Estructuralismo
y Marxismo
Editorial
Grijalbo, México, 1970. 1.ª edición, 155 pp.
Es un volumen formado por los ensayos de cuatro
autores marxistas, de los cuales los más conocidos son H. Lefebvre —de numerosa
y difundida obra—, uno de los pensadores marxistas «ortodoxos» más destacados
de Francia y A. Sánchez Vázquez —filósofo mexicano nacido en España—, Profesor
de Estética y Filosofía Contemporánea en la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM). Los dos restantes son Nils Castro, panameño, director de la
Escuela de Letras de la Universidad de Oriente (Cuba), y Romano Luperini,
profesor de Literatura Italiana Moderna y Contemporánea en la Universidad de
Pisa (Italia).
Los ensayos son de valor desigual. Quizá el de mayor
coherencia, solidez y hondura desde la común perspectiva marxista de todos los
autores sea el de Sánchez Vázquez, centrado en la temática del método
histórico. Lefebvre, por su parte, afirma (apologética y categóricamente) a
Marx para negar al estructuralismo in genere. Las recensiones que a
continuación siguen son de los trabajos de estos dos autores. Basta señalar, en
relación al binomio restante, que Luperini centra su análisis en la lingüística
y Nils Castro hace una summa difusa. El aporte de «tono menor» en el contexto
del volumen es el de Nils Castro: carece de claridad expositiva y de orden
sistemático.
El denominador común de todos los ensayos es la condena
del estructuralismo como ideología en el sentido marxista. Al negársele
condición «científica» y catalogársele como «ideología» son aplicables al
estructuralismo todas las críticas que el marxismo «ortodoxo» plantea en la
crítica a la filosofía al referirse a la alienación filosófica (Vid. Introducción
General a las recensiones).
Aunque poseen una unidad intencional, teleológica y
temática —explícitamente señalada en la Nota preliminar de la editorial
(pp. 7‑8), cuando se dice que «tomando en cuenta sobre todo la atracción
que el estructuralismo ejerce en ciertos marxistas importantes actuales» (p.
7), es necesario «esclarecer las verdaderas relaciones entre marxismo y
estructuralismo» para, delimitando su ámbito, «eliminar del marxismo elementos
extraños o integrar en él lo que, concordando con su verdadera naturaleza,
permita fecundarlo» (p. 7)—, cada uno de los ensayos principales merece una
consideración a se.
Forma, función y estructura en «El Capital», de H. Lefebvre, y
Estructuralismo e Historia, de A. Sánchez Vázquez.
Como señala la editorial en su breve nota preliminar, el
ensayo de H. Lefebvre Forma, función y estructura en «El Capital», apareció
originalmente en el núm. 7 (París, 1968) de la revista francesa L´Homme et
la Societé y fue traducido especialmente para la edición de Estructuralismo
y Marxismo; Estructuralismo e Historia, de A. Sánchez Vázquez —aunque
apareció originalmente en el volumen colectivo Conciencia y Autenticidad
Histórica (Escritos en Homenaje a O’Gorman), UNAM, México, 1968— fue
publicado con «Para el estructuralismo histórico», de Nils Castro, y «Las
apodas del estructuralismo y la crítica marxista», de R. Luperini, en La
Habana, en el núm. 55 de la revista Casa de las Américas.
Vol.
cit., pp. 9‑39.
El trabajo está dividido en cinco partes: I.‑Análisis
estructural y marxismo (10‑15); II.‑Estructura del devenir
(esquema diacrónico) (16‑21); III.‑Estructura de la sociedad
(esquema sincrónico) (22‑24); IV.‑El valor de cambio (25‑30),
y V.‑Estructura del capitalismo (31‑39).
I. Análisis
estructural y marxismo
Para Marx el devenir es devenir histórico y crea —en la
naturaleza, en la sociedad, en el conocimiento— «seres», unidades estables
dotadas de equilibrio interno. Estos son provisionales (no definitivos) como
«momentos» del devenir. Conocerlos equivale a explicar su génesis por el
devenir histórico. «Poner el acento sobre la estabilidad, sobre la permanencia,
es lo opuesto al método marxista» (p. 10). En el devenir coexisten estructuración
y destructuración. «Las fuerzas que habrán de disolver las estructuras o
las que, al romperlas, habrán de producir la estructuración, actúan desde el
comienzo en el seno de los equilibrios, en la entraña misma de las estructuras»
(p. 11). Por eso, las estructuras nunca pueden consolidarse y afirmarse. «Lo
negativo opera y trabaja en el seno de lo positivo. Lo posible no es exterior a
lo real, ni lo futuro a lo actual, sino que están ya presentes y activos. Es lo
que hace la historia. En la sociedad como en la naturaleza hay gérmenes que
llevan consigo el porvenir; o virtualidades que se liberan según las
coyunturas» (p. 11). (Todos los subrayados en contexto de cita son del autor
analizado).
Lefebvre señala todo lo anterior como paso previo a
afirmar que el método dialéctico de Marx, tiene en cuenta los elementos de lo
real en su totalidad. En su criterio, la interpretación cartesiana del devenir
desvirtúa el método marxista en cuanto disocia lo que éste pone en relación
dialéctica: estructuración-destructuración, estructuras-coyunturas. El lastre
cartesiano es lo que ha impedido en Francia que el marxismo haya sido asimilado
en su pureza: «Las tradiciones ideológicas que han favorecido en Francia la
introducción del marxismo han limitado su comprensión» (p. 12).
Menciona Lefebvre, como ejemplo de la corruptela
cartesiana del método dialéctico, los casos de Sartre y Lévi‑Strauss. En
su opinión, Sartre —quien en su Crítica de la Razón Dialéctica se dice y
se cree marxista— está muy lejos de ser un seguidor de Marx, pues pretende
encontrar la visión del devenir histórico como la actividad de las
«intersubjetividades». Lévi‑Strauss, considerándose también marxista, no
lo es, porque cuestiona la historia, llegando sus seguidores a negar el devenir
y la historicidad. Para Lévi‑Strauss, según Lefebvre, no habrá más que
estructuras mentales y sociales invariantes, cambiando sólo la relación de los
elementos que las integran. Para Lévi‑Strauss «lo inteligible es, en
última instancia, lo permanente» (p. 13).
Para Lefebvre, Marx utilizó tres nociones fundamentales:
estructura, forma y función. Ninguna de tales nociones priva sobre las
demás. Si esto ocurriera, las restantes nociones se desvanecerían en favor de
la privilegiada. Conceder a una de esas nociones un prius, necesariamente
conduce a la ideología en sentido marxista. Por lo tanto, se prostituye el
conocimiento científico (en sentido marxista). «Se opera —dice Lefebvre—
una reducción del conocimiento que le mutila al hacerlo unilateral; en
esas condiciones, sólo capta una parte de la realidad» (p. 3). Tal reducción
implica una extrapolación. «Se pasa de la parte al todo, de lo
relativo a lo absoluto. Esta operación de doble cara, reducción‑extrapolación,
conduce a una ideología en el sentido de Marx. El funcionalismo es una
ideología. El formalismo es una ideología. El estructuralismo es una ideología.
Con el funcionalismo se oscurecen las formas y las estructuras; su análisis se
empobrece; aún más: en el funcionalismo las funciones aparecen con menos
claridad que cuando el pensamiento las analiza sirviéndose también de los
conceptos de forma y estructura. Lo mismo sucede con las estructuras en el
estructuralismo, o con las formas en el formalismo» (p. 14).
Toda la problemática radica para Lefebvre en que «Marx
no ha dejado una metodología» (p. 14). Hay que estudiar su obra para «extraer»
de él los conceptos, mostrar el empleo de ellos y, sobre todo, exponer su
movimiento» (p. 14). «Una exposición acerca del método y los conceptos de Marx
traicionarían su pensamiento si rompiera el movimiento de éste» (p. 14). No
puede olvidarse, según Lefebvre, que para Marx la utilización metódica de los
conceptos de estructura, forma y función tienen como meta la demostración científica
de la posibilidad de la revolución. «Entre teoría y praxis, hay para Marx
una unidad que no es lógica, sino dialéctica: diferencia, a veces conflicto,
pero en la unidad» (p. 15).
II. Estructura del
devenir (esquema diacrónico)
«Las relaciones de producción se definen (para Marx)...
a partir del doble plano de la división del trabajo: técnico y social», y
tienden «a formar un conjunto social dotado de una cohesión y una coherencia
internas que constituyen una totalidad: el modo de produccíón» (p. 16).
Marx distingue varios de estos modos: el asiático, la comunidad primitiva,
el feudal, el capitalismo, el socialismo. Sin embargo, «Marx ha dejado a un
lado el modo de producción asiático. En efecto, El Capital se
limita a la visión de Europa, y la estudia sobre todo a partir de Inglaterra y
de su extraordinario crecimiento económico a lo largo del siglo XIX. Ya sea
porque Marx dejara para el futuro el estudio del modo de producción asiático,
ya sea porque lo considerara como una línea distinta de desarrollo histórico,
lo cierto es que Marx se limita a este respecto a unas indicaciones sumarias»
(pp. 16‑17). Su esquema de estructuras en el desarrollo histórico va de
la comunidad primitiva al capitalismo pasando por la esclavitud y el
feudalismo. Lefebvre admite que ante semejante esquema surgen muchas
interrogantes no resueltas por Marx. Lo que en su opinión sí queda claro en el
pensamiento marxista es que el modo de producción feudal es condición histórica
del capitalismo. Este modo de producción (el feudal) se caracteriza por la
producción agrícola como actividad productiva y por las relaciones personales
de dependencia (las relaciones entre cosas —dinero incluido— están subordinadas
a relaciones entre personas). Es así una época (el «modo de producción» es el
que determina a una «época») «opresiva pero transparente» (p. 18): la forma más
natural del trabajo —la de la tierra— es su forma social. En el modo de
producción capitalista predomina, por el contrario, la economía política. La
sociedad capitalista es así una sociedad no transparente (opaca),
contradictoria: las «relaciones entre las personas pasan por las cosas y por
las relaciones entre las cosas: mercancía, dinero, capital» (p. 18). Según
Lefebvre, si bien «Marx quiere demostrar que la determinación económica data
del capitalismo y es característica de éste» (p. 17) —pues la burguesía
estableció en su propio beneficio la primacía de lo económico—, la
contradicción está ab initio en lo que le da una relativa coherencia a
la sociedad capitalista.
Como el método «es regresivo antes de ser progresivo»,
porque la reflexión «esclarece la historia a partir del presente» (p. 17), los
rasgos del capitalismo descritos se descubren tanto regresivamente (explicación
del pasado desde el presente) como progresivamente (seguimiento de la
génesis del presente).
A las preguntas respecto al dónde, cuándo, cómo, en
qué condiciones se da un «modo de producción», Lefebvre da una respuesta
enmarcada en la simple hipótesis porque Marx nunca contestó con precisión a
tales interrogantes. «Es posible —dice— ... que estos problemas sean falsos
problemas. Para Marx nunca ha habido en la historia más que tendencias, siempre
combatidas por tendencias opuestas. Tal vez la tendencia a la constitución de
un modo de producción se halla siempre sujeta, por un lado, a las
supervivencias del pasado, y, por otro, depende de los gérmenes del porvenir.
Así, pues, se va demasiado lejos cuando se exige que se demuestre la plena
realización de un modo de producción con todos sus caracteres. A Marx le basta
con mostrar la tendencia. Para él las transiciones son más profundas,
más reales y verdaderas que las estructuras. Por otra parte, cuando pone el
acento en la estructura —por ejemplo, en la del modo de producción feudal— no
la encuentra realizada ni realizable. Es una abstracción en estado puro» (pp.
18‑19). Y agrega, con rotunda coherencia con los supuestos apriorísticos
de los cuales parte: «si la historia tenía aquí o ha hecho entrar en la
realidad social semejante estructura, e totalidad plena y acabada, plenamente
coherente, ¿cómo es que esta historia no ha llegado a su fin?..., ¿cómo poner
fin a una estructura plenamente coherente? (p. 19).
Según Lefebvre, Marx niega una absoluta solución de
continuidad en la historia, aunque afirma que las estructuras están
constituidas por la historia, existiendo a la vez una estructura de la
historia. La persistencia de las formas a medida que se suceden las
transformaciones indica la continuidad histórica. Entre las formas persistentes
está la lógica formal (con sólo cambios graduales, «sin relación con el
modo de producción» (p. 20). Pasa seguidamente a hablar de las funciones,
distinguiendo en toda sociedad organizada dos grupos de ellas: la «organización
de las relaciones con la naturaleza» y la «organización de las relaciones de
los seres humanos (individuos y grupos particulares) entre sí» (p. 20).
Sólo dialécticamente, en su criterio, puede captarse la
totalidad de lo real. «Si se pone el acento en la continuidad, pronto nos vemos
obligados a captar lo discontinuo. E inversamente. Si se utiliza la forma, nos
vemos remitidos a la función y a, la estructura. Y recíprocamente. Esto
justifica las investigaciones analíticas acerca de la estructura, con una
condición: no aislar esta noción y volver de nuevo hacia los demás
conceptos que permiten captar el tiempo histórico, sin el cual nos perderíamos
en la ideología. Pero si esta ideología parece clara, la reflexión pierde en
riqueza y contenido lo que gana en aparente claridad. Llega un momento en que
el conocimiento se mutila. Los inconvenientes de la unilateralidad comprometen
sus ventajas. El análisis pierde de vista el conjunto y se impide a sí mismo
volverlo a encontrar» (p. 21).
III. Estructura de la
Sociedad (esquema sincrónico)
Comienza este capítulo con el esquema en disposición
vertical de los elementos (niveles) de la estructura de la sociedad: base
(«división y organización del trabajo»), estructura en sentido
estricto («las relaciones de producción y las relaciones sociales») y
superestructuras («las instituciones y las ideologías que no pueden ser
disociadas»). Precisa Lefebvre que el concepto de nivel no se refiere en su
exposición a «grados sucesivos o supuestos de crecimiento y desarrollo», sino
que designa «la superposición de los pisos (metáfora de la que no hay que
abusar) del edificio social» (p. 22). Observa que la estructura en sentido
estricto está estructurada por las relaciones de producción, siendo, a su
vez, estructurante de la estructura del conjunto social (estructura en sentido
amplio).
El esquema vertical (sincrónico), según Lefebvre, sería
algo inmóvil sólo con la noción de estructura. Para que la praxis pueda captar
y conocer, es necesario ver el esquema en movimiento, con la intervención de
las nociones de forma y función junto a la de estructura. Sólo así el esquema
sería dialéctica y permitiría captar el devenir dialéctico de la
historia.
IV. El valor de
cambio
Lefebvre hace en este capítulo observaciones que
califica de «nuevas» (p. 26) sobre el primer libro de El Capital, del
que afirma que casi nunca ha sido correctamente leído y comprendido, y que, por
ello, «la referencia a la lógica formal raras veces ha sido captada» (p. 26).
Las mercancías aparecen dotadas de un doble valor, de uso y de cambio. Para que
un producto sea mercancía (tenga valor de cambio) exige ser
relacionado con otros productos. «Marx —afirma Lefebvre— demuestra que
justamente en y por la estructura y la forma del valor, cada producto
‘entra en sociedad’ con todos los demás productos. Cada cosa al volverse
social, se vuelve mental» (p. 26). En el «mundo de las mercancías» cada objeto
es un signo y el dinero es signo del conjunto de objetos. Pero no sólo
signos, porque el valor de cambio no pertenece a las cosas en cuanto tales,
sino a las relaciones sociales.
Dentro del pensamiento marxista, para comprender los dos
esquemas señalados en los capítulos precedentes —diacrónico y sincrónico—, hay
que tener presentes dos cosas principalmente.
a) «En cada modo de producción las relaciones sociales
específicas cumplen una doble función: negativa y positiva. Por una parte
‘positivamente’ presiden la organización de una sociedad, con sus instituciones
y obras, con frecuencia magníficas. Por otra parte, impiden el crecimiento y
bloquean el desarrollo, y éstos se efectúan por el lado malo de la práctica
social, con un espíritu de lucro y merced a la explotación de los productores
por los intermediarios entre ellos (comerciantes, banqueros, etc.). Y,
efectivamente, es en el capitalismo donde nace y culmina ese lado malo» (p.
30). b) «La extensión de la mercancía marca la continuidad propia del devenir
histórico... Al iniciar su análisis, Marx explica la mercancía por la lógica.
Después, la perspectiva se invierte, y el análisis se convierte en una
exposición sistemática del movimiento en su conjunto. La extensión progresiva
de la mercancía permite comprender los procesos graduales que atraviesan los
períodos históricos, sobre todo la lógica, el derecho y quizá el lenguaje» (p.
30).
V. Estructura del
capitalismo
Este capítulo está dividido en ocho párrafos —del a) al
h)— y la conclusión. Se presenta al lector como un conjunto de considerandos
(resumen argumental) que precediera a una sentencia, la cual, por otra
parte, está —inapelable— en la conclusión. Los ocho párrafos pretenden
ser la aplicación sintética del método dialéctico al tema estudiado (que «es regresivo
antes de ser progresivo» (p. 17).
a) El capitalismo está definido y sólo puede ser comprendido por y partiendo de la economía política (p. 31).
b) Los modos de producción pre‑capitalistas (esclavista y feudal) están basados en la producción agrícola. La agricultura en la sociedad capitalista sólo tiene una función sectorial y adopta formas capitalistas, aunque conserva rasgos específicos.
c) La extensión del mundo de las mercancías genera el capitalismo comercial (concurrencial). Cuando es superado (sin llegar a desaparecer), la forma comercial del capitalismo sólo tiene una función sectorial.
d) La estructura social del capitalismo es muy compleja. La
polarización de clases entre el proletariado y la burguesía en su conjunto no
está impedida por la complejidad de la estructura social. «La estructura de
clase del capitalismo no será modificada... en tanto que la clase obrera no
tenga en sus manos, de un modo u otro, los medios de producción, que es —según
Marx— lo que define al socialismo» (p. 33).
e) La estructura económica del capitalismo «consiste, ante
todo, en la existencia de sectores de la producción que el análisis separa» (p.
34). La dinámica propia de los distintos sectores genera un ciclo económico
(animación‑depresión) y la amenaza permanente de la crisis económica.
«Marx —agrega Lefebvre— pone en evidencia un movimiento dialéctico ‘estructura‑coyuntura’
en la teoría de la crisis. Desgraciadamente esta teoría de las crisis se halla
dispersa en todas sus obras consagradas a la economía política, desde la Introducción
a la Crítica de la Economía Política (1857) a la Crítica del Programa de
Gotha (1875). Durante la gran crisis mundial (1928-1933) hubo intentos de
sistematizar la teoría marxista de la crisis, pero ninguno de esos intentos
resultó satisfactorio. En efecto, ninguno de ellos retuvo todos los elementos y
aspectos de la economía capitalista que, según Marx, condicionan y explican de
una parte los ciclos económicos y, de otra, las recesiones, y sus formas más
agudas, las crisis» (pp. 34‑35).
f) El capitalismo tiene una autorregulación espontánea por su
propia estructura económica. Sus crisis son, así, regulativas.
g) La autorregulación espontánea del capitalismo no es
perfecta. Sus límites pueden ser rotos (y de hecho lo son) por la coyuntura
crítica. Además, su estructura es cuestionada en cada coyuntura por las fuerzas
«de negación» que existen en su seno. La autorregulación «ciega y espontánea»
debe ser sustituida por la regulación «racional y voluntaria» de la producción
(p. 36). Al descubrir las estructuras, formas y funciones de la sociedad
burguesa, Marx avanzó hacia la racionalidad (la planificación).
A continuación coloca Lefebvre un párrafo que merece ser
citado, a pesar de su extensión, en su totalidad, pues es de importancia a
efectos de la valoración que sigue a esta exposición del contenido de la obra.
Veámoslo:
«En este sentido, las previsiones de Marx se han
cumplido. Sólo por una considerable mala fe intelectual algunos ideólogos
pueden decir que Marx se ha equivocado por completo. Primer punto: el
capitalismo concurrencial ha desaparecido. Segundo: de un modo desigual según
los países y los sectores, la previsión económica, la planificación, la
racionalidad organizadora, han reemplazado a las autorregulaciones ciegas y
espontáneas del capitalismo concurrencial. La forma racional de la práctica
social asume por doquier una función nueva, pero en estructuras diferentes. En
efecto, hay que reconocer que las predicciones de Marx se han cumplido de un
modo desconcertante. En verdad, los posibles estaban ya en lo real
analizado y después expuesto en El Capital. Dando la razón a Marx
más allá de sus previsiones, las posibilidades se han mostrado contradictorias:
de una parte un neo‑capitalismo de grandes organizaciones capaces de
dominar hasta cierto punto el mercado de productos y el de capitales; de otra,
una sociedad planificada. El socialismo no corresponde exactamente a aquel cuyo
modelo legó Marx. Se trata de un socialismo establecido sobre una base agraria
que él transforma de un modo voluntario y racional, inventando formas y
funciones nuevas. ¿No había dado a entender el propio Marx que la historia
siempre se presenta más rica y compleja que las previsiones? ¿Que no hay
determinismo absoluto, cosa que no comprenden todos sus intérpretes? Ahora
bien, la historia continúa» (pp. 36‑37).
h) Consciente o inconscientemente, todas las
sociedades actuales actúan sobre el esquema estructural que Marx
estableció en la Crítica al Programa de Gotha (1875), su «testamento
teórico», tan famoso como desconocido: El plusproducto en forma de
plusvalía se distribuye en inversiones, gastos generales y funciones sociales.
«De acuerdo con las partes del ingreso global atribuidas a esas diversas funciones
difieren las estructuras económicas y sociales, comprendidas en tal
forma capitalista o socialista» (p. 38).
La conclusión del
trabajo de Lefebvre puede esquematizarse en tres puntos.
1. A la pregunta de si el estructuralismo
contemporáneo puede reclamar para sí a Marx y al pensamiento marxista,
responde: «No, como tampoco puede hacerlo la ideología opuesta que pone el
acento en la movilidad de la conciencia y de lo ‘vivido’. La utilización muy
amplia del concepto de estructura por parte de Marx no tiene nada de común con
el estructuralismo» (p. 38).
2. La metodología dialéctica permite la crítica del
estructuralismo en base a cuatro postulados (vid. p. 38).
a) «Los tres conceptos de forma, función y
estructura deben utilizarse igualmente, con el mismo derecho para
analizar lo real».
b) Sólo así se captan «estabilidades provisionales
y equilibrios momentáneos».
c) Los tres conceptos «revelan un contenido a
la vez envuelto, complicado y disimulado en las formas, estructuras y funciones
analizadas».
d) Con el empleo lógico de ellos «se alcanza un movimiento
más profundo y más real: el movimiento dialéctico de la sociedad y de la
historia».
3. Cualquier metodología
que dé carácter preferencial a uno de los tres conceptos (forma, estructura,
función) ideologiza. Es el caso del estructuralismo. Teóricamente, es
«una ideología de tipo nuevo, ya que disimula con cuidado y habilidad su
carácter ideológico tras una aparente ‘cientificidad’». Prácticamente «implica
el proyecto de estructurar la sociedad existente y de estabilizarla (e
imnovilizarla) en sus estructuras. Al igual que el Estado, las conciencias
individuales y sociales quedarían definidas y fijadas ‘estructuralmente’. La
historia sería desmentida, y el movimiento se detendría». Por eso, el
estructuralismo «constituye un nuevo eleatismo» (p. 39).
Se trata de un ensayo corto, escrito con una finalidad
doble: divulgativa y apologética. Aparentemente reiterativo (a veces), posee
una coherencia interna en el desarrollo de la argumentación. El estilo donde se
unen la claridad de lenguaje y una cierta sencillez (y/o simplismo) argumental,
hace que sea fácilmente comprendido —al menos en la forma— por estudiantes de
bachillerato, universitarios y militantes políticos en general. En suma, es un
ensayo para grandes públicos. Su intención primordial es la redefinición de la
metodología dialéctica, para, desde la «ortodoxia» marxista, realizar la
crítica y condena del estructuralismo como «ideología». El ensayo podría
perfectamente haberse titulado Sobre el método dialéctico contra el
estructuralismo. El absolutismo de algunas de sus afirmaciones se explica
por el hecho de que Lefebvre no trata de demostrar el marxismo, sino de
precisar qué dice Marx. Por lo tanto, para su adecuada valoración en lo
que tiene de glosa y divulgación del pensamiento dé Marx vid. recensiones de El
Capital y Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho, de Hegel. El
tono de Lefebvre se hace menos seguro, llegando a caer en la vaguedad expresiva
o abstracto formulismo semi‑utópico, cuando no en el abierto escamoteo de
los problemas, cuando aborda temas que Marx no se planteó o sobre los cuales no
dio una respuesta precisa. La vaguedad semántica es patente siempre que se
refiere al lenguaje, cfr., por ejemplo (pp. 20 y 30), con el agravante de que
el estructuralismo ha tenido en la lingüística un fuerte desarrollo.
El ensayo de Lefebvre es la expresión de un inmanentismo
materialista (el marxismo) que se proclama ser poseedor de la plenaria
comprensión de la realidad, contra otro inmanentismo materialista (el
estructuralismo). La crítica (marxista) de Lefebvre al estructuralismo recoge
lo medular de la crítica de Marx a Feuerbach: el haber dejado escapar la
dialéctica (vid. Recensión a Marx, Tesis sobre Feuerbach). Cuando se
condena al estructuralismo como nuevo eleatismo, como ideología (en
el sentido marxista), como conocimiento parcial (y, consecuentemente,
deformante) de la realidad, Lefebvre se coloca en el marco de la concepción
marxista de la alienación filosófica y de la crítica a la filosofía que Marx
realiza (respecto a esto, vid. también Introd. General a las
recensiones). Desde este punto de vista, es lógica la condena de Lefebvre al
estructuralismo, en cuanto éste —al igual que el formalismo y el funcionalismo—
conduce a la ruptura de la unidad «dialéctica» entre teoría y praxis, que está
en la esencia del marxismo.
Ahora bien, no deja de ser chocante que, siendo la
intención de Lefebvre la condena marxista del estructuralismo, y habiendo
puesto, en función de esa meta, tan prolijo empeño en citar a Marx como magister
dixit, el estructuralismo como tal se presente en su ensayo «reducido» a
una burda máscara «ideológica». De los autores estructuralistas sólo menciona a
Lévi‑Strauss, a quien califica (p. 12) de «jefe del estructuralismo en
Francia.» Lo menciona y lo execra, pero sin hacer un análisis detallado y ab intra
de sus razonamientos. La simplificación de las tesis estructuralistas por
parte de Lefebvre no sólo llega a ocultar los matices que tipifican los
estructuralismos, sino que pone al descubierto la instrumentalización
«dialéctica» de su argumentación, para hacer aparecer como «evidente» erga
omnes el rechazo de la ortodoxia marxista en todo aquello que
implique distanciamiento y/o superación del pensamiento de Marx. Será
interesante ver la Recensión a Lévi‑Strauss, Anthropologie
structurale.
Aunque —como es el caso del estructuralismo— se
permanezca en los «límites» del inmanentismo materialista radical (típico del
marxismo) todo distanciamiento y/o superación (por accidental que parezca) es
para esa «ortodoxia» a la cual adhiere Lefebvre motivo suficiente de anatema
como ideológico, no científico, negador del movimiento, favorable a la
burguesía, etc., sin responder a las posibles acusaciones de utopía que a
Marx y a sus seguidores podrían hacerse. En este sentido, serían aplicables a
la demagógica evasión de interrogantes objetivos que hace Lefebvre por la vía
del ataque censor, las mismas críticas al estilo argumental de Lenin en El
Estado y la Revolución. (vid. recensión).
De más está decir que es grosera la simplificación seudo
«maniquea» entre la metodología buena (la «dialéctica», que enraíza con
facilísmo ingenuo en Heráclito) y la mala (el estructuralismo, que
califica de «eleatismo» p. 39).
Aunque Lefebvre pretende contraponer como polos
Heráclito y Zenón, cualquiera medianamente versado en historia de la filosofía
sabe que la antinomia ontológica del pensamiento griego está entre el ser de
Parménides y el devenir de Heráclito. El colocar como polo a Zenón se explica
porque Zenón habla del continuo. Lo que calla Lefebvre es que la aporta de
Zenón encontró cabal respuesta en Aristóteles, quien, con su teoría del acto y
de la potencia demostró que aunque el continuo fuera infinitamente divisible
(en potencia) ello no indicaba que estuviera infinitamente dividido (en acto).
Lo que pasa es que ni Marx ni los marxistas (Lefebvre entre ellos) hacen —para
hacer filosofía— lo que hicieron los griegos: colocarse frente al mundo para
comprenderlo racionalmente Su inmanentismo materialista se lo impide. La
«racionalidad» de la dialéctica marxista no está en el hombre, sino en la
humanidad hipostasiada (el Hombre), que tiene como dimensión absoluta la
inmanencia material. El hombre para la ontología clásica no es causa del ser.
Simplemente participa del ser. Pero Marx y los marxistas niegan el ser en
sentido metafísico. La sustitución del absoluto (Ipsum Esse Subsistens) —entendido
como Acto Puro, como Causa Incausada, como el Ser personal y trascendente; no
como esse commune, lo que implicaría un panteísmo idealista que
no es otra cosa que ateísmo— por el Hombre, conduce necesariamente a negar la
causalidad en sentido metafísico (causa es lo que confiere el ser: conferens
esse). La causalidad ontológica es así sustituida por el in fieri inmerso
en el devenir dialéctico. Al ser la realidad «dialéctica» no vertical sino
horizontal (lo cual queda patente en el ensayo de Lefebvre) el hombre,
inmerso en ella, pierde toda dimensión trascendente. El hombre, protagonista de
la historia, no se ve reducido a una pura actividad práctico‑sensible.
Ese es el sentido de la praxis. No hay verdad absoluta ni criterio absoluto de
verdad. El verum como trascendental del ser (verum et esse
convertuntur) está de más. La «verdad» se hace. La praxis es la
demostración de la verdad haciéndose; es la medida de la verdad. Así, la verdad
objetiva no es un problema teórico; es un problema radicado en la praxis
(vid. sobre esto recensiones a Sobre la práctica de Mao Tse‑Tung, Tesis
sobre Feuerbach, de Marx y Filosofía de la Praxis, de Sánchez
Vázquez, y sobre la «conversión» de los términos en sentido marxista, la Introducción
General a las recensiones). Por todo lo indicado no es de extrañar que la
única mención de Lefebvre a Aristóteles sea del siguiente tenor: «La lógica
formal nace en el modo de producción esclavista (con Aristóteles en Grecia) y
se perfecciona durante la época feudal y el capitalismo» (p. 20).
Si se acepta, con Lefebvre, el método dialéctico
(marxista) como único método científico, sus críticas al «empirismo» y
la «inteligencia analítica» resultarían coherentes, lógicas. Sin embargo, cuando
se plantean interrogantes a las cuales Marx no ha dado una respuesta precisa,
Lefebvre evita enfrentarse con ellos. En la p. 18, por ejemplo, aparece el
siguiente párrafo: «Y ahora cabe preguntar: ¿dónde, cómo o en qué condiciones
ha existido un modo de producción como —por ejemplo—, el modo de producción
feudal? ¿Cuándo alcanza su mayoría de edad o su madurez? ¿Cuándo y cómo logra
constituirse en una totalidad o con una cohesión total? Por lo que se refiere
al capitalismo concurrencial Marx no vacila en responder. Es en Inglaterra,
durante el siglo XIX, donde se destacan y afirman los rasgos esenciales de ese
capitalismo. En cuanto al modo de producción feudal, no se pronuncia. ¿Acaso
deja esto al cuidado de los historiadores? ¿Es que el concepto marxista de
‘modo de producción’ no corresponde a ninguna realidad históricamente cumplida?
¿Será tal vez algo construido? ¿Habrá que concebirlo como un tipo ideal en
la acepción de Max Weber? ¿0, por el contrario, tendrá que ser verificado por
medio de la investigación histórica, hacer de él un criterio y buscar los
vínculos y el momento de la aproximación a él?» (p. 18). A cuestiones de tal
calibre, que colocan en el filo de. la navaja la viabilidad, la
legitimidad y lo científico del método «dialéctico», Lefebvre responde
escuetamente: «Es posible... que estos problemas sean falsos problemas» (p.
18), pues, para Marx en la historia sólo hay tendencias y basta con
mostrar la tendencia.
Cabría también preguntarse si en la exposición de
Lefebvre no hay un «desvirtuamiento» de la metodología marxista similar al que
él denuncia en los. ismos, que aíslan la forma, la función o la estructura,
pues es sorprendente que no vacile en calificar de bellas, buenas,
brillantes o magníficas algunas de las superestructuras (p. 19),
adjetivación ésta que parece presentarse como un juicio de valor a se sobre
las mismas. Sin embargo, tales afirmaciones de Lefebvre están en la línea del
proceso de desestalinización de la filosofía. En efecto, cuando en 1958
el Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de la URSS edita el
volumen Fundamentos de Filosofía Marxista (obra colectiva, con la
colaboración de los más destacados filósofos soviéticos) allí se reconoce que
«no todo en las superestructuras de las formaciones económico‑sociales
del pasado tenía un carácter de clase, sino que allí se encontraban también
elementos de un valor universal, elementos que conservan su valor universal,
elementos que conservan su valor en todos los tiempos» (cfr. WETTER, G., Marxismo
e Historicismo, en «Nueva Política», 2, Caracas, 1971, p. 27).
Frente a la exaltación que Lefebvre hace
reiterativamente del método dialéctico (marxista) como plenario contra la
parcialidad de los enfoques de quienes otorgan preferencia a uno de los
conceptos (de forma, estructura y función) sobre los demás (v. gr., cap. II in
fine, p. 21) brotan de la lectura crítica numerosos interrogantes:
«¿Quién dice respecto a una teoría concreta cuándo aparece claro que se trata
de una «ideología» que mutila el conocimiento? ¿Quién determina que un autor
pone el acento en la continuidad sin captar lo discontinuo, o viceversa? ¿Quién
señala, para su condena, a un autor o a una escuela, por «aislar una noción» en
detrimento de las otras? ¿Quién determina que un análisis es unilateral? ¿Quién
sentencia que en determinada investigación no se puede «captar el tiempo
histórico»? La única respuesta coherente —ya no sólo marxista, sino marxista‑leninista—
a todas estas cuestiones sería: el Partido Comunista, a través de sus
guardianes de la «ortodoxia». La organización partidista del proletariado (el
PC) sería «madre y maestra», y a ella se reservaría la custodia y adecuada
explicitación a sus seguidores de la «verdad» revelada por Marx. La radical
secularización del inmanentismo materialista, pretendidamente liberador,
conduciría así a la más grande y aberrante alienación. Las tesis de Lenin en El
Estado y la Revolución y de Mao Tse‑Tung en Acerca de la práctica (vid.
recensiones) están implícitas en el enfoque de Lefebvre.
Vista bajo este ángulo, su crítica al estructuralismo no
es sólo una académica discusión sobre el método. Su afán apologético no se
limita a guardar el templo de la dialéctica marxista de contaminaciones
estructuralistas, como vestal revolucionaria celosa del fuego del devenir
dialéctico. No. El mismo lo dice en la conclusión; sutilmente, pero lo
dice. Su rotunda condena pone los ojos en la praxis histórica, que es a la vez,
para un marxista, praxis política. Quizá nunca, como ahora ocurre con el
estructuralismo, el marxismo había estado tan expuesto a contagio por falta de
defensas. Porque le juega con sus mismas categorías en el mismo terreno del
inmanentismo materialista. No es el estructuralismo una burda desviación que
permita a la ortodoxia marxista‑leninista (la del PC) una fácil puesta en
cuestión teórica y su rechazo como excrecencia en la praxis. El interés
apologético de Lefebvre es cerrarle el paso a lo que percibe como peligro actuante
contra la unidad monolítica del Partido Comunista. Es sintomático
que la edición francesa del ensayo haya sido hecha en un año (1968) en el cual
el rechazo a la ortodoxia mundial detentada por el Partido Comunista de la
Unión Soviética (PCUS) y la temática de los «marxismos nacionales» fue
particularmente viva por el brutal aplastamiento de la llamada Primavera de
Praga (invasión a Checoslovaquia por las Fuerzas del Pacto de Varsovia, en
su mayoría soviéticas); año en el cual también las diferencias teóricas y
prácticas entre los marxismos en Francia se evidenciaron en las dramáticas incidencias
de la «Revolución de Mayo».
De los propios comentarios de Lefebvre sobre la teoría
marxista de la crisis (cap. V, parágrafo e), pp. 34‑35) se deduce que o
Marx no se planteó algunas cosas, o se las planteó y no las resolvió, o las
resolvió, pero los marxistas no han podido hasta ahora sistematizar su teoría
(¿i).
Finalmente, y como observación radical a todo el ensayo
de Lefebvre, está lo relativo al método, al prius metódico, que para él
tiene que ser dialéctico (marxista). No es esta una posición exclusiva del
marxismo ortodoxo del cual Lefebvre actúa como vocero apologético. Igual
crítica pudiera hacerse al estructuralismo y también al formalismo y al
funcionalismo, entre otros. Todos los derivados, legítimos o ilegítimos, del
positivismo presentan la perversión del sentido de la ciencia en su mismo
origen, pues subordinan al método la viabilidad teórica. La sustitución de la
teoría por el método es una de las más notables manifestaciones del positivismo
(desarrollo de la metodología), y puede ubicarse históricamente en la media
centuria que va de 1870 a 1920 (cfr. VOEGELIN, E., Nueva Ciencia de la
Política, Rialp, Madrid, 1968, p. 23). «Si la validez de un método no se
mide por su utilidad para un fin científico, sino que, por el contrario, el uso
de un método se toma como criterio de la ciencia, entonces se pierde el
significado de ésta como exposición verídica de la estructura de la realidad,
como orientación teórica del hombre en su mundo y como el gran instrumento que
el hombre tiene para comprender su propia posición en el universo» (Ibidem, p.
15).
Lefebvre admite que si bien el método dialéctico para
los marxistas ortodoxos se presenta como única posibilidad de conocimiento científico
de la realidad, las dificultades no han sido totalmente resueltas ni los
obstáculos han sido superados» (p. 14). Ello deriva, en su criterio, de que
Marx no dejara una metodología (su «testamento teórico», la Crítica al
Programa de Gotha es de 1875). «Siempre quiso condensar su método
dialéctico en una exposición manejable; pero no lo hizo» (p. 14), aunque su
estudio crítico y metódico tiene por objeto «demostrar científicamente la
posibilidad de la revolución».
La mayor dificultad interna que hoy posee el marxismo
«ortodoxo» arranca de su apriorismo respecto al método. Si no logra mantenerlo,
su unidad en el pensamiento, en la organización y en la acción revolucionaria
será un postulado imposible. De hecho, no ha logrado mantenerlo, a pesar del
enorme esfuerzo apologético de multitud de autores como Lefebvre. Sus fisuras
teórico‑prácticas son patentes con vigor in crescendo después de
la II Guerra Mundial. Tal hecho, aunque parezca paradójico, resulta natural
desde la perspectiva cuestionadora del absoluto de la ortodoxia para Marx: si
el método es criterio de la ciencia, la sustitución —consciente o inconsciente—
de la praxis (como criterio de «veracidad») por la metodología es un riesgo no
sólo inevitable, sino insustituible. Con mayor motivo si Marx no dejó, como
resalta adecuadamente Lefebvre, ni una metodología sensu estricto ni una
sistematizada teoría de la crisis.
J.R.I.
* * * * *
En el vol.
«Marxismo y Estructuralismo», Grijalbo, México, 1970, pp. 41‑79.
Este ensayo
está dividido en siete capítulos
I. El ámbito de la explicación histórica (pp. 42‑45).
II. Diversidad
y unidad de la historia (pp. 46‑49).
III. La lingüística estructural: la lengua como
materia (pp. 50‑54).
IV. ¿Es posible un análisis estructural
de la historia?
V. La destrucción estructuralista de la historia
(pp. 60‑64).
VI. Estructura e historia: análisis
estructural y análisis histórico (pp. 65‑73).
Veamos el contenido siguiendo el propio esquema del
trabajo.
I. El ámbito de
la explicación histórica
Sánchez Vázquez comienza distinguiendo entre la historia
real («la que los hombres hacen sabiéndolo o no») y la historia como
teoría (la que hacen filósofos e historiadores) (p. 42). Según él, la historia
como teoría que aspira a ser ciencia no puede agotarse en lo ideológico. Hay
que buscar la racionalidad de los hechos situándolos en un orden crono-lógico
(no cronológico en el sentido corriente del vocablo).
Hay quienes buscan la racionalidad de los hechos en su
finalidad. Racionalidad y teleología históricas se confunden en «el
providencialismo tradicional de un S. Agustín o Bossuet o de su versión
racionalizada en la filosofía de la historia de Hegel» (p. 43). Hasta el joven
Marx (quien comienza a romper con tal concepción teleológica o apriorística a
partir de La Ideología Alemana), « supedita la racionalidad a la
teleología» (p. 44).
Para Sánchez Vázquez (quien remite en nota a su obra La
Filosofía de la Praxis, cap. V, para las relaciones entre racionalidad y
teleología, y praxis intencional e inintencional), «la búsqueda de la verdadera
racionalidad... de la historia real entraña:
a) La
exclusión de un sujeto histórico trascendente o suprahumano.
b) El
reconocimiento de que la historia la hacen los hombres.
c) La
liberación de la racionalidad de toda dependencia de la teleología, sea ésta
trascendente o inmanente al hombre» (p. 45).
II. Diversidad y unidad en la historia
El positivismo, al reaccionar contra el idealismo
alemán, negó la teleología en la historia, pero se quedó en una periferia
cognoscitiva. Sacrificó el sentido buscando sólo hechos, porque «el hecho
histórico como hecho desnudo, transparente, de por sí, no existe..., el hecho
real sólo puede ser descubierto en un todo al margen del cual no existe
propiamente... Entre la apariencia (el hecho visible) y su esencia (el hecho
propiamente histórico) existe una verdadera dicotomía en la cual el primero
encubre al segundo» (p. 47). Así, el historicismo es el empirismo histórico.
La historia, para Sánchez Vázquez, viene a ser una
«diversidad (de sociedades, de instituciones, de acontecimientos) en el tiempo»
(p. 48). Las sociedades e instituciones en cada estado histórico están dotadas
de una cierta estabilidad o fijeza; «lo que el historiador tiene presente
cuando esos productos se despliegan en el tiempo es justamente su carácter
relativo» (p. 48).
III. La
lingüística estructural: la lengua como materia
Comienza este capítulo contraponiendo atomismo y
estructuralismo. Según el autor, el atomismo «concibe los hechos como
elementos aislados», mientras el estructuralismo «se detiene ante todo, en las
relaciones y dependencias que hacen que los elementos tengan un valor o sentido
no ya de por sí sino por posición —como elementos relacionados y dependientes—
en una totalidad» (p. 50).
Se pregunta Sánchez Vázquez «¿hasta qué punto el
estructuralismo digiere la historia, o más bien no es digerido por ella?». Para
responder a tal interrogante comienza refiriéndose a la lingüística. F. de
Saussure, en su Curso de Lingüística resaltó el papel secundario de la
historia con su famosa antinomia entre sincronía y diacronía. «Se trata
de dos modos irreductibles de considerar los fenómenos lingüísticos de acuerdo
con su simultaneidad (sincronía) o sucesión en el tiempo (diacronía)»
(p. 51).
En su opinión, toda la lingüística estructural —de F. de
Saussure a L. Hjelmslev, pasando por la llamada Escuela Fonológica de Praga (Troubetzkoy
y Jacobson)— da prioridad al análisis estructural (sincrónico) sobre el
análisis de las transformaciones históricas (diacrónico).
Sánchez Vázquez no vacila en decir que la lingüística
estructural, concibiendo la lengua como sistema, ha tenido «éxitos innegables»
(al inicio del cap. IV, p. 55).
IV. ¿Es posible
un análisis estructural de la historia?
Lévi-Strauss toma como modelo el análisis lingüístico de
la Escuela Fonológica de Praga y lo aplica a la antropología. Tales métodos
eran para él punto de partida de las ciencias sociales. Así «pone a prueba
venturosamente en el campo de la antropología el análisis estructural» (p. 55)
(con el mismo calificativo —venturosamente— adjetivará de nuevo Sánchez
Vázquez el intento de Lévi-Strauss al inicio del cap. V. p. 60).
Contra la antinomia sincronía‑diacronía planteada
por De Saussure, Lévi-Strauss propone la subordinación de lo diacrónico a lo
sincrónico. Pero, según Sánchez Vázquez, al decir que el sentido está en
la sincronía y que lo diacrónico sólo posee significación en relación a lo
sincrónico, en la «preeminencia de lo sincrónico desaparece propiamente lo
diacrónico» (p. 56).
«Un análisis estructural de este género —escribe— rinde frutos
tanto más óptimos cuanto más sincrónico es el plano en que se presentan. Por
ello, la lingüística ocupa un lugar excepcional; pero la excepcionalidad le
viene sobre todo de su objeto que ya de por sí se presta al análisis
sincrónico, razón por la cual la lingüística estructural ha podido dar razón de
lo que en vano se trataba de explicar con métodos históricos. Algo semejante
—aunque en grado menor— sucede en la esfera de la antropología llamada estructural
y en la que la aplicación del método ha rendido también granados frutos»
(p. 57).
Sin embargo, Sánchez Vázquez opina que el
estructuralismo, que proclama la antinomia saussuriana sincronía‑diacronía,
se cierra el acceso a la historia. «El estructuralismo sólo podrá aplicarse a
la historia si los factores que determinan que una sociedad surja, se
estabilice, pierda su estabilidad y se transforme en otra, se buscan en la
estructura misma» (p.59.)
V. La
destrucción estructuralista de la historia
Lévi-Strauss propuso la idea de una historia
estructural «que explique las transformaciones de las sociedades en
términos estructurales» (p. 60). ¿Qué es lo que explica estas transformaciones
(desarrollo) de las sociedades? Para
Lévi-Strauss la relación de los diversos sistemas que la constituyen. En su
concepción «no hay, pues, continuidad, unidad histórica. Esta sólo se la dan
los historiadores al situar los hechos en una determinada perspectiva... La
historia... se halla anclada en la subjetividad» (pp. 62‑63).
Para Sánchez Vázquez «no puede haber propiamente una
concepción estructuralista de la historia. No puede haber historia donde no hay
relaciones históricas, pues no pueden aceptarse como historia real las ruinas
que quedan en pie después de haberla destruido: la yuxtaposición de estructuras
en el tiempo que tocaría estudiar a una ‘historia estructural’» (p. 64). Pero
tal juicio no va contra todo estructuralismo. Lo deja explícitamente
señalado al final del capítulo: «A nuestro juicio, no hay una incompatibilidad
de principio entre estructuralismo e historia. Puede y debe explicarse en
términos estructurales el paso de una sociedad a otra; pero para ello es
preciso abandonar cierto estructuralismo en el punto en que ha mostrado su
impotencia» (p. 64).
VI. Estructura
e historia: análisis estructural y análisis histórico
Comienza Sánchez Vázquez señalando que desde hace varios
años algunos marxistas (cita a pie de página a M. Godelier y a L. Althusser y
sus discípulos) intentan conjugar estructuralismo y marxismo, considerando que
la perspectiva estructuralista es propia del marxismo, y que «hoy muchos
marxistas... hablan un lenguaje estructuralista sin saberlo» (p. 66).
Para Sánchez Vázquez «el historiador no puede quedarse
al nivel de la estructura, ya que una historia sin hechos, nombres o
acontecimientos sería tan abstracta como la totalidad que, de este modo, queda
hipostasiada; pero, a su vez, el historiador no puede quedarse tampoco en el
plano de los hechos y acontecimientos empíricos, ya que su verdadera realidad
se da como elementos relacionados y dependientes de un todo estructurado y,
además, porque estos hechos empíricos no son sino la forma concreta histórica
en que se manifiesta la estructura real. Los hechos empíricos tienen que ser
leídos estructuralmente para que revelen su sentido» (p. 69). Así, «la
exposición histórica no puede prescindir de ciertos elementos propios de un
análisis estructural, diacrónico, de la misma manera que... la investigación
teórica no ha podido prescindir de la forma histórica» (p. 72).
VII. El
problema de la prioridad del método estructural o del método histórico
Sánchez Vázquez sostiene que «mientras en el análisis
estructural se estudia un sistema en tanto que sus cambios internos no afectan
a su límite cualitativo y no quebrantan, por consiguiente, su estabilidad relativa,
el análisis histórico estudia el proceso de génesis, desarrollo o
transformación que forja, mantiene y, por último, hace saltar ese límite
cualitativo» (p. 75).
El análisis teórico (estructural) es conditio sine
qua non del análisis genético (histórico). Sin los supuestos del primero el
historiador no sabrá distinguir «lo que es el mero cambio cuantitativo
(compatible con el sistema) y lo que es cambio cualitativo (incompatible con la
cualidad del sistema)» (p. 76).
Ambos análisis, por lo tanto, se exigen mutuamente por
la unidad indisoluble entre la diacronía y la sincronía,
Sánchez Vázquez sigue aquí la línea del filósofo
soviético B. A. Grushin, en Ensayos de lógica de la Investigación Histórica («Ocherki
logiki istorichescogo issledovanija»), Moscú, 1961, que previamente ha
calificado (nota 20, p. 65) de «brillante aplicación del método estructuralista
en el conocimiento histórico», indicando que «se trata de un estudio de la
estructura del desarrollo de un objeto complejo concebido como sistema de
relaciones, así como de los problemas que plantea su conocimiento científico».
Propone aceptar la terminología de Grushin de método
estructural‑genético y método genético‑estructural. El primero
«correspondería propiamente a la teoría de un objeto o estructura» y el segundo
«sería aplicado al estudiar su historia, es decir, su génesis y evolución» (p.
77).
«En suma —escribe—, cuando se habla de la prioridad de
estudio de las estructuras sobre el de su génesis y evolución esta prioridad no
puede entenderse en un sentido absoluto. S la estructura se estudia como un
producto relativamente estable no sería preciso considerar sus fenómenos en un
orden histórico, ya que en ese estudio se trata de establecer su teoría y no su
historia. Si por el contrario se pretende estudiar la estructura como un
proceso de génesis, desarrollo y transformación, habrá que examinar sus
fenómenos en el orden. de la sucesión real, porque lo que se busca es
establecer sus relaciones genéticas, su historia» (p. 78).
Y concluye categóricamente: «Una verdadera historia
estructural supone, por tanto, que el proceso de desarrollo es un proceso de
unidad y diferencia, de continuidad y discontinuidad, de prolongación y
ruptura. El principio estructuralista es aplicable a la historia en cuanto que
toda estructura social es histórica, es decir, la estructura, aunque presente
una estabilidad relativa, de acuerdo con cierto límite cualitativo, se halla
sujeta a un proceso de desarrollo, en el que los cambios son a la vez
estructurantes y desestructurantes. Sólo un estructuralismo que fetichice la
estructura o que reduzca sus cambios a transformaciones de estructuras
discontinuas en el tiempo, cerrará el acceso a la verdadera historia» (p. 79).
El ensayo de Sánchez Vázquez tiene una apariencia menos
apologética que el de Lefebvre (vid. recensión de Forma, función y
estructura en «El Capital»), pero su intención es similar por no decir
idéntica. Posee rigor, claridad y coherencia, siempre, por supuesto, desde una
perspectiva netamente marxista. Como Lefebvre, da por sentadas la racionalidad
y cientificidad del pensamiento marxista, pero no se limita a la censura
del estructuralismo en base a la definición del pensamiento de Marx y al
descarte de lo que implique variación o distanciamiento de él, sino que procede
—con mayor aparato crítico que Lefebvre— a un análisis ab intra (aunque
breve y con todas las limitaciones que le impone su fijismo perspectivista) de
algunas concepciones estructuralistas.
Limitando su enfoque al estructuralismo —sus
posibilidades y límites, aciertos y desviaciones, según la concepción marxista—
el ensayo de Sánchez Vázquez es, si cabe la expresión, de mayor ropaje
académico. En el trabajo de Lefebvre, lo central de la argumentación era la
exposición del pensamiento de Marx, con tal «ordenación» que la inferencia
lógica era el rechazo no sólo del estructuralismo, sino también del formalismo
y del funcionalismo, sin dejar —como sí deja Sánchez Vázquez— la puerta abierta
para su «aceptación», siempre y cuando tales tendencias renuncien a ser lo que
son mediante su reducción a la ortodoxia marxista. La «puerta
abierta» que deja Sánchez Vázquez —más aparente que real— no implica, en lo más
mínimo, concesión metodológica, sino la tolerancia semántica. Va
indudablemente más allá que Lefebvre, cuando admite logros venturosos del
estructuralismo en la lingüística y la antropología, mientras que el autor
francés permanece en una prudente indefinición. Pero su aceptación entusiasta
de las fórmulas «superadoras» de Grushin (cap. VII) dejan claro que simplemente
prefiere —a diferencia de Lefebvre— el ataque por los flancos al ataque
frontal.
Sánchez Vázquez pretende, con una exposición de
apariencia más «objetiva», librar la batalla contra el estructuralismo
histórico (la posibilidad de estructuralismo histórico que aparentemente
concede en su conclusión no es en realidad estructuralismo histórico en
el sentido de Lévi-Strauss, sino el puro método dialéctico de Marx), sin
que en su exposición se encuentren mencionados en forma directa el formalismo y
el funcionalismo. Quizá el poner entre paréntesis la polémica de la «ortodoxia»
marxista contra estas dos últimas posiciones (de todas maneras implícita en su
análisis) no se deba solamente a un rigorismo metódico, sino al querer
resaltar, sin posibilidad de diluir la crítica, los «errores» del
estructuralismo, dada la circunstancia que señala (p. 66) de que «hoy muchos
marxistas... hablan un lenguaje estructuralista sin saberlo».
El público al cual va dirigido su ensayo es,
básicamente, el mismo al cual se orienta Lefebvre, aunque el estilo de Sánchez
Vázquez, por mayor sutileza y sofisticación (aunque no por ello menos ortodoxo
desde el punto de vista marxista) puede lograr más receptividad en determinados
ambientes académicos donde el prius metódico y los postulados positivistas
sean indiscutidos.
Muchas de las observaciones hechas al ensayo de Lefebvre
(vid, recensión a Forma, función y estructura en «El Capital») son
también válidas para este trabajo de Sánchez Vázquez. Convendrá, así mismo,
tener presentes las observaciones críticas que se expresan en la recensión a su
obra La Filosofía de la Praxis.
Estructuralismo e Historia puede, pues, ubicarse
también en el marco de la crítica marxista o la filosofía (vid. en Introducción
General, a las recensiones lo relativo a la alienación filosófica).
El absoluto antropocentrismo, típico del marxismo,
resalta desde el capítulo I, cuando Sánchez Vázquez critica a las concepciones
teleológicas que, en su criterio, identifican racionalidad y finalidad en la
historia real. (Sobre las relaciones entre racionalidad y teleología y praxis
intencional e inintencional, vid. recensión de La Filosofía de la Praxis, obra
a la cual Sánchez Vázquez remite al lector para una mayor explicación de sus
razonamientos).
Prescindiendo aquí de una crítica a fondo de la misma
(cosa que nos alejaría del objetivo de esta recensión), su afirmación de que la
filosofía de la historia de Hegel es una «versión racionalizada» del
«providencialismo, histórico» de S. Agustín o Bossuet, constituye, cuando
menos, una ligereza verbal, corriente por lo demás en los marxistas,
«ortodoxos» o no, en la valoración de posturas disímiles a las suyas. Respecto
a afirmaciones de tal calibre, al igual que con relación a toda la crítica del
estructuralismo, hay que tener presente que (como ya se indicó con relación a
Lefebvre) Sánchez Vázquez adorna, en su aplicación, la crítica en la
refriega de Marx; la cual, a pesar de su adorno, en este caso, es siempre crítica
en la refriega. Marx la describió con crudeza, sin ningún tipo de afeites:
«no es el bisturí anatómico, sino un arma», decía. Y agregaba: «Su objeto es el
enemigo, al que no se trata de refutar, sino de destruir... Esta crítica
no se comporta como un fin en sí, sino simplemente como un medio. Su
sentimiento esencial es el de la indignación, su tarea esencial es la denuncia»
(MARX, C., «En torno a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel»,
en La Sagrada Familia y otros escritos filosóficos de la primera época, México,
1958, p. 5).
La crítica a la religión (implícita en Lefebvre)
es explícita en Sánchez Vázquez. El primer supuesto, para él, de la búsqueda de
la racionalidad «verdadera» de la historia real es la exclusión de un sujeto
histórico trascendente o suprahumano (cfr. p. 45). Este primer supuesto está en
relación directa con su rechazo de la teleología y a la vez lo fundamenta.
Llega de esta manera Sánchez Vázquez a poner de manifiesto el antropocentrismo
marxista que se hace así total, pues si se excluye todo sujeto histórico
trascendente o suprahumano, queda sólo el Hombre. La «racionalidad», por
esta vía, encuentra su fuente en el absoluto de la materia, en el absoluto de
la inmanencia. Con la expresión «sujeto histórico» no logra Sánchez Vázquez
ocultar que lo que le interesa (rechazo a la «alienación religiosa» como
primera alineación en el pensamiento marxista) es eliminar de raíz la
trascendencia intrínseca del cristianismo. La visión de Dios como Fin Ultimo y Bien
Supremo; de Dios como Legislador, Juez y Padre; del Dios personal y
trascendente, Alfa y Omega, Principio y Fin, está de más, porque Dios está
negado ab initio.
Sánchez Vázquez lo dice expresamente: «Si en lugar del
Dios de San Agustín o del Espíritu de Hegel ponemos al Hombre y la historia se
presenta como su marcha necesaria en el tiempo hacia la realización de un fin
inmanente a ella (libertad, felicidad humana o unidad de la existencia del
hombre con su esencia), es evidente que se recorta el ámbito del sujeto y se le
instala en un suelo real, pero con ello no se fundamenta la existencia misma de
ese fin último o meta de la historia... toda concepción de la historia que
presenta a ésta como realización de un fin y que busque en ello la
racionalidad, justamente en la medida en que encuentre esta racionalidad
tributaria de la teleología abandona también el suelo de la historia real» (pp.
43‑44).
Tal planteamiento podrá servir de base a un marxista
«ortodoxo» para la crítica del joven Marx, pero es radicalmente inaceptable
para un cristiano. El absoluto antropocentrismo que plantea Sánchez Vázquez
—secuela del ateísmo radical del marxismo— es incompatible con la intervención
de Dios en la historia; intervención que no priva al hombre en su actuar
racional y libre, de la intransferible responsabilidad de sus acciones ante
Dios y ante los demás hombres. Para un cristiano los misterios de la
Encarnación y de la Redención —con la mutua implicación que existe entre ambos—
es de hecho algo insoslayable del sentido mismo de la historia. Y su
participación en el orden de la creación, como causa segunda, y su legítimo quehacer
en la búsqueda multiforme de fines intermedios, sólo adquieren plena
dimensión en la correspondencia libre y personal a la gracia divina, en su
marcha (el hombre es ser itinerante) hacia su fin último, la visión
beatífica de Dios mismo, Uno y Trino, Causa Primera e Incausada. Si se niega la
intervención de Dios en la historia y se niega la propia existencia de Dios, el
ateísmo radical conduce a la sublimación de la praxis marxista en el contesto
del inmanentismo materialista.
Los tres supuestos que Sánchez Vázquez coloca para la
búsqueda de la «verdadera» racionalidad de la historia real («a. exclusión de
un sujeto histórico trascendente o suprahumano; b. el reconocimiento de que la
historia la hacen los hombres; c. la liberación de la racionalidad de toda
dependencia de la teleología, sea esta trascendente o inmanente al hombre» p.
45): evidencian claramente «una inversión secularizada y atea de la esperanza
judeocristiana, de la mística, de la teología y del Apocalipsis católico. En
esta fe religiosa ‘al revés’ reside todo el dinamismo profético y mesiánico del
marxismo y de su sentido de la historia» (IBAÑEZ LANGLOIS, J. M., El Marxismo:
Visión Crítica, Rialp, Madrid, 1973, p. 16).
La crítica que Sánchez Vázquez hace en el cap. II al
historicismo parece (al igual que su crítica al pensamiento del joven Marx del
c. I) estar más enmarcada en las tendencias actuales de la ideología soviética
que en el auténtico pensamiento de Marx. El dilema básico de la filosofía
marxista radica en la conciliación de un «eschaton» con la dialéctica. La ontologización
de la dialéctica, típica del materialismo dialéctico, es historicista.
Reducir el historicismo el empirismo, como pretende Sánchez Vázquez (quien
sostiene, como marxista, la ontologización de la dialéctica) no elimina
tal realidad. Para comprender su actitud, es necesario tener en cuenta lo
siguiente: «En la ideología soviética, la componente historicista, tanto en el
ámbito del materialismo dialéctico, como en el del materialismo histórico, está
atenuada: más aún, intencionalmente superada. Queda, sin embargo, por resolver
el problema de la conciliación de la dialéctica con el reconocimiento de
soluciones y verdades definitivas; y la solución que se da no resuelve el
problema» (WETTER, G., Marxismo e Historicismo, en «Nueva Política», 2,
Caracas, 1971, p. 31). Sánchez Vázquez afirma (cap. III y IV) que el
estructuralismo ha logrado éxitos en la lingüística y la antropología, pero
niega, criticando a Levi‑Strauss, (c. V.) la posibilidad de una historia
estructural. Ahora bien, las mismas críticas que él formula contra «cierto
estructuralismo» (p. 64. el subrayado es mío) serían reversibles contra el
marxismo, pues también el marxismo pretende que se acepten como historia
real «las ruinas que quedan en pie después de haberla destruido», para usar
sus propias palabras.
En efecto, cuando Sánchez Vázquez afirma (p. 67) que «lo
determinante en última instancia es lo económico», y agrega, con toda fidelidad
al marxismo «ortodoxo» que la economía es «en definitiva», la que determina
cuándo lo no económico desempeña en una formación económico-social el papel
dominante o principal, hace patente la negación del marxismo «ortodoxo» del
supuesto básico para la validez de cualquier investigación histórica: que la
historia tiene por objeto el drama de la existencia humana, en cuanto tal drama
es realizado por sujetos, provistos de tres elementos: conciencia de sí mismos,
inteligencia y libertad; pues si imaginamos a los seres humanos desprovistos de
estos tres atributos resultaría imposible escribir sobre la historia (Cfr.
BUTTERFIELD, H., El Cristianismo y la Historia, Buenos Aires, 1957, p.
39).
Para quien no acepte, pues, sus a prior¡ para la
búsqueda de «la verdadera racionalidad de la historia real» (cap. I, in
fine, p. 45), todos los planteamientos de Sánchez Vázquez serán algo sin
sentido; o, cuando más, aguda e inteligente expresión de la crítica en la
refriega.
Resalta en Sánchez Vázquez —al igual que en Lefebvre— el
prius metódico. Lo ya dicho sobre la subordinación de la validez de la
ciencia al método respecto a Forma, función y estructura en "El
Capital", vale también como crítica para Estructuralismo e
historia.
Cuando Sánchez Vázquez rechaza «cierto estructuralismo»
proclamando solamente como válido el relativo estructuralismo intrínseco al
método dialéctico (marxista) —cap. V y VI—, en realidad rechaza al
estructuralismo auténtico. Es decir, admite un estructuralismo que no es
estructuralismo en sentido estricto. Parece querer crear, como antídoto a la confusión
estructuralista en el campo marxista, una confusión marxista en el campo
estructuralista. Su rechazo al estructuralismo auténtico aparece claro al
inicio del cap. VI («hoy muchos marxistas... hablan un lenguaje estructuralista
sin saberlo», p. 66).
Su crítica (cap. I) al joven Marx, por una parte; y, por
otra, su aceptación (cap. VII) de los planteamientos de B. A. Grushin
(aceptación de Grushin que, recuérdese, llega hasta la adopción de la
terminología de método estructural‑genético y método genético‑estructural)
para la superación de la antinomia de F. de Saussure (sincronía‑diacronía),
que en su criterio no logró superar Levy-Strauss, es también reflejo de que en
su crítica al estructuralismo Sánchez Vázquez se mueve siempre enmarcado en las
coordenadas de la ideología soviética actual (ideología oficial del PCUS), en
la cual la desestalinización, a partir de 1958, ha alcanzado también a la
filosofía.
Los planteamientos expuestos en los capítulos V, VI y
VII son coherentes, lógicos, si se admiten como válidos (hipótesis ya negada)
los presupuestos de los cuales Sánchez Vázquez parte.
No está de más insistir en que para Sánchez Vázquez la
«verdadera» historia es la dada por la concepción marxista de la historia, y
que en este ensayo está implícita la afirmación desarrollada por él in
extenso en La Filosofía de la Praxis (vid. recensión respectiva) de
que praxis es únicamente la praxis marxista, puesto que lo que se opone
a ella es antipraxis.
Más exacto hubiera sido titular este ensayo, en vez de Estructuralismo
e Historia, como Estructuralismo y Concepción Marxista de la Historia. Así
como en la recensión a La Filosofía de la Praxis se señala que esa obra
de Sánchez Vázquez debería en propiedad llamarse Filosofía de una Praxis (la
marxista), en el caso que nos ocupa la identificación que el autor
realiza entre historia y concepción marxista de la historia resulta,
para cualquier no marxista, totalmente inaceptable.
La cita de la Divini Redemptoris junto con las
demás referencias al Magisterio de la Iglesia que aparecen en la recensión de La
Filosofía de la Praxis, son sumamente elocuentes respecto a la incompatibilidad
radical de la base teorética del trabajo de Sánchez Vázquez con la doctrina
católica.
Muchos de los señalamientos contenidos en la valoración
crítica de la recensión de Le Marxisme de Lefebvre, y en especial la
referencia a la doctrina de la Const. Dogm. Dei Filius del Concilio
Vaticano I, son aplicables tanto a Forma, función y estructura en «El
Capital» como a Estructuralismo e historia.
J.R.I.
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(*) Resultan insólitas, en la edición usada, las repetidas variantes y alteraciones del apellido Lefebvre: en la portada aparece Lefebvre, en la portadilla Lefébvre, en la Nota Preliminar indistintamente Lefévbre y Léfevbre.