movimiento
dialéctico: necesidad‑trabajo‑fruición. Sigue explicando Lefebvre
que en el curso de este movimiento, el trabajo se divide: hay una división
biológica, otra técnica, otra social, y se interfieren, dando lugar a
innumerables tipos de trabajos. La ciudad y el campo se separan así
(concomitantemente a la separación entre trabajo intelectual y manual). En
estas sucesivas divisiones, el trabajo productivo va perdiendo valor en
relación a otras funciones (las de los jefes, sacerdotes, guerreros, etc.). Los
grupos sociales -no hay clases aún- inician una lucha para apoderarse del
exiguo plusproducto social. Los grupos dominantes -aún no muy sólidos-
necesitan justificarse, dando lugar, entre otras cosas, a las ideologías que
-ya lo veremos más adelante- les ayudan a mantener el poder. Estas ideologías
primero están en manos de sacerdotes, y luego
de grupos intelectuales.
4. Praxis y poiesis: al llegar a este punto,
Lefebvre introduce la distinción entre las actividades que se dedican a la
materia (poiesis) y las actividades que se ocupan de los seres humanos
(estas últimas más que trabajo son funciones), que llama propiamente praxis,
y que comprende el comercio, la administración pública, etc. La poiesis y la
praxis se subdividen a su vez en multitud de actividades; en el curso de este
proceso, el trabajo entra en conflicto consigo mismo: es al mismo tiempo
individual y social, parcelario y global, diferenciado y total, simple y
complejo, etc.; y entra además en conflicto con el no‑trabajo (ocio y
reposo). Una observación antes de seguir adelante: esta distinción entre praxis
y poiesis no parece ser recogida por Lefebvre en el resto del libro: aunque no
diga nada expresamente sobre este punto, parece que el término praxis hay que
seguir entendiéndolo en toda su amplitud, incluyendo también la poiesis.
Del trabajo como movimiento dialéctico y como contenido
surge una forma: la mercancía, que no se separa de su contenido, el trabajo. Es
medida por el trabajo, al mismo tiempo que lo mide; no vale más que por el
trabajo, pero paradójicamente acaba por hacer valer al trabajo, que se
convierte así también en una mercancía.
Lefebvre pasa ahora a explicar el concepto de forma, muy
importante para la sociología marxista. Formas son muchas cosas: la cortesía,
las formas estéticas, la lógica formal, el derecho y, sobre todo, la mercancía
con su consecuencia: el dinero.
La forma tiene el extraño poder de velar su esencia y su
origen a los hombres; se fetichiza, aparece dotada de un poder ¡limitado,
llegando a apoderarse de su contenido y de los propios hombres que la han
creado. Concretamente, la forma fetichizada adquiere dos propiedades: autonomizarse
como cosa abstracta y disimular las relaciones reales. Queda así oscurecida la
praxis, que sólo un análisis radical puede poner nuevamente de relieve.
Esto es lo que se llama el proceso de cosificación. Dice
Lefebvre que esta cosificación hay que entenderla en sus justos límites (no
como Lukacs, que exagera este punto y hace de él el centro de El Capital): las
formas autonomizadas tienden a transformar las relaciones entre personas en
relaciones entre cosas (esto es en síntesis la cosificación), pero no pueden
realizar totalmente este proceso, pues las formas jamás pueden perder del todo
su relación con el hombre; en frase gráfica de Marx, «la mercancía no puede
andar sola al mercado». Este proceso de cosificación impone un orden de
relaciones formales entre los hombres, que sustituya a las relaciones directas,
personales: son las relaciones contractuales.
5. Niveles de la praxis: hemos visto ya que la
praxis es algo complejo compuesto por muchos elementos: trabajo, ideología,
mercancías, relaciones formales, etc. ¿Cómo se articulan y estructuran? Un
esquema muy difundido ―dice el autor― distingue tres niveles: base
(fuerzas productivas: técnica, organización del trabajo), estructuras
(relaciones de propiedad y de producción) y superestructuras (instituciones,
ideologías). Este esquema responde a algunos textos de Marx, pero según
Lefebvre no capta las mediaciones e interferencias reales: es un esquema
anquilosado. Por eso -y sin rechazarlo plenamente: éste es un modo de hacer muy
típico en esta obra- propone otro que, en su opinión, es más fiel a la inspiración
de Marx, y que también se articula en tres niveles:
- nivel repetitivo: recomenzar actos y gestos en
ciclos determinados;
- nivel mimético: sigue modelos, pero innova
sobre ellos;
- nivel inventivo: que alcanza su cima en la
praxis revolucionaria.
Estos tres niveles pueden darse en todo tipo de
actividad: ideológica, política, laboral, etc. «Sin embargo, la acción política
condensa y concentra todos los cambios parciales de un fenómeno total: la revolución,
que transforma el modo de producción, las relaciones de producción y propiedad,
las ideas y las instituciones, el modo de vivir» (p. 56).
Como ocurrió en la distinción praxis‑poiesis, dado
el carácter breve del libro, aquí tampoco se desarrollan ni se utilizan más
estos tres niveles de la praxis. Una cosa llama la atención del párrafo
anterior: ¿no está resolviendo Lefebvre todo en el plano político -como Hegel-,
y no en el plano social y económico, como había dicho en el primer capítulo?
Para aclarar más este tema de los niveles de la praxis,
el autor introduce en el proceso histórico total la distinción de dos aspectos:
cualitativo y cuantitativo. El desarrollo cuantitativo (técnicas, producción
material, conocimiento) aumenta gradualmente. El cualitativo en cambio marcha a
saltos, y padece también estancamientos y regresiones. El desarrollo
cuantitativo va dejando atrás de manera gradual las formas y órdenes
establecidos, y la praxis revolucionaria vuelve a restablecer la coincidencia
entre ambos aspectos -cuantitativo y cualitativo- luchando contra la praxis
conservadora que se empeña en mantener un orden cualitativo que no responde
yaal nivel de conocimientos, técnicas, etc., del orden cuantitativo. Por tanto,
las revoluciones tienen una necesidad histórica, aunque pueden hacerse de dos
maneras: de abajo a arriba (de modo revolucionario total) o de arriba a abajo
(una suerte de despotismo ilustrado): estas últimas son menos radicales y
preparan el camino a las primeras.
Hablar de necesidad histórica de las revoluciones parece
lo mismo que hablar de determinismo histórico, de ausencia de libertad.
Lefebvre' consciente de lo delicado del problema -y quizá también del público
al que se dirige-, intenta matizar y añade que la praxis deja siempre espacio a
la iniciativa: no es determinista, aunque tiene muchas determinaciones: «los
determinismos no excluyen ni la iniciativa de los hombres que los combaten para
liquidarlos, ni los hechos casuales y contingentes» (p. 59). Este intento de
término medio entre determinismo y libertad es ciertamente oscuro. Algo de luz
ha arrojado un poco antes (pp. 54 y 55) distinguiendo en la praxis entre un
sector dominado o apropiado por el hombre (naturaleza material), y otro no
dominado: «en el hombre hay también algo que él no conoce ni domina, tanto en
el corazón de lo individual como en lo social e histórico... Los hombres hacen
la sociedad y la historia, pero sin saber cómo, en una ambigua mezcolanza de
conocimiento y de ignorancia, de acción consciente y de ceguera» (p. 55). El
problema sigue, pues, abierto, y habría que pedir a Lefebvre que concretara más
su opción: seguramente contestaría que es una cuestión abstracta, que sólo
tiene sentido en la práctica.
Ciertamente este tema del determinismo y la libertad no
es original de Marx, y tanto menos de Lefebvre. Ya en la filosofía inmanentista
de Descartes y, sobre todo, de Spinoza, había sido señalado claramente.
Spinoza, en efecto, identifica ambas nociones: libertad es conciencia del
determinismo; es saber que éste existe, y movernos dentro de él. Aquí lo que
parece interesante señalar es que Lefebvre quiere adoptar aparentemente una
postura más flexible y –teóricamente- más incoherente, una especie de término
medio: determinismo en líneas generales sí, pero también posibilidad de
maniobra libre en cosas concretas más pequeñas, dentro de estos carriles [3].
Después de este estudio de la praxis, en que se parte de
lo biológico -las necesidades- hasta llegar a lo social y político, se pasa a
examinar qué competencia tiene la Sociología en este terreno: el sociólogo
estudia el surgir de las formas, y sus interacciones –dialécticas- entre sí y
con las estructuras. Dice Lefebvre que otro modo de tratar la sociología de
Marx -entresacar de él conceptos y utilizarlos según los moldes ordinarios de
la sociología actual- es algo meramente académico y sin valor. «Marx sociólogo
nos sirve para determinar las perspectivas de una sociología marxista» (p. 60).
Y esto es lo que se ha hecho en este capítulo: no sociología, sino simplemente
poner las bases de las que debe partir esta ciencia.
III. Sociología del conocimiento e ideología
El concepto de ideología es, en opinión del autor, uno
de los más ricos que ha introducido Marx. Pero es también muy oscuro. Para
comprenderlo bien se hacen unas consideraciones preliminares:
a) El término ideología proviene de la escuela
empiristasensualista francesa de finales del s. XVIII (Destutt de Tracy,
Condillac). La ideología es la ciencia de las ideas que estudia su génesis y
desarrollo a partir de las sensaciones. Marx transforma este término, y le da
un matiz peyorativo: ya no es algo que explica, sino algo que ha de ser
explicado por otra cosa más básica.
b) Lefebvre introduce los conceptos de opacidad y
transparencia de la sociedad, advirtiendo que no son sólo imágenes para
sustituir a conceptos científicos, y que ya los utiliza Marx. Cuando las
relaciones entre los seres humanos son directas, cuando la praxis no está
envuelta en un velo de niebla ―alude, sin duda, al proceso de
cosificación y al conjunto de relaciones formales que se crean en torno a las
formas autonomizadas―, entonces la conciencia social es reflejo de la
praxis. Pero cuando se introducen los intermediarios opacos y la praxis produce
representaciones, entonces la realidad social produce apariencias.
Y esto último es lo que sucede en las sociedades
capitalistas: la mercancía es una forma que causa opacidad, crea todo un
sistema de relaciones (a través del dinero, el capital, etc.) que ocultan la
praxis verdadera. La praxis revolucionaria restablece la transparencia
suprimiendo las condiciones que hacen posibles todas esas representaciones
ilusorias.
Y pasa ya a explicar directamente lo que es la
ideología: según Lefebvre, en los textos de Marx se encuentran dos definiciones
de ideología:
1. La ideología es un reflejo mutilado y deformado de lo
real: una serie de formaciones nebulosas surgidas del cerebro de los hombres
(la moral, la religión, la metafísica ... ) que no tienen ninguna autonomía
respecto a la producción: están determinadas por la vida, por la realidad
socioeconómica.
2. Pero, según Lefebvre, esta definición extremista está
sacada fuera de contexto. En La Ideología alemana, Marx corrige esta
unilateralidad, y da al término una entidad más positiva: es una teoría que
ignora sus propios presupuestos, que no se relacionan con la acción; o también,
una teoría que generaliza el interés particular de una clase. Ahora ya la
explicación es más sociológica: no es que un secreto determinismo fuerce el
pensamiento a diferir de la vida, sino que es la división del trabajo, a través
del lenguaje, lo que causa la ideología. Lefebvre explica estas afirmaciones
con más detalle: el hombre tiene conciencia. En esto, concede, los filósofos
han acertado. Pero esa conciencia -y aquí ya no han sabido ver el problema- no
puede concebirse como pura y aislada: está en relación con sus objetos, con lo
que no es conciencia, y no puede ser separada de todo eso. Más aún: «ella (la
conciencia) no puede escapar a una maldición: estar infectada de materia, que
se presenta bajo forma de estratos de aire agitados, de sonidos, en definitiva,
de lenguaje. El lenguaje es tan antiguo como la conciencia. No hay conciencia
sin lenguaje, ya que el lenguaje es la conciencia real práctica, que existe
también para los otros hombres, y que por tanto existe también para el ser que
ha llegado ya a la fase consciente. El lenguaje no es solamente el medio o el
instrumento de una conciencia preexistente, descubre Marx. El lenguaje es el
ámbito natural y al mismo tiempo social de la conciencia, su existencia. Nace
con la necesidad de comunicación, como el comercio -en el sentido más amplio de
la palabra- entre los seres humanos. La conciencia, indisolublemente ligada al
lenguaje es, por tanto, obra social» (p. 72).
Esta amplia cita nos exime de extendernos en muchos
comentarios. La conciencia no puede. nunca concebirse aislada, nace con el
lenguaje, y, a través de éste, en relación con el resto del mundo
material. ¿Y el lenguaje? El lenguaje, lo que los hombres deben comunicarse,
comienza teniendo como contenido el mundo circundante y las relaciones
inmediatas entre las personas. «Se trata también de la naturaleza en cuanto
potencia hostil, frente a la cual la debilidad humana se siente desarmada. La
conciencia humana comienza con una conciencia animal, sensible, de la
naturaleza, y esto aunque ya sea social. Así se da lugar al primer enmascaramiento:
la religión de la naturaleza, que camufla las relaciones sociales, aún
elementales, de relaciones, y viceversa» (p. 72). Este último texto presenta
lados oscuros y produce la impresión de que se elude el problema concreto
planteado. Admitamos que, al inicio, el lenguaje contenga el mundo circundante.
Pero, ¿cómo nace el lenguaje en cuanto tal? Sin respuesta a esta pregunta
también queda en el aire el tema del nacimiento de la conciencia. Nuevamente,
en las raíces de las cuestiones, Lefebvre deja sin resolver los interrogantes
fundamentales. Estamos de nuevo ante un problema semejante al señalado
anteriormente al hablar del origen de la inteligencia: el punto de partida ha
sido puesto a voluntad, para que se pueda llegar a «la verdad» que se quiere; y
además, ese punto de partida está sin justificar: la práctica -parece pensar
Lefebvre- lo justificará.
En todo caso, ya tenemos, junto a una conciencia y un
lenguaje primitivos un primer pensamiento ligado a ellos: la religión.
Con el incremento de los utensilios y de la riqueza, surge la división del
trabajo, hasta llegar a la división entre trabajo intelectual y manual. En este
momento, la conciencia se emancipa y pasa a pura teoría, creando la filosofía,
la teología, la moral, etc. A estas representaciones, aquellas personas que
tienen la potencia material les dan una coherencia y las utilizan para
justificar su situación de poder. De todas maneras, ya que los ideólogos, la
mayoría de las veces, no pertenecen a ninguno de los grupos que luchan por el
poder, las ideologías sólo tienen una relación remota con la realidad. Esta es,
en síntesis, la génesis de las ideologías.
Por tanto, las ideologías son resultado de la división
del trabajo: el conocimiento, intereses, etc., que surgen de estas actividades
parcelarias, son también fragmentarios, pero el grupo de poder quiere erigirlos
en verdad total, para justificar su dominio. Siguiendo a Marx. y Engels,
Lefebvre señala las siguientes características de las ideologías:
a) Parten de una cierta realidad, parcial y fragmentaria.
b) Refractan la realidad, a través de
representaciones ya existentes, seleccionadas y admitidas por los grupos
dominantes.
c) Tienen pretensiones de erigirse en totalidad,
sustituyendo a la praxis real. Las dosis de realidad e irrealidad varían según
las circunstancias: parten de lo real, interpretándolo y deformándolo. Van con
retraso, respecto a la historia, pero tienen cierta coherencia.
d) Tienen un doble carácter: general, abstracto y
especulativo, por una parte. Y por otra, de representación de intereses
limitados y particulares.
e) En la medida en que tienen un punto de apoyo en la
realidad, no son totalmente falsas: no hay que confundirlas con las mentiras o
con las utopías, aunque tengan también un poco -o no tan poco- de ambas. Incluso,
pueden aportar conceptos nuevos, que se integran en la praxis verdadera. Por
ejemplo, el de movimiento dialéctico, elaborado por la ideología alemana del s.
XIX.
f) Las ideologías influyen en la praxis de dos maneras:
a través de la presión que ejercitan con ellas las personas que detentan el
poder, y sobre todo influyendo en el lenguaje: vocabulario, formulaciones, etc.
A su vez, el lenguaje influye -como ya se ha dicho- en la conciencia social.
Por tanto, la ideología constituye la mediación entre praxis y conciencia, a
través del lenguaje. Lenguaje que deforma la realidad práctica en todos los que
hablan.
En un cierto sentido -dice Lefebvre, intentando aclarar
estos puntos que él mismo se da cuenta de que quedan oscuros- la ideología se
parece a las representaciones colectivas de Durkheim y su escuela, con la
diferencia de que, para Marx, la ideología no es obra de toda la sociedad, sino
de algunos sujetos. Y además, no actúa presionando desde fuera a cada
individuo, sino persuadiéndole desde dentro, de tal manera que le hace creer
que puede realizarse en ella: y él se entrega a la ideología, alienándose.
Ninguna sociedad se basa sobre la violencia pura y
simple. Todas deben obtener un cierto consensus. Y lo consiguen con la
ideología, que exalta la clase dominante (ante sus propios ojos y los de las
demás clases), justifica la situación presente y da una imagen envilecedora de
los dominados, también a sus mismos ojos: les convence de que la situación
presente es el mejor modo de vida.
Pero esta situación no puede durar, «¿por qué? Porque la
praxis acaba abriendo siempre una posibilidad nueva, un futuro. Entonces el consensus
obtenido por una ideología en su época propicia, vigorosa, virulenta, se
disgrega. Se disuelve frente a otra ideología que aporta una crítica de la
situación existente y el proyecto de algo nuevo» (p. 82).
No se señala aquí cómo se lleva a cabo este proceso: qué
elemento o elementos de la praxis lo ponen en marcha. Sin duda, esto nos
llevaría al núcleo del materialismo histórico, tema que ya se ha apuntado, y
que Lefebvre abordará sobre todo en el último capítulo.
a) En primer lugar estarían las representaciones
ilusorias, con un carácter mágico y legendario: leyendas épicas y heroicas que
atribuían a algunos hombres un dominio de lo desconocido, y por tanto una
superioridad sobre el resto.
b) Cosmogonías y teogonías, que comprenden ya una
interpretación del sexo, la familia, elementos de la naturaleza, relación entre
jefes y subordinados, vida y muertes. Estas son ideologías sólo en parte: en
tanto en cuanto justifican las nacientes desigualdades entre grupos, y la
posesión del exiguo plusproducto social por parte de los jefes. No lo son en la
medida en que aún no hay clases, y además porque no son sistemas abstractos.
c) El género mitológico tampoco constituiría
propiamente ideologías, sino poesía.
d) Las cosmogonías y mitologías se convierten en
ideologías cuando entran como ingredientes de la religión, sobre todo de las
religiones con pretensiones universalistas. Perderían entonces su frescura
original y se harían abstractas, concomitantemente al proceso de desigualdades
sociales que se desarrolla cada vez más, «El nacimiento de las grandes
religiones acompaña la consolidación del Estado, la formación de las naciones,
los antagonismos de clase. Las religiones utilizan no ya el conocimiento
liberado de las ilusiones, sino las ilusiones anteriores al conocimiento...
Estas construcciones teóricas oscilan, pues, entre una cierta poesía
reelaborada de las cosmogonías anteriores y la mixtificación pura y simple que
justifica los actos de la autoridad estatal. Es incontestable que para Marx la
religión en general... es el prototipo y el modelo de toda ideología. Toda
crítica comienza y recomienza con la crítica de la religión» (p. 84).
Una afirmación histórica de tal envergadura parece que
debería requerir alguna justificación, ya que no es fácil encontrar una
demostración, pero Lefebvre no se detiene en esto, y continúa su argumentación:
ya que la religión es el prototipo de las ideologías, de su examen se pueden
extraer tres rasgos sociológicos, que convengan a toda ideología.
1. Tomando una parte de la realidad, la de la debilidad
humana: muerte, sufrimiento y limitación, la extrapolan e interpretan, creando
una concepción del mundo ilusoria, falsa, que justifica las cosas más absurdas.
2. La ideología se perfecciona porque surgen problemas
nuevos que la hacen modificar en detalles, dejando intacto lo esencial, lo que
da origen a discusiones entre conservadores e innovadores, dogmáticos y
herejes. Las filas se cierran, se condenan o tratan de convertirse unos a
otros, y se constituyen así en sistema.
3. Los significados de los objetos, de los actos, de la vida social general en la ideología, aparecen en la relación entre hombre y naturaleza (trabajo). Sin embargo, los grupos productivos (campesinos, obreros, etc.) jamás han podido, según Lefebvre, crear un pensamiento que expresara su actividad. Son grupos que habrían estado siempre oprimidos y su opresión se habría enmascarado y embellecido con el término sacrificio: han sido sacrificados a los opresores, y éstos a los dioses. De esta manera, los significados reales de las cosas producidas por el hombre, quedan velados en el seno de la trascendencia, es decir, en el seno de una negación de esos significados, justificando la apropiación de los productos y de los medios de producción por la clase dominante. Nuevamente Lefebvre acaba uniendo religión y opresión.
e) También la filosofía 1 segundo tipo de ideologías
tiene para el autor estos mismos caracteres señalados ya en la religión, aunque
-a diferencia de ésta- la filosofía lleva en sí un principio de superación y,
además, cuando se disgrega, deja algunos elementos válidos que se transmiten a
la praxis.
f) La economía política también es ideología: junto a
conceptos científicos, incluye principios morales. «Más aún, es la más moral de
todas las ciencias. Predica la economía, es decir, la abstinencia» (p.
89) [4].
Sólo la crítica radical, unida a la praxis revolucionaria es capaz de aportar
luz y deslindar terrenos, separando lo científico de lo propiamente ideológico.
En resumen, dice Lefebvre, el problema de la ideología es, por tanto, el
problema del error y de sus relaciones con la verdad. Pero esta cuestión ya no
se presenta de manera abstracta y especulativa, como en la filosofía, sino en
términos de historia y de praxis, y permitiendo además descubrir la génesis de
las representaciones. La praxis conserva una adquisición esencial de la
filosofía: que la verdad surge siempre mezclada con el error, no existen
separados: hay un movimiento dialéctico que va de uno a otro. «Las
representaciones que los hombres construyen del mundo de la sociedad, de los
grupos y de los individuos, siguen siendo ilusorias mientras no maduren las
condiciones reales de las representaciones» (p. 90).
Es necesario, para Lefebvre, que haya error: porque no
se puede conocer con certeza, si no hay una base adecuada; y mientras la
actividad intelectual se dé separada del trabajo productivo, será una actividad
mutilada incapaz de llevar a un conocimiento verdadero. Esta es, en síntesis,
la idea que se expone en los párrafos anteriores, siguiendo a Marx Junto a
algunas cuestiones de fondo, que permanecen oscuras, el lector queda con nuevas
dudas: ¿cuál es la base adecuada para que pueda darse un conocimiento
verdadero, y porqué es ésa? ¿Por qué razón no se puede aplicar al marxismo -a
la obra entera de Marx, y a la de todos los intelectuales marxistas (Lefebvre
incluido)- esta crítica, y considerar el marxismo como pura ideología? Algunos
autores (Mannheim, por ej.) han hecho esta crítica al marxismo, y podría
esperarse que Lefebvre saliera al paso de estas observaciones, pero al parecer
no lo ha considerado necesario.
Se ha hablado ya mucho de ideología y no se ha explicado
aún qué papel juega la sociología en este tema. Por eso el autor termina el
capítulo abordando directamente esta cuestión:
«Una sociología que se inspire en el marxismo puede
examinar las relaciones entre estos términos mal distinguidos: la ideología y
el conocimiento, la utopía y la previsión* del porvenir, la poesía y los mitos.
La sociología debe volver a realizar este examen crítico, ya que las
constelaciones cambian incesantemente. El sociólogo descubre aquí un tema de
primera importancia que permite introducir el pensamiento simultáneamente a las
constataciones más positivas: la distancia entre la ideología y la práctica,
entre la representación de la realidad y la realidad ...» (p. 92). Una vez más,
parece demasiado escueto -y no poco oscuro- cuando llegan los puntos más
interesantes, donde Lefebvre debería añadir algo más concreto al pensamiento de
Marx.
IV. Sociología de las clases sociales
Antes de entrar de lleno en el tema, Lefebvre
-consciente de los cambios que ha sufrido la sociedad desde los tiempos de
Marx- trata de precisar cuál es la validez de las tesis marxistas en la
actualidad:
«El capitalismo ha mostrado una vitalidad y una
elasticidad que Marx no pudo prever. Sin embargo, no dudamos en afirmar que las
predicciones de Marx se han cumplido» (p. 95). E intenta aclarar esta ambigua
afirmación diciendo que Marx anunciaba el fin del capitalismo concurrencial,
presionado por dos fuerzas: la clase obrera' por un lado, y la
concentración del capital, por otro. Y así ha sucedido: ambas fuerzas, obrando
dialécticamente, han acabado con el capitalismo concurrencial. En efecto, éste
avanzaba hacia la totalidad mundial y en cambio se ha encontrado el mundo
dividido en tres sectores: capitalismo monopolista, socialismo de Estado y
tercer mundo.
Sin embargo, parece al menos una simplificación decir
que las predicciones de Marx sobre el fin del capitalismo se han cumplido. Por
eso, para paliar el efecto de esta afirmación, Lefebvre insiste en un tema ya
tratado en las primeras páginas del libro: «en este punto, como en otros,
pensamos que los conceptos elaborados por Marx son necesarios pero
insuficientes para comprender la realidad humana de un siglo después»
(p. 97).
Una nueva advertencia del autor, antes de entrar en
materia, que parece prevenir alguna objeción, real o posible: ¿por qué no se ha
empezado este libro hablando de las clases y de la lucha de clases? Y se
responde él mismo diciendo que, en efecto, los conflictos son importantes, pues
sin ellos no hay progreso social. Pero en las sociedades precapitalistas no
puede hablarse propiamente de lucha de clases: hay oposiciones, sí, pero son
«rasgos distintivos más que conflictos esenciales» (p. 97); hoy se pueden
confundir las clases polarizadas con los grupos y clases en formación; en
cambio, en estas sociedades precapitalistas hay ya ideologías que enmascaran la
realidad de las clases. Además, la polarización, oposición y contradicción
entre las clases que surgen con el capitalismo puede y debe ser superada por el
socialismo «a condición de que las ideologías no vengan a enmascarar esta
situación, a bloquear el proceso, a impedir la solución. Por todas estas
razones hemos hablado de la ideología antes de afrontar el problema de las
clases» (p. 99). Tras un tema de prioridades de exposición está escondido un
problema de dimensiones mucho mayores, y que este último párrafo -en medio de
las matizaciones de toda la argumentación anterior- deja bien claro: las
ideologías pueden bloquear el paso al socialismo: ¿es esto una exposición fiel
de Marx? ¿No está deformando el marxismo para que no se vea el fracaso de las
predicciones de Marx sobre el futuro de la sociedad? ¿Es esto compatible con lo
que ha dicho poco antes (cfr. p. 82), afirmando que la praxis acaba siempre por
disgregar y romper los falsos acuerdos obtenidos por las ideologías? ¿Puede, en
fin, tener más fuerza la ideología que la praxis? Demasiados interrogantes deja
abiertos este párrafo.
Lefebvre continúa su exposición intentando explicar la
aparición de las clases y su conflicto permanente, para lo que utiliza los
conceptos de forma, estructura y función. Nuevamente el libro se hace complejo
y oscuro por la necesidad de reducir a pocas páginas las largas argumentaciones
de Marx en la primera parte de El Capital:
El objeto, producto del trabajo humano, se desdobla en
dos aspectos: valor de uso (correspondencia con una necesidad, utilidad) y
valor de cambio. Procediendo por reducción, como Marx, se descarta el valor de
uso (no explica aquí el porqué de esta reducción) y a los objetos les queda
inherente sólo una cualidad que permite su confrontación cualitativa: el hecho
de ser productos de trabajo.
La mercancía -es decir, el producto de trabajo
considerado sólo en su aspecto cuantitativo, como valor de cambio- es puesta en
relación de equivalencia con otras mercancías. Por ej., 20 metros de tela
tienen el valor de un traje. La tela expresa su valor en el traje. El traje
hace de equivalente de la tela; su valor se ha expuesto -en la tela- en
forma relativa. «Notemos bien los términos del análisis estructural
llevado a cabo por Marx. La doble forma, o forma desdoblada (relativa, equivalente),
opone dos elementos complementarios y que llevan uno a otro, es decir que se
excluyen polarmente. Estas relaciones formales sustituyen a la realidad
sensible, material del objeto. Tal sustitución lo transforma en mercancía: en
cosa abstracta» (p. 100).
La mercancía abstracta puede ponerse en relación de
equivalencia con un número ilimitado de otras mercancías, que ―dejándolas
funcionar en la imaginación― constituyen un circuito en torno al mundo
del intercambio de mercancías, en perfecto equilibrio: esa es la visión del
liberalismo, que propone la generalización de la mercancía, presuponiendo esta
circulación armoniosa. Pero esto es falso según Lefebvre, porque hay una
mercancía peculiar que rompe la armonía del circuito: el trabajo. Para que no rompiera
el ciclo y fuera una mercancía como otra cualquiera, el trabajador tendría que
ser un esclavo, vendido en alma y cuerpo. Pero, para que el trabajador sea
también comprador, y pueda haber así una generalización de la mercancía, es
preciso que no venda toda su persona. ¿Qué venderá, pues? : su fuerza de
trabajo. Así entra en el circuito de mercancías como comprador y como vendedor,
y en el conjunto de contratos y formas jurídicas que hay entre compradores y
vendedores.
Esto no es lo mismo que la teoría de la reificación (o
cosificación) de Lukacs, con la que, en un par de páginas oscuras, polemiza
Lefebvre duramente: no es que se cosifique a los hombres -dice en síntesis-,
pues esto sólo sucede en la esclavitud y en la prostitución, sino que se les intenta
hacer caer en la lógica de la forma: se les quiere convertir en abstracciones
animadas, ficciones vivientes, y se conseguiría si no se resistieran
dramáticamente a este proceso.
En efecto, esta lógica no llega a imponerse plenamente,
porque la forma «mercancía» es demasiado estrecha para contener el trabajo
humano. Este tiene una propiedad doble y particular que le diferencia del resto
de las mercancías: por un lado, se cambia con otras mercancías, como una
cualquiera más, y por otro, tiene capacidad de crear un valor más grande que su
propio valor, un plusvalor. Por tanto, el circuito armonioso de mercancías que
propone el liberalismo se basa en algo que no es una mercancía. Ya tenemos
formas por un lado y contenido –trabajo- por otro. En torno a estos dos
elementos se irá polarizando la sociedad hasta la constitución de dos clases
irreductibles: una posee las formas y otra el trabajo.
La aparición de las clases y su lucha permanente se
construye así -siguiendo los primeros capítulos de El Capital, en
un breve resumen que por fuerza es oscuro- utilizando los conceptos de forma y
contenido que permiten -en opinión de Lefebvre- representarse la historia de
manera inteligible. La sociología marxista, que tiene como objeto de estudio la
interacción entre formas y contenidos, puede concretar más aún su campo: ha de
estudiar los esfuerzos de la clase trabajadora para plegar a su favor la forma
mercantil, para superar las leyes del valor y del mercado a través de una
praxis revolucionaria. Este esfuerzo es la lucha de clases, que es perpetua
aunque desigual: no es una simple tensión (esto sería el error reformista), es
contradicción, conflicto.
Continúa Lefebvre su examen diciendo que las clases y
las luchas de clases pueden ser estudiadas a varios niveles:
a) Nivel de las fuerzas productivas y de las
relaciones de producción: ya a nivel de empresa existe una clase
trabajadora que se caracteriza por la producción y una clase burguesa que está
modificando continuamente las características y modos de producción. Esta
dualidad es fruto de la división del trabajo, que es lo primero que hay que
examinar: división técnica (agricultura e industria, con sus diversas ramas) y
división social (que actúa a nivel de las relaciones de producción). Lefebvre
no precisa bien qué entiende por división social, pero parece indicar que es la
que se produce entre los que dirigen y los que ejecutan los trabajos: una
jerarquización o estructuración en vertical. El análisis de la división del
trabajo acaba poniendo siempre de relieve la existencia de dos clases:
burgueses y proletarios. A menudo, aparecen también otros grupos que dan un
aire más complejo a la estructura, pero esto es debido a factores coyunturales,
y en última instancia siempre acaban desapareciendo.
El estudio analítico de las clases a partir de la
división del trabajo lleva a plantearse problemas difíciles pero del mayor
interés: por ej. , lleva a abordar el tema de los trabajos productivos e
improductivos. En este amplio inciso, Lefebvre -siguiendo a Marx- plantea el problema
de la categoría hoy llamada servicios. Ciertamente, el problema es
delicado y complejo: toda sociedad distribuye sus fuerzas productivas de una
cierta manera, teniendo en cuenta que el fin de la producción es satisfacer
necesidades. Ahora bien, como estas necesidades pueden ser creadas, limitadas,
etc., por la sociedad, la producción se organizará según las necesidades que se
quieran satisfacer y en la medida en que se quieran satisfacer. Por eso, en una
sociedad capitalista serán consideradas productivas o socialmente necesarias
(socialmente necesarias son actividades tales como la medicina y la educación)
actividades que en el comunismo son innecesarias y parasitarias (por ej. ,
policía, aparato bancario, etc.). Este es un tema que, a juicio de Lefebvre,
está aún sin resolver, y que hay que afrontar viendo las indicaciones de Marx.
Termina este apartado citando un célebre ejemplo de Marx: el del criminal que
produce delitos y, tras ellos, produce policía, jueces, derecho penal,
profesores de derecho, libros, etc.
b) A nivel de las relaciones de propiedad y de las relaciones jurídicas.
Ninguna sociedad se limita a ser un conjunto de
funciones socioeconómicas: por encima tiene un conjunto de formas: reglas,
normas, valores, principios jurídicos. Esto vale sobre todo para la sociedad
capitalista. Los códigos formalizan estas leyes, institucionalizando las
relaciones de propiedad. Sólo entonces aparece el mundo de la mercancía en su
duplicado: el circuito de las relaciones contractuales. Estas relaciones contractuales,
y las relaciones entre personas y grupos están reguladas por el derecho.
Situación que dura mientras la sociedad esté dominada por el intercambio de
mercancías, mientras se distribuyan los productos del trabajo en modo desigual
y en un régimen de no‑abundancia. El código hace que todo el ovillo de
relaciones esté ordenado y tenga una forma coherente: nos da pues la clave de
la sociedad burguesa.
Las reformas aportadas a este código no logran superar
la extraña mezcla entre igualdades formales y desigualdades reales. «Sólo una
sociedad comunista, sociedad de abundancia, erigida sobre el precepto: cada
uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades, podrá prescindir
de códigos, normas, leyes, preceptos formales, volviendo a la costumbre por
caminos imprevistos» (p. 118). Hasta que llegue ese momento, el estudio de las
instituciones y del derecho será un aspecto muy importante del estudio de las
relaciones de clase. Ya se ve, por tanto, que Lefebvre -como otros muchos
teóricos marxistas- no considera el derecho como una mera superestructura sin
importancia: existirá hasta que no se llegue a la sociedad comunista. De todas
formas hay que tener bien presente que la sistematización que llevan a cabo
estas relaciones jurídicas no consigue eliminar las contradicciones. Bajo esta
sistematización la base está presente y en ocasiones se manifiesta con cambios,
crisis, etc. Y por encima de la estructura jurídica están las superestructuras
destinadas a reinterpretar, captar nuevamente, etc., aquello que supera a la
estructura jurídica (alude al Estado y a las ideologías, que con la fuerza o la
pseudorrazón colman las lagunas jurídicas).
c) A nivel de las superestructuras políticas:
El autor se limita a remitimos al próximo capítulo,
destinado a la sociología política marxista.
d) A nivel de las ideologías:
Comienza el examen a este nivel siguiendo a Marx, con su
ejemplo del individualismo: el capitalista se ve a sí mismo -dice Marx- como
privado propietario de su capital, y ve su empresa como resultado de su
espíritu de iniciativa. Ahora bien, si las cosas fueran realmente así, la
sociedad sería un caos. La verdad es que hay unas leyes sociales claras, que el
análisis marxista ha puesto de relieve claramente: tendencia a la formación de
un beneficio medio, ley de la eliminación de la concurrencia, etc. El
individualismo es, pues, una ilusión, y los capitalistas apenas conocen las
consecuencias de sus actos. A pesar de todo, la ideología individualista no es
inútil: da una visión del mundo que disimula los aspectos intolerables de la
realidad, y tiene una alta idea del hombre, aunque no pueda llegar a
realizarla. Es importante hacer notar que esta ideología sobrevive al
capitalismo concurrencial que la originó, porque sirve aún de estímulo y de
justificación.
«La sociología de las formas ideológicas busca el
sentido de clase de estas ideologías de modo dialéctico, y por tanto, a
múltiples niveles, en el pasado y en el presente: condiciones de nacimiento,
puntos de impacto, reapariciones y momentos de alza ...» (p. 121). La
sociología marxista, pues, parte de los presupuestos filosóficos marxistas:
considera a las ideas como superestructuras que hay que explicar por los
movimientos de la base.
Este análisis no se puede separar del método dialéctico,
ya que no hay una separación tajante entre realidad e ideología: no hay -según
Lefebvre- ninguna praxis (salvo quizá en los momentos revolucionarios) que no
genere ilusiones. En la sociedad, las apariencias forman parte de la realidad;
y las ilusiones, de la praxis.
Una vez terminado este nivel de análisis, se pasa a
examinar «algunas afirmaciones importantes», con las que se cierra el capítulo:
1.ª No pueden existir clases, sin lucha de clases. Una
clase, mientras no entre en la liza política, sólo existe virtualmente
(afirmación que no se detiene a demostrar o ilustrar: hay que tener presente
que, a menudo, se limita a exponer sintéticamente el pensamiento de Marx, sin
más pretensiones).
2.ª Las clases en lucha constituyen, a pesar de todo, una unidad: la
sociedad, la nación. Los conflictos nos consienten poner el acento sobre la
unidad, y apenas lo hacemos, captamos su naturaleza conflictiva.
3.ª La constelación de clases ―es decir, la
estructura de la sociedad― varía con la coyuntura. Por eso Marx unas
veces habla de ocho clases, otras de siete, etc., según el país o época.
4.ª Las clases descritas y analizadas por Marx como
esenciales en la sociedad capitalista son tres: terratenientes, capitalistas
industriales y obreros. Los terratenientes y capitalistas no sacan sus rentas
sólo directamente de sus asalariados. El proceso es más complejo: los obreros
producen un plusvalor que cae en una masa general: la renta nacional. En El
Capital, Marx quería terminar con una teoría de la renta y de su distribución,
viendo cómo la burguesía, por diversos procedimientos (fiscales,
administrativos, políticos, culturales, etcétera), se lleva la mayor parte
posible de esta renta, pero no tuvo tiempo para precisar este análisis. De
todas maneras, las indicaciones que da son suficientes a juicio de Lefebvre
para dirigir el estudio de la sociología y de la economía marxista en este
sentido: es decir, procurando hacer ver cómo las clases dirigentes consiguen
llevarse la mayoría de la renta nacional.
V. Sociología Política: la teoría del estado
La teoría del Estado -se afirma al comienzo de este
capítulo- está en el centro del pensamiento marxista. Sobre ella ha habido, y
hay, grandes controversias.
Como en el resto del libro, en las 64 páginas que
componen este capítulo no hay ninguna subdivisión, pero una atenta lectura
descubre cuatro temas diferentes: 1ºAnálisis teórico del Estado y de la vida
política, en cuanto alienación. 2º Análisis de la burocracia (es como un
inciso, pero ocupa unas 20 páginas). 3º Diferencias entre Marx y el anarquismo.
4ºLa praxis política: estudio del movimiento revolucionario obrero.
Para seguir más fácilmente el hilo de la argumentación
de Lefebvre iremos introduciendo otras subdivisiones dentro de estos cuatro
grandes apartados.
1. La alienación política
a) Noción de Estado, en Marx: el pensamiento de Marx
sobre el Estado toma forma desde sus primeros escritos, cuando critica la
filosofía hegeliana del derecho y del Estado. Allí ya establece que la esencia
del ser humano no es política, sino social. Las fuerzas sociales en conflicto
se dejan someter a una potencia política: el Estado. Las relaciones sociales,
sin embargo, son las que explican el Estado, y no al revés, como pensaba Hegel.
Este es el punto de partida de Lefebvre, dentro de la más pura ortodoxia
marxista.
«El Estado es un fragmento de la sociedad que se yergue
por encima de ella, añadiendo a las funciones socialmente necesarias (en un
determinado momento) superfetaciones consentidas por el ejercicio del poder.
Los hombres que están en el poder se adueñan de la realidad inherente a la
praxis, y aprovechándose de su carácter incompleto, la desvían hacia sus
propios fines» (p. 130). Tenemos, pues, los mismos elementos que en la
ideología: una cierta verdad, y un error: todo ello mezclado y puesto al
servicio de la clase dominante.
El Estado tiene una cierta autonomía, pero su realidad
depende de las relaciones sociales: está penetrado por las clases y sus
conflictos. Sirve a la clase dominante y arbitra los conflictos cuando éstos
amenazan la existencia de la sociedad. El Estado, al mismo tiempo que terreno
de la lucha política, es la presa que se disputan las clases en su lucha.
El proceso revolucionario ―adelanta aquí Lefebvre
una idea que desarrollará más adelante― tendrá, respecto al Estado, tres
fases: desarrollo de la democracia, dictadura del proletariado, desaparición
paulatina del Estado en la sociedad comunista. Por tanto, y ésta es la primera
idea que hay que subrayar, el marxismo es antiestatalista, y el socialismo de
Estado es una deformación radical que proviene de fuera: concretamente de F.
Lassalle, a quien tanto combatió Marx.
La importancia de este problema lleva al autor a
detenerse y a examinar con detalle textos de algunas obras de Marx, que
ilustran y precisan el alcance del antiestatalismo marxista y sus razones:
- Crítica de la filosofía hegeliana del derecho público:
aquí
Marx no sólo critica las teorías de Hegel, sino el Estado en cuanto tal. El
hombre político, el ciudadano, es una ficción en la que el hombre real se
realiza sólo en modo ficticio. El hombre se realiza verdaderamente sólo cuando
se libera del Estado.
- En La Cuestión judía quizá es aún más clara la
formulación que hace Marx: la separación Iglesia‑Estado
―dice― es sólo una primera emancipación, no es la completa
liberación humana. En esta separación el Estado se libera de un límite, pero el
hombre sigue sin ser libre. Y esto sucede también con los países que se
independizan. Es decir ―aclara Lefebvre―, que se puede estar en
servidumbre dentro de un Estado libre: los ciudadanos, individualmente, pueden
seguir estando esclavizados por la religión. Por tanto, aunque gracias a la
mediación del Estado el hombre ha dado un paso en el camino de su liberación,
aún no se ha realizado plenamente.
b) Naturaleza de la alienación política y su
semejanza con la alienación religiosa: ya sabemos qué es el Estado, y sabemos
también que hay que acabar con él. ¿Por qué? Porque el Estado político produce
necesariamente alienación. Apenas hay Estado político, se produce una escisión
entre el hombre privado y el, hombre público, entre el individuo y sí mismo:
«conduce una vida -dice Marx- en la comunidad política donde él se hace valer
en cuanto comunidad, y otra en la sociedad burguesa, en la cual actúa como
privado, considera a los otros hombres como medio, se abaja él mismo a
instrumento de otros» (La Cuestión judía, citado en p. 135). Y
parafraseando a Marx, prosigue: «en su esencia, el Estado tiene la misma
naturaleza que la religión... porque el Estado tiene con la vida real la misma
relación que el cielo con la tierra» (p. 135). La misma naturaleza alienante
que tiene la religión -produciendo la división en el hombre e impidiéndole
realizarse-, tiene el Estado.
Esta división que produce el Estado, se ve muy bien en
la distinción entre derechos del hombre y derechos del ciudadano: distinción
que institucionaliza esa escisión. En efecto –continúa-, distinguir entre
derechos del hombre y del ciudadano lleva a establecer, para el ciudadano, unos
derechos abstractos y ficticios, y para el hombre los derechos del
individualismo egoísta, los derechos del propietario, de uso de la propiedad
privada para satisfacción personal, lo que lleva a considerar a los demás
hombres como obstáculos a su libertad, cayendo así en el individualismo más
radical.
Y, aunque sin decirlo expresamente, hace notar que esta
crítica se dirige a la democracia, que es la forma política que reconoce
derechos a los miembros de la sociedad, con lo cual ya se ve que la forma política
más avanzada es errónea. Porque por muchos derechos que reconozca
–dice-, sigue siendo un Estado político: «la democracia tiene con las otras
formas de Estado la misma relación que el cristianismo con las otras
religiones. El cristianismo pone al hombre en el vértice, pero es el hombre
alienado, y lo mismo ocurre con la democracia» (pp. 137‑38). Puede hacer
este paralelismo religión‑política en virtud de su previa deformación del
cristianismo.
Siendo de la misma naturaleza que la religiosa, la alienación política se supera de la misma manera: «sólo cuando el hombre social se ha reconquistado, cuando ha puesto fin a la alienación política, cuando ha vuelto a tomar en sí las fuerzas separadas de él, y cuando como hombre individual se ha convertido en ser social, cuando ha reconocido y organizado sus propias fuerzas como fuerzas sociales (y a su tiempo veremos el preciso sentido de este término), o sea cuando la forma y la fuerza política -el Estado-, no estén fuera de él, sobre él, levantadas por encima de él, solamente entonces se realizará la libertad» (p. 139).
c) Relación entre el Estado y la sociedad civil.
Semejanza de la alienación política con la filosófica: siguiendo con la Crítica
de la filosofía hegeliana del derecho público, pasa Lefebvre a examinar la
relación de la familia y la sociedad civil (grupos profesionales, sindicales,
etc.) con el Estado.
La familia y estas otras instituciones intermedias
-estados (Stand) los llamará, con terminología de Hegel- son los
presupuestos del Estado (Staat). Pero, como siempre, en Hegel esto está
al revés: Hegel hace de la Idea (el Estado, en este caso), un sujeto, una
conciencia, y por tanto, los sujetos reales se convierten en momentos irreales
de la Idea. El Estado, en Hegel, es la forma que ordena al caos de grupos,
relaciones, etc., sociales. En Marx, por el contrario, es algo que ha de
desaparecer, y muestra cómo ha de realizarse esta desaparición llevando la
dialéctica hegeliana hasta sus últimas consecuencias. En efecto, Hegel se había
enfrentado con el problema de las relaciones entre Estados (Staat) y
estados (Stand), y decía que los estados no se han de considerar en
oposición al gobierno: sería un error funesto que llevaría la sociedad al caos.
Hay que considerar estos elementos integrados en su totalidad, es decir
integrados en el Estado: así aparece la mediación, la conciliación, y pasa a
segundo término la oposición. Marx ve que en esta argumentación Hegel no ha
sido consecuente con sus principios dialécticos, y afirma entonces que se dan
las oposiciones, y que por tanto el Estado acabará sucumbiendo y
desapareciendo. De esta convicción -que no deja de sorprender por lo que de
postulado lleva consigo- no se apartará Marx en toda su vida.
La crítica al sistema político -es decir, la explicación
de por qué es algo alienante y debe caer- es paralela a la de la filosofía: las
instituciones políticas son representativas. Toda representación es una
abstracción y este carácter abstracto no puede ser corregido nunca plenamente.
La praxis revolucionaria no quiere, pues, mejorarlo sino suprimirlo,
sustituyendo este sistema político por la gestión racional de las cosas y la
libertad de los seres humanos.
Como se ve, el paralelismo con la filosofía estriba en
que también la filosofía es una abstracción que pretende comprender la
realidad y dominarla. Y por otra parte -y más importante aún- la libertad, la
justicia, la conciencia, la razón son al mismo tiempo representaciones
políticas y filosóficas: realizar la filosofía -es decir, introducir la
libertad, la justicia, etcétera- en la praxis sólo puede hacerse realizando las
instituciones y fines de la democracia. Democracia que sólo se consigue
plenamente con la desaparición del Estado.
2. Análisis de la burocracia.
Dentro del tema de la sociología política, la burocracia
es un problema particular de gran importancia y que, como tendremos ocasión de
ver, es muy semejante al tema general del Estado.
Lo que hace Lefebvre en estas páginas es recoger
sintéticamente las ideas de Hegel, y, más ampliamente, la crítica de Marx a
esas tesis.
Para Hegel, en síntesis, la burocracia es la mediación
entre el Estado y los estados (recuérdese lo que se ha dicho más arriba sobre
este punto de la mediación, y así se captará la importancia del tema de la
burocracia: no se le dedican casi 20 pp. en balde). Por debajo tiene las
corporaciones, con sus derechos y sus intereses particulares, y por encima el
interés general representado por el Estado y el gobierno.
Marx dice que esto es una mera descripción empírica, en
la que se mezclan conceptos verdaderos con ilusiones. Hay que criticar la
burocracia con detenimiento, y así se ve que «es un formalismo aplicado a un
contenido que está por encima de ella» (p. 146).
La raíz de la burocracia está en la división del
trabajo: con ella surge la escisión entre interés particular e interés general,
entre lo privado y lo público. Y la burocracia convalida esta separación. Las
corporaciones y la burocracia se ven mutuamente así: las corporaciones son el
materialismo (la realidad material) de la burocracia, y ésta, la idealidad de
aquéllas: «en el seno de la sociedad civil (no política), la corporación
organizada es ya una burocracia. En el seno de la sociedad política (el
Estado), la burocracia es una corporación. Las dos formas de la sociedad se
presuponen, se sobreponen, llevan de una a otra, justificándose mutuamente» (p.
147).
La relación entre ambas es dialéctica y compleja: Hegel
las presenta como una armonía racional, pero no es así: donde existe
burocracia, el interés del Estado, representado por esta burocracia, se
convierte en una entidad distinta del interés de la sociedad civil. A partir de
este momento, la burocracia al luchar por sus propios intereses se enfrenta a
las corporaciones (sociedad civil). Ahora bien, si se produce un movimiento de
toda la sociedad dirigido a liberarse de las estrecheces del corporativismo, la
burocracia salta en defensa de este corporativismo. «¿Por qué?: porque la
sociedad civil del Estado ―de la sociedad política―, es decir la
burocracia, se haría pedazos si desapareciera el Estado de la sociedad civil,
es decir el corporativismo. De aquí surge un juego complicado: la táctica y la
estrategia de los burócratas. ¿Qué consecuencias tiene en el plano de las
representaciones más altas? Con la doble desaparición de la sociedad civil
traspuesta en la sociedad política (la burocracia) y de la sociedad política
traspuesta en la sociedad civil (las corporaciones y el espíritu
corporativista), el espiritualismo desaparecería junto al materialismo, su
contrapuesto. Las representaciones (filosóficas y políticas) perderían su base,
su fundamento, su razón de ser. La filosofía desaparecería, y con ella sus
implicaciones y sus correspondientes ideológicos» (pp.147-148). En el
transcurso de estas operaciones «realidad, ficciones, ilusiones, eficacia se
mezclan. Es la ilusión del Estado, de su necesidad, de su racionalidad, la que
lleva, la que soporta y transporta a la burocracia. El espíritu burocrático se
asemeja al espíritu jesuítico y teológico, como la sociedad política a la
religión y el Estado a la Iglesia. La bureaucratie ¿est la république prétre (en
francés en el texto de Marx)» (p. 150). Como se ve el paralelismo ha sido llevado por
Lefebvre hasta lo grotesco.
Vamos a intentar resumir y simplificar toda esta farragosa
explicación: la burocracia es la forma de las corporaciones que se espera de su
contenido (las corporaciones) y convierte su interés particular en interés
general de la sociedad, mientras hace pasar el interés general por particular
(de un grupo o corporación). Acepta, pues, las corporaciones porque le sirven
para justificarse. Estas, a su vez, están en pugna con la burocracia, pero la
necesitan, para utilizarla en su lucha contra las otras corporaciones. La
burocracia, concluye Lefebvre, tiene una cierta racionalidad, una cierta
verdad, pero quiere abarcar más y usurpar los derechos que convienen sólo a la
sociedad. De ahí que necesite construir toda una ideología para enmascarar este
proceso.
Volvamos al hilo del texto, que pasa ahora a explicar las
relaciones entre burocracia y Estado: la burocracia y el Estado están también
en oposición: la burocracia se esfuerza por sustituir el fin del Estado,
poniéndose ella como fin: «aquí la confusión y la inversión se dan entre la
forma y el contenido. La burocracia transmuta mágicamente la pura forma en
contenido concreto, el contenido en forma, el fin formal en actividad práctica.
Los fines del Estado se transforman por tanto en fines de la burocracia, y
viceversa. Y este ovillo inextricable no excluye los conflictos. La burocracia
es un círculo del que nadie puede escaparse» (p. 151). Este círculo es un
círculo estratificado, y su jerarquía se basa en el saber. Hay que explicar,
por tanto, en qué consiste ese saber.
El saber burocrático intenta ser un sistema que la burocracia erige
en criterio de verdad. Pero esto no resiste a la crítica, según el marxismo: el
principio en que se basa este saber es que la cabeza sabe más que las esferas
inferiores: se remite a estas esferas inferiores para los detalles empíricos,
mientras que las esferas inferiores creen que la cabeza comprende lo racional,
lo general. Resultado: el saber se desdobla en teórico y práctico, se escinde,
como en la filosofía. Aquí las consecuencias son más graves, pues esta
separación hace que los seres reales sean tratados según su esencia
burocrática, es decir según la imagen que la burocracia tiene de ellos, y no
según como son. «Otro desdoblamiento aún más grave. El saber se transforma en
secreto y el conocimiento en misterio. El espíritu de la burocracia es el
secreto de su competencia, celosamente custodiado en el interior por la
jerarquía, y en el exterior por el carácter cerrado de la corporación. Nueva
analogía con la filosofía y la religión» (p. 152).
Es interesante observar cómo procede Lefebvre en estas
páginas: ataca la burocracia, cosa que encuentra siempre eco favorable en
muchos ambientes, señalando defectos reales o posibles (y en cualquier caso,
exagerando, como en las afirmaciones anteriores sobre el carácter secreto y misterioso
del conocimiento burocrático, que son un poco ridículas). Luego endosa también
estos defectos al Estado, a la filosofía y a la religión, fundamentando este
paso en el presunto paralelismo ―simple postulado, que no
demuestra― que habría entre todas esas realidades.
El principio supremo de la ciencia burocrática es la
autoridad. El culto a la autoridad es el meollo de la mentalidad burocrática.
Así la actividad de la burocracia está hecha de obediencia pasiva, de fe
estúpida, en contradicción con lo que es el saber en realidad: «el conocimiento
real se vacía, la vida real aparece como muerta, el falso poder y la vida
imaginaria de las oficinas y de la jerarquía burocrática pasan por la verdad»
(p. 153).
Es cierto que el reclutamiento de funcionarios
se hace a través de concursos y exámenes, pero «de hecho, en este Estado
hipotéticamente racional, el examen es una formalidad: es el reconocimiento
legal que hace el sistema del saber burocrático como privilegio de una especie
de masonería... Hay simplemente un bautismo burocrático del saber,
reconocimiento oficial de la transubstanciación del saber profano (empírico y
práctico, obtenido en el trabajo y en la división del trabajo, y por tanto
civil) en saber sagrado (el de la burocracia y la sociedad política, mezcolanza
de competencia y de secreto)» (p. 156).
Detrás de todo esto Lefebvre ve el método erróneo de
Hegel: la lógica. El abuso de la lógica y del intelecto: no es que Hegel dé una
estructura lógica al cuerpo político, sino que se contenta con dar a su lógica
abusiva un cuerpo político.
Hegel -sigue diciendo- ignora, además, el auténtico
mecanismo que estudia: el Estado, en realidad, es algo extraño a la sociedad
civil, y está sostenido contra ella por los representantes que ha elegido la
misma sociedad civil y que ha consagrado el Estado. La policía, los tribunales,
la administración, no sirven al interés común, sino que son agencias del Estado
contra la sociedad civil.
Por tanto, esta crítica desemboca en la idea de una
revolución que destruya el Estado y la burocracia. ¿Cómo es posible que ésta
pueda desaparecer? «La burocracia puede desaparecer a partir del momento en que
el interés general se convierte efectivamente (y no de modo ficticio, en la
abstracción especulativa) en interés particular, y eso puede suceder sólo si el
interés particular se eleva realmente al nivel del interés general, en el
interés común a toda la sociedad, a todos los estados, al conjunto de la
sociedad civil. La exposición de Marx y nuestro comentario -concluye Lefebvre- nos
han llevado a esta conclusión de importancia capital, que es la primera
definición del comunismo» (p. 155).
3. Verdadera
postura de Marx frente al Estado. Diferencias con el anarquismo.
Continúa Lefebvre diciendo que el análisis de la
burocracia ha conducido a su crítica, inseparable de la crítica del Estado y de
la filosofía. Se podría pensar que con esta crítica radical al Estado, Marx
rechaza la tesis de que hay una racionalidad inherente a la sociedad (a lo
real): racionalidad que Hegel ha captado y formulado en su teoría del Estado.
No es así. Marx no quiere romper el aparato estatal para caer en el anarquismo.
El Estado –reconoce- tiene una cierta justificación; pero a partir de un
determinado momento de desarrollo social, la razón que había apoyado el
nacimiento del Estado pide entonces su disolución. Este momento se da cuando lo
racional y lo real no coinciden, sino que lo real es ya lo inverso de lo
racional: es lo que sucede con el capitalismo, donde lo real (lo social) pasa
por lo menos real (menos real que lo político), donde los primeros (los
trabajadores, los creadores) son los últimos, y los últimos (los intermediarios
de todo tipo) pasan por los primeros. Entonces hay que restablecer la unidad de
lo real y lo racional en un nivel superior: «la clase trabajadora sustituirá,
en el curso de su desarrollo, a la antigua sociedad civil como una asociación
que excluirá las clases y su antagonismo, y no habrá ya más poder político
propiamente dicho, ya que el poder político es precisamente el resumen oficial
del antagonismo en la sociedad civil» (de Marx, en Miseria de la Filosofía, citado
por Lefebvre, p. 159). Nuevamente vemos aquí operar a la dialéctica: si lo
racional se sobrepone a lo real (concediendo que se diera esta separación, y
aceptando también el sentido peyorativo que se da a lo racional), en buena
lógica se debería intentar volver a poner las cosas en su sitio, en vez de
hablar de una unidad superior, cuya aparición no está justificada en ningún
hecho ni previsión razonable, sino solamente en el a priori de la dialéctica.
Un último inciso hace el autor, saliendo al paso de la
crítica que se ha hecho a Marx tachándolo de incoherente, ya que a veces habla
de la necesidad del Estado y de las funciones positivas que ejercita, y en
otras ocasiones -más frecuentes y claras- insiste en la necesidad de acabar con
él. Reconoce que, en efecto, hay dificultad para entender a Marx en este punto,
y ataca al marxismo oficial, que en vez de profundizar más en el tema, lo ha
simplificado y dogmatizado, haciendo a Marx autor de un esquema lineal de la
historia, en el que a la muerte ineludible de una etapa sigue necesariamente
otra ya predeterminada: y así el Estado, necesario en un momento de la
historia, ha de acabar desapareciendo. Sin embargo, dice Lefebvre, no hay en
Marx la idea del esquema lineal. Hay un esquema de desarrollo múltiple: cada
Estado tiene sus posibilidades de desarrollo diversas, en dependencia de su
aspecto estructural y de la coyuntura histórica. El tema queda cortado aquí,
dejando al lector un poco en suspenso: ¿tienen razón o no los marxistas
oficiales cuando dicen que según Marx el Estado ha de desaparecer
necesariamente? Ciertamente sí, y Lefebvre no lo ignora. Parece que la
explicación del «esquema múltiple» se refiere más bien a los tiempos y modos de
esta desaparición. No olvidemos, de todos modos, esta incertidumbre, pues
veremos que no es fruto de una simple imprecisión.
4. De la teoría a la praxis política.
En el marxismo, la verdad no es nunca pura teoría, sino
praxis; por eso hay que pasar del conocimiento del Estado y de la burocracia al
análisis de la acción política. Al dar este paso nos encontramos con dos
problemas inseparables: el del movimiento y el de la estrategia.
Son dos problemas fundamentales, pues inmediatamente por
debajo tienen el tema del determinismo histórico y de la acción del hombre en
el curso de la historia.
a) El movimiento: «hemos rechazado la frecuente
confusión entre determinismo y movimiento. El movimiento, más amplio que todo
determinismo, incluye, contiene, suscita y conduce a su fin múltiples
determinismos (físicos, biológicos, geográficos, cte.). Este movimiento es
infinitamente complejo si bien se deja descomponer en niveles, en periodos, en
historias particulares y específicas (las de la técnica, economía, derecho,
filosofía, cte.). Sus aspectos parciales pueden ser agotados, pero no el flujo
fundamental... El movimiento permite la intervención de la voluntad o de las
voluntades humanas, en los momentos favorables, sin que por eso se deje penetrar
o dominar por entero. El dominio del devenir es un objetivo, un límite, no una realidad
acabada. Por último, el devenir produce un algo de imprevisto. Sin
imprevisto, sin imprevisible, sin un algo de nuevo que no se deduzca de los
determinismos en acto ¿cómo podría haber creación?» (p. 167). La explicación de
Lefebvre deja insatisfecho al lector. ¿Si se pueden agotar todos los aspectos
parciales, por qué no el flujo total?
A nivel político, este movimiento es el movimiento
revolucionario de la clase obrera. Sin él no sucede nada en la sociedad. Una
vez iniciado pasa por diversas fases, más o menos agudas o violentas -según la
estructura socio-política del país y la coyuntura general-, pero no puede
cesar.
«En la historia, los cambios de las fuerzas productivas
o de las técnicas han sido causas de transformaciones sociales y de sucesos (no
sin diversas mediaciones). A través de las ideologías, las luchas de clases han
sido las razones de las transformaciones. Con la llegada del proletariado,
causas y razones deben acercarse, hasta unirse en la superior racionalidad
social, lo que determina un salto cualitativo, ya que las contradicciones de
clase desaparecen en la unidad nueva, sin que no obstante las clases se
evaporen pura y simplemente» (p. 168). En el pensamiento de Marx, pues, el
movimiento no es -como en Hegel- algo especulativo que tiene como sujeto la
Idea; es praxis, y tiene como sujeto a la clase obrera.
El movimiento tiene dos aspectos: cuantitativo y
cualitativo. El cuantitativo es el crecimiento económico; el cualitativo, «el
desarrollo social (intensidad de la vida, actividad de las organizaciones que
sustituyen lo político por lo social a través de la democracia y su superación,
producción de obras espirituales)» (p. 169). Los dos aspectos no tienen
por qué ir al mismo paso, pero un desarrollo unilateral es siempre mutilado y
alienado. La burguesía puede producir y produce un crecimiento cuantitativo,
pero sin intervención de la clase obrera no marcha adelante el aspecto
cualitativo: no hay desarrollo.
El movimiento revolucionario marcha adelante. La teoría
le debe facilitar el camino, advirtiendo peligros y errores. El paso, de todas
maneras, es difícil, y a veces hay equivocaciones. La teoría política es la
teoría de este movimiento, y guarda con la práctica una relación que no es
siempre la misma: no es lógica, sino dialéctica. Puede incluso entrar en
conflicto con la práctica. La teoría ―que puede formularse en
programas― es importante, pero importa más un paso adelante en el movimiento
que una docena de programas.
b) La estrategia: Marx, dice Lefebvre, concibe
estrategias políticas, aunque el concepto de estrategia no llegó a ser
elaborado por él (es obra de autores posteriores, como Clausewitz y Lenin:
nótese que es la primera y la última vez que se menciona a Lenin en este
libro).
La estrategia es simplemente el estudio de por dónde hay
que conducir el movimiento revolucionario obrero. Ahora bien, esto indica que
el movimiento es encauzado y dirigido por unos hombres. Sin embargo, Lefebvre
no llega nunca a firmar esto con claridad, ni a negarlo rotundamente: permanece
en una ambigüedad que tiene toda la apariencia de ser intencionada. Sin
decirnos si hay alguien que dirige la estrategia, o si es el movimiento mismo
que por un interno y oscuro mecanismo predeterminado elige un camino concreto,
pasa a explicarlas posibles estrategias.
Primero aclara que Marx concibe diversas posibles
estrategias, pero teniendo en cuenta que las tácticas momentáneas están siempre
dirigidas al triunfo de la clase obrera y a la desaparición de la misma
política; si no se tiene esto claro –dice- se hace de Marx un Maquiavelo. Bajo
esta perspectiva se entienden bien las diversas posturas que tomó Marx frente a
los acontecimientos políticos de su tiempo, que no son incoherentes y
contradictorias como quieren algunos: cambia a menudo la estrategia, pero no el
fin.
Cabe preguntarse si todas las estrategias sirven para el
fin. 0, con términos más clásicos, si todos los medios son lícitos para
alcanzar el. fin. Lefebvre no lo afirma ni lo niega expresamente; otros muchos
marxistas han dicho que sí y lo han practicado. Si esta opinión común de los
marxistas es la interpretación verdadera de Marx -como parece- quizá no se
pueda tachar al marxismo de Maquiavelismo, pero sí de absoluta amoralidad,
aunque esta acusación no les haya importado nunca nada.
Según Lefebvre, en Marx hay tres estrategias posibles
para el movimiento revolucionario:
1) El movimiento reúne a la mayoría del pueblo y se
adueña sin violencia del poder, para llevar a la práctica sus objetivos
económicos y sociales.
2) El movimiento reúne a la mayoría del pueblo, pero
debe asaltar por la fuerza el poder, para arrancar a las clases dominantes sus
medios económicos y políticos.
3) El movimiento puede reunir sólo una minoría compacta
y enérgica del pueblo, que heroicamente da batalla a las clases dominantes.
La primera coyuntura es la de Inglaterra en la época de
Marx. «Para la clase obrera inglesa, sufragio universal y poder político son
sinónimos. Los proletarios constituyen la gran mayoría de la población. La
conquista del sufragio universal en Inglaterra significaría un progreso para el
socialismo, mayor que cualquier medida llamada socialista en el continente
europeo; esa conquista del sufragio universal tendría como consecuencia
inevitable la hegemonía política de la clase obrera» (de Marx en: New York
Daily Tribune, abril 1851; cit. en p. 176).
Parece que no es muy favorable a Marx este texto. Por
eso, Lefebvre para curarse en salud lo ha puesto con una breve introducción (y
evitando querer salvarlo directamente: sin disculpas explícitas), diciendo que
la hegemonía de la clase obrera -en esta primera estrategia- se realiza
«mediante la presión de una clase obrera potente y organizada, que impone su
hegemonía política gradualmente... Es la vía del reformismo económico y social,
vía que tiene sentido y que abre posibilidades, solamente si se aborda con la
energía propia de una revolución violenta» (p. 175).
Sin embargo, cualquier mediano conocedor de Marx sabe
que debajo de esto hay un problema espinoso que Lefebvre prefiere soslayar: a
Marx la argumentación de que el sufragio universal lleva al poder político a la
clase obrera le parecía evidente, porque según sus predicciones la sociedad
capitalista tendía necesariamente -en virtud de la ley de la concentración del
capital y del crecimiento y depauperación del proletariado- a escindirse en dos
grupos irreductibles: unos pocos burgueses que acababan poseyendo todo, y la
gran masa proletaria. Para Marx entonces la revolución era inevitable y la
victoria estaba asegurada al proletariado. De todas maneras, planteando así las
cosas, no hay inconveniente para un comunista en aceptar el sufragio, pues es
evidente que también por este camino la victoria sería un hecho descontado. Es
esa ley de la depauperación creciente que hemos citado -y que tantos
quebraderos de cabeza da a los teóricos marxistas- la que fundamenta todo este
proceso. Lefebvre ni siquiera la menciona, para caer de lleno en un reformismo
impreciso. No olvidemos esto y prosigamos.
La segunda y tercera estrategia serían las de Alemania y
Francia, respectivamente: la explicación que hace Lefebvre es breve y no
plantea ningún problema de interés. El partido obrero puede, pues, actuar en
cualquier circunstancia: de ahí el término revolución permanente que
emplea Marx, y que no quiere decir -matiza Lefebvre- violencia continua, sino
presión permanente del proletariado.
¿En base a qué criterio se tomarán las decisiones
estratégicas?: en base a un análisis de la estructura social, una valoración de
la coyuntura, y un conocimiento crítico del Estado: así, un Estado potente y
burocrático sólo podrá ser derribado por la fuerza; uno más débil, por la vía
reformista; etc.
Lefebvre plantea ahora el problema de la realidad
nacional. Aunque Marx no ha afrontado sistemáticamente este tema, hay múltiples
análisis suyos. A modo de resumen se puede decir, en opinión de Lefebvre, que
en Marx el movimiento supera el ámbito nacional, pero que a efectos de
estrategia hay que tener en cuenta a la nación.
«El crecimiento económico, la extensión a escala mundial
del mercado, de la industria, de la técnica, tienden necesariamente a superar
las naciones. El desarrollo social, animado por el proletariado, se añadirá a
esta condición económica necesaria, y bastará para llevar a cabo esta tarea
histórica» (p. 179).
«Si la lucha del proletariado contra la burguesía no es
nacional por su contenido (histórico, social, práctico), lo es sin embargo por
su forma (política)» (pp. 179‑180).
Para aclarar definitivamente el aspecto de ambigüedad
que -según Lefebvre- hay en estas tesis capitales de Marx, estudia las Notas
marginales al programa del partido obrero alemán (escrito de Marx que
Lefebvre considera como su testamento político). Aquí se verá si esa ambigüedad
es real; si es fruto de su polémica contra el izquierdismo en el movimiento
revolucionario (que querían aniquilar la nación) y el derechismo (que la
conservaba), etc.
En Notas marginales... -obra que no estaba
destinada a la publicación- Marx critica el programa del partido obrero alemán,
que era en el fondo lassallista, más que marxista. Lassalle -dice
Lefebvre- era un revolucionario no‑cíentífico, que unía una fraseología
radical con un empirismo y oportunismo político. No entiende nada de la teoría
del valor‑trabajo y de la plusvalía. Quiere construir una nueva sociedad
como se construye un ferrocarril: con préstamos del Estado. Busca sólo
distribuir la renta según un derecho de igualdad, sin comprender que el derecho
es burgués y por tanto injusto por naturaleza: sólo hay derecho mientras hay
penuria que repartir; hay que Regar a la fase de la abundancia: allí ya no es
necesario el derecho; y esto lo olvida Lassalle. Pero sobre todo, el mal de
este demagogo -no ahorra adjetivos Lefebvre- está en que no entiende el
problema del Estado: plantea la lucha obrera sólo en el ámbito nacional, y dice
que el partido obrero milita por la libertad del Estado, considerándolo (al
Estado) como ente autónomo y por encima de la sociedad. Por tanto, lo único que
quiere es mejorar esta máquina, reclamar que el pueblo debe controlarla, sin
darse cuenta de que lo que hay que hacer es cambiarla radicalmente: de órgano
superpuesto a la sociedad a órgano subordinado a esa sociedad. Este paso se
hace a través de un periodo de transición: los males no desaparecen por razones
morales, como por encanto, cuando el proletariado se hace con el poder: es
preciso -dice Marx- que las fuerzas productivas permitan superar esas
condiciones a través de un enorme aumento de la producción; y en lo político
superar la democracia destruyendo el Estado: «dictadura revolucionaria del
proletariado, ampliación de la democracia, languidecimiento del Estado,
superando el mismo Estado democrático, son tres aspectos de un único movimiento:
el movimiento de la Revolución» (p. 189).
Por tanto, la Revolución comporta el fin del Estado.
Entre Estado y Revolución hay como una relación dialéctica, contradicción y
unidad, superación a través de una negación, que es el periodo transitorio: la
dictadura del proletariado. Este periodo no tiene como único objetivo la
destrucción del Estado: es la total disolución de lo político dentro de lo
social. La sociedad debe reconquistar la racionalidad que le quitó el Estado
burgués y desarrollarla.
Marx destinó estas consideraciones a los dirigentes del
partido obrero alemán; no se sabe si tema esperanzas de que le oyeran, o si se
había dado cuenta de que no estaban a la altura teórica requerida. Al final
estampó la siguiente frase: Dixi et salvavi animam meam.
Conserva, pues, Marx en lo político su tesis capital: la
Revolución comporta la destrucción del Estado, a través de una etapa
intermedia: la dictadura del proletariado.
En las páginas dedicadas a las conclusiones, Lefebvre
nos dice primero lo que ha pretendido en este libro, y desarrolla después un
punto que ha insinuado varias veces a lo largo de las páginas anteriores la
validez actual de Marx. Empecemos por el primer punto:
«Nuestro programa se articulaba en dos puntos:
a) Poner de relieve los conceptos fundamentales
elaborados por Marx a partir de la filosofía alemana (Hegel), de la economía
política inglesa (A. Smith, Ricardo), del socialismo francés (Saint‑Simon,
Fourier, Proudhon): una elaboración que no ha seguido la vía del colecticismo y
del sincretismo, sino la de la crítica radical de la filosofía, de la economía
política, del ideal socialista. Y ya que las concepciones alcanzadas por
los predecesores de Marx estaban limitadas por la estrechez de sus perspectivas
y de sus horizontes, nacionales e individuales, se trataba de demostrar cómo la
crítica radical se sitúa en las lagunas de estas concepciones, las une y las
agranda, rompiendo sus límites. Se trataba entonces de mostrar la génesis de
conceptos nuevos (praxis, sociedad y relaciones sociales, revolución, etc.),
como también de sus conexiones con el conjunto (totalidad), por medio de la
negación, o sea de la superación» (pp. 193‑94).
Es decir, se trataba de ver el pensamiento marxista en
su globalidad, prescindiendo de interpretaciones personales, y haciendo ver sus
raíces en otros autores y corrientes de pensamiento.
b) «No nos proponíamos encontrar en Marx textos
fragmentarios que confirmaran tal o cual concepción ulterior de la sociología
como ciencia particular (especializada), sino de descubrir un proyecto que
responde a la concepción hoy admitida de esta ciencia (parcelaria), y de
encontrar, por consiguiente, el método, el campo, el objeto de una sociología»
(p. 194).
Más adelante nos detendremos a ver si Lefebvre ha
conseguido alcanzar estos dos puntos que se proponía. Pasemos ahora al tema de
la actualidad de Marx:
«Nos queda ahora explicitar y verificar una proposición
implícita en todo lo anterior: el pensamiento de Marx no basta para el
conocimiento del mundo actual, pero es necesario. Es necesario partir de él,
continuar la elaboración de los conceptos fundamentales, afinarlos,
completarlos, añadiendo otros conceptos siempre que sea necesario» (p. 194).
Sigue diciendo que para un numeroso grupo de gente, la
obra de Marx sólo tiene el interés histórico de haber sabido expresar los
anhelos del s. XIX. Estos críticos –dice- son de dos tipos: neoliberales y
tecnócratas.
- Para los neoliberales el movimiento es un proceso
demasiado amplio para que pueda ser completamente conocido y dominado. Hay que
dejar obrar a las fuerzas que operan en el seno de la sociedad, interviniendo
sólo para remover obstáculos. La dificultad radica' en opinión de Lefebvre, en
que no hay un criterio claro para decir lo que es una fuerza positiva que hay
que dejar, y lo que es un obstáculo.
- Los neopositivistas o tecnócratas quieren organizar la
sociedad a base de ciencia (una especie de ingeniería social). ¿Quién realizará
esta tarea? El Estado, y dentro de él, el grupo de tecnócratas. ¿Pero
conseguirá hacerlo, a pesar de su división interna entre tecnócratas del sector
público y del sector privado? ¿No introduce esta división una nueva
contradicción dentro del Estado?
Ya están, pues, expuestos y criticados estos opositores.
Sin embargo, hay todavía otra cuestión que es cierta: que la sociedad ha
cambiado mucho desde los tiempos de Marx. Ante este cambio la gente está
desorientada y trata, en vano, de aferrar cuál es el rasgo distintivo dé este
nuevo mundo. Lefebvre pasa revista rápida a estos intentos (los que definen la
sociedad por la creciente industrialización, el consumo, el tiempo libre, la
urbanización, etc.) y concluye en que son imprecisos, erróneos o superficiales.
El peligro radica entonces en quedarnos en una incertidumbre escéptica. De ahí
hemos de salir partiendo de la obra de Marx y siguiendo su hilo conductor: la
noción de superación. Entonces, pueden hacerse preguntas más precisas, que son
las que comienzan a configurarnos el futuro de la sociedad: ¿es posible que los
países socialistas avecinen su praxis a las ideas de Marx sobre la libertad, la
Revolución, etc.? ¿Puede irse extinguiendo el Estado en los países socialistas?
Y en los países capitalistas ¿puede continuar la socialización de la sociedad
sin destrozar el capitalismo? ¿Podrá alcanzar el desarrollo cualitativo al
cuantitativo?
Estas son las preguntas que Lefebvre deja abiertas:
preguntas que pone la situación actual y que ―a su juicio― hay que
responder dentro de las líneas maestras trazadas por Marx, desarrollando más
estas líneas, cuando sea necesario. Como se ve, Lefebvre queda preso dentro de
los problemas de Marx. No se le ocurre, ni siquiera, plantear otras preguntas
que se salgan de las coordenadas marxistas.
Esta obra es, como ya indica su título, un intento de
hacer sociología basada en el pensamiento de Marx. Por tanto, Marx es la
autoridad que no se discute: simplemente se expone y se intenta completar en
los puntos que no trató.
Para juzgar sobre el valor técnico y metodológico del
libro nos hemos fijado en tres puntos fundamentales que parece dan la clave de
la solidez interna y de la coherencia de esta obra.
El primero de estos puntos es juzgar si ha conseguido
los objetivos que se propone: estos objetivos, según palabras del propio autor,
son dos y han sido expuestos con amplitud al inicio del resumen de las
Conclusiones.
a) Poner de relieve los conceptos fundamentales
elaborados por Marx. Es decir: un resumen de la teoría marxista.
Se puede decir que Lefebvre cumple satisfactoriamente
este primer objetivo, y ofrece un buen resumen del marxismo. Están sobre todo
bien estudiados los conceptos de praxis y de ideología; hay algunas
imprecisiones, ya señaladas, en la exposición de la sociología política. Bajo
la apariencia de capítulos aislados, se descubre que el libro en el fondo está
bien trabado; y el orden de los capítulos, elegido con acierto. La exposición,
a fuerza de sintética, parece a veces oscura y, con frecuencia, categórica y
apriorística; pero hay que tener en cuenta que Lefebvre no inventa: resume. Un
conocedor del marxismo apreciará esta obra como una exposición a alto nivel del
pensamiento de Marx. En cambio alguien que quiera estudiar por vez primera el
marxismo -y más aún, la sociología marxista- a través de esta obra, encontrará
notables dificultades en su lectura.
Parece interesante recordar ahora la idea que se expone
varias veces a lo largo del libro, sobre la necesidad de completar a Marx en
los puntos que éste deja abiertos. ¿Qué hace Lefebvre en este sentido?
Sinceramente, poca cosa: la distinción praxis‑poiesis del capítulo
segundo podría ser interesante en este sentido. Sin embargo, resulta curioso
comprobar que ni el mismo Lefebvre se sirve de ella en las páginas siguientes.
Al hablar de los niveles de la praxis, afirmando su
fidelidad al fondo del pensamiento marxista, introduce una división
(repetitivo, mimético e inventivo), con la intención de superar el esquema -más
clásico dentro del marxismo- que distingue entre base, estructura y
superestructura. El brevísimo espacio que da Lefebvre a este tema impide
también en este caso poder valorar con suficientes elementos de juicio la
importancia de esta aportación. Nuevamente ocurre aquí lo que ya hemos señalado
para la distinción praxis‑poiesis: que no se vuelve a recoger el
argumento en el resto del libro, y el lector se queda con la misma impresión
que en el caso anterior: se trata de una aportación ingeniosa de importancia
secundaria, y quizá no muy elaborada.
b) El segundo objetivo de Lefebvre es descubrir -basado
en las ideas de Marx- el objeto, el método y el campo de la sociología: desde
la «filosofía marxista», intenta poner las bases de la sociología.
Desde un punto de vista estrictamente metodológico, el
proyecto es inteligente. Contra una mal entendida autonomía de la Sociología,
basada en el positivismo del s. XIX, hay que decir que es más coherente y más
fecunda la postura de fundar la sociología sobre unos presupuestos filosóficos,
que previamente nos hayan aclarado cuál es la naturaleza de la sociedad y de
los fenómenos sociales, qué características -libertad, racionalidad- tiene el
obrar humano, etc., que permitan decidir cuál es la metodología más apropiada
para estudiar hechos de esa naturaleza. Sin conocer los fenómenos que se van a
estudiar, es muy difícil acertar con el método y las técnicas adecuadas para
analizarlos.
Una cuestión completamente diferente es que Lefebvre
toma el marxismo por la filosofía verdadera: éste es el error de fondo que le
lleva a continuas deformaciones.
Una de estas deformaciones, que aparece a menudo
en esta obra, es la utilización de un esquema arbitrario de la historia. Para
Lefebvre -como para Marx-, evolución histórica es lo mismo que progreso. Esta
idea, que proviene del optimismo histórico del Siglo de las Luces, fue
elaborada con más perfección por Hegel, de quien la recibe Marx. Al aplicar la
dialéctica de la historia se llega a la conclusión de que el momento presente
contiene de alguna manera todo el pasado; por tanto, al conocerlo -y al
superarlo- conocemos -y superamos- todas las etapas anteriores. Es probable que
de ahí surja la ligereza con que hablan de la historia, y las simplificaciones
un poco burdas que hacen al referirse a las edades Antigua y Media [5].
Podemos ilustrar brevemente estas afirmaciones con algunos ejemplos tomados de
la obra que nos ocupa. En la página 84 dice: «el nacimiento de las grandes
religiones acompaña la consolidación del Estado, la formación de las naciones,
los antagonismos de clase». El lector se queda, sin duda, un poco desconcertado
ante la disparidad enorme de hechos y datos que se incluyen en esa afirmación.
¿Cuáles son esas grandes religiones? Ordinariamente el racionalismo designa
bajo este nombre la religión judía, la cristiana y la musulmana. Poniendo en
Moisés el origen de la religión judía, tenemos una diferencia de cerca de dos
mil años entre estas tres «grandes religiones». Y prescindiendo del judaísmo,
son seiscientos los años que separan a Cristo de Mahoma. En este espacio de
tiempo han sucedido, sin duda, muchas cosas, pero a pesar de todo es difícil
decir que es la época en que se forman las naciones; tradicionalmente se suele
fechar esta formación de las naciones -un poco arbitrariamente, es cierto- en
torno a los siglos XV y XVI. Y sobre la relación entre religión y antagonismos
de clase, basta remitirse a lo que dice Lefebvre al comienzo del capítulo IV (p.
97): que antes de la sociedad capitalista no puede hablarse de lucha de clases,
aunque haya algunas oposiciones y conflictos.
Otra aplicación frecuente de ese esquema histórico
arbitrario consiste en unir la religión a los tiempos primitivos o feudales, con
lo que queda ya descalificada y reducida a la categoría de residuo de épocas
antiguas que hay que eliminar cuanto antes. Ciertamente, para que esta
argumentación cause efecto, primero hay que introducir esas ideas del progreso
indefinido, del curso irreversible de la historia, etc. Hecho esto, se trata
simplemente de adscribir la religión a las etapas primitivas; después el lector
sacará la conclusión por su cuenta. Lefebvre se sirve también numerosas veces
de este procedimiento, casi siempre sin detenerse demasiado en el tema.
Antes de terminar con este primer punto de crítica,
conviene observar que, si bien el intento de Lefebvre de basar la Sociología en
la Filosofía tiene más consistencia teórica que las ideas positivistas, en esta
obra no consigue llevarlo a la práctica, al menos hasta el punto que querría su
autor: pretende indicar el método, el campo y el objeto de la Sociología, pero
un trabajo de ese tipo requiere afinar y precisar en las definiciones y
distinciones, descender mucho al detalle. Concluyendo este primer balance,
podemos decir que La Sociología de Marx consigue ser un resumen bien
hecho, quizá excesivamente sintético, de los aspectos centrales del pensamiento
marxista.
Un segundo tema para valorar este libro es juzgar si el
pensamiento de Marx ha sido expuesto sin deformaciones: en general puede
decirse que el libro, en su conjunto y en sus puntos centrales, es fiel a Marx.
Sin embargo, se pueden notar los siguientes aspectos (algunos ya apuntados en
páginas anteriores) en que Lefebvre parece separarse de una fiel y directa
exposición del marxismo:
a) En las predicciones de Marx sobre el futuro de la
sociedad: es sabido que Marx no quiso nunca descender a muchos detalles en este
tema, pero llegó a afirmar que el capitalismo estaba condenado a su fin, dado
que las grandes empresas tendían a unirse, hundiendo a las pequeñas que no
podían hacer frente a su competencia: así los artesanos, pequeños propietarios
y comerciantes, etc., se arruinaban y pasaban a engrosar las filas del
proletariado, que además de crecer en número, aumentaba en miseria, ignorancia,
etc. A partir de ahí, Marx explicaba las revoluciones. Es evidente que este
proceso descrito por Marx no se ha dado, y a menudo se le ha echado en cara al
marxismo este error [6].
Como ya señalamos en su momento, Lefebvre evita afrontar directamente el
problema.
Llegados a este punto, es difícil no enjuiciar el
marxismo, aunque sea de manera rapidísima, a la luz de los resultados de su
realización histórica. Para cualquier teoría, en los campos más diversos del
saber, la aplicación práctica es una piedra de toque importante y, en algunos
casos, decisiva. Pero el marxismo tiene además la pretensión, mil veces repetida
desde Marx a nuestros días -también por Lefebvre-, de ser un pensamiento‑praxis,
en el que la teoría refleja la realidad a la vez que revierte sobre ella
creándola, logrando justificarse y demostrar su validez y veracidad en el éxito
de su proceso histórico de realización. En las primeras páginas del capítulo
dedicado a la praxis, Lefebvre afirma repetidas veces, con palabras casi
textuales de Marx en su 2ª Tesis sobre Feuerbach, que el problema de si
es posible un conocimiento verdadero, o la pregunta sobre la realidad o no‑realidad
de un pensamiento, son cuestiones aisladas de la práctica y meramente
escolásticas; que la veracidad o falsedad de un conocimiento se mide en la
práctica. La praxis marxista tiene, en efecto, más que cualquier otra
concepción de la vida, la pretensión de mostrar su veracidad al hacerse en la
historia. Podemos entonces preguntarnos: el marxismo, al realizarse, al medirse
en la práctica, ¿se ha revelado como verdadero y eficaz o como falso?
Observando la realidad lo más desapasionada y objetivamente posible es difícil
encontrar una teoría cuyos resultados estén tan lejanos de sus principios
teóricos. No es necesario recordar aquí algunos detalles sobre las sucesivas
fases leninista, stalinista y poststalinista de la vida en la URSS y demás
países con régimen político inspirado en Marx, y que son de sobra
conocidos [7]. Es
una realidad que ha entrado en la rutina de la información diaria y ya no
sorprende; pero es también -y sobre todo- una prueba más (no la de mayor
importancia) de que nos encontramos ante un tremendo engaño. No son suficientes
las excusas aducidas sobre traiciones internas, o sobre enemigos externos que
exigen una continua situación de vigilancia. Después de casi sesenta años de
aplicar los principios de Marx, la historia -a la que ellos se han remitido-
puede ya ir comenzando a emitir su juicio sobre la eficacia de la praxis
marxista: como instrumento de poder de un grupo reducido sobre la mayoría de un
pueblo, la valoración de la historia puede ser positiva; como liberación de la
opresión y solución de los problemas del hombre, dará sin duda un veredicto
severo.
b) Se nota también en Lefebvre una cierta ambigüedad -ya
señalada- al tratar el tema del determinismo. A esto hay que unir algunas
afirmaciones sueltas a lo largo del libro (por ej., lo referente a que la
ideología puede impedir el tránsito al socialismo) que palian un poco el
apriorismo materialista y determinista. De esta manera, conservando los
elementos centrales del marxismo, se hace una presentación más atrayente de
esta doctrina, pues se ocultan algunas quiebras llamativas (que no son, de
todas maneras, las más importantes), y se liman asperezas y brusquedades que
podrían poner en guardia a un lector intelectual, a quien sin duda va dirigido
este libro.
c) La ausencia de Lenin es elocuente, sobre todo
teniendo en cuenta que aborda temas donde su autoridad marxista -teórica y
práctica- es reconocida universalmente: por ejemplo, todo lo que se refiere al
Estado y a la Revolución.
Además, Lefebvre ni siquiera polemiza con él: lo ignora.
Sin embargo, se detiene a discutir con autores como Lukacs, importante sin duda
como filósofo, pero de segunda fila como político en comparación con Lenin.
Este hecho confirma en la idea que se desprende del conjunto de la lectura de
este libro: estamos ante un teórico, más que ante un revolucionario; Lefebvre
no parece ser un «hombre de praxis», y no da importancia a la persona que ha
conducido la Revolución a la victoria: esto, para un marxista, no deja de ser
una incoherencia.
El tercer punto por el que vamos a juzgar la solidez
científica de esta obra, es el de la defensa que hace del marxismo ante las
críticas posteriores: no hay duda de que el marxismo ha recibido numerosas y
duras críticas. Las más importantes son las que van a la raíz de su
planteamiento, pero es lógico que Lefebvre no pueda -ni quiera- salir al paso
de ellas en un libro concebido para difundir a Marx entre profesores de
secundaria y de universidad, intelectuales, etc., de la Europa occidental. Sin
embargo hay también puntos de menor trascendencia, pero de eficacia práctica
-aplicaciones prácticas de la concepción de fondo-, donde el marxismo ha sido
atacado con firmeza. Lefebvre no lo ignora y, en algunos casos -habitualmente
de manera indirecta-, intenta salir al paso de algunas de estas críticas.
Concretamente, después de exponer la noción de
ideología, esboza una débil defensa -prácticamente se limita a negar, sin más-
de la acusación que algunos autores -Mannheim, por ej.- han hecho al marxismo
de ser él también una ideología como otra cualquiera, que se explica con las
circunstancias socioeconómicas de la época de su nacimiento.
También cabría esperar de estos autores marxistas
contemporáneos que completen a Marx en los puntos más débiles y de mayor
interés, donde éste no ha podido desarrollar su pensamiento hasta el fin: y
aquí, sin duda, uno de los temas más interesantes es el de justificar cómo va a
ser posible la futura sociedad comunista. No se les pide un esquema detallado
de esa sociedad, que no pueden dar, sino una justificación, un porqué más
racional de esa «bondad» natural que reinará entre los ciudadanos comunistas.
En resumen, que justifiquen -que demuestren, como correspondería a un
socialismo «científico»- que el comunismo no es una utopía romántica de un
soñador decimonónico. Lefebvre, es evidente, conoce esta crítica, y alude
algunas veces al tema, pero no lo afronta nunca con decisión. Para un Autor que
insiste tanto en que hay que completar a
Marx, esta laguna es de notable importancia.
En definitiva, nos encontramos ante un libro que recoge
las principales ideas marxistas -sin discutirlas nunca, dilucidando las
discrepancias que se plantea con otros intérpretes y comentaristas a base de
recurrir directamente a los textos de Marx-, presentándolas sin aportaciones
sustanciales y de la manera que considera más adecuada para atraerse a los
intelectuales de determinado ambiente de nuestra época. Sin temor a errar,
podemos decir que estamos ante una buena obra de la escolástica marxista.
Un juicio de fondo a esta obra sería un juicio a todo el
pensamiento de Marx, dado el carácter de síntesis del marxismo que tiene el
libro [8].
Conviene sin embargo señalar algunos puntos de fondo, que en Lefebvre tienen
una importancia especial.
La praxis: a ella dedica, y no por azar, el primer
capítulo de su libro. Y es que para el marxismo en general, y en particular
para la presentación que hace Lefebvre de él, el concepto de praxis es
básico [9].
Para la filosofía del ser, y para el conocimiento intelectual espontáneo, la
verdad es algo que, ontológicamente, está en las cosas; y, desde un punto de
vista lógico, ha sido clásicamente definida como adaequatio intellectus ad
rem: es la inteligencia humana la que tiene que conformarse al objeto,
captando la verdad (inteligibilidad) que hay en él. La verdad, por tanto, es
algo que nos viene dado. Para el marxismo -que es una forma de la filosofía de
la inmanencia- esto es al revés: es el objeto el que, de alguna manera, debe
ser adecuado a la mente, pues para un marxista la verdad no puede venir dada:
esto le repugna, porque le haría sentirse dependiente de algo externo a él; le
haría ver que no es él ―el hombre― quien hace y pone todo. Entonces
el marxista dice que la verdad no nos viene impuesta, sino que la hace, la produce,
la fabrica el hombre. Ahora bien, ¿con qué criterio puede decirse que eso que
hace es verdad o mentira? O, dicho con terminología marxista, ¿qué distingue la
praxis verdadera de la falsa? Su eficacia práctica. ¿Eficacia práctica con
respecto a qué fin? Sin duda con respecto a la Revolución total, que libera de
toda alienación, de todo límite, que conduce a la «autorrealización» colectiva
del hombre. Y ese fin ¿cómo ha sido determinado? No por una deducción
intelectual, pues no hay ningún principio supremo del que pueda hacerse esta
deducción; simplemente ha sido puesto por un acto voluntario del marxista, por
una voluntad de poder, a la cual se añade luego una cierta justificación
teórica.
Observando al marxismo desde este punto de vista se
capta bien la unidad que hay entre diversos aspectos centrales de la obra de
Marx: el ateísmo radical, el «humanismo», la praxis, la teoría del
conocimiento... Todo tiene unidad, y está puesto al servicio de un fin: la
exaltación del hombre, que no quiere depender de nada ajeno a él, que quiere
ser el creador de todo cuanto existe.
Se explica fácilmente que el ateísmo no sólo sea algo
consustancial al marxismo, sino también su primer presupuesto Si Dios existe,
el hombre ya no puede ser el autor y el fin de todo, y toda la construcción de
Marx se revela edificada sobre un error. Por tanto, lo primero que hay que
hacer es criticar la religión. Sin embargo, quizá por considerar ya hecha esta
crítica, o por no aparecer ante el lector como hombre excesivamente intransigente,
Lefebvre no se entretiene demasiado con este tema, y cuando tiene que tratarlo,
se desembaraza de él con un plumazo, considerando la religión como algo
simplemente superado y cuya desaparición no deja ningún material útil para
construir las etapas posteriores de la historia. Se puede decir que más que un
antiteísmo rabioso, encontramos en Lefebvre un ateísmo radical y frío, que
juzga saber lo que es el cristianismo y lo desprecia: es el «ateísmo positivo».
Este nos parece que es el cimiento desde el que Lefebvre
construye su libro. No es de extrañar que, con semejante raíz, el resto de la
obra (caps. II-IV) abunde en afirmaciones incompatibles con la doctrina
católica. Recogemos a continuación algunas más señaladas.
1. La religión es incluida entre las ideologías: para
Lefebvre no es más que una formación nebulosa surgida del cerebro de los
hombres, reflejo mutilado y deformado de la realidad, consecuencia aberrante
del estado de miseria e ignorancia de los hombres (cfr. las primeras páginas
del capítulo tercero).
2. El hombre es reducido a su aspecto biológico: no es
más que un conjunto de necesidades que buscan satisfacción.
3. La historia que hacen esos hombres no puede ser más
que la reseña de los diversos modos de satisfacer esas necesidades, y la lucha
entre los hombres para apoderarse de los objetos necesarios para esta
satisfacción de necesidades; objetos que se producen en número inferior al
requerido.
4. Ausencia total de ética: decíamos antes que el hombre
pone el fin al que debe dirigirse; y que nada le viene dado, ya que no hay ni
un Creador ni un orden natural: todo es fruto del hombre. No tiene, pues, que
sujetarse a nadie, ni respetar nada ajeno a él. Como marxista, Lefebvre propone
una teoría inmoral, porque todo le parece lícito para conseguir el triunfo de
la Revolución. Esta es la enseñanza que se desprende de la presentación de
Lefebvre sobre las tácticas que pueden seguirse para implantar el comunismo.
En definitiva, cualquiera que sea la opinión sobre la
«ortodoxia marxista» de esta obra, está claro que mantiene los suficientes
puntos fundamentales del marxismo para hacerle merecedor del mismo juicio
doctrinal que éste ha suscitado ya de parte del Magisterio de la Iglesia.
M.C.
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[1] Para tener una visión más completa de este problema, véase la recensión a la obra de LUKACS: Historia y conciencia de clase.
[2] Esta subdivisión del capitulo no está señalada en el libro.
[3] Remitimos a la recensión de Historia y conciencia de clase, de G. LUKACS, donde este tema está tratado con más amplitud.
[4] Si Lefebvre se limitara a afirmar que la economía política, junto a principios científicos incluye también principios de orden filosófico y moral, estaríamos de acuerdo con él. Sin embargo, no parece objetivo decir que la economía predica la abstinencia; en este caso, Lefebvre busca la paradoja que hace efecto, pero no es objetivo.
[5] G. Lukacs, uno de los mayores teóricos del marxismo, ha reconocido esta ignorancia de la historia y estas simplificaciones que aparecen a menudo en los autores marxistas, y ha propuesto como uno de los objetivos más importantes de investigación, el estudio del pasado histórico (vid. la Recensión a Historia y conciencia de clase).
[6] Desde un punto de vista sociológico puede verse, por ejemplo, la aguda crítica que hace R. DARENDORF a este aspecto del marxismo, en su obra Soziale KIassen und Klassenkonflikt in der industriallen GeselIschaft, Ferdinand Enke Verlag, Stuttgart, 1957. (Hay una edición castellana de esta obra, publicada por ediciones Rialp, Madrid).
[7] Puede encontrar el lector una sucinta, pero lúcida crítica del marxismo desde esta perspectiva, sin salirse de esta obra, acudiendo a la Recensión a la obra de Marx, Tesis sobre Feuerbach.
[8] Junto a la Introducción general a estas recensiones ―con la critica a los elementos básicos del marxismo? es útil consultar también las recensiones a: Historia y conciencia de clase (de G. Lukacs), próximo a Lefebre por su carácter teórico y filosófico; El Estado y la Revolución (de Lenin), con el que coincide más en el tema; en este caso hay que tener presente que aunque Lefebvre no se apoya en Lenin, lo debe conocer bien, y es notoria la coincidencia entre ambos autores en los puntos fundamentales. Por último, en la recensión a El Capital, aparecerán también, más ampliados, todos los temas que toca Lefebre.
[9] Para este punto es muy útil acudir a las Recensiones de: Tesis sobre Feuerbach ―del propio Marx― y Acerca de la Práctica de Mao Tsé‑Tung.