HAUSER, Arnold
Historia social de la literatura
y el arte.
Guadarrama, Madrid, 1963, 1.315
pp. (En tres volúmenes)
(t.o.:
Sozialgeschichte der Kunst und Literatur)
EL AUTOR
Arnold
Hauser nació en la pequeña localidad húngara de Temesvár, el año 1892. De
familia muy modesta, conoció una infancia difícil y sólo con grandes esfuerzos
logró ingresar en la Universidad de Budapest, donde estudió filosofía con el
doctrinario y teórico marxista Karl Mannheim. Judío de raza y alemán de cultura
(escribió muchas de sus obras en esta lengua), no se encontraba muy a su gusto
en la Universidad de Budapest, logrando ampliar sus estudios de Historia de la
Literatura y del Arte en las Universidades de París y Berlín.
A los
veinte años (1912), Hauser fue nombrado profesor de la Universidad de Budapest,
alcanzando gran prestigio por su estrecha amistad con el teórico marxista Georg
Lukács, fundador e impulsor del grupo de intelectuales denominado el «Círculo
dominical», y también de una especie de «Universidad Libre» conocida con el
nombre de «Escuela Libre de las Ciencias del Espíritu». Con Hauser y Lukács al
frente de los citados sectores intelectuales húngaros, figuran Karl Mannheim,
el filósofo Béla Fogarasi y los marxistas teóricos Erin Szabo (sindicalista),
Frederick Antal (historiador del Arte) y Lajos Fülep (historiador de la
literatura). Los maestros doctrinales de estos grupos eran, junto al magisterio
indiscutible de Marx, algunos pensadores y sociólogos, como el ya citado
Mannheim, Max Weber y Sombart, entre otros.
Las
turbulencias políticas derivadas de la I Guerra Mundial influyeron en la
ruptura del grupo. Hauser viajó por Italia (1919-1921) estudiando Arte
(especialmente pintura) mientras Lukács ingresó en el Partido Comunista Húngaro,
llegando a desempeñar el cargo de Comisario de Instrucción Popular en el
Gobierno filo-comunista de Béla Kun, en 1919. Arnold Hauser no deseaba
comprometerse, y a pesar de su acuerdo teórico y doctrinal con Lukács, prefirió
marchar a Berlín (1922-24), donde profundizó sus estudios sobre Hegel y Marx.
De Berlín se dirige a Viena (1925) y encuentra serias dificultades para
continuar vinculado a las actividades académicas. En tales circunstancias logra
un trabajo en una compañía cinematográfica llegando a conocer así el gran
impulso de esta manifestación artística propia del siglo XX. En este período,
cuando estaba a punto de publicar un tratado teórico sobre «Dramaturgia y
sociología del cine», Hitler invadió Austria, y Hauser, por sus antecedentes judíos,
se vio forzado a huir a Inglaterra, fijando en Londres (1938) su residencia,
dedicado exclusivamente a sus trabajos de investigación y docencia
universitaria. Allí se encontró con su antiguo maestro Karl Mannheim, quien le
alentó a elaborar unos trabajos sobre sociología del Arte (1939) que sirvieron
como base documental para la obra más importante de Hauser, iniciada en 1941,
la «Historia Social de la Literatura y el Arte» que terminó diez años más
tarde, publicándola primero en Londres (1951), después en Nueva York, y en
Alemania (1953) por la editorial C. H. Beck. Desde entonces esta obra ha sido
traducida a 16 lenguas diferentes, entre ellas el castellano (Ed. Guadarrama,
Madrid, 1963).
Hauser,
investigador de lenta andadura, publica su primera obra a los 59 años (Historia
Social de la Literatura y el Arte), posteriormente elabora sólo muy limitadas
variaciones sobre el mismo tema: Filosofía de la historia del Arte (aparecida
más tarde con el título de «Métodos modernos»), 1964; Arte y Sociedad, 1973, y
Sociología del Arte, 1974.
En 1977
regresó a Hungría, siendo nombrado miembro de honor de la Academia Húngara de
Ciencias. Murió a los 86 años de edad, en 1978.
ANÁLISIS DEL CONTENIDO
Esta obra,
síntesis de interpretación histórica en torno a los significados sociales de
las artes creativas, abarca en sus tres volúmenes el período de tiempo
comprendido entre las expresiones pictóricas del Paleolítico y la primera mitad
del actual siglo XX. Con respecto al título, conviene aclarar cuál es el
sentido que encierra para el autor. No es que él separe la historia de «lo
social», sino que considera los dos conceptos unidos, de modo que no tendrían
sentido el uno sin el otro. Así lo dice de modo inequívoco: «Esencialmente no
hay diferencia alguna entre historia y sociología; son la misma cosa»[1].
Se propone
el autor explicar cuál era la mentalidad, propósitos y contexto socio-cultural
de los artistas que, en las distintas épocas históricas dejaron en sus obras,
no expresiones individuales de su concepción artística, sino el fiel reflejo de
la sociedad en que habitaron.
Desde el
punto de vista de la exposición se ofrecen en cada uno de los volúmenes los
temas siguientes: Vol. I: Prehistoria (Paleolítico y Neolítico); Culturas
Orientales; Grecia y Roma; Edad Media y Renacimiento. Vol. II: (siglos
XVI-XIX): comprende desde el Manierismo hasta el Neoclasicismo, pasando por el
Barroco, el Rococó, el Clasicismo y el Romanticismo. El Vol. III: abarca los
siglos XIX y XX, centrados de modo fundamental en el análisis de las
expresiones pictóricas (el impresionismo) y literarias (naturalismo, realismo,
novela social), así como de las cinematográficas, ya en el siglo XX. De acuerdo
con la visión ideológica que preside la obra, Hauser dedica en este volumen III
una especial atención a pensadores, psicólogos y filósofos como Nietsche, Freud
y Bergson cuya aportación a las Bellas Artes resulta —por lo menos— discutible.
Un previo
examen global de la obra permite afirmar que el autor ha seguido un esquema
histórico superado, que ya no responde a las exigencias documentales y
científicas de la moderna historiografía desarrollada en los últimos
veinticinco años. En efecto, las referencias cronológicas relacionadas con las
etapas históricas o las fases que separan unos períodos de otros, carecen de
precisión o se omiten, con lo cual resulta difícil establecer los límites de
tiempo entre las distintas etapas señaladas. Por otra parte, las expresiones
artísticas se reducen a un esquema simplista y parcial, puesto que, de hecho,
sólo se estudian las artes plásticas (pintura) y escultura en cuanto elemento
decorativo. La literatura recibe también trato preferente, si bien se reduce a
la literatura europea de los siglos XVI-XIX. En realidad, Hauser sólo aborda
aquellos aspectos del arte conocidos por él durante sus estudios universitarios
e investigaciones posteriores: pintura, literatura y, finalmente, el
cinematógrafo.
Respecto
al ámbito geográfico, Arnold Hauser prescinde de analizar las Culturas
Orientales, y más concretamente se ciñe al ámbito casi exclusivamente europeo.
Quedan fuera del estudio India, China, Japón y los pueblos pre-Colombinos,
cuyas aportaciones a la historia del Arte Universal no pueden ser ignoradas. La
omisión responde a la necesidad de simplificar los hechos históricos de modo
que se facilite una interpretación propia del materialismo histórico que sirva
a los propósitos del autor, a pesar de que se declara «marxista crítico». Sobre
esta actitud contestataria insiste cuando afirma servir de la mejor manera al
marxismo: «—siendo como somos marxistas y socialistas— aplicando nuestra fuerza
y capacidad críticas hasta al mismo marxismo»[2].
La obra se
inicia con el estudio de las pinturas rupestres desarrolladas por el hombre
paleolítico, siguiendo el curso de la historia con la época neolítica y la
aparición de los primeros pueblos agrícolas que, según el autor, sustituyen a
los «cazadores». De esta fase, y sin mayores precisiones, salta el autor nada
menos que a las grandes civilizaciones: Egipto, Mesopotamia y Creta, que
preceden al llamado «Mundo clásico» representado por Grecia y Roma. La cultura
grecolatina se enjuicia a través de la literatura (epopeya, lírica, teatro) la
escultura y la pintura, como expresiones del «tipo» de sociedades clasistas
que, en opinión del autor, responden al predominio de la burguesía
terrateniente y ciudadana sobre pueblos sojuzgados por la fuerza.
El
capítulo dedicado a la Edad Media se inicia con el análisis de los antecedentes
que corresponden a la crisis del mundo clásico y expansión del cristianismo por
las fronteras del Imperio Romano. Las sucesivas oleadas de los pueblos
germánicos introducen elementos nuevos sobre la base cultural latina,
atribuyendo a estos últimos, una importancia excesiva en el desarrollo
posterior de los estilos Románico y Gótico.
El
Renacimiento se estudia en sus rasgos definidores y en relación con las
circunstancias político-sociales que lo configuran. Fiel a los propósitos ya
reseñados de presentar la historia del arte en su perspectiva pretendidamente
sociológica, el autor se esfuerza en relacionar a la burguesía con el
«capitalismo incipiente» y la «lucha de clases» (pp. 391-392), explicando así con
facilidad lo que se considera predominio de un arte elitista y antipopular. Con
el Renacimiento finaliza el tomo primero.
El tomo II
se inicia con el estilo Manierista, conectado de modo poco satisfactorio con el
Gótico y el Barroco, tendencias a las que sirve como línea de enlace, según
parece deducirse de las consideraciones hechas por el autor. La mayor parte de
este capítulo, lejos de centrarse en el análisis de la pintura manierista, como
parece lógico dada la importancia de esta expresión artística, va destinada al
estudio de fenómenos religiosos y no artísticos de la Reforma protestante, y de
la Contrarreforma llevada a cabo por la Iglesia Católica. Respecto a la
literatura, y sin aclarar cuál sea su relación con el «manierismo» dentro del
cual se estudia, examina con cierto detenimiento la obra de Cervantes (El
Quijote) y el teatro de Shakespeare, puesto en relación con la Inglaterra
Isabelina.
El estilo
barroco queda estructurado en dos vertientes: el barroco protestante y el
católico. Una vez más se confunde el arte con las ideas, en este caso,
religiosas.
Por lo que
se refiere al Rococó, aparece representado por la Monarquía Francesa, mientras
el Romanticismo se distribuye —sobre todo en su expresión literaria— entre
Alemania, Inglaterra y Francia. En este período de transición (siglos
XVIII-XlX) aparecen destacados los movimientos filosóficos e intelectuales que
configuran la «Ilustración», con especial referencia a la Revolución Francesa,
Napoleón y al triunfo del racionalismo, que el autor considera una gran
conquista.
El tomo
III y último queda centrado en el análisis de la literatura y más concretamente
en la novelística y el teatro. Junto a ésta, sólo la pintura merece atención
para Hauser, y eso en la corriente «Impresionista». Ya en pleno siglo XX, es el cine el único arte que —según el
autor — anima e impulsa la búsqueda de nuevos caminos renovadores, marcando con
su influencia a las demás expresiones artísticas. Este conocimiento del arte
cinematográfico, lo obtuvo durante sus años de permanencia en Viena trabajando
en una compañía de cine, tema que le interesó, y sobre el que estuvo a punto de
publicar un ensayo.
Existe un
evidente desajuste entre el propósito ambicioso del autor de ofrecer una
síntesis de la historia del arte universal enfocada en su dimensión
sociológica, y el contenido real, mucho más modesto, de su obra. En primer
término, la documentación básica resulta insuficiente para elaborar una tesis
comprensiva del sentido universal de las corrientes y estilos del arte, que no
logra reducir a la presencia de algunas «claves» que, según el autor, podrían
servir para explicar la evolución del arte en las distintas épocas históricas y
lugares geográficos.
Le falta a
Hauser la suficiente perspectiva global y el conocimiento amplio de la
historia, el estudio detenido, en profundidad, de los hechos objetivos tal como
aparecen en las fuentes documentales, al margen de los esquemas fijos del
método del materialismo histórico utilizado por el investigador. Hauser procede
de acuerdo con ideas prefijadas, es decir, se aproxima a la realidad armado con
esquemas preconcebidos, lo cual le dificulta el análisis sereno y equilibrado
del significado auténtico de los datos que maneja.
Este
método de trabajo, basado en el concepto «dialéctico», explica que el autor
huya instintivamente de abordar situaciones complejas que podrían poner en
peligro sus tesis apriorísticas. El ámbito de investigación queda reducido y
simplificado al análisis de las corrientes artísticas o de aquellos aspectos
que sirvan para encontrar confirmación a sus ideas. Esto explica los «saltos»
en el tiempo, los «vacíos» de siglos que se producen de modo constante a lo
largo de los tres volúmenes que integran la obra.
Se da,
además, la circunstancia de que incluso al citar aquellas frases históricas que
podrían considerarse favorables a las interpretaciones del autor, tampoco
aparecen claras sus tesis, siendo necesario limitar el conocimiento de los
hechos sólo a ciertos aspectos reducidos de la realidad, puesto que, en caso
contrario, profundizar en la verdad resultaría un escollo insuperable para
explicar las ideas expuestas como bases interpretativas.
Todos
estos aspectos señalados permiten formular la conclusión de que esta obra
carece de las condiciones necesarias como para ser considerada con propiedad,
un trabajo «científico». Y esto, tanto por su contenido material —escasa
documentación— como por el método, puesto que no trata el autor de descubrir el
significado objetivo de los hechos que estudia —el arte a través de la
historia—, sino que los datos quedan al servicio de esquemas predeterminados
que se derivan del materialismo histórico. En tal sentido, el método de Hauser
no cumple las condiciones para un análisis serio del tema propuesto. Como afirma
Federico Suárez: «Cuando se utiliza el adjetivo "científico" para
calificar el método se está indicando, por consiguiente, que el método en
cuestión es apto para averiguar la verdad de la parcela de la realidad que se
observa y que se utiliza rigurosamente, de modo que no sólo conduce al
conocimiento verdadero de una cosa, sino que la verdad de los resultados
obtenidos puede ser demostrada»[3].
SIMPLISMO
HISTÓRICO
Se muestra
fiel el autor al esquema simplista ya aludido, que le permite fijar algunas
claves o constantes históricas, supuestamente válidas como instrumento de
trabajo en la interpretación de los hechos acaecidos en cualquier época o
circunstancia.
Concibe la
historia como una sucesión de etapas que condicionan y configuran el
pensamiento, la cultura y el arte de los pueblos. Al período Paleolítico le
atribuye (sin delimitar fronteras de tiempo) el dominio de los pueblos
cazadores socialmente no organizados. Pueblos a los que, por toda definición,
designa como practicantes de la magia, considerando que el fin de sus pinturas
era: «crear un doble del modelo, es decir, no solamente indicar, imitar y
simular, sino substituir, ocupar el lugar del modelo» (p. 27). Hauser no se
limita a esbozar una hipótesis —como tal sería admisible—, sino que
«constituye» sobre ella toda una teoría de la magia sin disponer de otros
medios que la simple suposición. ¿Qué expresaban los hombres paleolíticos en
sus pinturas? ¿Magia o decoración? En verdad no lo sabemos. Pero sí sabemos que
no sólo pintaron animales, sino escenas de caza, grupos de cazadores, bailes
tribales, esbozos de miembros del cuerpo, manadas de ciervos en
representaciones no «naturalistas» como afirma Hauser, sino abstractas, es
decir, que no pretendían «substituir, ocupar el lugar del modelo», sino
probablemente pintar lo que veían según su mentalidad y gustos.
Para
Hauser la historia es una sucesión de «etapas» que se diferencian de acuerdo
con los principios de una evolución de tipo biológico. Estas etapas marcan un
proceso hacia adelante, de naturaleza irreversible, que culminará en la
sociedad sin clases. Esta suposición, no obstante, se encuentra desmentida por
el acontecer histórico, que muestra con frecuencia distintos tipos de
sociedades superpuestas en una misma fase de tiempo, tal como ocurre en la
actualidad, en que conviven pueblos nómadas (twaregs), con agricultores
primitivos (Africa Central), al mismo tiempo que otros hombres alcanzan 1a luna.
Al omitir la verdadera complejidad de la vida humana sobre la Tierra, Hauser
incurre en el simplismo histórico necesario para continuar su método de
análisis marxista. Prescinde de estudiar la naturaleza del hombre y sus
relaciones con otros hombres para considerar los «hechos biológicos»,
necesarios, de una historia concebida como sucesión de etapas. Este error ha
sido detectado por los historiadores y críticos de la sociedad actual, quienes
demuestran la incapacidad del marxismo para explicar la verdadera naturaleza de
la historia: «Todo intento de comprensión histórica debe tener en cuenta la
complicación humana, esa peculiar estructura íntima del hombre que es a un
tiempo naturaleza y libertad, biología y ética. En una palabra, que en
cualquier intento de investigación histórica es preciso considerar los factores
que condicionan al hombre distinguiéndolos de aquellos otros en los que actúa
libremente de acuerdo con una lógica imprevisible. Existe algo inevitable en el
movimiento histórico que se nos impone con la fuerza de lo biológico, que
condiciona nuestra actuación. Y, por otra parte, existe en la historia algo
moral, queda un campo para la libertad del hombre que puede, así, dar un
sentido a los acontecimientos, valorando de una forma o de otra lo que nos
ofrece la biología de la historia. De esta forma, mientras lo biológico sucede
porque sí, inevitablemente, la valoración de lo biológico sucede por decisión
de los hombres, es algo que pudo, a su tiempo, evitarse»[4].
En esta misma línea el profesor Arellano[5]
aclara: «La historia y lo que sucede históricamente resulta, por tanto, a la
vez de estos dos ingredientes esenciales: biología histórica e historicidad».
ALGUNAS CONTRADICCIONES MÁS EVIDENTES
Por lo que
se refiere a la interpretación de los aspectos que Hauser considera definidores
de la llamada «etapa Paleolítica», se presentan como rasgos distintivos los
siguientes: naturalismo expresivo (derivado del carácter mágico que el autor
atribuye a las representaciones pictóricas del período); primacía de la
«praxis» sobre el pensamiento abstracto; falta de organización social y
económica, lo cual impide la especialización de trabajos y el ocio, y por
último, alimentación a nivel de subsistencia, al consumir el producto de la
caza, faltando la agricultura. De acuerdo con este esquema, Hauser pinta un panorama
tan triste del hombre paleolítico que apenas deja resquicio para ninguna
actividad que no sea la de cazar, comer y dormir. Pronto veremos que esta
impresión negativa se contradice con la presencia de la realidad: el arte
Paleolítico ha demostrado unas calidades estéticas, técnicas y artísticas de
tal magnitud que todavía no han acertado a explicar los estudiosos del tema.
Finalizada
la etapa del Paleolítico, Hauser decide adentrarse en la siguiente denominada
del Neolítico, sin mayores preocupaciones de precisión cronológica, «siglos más
o menos», puesto que lo único importante para él —el cambio social— ya se ha
producido. Este nuevo período ofrece, frente al anterior, ya superado para
siempre (según Hauser), las siguientes características: economía agrícola,
división y especialización del trabajo, empleo creativo del ocio, organización
social estratificada en clases, población sedentaria, mayor capacidad de
abstracción y surgimiento del «animismo» en substitución de la magia.
Quedan así
enfrentadas —siguiendo el esquema de Hauser— las etapas correspondientes al
Paleolítico (identificado con la barbarie) y al Neolítico (época de mayor
progreso), cada una de ellas bien caracterizada con rasgos específicos. El
problema surge cuando el autor procede a explicar las maravillosas pinturas
debidas a los hombres de una sociedad que ha sido definida por su incapacidad
para la división del trabajo, por estar a nivel de subsistencia y faltarle
tiempo libre para todo aquello que no sea la caza. La incongruencia del esquema
es de tal naturaleza que Hauser se ve obligado a reconocer —sin el menor
empacho— que tales pinturas paleolíticas demuestran, un elevado nivel de
especialización y que por lo tanto exigieron de los artistas largas sesiones de
trabajo «improductivo», disponer de «ocio», actividad creativa impensable para
un pueblo dedicado, según el planteamiento anterior, exclusivamente a la caza.
Así, en
abierta contradicción con el estado de primitivismo que se atribuye a la
«etapa» del Paleolítico, Hauser considera que: «Los numerosos bocetos, diseños
y dibujos escolares corregidos que se han encontrado junto al resto de pinturas
rupestres, permiten hasta colegir la existencia de una especie de ejercicio
artístico especializado, con escuelas, maestros, tendencias locales y
tradiciones» (p. 43). Este párrafo contradice abiertamente los caracteres
atribuidos a los hombres paleolíticos, y muestra que el método científico de
Hauser, «más que un método de investigación que se utiliza para averiguar lo
que todavía no es conocido, es un método (o quizá sólo un programa) destinado a
confirmar el dogma, la tesis, la ley, el postulado o como quiera que se llame,
que se nos da ya formulado como un primer principio: antes de comenzar la
investigación ya se nos dice lo que hemos de encontrar»[6].
Abundantes
contradicciones, derivadas del método del materialismo histórico utilizado, se
suceden a lo largo de los capítulos siguientes (II y III) en referencia a la
contraposición entre las denominadas «culturas agrícolas» y otras llamadas
«ciudadanas». Culturas que se consideran como nuevas «etapas» cerradas y
opuestas entre sí, cuando la realidad demuestra que se trata de dos formas de
vida que coexisten durante siglos (hasta en el momento actual) pero no en
posiciones enfrentadas, de «lucha dialéctica», sino como aspectos de una misma
realidad social.
A las
«culturas agrícolas» les atribuye el autor los rasgos de sociedades
conservadoras, cerradas, restrictivas de la libertad, coercitivas, con
tendencia a la abstracción y partidarias de un arte decorativo, sujeto a
rígidas normas, tanto en el gusto como en las técnicas, que impiden el
progreso. Tales atributos aplicados a una sociedad agrícola como la egipcia,
habrían hecho imposibles los valores naturalistas de las pinturas y esculturas
egipcias y la magnitud de sus monumentos arquitectónicos (palacios, templos y
monumentos funerarios), difíciles de concebir en un pueblo «restrictivo»,
aherrojado por el yugo de las tradiciones que impiden el progreso. Como
sucediera ante las contradicciones, ya recogidas, respecto a los pueblos
paleolíticos, Hauser tampoco duda en desmontar sus esquemas, obligado a
reconocer el espíritu innovador y creativo del arte egipcio, que sería impropio
de una cultura agrícola. Al describir el período de Akhenaton, que sucede al
Imperio Medio, Hauser afirma: «El formalismo del Imperio Medio cede bajo su
influjo, tanto en la religión como en el Arte, a una actitud dinámica,
naturalista, y que se goza en los descubrimientos» (p. 72).
Vuelve la
dificultad de compaginar la «rígida y conservadora» cultura agrícola egipcia
—como la define Hauser— con la aceptación y reconocimiento de estas expresiones
innovadoras «que se gozan en los descubrimientos», creadas por el genio del
pueblo egipcio, dispuesto a olvidarse de los esquemas apriorísticos de Hauser.
A pesar de
las contradicciones[7]
de interpretación que se repiten a lo largo de la obra, Hauser se mantiene
plenamente seguro de su método científico, pese a que una y otra vez se ve
colocado entre las tesis apriorísticas y las realidades objetivas que las
contradicen claramente. Fiel al concepto biológico de la historia, insiste en
que los hechos se suceden de acuerdo con la fuerza inexorable capaz de explicar
por si misma el proceso de la evolución histórica de la Humanidad.
Otra
actitud constante en el análisis de Hauser, es aplicar términos acuñados en los
siglos XIX y XX, tales como
«lucha de clases», «burguesía capitalista», «monopolio cultural de la Iglesia»,
«conciencia de clase», «Estado y capital privado», dedicados a exponer
situaciones históricas del mundo romano y de la Edad Media, a pesar de que en
esas épocas no se conocían los problemas de la sociedad industrial. El empleo
de estas expresiones no es casual ni responde a un medio expresivo por
aproximación. Se trata, en realidad, de que en el fondo de las interpretaciones
de Hauser late el concepto marxista de la historia mediante el cual, la lucha
entre opresores y oprimidos, propietarios y colonos, dueños y siervos, es
decir, la «lucha de clases», aparece como el impulso vital del acontecer
histórico.
El
problema para el autor estriba en que, siguiendo el esquema de análisis
marxista resulta muy difícil explicar la creación del arte en las distintas
épocas y culturas, puesto que los artistas, según Hauser, no desempeñan un
papel de protagonismo frente al arte, sino que están al servicio de las «clases
dominantes» en unos casos, o bien responden a las ansias de liberación de «los
oprimidos» en otros.
Obligado
por condicionamientos ideológicos previos, el autor no admite el espíritu
creador e independiente de los individuos especialmente dotados, sino que se
trata de un «producto social» protagonizado por los sectores poderosos
(burguesía, Iglesia, nobleza) que imponen su dominación a través de las Bellas
Artes: «Sería obvio poner en relación no sólo las proporciones, sino también
las formas pesadas, anchas y poderosas de la arquitectura románica, con el
poder político de sus constructores, y considerarla como la expresión de un
estricto señorío clasista y de un rígido espíritu de casta» (p. 260).
En el
período barroco, mantiene el mismo tono: «Los Papas construyen (en Roma) no
sólo magníficas iglesias, sino también magníficos palacios, villas y jardines.
Y los cardenales «nipoti», que cada vez toman en su modo de vida más estilo de
príncipes reales, despliegan en sus construcciones un lujo casi tan ostentoso.
El catolicismo representado por el Papa y alto clero se hace cada vez más
protocolario y cortesano, en oposición al protestantismo, que tiende más a lo
burgués» (p. 620).
Respecto a
la acción creadora de los artistas, Hauser prefiere pasar por alto a los
grandes genios del Renacimiento (Rafael, Miguel Ángel), sobre los cuales apenas
ofrece algunos rasgos generales prefiriendo aludir al entorno socio-cultural y
religioso (mecenas y Jerarquía de la Iglesia) como explicación del auge
artístico de este período. La «teoría renacentista del genio» (pp. 455-456)
supone una explicación de los fines de las clases privilegiadas que invertían
sus capitales en la perpetuación de un estilo alienante, al cual se plegaban
los artistas. La sociedad renacentista, a consecuencia de su esencia dinámica
penetrada de la idea de competencia, ofrece al individuo mejores oportunidades
que la cultura autoritaria medieval, y a consecuencia de la acrecida necesidad
de propaganda de sus potentados crea mayor demanda en el mercado artístico que
la que hasta entonces tenía que satisfacer la oferta» (p. 456).
El
florecimiento del arte barroco se explica a través de la confluencia de dos
factores: acumulación de riqueza en manos de la burguesía y ascenso de la
nobleza cortesana que rodea al monarca a las supremas instancias del poder. El
barroco, después de los «traumas» que, según Hauser, provocaron la ruptura de
la unidad del cristianismo, se convierte en un arte al servicio del triunfo de
las dos tendencias antagónicas: Protestantismo y Catolicismo. Una vez más
aparece el sentido funcional del arte utilizado como «propaganda ideológica» de
la Iglesia que extendía de este modo su influencia por los países de obediencia
a Roma: «El arte eclesiástico adquiere un carácter oficial y pierde sus rasgos
espontáneos y subjetivos; está determinado cada vez más por el culto y cada vez
menos por la fe inmediata. La Iglesia conoce demasiado bien el peligro que
amenaza partiendo del espíritu subjetivista de la Reforma; desea que las obras
de arte expresen el sentimiento de la fe ortodoxa de manera tan inequívoca y
tan libre de toda caprichosa interpretación como los escritos de los teólogos.
La estereotipia de las producciones le parece comparado con el peligro de la
libertad artística, el mal menor» (p. 617). No se reconoce en las expresiones
artísticas ningún valor espiritual o deseos de trascendencia, puesto que se
trata de una creación artificial desprovista de contenido.
La novela
social (Dickens, Zola, Dostoiewski, Tolstoy) y ciertas manifestaciones del arte
impresionista en la pintura muestran la «toma de conciencia» de las clases
proletarias que van a condicionar, en el último tercio del siglo XIX, lo que
Hauser llama la «crisis del capitalismo burgués» (p. 795). También respecto a
estas creaciones artísticas se aplica la formula habitual de condicionar el
arte a la fuerza «creadora» de la sociedad que en el siglo XIX, consagrada
la «patología del Capitalismo», comienza ya a recobrar su verdadera imagen de
libertad y justicia «gracias a la elevación de las clases trabajadoras».
Aunque la
historia de las expresiones artísticas parece ser la idea predominante del
estudio de Hauser, lo cierto es que son las ideologías encarnadas por el arte
los auténticos protagonistas de su obra. La tesis fundamental del autor (p.
974) se refiere al hecho de que, si bien la conciencia de clases como tal no
aparece definida científicamente hasta mediados del siglo XIX, las
tensiones dialécticas existen desde los orígenes de la Humanidad hasta el
momento presente. De ahí que la terminología socialista se utilice por el autor
indiscriminadamente aplicada a cualquiera de las épocas históricas analizadas.
«Burguesía», «Capitalismo», «lucha de clases» son realidades presentes —en
opinión de Hauser— en cualquier tiempo y lugar.
Hasta el
punto de que, una vez consagrado el éxito de la revolución social gracias a las
aportaciones de Marx y Engels, el arte queda ya situado en su verdadero lugar,
es decir, al servicio de las necesidades y aspiraciones del pueblo trabajador.
A diferencia de los siglos anteriores en que desempeña la función de prolongar
el predominio de las clases dominantes extendiendo en las clases proletarias
las ideas alienantes que facilitan su sometimiento.
Según este
planteamiento, los últimos capítulos abandonan el estudio de la evolución de
las Bellas Artes (pp. 975-1105) para analizar detenidamente el fin de la
«concepción supraburguesada del mundo» (p. 975) que pronto será sustituida por
las corrientes del socialismo científico. La gran atención dedicada a los
contenidos ideológicos de la novela social europea de finales del siglo XIX permite
al autor ampliar el horizonte, de sus disertaciones filosóficas, a pensadores
como Bergson, Freud o Nieztsche, tomados como expresión de la nueva actitud
crítica de los intelectuales contra la cultura dominante.
De los
significados sociales del arte se ha pasado insensiblemente a las doctrinas
socialistas, que sobre una base marxista ofrecen la nueva interpretación
histórica de los cambios surgidos a través de los tiempos.
Respecto a
los aspectos religiosos, la concepción de Hauser parece inclinada a
considerarlos igualmente como una elaboración entre intelectual y sentimental,
producto de la vida en sociedad. El desarrollo de las doctrinas religiosas
comienza con las prácticas de magia y animismo, que suponer el estado primitivo
de los ritos religiosos desarrollados con las culturas de pueblos cazadores
(magia) y agricultores (animismo). La mitología griega aparece desprovista de
cualquier otra significación que no sea artística o literaria, sin aludir a los
planteamientos de la filosofía aristotélica que de algún modo ofrecen un estudio
interesante sobre la naturaleza y la dignidad de la persona humana considerada
en su dimensión individual.
No se
aclara la aparición del cristianismo que de modo inexplicable surge bruscamente
como una expresión tardía del arte romano (p. 183). La Iglesia se muestra como
una Institución poderosa dispuesta a mantener la supremacía sobre las
demás potestades políticas. «La reforma protestante supone, según palabras
textuales de Hauser, una «purificación» de la atmósfera corrupta de la
cristiandad (p. 528), que fue bien recibida por los sectores más sanos del
pueblo creyente». «Después de la Reforma, no sólo ya no hubo ningún buen
católico que no estuviera convencido de la corrupción de la Iglesia y de la
necesidad de su purificación, sino que el efecto de las ideas que venían de
Alemania fue mucho más profundo: se adquirió conciencia de la interioridad,
supramundanidad y falta de compromiso perdidas en la fe cristiana, y se sintió
una inextinguible nostalgia por su restauración. Lo que por todas partes excitaba
y entusiasmaba a los buenos cristianos, y ante todo a los idealistas e
intelectuales en Italia, era el antimaterialismo del movimiento reformista, la
doctrina de la justificación por la fe, la idea de la directa comunión con Dios
y del sacerdocio universal» (p. 528). La Contrarreforma, llevada a cabo a
través de la acción del Concilio de Trento la presenta Hauser como el triunfo
de los «reaccionarios» y fanáticos. Entre los que encarnan el «nuevo espíritu
fanático» se citan a los siguientes representantes: San Carlos Borromeo, San
Felipe Neri, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de
Loyola. Este último, junto a la Compañía de Jesús, es calificado como la
«primera realización del pensamiento totalitario» (p. 533).
Durante
las épocas posteriores, con el triunfo de la Ilustración francesa y las
corrientes sociales del siglo XIX, las alusiones a la Iglesia Católica y
al cristianismo pasan a un segundo plano hasta casi desaparecer. Queda
implícito que el autor considera la religión como un estadio de la cultura
europea que ha sido superado por la misma fuerza de la evolución social.
En cuanto
se refiere al sentido trascendente de la idea humana y de la misión de la
Iglesia en la historia, se aprecia la falta de conocimiento de Hauser sobre
estos temas. Confunde repetidamente religión y cultura, arte y liturgia, sin
analizar separadamente cada una de estas realidades, con lo cual prescinde del
cambio más radical que registra la historia de la Humanidad como fue la
aparición del cristianismo, que dio sentido al ser individual, considerado a
partir de entonces en su dimensión más completa de cuerpo y alma inmortal. Al
no valorar estos datos, esta obra, planteada en su mayor parte en la Europa
Occidental y cristiana, resulta parcial y no explica debidamente la realidad
abarcada.
Hauser,
siempre fiel a la estructura de su pensamiento marxista, considera al hombre
desde la perspectiva de lo social, desprovisto de los atributos que delimitan
su individualidad. En relación con este aspecto, Henri-Irenée Marrou opina:
«Ciertamente, el aspecto colectivo de la historia, aspecto que nos parece, con
razón, muy importante, no debe hacernos olvidar la realidad del aspecto personal:
cada uno de nosotros en su singularidad irreductible, es también uno de lo
aspectos de esta humanidad que Cristo ha venido a salvar (...). El microcosmos
de la historia personal es reflejado de alguna forma en el macrocosmos de la
historia colectiva»[8].
R.G.L.
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[1]HAUSER, ARNOLD: Conversaciones con Lukács. Ed. Guadarrama, Madrid, 1979, p. 14.
[2]HAUSER, ARNOLD: Op Cit., p. 18.
[3]SUÁREZ, FEDERICO: La historia, el método de investigación histórica. Ed. Ria1p, Madrid, 1979, p. 18.
[4]ILLANES, JOSÉ LUIS, y RODRíGUEZ, PEDRO: Progresismo y liberación. Ed. EUNSA, Pamplona, 1975, p. 57.
[5]ARELLANO, JESÚS: Burgueses y proletarios, «Nuestro Tiempo», núm. 22 (1955, p. 11).
[6]SUÁREZ, FEDERICO: Op. cit., p. 59.
[7]Ver, sobre el tema, la obra: El Marxismo: Teoría y Práctica de una revolución, de Fernando Ocáriz. Ed. Palabra, Madrid, 1975, pp. 197 y ss.
[8]MARROU, HENRI-IRENÉE: Teología de la historia. Madrid, 1978.