Edición castellana: Imprenta Nacional de Cuba, 1961; en
Colombia: Editorial La Oveja Negra, Ltda., abril de 1972. (Se cita por esta
edición.)
(Título
original: Man's Wordly Goods. The History of
the Wealth of Nations, 1936.)
En el Prefacio, el autor explica el propósito del libro: «es
una tentativa para explicar la historia con la teoría económica y la teoría
económica con la historia» (p. 9). Es un intento de relacionar una y otra,
mostrando la íntima unidad que se da entre las dos y la mutua dependencia que
muestran en todo momento. El libro no es «una historia de la economía ni es una
historia del pensamiento económico, sino una parte de ambas. Aspira a explicar,
en términos del desarrollo de las instituciones económicas, por qué ciertas
doctrinas surgieron en un momento determinado, cómo tuvieron su origen en la
misma contextura de la vida social y cómo se desarrollaron, fueron modificadas
y finalmente desechadas cuando el diseño de esta contextura fue cambiado»
(ibid.).
CAPÍTULO
I.— Clérigos, guerreros y trabajadores
Se hace aquí un análisis del sistema de posesión de la
tierra en la época feudal, sustentando la tesis de que «la sociedad feudal
consistía de estas tres clases, clérigos, guerreros y trabajadores, con estos
últimos al servicio de las dos primeras, la eclesiástica y la militar. Así lo
entendió por lo menos una persona que vivió en aquella época y que lo comentó
en esta forma: ‘Para el caballero y el clérigo, ha de vivir quien hace el
trabajo’» (pp. 13-14).
Durante todo el capítulo se insiste en la injusta situación
a que se ve sometido el siervo: menos maltratado, es verdad, que el esclavo de
otros siglos, pero, de todos modos, desposeído de todo derecho personal.
CAPÍTULO
II.— Aparece el comerciante
Se narra, de una manera somera y sencilla, el cambio operado
en la vida feudal con el incremento del comercio. Si, en un principio, el feudo
era autosuficiente, poco a poco —con el crecimiento de la población— va
haciéndose necesario buscar productos que no se tienen en él. Nace así el
intercambio de cosas por cosas: el dinero aún se emplea poco. Va surgiendo
entonces la actividad comercial, en lo cual influye mucho un hecho importante:
las Cruzadas, que con sus grandes movimientos de personas de toda índole, van
creando el interés por los objetos de otras regiones.
Nace así un género especial de personas, los comerciantes,
que se encargan de poner las mercancías cerca de los lugares de consumo. Un
núcleo importante en el Mediterráneo lo constituye Venecia, que fue —dice el
autor del libro— una de las ciudades más beneficiadas por las Cruzadas. Al
crecer el comercio se hace necesario efectuar las transacciones con mayor
agilidad: el dinero adquiere un papel importante y nace entonces el cambista o
«cambiador» de dinero.
CAPÍTULO
III.— Vamos a la ciudad
Con el auge del comercio crece la población flotante,
especialmente en puntos neurálgicos de confluencia de caminos y desembocaduras
de ríos. Esta población se va agrupando alrededor de la catedral o de los
sectores fortificados llamados burgos. Nace entonces el fauburg o
«fuera del burgo», donde se instalaban los comerciantes y viajeros a la sombra
del burgo. Poco a poco se organiza la vida del fauburg, se fortifica
también y se constituye en algo organizado y con vida propia. Van naciendo las
ciudades; la movilidad del dinero aumenta, el comercio y las relaciones se
hacen más ágiles y la posesión de la tierra deja de tener el interés tan grande
que tuvo antes.
Pronto los comerciantes quieren tener leyes propias y se van
organizando más y más. Se puede hablar entonces de una sucesiva independencia,
de una libertad conquistada paulatinamente de la rigidez esclavizante de los
feudos.
Más tarde se fueron organizando dentro de estas ciudades
«fuera del burgo» los gremios, con un sistema duro y cerrado contra quienes no
pertenecían a él. Tales gremios se fueron haciendo cada vez más fuertes, hasta
llegar casi a dominar en las ciudades, llegando a tener una gran influencia en
lo que antaño eran los señores feudales. «En el primer periodo feudal, la
tierra sola era la medida de la riqueza de un hombre. Después de la expansión
del comercio apareció una nueva clase de riqueza: la del dinero. En aquel
periodo feudal el dinero había sido inactivo, fijo, sin movimiento; ahora se
hizo activo, vivo, fluido. En el feudalismo los clérigos y los guerreros que
poseían la tierra estaban en un extremo de la escala social, viviendo a
expensas del trabajo de los siervos, quienes estaban en el otro extremo del
orden social. Ahora un nuevo grupo apareció: la clase media, que subsistía de
otra manera, comprando y vendiendo. En el periodo feudal la posesión de la
tierra, única fuente de riqueza, trajo al clero y a la nobleza el poder para
gobernar. Después, la posesión del dinero, nueva fuente de riqueza, dio una
participación en el gobierno a la ascendiente clase media» (pp. 52-53).
CAPÍTULO
IV — Nuevas ideas por viejas ideas
Con el incremento del comercio, el dinero fue adquiriendo
una importancia cada vez mayor, ya que permitía hacer negocios con agilidad.
Por este motivo se fue introduciendo la costumbre de pedir prestado dinero con
el fin de hacer negocios ventajosos para el comerciante.
Este nuevo sistema da lugar al interés que se paga
por el préstamo de una cantidad de dinero. En la época feudal, quien pedía
prestado algo, lo hacía por absoluta necesidad personal inmediata; cobrar
interés era entonces abusar de la indigencia de alguien: se consideraba como
usura y se condenaba en las leyes civiles y en las de la Iglesia.
En el tránsito hacia la normalización del interés, la
doctrina de la Iglesia se mantiene igual: la usura es pecado. Pero, poco a
poco, se va avanzando en la consideración del negocio del dinero, con lo cual
se comprende que quien pide prestado intenta hacer una ganancia con ese dinero.
Por lo cual, un interés moderado se vuelve, lógicamente, lícito y aceptado por
todos: por las leyes civiles y las eclesiásticas.
CAPÍTULO
V.— El campesino se libera
En este capítulo se narra el proceso que Huberman llama de
la liberación del campesino de su antigua vida de esclavo de los señores
feudales. Y analiza cómo se va haciendo —y, por tanto, va aumentando su valor—
el producto agrícola y, consiguientemente, la tierra. El campesinado va
comprendiendo esta importancia y busca librarse de tener que trabajar para su
señor. Muchos emigran y alquilan tierras; otros logran que se cambie el sistema
y se les deje trabajar en los antiguos feudos, en condiciones más favorables.
La peste que asoló Europa en la mitad del siglo XIV y diezmó
brutalmente la población hizo escasear los brazos trabajadores, que se
valorizaron más. Luego, en el mismo siglo, se produjo la revuelta de los
campesinos: aunque fue vencida y muchos fueron condenados a muerte, la causa
del campesinado ganó mucho en fuerza y en posición.
CAPÍTULO
VI.— Y ningún extraño trabajará...
La artesanía va dejando de ser algo casero y local para
convertirse en un asunto comercial. Aparecen también los gremios de artesanos y
se van diferenciando poco a poco los niveles: maestros, aprendices y
jornaleros, formándose de este modo las clases sociales, al mismo tiempo que
las pugnas en busca de privilegios o tratando de evitar las injusticias de las
clases superiores.
Las clases más pudientes se organizan para presionar a los
más pobres y éstos se organizan para defender sus derechos: surge la lucha de
clases como un proceso necesario.
CAPÍTULO
VII.— Ahí viene el rey
En este capítulo se quiere describir el origen del poder
real y del sentimiento nacionalista en el siglo XV.
La creciente comercialización obliga a los mercaderes a
proteger sus negocios contra bandidos y asaltantes —generalmente, dice el
autor, provenientes de los pequeños grupos armados de los señores feudales—, y
entonces se reclama un poder central, con mejores medios y armas para defender
el derecho al libre comercio: surge la necesidad de un rey.
Con el poder real, cuyos ejércitos son profesionales y
necesitan ser pagados a alto precio, el monarca tiene necesidad de acudir a las
tasas económicas y a préstamos de los comerciantes. El autor presenta aquí a la
Iglesia como otro poder que entra en pugna con el rey, por dividir la lealtad
de sus súbditos y por los tributos que se enviaban a Roma (p. 109).
CAPÍTULO
VIII.— El hombre rico
Es una descripción sucinta de un periodo de la historia que
comprende aproximadamente los siglos XIV-XVI. Se narra el flujo, cada vez
mayor, de la actividad comercial, la devaluación de la moneda, la ampliación de
las rutas y la búsqueda de nuevos campos para el negocio del dinero y de los
bienes fungibles.
Aparecen las grandes compañías de comerciantes asociados
para ampliar su capacidad y aumentar sus ingresos. Con tales empresas surgen
también las grandes fortunas, y de allí se derivan las influencias notables de
financieros como los Peruzzi (1300), los Médici (1440) y, el grupo más potente,
los Fugger, que tuvieron mucho que ver en el desarrollo de la historia europea.
El autor atribuye, por ejemplo, a la ayuda económica de Jacob Fugger (banquero
alemán) el triunfo de Carlos V de España sobre Francisco I de Francia para
ceñir la corona del Sacro Imperio Romano.
CAPÍTULO
IX.— Pobre, mendigo, ladrón
El flujo del dinero, de manera muy especial con el
descubrimiento de América y la explotación de las minas de plata y oro por
parte de España, con la consiguiente expansión de dichos metales por el resto
de Europa, produjo una subida de precios escandalosa.
El dinero empezó a ofrecerse más y a valer menos. Como
siempre, sufren los asalariados, los que tienen una pensión fija: porque nunca
el salario crece al ritmo de los precios. «Para el obrero esto significaba o
estrecharse el cinturón o, si no, luchar por más altos jornales con los que
afrontar la carestía de la vida , y no hacerse un mendigo. Las tres cosas
ocurrieron como resultado de la revolución de los precios» (p. 138).
Los mendigos aumentan desmesuradamente, convertidos a veces
en merodeadores y salteadores, que han quedado a la orilla del camino de los
señores del dinero: los comerciantes.
La tierra alcanzó también un valor más alto, tanto en la
explotación agrícola como —especialmente al aumentar el precio de la lana— en
la cría de ovejas. Nació la institución del cercado de las propiedades,
desalojando de ellas a los agricultores y arrendatarios. Se cometieron
verdaderas injusticias, tal como aparece, por ejemplo, en el siguiente texto de
un sermón del obispo Latimer ante los cortesanos del rey Eduardo VI: «Vosotros,
terratenientes, lores antinaturales que aumentáis las rentas, ya tenéis por
vuestras posesiones cada año demasiado (...)» (p. 143).
Las leyes civiles también intentaron reprimir los abusos, pero
no fueron cumplidas. Y, como siempre ha ocurrido, cuando los campesinos se
rebelaron y trataron de luchar contra las situaciones injustas, fueron
castigados severamente.
«Obsérvese un importante cambio en este periodo. La vieja
idea de que la importancia de la tierra estaba de acuerdo con la cantidad de
trabajo en ella, había desaparecido. El desarrollo del comercio y de la
industria y la revolución de los precios habían hecho el dinero más importante
que los hombres, y la tierra era considerada ahora como fuente de ingresos. Las
gentes habían aprendido a tratarla como trataban a la propiedad en general, y
se convirtió en objeto de especulación, que se vendía o se compraba para ganar
dinero. El movimiento del ‘cercado’ causó muchos sufrimientos, pero extendió
las posibilidades de mejorar la agricultura. Cuando la industria capitalista
tuvo necesidad de obreros, encontró parte de los que demandaba en aquellos
infortunados desposeídos de sus tierras, que ahora sólo tenían su trabajo como
medio para ganarse la vida» (p. 145).
CAPÍTULO
X.— Se necesita ayuda hasta de niños de dos años
Con la expansión del mercado aparece una figura nueva. Es el
intermediario, que reemplaza al pequeño fabricante en la consecución de la
materia prima y en la venta del producto manufacturado. Surgen así las pequeñas
industrias domésticas, en las que trabajan casi todos los de la casa —hasta los
niños— para producir más y entregar más a quien ha puesto la materia prima.
Reciben un salario por la manufactura. El intermediario se convierte, cada vez
más, en el dueño de las cosas: es el capitalista, para quien trabajarán los
artesanos como meros asalariados.
El capitalista va ganando importancia a medida que el
mercado aumenta y crece la explotación de las minas, en las que se requiere la
inversión de fuertes sumas de dinero.
En el siguiente esquema resume Huberman las sucesivas etapas
de la organización industrial:
«Sistema de la casa o de la familia: Los miembros de la familia
producen artículos para su propio uso, no para la venta. El trabajo no era para
abastecer un mercado exterior. Tiempo de la Baja Edad Media.
»Sistema de los gremios: Producción realizada por maestros
independientes, empleando dos o tres hombres, para un mercado exterior, pequeño
y estable. Los obreros poseían las materias primas con las cuales trabajaban y
las herramientas necesarias para trabajar. No vendían así su labor, sino el
producto de ésta. Hasta el final de la Edad Media.
»Sistema doméstico (de putting-out): Producción
realizada en el hogar para abastecer un creciente mercado exterior, por
maestros artesanos con ayudantes, como en el Sistema de los Gremios. Con esta
importante diferencia: los maestros no eran ya independientes; todavía eran
dueños de sus herramientas, pero dependían, para las materias primas, de un
empresario, que había aparecido entre ellos, y el consumidor. Ahora venían a
ser simples asalariados, trabajando por pieza. Siglos XVI, XVII y XVIII.
»Sistema fabril: Producción para un mercado cada vez más amplio y
fluctuante, realizada fuera del hogar, en los edificios del patrono y bajo
estricta supervisión. Los obreros han perdido completamente su independencia;
no poseen ni la materia prima, como bajo el Sistema de los Gremios, ni sus
herramientas, como bajo el sistema doméstico. La pericia no es tan importante
como anteriormente, por el creciente empleo de la maquinaria. El capital se
hace más importante que nunca. Siglo XIX hasta nuestros días» (pp. 154-155).
No es, aclara el autor, una división perfecta. Cada etapa
aparece cuando la otra está vigente y permanecen simultáneas durante mucho
tiempo. En un país una se adelanta a la otra..., y todavía en este siglo XX
perviven algunas de sus formas en determinados sistemas de los países
industrializados.
CAPÍTULO
XI.— Oro, grandeza y gloria
Se narra en este capítulo, de una manera esquemática, el
proceso de la lucha por el enriquecimiento de las naciones. El nuevo concepto
de nacionalidad sustituye en los siglos XVI y XVII al de ciudad.
Al nacer el Estado como concepto político, surge también el
concepto de Estado económico. Lo que hace rico a un país es el oro o la plata
que pueda tener. Se crean entonces leyes de protección y defensa de estos
metales. Donde no se tienen, se busca cómo lograrlos. Los economistas acuden
entonces a la industria: hay que fomentarla, con el fin de vender a otros
países suficientes productos y así recibir en plata y oro el precio de lo que
se vende.
Se subsidian las industrias; se ponen trabas a la
introducción de productos manufacturados y se busca una balanza comercial lo
más firme posible. Entra en pugna entonces el interés de los diversos países
por sus productos, sus medios de transporte, etc., debido a su idea de que hay
una relación directa entre la producción del propio país y la disminución de la
del rival.
Esto conduce inexorablemente a las guerras económicas,
provocadas por los mercantilistas, que —con razones valederas— hacen de sus
propios intereses comerciales un interés nacional. Huberman hace suya una frase
del arzobispo de Canterbury en el año 1690, como resumen de todo el capítulo:
«En todas las contiendas y disputas que en los últimos años han sobrevenido en
esta esquina del mundo, he encontrado que aunque la intención ha sido buena y
espiritual, la postrera finalidad y verdadero propósito fueron el oro, la
grandeza y la gloria secular» (p. 175). El autor, que a lo largo del libro
presenta a la Iglesia como gran aliada del capitalismo, no duda en utilizarla
—cuando tiene ocasión— en apoyo de sus tesis.
CAPÍTULO
XII.— ¡Dejadnos hacer!
El exceso de interés de los estados en la sociedad mercantil
produjo no sólo el sistema de subsidio ya anotado, sino que fue creando un
intervencionismo exagerado. Los negociantes se dieron cuenta de las
limitaciones y clamaron por la libertad del mercado. En todas partes se
esbozaron teorías que intentaban demostrar que el interés del país no estriba
fundamentalmente en la cantidad de oro y plata de que disponga, sino en el
incremento del intercambio comercial.
Uno de los teóricos más importantes de este periodo es Adam
Smith, cuyo libro La riqueza de las naciones se constituyó en la biblia
del hombre de negocios que pedía libertad. En él explica que lo más importante
para el negocio —y, por tanto, para el país— es el aumento de la productividad
sin restricciones. Esto se logra mediante la división y la especialización en
el trabajo, la cual aumenta o disminuye de acuerdo con la extensión del
mercado. El mercado, a su vez, se extiende hasta sus máximos límites mediante
el comercio libre. Por consiguiente, el comercio libre trae el aumento de la
productividad y lleva al enriquecimiento de la nación.
El grito de libertad —laissez faire— ha sido dado por
los capitalistas, que, haciendo respetar la propiedad privada como algo
sagrado, quieren producir cada vez más a menor costo y así obtener un excedente
—surplus— que haga rentable en abundancia sus industrias.
Los fisiócratas, con su convencimiento de que el origen de
la riqueza está en la naturaleza, habían dado al comerciante y al industrial la
idea de que el capital debe producir no solamente el precio del trabajo del
asalariado, sino también ese excedente que la agricultura da y que la industria
igualmente debería dar al dueño: es decir, al capitalista.
CAPÍTULO
XIII.— El viejo orden cambia...
Es el último capítulo de la primera parte del libro. Se
narra en él la situación social de los habitantes de los países en esa época
del siglo XVII al XVIII, destacando la existencia de tres estados: el del
clero, el de la nobleza y el del pueblo raso. Dentro del tercer estado se
distinguen dos grupos principales: el de los campesinos y trabajadores y el de
la burguesía del dinero y la cultura.
Poco a poco va fraguándose la acción por la que el tercer
estado —el absolutamente mayoritario y el menos favorecido siempre— se sacudirá
el yugo opresor que todavía, como en la época feudal, lo aprieta. El prototipo
de esta época es la Revolución francesa, que es hecha por la clase baja contra
el despotismo de las clases privilegiadas y resulta en beneficio de la
burguesía.
El resumen lo presenta el autor con una cita de Karl Marx
tomada de El 18 Brumario de Louis Bonaparte:
«Desmoulins, Danton, Robespierre, Saint-Just, Napoleón, los
héroes, como también los partidos y masas de la gran Revolución francesa (...),
realizaron la obra de su día, que no era otra que liberar la burguesía y
establecer la moderna sociedad burguesa. Los jacobinos desplazaron el terreno
en que el feudalismo tenía sus raíces y cortaron las cabezas de los magnates
feudales que allí vivían. Napoleón estableció en toda Francia las condiciones
que hicieron posible el desarrollo de la libre competencia; la explotación de
la propiedad agraria después de la partición de las grandes haciendas o
latifundios; y que pudiesen ser empleadas las fuerzas de producción industrial
de la nación. Más allá de sus fronteras hizo por doquier una limpieza de las
instituciones feudales» (p. 203).
La Revolución fue un golpe de fuerza en Francia, cien años
más tarde del golpe de opinión en Inglaterra, con los mismos resultados. «En
Inglaterra por 1689 y en Francia después de 1789, la lucha por la libertad de
mercado resultó en una victoria de la clase media. El año de 1789 puede
enmarcar bien el fin de la Edad Media, porque en él la Revolución francesa dio
el golpe de muerte al feudalismo. Dentro de la estructura de la sociedad feudal
de clérigos, guerreros y trabajadores, surgió un grupo de clase media. A través
de los años fue ganando fuerza y libró una larga y dura pelea contra el
feudalismo, caracterizada por tres batallas decisivas. La primera, la reforma
protestante; la segunda, la llamada históricamente ‘Gloriosa Revolución’ en
Inglaterra; y la tercera, la Revolución francesa. Al concluir el siglo XVIII
fue al fin lo bastante poderoso para destruir el viejo orden feudal. Y en vez
del feudalismo, un sistema social distinto, fundado en el libre cambio de
mercancías, con el objetivo primordial de hacer utilidades a expensas del
trabajo ajeno, fue instaurado por la burguesía.
Nosotros llamamos a ese sistema: capitalismo» (p. 205).
SEGUNDA
PARTE
¿ DEL
CAPITALISMO A...?
CAPÍTULO
XIV.—¿De dónde vino el dinero?
Este capítulo se dedica al origen del capitalismo.
El dinero —explica Huberman— fue utilizado al principio como
tal: para conseguir lo necesario para vivir, alimentarse, etc. Con el
advenimiento del comercio, paulatinamente el dinero se fue convirtiendo en
capital: es decir, en un medio de enriquecimiento, mediante la especulación y
la explotación del trabajo del asalariado, a quien ya no se le paga todo lo que
produce. El dueño del dinero compra el trabajo del obrero, como una mercancía,
al precio más bajo posible, procurando obtener, del producto que el obrero
logra con sus manos, el mayor rendimiento.
Pero ¿de dónde saca el capitalista su dinero? La historia muestra
en los siglos XVI y XVII el origen del dinero acumulado: la explotación de las
colonias españolas, holandesas, portuguesas e inglesas, y de la esclavitud de
los negros del África. Con citas de K. Marx se va «mostrando» cómo el origen
del dinero que se convierte en capital —es decir, dinero que produce dinero—
está unido siempre a la explotación del hombre a sangre y fuego. Los medios de
producción se fueron quedando en manos de los que tienen el dinero, de tal
manera que los desposeídos se ven obligados a vender lo único que les queda: su
fuerza de trabajo, para poder malamente subsistir. El país de mayor incidencia
de la mentalidad capitalista fue, sin duda alguna, Inglaterra.
Anota Huberman que al cambio de mentalidad se adapta también
la Iglesia. Pero no es ya la Iglesia católica, que, para él, permanece unida al
sistema feudal, sino el naciente protestantismo, que asume plenamente como ley
de vida y camino de salvación el nuevo modo de vivir, con su afán de lucro y
enriquecimiento.
CAPÍTULO
XV.— La revolución en la industria, la agricultura y los transportes
Un brevísimo capítulo, en el que se dice, en dos palabras,
que con la máquina de vapor se revolucionó la industria; con el cultivo de
nuevos y mejores productos, la agricultura mejoró notablemente, al tiempo que
sirvió para fomentar el crecimiento de la población; y surgió la necesidad de
transportes más rápidos y eficaces, para movilizar rentablemente todo lo que
ahora se estaba produciendo. «El crecimiento de la población, la revolución de
los transportes, la industria y la agricultura estuvieron interrelacionados.
Cada uno actuó y reaccionó sobre los otros. Estas fueron las fuerzas que
construían un mundo nuevo» (p. 233).
CAPÍTULO
XVI.— La semilla que tú siembras, otro la cosechará...
La primera parte de este capítulo describe el trato
degradante que los propietarios de las fábricas e industrias dieron al obrero
en la sociedad de la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX: la jornada de
quince-dieciséis horas, el trabajo de los niños hasta el agotamiento, la
preferencia del cuidado de las máquinas sobre el hombre, etc. Y la inutilidad
de las protestas del obrero, pues las leyes, hechas por los ricos, les
favorecían siempre a ellos mismos, a expensas de la explotación del pobre.
Se intentó buscar en la democracia y en el voto universal
una defensa a los intereses de su clase. Pero con ello, realmente, no se
consiguió mejorar su situación. Los obreros siguieron entonces luchando por sus
intereses y fueron tomando conciencia de clase. Este es un paso importante.
Nace entonces el sistema de los sindicatos como instrumento adecuado, tal como
lo señala Friedrich Engels en 1844: «Si la centralización de la población
estimula y fomenta la clase proletaria, fuerza el desenvolvimiento de los
obreros aún más rápidamente. Los trabajadores comenzaron a sentirse como clase,
como un conjunto; comenzaron a percibir que, aunque débiles como individuos,
forman un poder unidos; su separación de la burguesía, el desarrollo de puntos
de vista peculiares a los obreros y correspondientes a su posición en la vida
fueron propiciados. Y se despertó la conciencia de la opresión y el trabajador
alcanzó importancia social y política. Las grandes ciudades son la cuna de los
movimientos de trabajadores; en la ciudad, los trabajadores comenzaron a
reflexionar sobre su propia condición y a luchar contra ella; en la ciudad, la
oposición entre el proletariado y la burguesía se manifestó inicialmente; de la
ciudad proceden los sindicatos, el Cartismo y el socialismo» (p. 255).
Los sindicatos —sigue Huberman— se convierten en el mejor
medio para que la clase proletaria pueda defender sus derechos contra la clase
opresora capitalista: para luchar por realizar lo que Percy Bysshe Shelley
describe en uno de sus poemas y el autor pone como «sumario de este capítulo
sobre las condiciones siguientes a la revolución industrial y la respuesta de
los trabajadores a esas condiciones.
‘Hombres
de Inglaterra, ¿por qué aráis
para los
señores que os tienen subyugados?
¿Por qué
tejéis, con esfuerzo y cuidado,
los ricos
vestidos que vuestros tiranos llevan?’
‘La
semilla que vosotros sembráis, otros la cosechan
la riqueza
que encontráis, otros la guardan;
las telas
que vosotros tejéis, otros las llevan;
y las
armas que vosotros forjáis, otros las usan.
Sembrad la
semilla, pero no dejéis que el tirano la coseche;
encontrad
la riqueza, pero que ningún impostor la acumule;
tejed
vestidos, pero que ningún ocioso los lleve;
forjad
armas, pero sólo para usarlas en vuestra defensa!’» (p. 259).
CAPÍTULO XVII.— ¿Leyes
naturales? ¿De quién?
Con citas de Adam Smith y de David Ricardo, y algunas
también de Nassau Senior y John Stuart Mill, se quiere demostrar que estos
representantes de la economía clásica intentaron con sus teorías justificar el
intento de los patronos de no mejorar el salario de sus trabajadores.
En dichos textos clásicos de la economía capitalista se
fundamenta la libertad del comercio y la pugna abierta por una mayor
rentabilidad, dejando siempre al obrero en la peor condición. La doctrina del
Fondo de Jornales —fijo e inmóvil— es un ejemplo de lo que se quiere convertir,
por los tratadistas de la política económica, en una ley natural de la
economía. Si el fondo de jornales de cada industria no puede variar, el aumento
de lo que se paga a cada obrero sólo podrá hacerse en base a una disminución
del número de obreros.
Dentro del capítulo se hace una breve referencia a las
teorías de Malthus sobre el ritmo desmesurado del crecimiento de la población
previsto por él para Inglaterra. En base a sus ideas, los economistas clásicos
argumentan que una buena parte de la culpa de la pobreza de los trabajadores la
tiene el aumento del número de sus hijos: ellos mismos, por tanto, son los
culpables de su miseria. Si quieren mejorar sus condiciones han de disminuir el
número de sus hijos. Los patronos nada tienen que hacer entonces para
mejorarles su condición.
Al final del capítulo se da una larga cita de Friedrich
List, de su libro Sistema nacional de Economía Política (1841), en el
que se ataca de manera terminante el sistema del comercio libre internacional.
Propugna una protección nacional seria y decidida, antes de permitir que los
países se lancen a la libre competencia, abierta, con las demás naciones. Es,
pues, un sistema nacional de economía, opuesto al sistema internacional: una
negación rotunda de la infalibilidad del sistema económico hasta entonces
vigente.
Huberman concluye el capítulo con un auténtico panegírico:
«La economía clásica, tan popular e influyente en la primera mitad del siglo
XIX, comenzó a perder algo de sus fuerzas en la segunda mitad. Fueron tiempos
en que comenzaron a aparecer las obras de un hombre que, aceptando algunos de
los principios expuestos por los clásicos, los llevó por un camino diferente a
conclusiones muy distintas. También era alemán. Se llamaba Karl Marx» (p. 281).
CAPÍTULO
XVIII.— ¡Proletarios del mundo, uníos!
La primera parte de este capítulo está dedicada a Karl Marx.
Ante la explotación de los obreros, los socialistas soñaban
con acabar en el futuro con la situación de injusticia en que vive el
proletariado. Según el autor, Marx, sin esos sueños utópicos, da la verdadera
respuesta: no mirando al futuro, sino analizando el pasado para ver cómo y por
qué se ha llegado al presente.
En el estudio que hace Marx —fundamentalmente en su obra El
Capital— investiga hondamente cómo el trabajo del obrero se ha
convertido paulatinamente en una mercancía, la única que el trabajador posee,
que ha de vender si quiere subsistir. Pero al venderla resulta que tiene que
trabajar más de lo que su fuerza de trabajo requiere para ganar el jornal: ese
tiempo de más es la ganancia que el propietario recibe por el trabajo del
obrero: la plusvalía. Es decir, el propietario se enriquece precisamente con
las horas de trabajo que no le paga al trabajador.
Huberman hace el siguiente esquema de las tesis de Marx,
resumiendo el proceso en forma de breves proposiciones:
— «Al sistema capitalista le incumbe la producción de
artículos para la venta: mercancías.
— »El valor de la mercancía es determinado por el tiempo de
trabajo socialmente necesario invertido en su producción.
— »El obrero no posee los medios de producción (tierras,
herramientas, fábricas, etc.).
— »Para vivir, el obrero tiene que vender la única mercancía
que posee: su fuerza de trabajo.
— »El valor de su fuerza de trabajo, como el de todas las
mercancías, es la cantidad de tiempo para producirlas; en este caso, la
cantidad necesaria para que el obrero viva.
— »Los jornales que le son pagados, por consiguiente, serán
iguales a sólo lo necesario para su manutención.
— »Pero esta cantidad el obrero puede producirla con una
parte de su jornada de trabajo (menos del total).
— »Esto significa que sólo una parte del tiempo el obrero
estará trabajando para sí mismo.
— »El resto del tiempo de la jornada de trabajo, el obrero
estará trabajando para el patrón.
— »La diferencia entre lo que el obrero recibe en jornales y
el valor de la mercancía que produce es la plusvalía.
— »La plusvalía o valor excedente es para el patrono o
propietario de los medios de producción.
— »Es la fuente de las utilidades, intereses, rentas, las
ganancias de la clase propietaria.
— »La plusvalía es la medida de la explotación del trabajo y
del hombre en el sistema capitalista» (pp. 293-294).
Pasa luego Huberman a ridiculizar las teorías de los
llamados socialistas utópicos, tales como Robert Owen, Charles Fourier,
Saint-Simon, Etienne Cabet..., quienes creían que la solución del proletariado
se podría conseguir con la colaboración de los burgueses. Marx y Engels se ríen
de este fantástico sueño.
Al proletariado no lo puede salvar sino el proletariado. Es
inútil acudir a los sentimientos y al bolsillo de los burgueses. El cambio a la
nueva sociedad no vendrá por el esfuerzo de la clase dirigente, sino a través
de la acción revolucionaria de la clase trabajadora. «Durante casi cuarenta
años hemos insistido en que la lucha de clases es la fuerza motriz esencial de
la historia y, en particular, que la lucha de clases entre la burguesía y el
proletariado es la máxima palanca de la revolución social moderna» (carta a
Bebel, Liebknech y otros radicales alemanes, escrita por Engels de acuerdo con
K. Marx en 1879) (p. 297).
La explicación de la lucha de clases como fuerza motriz
esencial de la historia está dada por el concepto de historia que tienen Marx y
Engels. Los acontecimientos históricos, dicen, no son cuestión de oportunidad
ni accidentes sin conexión entre sí; no son consecuencia del poder de las ideas
ni tienen su origen en la influencia de los grandes hombres. Todos los cambios
ocurridos en la sociedad son resultado de las fuerzas económicas de dicha
sociedad. La economía, la política, el derecho, la religión, la educación de
cada civilización están ligadas. Cada una depende de las otras y es lo que es
por causa de las otras. De todas estas fuerzas, la económica es la más
importante, el factor básico. La piedra angular del arco son las relaciones que
existen entre los hombres como productores. El modo de vida del hombre está
determinado por el modo de producción que prevalece dentro de cada sociedad en
un momento dado.
«Marx lo expone así: ‘He sido llevado por mis estudios a la
conclusión de que las relaciones legales, así como las formas de los estados,
ni podrían ser entendidas por sí mismas ni explicadas por el llamado progreso
general de la mente humana, sino que están enraizadas en las condiciones
materiales de la vida (...). En la producción social que los hombres realizan,
ellos entran en relaciones definidas, las cuales corresponden a un estado
definido de sus fuerzas materiales de producción. La suma total de estas
relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, el
verdadero fundamento sobre el cual se levantan superestructuras legales y
políticas y a las cuales corresponden las formas definitivas de la conciencia
social. El modo de producción en la vida material determina el carácter general
de los procesos sociales, políticos y espirituales de la vida. No es la
conciencia del hombre lo que determina su existencia, sino lo contrario, su
existencia social lo que determina la conciencia (...). Igualmente, los
conceptos del bien, de la justicia, de la educación, etc. —la serie de ideas
que cada sociedad tiene—, están adaptadas a la etapa particular de desarrollo
económico que cada sociedad ha alcanzado’» (pp. 298-299).
A partir de estas teorías, Marx y Engels concluyen que el
capitalismo ha surgido necesariamente como lucha ante el sistema feudal. Y que,
como superación del capitalismo, la sociedad futura será, necesariamente también,
la socialista. Superando la explotación de la mayoría por unos pocos, con el
«establecimiento de una nueva sociedad armoniosa en la que la propiedad y el
control de los medios de producción serían transferidos de las manos de unos
pocos apropiadores capitalistas a las de muchos productores proletarios» (p.
303).
El autor de dicho cambio ha de ser, tiene que ser, el
proletariado. Y a ellos se dedica Marx, siendo personalmente el miembro más
activo e influyente de la Asociación Internacional de Trabajadores (la primera
Internacional), fundada en Londres el 28 de septiembre de 1864.
Toda la teoría del comunismo queda reducida entonces a «la
abolición de la propiedad privada» (p. 304). ¿Mediante qué sistema? La
revolución. Derrocando con la violencia todo el orden existente. En ella los
proletariados sólo van a perder sus cadenas; tienen, en cambio, un mundo por
ganar. «¡Proletarios de todos los países, uníos!» «Se debe entonces emplear la
fuerza y la sangre tiene que correr, no porque ellos (los revolucionarios)
quieran usar la violencia, sino porque la clase dirigente no cedería sin ello»
(p. 308). La revolución es, por tanto, absolutamente necesaria.
Marx y Engels preveían el inminente hundimiento del
capitalismo. Querían entonces preparar el proletariado para que —con su
conciencia de clase— recibieran la historia adoptando totalmente el socialismo.
«Entonces, por primera vez, el hombre en cierto sentido estará finalmente
diferenciado del resto del reino animal y emergerá de las meras condiciones
animales de existencia en condiciones realmente humanas (...). Sólo desde ese
momento el hombre, más y más conscientemente hará su propia historia; sólo
desde ese momento las causas sociales puestas en movimiento por él tendrán en
lo principal y en una medida constantemente creciente los resultados que él se
proponga. Será la ascensión del hombre del reino de la necesidad al reino de la
libertad» (pp. 309-310).
CAPÍTULO
XIX.— Si yo pudiera, anexaría los planetas...
Se hace una descripción somera de los grandes trust: «carteles»,
asociaciones comerciales y combinaciones de empresas para dominar la
competencia y controlar los precios. Igualmente, en el comercio del dinero, los
trust de los banqueros, con su grande influencia. El capitalismo del
viejo estilo se hace entonces capitalismo de nuevo estilo: de la libre
competencia se pasa —después de 1870— al capitalismo de monopolios.
Se produce entonces tanto, se tiene tanto dinero y se
necesitan tantas materias primas, que se debe recurrir a una solución práctica:
nace el imperialismo y la dominación y explotación de las colonias. Los países
industriales, como Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia (...),
buscan colonias donde vender sus productos, sus excedentes comerciales; donde
invertir su capital sobrante y extraer a bajo precio, y sin agotar sus propias
reservas, la materia prima que necesitan para abastecer sus grandes industrias.
De la explotación del hombre se ha pasado ahora a la
explotación de pueblos enteros.
CAPÍTULO
XX.— El eslabón más débil
Este capítulo también es breve, como el anterior, y se puede
resumir en tres partes:
a)
El consenso unánime entre los economistas de que lo que interesa al sistema
capitalista, por encima de todo, es ganar.
b)
La afirmación de que en dicho sistema y de manera permanente se producen
crisis económicas, por imposibilidad de mantener un equilibrio constante entre
los diversos factores de la producción y el mercado: el capitalismo lleva, en
su misma esencia, la crisis.
c)
La conclusión de que sólo en el sistema marxista es posible solucionar las
crisis económicas que se pueden plantear.
CAPÍTULO
XXI.— Rusia tiene un plan
Se describe el advenimiento del socialismo marxista al poder
en Rusia, mediante la revolución bolchevique, dirigida por Lenin. Y el
esfuerzo, a partir de entonces, por construir una sociedad comunista en la que
se cambie fundamentalmente el enfoque del capitalismo individualista. Se trata,
dice Huberman, de «un esfuerzo colectivo para el beneficio colectivo, en vez
del esfuerzo personal para la ganancia individual». Por medio de un sacrificio
descomunal de todos los rusos ya en 1936 se puede hablar de que los logros
intentados están básicamente conseguidos.
El plan ruso —Huberman lo dice de mil modos— funciona maravillosamente
en todos los campos, sin posibilidad de crisis, ni de falta de estímulos para
el trabajo, ni de peligros para el proletariado: sus componentes opinan y
prácticamente deciden en todos los proyectos que el Gobierno propone al pueblo
mediante sus comisarios locales. Han desaparecido las clases sociales y se
puede decir que todos tienen responsabilidad en las decisiones del Gobierno. Es
verdad, eso sí, que se está exigiendo un sacrificio grande a todo el pueblo,
pero se hace plenamente explicable y tolerable por el futuro feliz que se
promete: el paraíso ha empezado ya a lograrse en la tierra.
Y ¿cuál es el fundamento de estos maravillosos logros? Lo
explica el autor antes de terminar: «Mientras se escribía este capítulo,
llegaron noticias de haber sido terminada la nueva Constitución de la URSS, la
cual no entró en vigor inmediatamente. Primero tenía que ser sometida a todo el
pueblo, a través de la Unión Soviética, para ser discutida, criticada y
enmendada. He aquí algunas de las más importantes disposiciones del proyecto
inicial:
‘Artículo 1. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
es un Estado socialista de obreros y campesinos.
’Artículo 4. El fundamento económico de la URSS consiste en
la propiedad socialista de los instrumentos y medios de producción, firmemente
establecida como resultado de la liquidación del sistema capitalista de
economía, la abolición de la propiedad privada de los instrumentos y medios de
producción y la abolición de la explotación del hombre por el hombre.
’Artículo 11. La vida económica de la URSS está determinada
y dirigida por el plan económico del Estado, con los propósitos de aumentar la
riqueza pública, un incremento sostenido del nivel material y cultural de los
trabajadores, el fortalecimiento de la independencia de la URSS y de su
capacidad defensiva.
’Artículo 118. Los ciudadanos de la URSS tienen el derecho a
trabajar, el derecho a tener trabajo garantizado y el pago de su labor de
acuerdo con su cantidad y calidad.
’El derecho al trabajo es asegurado por la organización
socialista de economía nacional, el crecimiento sostenido de las fuerzas
productivas de la sociedad soviética, la ausencia de crisis económicas y la
abolición del desempleo’» (pp. 387-388).
CAPÍTULO
XXII.— ¿Renunciarán al azúcar(...)?
Es el capítulo final. En él se hace un parangón entre el
plan comunista en la Unión Soviética y los diversos planes de la economía en
los países capitalistas. Se anota que, por el excesivo respeto a la propiedad
privada —que parece siempre intocable— y el deseo siempre insatisfecho de
ganancias, todos los planes fracasan en el mundo occidental, ya que es
imposible dar gusto a todos los intereses económicos de cada sector industrial
y comercial. Cuenta menos el bienestar de los pobres que el interés de ganancia
de los ricos. Por eso los planes capitalistas incluyen la destrucción de
cosechas, antes que repartir los sobrantes entre los necesitados.
Como el pueblo no puede aceptar esta situación, el mundo
capitalista tiene que recurrir permanentemente a la represión, y acaba por
caer, inexorablemente, en el fascismo de corte mussoliniano o hitleriano. Y,
con ellos, el flagelo mayor, para el cual parecen estar siempre preparados los
fascistas: la guerra.
Con una moraleja termina el libro, tomada de la historia de
Arthur Morgan, acerca de cómo se capturan los monos en las Indias orientales:
«Los nativos toman un coco y hacen, en la corteza, un agujero lo bastante
grande, nada más para que la mano vacía del mono pase a través. Colocan en el
interior unos terrones de azúcar. Después atan el coco a un árbol. El mono
desliza su mano dentro del coco, agarra el azúcar e inmediatamente pretende
retirar la mano. Pero el agujero no es lo bastante grande para que el puño
cerrado del simio, con los terrones, pueda salir; como la gula del animal no
tiene límites, ¡prefiere morir con la mano presa en el coco a renunciar al
azúcar!» (p. 404).
El libro está escrito en una forma sencilla y gráfica.
Resulta fácil de leer y puede ser convincente para una persona de poca
capacidad crítica. Sin embargo, la pobreza de su documentación, el apriorismo
de muchas de sus afirmaciones, la gratuidad de sus críticas y la
superficialidad de sus juicios de valor, hacen que al leerlo con cierto interés
de análisis resulte un libro poco serio. Es más bien una especie de arenga
antirreligiosa y anticapitalista, en la que une estos dos conceptos como si
formaran parte de un único enfoque de la vida y de la historia.
Con frecuencia se utiliza una serie de citas entrecomilladas
de las cuales no se menciona el autor. En muchas ocasiones se limita a
introducir la cita con una frase como: «muchos historiadores discuten (...)»,
«un famoso historiador (...)», «un documento inglés de 1316 (...)» No aparecen
argumentos serios y en cambio sí se observa una insistencia casi obsesiva en
hacer afirmaciones rotundas contra la Iglesia católica, hacia la cual
manifiesta una aversión notable y a la que atribuye —sin demostrar nada—
grandes injusticias e intereses mezquinos, negándole todo carácter de
sobrenaturalidad o, siquiera, de rectitud humana. El tono tajante de sus
afirmaciones deja muy hondas dudas sobre este estudio de la incidencia de la
economía en la historia del hombre.
El libro, con la pretensión de hacer una historia económica,
parece una diatriba —especialmente en su primera parte— contra la visión que el
autor tiene de la religión y de la sociedad eclesiástica, bajo el pretexto de
la presencia de la Iglesia como aliada del capitalismo y opresora de las clases
inferiores de la sociedad. Los planteamientos que se hacen carecen de verdadera
altura por la falta de objetividad y de serenidad para enjuiciar los
acontecimientos.
Falta una visión más amplia de los hechos y un análisis más
profundo de todos los factores que inciden en el desarrollo histórico,
político, económico, cultural y religioso de una época determinada. Resulta
demasiado simple pretender —sin demostrarlo— que todo lo que sucede a lo largo
de la historia depende única y exclusivamente del afán de dinero.
A través de toda la narración —sencilla, gráfica, fácil de
leer— se insiste permanentemente en que las doctrinas van surgiendo de la misma
vida social y se van desarrollando, son modificadas y finalmente desechadas
según el diseño de la contextura económica de esa vida social, en un verdadero
proceso dialéctico de la historia.
La vida de los pueblos aparece dirigida exclusivamente por
el desarrollo del comercio y por la avidez del dinero, en un proceso de tesis,
antítesis y síntesis. La historia se va forjando en pos del poder económico.
Para Huberman no tienen ningún valor las ideas, siempre a rastras de los
intereses comerciales. Insiste continuamente en que los criterios éticos y
morales, la justicia y el bien van evolucionando según convenga a la situación
de los privilegiados o según el ritmo de los acontecimientos económicos. Hay en
todo ello un desprecio latente por los valores del espíritu, por los ideales,
por lo trascendente en el hombre. No cabe Dios, no cabe lo sobrenatural; no
cabe lo espiritual: todo lo que acontece es un simple juego de intereses
comerciales.
En conclusión, la historia no está hecha por otros
personajes que los comerciantes, los banqueros, las gentes del dinero. Da la
impresión de que todo lo demás: las universidades, las ideas, los ideales, los
valores del espíritu..., no cuentan en absoluto en el desarrollo histórico del
hombre. La dimensión espiritual del ser humano no aparece para nada en todo el
libro: si acaso se la menciona tangencialmente, es para negarla o para hacer
ironías sobre ella. Todo —el Estado, la Iglesia, la cultura, la moral...—,
absolutamente todo, se mueve al ritmo del dinero, del poder económico. Se llega
verdaderamente a una supersimplificación elemental de los acontecimientos tan
completa, que basta un poco de criterio y de objetividad para descubrir en ella
la poca seriedad de la argumentación.
Las relaciones del hombre con el hombre y de los diversos
pueblos entre sí aparecen siempre como las del explotador y el explotado. El
avance de la historia está marcado por la creación de sistemas para sojuzgar,
por el dinero, a los demás. Aunque, evidentemente, la denuncia de las
injusticias tiene parte de verdad, la simplificación monotemática que hace
quita al análisis amplitud y perspectiva, convirtiendo el libro en un estudio
sin valor a la hora de poderlo citar como autoridad en cualquier comentario
serio de la historia económica mundial.
No se puede negar que la historia está plagada de errores,
de equivocaciones y de pecados en las relaciones humanas. Pero esto no autoriza
a un autor que pretende hacer un recorrido por la historia del hombre a
silenciar todo lo positivo, lo sublime, de muchas manifestaciones sinceras y
constantes de caridad y de justicia, de generosidad y de desprendimiento, de
grandeza de alma que aparecen con la evidencia de los hechos en el acontecer
humano, especialmente después del advenimiento del cristianismo.
Huberman, en el presente libro, parece querer llegar a dos
conclusiones fundamentales. La primera, que la historia humana es la lucha
perpetua entre el hombre opresor y el oprimido, entre el dueño del dinero y el
pobre, entre el capitalista y el proletario. La solución a esta pugna abierta
sólo se encuentra en la lucha de clases y en la dictadura del proletariado que
—mediante la revolución— debe librarse de sus cadenas. Se ofrece entonces el
comunismo como la realización histórica de la justicia social, redención total
de la miseria, liberación verdadera del hombre.
La otra conclusión se saca sobre todo de la primera parte
del libro, en la que se ofrece una visión de la Iglesia católica tan negativa,
que quien la acepte no podrá menos que calificar la religión como algo que debe
ser arrasado.
a) Huberman y la Iglesia católica
Son continuas las referencias, a través de toda la
narración, en las que se intenta presentar a la religión católica como la gran
aliada del capitalismo en la explotación inmisericorde de las clases oprimidas.
En el catolicismo no se quiere ver más que una fuerza
humana, poderosa, injusta y llena de ambiciones económicas y comerciales. «La
Iglesia era el mayor terrateniente de la época feudal. Los hombres preocupados
por la clase de vida que habían hecho y querían asegurarse que irían a la
diestra de Dios, antes de morir daban tierras a la Iglesia» (p. 26)[1]
. Este tono de ironía y de burla hacia todo lo que tenga un carácter
sobrenatural aparecerá en toda la obra. En el mismo primer capítulo, por
ejemplo, al referirse a los diezmos —con los que los cristianos colaboran al
sostenimiento del culto católico— cita, sin mencionar el nombre, a «un famoso
historiador» que afirma que «el diezmo constituía un impuesto agrario, un
impuesto sobre los ingresos y un impuesto de muerte más oneroso que cualquier
otro conocido en los tiempos modernos (...)» (p. 27). Llega a decir Huberman
que «una razón para que a los sacerdotes se les prohibiera el matrimonio era
simplemente que los jefes de la Iglesia no querían perder ninguna de las
tierras de ésta mediante las herencias de los hijos de sus funcionarios»
(ibid.).
Alguna vez parece paliar un poco lo negativo de su visión
acerca de la Iglesia católica —a la que menciona siempre con desprecio—
diciendo que «en los inicios del feudalismo la Iglesia había sido un elemento
progresista, activo. Había preservado buena parte de la cultura del Imperio
romano. Estimuló la enseñanza y estableció escuelas. Ayudó a los pobres, cuidó
a los niños sin hogar en sus orfelinatos y fundó hospitales para los enfermos
(...)» (ibid.). Pero, unas líneas más adelante, agrega: «Algunos creen que su
obra caritativa fue sobrestimada. Admiten el hecho de que la Iglesia ayudó a
los pobres y a los enfermos. Pero señalan que era el más rico y más poderoso
terrateniente de la Edad Media y arguyen que en proporción a lo que pudo hacer
con su tremenda riqueza, no hizo ni aun lo que la nobleza. Mientras suplicaba y
demandaba ayuda de los ricos para su obra de caridad, tuvo buen cuidado de no
drenar muy profundamente en sus propios recursos. También estos críticos de la
Iglesia dicen que si ésta no hubiera explotado a sus siervos tan duramente, si
no hubiera sacado tanto del paisanaje, hubiera habido menos necesidad de tanta
caridad» (p. 28).
Al hablar de ese movimiento masivo de carácter
religioso-espiritual, Huberman se refiere a las Cruzadas como una movilización
general de interés comercial, utilizando incluso la ironía mordaz: «La tercera
cruzada —son sus palabras— no tuvo por objeto la recuperación de la Tierra
Santa, sino la adquisición de beneficios comerciales para las ciudades de
Italia. Los cruzados dejaron a un lado Jerusalén, por las poblaciones
comerciales costeras» (p. 34). Y más adelante: « (...)mientras los venecianos
estaban dispuestos a ayudar a la Cruzada ‘por el amor de Dios’, no dejaban que
este gran amor les cegase hasta el punto de renunciar a una notable
participación en el botín» (p. 35).
Antes había afirmado que «el deseo de rescatar a la Tierra
Santa era genuino y fue apoyado por muchos que no tenían interés en ello. Pero
la verdadera fuerza del movimiento de las Cruzadas y la energía con que fue
realizado se basó principalmente en las ventajas que ciertos grupos podían
ganar» (p. 32). Estos grupos son, para el autor, los siguientes:
a) La Iglesia, que «quería extender su
poder, porque mientras mayor fuese el área de la cristiandad, más grande sería
el poder y la riqueza de la Iglesia» (p. 33).
b)
Iglesia e imperio bizantinos: que «vio en ellas (las Cruzadas) el medio de
contener el avance musulmán en su propio territorio» (ibid.).
c)
Los nobles y caballeros, que buscaban botín.
d)
Los círculos italianos de Venecia, Génova y Pisa, para mejorar su comercio.
Cuando, en el capítulo IV del libro, se narra la conversión
que sufre el sistema de préstamos de dinero y se clarifica el concepto de la
usura, de tal manera que la Iglesia —sin dejar de calificar la usura como
pecado— acepta en sus normas morales el interés comercial porque ve en él una legítima
compensación de las ganancias obtenidas con el dinero prestado, Huberman
aprovecha para una nueva invectiva contra la religión católica. La acusa de
doble moral y de ir adaptando la doctrina a los afanes comerciales. No
distingue el autor entre un cambio en la doctrina —que no se puede dar y no se
da evidentemente— y una aplicación de las reglas morales a las circunstancias
distintas que van surgiendo.
Capítulo por capítulo, casi página por página, la
insistencia reiterativa en el ataque a la Iglesia no cesa. Todo lo malo que el
autor encuentra en la historia —siempre desde el ángulo de visión que se ha
propuesto, en el que muestra un prejuicio notable y no disimulado— lo atribuye
a la religión, llamando a la Iglesia «inmortal, pero desalmada corporación» (p.
70), acusándola de deshumanizada y presentándola como un poder puramente
terreno y, dentro de las instituciones humanas, la peor. Sólo ve una faceta de
la parte humana, ampliada, deformada, destacando protuberantemente errores
humanos —inevitables unos, opinables otros— para atribuirlos a la esencia misma
de la Institución fundada por Jesucristo con un fin exclusivamente espiritual:
la salvación eterna del hombre.
Todo esto hace —como dijimos atrás— que en el libro toda
objetividad quede destruida por su evidente aversión al catolicismo. Más que un
análisis histórico-económico, parece un panfleto publicitario, hecho de
eslóganes fáciles de recibir, con el fin de desacreditar, de hacer odiar a la
religión católica. «Los numerosos abusos de la Iglesia —dice— no podían pasar
inadvertidos. La diferencia entre la Iglesia que predicaba y la Iglesia que
actuaba era tal, que hasta el más estúpido podía verla. Su concentración en
hacer dinero por cualquier método, no importaba cual fuese, era cosa corriente»
(pp. 109-110).
Su explicación de la Reforma protestante es igualmente el de
un problema político económico: «La lucha tomó un disfraz religioso, como bien
dijo Engels. Se la llamó Reforma protestante. Pero fue, en esencia, la primera
batalla decisiva de la clase media contra el feudalismo» (p. 114).
Igual postura toma cuando se refiere, en el capítulo XIV, a
la colonización y conquista de los países recién descubiertos —siglos XVI y
XVII— y a la evangelización por parte de la Iglesia obrada en favor de sus
habitantes. Huberman quiere presentar a ésta como cómplice voluntaria de la
explotación de las colonias y del mercado humano de los negros del África.
Basta tener un poco de conocimiento de la realidad de la misión del
cristianismo, lleno de caridad y de afán apostólico hacia los habitantes de los
nuevos países y colonias, para ver cómo resulta falso todo lo que en dicho
capítulo se afirma sin demostraciones. O cómo se presenta una visión parcial de
ciertos hechos, en la que se pretende mostrar una causalidad directa entre la
presencia de misioneros evangelizadores y las injusticias innegables de algunos
de los conquistadores. Porque si algo hizo la Iglesia en este sentido, fue
atenuar el rigor de la conquista, velar por la justicia y la caridad en el trato
y erigirse en la mejor defensora de los derechos humanos de los indígenas en
los países conquistados. Las situaciones injustas se dieron, no por la
presencia de la Iglesia, sino a pesar de ella.
Por otra parte, el libro —con una ceguera comprensible por los
aprioris marxistas— no descubre nada bueno en los que han tenido dinero
o poder; no acepta ningún valor espiritual ni reconoce ninguna labor positiva a
quienes, con esfuerzo y sacrificio —mezclado inevitablemente con errores y
pecados—, han abierto para el mundo rutas nuevas, han forjado naciones y han
intentado —con mayor o menor éxito— mejorar la situación del hombre.
b) La solución a través del comunismo
Ante las consecuencias del análisis hecho en la primera
parte del libro, en el que el sistema capitalista, en todas sus formas, es el
culpable de toda la situación de opresión y de injusticia que presenta la
historia del mundo, Huberman ofrece su solución: el comunismo, tal como se le
conoce en Rusia y que tuvo su origen en las ideas de Marx y Engels y su
realización en el liderazgo de Lenin y su revolución bolchevique.
La situación histórico-política se presenta de tal manera
que ciertamente no cabe sino una postura racional y lógica: la incitación a la
violencia, a la revolución, como único remedio ante la situación creada.
(Véase, por ejemplo, el cap. XVI.)
Apoyado en los errores del capitalismo y de sus teorizantes,
Huberman va llevando al lector de la mano al convencimiento de que la redención
del trabajador está en su conciencia de clase oprimida y en la necesidad del
despertar violento y de la lucha contra los opresores (cap. XVII).
La invitación a la lucha de clases se hace cada vez más
clara. Y a ello se llega en el capítulo XVIII, que es quizá el central de todo
el libro. Es el momento culminante al que Leo Huberman quiere llegar: que el
lector acepte que la única salida de la sociedad, el único remedio para los
males del mundo y del hombre es la sociedad plenamente comunista, a la que sólo
se llega por medio de la lucha de clases y la dictadura del proletariado. Se
anuncia ya, como cosa inminente, la caída total del sistema capitalista y se
ofrece en la tierra un auténtico paraíso de paz y de prosperidad a los
trabajadores.
El capitalismo, dice, sufre de crisis recurrentes, en las
que siempre le va mal al obrero y al pobre, que es «el eslabón más débil» (cap.
XX). Esto se resolverá con la solución que la Unión Soviética ha adoptado de
reemplazar el capitalismo por el método marxista.
Y en el capítulo XXI se hace gala de un optimismo
incontrolado. Es la exaltación alborozada de un paraíso en la tierra. En Rusia
todo funciona bien, no hay nada que temer y los fallos son tan poco notables
que ni siquiera vale la pena que se mencionen. Hay que volver a leer despacio
dicho capítulo porque cuesta un poco aceptar que Huberman pueda llegar a ese
extremo de optimismo por la bondad del sistema. Ha caído, quizá sin darse
cuenta, en el sueño, que con tanta ironía desprecia, de los que Marx llama
«socialistas utópicos».
Todo el libro es una requisitoria contra la propiedad
privada y un intento de justificar históricamente la estatalización total de
los bienes de producción. Sus argumentos se basan en una visión parcializada de
los sistemas económicos de corte capitalista, apoyándose en verdades a medias,
lo que da a sus afirmaciones un cierto aire de verosimilitud.
Sin embargo, la narración entera adolece de cierta
ingenuidad: todos los males —sin excepción— han venido al mundo por el
capitalismo en sus mil formas históricas; la Iglesia ha estado siempre
inexorablemente con los explotadores del pueblo. En cambio, todos los bienes de
un paraíso terreno se tendrán dentro de la sociedad socialista con los
postulados marxistas, tal como lo ofrece al mundo el comunismo ruso. Este
podría ser el resumen de todo el libro.
Gran cantidad de manifestaciones de crítica a situaciones
históricas irregulares son excesivamente rotundas y sin matices para que se
puedan aceptar sin más.
En este libro, la persona humana no cuenta para nada, y el
espíritu parece proscrito de sus páginas: todo se reduce a buscar el bienestar
terrenal. Para Huberman las ideas y los ideales no tienen nada que hacer en el
proceso de la vida de los hombres. Todo, absolutamente todo, depende de la
evolución natural de la materia, de la economía, de los intereses comerciales.
La religión —cuando se la hace intervenir, en ocasiones
forzando incluso su presencia en la situación que se analiza— siempre aparece
como un elemento negativo, molesto. Las frases más duras, llenas de ironía o de
burla, se escriben contra todo lo que tenga que ver con lo religioso.
No cabe duda que el autor del libro escribe con
apasionamiento, con rabia, con fanatismo. No acepta nada de aquellos que no
entran en su idea de la historia, de la economía.
De todos modos, por la elementalidad de la exposición —y a
pesar de que en muchas ocasiones, al menos en la traducción consultada, haya
muchas incorrecciones de lenguaje—, el libro se lee con facilidad y deja en la
mente poco formada y poco penetrante una sensación de verosimilitud que puede
desorientar. Como, además, en vez de exponer doctrinas introduce abundantes
ejemplos de situaciones extremas y mucha anécdota ilustrativa de su visión de
la historia, el lector desprevenido puede aceptar inconscientemente su análisis
de los hechos.
Desde el punto de vista de la doctrina cristiana es, a todas
luces, un libro completamente rechazable. No solamente por su aversión y sus
ataques a la Iglesia católica, sino también por la negación sistemática de los
valores del espíritu humano, por el desprecio de la ley natural y el
desconocimiento de la trascendencia del hombre. Es una postura completamente
atea y materialista, que reniega necesariamente de toda creencia religiosa.
«Entre las formas del ateísmo moderno —dice el Concilio Vaticano II— debe
mencionarse la que pone la liberación del hombre principalmente en su
liberación económica y social. Pretende ese ateísmo que la religión, por su
propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque al orientar el
espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del
esfuerzo por levantar la ciudad temporal. Por eso, cuando los defensores de
esta doctrina logran alcanzar el dominio político del Estado, atacan
violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en materia
educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su alcance el
poder público (...). Enseña la Iglesia que la esperanza escatológica no merma
la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos
motivos de apoyo para su ejercicio. Cuando, por el contrario, faltan ese
fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre
lesiones gravísimas —es lo que hoy con frecuencia sucede—, y los enigmas de la
vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando
no raramente al hombre a la desesperación» (const. Gaudium et Spes, nn. 20
y 21).
Por otro lado, es necesario advertir —con palabras de Pablo
VI— que «la lucha de clases erigida en sistema vulnera e impide la paz social y
desemboca fatalmente en la violencia y en el atropello, llevando a la abolición
de la libertad, para terminar luego en la instauración de un sistema
extremadamente autoritario y con tendencias totalitarias» (Pablo VI, aloc. a
los trabajadores en el 75 aniversario de la Rerum Novarum, 22-V-1966).
Sobre la situación del comunismo en Rusia en el año 1937
—por las mismas fechas en las que fue escrito el libro que comentamos— dice Pío
XI lo siguiente: «Cuando se arranca del corazón de los hombres la idea misma de
Dios, los hombres se ven impulsados necesariamente a la moral feroz de una
salvaje barbarie. Y esto es lo que con sumo dolor estamos presenciando: por
primera vez en la historia asistimos a una lucha fríamente calculada y
cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino. Porque el comunismo es
por su misma naturaleza totalmente antirreligioso y considera la religión como
el ‘opio del pueblo’, ya que los principios religiosos, que hablan de la vida
ultraterrena, desvían al proletariado del esfuerzo por realizar aquel paraíso
comunista que debe alcanzarse en la tierra. Pero la ley natural y el Autor de
la ley natural no pueden ser conculcados impunemente; el comunismo no ha podido
ni podrá lograr su intento ni siquiera en el campo puramente económico. Es
cierto que en Rusia ha contribuido no poco a sacudir a los hombres y a las
instituciones de una larga y secular inercia y que ha logrado con el uso de
toda clase de medios, frecuentemente inmorales, algunos éxitos materiales; pero
no es menos cierto, tenemos de ello testimonios cualificados y recientísimos,
que de hecho ni siquiera en el campo económico ha logrado los fines que había
prometido, sin contar, por supuesto, la esclavitud que el terrorismo ha
impuesto a millones de hombres. Hay que repetirlo: también en el campo
económico es necesaria una moral, un sentimiento moral de la responsabilidad,
los cuales, ciertamente, no tienen cabida en un sistema cerradamente
materialista como el comunismo. Para sustituir este sentimiento moral no queda
otro sustitutivo que el terrorismo que presenciamos en Rusia, donde los
antiguos camaradas de conjuración y de lucha se eliminan mutuamente; terrorismo
que, por otra parte, no consigue contener, no ya la corrupción de la moral, pero
ni siquiera la disolución del organismo social» (Pío XI, enc. Divini
Redemptoris, 19-III-1937, en Doctrina pontificia. Documentos
sociales, BAC, Madrid, 1959, nn. 21-23).
Y una última reflexión: la pretendida solución universal del
socialismo es una utopía engañosa, que en vez de ofrecer caminos de seguridad
total y de bienestar definitivo, sólo pretende «quitarle a las gentes humildes
la confianza en un orden sobrenatural para sepultarlas en un materialismo que
borra todos los horizontes espirituales. Se busca sustituir la servidumbre del
patrón por la servidumbre del Estado. Se persigue cambiarle de marco a la
pobreza para que no brille en ella ninguna esperanza, sino el rencor de su
resentimiento. Pero ¿son felices los pueblos sometidos a ese proceso
revolucionario? ¿Lo aceptan por satisfacción o por temor? ¿Representa para
ellos el fin de sus frustraciones? Al respecto, Andrei Amarik, el intelectual
ruso actualmente bajo prisión por el cargo de revisionismo y de agresión al
sistema soviético, responde de esta manera a la cuestión: ‘En los albores de su
existencia, los ideales socialistas parecían el ansiado sueño de una sociedad
insofisticada. Engendraron muchas esperanzas radiantes y promovieron en los
estratos más amplios de la humanidad un entusiasmo apasionado. El socialismo,
tal como fue construido en Rusia o edificado en territorios ocupados por tropas
soviéticas, hizo añicos esas ilusiones. Engendró insatisfacción, indignación y
protesta en los mejores corazones y en las mejores mentes. ¿Por qué? Porque
minó la posición del hombre dentro de la sociedad, limitándolo o despojándolo
de sus bienes, derechos y autoridad, o sea de aquello que le ha permitido
defender su vida y afirmar su valor en la sociedad. Porque trajo consigo una
negación de las libertades humanas, quedándose atrás de la mayoría de los
países capitalistas a pesar de la abundancia de sacrificios y de los excesivos
esfuerzos de doscientos millones de personas en el país más rico del mundo.
Porque, finalmente, atrajo los vicios de la sociedad capitalista en una escala
monstruosa’» (Juan Zuleta Ferrer, Diagnóstico de nuestro tiempo,
Medellín, 1974, pp. 7).
J.A.G.
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[1] La edición consultada ofrece un castellano pobre y confuso. Muchas expresiones son realmente incorrectas.