Ed. Losada, Buenos Aires, 224 pp.
I. INTRODUCCIÓN
Kafka, novelista checo de
lengua alemana, nace en Praga el 3‑VII‑1883. Precursor del expresionismo
y del surrealismo, en sus novelas y narraciones expresa la situación aporética
del que experimenta la existencia como cosa absurda. Era hijo de un comerciante
judío de buena fortuna, establecido en Praga. Su madre pertenecía a una familia
distinguida de la capital checa. Terminados los estudios medios, cursó la
carrera de leyes en la Universidad de Praga y obtuvo el doctorado en 1906.
Enfermo de tuberculosis desde 1917,
Kafka buscó la salud en varios sanatorios. Preocupado por problemas religiosos,
se entregó a la lectura de Kierkegaard. En el último año de su vida conoció a
una joven judía, Dora Dymant, a cuyo lado creyó sentirse feliz y animado para
el trabajo; pero la enfermedad había minado su existencia. Murió en el
sanatorio de Kierling, cerca de Viena, el 3‑VI‑1924, y fue
enterrado en el cementerio judío de Praga[1].
II. RESUMEN DE LA NOVELA
El protagonista principal, José K, resulta detenido en la pensión donde se
aloja, acusado de un delito de naturaleza ignorada tanto para él, como para los
funcionarios de la justicia que le notifican la iniciación de su proceso.
Este hecho no altera la existencia habitual de K, que, pese a todo, puede
seguir acudiendo al Banco del que es apoderado, todos los días.
Al regresar a la pensión, concluida la jornada, conversa con la señora
Grubach, dueña del establecimiento, sobre los hechos ocurridos por la mañana.
En realidad, su interés se centra en saber si se encuentra en casa la srta.
Bürstner, en cuya habitación había estado la comisión investigadora. Más tarde
va a verla para pedir excusas por el desorden en que los funcionarios han
dejado su cuarto, aunque su intención es la de seducirla.
Capítulo II
A
los pocos días, K recibe una llamada telefónica anunciándole que será sometido
el domingo —para no interrumpir su horario de trabajo— a un primer
interrogatorio. Decide asistir, anulando incluso la invitación a un paseo en
yate que para ese día le había hecho el director adjunto del Banco.
Se
dirige a un suburbio pobre de la ciudad y, no sin esfuerzo, localiza finalmente
la dirección que busca. Una vez dentro se da cuenta de estar en una vivienda,
llena de gentes del más variado aspecto. Es invitado a entrar por “una joven de
ojos negros, que lavaba ropa blanca de niños”.
La
rumorosa asamblea, integrada por personas vestidas en su mayoría de negro, con
largas levitas, está presidida por un hombre pequeño, sentado detrás de una
mesita. El juez de instrucción hace algunas preguntas, a las que José K
responde altaneramente, censurando los procedimientos judiciales y tratando de
conquistar así la aprobación de su extraño público.
Tras
presenciar un incidente protagonizado por la lavandera y un hombre que la
abrazaba en un rincón de la sala, espectáculo que entretuvo a los presentes, K
decide abandonar el lugar, increpando a los funcionarios judiciales y
recriminándoles de nuevo su actitud.
El
domingo siguiente, sin haber sido convocado, el acusado se dirige de nuevo al
mismo lugar. En la sala, ahora completamente vacía, es recibido por la misma
mujer de la vez anterior. Ella y su marido, ujier del tribunal, viven
gratuitamente en la sala de sesiones, que deben dejar libre cuando actúa la
justicia. Tras observar los viejos y sucios libros, con algunas ilustraciones
obscenas, que usan los funcionarios públicos, José K dedica su atención a la
mujer, que ha comenzado a relatarle sus confidencias, y se siente atraído por
ella. En ese momento, aparece el estudiante de derecho que la había abrazado en
la primera sesión, personaje al que la mujer se prodigaba, pensando en la
futura influencia que alcanzaría. El joven la conduce por la fuerza al juez de
instrucción, que solicitaba también sus favores. Tanto ella como su marido
toleran la situación, puesto que su supervivencia depende de este asentimiento.
Poco después, el ujier conduce a K a la sala de espera, donde aguardan los
acusados “como mendigos en la esquina de una calle”. Finalmente, después de
haber soportado en una de las oficinas un ambiente pesado y enrarecido, que le
causa no poco malestar, José K decide irse, proponiéndose pasar mejor los
domingos en adelante.
Aparece en este capítulo un nuevo
personaje: la señorita Montag, que se traslada a la pensión para compartir la
habitación con la señorita Bürstner. Esta circunstancia molesta a K, porque
altera el plan de seducir a su vecina.
Días
después, ya a punto de salir del Banco, José K oye unos gemidos al pasar junto
a una habitación dedicada a los trastos inútiles. Intrigado, entra en ella y ve
con asombro que los dos inspectores que le habían detenido días antes están
siendo azotados por un verdugo. Al descubrir que el motivo es la queja
presentada por él mismo al juez acerca de los funcionarios, se compadece e
intenta, sin éxito, sobornar al verdugo para que interrumpa el castigo.
Entonces piensa que la justicia está corrompida y hay que luchar contra ella.
Al
día siguiente, al marcharse de la oficina, decide inspeccionar de nuevo la habitación,
y es mayúscula su sorpresa al encontrar allí a los inspectores, ya vestidos, y
al verdugo, que se lamentan de su suerte, como el día anterior.
Esta
escena pone muy bien de manifiesto el absurdo kafkiano y el ambiente de
pesadilla que domina la obra.
Capítulo VI
Hace
su aparición en la historia el tío de K, que, enterado del proceso contra su
sobrino, viene a visitarlo con la intención de prestarle ayuda. Con ese fin, le
propone ir a ver al abogado Huld, antiguo condiscípulo suyo, profesional de renombre
y buen defensor de causas justas. Al llegar a su casa, son atendidos por Leni,
la enfermera que cuida al abogado, ya que éste se encuentra en cama, aquejado
de un problema cardíaco. Huld, enterado ya del proceso, decide asumir la
defensa del acusado. Mientras conversan, suena un ruido fuera de la habitación.
José K sale a ver qué lo ha producido y se encuentra con la enfermera, que ha
roto a propósito un tiesto para llamar su atención. Hablan del proceso,
intercambian confidencias y flirtean. Leni le entrega la llave de la casa para
que vaya a visitarla cuando quiera.
Capítulo VII
La ansiedad de K a causa del
proceso se acentúa; la evolución del asunto es sumamente lenta e imprevisible:
a dos meses de su iniciación, ni siquiera se ha presentado la primera demanda.
A medida que el protagonista se va
sumergiendo en su misterioso proceso, va perdiendo más y más interés por el
trabajo del Banco. Un industrial que lo visita le proporciona una nueva pista:
ha oído hablar de su juicio a un pintor que está en buenas relaciones con los
jueces. Usa el seudónimo de Tintorelli. Le recomienda conversar con él, pues
podría indicarle el modo de aproximarse a los magistrados.
Picado por la curiosidad, José K
resuelve hacer una visita al pintor. Se encamina a un barrio aún más pobre que
el del tribunal y, guiado por una niña de trece años, algo jorobada y
totalmente corrupta, localiza al hombre en un miserable y lóbrego cuartucho.
Tintorelli se gana la vida retratando a los jueces, y ello le brinda la ocasión
de intimar un poco con ellos. A las preguntas de K responde presentándole tres
posibles tipos de absolución: la real, la aparente, y la prórroga ilimitada.
Como las tres posibilidades ofrecen ventajas e inconvenientes casi
equivalentes, el protagonista no se decide finalmente por ninguna de ellas.
Antes de abandonar el cuarto, el pintor le ofrece algunos cuadros, llenos de
polvo, que K compra por cortesía.
Para evitar a José K el encuentro
con las pilluelas que espían desde fuera, Tintorelli le hace salir de la habitación
por una puerta situada detrás de la cama, que conduce a las sombrías oficinas
de la justicia, instaladas en un granero. Esta es una de las escenas más
significativas de la novela:
“Abrió finalmente la puerta,
inclinándose sobre la cama.
—No se preocupe,
dijo, por subirse al colchón; no se puede pasar de otro modo.
K no necesitaba este estímulo para
pasar sin ningún escrúpulo.
Ya había incluso puesto el pie en
pleno centro de la colcha, cuando, mirando a través de la puerta abierta,
retrocedió con sobresalto:
—¿Qué es lo que hay
ahí?, preguntó al pintor.
—¿De qué se extraña?,
interrogó a su vez el otro, también sorprendido. Son las oficinas de la
justicia. ¿No sabía usted que aquí también había? Las hay en casi todos los
graneros, ¿por qué no iba a haberlas aquí? Mi propio taller forma parte de sus
locales, pero la justicia lo ha puesto a mi disposición.
K estaba menos asustado de haber
encontrado en ese lugar los archivos de la justicia que de constatar su
ignorancia en todo lo referente al tribunal. Le parecía que la regla de oro
para un acusado debía ser la de estar siempre dispuesto a todo, no dejarse
jamás sorprender; no mirar nunca a la derecha cuando su juez se encontraba a la
izquierda, y era precisamente contra esta regla fundamental contra la que él
volvía una y otra vez a pecar.
Se extendía ante él un largo
corredor, del que venía un aire comparado con el cual el del taller parecía
refrescante. A uno y otro lado se alineaban unos bancos, como en la sala de
espera del secretariado del que dependía el asunto de K. La instalación de
estas oficinas parecía estar reglamentada desde todos los puntos de vista por
minuciosas prescripciones. Por el momento, no había una gran afluencia. Un
hombre se mantenía sentado, o mejor, medio acostado sobre uno de los bancos.
Con el rostro oculto entre las manos y apoyado contra la madera, tenía todo el
aspecto de estar durmiendo. Otro estaba más adelante, en la penumbra del
extremo opuesto del corredor. K se decidió de nuevo a saltar sobre la cama. El
pintor le siguió, con los lienzos bajo ambos brazos. No tardaron en encontrar
un ujier —K sabía ya reconocerlos por el botón de oro que
lucían en su traje civil— y
Tintorelli encargó a este hombre transportar los cuadros. K titubeó antes de
avanzar. Sostenía el pañuelo apretado contra la boca. Se encontraban ya cerca
de la salida cuando las pilluelas se precipitaron ante ellos. ¡Ni siquiera la
travesía por el granero había ahorrado este encuentro a K! Las niñas debían
haber visto que se abría la otra puerta del taller y habían dado un rodeo para
llegar por este lado.
—No puedo acompañarle
más, gritó el pintor, riendo ante el asalto de las chiquillas. Hasta la vista.
No pierda demasiado tiempo reflexionando.
K no le dirigió una sola mirada.
Una vez en la calle, hizo parar al primer coche que pudo encontrar. Estaba
ansioso por desembarazarse del ujier, cuyo botón de oro le hacía daño a la
vista. El servidor de la justicia aún quiso trepar al pescante, pero K lo
despidió inmediatamente. Ya hacía mucho que habían sonado las doce cuando el
coche se detuvo ante el Banco. K habría dejado de buena gana los cuadros allí,
pero le asaltó el temor de que una ocasión futura le obligara a mostrar al
pintor que los tenía. Así pues, los hizo subir a su despacho, y los encerró en
el cajón más bajo de la mesa, para ocultarlos al director adjunto”.
Preocupado por la lentitud de su
proceso, José K decide prescindir de los servicios del abogado Huld. En el
despacho de éste se encuentra con el comerciante Block, procesado desde hace ya
cinco años, quien le confía que tiene, además de Huld, otros cuatro abogados
trabajando en su problema. Block solía instalarse de vez en cuando en casa del
abogado, ocupando el cuarto de la criada, en la que Leni lo encerraba mientras
aguardaba que lo recibiera su defensor. Tenía también relaciones con Leni, pues
ésta amaba a todos los acusados.
Block estaba totalmente
esclavizado; el abogado Huld lo trataba con desprecio: siempre: “Block trabaja
con mucho celo en su proceso (...) tiene maneras muy villanas, además es sucio;
pero desde el punto de vista procesal, es verdaderamente impecable”.
Capítulo IX
En el penúltimo capítulo, José K
debe acompañar a un cliente del Banco durante su estancia en la ciudad. Le
propone una visita a la catedral y quedan en encontrarse allí. Mientras espera
la llegada del cliente, K decide entrar a la iglesia y sentarse. Percibe
entonces la presencia de un sacerdote que se dirige hacia el púlpito y, desde
allí, le hace señas para que se acerque.
El
sacerdote le comunica que conoce su proceso, dado que es el capellán de la
prisión. Comienzan a dialogar y el abate le hace entender que su proceso
terminará mal, pues se le considera culpable. Le recrimina por buscar demasiado
la ayuda de otros, y sobre todo la de las mujeres.
El sacerdote pasa a contarle luego
la historia de un centinela que vigila la entrada de la ley, y se entabla un
diálogo entre ellos sobre la justicia y la ley, que no llega a ninguna
conclusión.
En el momento de irse, José K
parece esperar otra cosa de su interlocutor. Solo, no puede orientarse en la
oscuridad del templo, pero el capellán parece pertenecer también a la justicia,
que no se interesa por el hombre como tal.
Capítulo X
Se describe en él la llegada de dos
enviados de la justicia, cuya visita hace presagiar el fin inminente del
proceso. Sumisamente, K se deja conducir por los dos insólitos funcionarios
hasta una cantera en las afueras de la ciudad, y una vez allí, totalmente
vencido, no ofrece ninguna resistencia:
“Tras haber intercambiado algunas
frases corteses para resolver la cuestión de las precedencias —los señores parecían haber recibido en común su misión—, uno de ellos se aproximó a K y le quitó la
chaqueta, el chaleco y la camisa. K se estremeció involuntariamente; el
caballero le dio un golpecito de ánimo en la espalda y después dobló
cuidadosamente las ropas, como se hace con cosas que se necesitarán más
adelante, en un momento que no se puede prever. Para no exponer a K inmóvil al
frío del aire nocturno, le tomo del brazo y le hizo dar los cien pasos,
mientras el otro caballero buscaba en la cantera algún lugar conveniente.
Cuando lo encontró, el hombre hizo señas a su compañero de que llevara hasta
allí a K. Estaba muy cerca de la pared. Por allí había aún una piedra
desprendida. Los caballeros sentaron a K en el suelo, lo inclinaron sobre la
piedra y le recostaron en ella la cabeza. A pesar de todo el trabajo que se
tomaban y de toda la complacencia que por su parte aportaba K, la postura
resultaba muy forzada e inverosímil, así que uno de los caballeros rogó al otro
que le confiara por un momento el cuidado de colocar él solo a K. Sin embargo,
las cosas no fueron mejor. Acabaron por dejarle en una posición que ni siquiera
era la más lograda de las anteriores. Seguidamente, uno de los señores abrió su
levita y de una vaina que llevaba sujeta alrededor del chaleco por un cinturón,
sacó un largo y delgado cuchillo de carnicero, con dos cortes; lo sostuvo en el
aire y comprobó los dos filos a la luz. Entonces tuvieron lugar de nuevo los
mismos cumplidos de poco antes. Uno de los dos, alargando la mano por encima de
K, tendió el cuchillo al otro; éste se lo devolvió por el mismo procedimiento.
Ahora K sabía muy bien que era su deber tomar él mismo el instrumento, mientras
pasaba de mano en mano sobre él, y hundírselo en el cuerpo; pero no lo hizo. Al
contrario, giró el cuello, aún libre, y miró alrededor. No podía representar su
papel hasta el final; no podía exonerar a las autoridades de todo el trabajo.
La responsabilidad de esta nueva culpa recaía sobre el mismo que le había
negado el resto de fuerzas que habría necesitado para esto. Sus miradas cayeron
sobre el último piso de la casa que había al borde de la cantera. Como una luz
que brota de repente, se abrieron los dos batientes de una ventana allá arriba.
Un hombre —tan delgado y tan débil a
esa distancia y a esa altura— se
inclinó bruscamente fuera, lanzando los brazos hacia adelante. ¿Quién era? ¿Un
amigo? ¿Un alma buena? ¿Alguien que se hacía partícipe de su desgracia? ¿Alguno
que quería ayudarle? ¿Era uno sólo? ¿Estaban allí todos? ¿Tenía todavía un
recurso? ¿Existían objeciones no promovidas aún? Ciertamente la lógica, por
inquebrantable que sea, no resiste a un hombre que quiere vivir. ¿Dónde estaba
el juez a quien no había visto jamás? ¿Dónde estaba el alto tribunal al que
nunca había llegado? K alzó las manos y abrió mucho los dedos.
Pero
uno de los caballeros acababa de sujetarlo por el cuello. El otro, le hundió el
cuchillo en el corazón y lo repitió hasta dos veces. Con los ojos moribundos, K
vio aún a los dos señores que, inclinados muy cerca de su rostro, observaban el
desenlace, mejilla contra mejilla.
—¡Como un perro!,
dijo él. Y era como si el oprobio hubiera de sobrevivirle.”
III. VALORACIÓN LITERARIA
Kafka está considerado como uno de
los mejores estilistas de lengua alemana. En un estilo claro (bien que a veces,
por la intención, opaco) busca dar expresión a su mundo interior. Su lenguaje
tiene algo de ambiguo, de dialéctico, de afirmación y negación. En todo caso,
su prosa es de una notable seriedad, puesto que en ella no se trata de
sentimientos, sino del fundamento de la existencia, siendo en esto comparable a
Kierkegaard y a Unamuno.
Sus escritos tienen el carácter
general de parábolas, y describen, con imágenes y visiones fantásticas y
surrealistas, situaciones que quieren ser representativas de las leyes internas
de la existencia. Cada hecho singular aparece como cosa real y lógica; el
conjunto, en cambio, la atmósfera existencial, es totalmente irreal[2].
En esta novela, el autor sabe
mantener el suspenso con respecto al desenlace final del extraño proceso, un
proceso que, por otra parte, podría continuarse indefinidamente.
Los capítulos parecen piezas
literarias sueltas y, en algunos casos, sin continuidad, sobre todo
consideradas en relación al último. Max Brod, amigo personal de Kafka y editor
de sus obras, señala al respecto que el mismo autor consideraba El proceso
como una obra inconclusa y que, antes del capítulo final, debería haber
expuesto otras fases del peculiar juicio. Incluso dejó los capítulos sin
numerar y fue Max Brod quien los dispuso en el orden que hoy presentan.
Por otra parte, Kafka, antes de
morir, expresó por escrito la voluntad de que se quemasen todos los manuscritos
que dejaba. Quería, dice Brod, que su obra estuviese “a la altura de sus
preocupaciones religiosas”, y este objetivo no creía haberlo logrado. Sin
embargo, su amigo y albacea, convencido del valor literario de la pluma de
Kafka, decidió publicar sus escritos póstumos, y entre ellos esta novela, que
muchas veces produce la impresión de ser más bien una pieza teatral.
IV. VALORACIÓN DOCTRINAL
Lo absurdo y lo grotesco resultan
rasgos dominantes de esta obra de Kafka, en la que se destaca el anonimato y la
impersonalidad de la justicia. Los personajes, considerados aisladamente,
parecen palpables y reales; pero vistos en el conjunto, en la escena, no son
más que fantasmas movidos por una mano invisible. Es decir, que el hombre, más
que individuo independiente y libre, es para el autor como una pieza de un gran
mecanismo —el mundo— indescifrable y absurdo. Todo intento de orientarse en él,
todo anhelo de vivir una existencia ordenada y llena de sentido, está condenado
al fracaso; pues tan pronto se ha tomado una posición sobre la que operar, o es
destruida por la posición contraria, o produce un efecto distinto del esperado.
Como, por otra parte, el hombre no puede menos de proponerse una y otra vez la
cuestión del sentido de su existencia, al no hallarlo, se hunde en la
desesperación; la angustia, la enfermedad y la nada le acechan constantemente;
la evasión es imposible. El resultado de esta desesperación es un complejo de
culpa que no es moral, sino existencial. El hombre llega a convencerse de que
ha quebrantado la ley y de que está cumpliendo la condena; pero no sabe ni
quién hizo la ley, ni quién le impuso la condena: es víctima de un enigma, que
es el que Kafka describe en los más variados tonos, recurriendo a la paradoja,
a lo grotesco, a lo tétrico, a lo sarcástico, a lo humorístico.
La novela kafkiana es testimonio de
una experiencia vital, cuya última consecuencia es el nihilismo. La existencia,
más que un misterio, es para él un absurdo; tras lo vulgar y cotidiano está lo
insólito y monstruoso; tras lo familiar y obvio, lo extraño e impenetrable; y
esto es lo que dirige, coacciona y atormenta al hombre, procesándolo día a día[3].
Cabe también señalar, desde el
punto de vista moral, la licenciosa conducta sexual del protagonista principal.
En definitiva, la desesperanza que
se sitúa como telón de fondo en esta novela parece consecuencia de la
inseguridad que procede de no haber encontrado sentido a la existencia; de no
haber llegado a vislumbrar la presencia esperanzadora de Dios.
R.E.
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