KULA, Witold

Teoría económica del sistema feudal

Trad. Estanislao J. Zembrzuski. Ed. Siglo XXI, México, 3ª Ed., 1979, 239 pp.

 

            I. Para un historiador marxista, como lo es Kula, el «feudalismo» no es un sistema social, jurídico y político imperante en Europa occidental durante los siglos X al XIV, según acepta la historiografía europea, sino un «modo de producción» que genera ciertas «relaciones» entre las clases y que corresponde a la etapa de tránsito desde una sociedad esclavista a otra burguesa. Para sostener esta postura es necesario olvidar que la única documentación que emplea la palabra feudo, con sus derivaciones correspondientes, se encuentra en la época antes mencionada. Por consiguiente se necesita inventar un lenguaje, así como un modelo económico, para aplicarlos a una realidad dada y calificar a ésta de «feudal». De este modo, al hablar del sistema feudal, el libro de Kula parece referirse más bien a una etapa pre-capitalista en el desarrollo económico de Polonia, que fue cronológicamente muy tardío.

            Esta advertencia previa parece necesaria, antes de proceder al análisis del trabajo que nos ocupa, por dos razones: cualquier lector culto occidental encuentra dificultades para seguir el largo camino de las sinuosas y abstractas modelaciones previas a que nos somete el planteamiento marxista; por otra parte, el propio Kula escapa muchas veces a la propia rigidez del esquema elegido para emplear un lenguaje más cercano al que utilizan los especialistas en los siglos XVI al XVIII. Es natural. Kula ha trabajado en París en estrecho contacto con la «escuela de los Annales» que, aunque inclinada a la aceptación de ciertos métodos marxistas, al menos entre los años 1960 a 1970, nunca se ha sometido a ellos. Sus investigaciones, sobre documentos, le han llevado a descubrir que esa ley única fundamental de evolución de las sociedades, tal y como había sido expuesta por Stalin, comentando a Marx, no se cumple en la realidad. Esta comprobación le mueve a adoptar una actitud revisionista.

            Kula trata de salvar el escollo apelando a un pluralismo de modelos de sociedad, reconocido por los historiadores que él mismo califica de «post-marxianos», aunque no indica a quienes se refiere. Un rasgo común al revisionismo político y al post-marxismo intelectual, es la aceptación de una pluralidad de vías para el acceso y comprensión de los fenómenos. Pero la pluralidad de vías no significa pluralidad de metas. El objetivo sigue siendo el mismo: socialismo e interpretación materialista dialéctica de la Historia. Las interpretaciones no marxianas siguen careciendo, para Kula, de valor «científico». El libro se inicia precisamente con unas palabras de Engels para justificar que ya en el marxismo primitivo se aceptaba la existencia de muchas «tesis fundamentales», aplicables a cualquier tiempo y lugar, junto a otras muchas que «para sus creadores» no eran «lugares comunes».

            II. El libro está dividido en siete capítulos. De ellos, los III y IV ―175 páginas, sobre un total de 239― constituyen el núcleo fundamental de análisis. Los otros son antecedentes y consecuentes que tratan de insertar los resultados cae dicho análisis en la estructura mental del marxismo. Dos capítulos previos ―¿A qué preguntas debe responder nuestro modelo? y La construcción del modelo― se dedican íntegramente a preparar el modelo socio-económico que se propone después aplicar a una empresa señorial de tipo medio en el sur de Polonia entre los años 1786 y 1798. El título y las pretensiones resultan indudablemente excesivos.

            Aunque insiste en que el número de «tesis fundamentales que el marxismo contiene», es decir, «de aplicación universal a la actividad económica humana» es mucho mayor del que una consideración superficial permitiría creer, llega a la conclusión de que «la mayor parte de las leyes económicas y justamente las más ricas en contenido, tienen un alcance espacial y temporal limitado, circunscrito por lo general a un determinado sistema socio-económico». En consecuencia debería existir, al menos, una teoría económica de la comunidad primitiva, otra del sistema capitalista, otra del sistema socialista ―«impedida por fenómenos harto notorios que frenaron el desarrollo del pensamiento científico marxista»― y otra del sistema feudal. Esta última es la menos trabajada por los investigadores, porque, como ya advirtiera Lenin, «Marx sólo estudió aquellos elementos del sistema feudal que le eran necesarios para investigar el proceso de desarrollo del capitalismo». La dificultad procede de que, mientras que por los esfuerzos de B. D. Grekov ―en el momento de la exaltación del patriotismo ruso― el marxismo aceptó que había excepciones en la sociedad esclavista (los goroditché son reconocidos como comunidades libres primitivas y origen del Estado ruso, al mismo tiempo), la universalidad del feudalismo como etapa previa al capitalismo sigue siendo un dogma.

            La afirmación realizada por Stalin de que cada «sistema» debía poseer una sola ley fundamental, estimuló a los investigadores soviéticos en la búsqueda de esta ley fundamental del feudalismo. Aunque la afirmación era falsa, advierte Kula, el esfuerzo realizado permitió lograr algunos avances muy significativos. Pero la falsedad del principio permite, en cambio, prescindir de la obligación de realizar una previa definición del feudalismo; lo cual coloca al investigador marxista en plena libertad para formular sus preguntas y construir un modelo.

            Este modelo debe explicar, en todo caso, cuatro leyes fundamentales: a), las leyes que regulan el volumen del excedente económico y del crecimiento de la empresa; b), las que rigen la distribución de las fuerzas y medios de producción; c), las de la dinámica a corto plazo ―es decir, que rigen la adaptación de la economía a las cambiantes condiciones sociales―; y d), las de la dinámica a largo plazo que determinan la desintegración del sistema y su transformación en otro. Aparte queda el análisis de las relaciones de la empresa feudal con los fenómenos del mercado, interno o externo. Con ambas cuestiones, es decir, leyes fundamentales y relaciones
socio-económicas con el mercado, se cubren de modo suficiente, según Kula, todos los aspectos del problema.

            «La elaboración de una teoría requiere la construcción previa de un modelo» (p. 13). Kula reconoce que esta afirmación despierta en la mayor parte de los historiadores una oleada de protestas, que se deben al «mito de la historia como ciencia de lo concreto... a la que sólo interesa lo individual». Pero, remontándose a la famosa explosión de cólera de Sombart, en el Congreso de Heidelberg de 1903, Kula, que tacha de «mezquinas» a las críticas que entonces se dirigieron al autor del «Der moderne Kapitalismus», se olvida de decirnos que estas críticas, y no la teoría de Sombart, son las que siguen ahora los medievalistas. El modelo que él se propone construir sigue el esquema trazado por W. A. Lewis y la escuela de Manchester. Pero trata de moderar el rigor con que ésta atribuye valor dinámico únicamente al sector comercializado, en el que incluye, desde luego, la oferta de trabajo, mientras que reduce a términos estáticos el sector económico «natural». Aunque reconoce también cierta influencia del modelo propuesto por F. Mauro para el estudio de la economía en Francia entre los siglos XVI y XVIII, ésta se hace menos visible que la de Lewis en la práctica.

            El modelo, expuesto en las páginas 21 a 24, se resuelve en diez postulados previos: predominio abrumador de la agricultura en la economía; monopolio de la propiedad en manos de la nobleza que impide que la tierra se convierta en mercancía y mantiene su rentabilidad en niveles muy bajos; distribución de la totalidad de las fuerzas productivas entre la aldea y le reserva señorial; barreras de servidumbre, que impiden la movilidad de los trabajadores; prestaciones de los campesinos en trabajo; producción artesanal encuadrada en el señorío y en los gremios; libertad económica sin límites en favor de la nobleza; propensión de los nobles al consumo de lujo; existencia de países más desarrollados en un radio accesible; falta de intervención del Estado en la vida económica.

            El modelo que acabamos de sintetizar no es aplicable más que a Polonia y en la fecha prevista por Kula, quien no deja de reconocer que «estos postulados podrían discutirse también desde el punto de vista de su limitación geográfica y cronológica» (p. 23). Tendríamos, por tanto, derecho a preguntarnos por la razón que le mueve a construirlo. El autor se justifica mediante un llamamiento pragmático, nos dice, vamos a verlo a continuación. Sabemos de antemano que cada uno de los diez postulados que figuran en él ha de resultar bastante cierto. Pero al delimitar de antemano en teoría las preguntas que vamos a formular a nuestros documentos, el historiador marxista aleja tácitamente otras muchas, que procederían de la esfera de la cultura, de la política o del espíritu. De modo que vamos a entrar en el estudio propiamente dicho de investigación, con unas anteojeras que impidan distraer la atención de una estructura socio-económica, analizada bajo el prisma marxista, y de su dinámica.

            III. La exposición de los resultados de la aplicación del modelo a un dominio señorial constituido por tres haciendas y una reserva en el sur de Polonia, es la plataforma que permite a Kula elevarse poco a poco a una consideración global sobre la dinámica, interna y externa, de todo el sistema feudal polaco a fines del siglo XVIII. Un historiador no marxista objetaría que no se trata de una sociedad feudal, en modo alguno, pues faltan en ella el principio de la relación personal que proporciona el vasallaje, la reciprocidad de los lazos de dependencia y los profundos valores morales que giran en torno al concepto de fidelidad. Estamos ante un fenómeno distinto, de señorío jurisdiccional y económico tardío. Polonia, como los demás países del Este de Europa, que se vieron atenazados por la doble amenaza militar de nómadas y de otomanos, experimentó en el siglo XVI un fenómeno que puede calificarse de inverso al de Occidente: retornó la servidumbre campesina, y los grandes dominios señoriales perdieron una gran parte de su carácter jurisdiccional para volver a la explotación directa del suelo, rentable por las facilidades que proporcionaba el comercio exterior. Kula no explica nada de esto, acaso porque resulta absolutamente incompatible con los esquemas marxistas a los que desea atenerse.

            Hecha esta salvedad, realmente grave, debe decirse que el estudio de Kula es importante y muchas de sus conclusiones, cuando se las desvincula del calificativo «feudal», pueden ser aceptables. Si se aplica a una empresa no capitalista el criterio de beneficios de una empresa capitalista, sufrimos un engaño. Las haciendas analizadas en el trabajo de R. Zubyk, y ahora nuevamente por Kula, proporciona beneficios satisfactorios, de más del 5 por 100 sobre el valor del capital y hasta un 50 por 100 sobre el valor de las sumas invertidas. Pero estos beneficios son únicamente para el propietario, pues si valoramos monetariamente el trabajo y las inversiones de los campesinos, la finca experimenta pérdidas, y no ganancias. Su dinámica interna no es, por tanto, nada progresiva.

            Y, sin embargo, la «empresa campesina se mantiene durante años y años, mientras sus propietarios llevan una vida de lujo sin dar muestras jamás de agobio económico». Es esta paradoja la que Kula pretende explicar, refiriéndola al conjunto del país.

            En primer término puede afirmarse que esta diferencia entre la rentabilidad monetaria y la no rentabilidad del conjunto, aparece, según Kula, en toda empresa que no se basa en el trabajo asalariado (p. 31). Es típica del sistema feudal. Lo cual no significa que no se hagan cálculos económicos; sucede que muchos de los elementos que entran en la producción ―mano de obra o materias primas― no se contabilizan en dinero sencillamente porque no existe para ellos opción alguna de venta en el exterior. Por consiguiente, los propietarios campesinos tenían conciencia de que su modo de explotación era el mejor posible, casi el único, y sólo se sentían preocupados por la evidente degradación de la producción, de la cual culpaban en general a sus administradores. Por otra parte, la economía en una empresa polaca de fines del siglo XVIII, incluyendo la manufactura de paños que los Radziwill tenían en Nieswiez, utilizaba una contabilidad que no tenía en cuenta el valor de la propiedad ni los cambios que podían afectarlo (p. 35). Los propietarios consideraban útil, sin más, todo cuanto aumentaba sus ingresos en moneda contante y sonante.

            Carecemos de datos acerca de las explotaciones familiares de los campesinos, pero no hay inconveniente en suponer que, como sucede en muchos países subdesarrollados actuales, como la India, su rentabilidad debe considerarse deficitaria si se suman los gastos de propiedad del suelo y de trabajo de los cultivadores. Esto es cierto, pero a condición de que no se olvide el factor dominante de la economía feudal: los campesinos no tienen dónde vender su trabajo ni, apenas, dónde vender sus productos. Producen, por tanto, para su propio consumo. Es esta circunstancia la que permite a los propietarios disponer de la plusvalía sin obstáculos: «en este sentido podría decirse que el campesino-propietario hace buen uso de la teoría marginalista» (p. 43). Mientras los impuestos, prestaciones al señor y réditos de los préstamos se paguen en especie, el campesino tiene la sensación de que las cosas no marchan mal. Pero allí donde todas estas obligaciones han de pagarse en dinero, el campesino se ve obligado a vender para obtener dinero, y piensa que la producción, reducida a niveles situados por debajo de su propio consumo, ya no es provechosa. En resumen, aplicar los métodos de la economía capitalista a la «empresa» feudal, constituye un anacronismo que no puede proporcionar más que resultados paradójicos.

            IV. En una «empresa» agrícola feudal, un dominio, lo importante para el propietario es la reserva señorial. a ésta se aplica una mano de obra servil para un cultivo extensivo y no intensivo: de este modo la producción depende de la cantidad de mano de obra disponible. Cuando falta mano de obra ―es el caso más frecuente―, parte de la reserva queda sin cultivar. Cuando sobre ―caso muy raro―, se vende en otros dominios vecinos. De aquí nace la política de los señores encaminada a aumentar el número de sus siervos, favoreciendo, por ejemplo, a aquellos matrimonios que producen transferencia de personas a su propio dominio. Aunque los inventarios parecen reflejar un policultivo, esta impresión es engañosa: lo que importa es aquel producto, especialmente cereales, que se vende fuera y se convierte en dinero; las otras sementeras tienen por objeto evitar las compras en el exterior ahorrando los gastos.

            En general, el aprovechamiento de la mano de obra no era completo. Las instrucciones a los administradores insistían en los medios que debían emplear para aumentarlo. Pero en una agricultura fundamentalmente de ritmo estacional, esto resulta muy difícil: hay grandes temporadas en que la mano de obra servil permanece sin empleo. Dos factores externos contribuyen también a mermar el aprovechamiento «técnico» de la mano de obra: la falta de ganado suficiente, y las guerras y conmociones sociales que eran muy frecuentes. Esta necesidad de aumentar el ganado, que cualquier sequía diezmaba gravemente, había obligado a introducir, desde muchos años antes, diferencias muy considerables en el tamaño de las parcelas entregadas a los campesinos. La unidad teórica de las explotaciones familiares ya no existía. Por eso el campesinado aparece como una clase poco homogénea.

            Kula sigue fielmente a Marx y a Lenin en su análisis: el sistema feudal, dice, atribuye a las explotaciones campesinas la producción para el propio consumo ―incluyendo la reproducción humana y la cría de ganados―, mientras que la reserva o hacienda proporciona exclusivamente el producto excedente que se vende fuera. Teóricamente el señor debía cuidar de que los campesinos vivieran dentro de límites de holgura relativa; en la práctica, sin embargo, la opresión no se detenía sino ante el peligro de destruir los medios humanos de producción (pp. 54-55). El excedente de que se apropia el señor no se invierte nunca en una mejora de la producción: se pone al servicio del «status» del noble, que sostiene un tren de parientes, criados, huéspedes y gorrones, y que se ve obligado a mantener un boato correspondiente a su posición social. La única inversión que concibe es el aumento de las áreas dedicadas al cultivo en su reserva, restando partes a las parcelas de los campesinos. Pero esta inversión, cuando aparece, obedece a un criterio diametralmente opuesto al de las sociedades capitalistas: es mayor cuando las condiciones del mercado son desfavorables, porque tiene que esforzarse en seguir obteniendo de la venta de sus excedentes la misma cantidad de dinero para conservar el rango. A veces se guardan cosechas para vender en momentos propicios, pero esto ,no significa, en modo alguno, sentido inversionista. Pero tampoco los campesinos podían obtener provechos en años de malas cosechas, pues el valor de cambio incrementado que sus ventas le ofrecían resultaba a la larga oneroso para ellos. Cualquier compra en el exterior superaba con mucho las pequeñas ganancias que obtenía con el sacrificio de una parte de su cosecha que era, no lo olvidemos, parte también de su propia subsistencia.

            En resumen, el empresario campesino en Polonia en el siglo XXI, según Kula, tenía muy escasa posibilidad de maniobra. Cuando las condiciones del mercado eran malas, no le quedaba otro recurso que ―aumentar el volumen de sus ventas y disminuir, en cambio, el de las compras. La mayor parte de las actividades artesanos introducidas en los grandes dominios agrarios obedecen a este objetivo: evitar compras en el exterior.

            V. Las diferencias comprobadas entre unas parcelas campesinas y otras obedecen a criterios de «conservación» y «reproducción», no de enriquecimiento. Con frecuencia los campesinos se niegan a recibir parcelas mayores por el incremento de las cargas que éstas significan. De todas formas era sumamente difícil que la tierra produjese en los niveles de «conservación» que se le asignaban; unas veces hay exceso, y otras, déficit. La conducta del campesino parece ser la de consumir los excedentes cuando los hay y acudir en demanda de ayuda al señor cuando la cosecha es mala. No carece de medios para que esta demanda sea atendida puede consumir el alimento de sus ganados y el grano de la sementera con la seguridad de que el señor acudirá a reponerlo por su propio interés. Como la explotación depende de la mano de obra, y la eficacia de ésta, de sus útiles, el señor está obligado a cuidar de la vida y de las condiciones físicas y mecánicas de sus campesinos. Uno de los medios a que los señores acudieron, en Polonia, durante el siglo XVIII, consistió en organizar «cajas de ayuda mutua», es decir, reservas de cereales constituidas con aportaciones de todos los campesinos, para atender a las necesidades de éstos en los años malos. Otro de los procedimientos era demorar el pago de los tributos de los arios malos a los buenos, pero apenas si conseguían otra cosa que establecer enormes deudas.

            La situación del campesino, dentro del sistema feudal, no era, sin embargo, tan mala como pudo serlo mucho más tarde, en la propia Polonia, al insertar estos modos de producción en un sistema capitalista de mercado y de impuestos en dinero. A finales del siglo XVIII los campesinos tenían todavía el recurso, en los años desfavorables, de negarse a vender y a comprar, porque tenían medios de autosubsistencia y demoraban a años mejores el pago de sus obligaciones.

            Esto no quiere decir que los campesinos no comprasen en el mercado. Lo hacían en los años de buenas cosechas ―a menudo en los de excepcionalmente buenas― y también a los buhoneros, que en Polonia se llamaban escoceses, sin duda porque en gran número lo eran. Su inversión en el campo para aumentar las cosechas, se reduce, sin embargo, al empleo de más mano de obra cuando la familia crece. Los señores acusaban a sus campesinos de aumentar sus parcelas subrepticiamente a costa de las reservas, y aunque muchas veces esta afirmación era malévola hay que admitir que en otros casos sí respondía a la realidad. En el momento del cambio de herencia, los señores procedían a medir las tierras de la aldea y a transferir a la reserva señorial aquellas labranzas que habían sido incrementadas por la última generación de campesinos. Se trata, según Kula, de una especial forma de lucha de clases y de opresión. Pero esta afirmación parece contradictoria con la que a continuación presenta: los campesinos estaban dispuestos a aceptar tierras en arriendo, porque por ellas pagaban un censo en metálico y no significaban un aumento de las prestaciones personales. En resumen, «El campesino lucha porfiadamente por que se le brinde la posibilidad de producir un excedente y venderlo» (p. 85). Pero, ¿no es esto precisamente lo que hace también el señor?

            VI. El rígido monopolio de los gremios artesanales constituye una forma de explotación del campo por la ciudad. Pero este monopolio, que elimina por completo la competencia, actúa sobre una ideal inamovilidad de los precios, cosa que no sucede. Los maestros-propietarios de taller en un sistema gremial se ven favorecidos por las épocas de buenas cosechas, porque bajan los precios de las materias primas ; de los alimentos, con los que se abonan la mayor parte de los salarios, y aumenta, en cambio, la demanda. De modo que aunque las manufacturas tengan que disminuir un poco sus precios, por imposición de los nobles y medidas del Estado, esto no impide un margen abundante de ganancias. A la inversa, los años de dificultades en el campo lo son también para los gremios de la ciudad. Kula insiste, en este punto, sobre la inadecuación de los planteamientos de una historia económica capitalista, porque en el sistema feudal el mercado no es libre y las materias primas, que constituyen el factor esencial en los márgenes de ganancia, se encuentran en manos de los señores. A diferencia de los investigadores influidos más o menos por E. J. Hamilton, llega a admitir la moderada eficacia de las tarifas de precios impuestas por las autoridades provinciales.

            Para establecer una confrontación entre el autoconsumo en el campo y la comercialización de sus excedentes, Kula acude a las tierras comunales de la ciudad de Poznan, estudiadas por J. Majewski antes de 1960. No explica, sin embargo, de qué modo y bajo qué circunstancias, una ciudad puede funcionar como una empresa agraria. Reconoce, en cambio, que los cuadros
―demasiado perfectos― establecidos por Majewski para los años de 1588 a 1610, que Kula utiliza, pueden sufrir perturbaciones a causa de la exportación de trigo a los mercados internacionales. De hecho, como sabemos, Polonia había llegado a convertirse, desde el siglo XIV, en principal suministradora de cereal en la zona báltica y del Mar del Norte. Tampoco conocemos otro de los factores esenciales, la fluctuación de las cosechas. Hay que aceptar que, antes de 1772, fecha del primer reparto de Polonia y del establecimiento de las aduanas prusianas, el trigo que se exportaba equivalía a un 25-45 por 100 del total de la producción que se comercializaba. En definitiva y reduciéndose al caso de Poznan, único en el que existen datos de precios y de cosechas, se puede concluir que los precios dependían mucho más de los que existían entonces en Gdansk, puerto exportador, que de la abundancia o escasez de la producción. Kula acepta como verosímil una influencia niveladora de las exportaciones sobre la evolución de los precios en el mercado interior.

            A continuación trata de verificar su hipótesis de que las cantidades vendidas influyen mucho más que los precios en las ganancias de una empresa feudal. Por desgracia no puede presentar más ejemplos que el de Poznan, pues en las otras haciendas examinadas por los historiadores polacos falta el dato de las cosechas. Como no puede decir que la hipótesis ha sido probada, se conforma con asegurar que es la más probable. Las ganancias son mayores, aunque los precios bajen, cuando existe mucha mercancía para la venta, porque la evolución de los precios tiende a ser más estable que la de la producción.

            En el sistema feudal, concluye Kula, se da una situación inversa a la del sistema capitalista, dominado por los precios. En el capitalismo la crisis aparece cuando los precios bajan, mientras que en el feudalismo se produce cuando suben de una manera violenta, por malas cosechas, guerras o alteraciones. Ello obedece a que en el feudalismo el «rédito social» es mucho más importante y decisivo que el «rédito económico». El problema de la expansión de una empresa feudal consiste en la utilización de mano de obra que no puede desplazar. Los años buenos permiten este empleo en mayor proporción; todos mejoran entonces, el señor y el campesino, pero como el crecimiento de las ganancias del primero es mucho más rápido, es en los años buenos cuando aumenta más la diferencia entre las clases.

            VII. Las investigaciones realizadas hasta ahora sobre la agricultura polaca entre los siglos XVI y XVIII demuestran que el crecimiento de la tierra cultivada muy escaso, si se compara con el de los siglos anteriores. Descendió la producción en las reservas señoriales y se redujo también la extensión de las parcelas campesinas, aunque los campesinos compensaban en parte esta merma trabajando y abonando mejor sus parcelas que la reserva señorial. La exportación de cereales, según se comprueba por otros años, era a fines del siglo XVIII muy inferior a la del siglo XVI. La causa de esta disminución no puede ser otra que el bajo rendimiento de las cosechas. Como la mano de obra a disposición del señor crece más rápidamente que la extensión de los dominios señoriales, Kula se cree obligado a concluir que dicha mano de obra tiene un rendimiento menor del normal. Del mismo modo, como aumenta la población rural y disminuye en cambio la extensión de las parcelas entregadas a los campesinos, nos encontramos también aquí con un bajo rendimiento del trabajo. Este es el primer signo de la dinámica a largo plazo, la escasa productividad. Por eso domina entre los campesinos la miseria.

            En la tendencia a la constitución de latifundios, que parece constante en la Edad Moderna polaca, pudo haber influido la facilidad con que los grandes propietarios alcanzaban con sus productos los puertos de salida, en donde los rendimientos eran mayores. Pero se hace difícil una evaluación precisa, porque el dinero era tan sólo una parte, y no la principal, en el conjunto de bienes que constituían el «rédito social», tanto del propietario como del campesino. Aplicando ciertos aspectos de su «modelo» inicial a las cifras conocidas de la venta de productos campesinos en los siglos XVI al XVIII, Kula llega a la conclusión de que los beneficios del latifundista llegaron a cuadruplicarse, los del noble intermedio se duplicaron, mientras que los del campesino disminuyeron. La consecuencia era inevitable: las tensiones entre las clases se hicieron cada vez mayores. A largo plazo, la dinámica conducía a un enriquecimiento progresivo de los ricos y a un empobrecimiento también progresivo de los pobres, hasta hacer la lucha de clases inevitable. Con lo cual las conclusiones de Kula se ajustan perfectamente a lo que, hace más de un siglo, ya dijera Marx. Los grandes latifundistas se apartaron del mercado interior, cerrado, para dedicarse únicamente a la exportación, que les era accesible.

            Los hombres que protagonizaban el sistema feudal polaco no eran conscientes de su propia estructura, y por ello no comprendían su dinámica. Pero tampoco advertían los cambios que se estaban produciendo en el exterior, en especial los descubrimientos geográficos y los progresos de la tecnología, que tanto influían en los precios de sus compras.

            La presión exterior contribuyó a estabilizar los precios en el mercado interior, revalorizando aquellos productos que podían ser exportados y rebajando en cambio aquellos otros que no encontraban fácil salida. La baja de los artículos de importación beneficiaba a los nobles y latifundistas, mientras que los campesinos, que consumían los productos industriales interiores, pagaban bastante caros estos productos. La industria interior, ligada al consumo local, no pudo progresar.

            Kula advierte a los historiadores polacos que sólo podrán comprender los fenómenos de su propio país si los estudian en relación con los que forman la llamada Historia Universal. Sólo así descubrirán la absoluta diferencia que existe entre el sistema feudal polaco y los países pre-capitalistas actuales. En los siglos XVI-XVIII, los progresos técnicos en el exterior jugaban en favor de Polonia, que compraba más barato y vendía cada vez más caro. La observación es enormemente importante y había sido ya apuntada por algunos historiadores no economistas en el caso de España. La rentabilidad en términos capitalistas actuales no es aplicable a una sociedad de estructuras señorial.

            Reduciendo las parcelas, los nobles trataban de impedir que los campesinos tuviesen dinero. Pero de hecho nunca consiguieron tal objetivo. «Puesto que los campesinos tienen dinero, ―se dijeron― es imprescindible que lo gasten de forma que venga a parar a nuestras cajas.» De ahí los proyectos de crear industrias locales destinadas a satisfacer las necesidades de sus dependientes. Los tejidos y el vodka ocupan el primer lugar, seguidos de las vajillas y el vidrio. Sin embargo, no se puede excluir la hipótesis de que, a pesar de todo, las disponibilidades monetarias de los campesinos siguieran aumentando, hipótesis que «si se la aceptase, habría de modificar notablemente nuestra imagen tradicional del siervo de la gleba» (p. 171). El príncipe Jósof Czartoryski, que figura entre los polacos más emprendedores del siglo XVIII, consideraba las destilerías de vodka como la fuente principal de sus rentas; era el modo de dar una salida interior al grano que no conseguía vender en el exterior.

            Kula sospecha que la razón de que los campesinos tuviesen cada vez más dinero era la posibilidad de hacer cultivos más diferenciados y de venta más fácil. Puede ser imposible exportar toneladas de trigo, pero siempre resulta fácil vender una docena de huevos frescos y grandes. Pero sus conclusiones significan, a poco que la investigación las confirme, un cambio muy radical en la perspectiva en que se situaban los historiadores marxistas, y que él mismo adopta en la primera parte de este trabajo. El lector tiene la sensación de que, al examinar la dinámica a largo plazo, Kula se mueve en medio de contradicciones.

            Durante los tres siglos a que se refiere el trabajo aquí analizado, los nobles mostraron una triple tendencia: a concentrar la propiedad en sus manos, aprovechando para ello los beneficios que proporcionaba la venta en el exterior; a aislar la reserva dotándola de cohesión interna; a naturalizar la mayor parte de su actividad económica. Los nobles en dificultades encontraban siempre un gran latifundista dispuesto a prestarles apoyo, pero a cambio siempre de una supeditación. Este era el procedimiento fundamental ―aparte de otros secundarios― para lograr la concentración de la tierra. Pero en cierto momento esta acumulación de tierras se vuelve en contra del propio magnate que no puede vender con rentabilidad más que a partir de ciertos precios. La tendencia a sustituir el trabajo obligatorio por censos monetarios, rompió la unidad natural. A principios del siglo XIX el endeudamiento de los grandes latifundios había llegado a convertirse en un fenómeno generalizado. Las deudas, que no preocupaban en el pleno sistema feudal ―sencillamente porque no se pagaban―, acaban arruinando a las grandes propiedades cuando en Polonia se introduce el sistema capitalista.

            El feudalismo ha seguido, en opinión de Kula, una dinámica a largo plazo que no podía conducir sino al capitalismo; es, por tanto, un precedente necesario de éste. Pero, añade, la depauperación de los campesinos que parece deducirse de las estadísticas, es un espejismo. Los campesinos permanecieron en una situación social prácticamente invariable durante todo este tiempo; y se encontraron en la misma situación en el momento en que se desintegró el sistema.

            VIII. Los resultados de este análisis ―no completo, puesto que el sistema «feudal» en Polonia alcanza hasta las postrimerías del siglo XIX― dependen del grado de verificación que sea posible establecer, pues hasta ahora, reconoce Kula, se dispone de datos insuficientes. No explica de modo suficiente el origen de las largas series, demasiado perfectas, de precios y salarios que incluye en sus pp. 194-195, pero es evidente que han de comprobarse. El libro, a diferencia de lo que sucede con las monografías de los autores occidentales, no está apoyado sobre un cuerpo documental directamente señalado, sino sobre monografías de autores polacos, que no todos son marxistas.

            El esquema, que hemos intentado resumir en las páginas anteriores, es susceptible de algunas objeciones de carácter general y no de detalle, aunque sus conclusiones no pasen del grado de meras hipótesis muy probables, como quiere su autor. Reducir los grandes dominios territoriales de Polonia, que fueron células de su propia contextura nacional y social, a una abstracción económica, a un modelo aislado de los enormes problemas de todo tipo ―políticos, militares, culturales y económicos―, ¿no altera sustancialmente su identidad? Kula reprocha con razón a los economistas occidentales su tendencia a aplicar las teorías del capitalismo a sistemas que no son capitalistas; parece, sin embargo, que él emplea una teoría de los modernos kolkhozes, que se aíslan conscientemente para retornar a una economía «natural». La razón de ser fundamental de los grandes señoríos no era la producción, sino el sostenimiento de una categoría social y de una conducta propia del noble. Sobre ellos recaían la mayor parte de las obligaciones sociales que los Estados modernos han asumido. Kula lo sabe, pero, ¿cómo y dónde se cuantifican? La servidumbre no es tampoco un fenómeno exclusivamente económico, sino que corresponde a etapas históricas de fuerte inseguridad que mueven a los hombres a ingresar en las clientelas. No se exponen las causas. Sucede además que la servidumbre no es institución típica del sistema feudal, aunque Polonia y Rusia regresaran a ella en épocas tardías, sino una herencia del Imperio romano.

            De nuevo nos encontramos con uno de los escollos con que tropieza siempre la investigación marxista por su obsesiva polarización en el factor económico. A pesar de Marx, las relaciones entre las clases no son exclusivamente económicas; también, y muy principalmente, son jurídicas y éticas.

L.S.F.

 

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