HUXLEY, Aldous
Point Counter Point
(cast. Contrapunto, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1972, 16ª edición, 724 pp.)
1. INTRODUCCIÓN
Esta extensa novela está dividida en 37 capítulos de 18 a 20 pp. cada
uno. A su vez, cada capítulo suele estar dividido en dos o tres episodios que
enfocan distintos personajes. En total son unos 24 y ninguno de ellos puede
considerarse el protagonista principal. La novela sigue en líneas generales un
orden cronológico, aunque se quiebra en algunos momentos con el uso del flashback.
Se trata de un mosaico más o menos representativo de la aristocracia y
de la clase media alta de Inglaterra en la década de los años veinte. La novela
presenta el cuadro general de esa sociedad o de ese estrato social, y a través
de él contiene un juicio —sumamente pesimista— de la moderna sociedad
industrial. El énfasis, con todo, es más personal que social, y el conflicto
que se va siguiendo en los personajes se centra, aunque no exclusivamente, en
las diversas formas de la relación de pareja: matrimonio, relación
extraconyugal más o menos estable, amoríos, etc. El tema dominante es la
sensibilidad o aun la sensualidad: la novela contiene una defensa de la
liberación de los instintos, supuestamente oprimidos en la cultura
cristiano-científico-industrial (intelectualista) por el poder tiránico de la
razón.
2. RESUMEN DE LA NOVELA POR CAPÍTULOS
Cap. I
(pp. 9-35). Walter Bidlake se
despide de Marjorie para dirigirse de noche a casa de la mujer que ama, Lucy
Tantamount. Marjorie es la esposa de Carling, un hombre que la ha maltratado, y
ama a Walter, de quién está encinta y con quien vive. Pero Walter, si bien
pareció amarla en su día, ya no la ama; sólo la soporta por amistad y piedad.
La cultivada espiritualidad de Marjorie —que lo atrajo en un comienzo— ahora se
le revela como simple falta de vitalidad. Esta idea será constante a lo largo
de la novela: lo espiritual es la fachada hipócrita de una deficiencia de los
instintos o de los afectos. Walter, por otra parte, aparece como un contradictorio
socialista de sentimientos aristocráticos.
Cap. II (pp. 36-51). Hay fiesta en casa de los Tantamount (Edward e
Hilda), miembros de la nobleza británica. De paso se refiere el oscuro origen
de su fortuna, y al contarla se hace burla de la fe en el purgatorio y los
sufragios por los difuntos. Se narran los antiguos amores adúlteros de lady
Tantamount —Hilda, madre de Lucy— con John Bidlake, padre de Walter. Lady
Tantamount ha recibido de su marido sólo una relación amorosa puritana y llena
de inhibiciones sexuales; Bidlake, en cambio, le ofreció placer sin prejuicios
y "sano", sin amor, manteniendo ambos "la cabeza fría",
actitud hedonista que se elogia como algo superior.
Cap. III (pp. 52-65). Se narra en flashback la vocación
científica de lord Edward Tantamount por la biología. Siendo un joven indolente
e inepto para la política —su destino dinástico—, cae en sus manos una página
de Claude Bernard, que suscita en él la pasión por la ciencia y una actitud de
solidaridad con el universo material. La actitud de Huxley hacia la ciencia es
compleja: tiene por ella indudable interés, pero la acusa de haber
hipertrofiado el intelecto en desmedro de la vida corporal e instintiva.
Cap. IV (pp. 66-90). Se cuentan las bromas impertinentes de lady
Tantamount en la vida social. Intervienen —en la fiesta de la casa Tantamount—
otros personajes circunstanciales. Se manifiestan el cinismo, la hipocresía, la
maledicencia y los falsos ideales que imperan en la conversación de esas
veladas aristocráticas, en cuya descripción, por otra parte, Huxley hace gala
de su ingenio.
Cap. V (pp. 91-120). Sigue la conversación en la fiesta. Se nos
presenta en el salón a Illidge, ayudante científico de lord Edward, un hombre
de condición modesta e ideas comunistas, personaje extraño en ese medio.
Cap. VI
(pp. 121-140). Elinor Bidlake,
hija de John y hermana de Walter, sale de Bombay para retornar a Inglaterra con
su marido, Philip Quarles, un novelista introvertido. Ella es afectuosa y
práctica; él, indiferente, apático y de una inteligencia superior y distante:
un mero observador de la vida. Ninguno de los dos es creyente, pero él es
positivamente crítico de la religión.
Cap. VII (pp. 141-160). Se alterna la conversación frívola del salón
de los Tantamount con el encuentro de Walter y Lucy, que salen de la fiesta y
se dirigen a un restaurante en busca de unos amigos. Walter, aun comprendiendo
que su amor por Lucy no tiene sentido —ni él mismo se explica por qué la
quiere—, le declara sus sentimientos. Ella juega con él; lo considera agradable,
pero demasiado pasivo y casi servil como consorte.
Cap. VIII (pp. 161-167). En el restaurante al que se dirigen Walter y
Lucy —es ya de noche— conversan Mark Rampion, pintor y escritor, su mujer Mary,
y Spandrell, un joven cínico y libertino, que expone su visión de la vida.
Spandrell es un ser paradójico, que busca el bien en el mal, y de algún modo
oscuro busca a Dios en la violación de sus preceptos; esta búsqueda invertida
es, a su vez, lo único que puede sacarlo de su profundo aburrimiento vital. En
las futuras conversaciones entre Rampion y Spandrell, el primero será un
crítico feroz de la fe cristiana, de la que, en cambio, Spandrell —a su curioso
modo— aún conserva una huella.
Cap. IX (pp. 168-195). Un flashback nos remonta a los primeros
encuentros de Mark Rampion, joven hijo de campesinos, y Mary, joven
aristocrática. Se subraya la diferencia de clases como un abismo, que sin
embargo la pareja supera por obra del amor. No obstante, Mark sigue siendo un
permanente crítico de los ricos y de su mundo de mentira. Como pareja, ambos
son el único matrimonio afectivamente logrado de los que aparecen en la novela.
Y Mark se sugiere ya como el personaje más atractivo, que encarna más
directamente las ideas del propio Huxley, sobre todo su crítica del cristianismo.
Cap. X (pp. 196-206). En el restaurante, Spandrell hace una
declaración de principios libertina. Le replica Mark Rampion acusándole
paradójicamente de odio al sexo y a sí mismo. En el curso de la conversación,
Mark desarrolla la tesis según la cual ese odio por el sexo y por sí mismo es
lo intrínsecamente cristiano, la enfermedad de Jesús, que destruye el
sabio equilibrio del paganismo antiguo en favor de una antinatural hipertrofia
del "alma", que no deja al hombre moderno otra opción que ésta: o
ascetismo o promiscuidad libertina, que en el fondo vienen a ser lo mismo: odio
a la vida.
Cap. XI (pp. 207-244). Walter y Lucy llegan al restaurante; se reúnen
con Mark, Mary y Spandrell, y también se les suman otros jóvenes medio
borrachos, uno de ellos citado allí previamente por Lucy. En la conversación
—errática y estridente— se mencionan otras personas, hacia cuya caracterización
se traslada el relato. El capítulo es largo y confuso, por los continuos
cambios de escenario.
Cap. XII (pp. 245-263). Pasadas las tres y media de la madrugada,
Walter vuelve a su casa, fastidiado por el tedio de la noche y por no haber
podido estar casi nunca a solas con Lucy. Marjorie, que lo espera despierta, le
recibe con una amarga escena de celos. Mientras, Spandrell va a dejar a Lucy a
Tantamount House, donde la fiesta ha terminado. Ambos recuerdan en términos más
bien cínicos su amorío de un mes en París, tres años atrás. Comentan el
comunismo de Illidge, que Spandrell considera —como teoría— algo muy primitivo
y decimonónico, si bien Spandrell frecuenta —como una de sus excentricidades—
el círculo bolchevique de Illidge.
Cap. XIII (pp. 264-305). Walter ha decidido no ver nunca más a Lucy:
se lo ha prometido a Marjorie. Se nos narra una jornada de trabajo de Walter
como crítico en la revista El mundo literario, dirigida por Burlap, de
quien se nos cuenta su ridícula fe en la Vida —una ideología confusa y
altisonante—, su cristianismo y su hipocresía, el falso dolor de su viudez
—puro amor de sí mismo, no de su mujer— y la historia pasada —no menos
hipócrita— de su matrimonio semiplatónico con su esposa, la mujer-niña Susan.
También se cuenta la historia de Ethel Cobbett, mecanógrafa de la revista.
Entretanto Lucy llama por teléfono a Walter, quien, después de algunas resistencias
iniciales, olvidados sus propósitos de enmienda (y tras una nueva escena de
celos de Marjorie), vuelve con Lucy.
Cap. XIV (pp. 306-328). En el hogar de los Bidlake —John y Janet, un
matrimonio rutinario y mediocre—, se nos describe a la institutriz, la soñadora
miss Fulkes, que cuida de su nieto, Phil, hijo de Philip y Elinor. En el barco
de regreso a Inglaterra, Elinor conversa con su marido Philip sobre su hermano
Walter; Philip, a propósito de Walter, desarrolla su teoría del género
novelístico, y luego su filosofía de la vida, entre escéptica y estoica. A
Philip le falta corazón para ser un buen novelista; también le falta identidad
personal, mientras que le sobra capacidad para adaptarse a todas las ideas y
personas posibles: es comparado —con simpatía por parte del autor— a una ameba.
Philip será más adelante el portavoz de ciertos planteamientos tanto
novelísticos como anticristianos de Huxley.
Cap. XV (pp. 329-342). Marjorie, resentida, no abandona a Walter
exclusivamente porque está sola en el mundo y no tiene medios para subsistir
por su cuenta. Hace el juego de ignorar que Walter la traiciona con Lucy, y
Walter sigue este juego de un trato cortés y sin intimidad, que ambos reconocen
como una ficción útil. Walter pone en sus relaciones con Lucy a la vez deseo y
ternura, pasión y amor. Lucy no quiere este último, que considera un
romanticismo perturbador para su cabal domino de la situación: quiere sólo
placer compartido. La relación entre ambos es, pues, insatisfactoria y
equívoca.
Cap. XVI (pp. 343-358). Burlap visita a Mark Rampion, quien se
complace en escandalizarlo con sus dibujos y su conversación: elogia el placer
físico, sin pretensiones de falsa espiritualidad. Burlap, aunque es cristiano,
hacer todo lo posible por mostrarse de acuerdo, si bien es incapaz de conseguir
el placer físico como no sea disfrazándolo hipócritamente de espiritualidad. A
continuación se ve a Burlap en su casa escribiendo de manera retórica e
insoportable sobre San Francisco de Asís y la pobreza.
Cap. XVII (pp. 359-378). Se analiza la personalidad de Spandrell: su
desprecio por el trabajo —fruto de una pereza congénita— y sobre todo la
degradación, aburrimiento y vaciedad de su libertinaje. Se describe la bajeza
de su última perversión de una joven inocente. En un bar, Spandrell conoce a
Carling, el marido de Marjorie, un borrachín que no deja de perorar su
catolicismo y sus intimidades de manera repugnante.
Cap. XVIII (pp. 379-399). Philip y Elinor desembarcan, de paso, en
Port Said. Se retrocede al accidente que le constó a Philip en su infancia una
pierna, y da razón de su temperamento retraído y distante. En la redacción de El
mundo literario, Burlap se lleva un chasco con la planeada conquista
amorosa de una poetisa. Beatrice Gilray, la mecenas de la revista, cuida de
Burlap (que vive en su casa). Hasta ahora la relación de ambos es platónica
pero ambigua. En la revista, Beatrice y Ethel Cobbett se llevan cada vez peor.
Cap. XIX (pp. 400-416). Philip y Elinor llegan por fin a su casa en
Inglaterra, donde su hijo Phil ha estado bajo el cuidado de miss Fulkes, que
quiere entrañablemente al niño.
Cap. XX (pp. 417-447). Con ocasión del regreso de Philip y Elinor, se
narra la historia del padre de Philip, Sidney Quarles, un hombre rico que ha
fracasado en los negocios, en la política y en el vano intento de escribir
filosofía política. Es un pobre fatuo que disfraza su falta de talento y de
inteligencia con la supuesta redacción de una obra magna sobre la democracia.
Su mujer, Rachel, es muy superior. Sidney tiene una querida en Londres: una
muchacha vulgar ante la cual se permite darse aires que en su casa le serían
imposibles.
Cap. XXI (pp. 448-488). Philip y Elinor pasean por Londres, comentando
sus impresiones tras diez meses de viaje por Oriente, y luego acuden a visitar
a los padres de Elinor. Encuentran muy viejo a John Bidlake. A continuación,
Elinor visita a su amigo Everard Webley, un hombre fuerte muy seguro de sí
mismo y con ambiciones políticas. Everard le reitera su amor: Elinor, que se
siente atraída por él, lo rechaza, más por miedo que por virtud. Por su parte,
Philip ha invitado a comer a su club a Spandrell, Walter e Illidge. Conversan
—sobre todo Philip y Spandrell— de la providencia, la predestinación, la honra.
Philip lleva la voz escéptica, y Spandrell de algún modo la voz cristiana. A su
vez, Elinor visita a Marjorie, y ambas conversan de Walter y de Lucy. Marjorie
saca a relucir argumentos morales en contra de ambos; Elinor los justifica. En
el fondo, Elinor desprecia social y moralmente a Marjorie. De vuelta a su casa,
Elinor intenta despertar en Philip celos de Everard, pero Philip permanece en
su habitual indiferencia.
Cap. XXII (pp. 489-494). Este breve capítulo contiene sólo extractos
de la libreta de apuntes de Philip Quarles. Es interesante, sobre todo, el
segundo extracto, que se refiere a la estructura musical de la novela —el
contrapunto—, porque de algún modo describe la intención formal de Huxley en
este libro.
Cap. XXIII (pp. 495-505). Everard, en medio de una gira política,
escribe a Elinor una carta de amor. Entretanto, Philip conversa con Mark
Rampion, quien le expone la tesis según la cual todos los políticos, del signo
que sean, piensan lo mismo —todos llevan por distintos caminos a la perdición—
al exaltar nuestra civilización industrial, que para Mark es mera basura, lo
mismo que la pregonada dignidad del trabajo, que hoy ha llegado a ser
degradante. Propone, como alternativa, enseñar a los hombres a usar humanamente
sus ratos de ocio, aunque durante ocho horas diarias tengan que ser esclavos
innobles del mundo industrial. Se refleja aquí el pesimismo cerrado de Huxley,
y su falta de toda solución positiva.
Cap. XXIV (pp. 506-518). Gladys, la amante londinense de Sidney
Quarles (padre de Philip), se burla de él por la contradicción entre su
libertinaje sexual y su puritanismo económico (tacañería). Philip y Elinor
pelean a propósito de la educación del pequeño Phil, un niño difícil. John
Bidlake padece una obstrucción del píloro, tiene terror al envejecimiento y a
la muerte y, siendo incrédulo, se comporta de modo muy supersticioso en
relación a la enfermedad: no quiere nombrarla para que no se haga más real.
Cap. XXV (pp. 519-524). Seis cartas de Lucy a Walter desde París. En
general, está aburrida. Dice echar de menos a Walter.
Cap. XXVI (pp. 525-535). Notas de la libreta de
Philip Quarles. Una, sobre una
conversación con Mark Rampion, que
escupe maldición y pesimismo sobre el mundo occidental —sobre el maquinismo
industrial y su inhumanidad—; profetiza una catástrofe inminente. La segunda
nota abunda en la idea de que todo desarrollo unilateral del hombre es
monstruoso y deformante. Así ocurre especialmente con la vida intelectual,
científica, filosófica, moral y religiosa: de distintas maneras sofocan la
verdadera vida, que es física, intuitiva, instintiva y emocional. Philip sigue
siendo un intelectual escéptico, mientras que Rampion es un escéptico vital y
vive armoniosamente.
Cap. XXVII (pp. 536-542). Las relaciones de John Bidlake con su
tercera esposa, Janet —madre de Elinor y Walter— son distantes: se ven poco, a
pesar de no estar divorciados. Con ocasión de la enfermedad de John, vuelven a
vivir juntos.
Cap. XXVIII (pp. 543-555). Philip Quarles tiene un pequeño escarceo
amoroso con Molly d'Exergillod, quien lo rechaza porque es partidaria del amor
platónico, del cual esboza una teoría que Philip —y también el propio autor—
rechazan. De regreso a casa, Philip intenta una conversación afectuosa con
Elinor, que lleva un tiempo resentida con él por su frialdad, pero resulta
superior a sus fuerzas y calla. Por su parte, Elinor planea vengarse
traicionándole con Everard, pero no lo consigue, no por motivos morales o
cristianos —que ella desprecia— sino porque su sensibilidad no le acompaña en
la voluntad consciente de enamorarse de él.
Cap. XXIX (pp. 556-578). En Hyde Park, montado sobre un caballo
blanco, Everard perora ante un millar de Ingleses Libres. Se trata de un grupo
nacionalista de ideas aristocráticas, contrario a la democracia política y
favorable al liberalismo económico. Everard enciende a la multitud con su
palabra fogosa. Illidge interrumpe su discurso con burlas, y es golpeado.
Luego, en un bar, Illidge cuenta su hazaña a Spandrell, quien se burla de él.
Philip, que ha oído a Everard, reconoce su elocuencia y su prestancia de líder,
pero anota en su libreta observaciones críticas sobre el discurso. Elinor, que
también lo ha oído, se ha conmovido. El domingo siguiente, Elinor y Everard
salen a pasear por las afueras de Londres.
Cap. XXX (pp. 579-599). Rachel Quarles, madre de Philip, visita a
Marjorie, simpatiza con ella y le lleva un consuelo cristiano (por una vez, el
autor no se burla de este consuelo). John Bidlake empeora en su enfermedad.
Walter recibe carta de Lucy, que cancela su invitación a encontrarse los dos en
Madrid, a causa de un amorío con un italiano en París. A propósito de Walter y
Marjorie —en su desdicha—, Huxley desarrolla el aspecto quizá más positivo y
rescatable de su filosofía: que la felicidad, cuanto más se la busca, menos se
la encuentra, y viceversa. Sin embargo, el Dios en quien Marjorie encuentra la
paz es descrito por Huxley, a la manera oriental, como una nada, una
especie de no ser.
Cap. XXXI (pp. 600-605). Gladys irrumpe en el hogar campestre de Sidney
Quarles, lo insulta y le comunica que está emabarazada. Rachel, la mujer de
Sidney, trata de consolar a Gladys, pero también es insultada.
Cap. XXXII (pp. 606-632). Elinor, alertada por un telegrama, acude a
ver a su hijo Phil, que ha enfermado. Everard, que tenía una cita con Elinor,
acude a su casa cuando se ha ido. En la casa, aparentemente vacía, alguien lo
golpea y aturde. Mientras, Philip es llamado a atender a su padre, Sidney, que
está muy abatido. Asegura que morirá, y confía a Philip una especie de memorias
que ha escrito, rimbombantes y huecas como él mismo.
Cap. XXXIII (pp. 633-660). Spandrell sabía que Everard acudiría a casa
de Elinor, y también sabía que ella estaría imprevistamente ausente. Entre
Spandrell e Illidge asesinan a Everard con cloroformo en la casa de Elinor.
Para Illidge —que ahora está sumamente asustado— éste ha sido el asesinato
político sobre el que tanto había teorizado a partir de su comunismo; para
Spandrell, ha sido un mera búsqueda del mal como excitación para combatir el
aburrimiento, y también para "obligar" a Dios a que se manifieste en
su vida.
Cap. XXXIV (pp. 661-684). Spandrell cena con Philip, Mark Rampion y
Burlap. LLeva la voz cantante Mark, quien expone extensamente su filosofía: el
intelectualismo en todas su formas —igual la ciencia moderna que el
cristianismo— ha pervertido al hombre en nombre de una verdad no humana,
empujándole a ser más que hombre; por eso mismo, el ser humano —aplastado en
sus instintos— ha llegado a ser menos que humano. Mark defiende la verdad
humana del equilibrio, que significa dejarse llevar por los instintos, que son
sanos e inofensivos. El hedonismo moderno no es, a sus ojos, instinto, sino
exacerbación intelectual —por tanto deforme— del instinto.
Cap. XXXV (pp. 685-701). Phil tiene meningitis.
Se conoce la noticia del
asesinato de Everard. Elinor se culpa de ambos hechos, a causa de haber
planeado —en la cita frustrada— entregarse a Everard (ignora que fue asesinado
en su casa). Tras una aparente mejoría, Phil muere.
Cap. XXXVI (pp. 702-708). La policía carece de pistas sobre el
asesinato de Everard, que fue sacado por los homicidas de casa de Elinor y
dejado en la calle, dentro de su propio automóvil. Spandrell considera que, a
través de ese acontecimiento, Dios se ha reído de él, porque no se ha
manifestado: la vida después del asesinato sigue siendo trivial, como si nada
hubiera ocurrido. Tras la muerte de Phil, Philip y Elinor se preparan a viajar
al extranjero.
Cap. XXXVII (pp. 709-721). Spandrell desarrolla ciertas especulaciones
teológicas según las cuales Dios existe y su misma ausencia de la vida humana
prueba su existencia: Dios no se deja experimentar. Además, un cierto cuarteto
de Beethoven demostraría la existencia del cielo. Spandrell se lo hace oír a
Mark Rampion, quien, según su modo de pensar, lo halla demasiado celestial:
poco terrestre. Cuando todavía suena la música, Spandrell, que se ha delatado a
sí mismo ante los Ingleses Libres y los ha citado, se hace matar por ellos en
la puerta de su casa. Por último, Burlap ha cosechado diversos éxitos y se
siente espiritualmente exaltado; en la última página, Burlap y Beatrice se
bañan juntos como dos niños inocentes: sensualidad encubierta de platonismo o
cristianismo.
3. VALORACIÓN LITERARIA
Aldous Huxley representa una dualidad relativamente armónica entre el
hombre de pensamiento y ensayista, por una parte, y por otra el narrador. Sin
ser del todo una novela de tesis, Contrapunto contiene sin duda una
fuerte carga de ideas generales sobre la vida humana y sobre la sociedad de su
tiempo. Sin embargo, esta carga de pensamiento no hace de la novela su mero
instrumento de expresión, pues la presente obra narrativa tiene valor por sí
misma, en su calidad formal de relato.
Huxley es un hábil narrador. Pero, en cuanto tal, incluso siendo
original y creador, no pretende un nuevo lenguaje novelístico: sigue líneas más
bien tradicionales de la novela inglesa, y es ajeno a las corrientes
experimentales que representan en este siglo, por ejemplo, James Joyce, Franz
Kafka, Marcel Proust o William Faulkner. Por eso, su principal interés reside
en los planteamientos de fondo que presentan sus personajes y en el cuadro de
la sociedad inglesa de la primera postguerra. Se notará que apenas hay acción
en esta novela; su núcleo más central consiste en los pensamientos y las
conversaciones de sus personajes. Con todo, debe reiterarse que esos
pensamientos y conversaciones están entretejidos en una trama de hábil
desarrollo narrativo, que se lee con entretenimiento.
Hay dos pasajes de Contrapunto que contienen ciertos
planteamientos novelísticos de Philip Quarles. Representan con relativa
fidelidad el intento de Huxley en esta novela, y por eso merecen ser citados.
La primera nota de Philip dice: La musicalización de la novela. No
a la manera simbolista, subordinando el sentido al sonido (...). Pero sí en
gran escala, en la construcción. Meditar sobre Beethoven. Los cambios, las
bruscas transiciones (...). Más interesantes aún las modulaciones no solamente
de un tono a otro, sino de modo a modo. Se expone un tema; luego se desarrolla,
se cambia, se deforma imperceptiblemente hasta que, aunque permaneciendo
reconociblemente el mismo, se ha hecho totalmente diferente (...). Poner esto
en una novela. ¿Cómo? Las transiciones bruscas no presentan ninguna dificultad.
Todo lo que se necesita es un número suficiente de personajes y de intrigas
paralelas, argumentos de contrapunto (...). El novelista modula reduplicando
las situaciones y los personajes. Muestra varios personajes enamorados, o
muriendo, o rezando, de modos diferentes: disimilitudes que resuelven el mismo
problema. O, viceversa, personajes símiles, confrontados con problemas
disímiles.
Sería excesivo afirmar que la novela responde a un modelo tan
ambicioso como éste, o que si tal fue su modelo, Huxley triunfó en su
realización. Es un modelo demasiado difícil. En relación a él, se observan
diversas fallas. Por ejemplo, las transiciones bruscas se resuelven a veces en
excesivos saltos de personajes y escenarios, y en la estructura casi errática
de algunos capítulos. El orden supuestamente musical deriva en cierto grado de
desorden. Con todo, la teoría musical del "contrapunto" puede
considerarse, en ciertos aspectos, como el plan formal general de esta novela.
Por ejemplo, y sobre todo, en el seguimiento simultáneo y paralelo de un subido
número de personajes, más o menos enlazados entre sí por razones de parentesco
o amistad, pero sobre todo protagonistas de un mismo "tema" común con
variaciones diversas. De allí la estructura general de la novela: capítulos
cortos, personajes múltiples en pie de igualdad como protagonistas, tratamiento
convergente de sus problemas y de la experiencia común que ellos encarnan.
Este tema común tiene dos caras: una personal y otra social, una
interna y otra externa. La primera consiste en la experiencia erótica. Más aún,
este tema deriva de un conflicto interior a cada personaje, en preferencia
varones: su relación interna entre inteligencia e instintos, entre conciencia e
impulsos, que es el gran tema psicológico y existencial de la novela, y la
materia de la principal "denuncia" de Huxley: el desordenado
aplastamiento de los instintos. A su vez, la cara social de este problema
implica una denuncia parecida: la primacía social del intelecto se expresa en
el maquinismo industrial, con su terrible carga de deshumanización.
Como ya se sugirió, más que una verdadera relación musical de
contrapunto, a veces se da una mera yuxtaposición de casos símiles o disímiles
de parejas en conflicto, maritales o extramaritales: Walter y Marjorie, John
Bidlake e Hilda Tantamount, Edward Tantamount e Hilda, Elinor y Lucy, Walter y
Philip, Mark Rampion y Mary, Spandrell y sus amantes, Burlap y Beatrice, Sidney
Quarles y Rachel, Elinor y Everard, Sidney y Gladys, Philip y Molly... La reiteración
del leit motiv erótico no siempre es bastante musical; a veces contiene
un cierto elemento mecánico. En ambos aspectos reside la grandeza y la
deficiencia literaria de la obra.
El segundo extracto de los apuntes de Philip dice así: La novela de
ideas. El carácter de cada personaje debe hallarse indicado, en tanto que sea
posible, en las ideas de las cuales se hace portavoz. Dentro del límite en que
las teorías son racionalizaciones de sentimientos, instintos, disposiciones de
alma, esto es factible (...). El gran defecto de la novela de ideas está en que
es una cosa arreglada, artificial. Necesariamente; pues las gentes capaces de
desarrollar tesis propiamente formuladas no son del todo reales, son
ligeramente monstruosas. A la larga, el vivir con monstruos resulta un tanto
fastidioso.
Si bien Contrapunto no es del todo una novela de ideas —Huxley
es un narrador demasiado hábil para caer en ella—, por lo menos se le acerca
cuanto puede sin desmedro del relato, y aun a veces sobrepasa este límite, y los
personajes exponen ideas a costa del relato. Un buen número de personajes —los
principales— son portadores de una cierta visión del mundo, y estas teorías
suelen ser, efectivamente, racionalizaciones de los caracteres a partir de
sentimientos o disposiciones del alma. El inconveniente que el autor reconoce
en este género de novela —personajes monstruosos— ha sido paliado por Huxley en
cuanto le ha sido posible, mediante una moderación de ese esquema: no todos los
personajes son portavoces de ideas, o lo son en un grado variable que disminuye
considerablemente el carácter artificial y unilateral de la novela de ideas,
pero no consigue neutralizarlo del todo. Por lo menos se puede decir de Contrapunto
que es una novela sumamente intelectual, aunque haya sido escrita contra el
intelecto.
Las principales capacidades de Huxley a la hora de paliar dicho
carácter son una prosa límpida, clara, inteligente, fluida; una gran abundancia
de observaciones brillantes, de metáforas felices, de indicaciones agudas, que
hacen grata la lectura; un hábil dibujo de los caracteres, definidos por lo
general con rasgos breves y precisos; un diálogo siempre chisporroteante e
ingenioso, dentro de la mejor tradición británica; un humor fino y analítico;
y, como un factor general que cubre todas estas habilidades particulares, la
progresión de la novela en la forma ya dicha del "contrapunto"
musical, es decir, su armónica construcción y el consiguiente montaje de los
episodios paralelos o convergentes, si bien de esta virtualidad formal debe
repetirse que resultó lograda sólo a medias.
Antes de entrar en los aspectos de fondo de la novela, conviene
detenerse en una característica literaria formal que los condiciona
esencialmente. Se trata del tipo de "narrador interno" del relato.
Como se sabe, el narrador de la novela decimonónica —el mirador interno o punto
de vista narrativo desde el cual se cuentan los sucesos— era el clásico
narrador "omnisciente" o "sabelotodo", que se situaba a la
vez dentro y fuera de sus personajes, lo sabía todo sobre ellos, y se permitía
observaciones que los calificaban y aun juzgaban desde el exterior. En el siglo
XX se impone progresivamente en la novela el narrador interno limitado, a
saber, uno de sus personajes —o una alternancia de puntos de vista entre unos y
otros— o, más en general, una conciencia interior que no sabe más de lo que su
protagonismo expreso o virtual le permite saber, que ignora el futuro, y que,
al no mirar desde fuera los acontecimientos narrados, se prohibe el
calificarlos o juzgarlos. El narrador omnisciente se presta más a la novela de
ideas; el narrador inmanente o situado, mucho menos.
Pues bien, el narrador de Contrapunto es exterior y
omnisciente. Huxley se dio plena cuenta del problema; Philip en sus notas
escribe sobre el novelista que se arroga tal "privilegio divino": Pero
acaso sea ésta una imposición demasiado tiránica de la voluntad del autor.
Algunos pensarán así. Pero ¿debe permanecer el autor tan en último plano? Yo
creo que actualmente somos demasiado escrupulosos en cuanto a estas apariciones
personales.
En efecto, Huxley no se cuidó de ellas. Como narrador, está por encima
de sus personajes y se permite juicios exteriores sobre ellos. Y lo que es más,
se permite en relación a ellos visibles simpatías o antipatías, que sin duda
disminuyen la pureza literaria de la obra y la cargan extraliterariamente hacia
el "mensaje". Huxley exalta a ciertos personajes, a través de los
cuales expresa sus propias ideas, y se burla irónicamente de otros. Por eso,
este tipo de narración permite juzgar las ideas de fondo, los planteamientos
doctrinales del propio autor, con mucha más claridad que si la novela fuera
pura y polifónica en relación a su creador.
4. RESUMEN DOCTRINAL
Lo más difícil de la valoración doctrinal de una novela reside en que
lo pensado o dicho o hecho por los personajes no puede atribuirse sin más al
autor ni suponerse que el autor lo aprueba, porque el novelista suele actuar
como un ventrílocuo que multiplica sus voces sin adherir necesariamente a
ninguna de ellas en particular. Pero ya hemos dicho que, en este caso, la forma
narrativa empleada por Huxley facilita esta tarea.
Dentro de las dos docenas de personajes de esta obra, hay un par de
ellos que juegan un papel protagónico como expositores de ideas que, por su
insistencia y coloración afectiva, dejan la clara sensación de representar la
opinión del propio Huxley: son John Bidlake y Mark Rampion. En la mayoría de
los demás se da el natural claroscuro del género novelístico. Pero en el otro
extremo, hay un nuevo par de personajes que, en sus ideas y en su vida,
resultan francamente repugnantes. Ambos son precisamente cristianos; uno de
ellos es importante, Burlap, y el otro secundario, Carling. De este último
baste decir que es una repelente caricatura del catolicismo.
Burlap protagoniza importantes episodios de la novela, y tiene un
pensamiento bien articulado. Es el único "intelectual cristiano" de Contrapunto.
Y se lo pinta como aun más detestable que Carling: es la basura de la novela.
Burlap tiene siempre citas del Evangelio en sus labios y uno de sus temas
preferidos es San Francisco de Asís. Pues bien, su filosofía es una retórica y
vaga fe en la Vida; credo de un irrazonado optimismo que el autor
satiriza cada vez que aparece. Burlap es tacaño y explotador de sus
subordinados. Burlap se da aires de escritor importante y no es sino un
mediocre retórico.
Pero sobre todo, es el comportamiento erótico de Burlap el que
representa algunas deformaciones que Huxley define como típicamente cristianas.
No se trata de que Burlap no ejercite la sexualidad; se trata de su manera
perversa de hacerlo, llena de amor propio y de "espiritualidad". En
suma, Burlap es un redomado hipócrita, que disfraza todas sus bajezas con la
máscara de motivos nobles; pero sobre todo representa el horror
"cristiano" por el sexo en sí, que para ser digerible a su propia
conciencia debe enmascararse de platonismo, de infantilismo, de lirismo, de una
aberrante y cínica espiritualidad. Burlap presenta la espiritualidad cristiana
como la negación hipócrita, aberrante y "elevada" de la elemental
sanidad del sexo.
John Bidlake es un personaje con el que Huxley simpatiza y hace
simpatizar al lector, no tanto por sus ideas —que son modestas— como por su
conducta sexual, francamente aprobada por el autor. Esta aprobación se
encuentra en el capítulo II donde se nos narran los amores adúlteros de John e
Hilda Tantamount. El marido de Hilda, Edward Tantamount, ha entregado a su
mujer un amor conyugal infantil e inhibido, siempre excusándose de sus
ardores, excusándose de su cuerpo y del de Hilda (p. 42). En cambio, el
amor adúltero del vital John Bidlake es el primero que revela a Hilda el valor
de su propio cuerpo. Este amor no necesita excusarse ni justificarse, y es
alabado por este realismo elemental.
Huxley aprueba la sensualidad de John e Hilda a espaldas de sus
respectivos matrimonios: Era un amor sin presunción, pero cálido, natural y,
por consiguiente, bueno en la medida de sus límites: una sensualidad decente,
bienhumorada, feliz (pp. 42-43). Conviene despejar un equívoco: Huxley no
pretende aprobar esta relación sexual en nombre del "amor" como hacen
otros. Al revés, elogia su falta de amor, y el hecho de que sus protagonistas
mantuvieron "la cabeza fría" para gozar. La justificación del
"amor" no sería, a los ojos de Huxley, más que un motivo
"elevado", y por tanto, todavía tributario de la inhibidora
"espiritualidad" cristiana. Digamos que se elogia aquí el adulterio
en términos estrictamente epicúreos.
Quien se encarga en la novela de formular temáticamente este
epicureísmo es el pintor y escultor Mark Rampion. Curiosamente, la primera vez
que lo formula lo hace en contra del libertinaje de Spandrell, calificado como
ascetismo al revés: los extremos se tocarían; en el fondo de uno y otro habría
odio al sexo. Tal hipótesis no es desdeñable como retrato de Spandrell y su
libertinaje; lo rechazable es que se la extienda al ascetismo cristiano.
La negación del cuerpo y del sexo y de los instintos es calificada por
Rampion como la enfermedad de Jesús (p. 199), si bien hace al Señor
compartir tal responsabilidad con la ciencia y la industria moderna: es la
enfermedad de Jesús y de Newton y de Henry Ford (ibid.). En
oposición al cristianismo —descrito siempre en su versión superlativamente
puritana—, Rampion exalta el paganismo antiguo: el griego sensato,
armonioso, obtiene el mayor rendimiento posible de estos dos grupos de estados
[se refiere al placer corporal y a los estados superiores de conciencia]. No es
tan tonto que quiera matar una parte de sí mismo. Guarda el equilibrio (...).
Los cristianos, que no eran sensatos, han dicho a las gentes que debían echar
la mitad de sí mismos al cesto de los papeles. Y ahora vienen los científicos y
los hombres de negocios y nos dicen que debemos arrojar la mitad de lo que nos
han dejado los cristianos. Pero yo no quiero estar muerto en las tres cuartas
partes. Prefiero estar vivo, enteramente vivo. Es hora de que se inicie una
revolución en favor de la vida y la plenitud (pp. 202-203).
Un apoyo secundario a esta tesis viene de las notas de Philip Quarles.
Escribe éste sobre el principal axioma intelectualista: que la vida mental,
consciente, voluntaria, tiene una intrínseca superioridad sobre la vida física,
intuitiva, instintiva, emocional (p. 531). Esa sería la raíz del mal de la
civilización moderna, que además de involucrar a Jesús y a Newton,
responsabiliza también —como en otros pasajes de la novela— a Platón y
Aristóteles.
Hacia el final de la novela, Mark Rampion expone el ideal positivo de
Huxley con respecto a la liberación de los instintos: Abandónense los
instintos a sí mismos y se verá que hacen muy poco daño. (...) entonces, yo se
lo aseguro, este mundo se parecería mucho más al reino de los cielos de lo que
se parece bajo nuestro régimen cristiano-intelectual-científico actual (p.
674).
Dejaremos de lado, por demasiado caricaturesca, la versión que Huxley
nos entrega del ascetismo de San Francisco de Asís, calificado de hediondez, de
autodestrucción e incluso de perversión psicológica (cfr. pp. 667-668).
El remedio propuesto por Huxley para todos estos males es el
desarrollo armónico del hombre, es decir, la liberación de todos los instintos,
particularmente del sexo, en pie de igualdad con las facultades que la
filosofía griega y la tradición cristiana llamaron superiores.
Por último, cabe consignar que Huxley reserva también un lugar a Dios
en esta armonía vital, siempre que no se trate de la abstracción llamada Dios,
sino de un "dios" idéntico al contenido de los actos humanos vitales,
totales, también carnales. En otras palabras, se trata de un "dios"
que no puede estar ni "fuera" ni "por encima" de nosotros,
ni tampoco dentro de nuestra "alma" a la manera protestante —así dice
Huxley—, sino en la inmanencia de nuestra sensibilidad: Dios es una cualidad
de acciones y reacciones, una cualidad sentida, experimentada (p. 705). Tal
es la "teología" de Huxley: excluye un Dios trascendente al mundo, e
incluso un Dios inmanente con inmanencia espiritual, como el de muchos
filósofos modernos. Sólo acepta la inmanencia vital y corporal de Dios: un
"dios" idéntico a la vida corporal y experimentable, p. ej., mediante
la droga, como escribió en otro libro. Más que inmanentista, Huxley es un semi-materialista.
De esta metafísica arranca su moral del equilibrio armónico del hombre en
términos aproximadamente epicúreos.
5. VALORACION DOCTRINAL
Como puede apreciarse, el error moral de Huxley comienza por un error
metafísico y teológico. Al rechazar toda trascendencia divina, rechaza también
toda moral fundada en la trascendencia, con sus correspondientes jerarquías de
valores y con su determinación objetiva del bien y del mal. Lo que queda tras
esta reducción es una moral del placer, que no debe confundirse con el
hedonismo a ultranza ni con el libertinaje —representados en la novela por
Spandrell—, porque es una moral del placer "armónico" y
"moderado", tal como en su día la planteó Epicuro. En términos
actuales, esta moral significa sacudir el yugo que por más de veinte siglos
vienen imponiendo el intelecto y la voluntad sobre los instintos y la
afectividad, para que las potencias sensitivas, hoy subyugadas, se liberen e
integren en el equilibrio armónico de todo el ser humano.
Aparte del radical error teológico y metafísico de esta moral, hay en
ella un error antropológico de graves proporciones. En efecto, tal armonía
equilibrada e intensamente sensualista supone un modelo antropológico
completamente utópico. Proclamar la liberación de los instintos y las pasiones
es no saber nada de su desorden latente. Podemos denominar a este sueño la
"utopía adámica". El ser humano sólo puede liberar sus impulsos
corporales de manera armónica —sin detrimento del equilibrio— en el supuesto de
un estado preternatural de "integridad" como el que la fe nos revela
en nuestros primeros padres antes de la caída: un estado de
subordinación tal de la sensibilidad a la razón que la primera pueda
ejercitarse espontáneamente sin mal alguno. Pero el hombre real (caído) ya no
goza de la "integridad" como don preternatural, sino que por el
contrario, su sensibilidad se desordena y se rebela contra la verdad que la
razón le dice de sí mismo: arrastra lo que la teología llama
"concupiscencia". Las tendencias de la sensibilidad están de hecho desordenadas,
y cuando se satisfacen según su propensión espontánea y descontrolada, lejos de
procurar equilibrio, sumen en una degradación bestial. Esto no lo sabemos sólo
por fe; la fe nos revela su origen, pero su realidad está patente a la
experiencia psicológica y ética más elemental.
El sueño de una sensibilidad expandida y sin trabas, y con todo
"armónica", lo comparte analógicamente con Marx, Nietzsche y Freud, y
más atrás, con la idea del bon sauvage brotada de Rousseau. Pero suponer
que la liberación sexual, el tratamiento "igualitario" del alma y del
cuerpo, y la consiguiente autonomía de la carne nos harán más sanos y armónicos
constituye un "idealismo" inaceptable, un idealismo inverso del que
Huxley critica, el idealismo de la materia.
Una correcta antropología filosófica es necesariamente jerárquica, es
decir, consagra un orden, primero ontológico y luego moral, entre nuestras
facultades. Las propias de la vida vegetativa y sensitiva están subordinadas a
aquellas más propiamente humanas: el intelecto y la voluntad. Luego la sujeción
de las primeras a éstas últimas es precisamente lo que nos hace vivir
humanamente, conforme a la realidad, en armonía.
La supuesta tiranía denunciada por Huxley es ajena a este orden, y
tiene lugar en ciertas situaciones culturales enfermizas que, para usar la
nomenclatura de la novela podemos llamar "racionalismo" y
"puritanismo". Sin duda hay una parte de verdad en la crítica del
autor a estas dos tendencias, pero de ahí no puede pasarse a llamar puritanismo
a la pureza, ni racionalismo a la racionalidad. El racionalismo es una
enfermedad de la razón, y el puritanismo es una enfermedad de la pureza. Que
ambas se hayan dado en la historia es cosa indudable, pero deben ser
tipificadas con exactitud para poder criticarlas con justicia. Suponer, por
ejemplo, que San Francisco de Asís encarna el peor racionalismo y el peor
puritanismo, es sólo jugar con las palabras de mala forma. S. Francisco
simplemente lucha por vivir la castidad procurando controlar sus pasiones desordenadas
del modo que la inteligencia le señala más adecuado en relación a su propio
orden interior.
Por lo demás, este orden sólo puede hacerse efectivo —y así ocurre en
el caso de la castidad— a costa de una ardua lucha ascética. Los términos en
que se da esta lucha pueden plantearse en forma de un dilema: o la razón
gobierna los sentidos, o los sentidos dominan a la razón. En el primer caso se
tiene la verdadera existencia "armónica" y "equilibrada";
en el segundo caso se tiene el inarmónico desequilibrio del hedonismo. El uso
que Huxley hace de la expresión "equilibrio armónico" supone que
entre ambos términos del dilema hay un plácido estado intermedio de neutralidad
sin lucha. Por decirlo así, que la razón y los instintos tomen cada uno lo suyo,
y a vivir en paz. Pero ese pacifismo es irreal, no existe.
San Pablo ha descrito expresivamente la tremenda lucha del espíritu
con la carne en nuestro interior (cfr. Rom 7, 22-25 y Gal 5,
16-23). Es cierto que el significado de "espíritu" y
"carne" en San Pablo es múltiple y complejo, pero es innegable que
pone de manifiesto esa incesante contienda de la que hablamos, y en la cual no
cabe tregua.
Huxley, que es consciente de esta lucha, confía en último término —y
bastante ingenuamente— en que los instintos, "de por sí", son
moderados y piden poco. Pero en el hombre no existen los instintos "de por
sí". Existen en los animales, en los cuales están rigurosamente al
servicio de la vida del individuo o de la especie, y por eso son, a su manera,
"moderados" y piden "poco". Pero en el hombre están
penetrados de espíritu y, por tanto, de su potencial infinitud: de allí que
nuestras pasiones puedan llegar a ser insaciables. Huxley critica el
libertinaje de Spandrell, y aprueba la satisfacción no reprimida de la sensualidad
en la conducta de John Bidlake y en las ideas de Mark Rampion. Este contraste
es parte de la ficción novelística, pero si en la realidad se eleva a categoría
de moral, ¿cómo pretende impedir que los impulsos sensoriales, sin freno, no se
conviertan en libertinaje? Si ante los instintos se anula la razón y la
conciencia moral "opresoras", ¿qué fuerza dará entonces moderación a
esos impulsos y evitará el obvio plano inclinado del hedonismo, que lleva a
casos como el de Spandrell y, a su manera, el de Lucy?
Las acusaciones que Huxley formula contra el cristianismo en materia
de instintos, y sobre todo de sexo, son una caricatura tanto doctrinal como
histórica. Lejos de haber traído al mundo una hipertrofia monstruosa del
"alma", y por tanto una esclavitud antinatural del cuerpo, el
cristianismo contiene la más profunda y radical afirmación del bien de la
corporeidad humana: como creatura de Dios el cuerpo es bueno, y es santo en
virtud de los misterios supremos de la Encarnación del Verbo de Dios (Dios
hecho carne), de la Resurrección de Cristo, y de las promesas de vida
eterna para el cuerpo glorificado. El sexo es bueno como hechura divina, y está
llamado a ser santo en el matrimonio, al servicio del amor y de la vida, y no
menos santo en la virginidad y el celibato apostólico. Lo que Huxley nos
presenta en uno y otro caso como "castidad cristiana" es una actitud
aberrante, a saber, un espiritualismo desencarnado y movido por motivos últimos
de odio: exactamente lo opuesto del amor y de la afirmación que están en la
raíz de la verdadera castidad cristiana.
De un modo particular, el cuadro que Huxley traza del ascetismo
cristiano, en la persona de los monjes y sobre todo de San Francisco de Asís,
es una diatriba torpe, no ya carente de fe o de sentido moral, sino incluso
carente de psicología. Acusar a dicho santo de una especie de repugnante
masoquismo sensorial es no entender nada de él, de su persona ni de su influjo
en la historia.
Hasta tal punto es falsa esa imagen del ascetismo cristiano, que
podemos invertir exactamente los términos de Huxley y formular la siguiente
paradoja: que la existencia "armónica" y "equilibrada" es
precisamente el patrimonio de la santidad y del ascetismo. Y más en general,
son la fortaleza y la templanza cardinales —que incluyen la pureza— las fuerzas
que pueden asegurar al hombre ese sereno equilibrio, esa armonía de todo su
ser, esa pacificación de la personalidad, ese estado superior que se encuentra
justamente en el señorío del alma sobre el cuerpo, y no en la rebelión sensual de
este último, que sólo trae más y más perturbación a la persona humana.
EL fruto de la castidad es siempre, para Huxley, la hipocresía, y el
fruto de la sexualidad "libre", la armonía. Se trata de nuevas
ficciones novelísticas, retorcidas para demostrar una tesis falsa. La verdad
psicológica y moral se encuentra en el n. 124 de Camino, donde el Beato
Josemaría Escrivá de Balaguer escribe: Y precisamente entre los castos se
cuentan los hombres más íntegros, por todos los aspectos. Y entre los
lujuriosos dominan los tímidos, egoístas, falsarios y crueles, que son
características de poca virilidad.
Al diagnóstico social de Huxley puede aplicarse gran parte de lo dicho
sobre su "ética" personal. Puede ser a ratos penetrante en la crítica
del racionalismo y de sus variados productos: el cientificismo, el tecnicismo
dominante, la deshumanización moderna de la vida. Pero atribuir al cristianismo
una corresponsabilidad en esos males es absurdo. También aquí podemos invertir
su planteamiento: esos males tienen su raíz en cierto retroceso histórico del
cristianismo; en el proceso moderno de secularización.
Como Huxley no cree en un Dios trascendente, se ve forzado a buscar la
solución de esos males justamente en realidades que son parte de sus causas o
de sus efectos: el irracionalismo moderno, el materialismo teórico y práctico,
el relativismo, el hedonismo... La verdad es que Huxley carece de una esperanza
a la que asirse, y de allí su pesimismo irremediable, que embiste
indiscriminadamente contra la dignidad del trabajo, contra la ciencia, contra
la técnica, contra la propia substancia de esas dimensiones de la vida: todo en
nombre de un "humanismo" muy vago y muy carente de fundamento
trascendente, muy vecino al materialismo cerrado cuyas desgracias anuncia y
denuncia en Brave New World. De allí que su última palabra sea
forzosamente un pesimismo compacto, sin soluciones positivas de ninguna
especie.
J.M.I.-L.
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