KASPER, Walter
Teología del matrimonio cristiano
Ed. "Sal Terrae", Santander 1984, 117 pp.
La versión castellana de esta obra, en su segunda edición, es de 1984; no se da noticia del año de la primera edición ni del original, en alemán —Zur Theololgie der Christlichen Ehe—, aparecido en 1981.
Desde un punto de vista doctrinal, la característica más señalada de este libro es su pretensión de reexplicar desde un planteamiento más personalista los rasgos que ineludiblemente configuran a todo verdadero matrimonio y al mismo matrimonio cristiano. Por tanto, los objetivos que se propone el autor son correctos y aceptables, si bien en la argumentación se deja notar, a veces, un tono demasiado dialéctico, unos planteamientos imprecisos y una terminología equívoca. LLegado, sin embargo, al último epígrafe del tercer capítulo (Problemas pastorales de la actualidad), respecto a la unidad y a la indisolubilidad del matrimonio, y al cuarto (El matrimonio cristiano en la sociedad moderna), se aventuran propuestas y opiniones que no parecen poder conciliarse fácilmente con los criterios doctrinales que ha sustentado la praxis de la Iglesia ante esas determinadas situaciones, y que recientemente han sido de nuevo confirmados por Juan Pablo II, especialmente en su Exhortación Apostólica Familiaris consortio.
Pasemos a la descripción detallada y ordenada del contenido de la presente obra, que consta de una introducción y cuatro capítulos.
En la introducción se advierte la importancia del matrimonio como ámbito fundamental de la vida humana y cristiana. Se señala también el creciente distanciamiento entre las convicciones practicadas en la vida, incluso por muchos creyentes, y la doctrina de la Iglesia, debido a las profundas transformaciones que se han ido produciendo tanto en la autoconciencia del ser humano como en la sociedad (Cfr. p. 8).
Dado que el matrimonio es una realidad que pertenece tanto al orden de la creación como al orden de la salvación, es preciso poner de relieve, en lo tocante al tema de la concepción del matrimonio, la recta ordenación y diversidad de la naturaleza y de la gracia (creación y salvación) (cfr. p. 10). A través de una reflexión teológica, antes que moral, que proceda con ese orden —considerar primero los valores humanos del matrimonio y después su dignidad sacramental— se debe mostrar la doctrina sobre el matrimonio de un modo nuevo, que redescubra las normas que por ley divina lo regulan.
El capítulo I: Los valores humanos del matrimonio, se dirige a mostrar aquella primera configuración del matrimonio que proviene, fundamentalmente, de las tendencias que son connaturales al amor mismo entre varón y mujer.
Sin embargo, cuando quiere afirmar que la pretendida crisis del matrimonio es en realidad crisis de algunos modos de formalizar la doctrina sobre el matrimonio o de las funciones sociales que le ha tocado desempeñar en épocas pasadas, trae algún argumento que puede resultar confuso: "es propio de la sexualidad humana una cierta indeterminación, apertura, plasticidad que exigen la formalización y determinación culturales" (p. 14); también cuando, más adelante, al hacer hincapié en que son históricas las formas concretas de realización del matrimonio, únicamente existente en esas formas determinadas, llega a afirmar que "podemos decir más: de la misma naturaleza del matrimonio es el ser histórico" (p. 15). Es claro, no obstante, que se refiere a que todo matrimonio, necesariamente, se da encarnado, y no a una concepción historicista del matrimonio.
En el apartado segundo de este primer capítulo : Castidad radical en la concepción del matrimonio: oportunidad y crisis, se señala que el paso de una sociedad agraria —en la que el matrimonio y la familia son, además de comunidad de vida privada y personal, comunidad de economía y producción— a una sociedad industrial y urbana, ha supuesto que el matrimonio y la familia pierdan su dimensión pública y se privatice; esta privatización del matrimonio —se dice— puede facilitar la personalización del matrimonio —propiciada también por la paridad de la mujer con el varón—, pero no necesariamente; también puede conducir, si no se encauza bien, a su cosificación y despersonalización (cfr. pp. 19-22). Seguidamente, se conecta esta nueva concepción más personal y paritaria del matrimonio con la posibilidad de elaborar de una forma nueva todos "los objetivos dentro de los que la tradición eclesial ha situado al matrimonio" (p. 22).
En el marco de este intento de nueva elaboración sitúa el A. la exposición sobre el matrimonio de la Gaudium et Spes, que califica como concepción más amplia en comparación con la doctrina tradicional católica, de corte más objetivante e institucional, que se perfilaba —por ejemplo— en la definición del consentimiento del c. 1018 & 2 del antiguo Código (cfr. p. 23).
La concepción más amplia de la Gaudium et Spes —dice— estaba ya presente en el Catecismo Romano y en la Casti connubii, y desde ella es posible "recuperar" de un modo nuevo los elementos "objetivos" e institucionales del matrimonio. Esto todavía no se ha conseguido satisfactoriamente por la doctrina eclesial; lo que sí está claro es que esa recuperación se ha de lograr partiendo, como punto de integración, no ya de la generación de descendencia sino del amor y la fidelidad mutuos (cfr. pp. 24-25).
Una cierta contradicción se advierte cuando concluye que se ha de "pensar la esencia de la persona y del matrimonio no de una forma natural sino relacional" (p. 25), y después, citando a la Gaudium et Spes, dice que "(...) la persona humana (...), por su naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social" (el subrayado es nuestro), pues, no parece, en consecuencia, que lo relacional sea ajeno a la natural (p. 25).
El tercer apartado de este primer capítulo se titula: Puntos de arranque hacia una nueva comprensión. Y un primer punto de arranque será el Amor personal, entendido no en un sentido superficial o simplemente sentimental sino como amor plenamente humano por el que se acepta al otro por sí mismo, es decir, en cuanto ser humano. Este es el sentido de la sexualidad misma, en la que se funda el matrimonio, si se trata de una sexualidad personalizada, como así debe ser. El matrimonio es, en efecto, la forma más completa de unión personal entre el hombre y la mujer que abarca, más que cualquier otro modo de relación interhumana, la totalidad de la persona de los cónyuges en todas sus dimensiones (pp. 26-28). Estas afirmaciones no parecen muy lejanas de las que Juan Pablo II suele repetir en su magisterio; además el A. se mantiene en este nivel general, sin entrar en la cuestión de las posibles consecuencias jurídicas de esta concepción, y, por otro lado, más adelante, aunque sin mucha ilación y con otro propósito, dirá que el matrimonio desde una consideración escatológica es un valor penúltimo, sobre el que no deben proyectarse expectativas exageradas, que llevarían casi necesariamente a la decepción: ningún cónyuge puede prometerle al otro el "cielo sobre la tierra". "Esa tendencia coactiva a la absolutización y, con ella, a violentar valores penúltimos, sólo podrá ser impedida si se reconoce a Dios como dimensión definitiva (...): es ella la que religa a los cónyuges con Dios impidiendo que se esclavicen mutuamente" (pp. 62 ss.).
A continuación trata de la fecundidad que es inherente al amor, y que debe basarse, por tanto, no sólo en la conexión entre sexualidad y procreación, sino en la intrínseca naturaleza del amor personal en sí mismo considerado, que tiende siempre a su realización, objetivación e incorporación en un tercero común a ambos (cfr. pp. 29-31).
Será inmoral, por tanto, que el matrimonio y el amor conyugal se cierren egoístamente en sí mismos y no estén abiertos a la fecundidad (cfr. p. 31); ahora bien, esta fecundidad —dice— no puede depender únicamente del ritmo de la naturaleza, sino que debe estar subordinada a la responsabilidad moral del ser humano: se trata, por tanto, de una "paternidad responsable", que nada tiene que ver con el capricho pretencioso. Puede extrañar el último párrafo de la p. 33, pues afirma que los criterios que señala en orden a tomar una decisión moral determinada, no pueden proceder a concretizarla de una manera deductiva y abstracta, "en el sentido de la teoría clásica del derecho natural aristotélico-tomista, sino histórica, a través de las convicciones vividas (las 'buenas costumbres') de cada cultura" (p. 33 s.); posiblemente, lo que quiere decir es que en la decisión moral se ha de tomar en cuenta lo que conviene al bien personal, familiar y social, que no siempre entraña idénticas consecuencias; y no que la moralidad se constituya esencialmente a partir de lo histórico, pues el cuarto criterio señalado por él mismo en orden a la decisión moral es "el respeto al sentido interno de una naturaleza creada por Dios, confiada al hombre a fin de que desarrolle en ella una cultura, pero no para que la explote y la manipule arbitrariamente" (p. 33).
En el último apartado del primer capítulo se ocupa de la indisolubilidad del matrimonio vista desde la fidelidad que es propia de la misma naturaleza del amor: "se trata de una determinación ontológica de tipo intersubjetivo operada en y por la libertad, por la que dos seres humanos, en y merced a su unión, alcanzan un 'estado' definitivo" (p. 36).
El segundo capítulo se titula La dignidad sacramental del matrimonio. Los dos primeros puntos tratados aquí se dirigen a considerar el matrimonio y sus significaciones propias, tanto en el orden de la creación —como signo del amor de Dios por su Pueblo—, como en el orden de la salvación —en cuanto signo de la definitiva unión de Dios con su Pueblo en Cristo—. Esta última significación del matrimonio es la raíz de su sacramentalidad y la que le hace estar implicado de manera fundamental en la obra salvífica. El modelo de la unión de Cristo y la Iglesia configura por entero el matrimonio, que es no sólo signo de esa unión sino también una específica actualización histórica de ella (cfr. pp. 39-47).
Cuando se ocupa del Desarrollo de la tradición eclesial (p. 47) acerca de la sacramentalidad del matrimonio, trae alguna argumentación susceptible de originar cierta confusión. Así, dice que "la valoración consciente del matrimonio como uno de los sacramentos de la Iglesia (hubo de presuponer) su desacralización o, dicho en términos teológicos, su reconocimiento como realidad creatural" (p. 48 s.), pues "sólo cuando acabó de imponerse la visión mundana de la realidad pudieron comenzar a destacarse conscientemente signos y ritos concretos en su dimensión de sacramentos" (p. 48 ), lo que supone —como el A. señala expresamente— la conciencia, desde el principio, de ser el matrimonio una realidad sacra, aunque no se calificara como sacramento hasta el siglo XII. Pese a ser muy discutible, históricamente, toda esta explicación, sin embargo, se mueve en el ámbito de la formalización del concepto de sacramento; no niega, en absoluto, su institución por Jesucristo ni, por tanto, su existencia objetiva desde entonces.
En conexión con lo anterior dice que Lutero, al negar el carácter sacramental del matrimonio, lo que quiere es expresar que se trata sólo de una realidad creatural, no niega su carácter sacro; "lo único que Lutero pretende es afirmar que el matrimonio no pertenece al orden salvífico" (p. 49). No está aquí en juego —dice el A.— "una proposición de fe aislada, sino todo el fundamental problema de la relación entre los órdenes de la creación y de la redención" (pp. 49 s.). "En la medida en que hoy se ha logrado un consenso en este punto central de la controversia, también se podría comenzar a caminar hacia una solución de la cuestión de la sacramentalidad del matrimonio" (p. 50).
En el siguiente apartado de este capítulo se detiene en considerar —acertadamente— las dimensiones cristológicas y eclesiológicas del matrimonio. Desde una perspectiva escatológica —como ya quedó dicho—, pone de relieve el valor penúltimo del matrimonio, lo que a su vez indica que el matrimonio, aunque presupone una vocación y es un camino de santidad, no es la única vocación ni la única realización posible al ser humano (cfr. pp. 51-64).
El tercer capítulo trata de la Unidad e indisolubilidad del matrimonio, ahora desde su consideración sacramental. Estas dos propiedades esenciales que corresponden de suyo al matrimonio ya en el orden de la creación, y frente a las cuales sólo tardíamente se permitió el divorcio en el judaísmo, fueron confirmadas por Jesucristo y alcanzan un carácter absoluto radicadas en la sacramentalidad del matrimonio (cfr. pp. 65-71).
Sin embargo, cuando, seguidamente, estudia este tema en la tradición bíblica, limitada al Nuevo Testamento, insiste en que las palabras de Jesús acerca de la cuestión del divorcio no fueron entendidas a la manera de un párrafo legislativo, sino como palabra profética y mesiánica. Una manifestación de esto la ve el A. en el hecho mismo de que la frase de Jesús nos haya sido transmitida de modos tan variados, pues esto muestra que la Iglesia, a la vez que se esforzaba por salvaguardar en toda su plenitud la exigencia escatológica de Jesús, quería tener en cuenta la situación concreta de cada comunidad. No se determina aquí —lo que es bastante criticable— hasta dónde puede llegar ese entendimiento espiritual de la palabra de Jesús (cfr. pp. 71-76).
Más explícito se hace el pensamiento del A. cuando, al referirse a la tradición eclesial, cree descubrir algunos testimonios que permitirían sostener que la Iglesia, en cada momento, ha mantenido una postura y unas soluciones que, junto a poner de relieve que el precepto del Señor es irrenunciable, sin embargo, no ha podido dejar de considerar la situación concreta del hombre que debe encontrar la salvación y al que no se le puede cerrar completamente toda esperanza: por eso, después de una adecuada penitencia —dice— se admitió a comulgar a los cónyuges inocentes que abandonados por la otra parte hubieran pasado a nuevas nupcias. La interpretación de los testimonios, en que se apoya el A., hay que decir que, es más que dudosa y está lejos de ser pacíficamente admitida; así, respecto a la interpretación que da a los textos que invoca, entre otros, de Orígenes, vid. H. Crouzel, L'Église primitive face au divorce, París 1971, p. 88; y para los de S. Basilio, vid. ibidem, pp. 142, 144 y 147 (cfr. pp. 76-83).
El mismo sentido último atribuye también al pronunciamiento del Concilio de Trento sobre esta cuestión (c. 7 de la Sesión XXIV, en DS 1807): "enseña con toda claridad, la indisolubilidad del matrimonio, pero no pretende recapitular sistemáticamente la totalidad de la tradición eclesial ni suministrar una doctrina acabada acerca de la indisolubilidad del matrimonio" (p. 88).
Las consecuencias de este planteamiento se irán poniendo de manifiesto en el último punto de este tercer capítulo, que se ocupa de los Problemas pastorales de actualidad, y así mismo en el cuarto y último.
Para los casos pastoralmente difíciles de quienes se han divorciado y han contraído posteriormente matrimonio civil, dice el A., que se ha de tener en cuenta: 1º) la fidelidad incondicional a la palabra de Jesús (cfr. p. 90); 2º) que para el juicio moral acerca de la culpabilidad subjetiva se han de considerar las circunstancias que pueden influir en ese juicio y, entre ellas, la mentalidad actualmente dominante (cfr. pp. 91-93); 3º) que el matrimonio civilmente contraído por un divorciado en vida del primer cónyuge está, desde un punto de vista objetivo, en contradicción con el orden instituido por Dios, pero puede implicar una serie de valores humanos por los que no cabría calificarlo como mero concubinato (cfr. pp. 93 ss.).
Si estas tres consideraciones pueden ser admisibles, no lo es sin embargo, el que se presente el matrimonio civil como solución a la que irremediablemente estarían abocados algunos después de la ruptura de su primer matrimonio (cfr. p. 95), y menos aún la posibilidad que se apunta como digna de profundización de que quienes han actuado así, una vez que se han arrepentido, si han hecho lo posible por lograr una reconciliación con el primer cónyuge y si el segundo matrimonio ha llegado a constituir un lazo que impone obligaciones que no pueden ser desconocidas, pudieran ser admitidos a los sacramentos. El A. reconoce, no obstante, que esta posibilidad no es real en la disciplina actual de la Iglesia y que sería necesario un pronunciamiento de la Jerarquía para que fuera legítimo actuar así. Hay que señalar también que aunque la traducción española de esta obra es de 1984, el original probablemente es anterior a la Exhortación Apostólica Familiaris consortio, que se ocupó de estas situaciones difíciles (cfr. FC, nn. 82 y 84).
El capítulo IV: El matrimonio cristiano en la sociedad moderna, trata primeramente de la Relación entre el matrimonio eclesiástico y el matrimonio civil. Junto a ser, en general, admisibles y discutibles las argumentaciones históricas del A. en este punto, que pretenden explicar la situación actual, resulta impreciso afirmar que "ya no hay por qué concebir la relación entre el matrimonio civil y el eclesial como una oposición o como yuxtaposición indiferente. Lo mismo en su diversidad que en su mutua ordenación, el matrimonio civil y el eclesial pueden dar expresión, de una manera acorde con las circunstancias actuales, a la pluridimensionalidad del compromiso matrimonial único" (p. 106). No obstante reconoce que sólo mediante la forma eclesial prescrita alcanza el matrimonio entre cristianos su compleción interna y es el que puede ser reconocido como canónicamente válido y como sacramento. Además afirma la oportunidad de mantener la celebración religiosa del matrimonio con carácter obligatorio para evitar la secularización y privatización del matrimonio.
A continuación, y por último, considera El matrimonio como sacramento de la fe. Comienza aquí por mostrarse crítico ante el criterio de admitir sin ninguna traba al matrimonio canónico a los católicos que injustamente abandonan su matrimonio anterior, civilmente contraído, puesto que la misma Iglesia de diversos modos reconoce cierta relevancia al consentimiento naturalmente suficiente que quizá haya sido emitido al celebrar matrimonio civil. Para evitar las dificultades morales que suscita este modo de proceder, sugiere el establecimiento de un impedimento dirimente (pero dispensable) que obste el matrimonio canónico a quienes estén unidos por un matrimonio civil previo. Ante este planteamiento no se debe dejar de reconocer el fundamento de las razones invocadas por el A., pero el camino más adecuado y suficiente para atenderlas parece ser el que actualmente recoge el c. 1071, 3º: la no asistencia a esos matrimonios del testigo cualificado sin la debida licencia del Ordinario. En la postura que apunta el A., no se acepta con la suficiente relevancia que en esos casos, en un orden objetivo, no existía ningún matrimonio válido anterior.
Seguidamente, vuelve a considerar los aspectos positivos, incluso en el orden de la significación de la unión de Cristo y la Iglesia, que supone toda voluntad humana de contraer matrimonio. Si esto es verdad, dicho así, pueden no serlo las aplicaciones que de ese principio se hagan. Así no lo es —como pretende el A.— en el caso de los divorciados que se vuelven a casar, pues éstos significan mejor la unión de Cristo con la Iglesia a través de su primer matrimonio, absteniéndose de atentar nuevas nupcias (cfr. FC, n. 83).
Respecto a la cuestión de la fe requerida para contraer matrimonio canónico, dice que "es suficiente que tengan la intención de casarse al modo de los cristianos" (p. 114); en esta postura minimalista —según el A.— se puede descubrir, afirma él, la voluntad virtual de hacer lo que hace la Iglesia. Esto no es del todo exacto, pues, por la "peculiaridad de este sacramento respecto a otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador 'al principio'" (FC, n. 68), la intención requerida consiste en querer contraer un matrimonio según el proyecto de Dios desde el "principio" (cfr., n. 68).
L.M.G. (1989)
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