HAUSER, Arnold.
Introducción a la Historia del Arte
Guadarrama, Madrid,
1961.
(t.or.: «Philosophie
der Kunstgeschichte». Traducción
española de Felipe González Vicén.)
VISIÓN GLOBAL DEL CONTENIDO
El libro
trata de la metodología de la Historia del Arte. «Su objeto —según el autor en
el prólogo— es determinar qué puede ofrecernos la Historia del Arte en cuanto
ciencia, en qué consisten sus métodos y dónde se encuentran sus límites como
tal ciencia» (p. 15). Responde a los mismos principios que informaron su obra
anterior —«Historia social de la literatura y el Arte»—, pero adopta un nuevo
enfoque: en ambas obras pretende demostrar que a determinadas sociedades
corresponde necesariamente determinados tipos de arte; pero así como en su
«Historia social de la literatura y del Arte» no hace una declaración de
principios, sino que se limita a exponer con una extensa documentación los
acontecimientos, y los presenta y valora de manera que el lector llegue a donde
el autor quiere llevarle, en esta posterior obra suya plantea directamente los
presupuestos filosóficos que quiere sostener, y utiliza el material histórico
como una comprobación de la tesis postulada.
Una constante de Hauser es la
preocupación que le produce observar que la correspondencia entre el arte y la
sociedad no se da siempre de una manera clara, y que las circunstancias
sociales no siempre se muestran como determinantes exclusivos de las
manifestaciones artísticas. La existencia de estas anomalías, que se presentan
como excepciones a su tesis, en lugar de hacerle pensar en una insuficiencia
del camino elegido, le lleva a la convicción —expuesta en el prólogo— de que no
se ha utilizado con suficiente rigor el método dialéctico de interpretación de
la Historia: las causas sociales que inciden en el arte son muy numerosas, y
difícilmente podemos examinarlas todas con el análisis científico para
percatarnos de la riqueza de conexiones con los diferentes grupos.
La intención fundamental del
libro es transmitir esta inquietud suya; los distintos capítulos corresponden a
estudios diversos con esa única preocupación común, que le confiere cierta
unidad.
El índice de la versión
castellana de la obra es el siguiente:
I. Introducción: objetivos y
límites de la sociología del arte.
II. EI problema sociológico
fundamental: concepto de la ideología en la historia del arte.
III. Observaciones sobre el
método psicológico: psicoanálisis y arte.
1. Sublimación y simbolización.
2. El Romanticismo y la pérdida
de la realidad.
3. El Arte como compensación.
4. El psicologismo y la autonomía
de las obras del espíritu.
5. Psicoanálisis, sociología e
historia.
6. Los límites de la teoría
psicoanalítica del Arte.
7. El Arte, lo inconsciente, la
enfermedad y el sueño.
8. Equivocidad de las imágenes
del Arte.
9. Psicoanálisis e historia del
Arte.
10. Destrucción y restauración
por medio del Arte.
IV. Filosofía de la Historia del
Arte: «Historia del Arte sin nombres».
1. Wölfflin y el «Historismo».
2. Los «conceptos fundamentales y
la conceptuación en la Historia del Arte».
3. Validez e
inmanencia.
4. Necesidad histórica y libertad
individual.
5. Estilo y cambios de estilo.
6. Comprensión e incomprensión.
7. El punto de vista sociológico.
V. Historia del Arte según los
estados culturales: Arte del pueblo y Arte popular.
1. El Arte del pueblo, de las
masas y de las clases ilustradas.
2. Arte del pueblo, Arte
campesino y Arte provincial.
3. Teoría de la recepción y
teoría de la producción.
4. Improvisación y
esquematización.
5. Los comienzos del Arte del
pueblo.
6. En torno a la historia de la
poesía popular.
7. Apogeo y fin del Arte del
pueblo.
8. Concepto del Arte Popular:
estandarización y comercialización.
9. La huida de la realidad.
10. Los comienzos del Arte
popular.
11. El Arte popular de la moderna
burguesía.
12. El cine.
VI. Sobre la dialéctica de la
Historia del Arte: constitución y cambio de las convenciones.
1. El lenguaje del Arte.
2. La incoherencia del Arte.
3. Sentimientos y convenciones.
4. Las convenciones del Teatro.
5. Sobre la teoría del lenguaje
cinematográfico.
6. Las ficciones de la fidelidad
a la naturaleza en el Arte plástico.
7. Espontaneidad y convención.
En los dos primeros capítulos
sienta postulados y se define ideológicamente. Sus afirmaciones, aunque
apriorísticas, son todavía cautas: hace concesiones y señala dificultades.
Prefiere presentarse como hombre ecuánime más que como hombre seguro; quizá por
la misma inconsistencia del terreno en que se mueve.
El capítulo sobre psicoanálisis
representa la contribución entusiasta de un profano en la materia.
«Historia del Arte sin nombres»
es, con mucho, el capítulo más largo y más detenido del libro. En él aborda con
amplitud, las inquietudes y preocupaciones que son objeto principal de la obra
y, por eso mismo, es el que está tratado con más extensión y detalles en este
comentario.
El capítulo sobre arte del pueblo
y arte popular es —con palabras del autor— «el resultado de un largo y amoroso
estudio, así como de esa angustia por el futuro en que ha crecido mi
generación» (p. 18).
El capítulo final, sobre el papel
de la convención en la Historia del Arte, tiene carácter ensayístico; es un
esbozo de ideas que necesitan un mayor desarrollo.
CONTENIDO DE LOS DISTINTOS CAPÍTULOS
I. Introducción: objetivos y
límites de la sociología del Arte.
«Los valores espirituales son
armas políticas»; es la sentencia de Marx, de la que parte para sentar
apriorísticamente que el arte (como la religión, como la ciencia, como la
filosofía) tiene una función en la lucha por la existencia de la sociedad. En
esta función está su razón de ser, su genuino valor. Sobre esta premisa hace
ver que detenerse en la realidad objetiva del arte para observarla por sí misma
(el arte por el arte) es una aberración.
Sin embargo, debe reconocer que
«el arte está condicionado socialmente, pero no es definible socialmente» (p.
27) y muestra, con abundancia de ejemplos históricos, cómo el arte bueno o malo
puede nacer de los mismos presupuestos sociológicos. Asimismo, concede que hay
una independencia entre la calidad y la popularidad del Arte.
No obstante, sigue defendiendo la
interpretación sociológica contra los que «no quieren renunciar a la ficción de
la validez intemporal del pensamiento de destino suprahistórico del hombre» (p.
39): pero, aunque ataca así a los que creen en los valores trascendentes, acaba
afirmando lo mismo que ellos sostienen: reconoce que «la sociología sólo es un
medio para un fin, sólo el camino para un conocimiento más perfecto», y añade,
con razón, que «no tienen motivo para negar ni la importancia de sus evidentes
límites, ni la significación de sus posibilidades todavía abiertas» (p. 39).
II. El problema sociológico fundamental: concepto de 1a
ideología en la Historia del Arte.
Es expresivo el hecho de que, ya
en el epígrafe, considere el concepto de la ideología en la historia del arte,
como problema sociológico fundamental.
Toma como base el postulado
marxista de que la religión, la filosofía, la ciencia, el arte, son
construcciones de la mente humana, tienen un origen social y dependen de las
circunstancias sociales y económicas en que se desarrollan. Sin embargo, en la
búsqueda de sus fines propios hay una cierta objetivación que nos permite
considerarlas como campos autónomos y, según su conexión con los intereses de
los grupos y su propia coherencia interna, se nos muestran a una distancia
diversa de su origen social. En esa gama, el arte se encuentra en la proximidad
inmediata de la realidad social: está referido abierta y directamente a los
fines sociales, y es mucho más clara y distintamente arma ideológica,
panegírico o propaganda, que las ciencias objetivas (a las matemáticas puras,
por ejemplo, sólo con mucho esfuerzo podrá encontrárseles una significación
sociológica). El Arte —afirma— está siempre al servicio de fines sociales y de
ideologías determinadas; pero su contenido social puede tener manifestaciones
explícitas, o quedar oculto como móvil inconsciente.
Admite que en el Arte puede hacer
una evolución intrínseca de su estructura, según un proceso lógico de búsqueda
para hallar unas soluciones mejores; pero esta evolución —dice— no es sino un
perfeccionamiento rectilíneo que se da sólo en una dirección: los cambios de
estilo, los nuevos rumbos artísticos, proceden exclusivamente de cambios
sociales, de nuevas exigencias de los consumidores (es muy expresivo el hecho
de que Hauser —como todos los autores marxistas— designe con esta palabra
—«consumidor»— al contemplador del arte y a todo hombre que recibe o a quien va
dirigido el mensaje artístico) y de diferentes planteamientos económicos e
ideológicos.
Sin embargo, se adelanta a una
posible objeción que puede hacerse a la tesis de la condicionalidad ideológica de
la Historia del Arte. Esta objeción parte de observar que los mismos caracteres
estilísticos no aparecen, a menudo, simultáneamente en las diversas ramas
artísticas y se mantienen en una forma artística más tiempo que en otras, con
lo que parece que las ramas del arte se arrastran unas a otras; en lugar de ser
movidas por una situación social que es unitaria en cada momento histórico.
Sale al paso de la dificultad diciendo que, aunque la situación social es
globalmente unitaria, los distintos estratos sociales no inciden
simultáneamente en las distintas ramas artísticas, y así, mientras en un
momento determinado la burguesía puede ejercer un gran influjo sobre la pintura
o la literatura, la música puede estar relegada a medios cortesanos o
eclesiásticos; de esta manera se explica claramente el desfase en la evolución.
El autor afirma que esta objeción es el argumento más fuerte contra su tesis[1]; pero en realidad no es sino una
formulación retórica hecha por él mismo y aprovechada para reforzar su punto de
vista.
Sigue glosando este punto de
vista suyo, que es el tema recurrente de su pensamiento: la multiplicidad de
las causas sociales y la riqueza de sus conexiones: no puede hablarse con
propiedad —dice— de la ideología de una época, sino de las ideologías de los
grupos sociales; sólo así el concepto de ideología es utilizable
sociológicamente. Así como en una época histórica no hay ideología, sino
ideologías, tampoco hay estilo, sino estilos, y habrá tantas direcciones
artísticas como estratos sociales influyentes. Las nuevas fuerzas de la
producción aparecen como «nuevas ideas», y crean en el ámbito del pensamiento
tensiones dialécticas. Frecuentemente, estas «tendencias espirituales» son más
complicadas y están más penetradas de elementos contradictorios que las
«tendencias económicas».
El diferente ritmo con que se
desarrolla cada una de las artes, y, sobre todo, la disparidad de todas ellas
con el ritmo de los movimientos sociales (alrededor de los cuales giran, según
Hauser) es tan evidente que el autor necesita buscar nuevas explicaciones para
salvar su esquema. Una de ellas es la resistencia que, las reglas del arte que
se han venido considerando como obligatorias y los límites de lo expresable,
oponen a todo cambio. Las artes van formando unas preceptivas que dan formas
estilísticas cuyo carácter ideológico es a veces muy poco explícito. También
las ideologías se constituyen de una manera retardada con relación a los
movimientos socioeconómicos que los producen, ya que —con palabras de Marx— «la
tradición de todas las generaciones muertas oprime, como una pesadilla, el cerebro
de las vivas» (p. 58).
La tradición se debe a que las
obras culturales sobreviven a sus presupuestos sociales, las obras del espíritu
tienden a desvincularse de su origen y a seguir un camino propio (¿cómo puede
explicarse, si no, la influencia de la epopeya griega en generaciones que viven
en un mundo tan diferente del homérico?). «Las obras del espíritu», «creadas
como instrumentos y armas en la lucha por la vida» y «como medios para
organizar la sociedad» (p. 59), pierden según el autor su verdadero sentido y
acaban convirtiéndose en fines en sí mismas. Hauser ve en esto un fenómeno
análogo a los de la «cosificación», el «extrañamiento» o la «alienación», tan
vivamente defendidos por todos los autores marxistas.
Pero, a pesar de esos valores
autónomos del arte, aun en los períodos de mayor esteticismo, «las creaciones
artísticas están mucho más unidas a su propia época que a la idea de Arte o a
la Historia del Arte (entendiendo ésta como proceso unitario y autónomo)» (p.
62). Para fundamentar esta afirmación (para reafirmarse en ella) Hauser hace
ver que en el Arte no hay progreso en sentido propio (como se puede dar en las
ciencias objetivas): las valoraciones artísticas de una generación no son
vinculantes para la siguiente, y así vemos como algunos artistas, en momentos
diversos, son levantados a la fama o hundidos en el olvido. De aquí saca la
conclusión de que los juicios de la Historia del Arte no son ni objetivos ni
vinculantes, «porque las interpretaciones y las valoraciones no son conocimientos,
sino deseos ideológicos, anhelos e ideales que se querría ver realizados». Los
mismos presupuestos sociales y económicos que determinan el Arte, condicionan
también a quienes escriben la Historia del Arte. Afirma que en este campo ni
siquiera es deseable un criterio objetivo, que equivaldría —dice— a valorar las
obras en un espacio vacío, al margen de toda clase de presuposiciones, siendo
así que el valor y el sentido de la obra de arte está en la realización de unas
exigencias del hombre, condicionado siempre ideológicamente .
Defiende el análisis de los
presupuestos sociológicos de la Historia del Arte, porque nos permite juzgar el
valor de las ideologías como impulsoras del pensamiento y del arte. El deseo de
liberarse de las ideologías en el estudio del arte equivaldría, para Hauser, a
admitir la existencia de unos valores eternos y absolutos, los cuales están
apriorísticamente rechazados por él.
III. Psicoanálisis y Arte
Freud, a quien Hauser toma como
punto de partida en este capítulo, afirma que «la capacidad de sublimación» es
un mecanismo de defensa del artista mediante el cual despoja al instinto de sus
cualidades socialmente negativas, sin privarle de su capacidad para producir
placer. El artista desvía el instinto de su objetivo directo —inadmisible
socialmente—, y lo dirige a un campo admisible. Una gran parte de la humanidad
padece los mismos males a los que el artista busca una compensación con su
obra, y esos hombres necesitan una ayuda que les alivie: el artista se consuela
consolando a los demás hombres y alcanzando unos logros que les estaban
vedados. El fin propio del arte es la liberación de nuestras tensiones
anímicas: la belleza no cuenta; es sólo como un señuelo.
La sublimación acusa unos rasgos,
cambiándolos de sentido. La simbolización oculta unos rasgos dejando otros al
descubierto. Lo que se reprime necesita ser simbolizado. Lo que no es reprimido
necesita ser sublimado.
Hauser opina que «el
psicoanálisis representa un método extraordinariamente valioso para la
indagación de las fuentes psicológicas del simbolismo artístico» (p. 79) y
tiene un positivo valor para la crítica y la Historia del Arte. Pero afirma que
el psicoanálisis considera todo arte como simbólico, y todo simbolismo como
sexual, con lo que el campo de la teoría del arte se restringe mucho. El
psicoanálisis descubre y profundiza los sentidos ocultos de las obras; pero el
sentido oculto no tiene por qué ser necesariamente el sentido propio de la obra
artística. No se trata de que la interpretación psicoanalítica del arte sea
verdadera o falsa, sino de que, aunque sea verdadera, puede ser irrelevante.
Sigue Hauser exponiendo e
interpretando la doctrina de Freud: el arte y la neurosis son expresiones de un
fracaso y de una renuncia frente a la realidad, y vehículos de una fuga. La
diferencia es que la neurosis no niega la realidad, sino que la olvida,
mientras que el arte la niega e intenta sustituirla por otra cosa. El artista,
en este punto, es más parecido al psicópata que al neurótico. Esta concepción
del Arte como pérdida de la realidad, sólo pudo tenerla el psicoanálisis
después del Romanticismo, ya que antes el artista no era sino un producto de
cosas útiles y agradables, y el cometido del arte era el entretenimiento, el
panegírico y la propaganda: el arte estaba, pues, en la entraña misma de la
realidad. Con el Romanticismo el artista produce obras de arte por razón de sí
misma (el arte por el arte), toma conciencia de su inutilidad, se refugia en un
narcisismo que sublima su fracaso vital, y se siente incomprendido. El
psicoanálisis mismo es un fruto del Romanticismo. El carácter romántico de la
teoría psicoanalítica del arte se expresa, sobre todo, en la exagerada atención
que le merecen los elementos irracionales e intuitivos, elementos que el
Romanticismo explicaba como un regalo de las musas; pero que no son (para
Hauser es evidente) sino una especie de compensación con la que el romántico se
consuela de su fracaso en la vida.
Sin embargo, Hauser reconoce que
nadie que tenga conciencia de la complejidad de la vivencia artística puede
aceptar que el goce artístico sea nada más que una compensación, un narcótico o
un calmante de las desgracias vitales. No es sólo eso, dice, pero es
siempre una corrección de la vida, y representa la compensación más valiosa a
las insuficiencias de la existencia.
El arte (y cita como ejemplo el
placer que experimentamos con la imagen del horror, de la muerte o del
aniquilamiento) es un tratamiento psiquiátrico que recibimos. Vuelve a insistir
en el servicio que el psicoanálisis presta a la crítica por el
desenmascaramiento de las maniobras secretas de defensa y ataque que el
sentimiento artístico lleva consigo; pero, salvando esas grandes aportaciones
que puede hacer al juicio artístico, Hauser señala como peligro, para hacer
Historia del Arte partiendo del psicoanálisis y como un fallo básico de Freud,
el hecho de subordinar la sociología y la historiografía a la psicología. En
primer lugar, Hauser se muestra partidario del primado de la sociología sobre
la psicología, y aduce como dato decisivo a favor de su opinión el que la
represión surge como consecuencia de los usos sociales y no al revés. Pero más
que el aspecto sociológico (que de alguna manera siempre está presente en toda
la teoría psicoanalítica), Hauser subraya la deficiencia del psicoanálisis
desde el punto de vista historiográfico, diciendo que Freud considera los
instintos como inmutables y ahistóricos, y necesitaría una mayor flexibilidad
para no recurrir, por ejemplo, tanto al complejo de Edipo como a las
modificaciones históricas del complejo de Edipo, ya que no nos encontramos
—dice— con instintos puros, originarios e iguales para todos los hombres sino
sólo con refracciones históricas de esos instintos.
Por otra parte, aún admitiendo
que se diera una mayor flexibilidad a la visión psicoanalítica, la aportación
que el psicoanálisis puede hacer a la interpretación del arte no agotará el
juicio artístico, puesto que la obra tiene una existencia real, dependiente de
los factores psicológicos que la originaron, pero con unos valores propios
autónomos.
Todo este capítulo
—«Psicoanálisis y Arte»— de la obra de Hauser, se reduce a afirmar unos valores
y reconocer unas limitaciones en la interpretación psicoanalítica del arte.
Acepta la imposibilidad de que el
psicoanálisis dé respuesta a muchos de los interrogantes del arte (la
inspiración la belleza, la calidad artística); pero al ignorar todos los
valores trascendentes, se siente obligado a asegurar —contra su propia
aceptación— que sólo en el psicoanálisis pueden hallar respuesta esos
interrogantes.
IV. Historia del Arte sin Nombres
Wölfflin y el «Historismo»
La búsqueda del anonimato dice
Hauser es un mecanismo de defensa de quien está desarraigado socialmente y
quiere evadir la responsabilidad de su libertad. Sólo en épocas de
individualismo el anonimato ejerce una sugestión irresistible en el hombre.
El Romanticismo es ambivalente
frente al individualismo: jamás se había buscado tanto ser más personal e
inconfundible como entre los románticos; pero tampoco nunca se había desconfiado
tanto del individuo emancipado. Hauser ve el «Historismo» como la más perfecta
expresión de esta ambivalencia, y define el «Historismo» como una teoría que
descubre el carácter individual, único e irrepetible de los fenómenos
históricos, mientras que, a la vez, hace desviar todo lo histórico de un
principio suprahumano y supratemporal. A finales del siglo pasado aparecen las
teorías que expresan las actitudes extremas de esa ambivalencia historicista en
que se había movido la filosofía de la historia durante toda la centuria. De
una parte, Riegl con su doctrina de la «voluntad artística» que parte de la
peculiaridad e incomparabilidad incondicionadas de los fenómenos de la Historia
del Arte. De otra parte, Wölfflin, con su doctrina de la «historia del arte sin
nombres» y su menosprecio del valor del individuo como factor histórico.
Pese a la contraposición
fundamental de sus ideas, son los dos representantes últimos del historismo, y
coinciden en afirmar que el arte ha podido siempre lo que ha querido y en negar
que la fidelidad a la naturaleza sea el motor del desarrollo en la historia del
arte.
Wölfflin presupone que el
desarrollo del arte es un proceso autónomo, determinado inmanentemente, que
obedece a leyes propias internas, y es independiente de las condiciones
sociales de vida e incluso de la psicología individual del artista. Buscando
una fórmula que determine de una manera adecuada y necesaria incluso, no sujeta
a circunstancias casuales, las evoluciones de la Historia del Arte, considera
que ésta coincide con la historia de las maneras de ver, las cuales se mueven
entre oposiciones constantes, cuyo curso viene definido por el nacimiento y
decadencia de «conceptos fundamentales». Wölfflin llama «conceptos
fundamentales» a unas categorías antitéticas de ver, regidas por una lógica propia,
y esta lógica es la que va determinando que después de una dirección
estilística plástica y lineal se produzca otra pictórica, y después de una
tectónica, otra atectónica. El esquema de esta sucesión se repite en todas las
circunstancias, y su periodicidad es consecuencia de la inmanencia y de la
lógica interna del desenvolvimiento. El artista se acerca a la realidad siempre
con una actitud óptica determinada, con una visualidad especialmente
organizada, y la Historia del Arte, por ello, no es tanto la historia de la
reproducción de la naturaleza, como la de la óptica artística, es decir, la
historia de los presupuestos fisiológicos y psicológicos de la actitud del
momento frente a la naturaleza.
Así, si las artes plásticas
mantienen un carácter estilístico unitario o paralelo, es porque están
condicionadas por el mismo esquema óptico (de maneras de ver). El arte tiene su
propia vida y su propia historia, sin conexión con la cultura general ni con
las evoluciones sociales, ni siquiera con la personalidad de los artistas, los
cuales van haciendo, en cada momento, lo que el esquema óptico (determinado
por esa lógica interna) les exige necesariamente.
Hauser, al analizar toda esta
teoría de Wölfflin llamada «historia del arte sin nombres», mantiene la
apariencia de ecuanimidad, señalando los aspectos positivos como factores que
hacen explicable la postura de Wölfflin. Afirma que, en efecto, hay una
conexión entre las sucesivas fases del desarrollo artístico, de manera que cada
artista viene condicionado por el legado técnico y circunstancial de los que le
preceden. Por eso, tiene razón Wölfflin cuando dice que en una galería de
pinturas importante, ordenada históricamente, «los grandes maestros se insertan
totalmente en el curso general del desenvolvimiento»; pero de esto no se sigue
que las iniciativas individuales se anulen en un proceso movido fatalmente por
su propia lógica interna e independiente del artista; sino que —según Hauser—
alude al punto en que el concepto de «estilo» se cruza con el de la «historia
del arte sin nombres», entendiendo por «estilo» una forma de equilibrio entre
talento individual y objetivos de validez general. «Al artista se le abren
muchos caminos; pero no todos los posibles. Por tal causa puede hablarse, si no
de una condicionalidad positiva, sí de una condicionalidad negativa del
desenvolvimiento artístico, por la estructura interna de las formas» (p. 176).
Hauser considera también como insostenible la repetición periódica, ondulante
como un movimiento vibratorio, de direcciones estilísticas que se suceden, ya
que las longitudes de onda varían, las tesis y antítesis no se corresponden
nunca de la misma manera, y aparecen eslabones intermedios muy distintos en
número e importancia, de forma que no puede reducirse a una fórmula el curso de
la onda, sin caer en simplificaciones inadmisibles.
La tesis mantenida por Wölfflin
de la irreversibilidad de los procesos de la Historia del Arte es calificada
por Hauser como muy sugestiva; pero también la rebate como indefendible,
alegando que la dirección está condicionada por el punto en que se comienza la
observación del movimiento. Si se toma como punto de partida al Giotto, el
desarrollo muestra la tendencia de lo tectónico a lo atectónico (como en el paso
del Renacimiento al Barroco, etc.); pero si tomamos como punto de partida el
naturalismo del Quattrocento, la tendencia es inversa. Como único
argumento contra la irreversibilidad de los procesos históricos del arte
planteada por Wölfflin, Hauser pone este ejemplo del Quattrocento y de
Giotto, que es muy poco concluyente, puesto que sólo demuestra que el proceso
es cíclico (es decir, lo mismo precisamente que defiende Wölfflin); pero ser
cíclico no es lo mismo que ser reversible.
Wölfflin, efectivamente, estudia
los procesos de las evoluciones del arte como algo inmanente, exigido desde
dentro por las mismas formas que se van produciendo, y el hecho de centrar con
exclusividad la Historia del Arte en este aspecto, es interpretado por Hauser
como que, para Wölfflin, «todo lo que procede de condiciones trascendentes a la
forma representa una interrupción y una perturbación del proceso de
desenvolvimiento histórico normal» y que «las influencias exteriores producen
siempre un movimiento retrógrado». Basándose en esto Hauser asimila la doctrina
de Wölfflin a una filosofía de la historia que él llama «organicismo
romántico», la cual concibe la sociedad como un organismo, y la historia no
es sino el desarrollo biológico inmanente de ese organismo. Una vez hecha esa
asimilación, afirma que la utilización del concepto de estructura orgánica para
la explicación de procesos históricos es un arma de la Restauración y del
Romanticismo para «desacreditar las tendencias reformistas y las conquistas
revolucionarias y restaurar en sus antiguos derechos todo lo que respondía a
las finalidades e intereses de la clase histórica», ya que el núcleo de la
teoría organicista es defender que todo lo valioso y vital está en conexión con
el pasado. Hauser asegura que el organicismo como filosofía de la historia y de
lo social es un sofisma, y se detiene más en explicar las causas que motivaron
este sofisma que en demostrar que efectivamente lo es: el error nació de
observar que un grupo social no representa simplemente una multitud de individuos,
que el hombre se comporta de otra manera en grupo que aislado de los demás, y
que los miembros de un grupo desarrollan ciertos rasgos de carácter común,
reaccionando de manera análoga frente a ciertas impresiones; y de aquí se pasó
a considerar los cuerpos sociales como organismos. Para probar lo falso de esta
transposición de conceptos, Hauser dice que en un organismo no hay nunca
contraposiciones ni conflictos internos, mientras que la existencia del grupo
social siempre está unida a contraposiciones de intereses, luchas de clases y a
la revolución que serían deformaciones innaturales y enfermizas del organismo;
si esta filosofía ha tenido gran aceptación se debe a una tendencia a la
pasividad, al conformismo y a la fatalidad. Toda esta digresión rebatiendo todo
organicismo histórico, sin aceptarlo ni siquiera como metáfora, la hace
de pasada, al margen de su discurso, para negar todo principio o agente que
esté por encima de los hombres rigiendo de alguna manera su devenir (centra sus
tiros en el mito del «alma colectiva» y el «espíritu popular», así como en «la
astucia de la razón» de Hegel; pero se dirige también a cualquier Absoluto que
«se sirve de los individuos singulares, y de todas las fuerzas particulares que
aparecen en la historia, como meros instrumentos para el logro de sus altos
fines»). Dice que estos mitos nacen del deseo de buscar solución «al extraño
fenómeno de que, a través de los motivos personales y los medios subjetivos de
la personalidad individual, se realiza algo que trasciende lo individual
y adquiere validez objetiva». (Es curioso que para poder negar lo trascendente,
se siente obligado a admitir que hay una trascendencia; aunque es verdad que a
la palabra trascender no le da su plena significación).
Una vez hecha toda esta digresión
(marginal, pero vivamente intencionada) vuelve a ocuparse de la doctrina de la
historia sin nombres de Wölfflin, para decir que, en ella, está viva «la
astucia de la razón de Hegel» y que surge para dar solución al problema del
estilo como forma colectiva que, de alguna manera, está por encima de las
personalidades individuales de los artistas. Después de haber dedicado todo el
primer epígrafe del capítulo a rebatir minuciosa y prolijamente toda la
doctrina de Wölfflin, afirma que su más positivo valor estriba en subrayar la
importancia de las dificultades implícitas en el concepto del estilo. Se podría
puntualizar aquí que esas dificultades no radican tanto en el concepto del
estilo, cuanto en los presupuestos que Hauser tiene para explicar el estilo.
Los «conceptos fundamentales» del
Arte.— Wölfflin
denomina «conceptos fundamentales» de la Historia del Arte a cinco parejas de
conceptos en los que hay una cierta tendencia de lo severo a lo libre, de lo
simple a lo complicado. Estas cinco parejas de conceptos son: la representación
lineal y la representación pictórica; el espacio superficial y el espacio
profundo; la forma cerrada y la forma abierta; la disposición más clara y menos
clara del material, y la exposición aditiva y la exposición integradora de los
motivos. Con estas parejas de conceptos busca unas fórmulas, todo lo simples y
comprensivas que sea posible, a las que reduce los ejemplos históricos del
cambio de estilos. No son (ni pretende Wölfflin que lo sean) «categorías a
priori», porque a Wölfflin no le interesa tanto el origen trascendental como el
esquema de los fenómenos históricos, y en consecuencia, no busca reglas
estéticas de validez general, sino leyes históricas que señalan la periodicidad
del desenvolvimiento. Abundando en este aspecto, Hauser hace ver que por más
que queramos imaginarnos a partir de sus presupuestos lo que es el Barroco con
todas sus posibilidades, jamás llegaremos a sospechar lo que fueron Caravaggio,
Rubens o Rembrandt: ¿de dónde podríamos sacar la pintura de Caravaggio, Rubens
o Rembrandt sino del vocabulario y del habla propia y personal de cada
uno de estos maestros? Una exposición exhaustiva de los principios formales
supremos, deducida de momentos singulares, es completamente irrealizable, y no
sólo como predicción de las posibilidades artísticas futuras, sino también como
exposición total y conclusa de las formas ya realizadas. Tampoco tiene sentido
hablar de «un único problema originario» en el que se encontrarán incluidos
todos los conceptos legítimos de la Historia del Arte. Se ve muy problemático
que las formas anteriores puedan reconstruirse partiendo de las posteriores,
aun cuando —lo que no es ni mucho menos seguro— aquéllas estuvieran contenidas
en éstas. El mismo Wölfflin afirma que «una forma de visión puede hundir sus
raíces en suelos muy distintos». Los «conceptos fundamentales» están
constituidos en Wölfflin, es verdad, de manera antitética (según la fórmula
hegeliana), pero no se hallan entre sí en una relación sistemática, sino sólo
histórica: el segundo miembro de sus parejas de conceptos no se deriva
lógicamente del primero, sino que representa simplemente una fase posterior de
desenvolvimiento. Esto, para un hegeliano, sería sinónimo; pero para Wölfflin
es completamente diferente, ya que responde solamente al carácter pedagógico de
su labor: no es sino una descripción esquemática del material. Ahora bien,
Hauser se pregunta si Wölfflin no habrá ido demasiado lejos en esta
esquematización, porque el mero dualismo significa en la mayoría de los casos
una simplificación excesiva: junto a lo lineal y a lo pictórico, la forma
plástica representa una tercera posibilidad de representación de la realidad y
no sólo una subespecie de la conformación lineal. Al lado de la superficie, la
profundidad finita e infinita representan nuevas formas de organización del
espacio. La profundidad del espacio (dinámica o estática, homogénea o
heterogénea) adopta en el curso del tiempo formas más diferenciadas entre sí
que la superficialidad, y se conforma de modos que también podríamos ver como
antitéticos.
Sea cual sea, sin embargo, la
fundamentación que dé Wölfflin a la estructura antitética de sus «conceptos
fundamentales», lo que él tiene ante sí es simplemente una tipología, y de
ninguna manera un sistema de formas de ver y de estilos. Wölfflin piensa
evidentemente en una enumeración de los principios formales tan completa como
ello sea posible, pero que, a la vez, no tiene que ser ni completa ni unitaria,
ya que su finalidad es ser eficaz en la práctica. Por lo tanto, no tiene
tampoco un valor descriptivo de los estilos ni de las formas de ver.
«Ahora bien —se pregunta Hauser—,
¿qué son metodológicamente los conceptos fundamentales de Wölfflin, si no son
categorías a priori de validez intemporal, ni son tampoco principios
sistemáticos, ni conceptos individuales puramente descriptivos?» (p. 202). La
denominación que Hauser les da —siguiendo a Schweitzer— es la de «conceptos
clasificadores». Sin embargo, aclara que la clasificación no debe
considerarse como un mero registro y ordenación de hechos aislados, sino como
una relación de situaciones, ya que la doctrina de Wölfflin parte de la
convicción de que para hacer Historia del Arte se necesitan unos conceptos
metodológicos previos, sin los que no se podrían hacer distinciones ni
constatar identidades. Hauser dice que esos conceptos metodológicos no se
corresponden, efectivamente, con las «categorías a priori», pero tampoco se
identifican con los «principios fundamentales», porque, según él, las
presuposiciones metodológicas del conocimiento histórico no están
suficientemente aclaradas.
Todo el material con que el
historiador cuenta para su investigación es una multitud inarticulada de
documentos, tradiciones e instituciones que hay que valorar en sus relaciones
mutuas. Incluso aquellos productos de la historia que tienen un valor autónomo
—este es el caso de las obras de arte—, cuando se consideran como documentos
para establecer sus relaciones históricas, pasan a ser unos testimonios
indirectos, objeto de interpretaciones múltiples.
Hauser defiende, como algo
evidente, que el arte es un fenómeno esencialmente histórico, y califica de
meros retóricos sin fundamento a los artistas y filósofos que le atribuyen una
naturaleza suprahistórica («La Historia se desenvuelve, el arte permanece
quieto» —dice E . M. Forster—). Pero la afirmación de que el arte es un
fenómeno histórico, no resuelve el problema que entraña la consideración
histórica de las obras de arte. Evidentemente, ni el artista en el acto de
creación, ni el contemplador en su vivencia artística, tienen conciencia de las
relaciones históricas en las que están inmersos: el punto de vista
histórico-artístico, es completamente extraño a ambos. Y lo mismo podemos
afirmar del punto de vista filosófico-artístico. En realidad, las obras de arte
tienen —cada una— su valor propio, no saben unas nada de las otras, ni tienen
nada que ver entre sí. Sólo la conceptuación estética e histórico-artística las
transforman en elementos comparables que incluso pueden constituir 1a expresión
unitaria de una actitud única.
La mera selección del material
históricamente relevante (datos sobre la vida y situación de los artistas,
entorno político y social, geografía y circunstancias históricas de todo tipo),
es ya un acto que no se apoya en un punto de vista que encontremos trazado de
antemano, sino algo que nosotros aportamos al objeto de la investigación. Esa
selección depende del juicio de cada época o de cada historiador tanto o más
que de las obras existentes, por lo que contiene en germen los principios de
interpretación que pone en práctica la Historia del Arte. En la práctica, no
pueden separarse la indagación de las fuentes y la interpretación del material
histórico.
Ahora bien, Hauser sigue
afirmando que la selección del material histórico tiene que depender
necesariamente de una idea preliminar. Esa idea que determina la selección de
las fuentes se elige arbitrariamente, condicionada por la propia situación
histórica y, naturalmente, según la mentalidad e ideología del investigador.
Después se sigue la dirección escogida y se rectifica, si es el caso, con cada
paso que se da. Hauser defiende este método historiográfico (que responde al
lema de Napoleón: «on s'engage, puis on voit») como el más eficaz y sencillo;
pero, está claro, que por una parte los hechos nuevos que aparecen dependen
fuertemente de la idea preliminar y, por otra parte, su interpretación se
reducirá casi siempre a un esfuerzo por adaptarlos al camino elegido. Es decir,
lo que Hauser defiende —aunque no lo reconozca así— es una visión de la
historia conformada por prejuicios ideológicos.
Pero si el punto de vista previo
del historiador incide ya muy eficazmente en la selección del material
histórico, se hace mucho más patente en la ordenación de dicho material. A este
respecto Hauser dice textualmente: «el concepto de grupos y actitudes, influjos
y resistencias, la concepción de la historia como un proceso impulsado por
contradicciones internas y en progreso constante, son otras tantas formas y
otros tantos medios de una conceptuación que convierte a la historia viva e
inaprehensible en sí, en una historia comprensible, pero en la que aparecen más
o menos desfigurados los procesos reales» . Sigue diciendo que toda lucha
contra la mediatización de los hechos históricos (es el caso de Ranke) termina
necesariamente en un fracaso, porque toda investigación histórica sólo es
posible por la pérdida parcial de los hechos inmediatos y concretos. La simple
idea del progreso mediatiza los procesos históricos; pero sin esa idea es
imposible una exposición histórica dotada de sentido.
Las obras de arte, que para la
vivencia artística aparecen siempre en solución de continuidad y conclusas en
sí mismas, sólo tienen sentido histórico y realidad histórica como partes de
una continuidad y por su relación con lo antecedente y subsiguiente.
Hauser afirma que los autores
subrayan o niegan el principio de continuidad en la historia de acuerdo con sus
intereses e ideologías. Dice que algunos (Schelling y los organicistas, por ejemplo)
defienden la continuidad para poder asegurar la existencia de unos valores
«superiores» y excluir así toda explicación materialista de los procesos
históricos. Otros (Tolstoi) niegan la continuidad afirmando que los genios no
salen unos de los otros, sino que son independientes entre sí. Para hacer su
filosofía de la historia, Hauser tiene que partir de una cierta continuidad o,
al menos, concatenación de los hechos; pero como niega apriorísticamente todo
principio que esté por encima de los hombres, sus razonamientos discurren así:
los hilos del acontecer histórico son múltiples y unos son visibles y otros
ocultos: hay aspectos continuos y discontinuos. Para lograr la continuidad en
la historia, los historiadores tienen que simplificar extraordinariamente el
proceso histórico real. Tienen que tomar una línea dominante y hacer depender
de ella todo lo demás. Sólo haciendo abstracción de la complejidad histórica,
la Historia del Arte puede darnos una imagen comprensible de los procesos
artísticos. La realidad histórica es tan multilateral y polifónica que ninguna
exposición de la Historia del Arte puede agotar las riquezas de las
posibilidades artísticas y darnos una idea completa de ella. La historiografía
artística tiene que trabajar siempre con ficciones simplificadoras para dar
explicaciones congruentes. A veces, incluso, tiene que ignorar
intencionadamente factores reales para poder construir teorías audaces. La
Historia del Arte dirige su atención principalmente a direcciones y movimientos
colectivos, pero la única realidad artística es, sin embargo, la obra de arte.
Todos los conceptos que sobrepasan el objeto de la vivencia, singular y
concreto, constituyen abstracciones arriesgadas, flatus vocis; sólo el
nominalismo hace justicia a la vivencia artística. La personalidad del artista
es la única realidad psicológica congruente con la obra de arte.
Con todo este planteamiento,
Hauser ataca como «el mayor peligro para la Historia del Arte» la tendencia (el
historismo de Riegl, por ejemplo) a convertir la Historia del Arte en mera
historia de las formas y de los problemas, como si las obras de arte fueran
creadas para solucionar unos problemas formales y técnicos que responden a unas
necesidades internas del arte. «La consideración de la obra de arte como mera
solución a un problema es ya en sí problemática, porque el problema en cuestión
sólo adquiere su sentido en virtud de las obras que trata de explicar». Cuando
la Historia del Arte sucumbe a este peligro, tanto las obras singulares, como
los artistas individuales, como también el momento histórico con sus especiales
condiciones de vida, se convierten en algo desprovisto de significación.
Hauser condena el historismo de
Riegl porque se opone a su pensamiento axial de la correspondencia del arte con
el momento histórico y con sus especiales condiciones de vida; pero, en
realidad, todo el planteamiento que hace para desautorizar a Riegl, puede
volverse contra sí mismo, ya que también el reducir la historia del arte a la
historia de la sociología, se puede considerar como lo que él llama «una
arriesgada simplificación». El fallo está en su punto de partida, que le impide
aceptar que, por encima de la realidad histórica tan compleja y polifónica,
existe una unidad que integra y asume todos los aspectos parciales. Esos
aspectos parciales serán siempre válidos mientras se les considere como puntos
de vista aclaratorios y no como suprema razón de la historia.
Al final del epígrafe, Hauser
hace ver que las obras de arte son sometidas a dos valoraciones completamente
distintas, ya que, muchas veces, el valor estético de una obra no tiene nada
que ver con su significación histórica.
La historia de la pintura
flamenca, por ejemplo, no variaría en sus líneas esenciales si prescindimos de
Rembrandt: le habríamos quitado la cumbre; pero mantendría la misma dirección.
Esa relativa independencia entre
las tendencias artísticas y la existencia de los grandes maestros, parece
justificar la tesis de la «historia del arte sin nombres». Lo que ocurre en
realidad es que la continuidad de desenvolvimiento está representada y
garantizada más por un promedio que por los puntos sobresalientes; pero eso
tampoco quiere decir que esos talentos medios que son más importantes para el
desarrollo histórico, que los grandes maestros aislados, sean meros «comparsas»
anónimos y, como a los grandes maestros, también a ellos es imposible
insertarlos en el marco de una «historia del arte sin nombres».
Validez e
inmanencia.— Hauser
dice que la «teoría de la validez» es, junto al historismo, la noción más
importante para la idea de la «historia del arte sin nombres».
Las obras tienen, según esta
teoría, una validez objetiva, independiente de las circunstancias en que se
originaron.
Hauser observa que tal afirmación
no puede hacerse unívocamente de una verdad científica (lo que podamos saber de
Pitágoras no modifica el sentido de su teorema) y de una norma jurídica o de
una obra artística. Reconoce que un valor puede ser objetivo y separable de las
condiciones causales de su fenomenalidad; pero afirma que, no obstante, puede
estar condicionado históricamente, tanto en su nacimiento como en su propia
existencia. Concede, como conquista positiva de la teoría de la validez «la
distinción precisa entre los elementos objetivos y subjetivos de las actitudes
del espíritu» (p. 231). «Lo nuevo en ella —dice— es sólo el rigor con que lleva
a cabo el análisis de estas actitudes, y la claridad en que aparecen los
contenidos del sentido independizador de las vivencias subjetivas» (p. 231).
Hauser, empero, condena «la filosofía de la validez» porque conduce al «viejo
misticismo filosófico», ya que puede presentarse como una prueba del origen
supranatural o supratemporal de los valores y verdades, lo cual va contra su
afirmación axiomática (de principio) de que los criterios objetivos de la
verdad son de naturaleza interhumana, no suprahumana» (p. 231). Sin
ninguna otra argumentación más fuerte que ésta, Hauser da por suficientemente
rebatida la llamada teoría de la validez estética. Con esta premisa, pasa a
señalar que el núcleo de la teoría de Wölfflin es la inmanencia del
desenvolvimiento histórico del arte, lo cual «constituye la transposición al
campo histórico de la idea de validez». «Sin embargo, la idea de esta
inmanencia es tan insostenible como la idea de la validez estética». Asentadas
así las cosas, pasa a explicar que la causa por la que nace esa idea de
inmanencia en la Historia del Arte, es la observación de que, efectivamente, el
desenvolvimiento artístico está dominado en gran medida por fuerzas endógenas y
se puede apreciar en él un desarrollo objetivo con una continuidad interna que
opone una cierta resistencia a tendencias arbitrarias. «Pero hablar de una
historia propia de las distintas intenciones artísticas, significaría la
atomización de la vida que se despliega en la historia, el desgarramiento de
las conexiones que unen entre sí a las distintas manifestaciones vitales» (p.
241). «La vida histórica con la dependencia recíproca de sus distintas
manifestaciones, representa, como totalidad, una unidad[2]
semejante a la del proceso vital orgánico[3];
de esta unidad, empero, es desgarrada de la manera más violenta por la teoría
organicista, con sus tesis de la inmanencia de los procesos dentro de cada
unidad parcial y de toda manifestación singular del espíritu humano» (p. 241).
Después de haber hecho estas
declaraciones de principios (más que verdadera argumentación) contra lo que
llama teorías de la inmanencia y de la validez, como opuestas que son al
materialismo histórico, Hauser descubre en los hechos explicados por la
doctrina marxista una contradicción: por una parte, «ningún material se realiza
por su propia lógica, sino sólo por las fuerzas sociales y psíquicas» (p. 244),
y por otra parte, aduce un fenómeno observado por Marx: «si la economía
esclavista pasa a la economía feudal y ésta al trabajo asalariado, las causas
de estos cambios no hay que buscarlas en la conciencia de los sujetos, sino en
las consecuencias, por así decirlo lógicas, de la técnica económica del momento
(...)» (p. 243). Esa eliminación que Marx hace de la conciencia, significa una
idea de la inmanencia del desenvolvimiento y de la validez de principios
supraindividuales.
Es interesante observar que
Hauser sitúa la contradicción en los hechos interpretados por la teoría
marxista, y no en la interpretación marxista de los hechos, que para él es
incuestionable. Afirma, es verdad, que «ni Marx ni Hegel encuentran una
respuesta satisfactoria a esta cuestión» (p. 244), y buscando una salida dice
que «una respuesta satisfactoria sólo podría encontrarse por el análisis de la
educación y adaptación sociales, de la tradición y el convencionalismo, de la
competencia e imitación, análisis que podría arrojar claridad sobre la curiosa
vinculación de libertad y necesidad dentro de actitudes espirituales
colectivas» (p. 244). Añade después algunos conceptos como lo efímero y lo
prototípico en la Historia del Arte, lo esporádico y lo institucional, que
vienen a completar la maraña más que aclarar nada; aunque, por ser conceptos
que inciden en el problema, dice que podrían ayudar a explicar la
contradicción. Contradicción que, sin embargo, se queda sin resolver [4].
Necesidad histórica y libertad
personal.— Bajo
este epígrafe, Hauser presenta, en una extensa y reiterativa exposición, el
problema de compaginar lo casual con lo necesario, y lo sociológico con lo
personal en el desarrollo de la historia del arte. Insiste en la complejidad
inabarcable de la concatenación de infinitas causas necesarias que se
superponen casualmente y, por otra parte, en la influencia que los talentos
individuales tienen en el proceso histórico y cómo, y hasta qué punto, esos
talentos son lo que son, sólo y precisamente, en el entorno social en que nacen
y se desenvuelven: el individuo no es sino un producto social, pero con una
libre capacidad para elegir caminos dentro de unos condicionantes. La
conclusión a la que llega es bastante imprecisa: «El cometido justo consiste en
delimitar el papel histórico de lo individual y de lo supraindividual, y en
esforzarse en hacer justicia a los dos, sin caer en la mistificación del uno o
del otro, y menos aún, en la mistificación de ambos» (p. 274).
Para concluir en esta vaguedad,
ha condenado previamente todas las teorías que explican la historia por leyes
de periodicidad, evolución cíclica de las culturas y procesos que se suceden
necesariamente, ya sea por una lógica interna inmanente, ya sea por una
directriz superior. Al condenarlas, se muestra comprensivo con ellas diciendo
que la existencia de tales teorías puede explicarse al ver una serie de
factores singulares del acontecer que se entrecruzan y chocan entre sí, pero
sin que se comprenda con claridad cómo de esos vectores componentes surge la
fuerza resultante, podemos tener fácilmente la impresión de que está actuando
una potencia superior y suprapersonal. Concede que «esas teorías o análisis
comparativos constituyen, en el mejor de los casos, una introducción a la
historia del arte, útil y agudizadora de la visión; pero nunca una respuesta a
los problemas capitales de la historia del arte, a los problemas del comienzo y
del cambio de los estilos» (p. 260). No son, efectivamente, la última razón de
ser de la evolución de la Historia; pero no hay que condenarlas por eso, ya que
sólo pretenden establecer unos puntos de referencia, mostrar unas relaciones y
aclarar unos aspectos que en algunas ocasiones pueden ser luminosos aunque la
visión que den sea necesariamente parcial.
Hauser prefiere dejar sin
explicación posible la complejidad inabarcable del acontecer histórico, a
admitir la posibilidad de un orden superior. Pero, desde la inseguridad de su
posición, acaba lanzando en tono irónico estas palabras: «Es tranquilizador
suponer que en el caos de la existencia, en medio del cambio y transformación
constantes, hay algo en lo que puede uno apoyarse y a lo que puede uno
confiarse. Es sosegador creer que, pese a la propia caducidad, se participa en
valores superiores y se convierte uno en poseedor y administrador de ellos, al
reconocer su validez. Incitadora es, sobre todo, la ilusión de que basta saber
escuchar la voz interior del alma, para que en ella nos hable algo divino e
inequívoco» (p. 272). Estas palabras, que emplea para acusar la creencia en
Dios, como si fuera un recurso para llevar una vida tranquila, pueden decirse
también para subrayar una certidumbre, y son de hecho la expresión de una
realidad: la existencia de un orden superior, absoluto.
Estilo y cambios de estilo.— «Estilo» es el concepto
fundamental y central de la historia del arte; sin él no tendríamos una
historia de las direcciones comunes y de las formas generales que unen entre sí
las producciones artísticas de una época o de una geografía.
«Por estilo hay que entender algo
general, separable de los artistas y de las obras de arte singulares (...) un
concepto relacional de naturaleza dinámica, en variación constante por su
contenido y que, puede decirse, se constituye de nuevo con cada obra (...). El
estilo no es otra cosa sino el resultado de toda una serie de realizaciones
individuales conscientes y dirigidas a un fin, pero el estilo mismo no es
consciente ni producto de una voluntad con objetivos concretos; no se encuentra
en la conciencia de los individuos, cuyas realizaciones constituyen, más bien,
el sustrato de su existencia» (pp. 277-278).
La naturaleza híbrida del estilo
—según Hauser— hace que sea visto por los filósofos idealistas como una idea
«superior», platónica o hegeliana, como un prototipo o modelo axiológico,
mientras que los positivistas le niegan toda realidad, calificándolo de una
mera abstracción. Ninguno de los dos puntos de vista está en lo cierto, porque,
al decir de Hauser, no nos enfrentamos ni con objetos concretos ni con meras
elucubraciones, sino con «estructuras». Un estilo —dice— es una estructura que
no puede obtenerse por adición ni por abstracción, partiendo de las cualidades
de sus soportes. El estilo del Renacimiento es, a la vez, más y menos de lo que
alcanza expresión en las obras de los maestros renacentistas: es algo así como
un tema musical del que no existieran más que las variaciones: ese tema puede,
en determinadas circunstancias, no contener ni un solo rasgo concreto de las
variaciones, pero sí, en cambio, una claridad del pensamiento musical que no se
encuentra en ninguna de las variaciones singulares.
Este fenómeno de la identidad de
la estructura en la variación de todos los caracteres concretos —con el mismo
ejemplo del tema musical—, no es sino el observado y descrito por la psicología
de la Gestalt. Hauser se adhiere al concepto de estilo como Gestalt:
pero tiene que hacer algunas precisiones, ya que el considerar que el estilo no
es una suma de caracteres, sino una unidad dada de antemano y la identidad
fundamental de estos caracteres, nos podría llevar al concepto de estilo como
fenómeno «orgánico» del que tan enemigo se muestra siempre Hauser.
Dice que la teoría organicista no
puede aplicarse al estilo artístico, porque según esta teoría el estilo se
manifiesta con la misma plenitud e intensidad en todas las realizaciones,
grandes o pequeñas, lo mismo en la obra monumental más representativa que en el
ornamento más insignificante, y esto no se da en la realidad del arte, en la
que vemos cómo los caracteres de cada estilo se muestran con desigual fuerza,
pureza y esencialidad en los distintos ejemplos del género.
El carácter estilístico no es un
esquema que se repita simplemente, sino más bien, un paradigma que no se
contiene plenamente en ningún ejemplo concreto. En este sentido, el concepto de
estilo muestra una serie de rasgos comunes con el «tipo ideal» de Max Weber,
pero no debe confundirse con él, porque los tipos ideales (la ciudad medieval,
por ejemplo) son meros conceptos auxiliares, construcciones heurísticas sin ninguna
realidad; mientras que los estilos, además de conceptos auxiliares, son hechos
históricos frente a los que el artista se encuentra siempre en una tensión.
Hauser hace estas precisiones
para abordar el problema de los cambios de estilo y la razón por la que se
producen. A este respecto, Hauser va rebatiendo primeramente el materialismo
pragmático de Gottfried Semper, según el cual, el arte con sus formas
estilísticas no es más que un producto derivado, más o menos mecánicamente, de
las peculiaridades de los materiales, de las técnicas de elaboración y de la
finalidad práctica del objeto que se produce. Rebate después el punto de vista
opuesto de la tesis de Riegl, según la cual en arte se ha querido siempre lo
que se ha podido. Con esta tesis, dice Hauser, Riegl pretende subrayar la
soberanía del espíritu sobre las condiciones materiales de la creación
artística y lleva a que cada estilo tiene que ser juzgado según su propio
criterio de la belleza y de la verdad, con lo que se elimina la cuestión
cualitativa de la Historia del Arte, de manera que el mejor historiador será el
que no posea ningún gusto personal.
En contraposición a Riegl, Dvorák
define el desenvolvimiento artístico como una lucha continua llevada a cabo con
destreza técnica creciente, dirigida a resolver los problemas de la
reproducción de la naturaleza. El mismo Dvorák modifica su tesis, al entender
las interrupciones como catástrofes o crisis extraordinarias, y al fin de su
evolución científica se aproxima a Riegl al acentuarse su idea de que existe
una unidad fundamental en todas las expresiones espirituales de una época, y
llega al punto de vista de que la historia del arte no se mueve dentro de un
sistema de categorías, sino que estas categorías se desenvuelven y modifican
con la historia.
«El monismo espiritual» al que
llega Dvorák —dice Hauser— es tan dogmático como el monismo materialista al que
combate, y no llega a superar la doctrina de la inmanencia y de la unidad del
espíritu (ésta es toda la argumentación que Hauser hace para rebatir a Dvorák).
Después de estas disquisiciones,
queda pendiente el auténtico porqué de los cambios de estilo: ¿Por qué se
buscan nuevos criterios? ¿Por qué no bastan ya las viejas fórmulas? Al desechar
la respuesta que la teoría de la inmanencia del desenvolvimiento da a estas
preguntas, alguien puede buscar una explicación psicológica o sociológica,
sosteniendo algo así como la teoría del «cansancio». Pero Hauser también rebate
esta teoría, porque considera las generaciones sucesivas como una unidad
psicológica, y espera que se comporten como un ser consciente organizado
unitariamente. El cansancio —admite— puede influir en la evolución de las
modas; pero no en el cambio de los estilos (como si el cambio de estilo fuera
independiente de la evolución de las modas).
Sin ser propiamente una
conclusión de lo anterior, aunque presentándola como tal, Hauser afirma
axiomáticamente que «para un cambio radical de gusto y de estilo es necesaria,
sobre todo, la aparición de un nuevo estracto social con intereses artísticos»
(p. 301). Gérmenes de nuevas formas estilísticas existen muchos, como el mero
impulso del autor a revelarse a sí mismo; pero si ese germen no encuentra el
«enlace», queda reducido a una incidencia de carácter más o menos particular y
perecedero. Lo individual ha de encontrar, para insertarse y formar un estilo,
un cuerpo social con unas apetencias, con unas técnicas, con unas
posibilidades; pero tampoco el impulso artístico individual pudo nacer sin el
trasfondo de una dirección estilística general y con una tensión producida por
las actitudes ajenas.
Comprensión e incomprensión.— Bajo este epígrafe, Hauser trata
del problema de la comprensión histórica del arte, ya que el punto de vista
bajo el que se considera la historia no se encuentra, ni mucho menos, fuera de
la historia; la consideración del pasado es, ella misma, producto del pasado.
El historiador del arte se mueve
dentro de los límites de la voluntad artística del momento. Los resultados de
la investigación tienen que ser revisados constantemente, sin que por eso se
hagan necesariamente mejores.
Difícilmente podemos comprender
lo que quisieron decir exactamente los artistas del pasado y lo que sus obras
decían a sus contemporáneos. Una cosa parece segura, y es que ni Esquilo ni
Shakespeare, ni tampoco Giotto o Rafael estarían de acuerdo con nuestra
interpretación de sus obras. Pero es preciso conocer, por lo menos, distintos
grados de comprensión, para poder hablar de una incomprensión. Unamuno se
atribuía a sí mismo el mérito de haber extraído de Don Quijote un sentido en el
que Cervantes no podía haber pensado. Nietzsche habla de una «fuerza
retroactiva del pasado». «No es posible —dice— imaginarse lo que todavía será
un día historia. El pasado está todavía, en lo esencial, por descubrir:
necesita aún muchas fuerzas, muchas fuerzas retroactivas» (Nietzsche, «Historia
abscondita»). Bergson va aún más allá que Nietzsche al afirmar que el presente
produce lo que todavía no ha existido, es decir, que el presente no sólo descubre
el pasado, sino que lo crea. Se refiere, claro, a que lo históricamente
posterior nos descubre rasgos ignorados e impensables en lo históricamente
anterior. «Percibimos indicios en la historia sólo porque ya conocemos el curso
del desenvolvimiento; los indicios no son sino consecuencias a las que nosotros
ponemos fecha atrasada» (Bergson, «La Pensée et le mouvant», 1934). También
Eliot se refiere a la modificación que con el tiempo tienen los fenómenos
anteriores; pero para Eliot la modificación no se refiere a los hechos
concretos sino a sus relaciones mutuas. Con éstas y otras muchas citas que
Hauser va glosando (disintiendo unas veces, precisando aspectos otras) hace ver
la complejidad del problema de la comprensión del arte en la historia: las
generaciones (Hauser señala también la ambigüedad de la palabra generación)
tienen visiones y apreciaciones cambiantes que se superponen. Cada período
histórico tiene muchos estratos: no es un mero devenir; no puede compararse a
un río que arrastre los acontecimientos y los residuos con igual velocidad y en
la misma dirección. «No existen simples presentes» —afirma Pinder— porque todo
momento histórico es experimentado, interpretado y aprovechado por hombres de
distintas edades. A la luz de estos puntos de vista Hauser vuelve a subrayar su
disconformidad con los planteamientos cíclicos de la historia, con las teorías
de la inmanencia y de la validez y con el organismo romántico.
Al observar la inmensa diversidad
de interpretaciones histórico-artísticas que pueden hacerse de una obra de
arte, es interesante la cita que Hauser hace de Karl Mannheim, que dice que
para que una interpretación —por diferente que sea de otras— pueda ser válida y
objeto de discusión científica, tiene que ser de tal naturaleza que no contenga
ninguna contradicción en sí, y que todo rasgo perceptible del objeto pueda
insertarse en el intento de interpretación y, además, que tiene que coincidir
con las circunstancias históricas documentales —o determinables de otro modo
objetivo— que acompañaron el nacimiento de la obra.
El punto de vista sociológico.— Bajo este último epígrafe del
capítulo, Hauser hace una defensa a ultranza de la historia social del Arte: el
Arte es el producto de fuerzas sociales y el origen de efectos sociales. Para
las modificaciones estilísticas no hay, en último término, más que una
explicación sociológica, y una Historia del Arte que quiera ser algo más que un
mero análisis de su material, tendrá que poner siempre en relación lo peculiar
del arte con disposiciones anímicas y tendencias colectivas. Una objeción que
puede oponerse a esta tesis, es que las motivaciones sociológicas se mueven en
un plano distinto que las obras y las conexiones artísticas; pero Hauser
responde que no hay por qué prescindir de un método científico, sólo porque
explica un fenómeno por medio de otro. Opuestos a la tesis de Hauser son
también Wölfflin y todos los que explican las evoluciones artísticas por
factores inmanentes histórico-formales; pero, aún ellos, deben reconocer que
hay también motivos externos, reales, condicionados sociológicamente, y la
historia social del arte lo que afirma no es que no existan unas vivencias
condicionadas óptica o acústicamente, sino que estas vivencias no son sino
formas de expresión de una concepción del mundo determinada socialmente; así
pues, Hauser asienta que todos esos cambios de estilo, sea cual sea su origen,
no hubieran podido imponerse sin las correspondientes modificaciones económicas
y sociales. Frente a otra posible objeción, Hauser afirma: «Los propugnadores
de la historia de las ideas caen fácilmente en el error de atribuir al
pensamiento filosófico —que es el que de manera más pura expresa las ideas tal
como ellos las entienden— la primacía frente a las formas artísticas». El hecho
de que la filosofía y la teología (poniendo un ejemplo) constituyan una fuente
tan rica del arte medieval, no significa que éste se deduzca de aquéllas, sino
que arte y filosofía tienen un mismo origen. Entre los distintos procesos
históricos es preciso encontrar un origen común, que puede ser, desde el punto
de vista histórico, más instructivo e importante que un nexo causal directo. La
sociedad es el suelo en el que de modo más íntimo se rozan las distintas
construcciones culturales. Para explicar la falta de correspondencia explícita
que puede encontrarse entre los movimientos sociales y las formas artísticas,
afirma que el materialismo histórico subraya que las condiciones económicas de
producción no se expresan directa y textualmente en las obras de la cultura,
sino que sólo a través de una larga serie de mediaciones adoptan la forma de
una proposición científica, de una norma moral o de una creación artística. Las
obras del espíritu se constituyen en relación dialéctica con las condiciones
económicas de la producción, lo cual no significa que aquéllas sean simple
copia de éstas. Concluye que la consideración histórico-social del arte
conserva su carácter científico, pese al hecho —que el mismo reconoce— de que
la relación entre formas sociales y formas artísticas no puede apoyarse en
ningún sistema firme de leyes.
Hauser, que viene señalando
siempre la inabarcable complejidad de factores que inciden en las evoluciones
del arte, está en lo cierto al subrayar la importancia del factor social; pero
en lugar de considerar este factor como uno más —el más importante si quiere,
pero, como todos ellos, condicionado por los demás—, y al no aceptar la
existencia de un orden superior, tiene que dar a la sociología un carácter
absoluto y crear así, para la historia del arte, un determinismo sociológico.
V. Arte del pueblo y arte popular
Hauser llama «arte del pueblo» a
las actividades artísticas de los estratos sociales sin ilustración,
primordialmente campesinos (no industriales ni urbanos). En el arte del pueblo
los productores salen del mismo público consumidor.
Denomina «arte popular» a aquél
que responde a las exigencias de un público predominantemente urbano, que
tiende a la masificación, y que artísticamente es improductivo y esencialmente
pasivo. Sus productores son profesionales de clases superiores, orientados
estrictamente a la demanda. Afirma que hay tantas direcciones artísticas como
estratos culturales, y que si se hiciera una historia del arte en secciones
verticales, «se vería con claridad cómo actúan distintas tradiciones de curso
paralelo y se acabaría con el dogma de que todo lo simultáneo se encuentra en
conexión orgánica». Dice que habría que hacer la descripción histórica
diferenciada de tres líneas: minorías intelectuales, público de masas de las
ciudades y gente del campo; y, después, indagar las conexiones y
contraposiciones dialécticas entre niveles culturales y clases sociales con sus
condicionantes.
Un arte auténtico, con un
enfrentamiento con los problemas de la vida, sólo se da en la esfera más
elevada de la actividad creadora. El arte del pueblo es apenas juego u
ornamento; el popular, pasatiempo o evasión. Lo cual no quiere decir que no
haya valores de pasatiempo en los estratos más superiores. Todavía en
Shakespeare es difícil trazar las fronteras entre sutilezas para los palcos y
bufonadas para el patio.
La masa de ese patio no se
plantea el arte como arte, ni lo juzga con criterios formales, ni lo ve como la
victoria expresiva de un artista, de ahí que las direcciones estilísticas del
arte del pueblo y popular varíen mucho más lentamente que las del arte
superior, aunque se alimentan de formas que proceden de éste.
Riegl —siguiendo una idea
romántica— hace una separación radical entre arte del pueblo (como algo
que crece orgánicamente y se transmite por tradición viva) y arte de clases
ilustradas (dominado por una voluntad artística y con una racionalidad
propia). Para Riegl, el arte del pueblo es sólo un trabajo casero de los
campesinos con el que hacen y adornan los objetos de su uso; con esto explica
tanto su tosquedad como su conservatismo; pero olvida que el pueblo ejerce una
influencia mayor en su arte, no como productor (que es el único caso
contemplado por Riegl), sino como consumidor, ya que para la estructura social
del arte son siempre más característicos los estratos a los que se dirige que
aquellos a los que pertenecen sus autores. Atendiendo a esto, Hauser distingue
el arte campesino del arte provinciano. El arte campesino no tiene conciencia
de serlo (sólo los ilustrados lo consideran como arte) y ni busca la moda, ni
se aferra conscientemente a la tradición. El arte provinciano se considera a sí
mismo como arte; pero, con complejo de inferioridad, tiene aspiraciones de
parecerse al arte urbano.
Hoy es ya un tópico la tesis de
que el arte del pueblo es un patrimonio cultural degradado. Al poeta del pueblo
le vienen a la cabeza toda una serie de modelos en cuanto se dispone a
componer: giros e imágenes se repiten en sus composiciones, casi exactamente
tal y como las ha oído o visto: no trata de liberarse de sus modelos porque su
ambición no consiste en la originalidad. Recibe el influjo descendente del arte
superior, pero se arrastra retrasado a un siglo de distancia de él. Por otra
parte, también junto a ese patrimonio cultural «descendente» hay otro
patrimonio cultural «ascendente», y así Mozart, Beethoven y Schubert utilizaron
melodías populares como temas de variación. Tanto en la línea ascendente como
en la descendente, es difícil trazar una frontera entre recepción y producción,
porque no se da una oposición radical entre arte «elevado» y «degradado»: no se
da un abismo insalvable, sino caminos con transiciones, pasos y rodeos.
Las obras del arte del pueblo no
son necesariamente anónimas, pero —por no aspirar nunca a la originalidad— son
siempre impersonales. En el arte superior, incluso las formas más
convencionales son siempre expresión de una personalidad. Es interesante
señalar, a propósito de la espontaneidad e improvisación del arte del pueblo,
que las «formas literarias no se hacen convencionales sólo después de haber
sido improvisadas, sino que, la mayoría de las veces, sólo pueden improvisarse,
porque se apoyan en convenciones fijas». En la evolución del arte del pueblo no
se dan las soluciones de continuidad que se dan en el arte superior, porque no
es tanto una realización como una actividad y, así, una canción del pueblo no
tiene una versión definitiva, sino que cada versión es tan definitiva como las
demás. Toda obra de arte es desintegrada y reconstituida a lo largo de los
siglos: la realización colectiva —la actividad artística del pueblo— consiste
en la disolución y destrucción formal del patrimonio cultural ajeno. La
parquedad verbal de las canciones y baladas del pueblo, que se corresponde con
la estilización geométrica de las obras plásticas, puede ponerse —aunque no
necesariamente— en conexión con el fenómeno de la disolución de la poesía del
pueblo. En realidad, tanto la concisión como la ampulosidad pueden ser
resultado de la disolución formal.
De hecho, el pueblo ve «con indiferencia,
cuando no con hastío, todo aquello que pertenece a las circunstancias de su
vida diaria, de sus problemas y preocupaciones cotidianas», y de ahí se
desprende su repulsa del naturalismo y su interés por fábulas que describen la
vida de clases superiores.
Recogiendo la idea planteada al
principio del capítulo de hacer una descripción histórica diferenciada del arte
del pueblo, del arte de masas y del arte superior para indagar sus conexiones,
Hauser señala los obstáculos que se encontrarían para llevar a cabo una
historia completa del arte del pueblo, por las grandes lagunas documentales y
porque en muchos casos no sabríamos reconocer si la obra es de un chapucero, de
un provinciano retardado o si es un producto genuino del pueblo, con las
consiguientes dificultades para fecharla y ordenarla históricamente. En estas
circunstancias, comenzando por el arte de la prehistoria, hace un bosquejo
histórico (relativamente extenso y pormenorizado, aunque con una interpretación
muy amañada) de los caminos que el arte del pueblo ha seguido a través de los
siglos y de las constantes que mantiene. La conclusión es que, después de un
apogeo en el siglo XVIII de lo que se solía llamar arte del pueblo, y de una
revalorización romántica en el siglo XIX, el arte de las masas, el arte popular
urbano y la difusión de la cultura a través de los medios de comunicación,
están acabando con todo el arte del pueblo y con sus soportes.
A un público-masa (producto de la
democratización de la sociedad) se le ofrece una producción en masa (resultado
de la mecanización técnica). La huella directa de la mano del artista se
pierde, pero sólo es relevante cuando esa huella es parte esencial en la
concepción de la obra. Un aumento de la producción va siempre unido a un cierto
descenso del nivel, pero el camino andado es irreversible. Además, «la
utilización de una máquina es, a menudo, más natural al hombre moderno que la
utilización de sus manos».
La producción industrial en masa
presupone producción de elementos estandarizados intercambiables y combinación
de estas partes con un esfuerzo relativamente pequeño. No es esto absolutamente
nuevo en arte: los antiguos rapsoda laboraban con fórmulas prefabricadas insertándolas
más o menos mecánicamente en las canciones nuevas. Lo decisivo para el valor
artístico no es tanto la fijeza de las fórmulas como la capacidad de expresión
de los elementos repetitivos. Tampoco la comercialización es, en sí, una causa
decisiva de crisis en el arte: con excepción del Romanticismo y sus secuelas,
el artista siempre se ganaba la vida con su arte y no era un desdoro para él
procurar satisfacer a sus clientes.
El rasgo especial de la cultura
de masas no es producir objetos remuneradores, sino la búsqueda de fórmulas
para poder colocar los mismos tipos en el mismo público el mayor número de
veces: producir objetos para que se conviertan en moda, manipulación del gusto
y de las necesidades, creación artificial de demandas, etc. Los productos de la
cultura de masas no son creados para la satisfacción de unas necesidades
culturales, sino para la explotación de ellas, y su ínfima calidad es
consecuencia de la democratización cultural y del libre capitalismo; pero es un
error pensar que eliminando estas causas se salvará la cultura.
El gusto popular no es la raíz,
sino un fruto de la cultura artística. El deseo de la masa viene determinado en
gran parte por lo que se le ofrece. Hay un círculo vicioso que habría que
romper; pero ni siquiera a los negociantes más emprendedores lograremos
convencer de que arriesguen su negocio —hoy seguro— prometiéndoles que la
educación del público será rentable a la corta o a la larga.
Después de hacer todas estas
consideraciones —unas, claras; otras, discutibles; pero todas presentadas como
indudables— sobre el arte de masas, Hauser aborda los efectos que este arte
produce. Empieza por lo que tiene de entretenimiento y evasión, y afirma que la
masa busca ese arte como refugio de los propios fracasos, como cauce para los
sentimientos frustrados. El daño moral que produce el cine no es tanto (como
suele decirse) por el mal ejemplo de sus personajes, cuanto por la mentira
vital que representa el librar a los espectadores de los problemas reales de su
propia y prosaica existencia.
Aunque dice que el moderno
público de masas nace de la revolución industrial, Hauser se remonta en la
historia, desde la antigüedad remota, buscando antecedentes de este arte
popular: el eje de su exposición es la relación del arte de evasión con los
movimientos de la población rural hacia las ciudades. Señala como uno de los
puntos de partida próximos para el mal gusto del arte actual de alienación la
iconografía religiosa barroca, con su complacencia en el dolor y en el trance
místico, de la que se derivan los cromos sentimentaloides de nuestros días.
Es lógico que, para Hauser, el
arte religioso no sea —como es verdaderamente— un enfrentamiento con la
realidad, sino una huida de la única realidad que Hauser admite; pero lo que es
inadmisible es que para hablar de esa «huida» tenga que abandonar sus propios
argumentos, ya que los presupuestos sociales que él defiende como causa
necesaria de todo arte popular de huida de la realidad, no se dan en Bernini,
ni en Rubens, ni en Zurbarán, ni en el mundo social en que se originó y
desarrolló todo el arte religioso barroco.
Sigue comentando facetas del arte
popular, como adulación de una pseudocultura de la burguesía moderna: la novela
por entregas, la opereta, los cuadros de historia, la pintura sentimental de
género, la invasión de litografías..., y termina hablando del cine como último
y decisivo paso de la producción artística en masa y para la masa, en el que se
da, más que en ningún otro, esa huida de la realidad y despersonalización del
espectador.
VI. Sobre la dialéctica de la
Historia del Arte: constitución y cambio de las convenciones
En todo este capítulo, Hauser
habla de cómo el arte lo es sólo en cuanto tiene una originalidad y aporta una
novedad. Pero sólo es comunicable en cuanto se adapta a unas convenciones que
lo hacen comprensible. Las convenciones varían con el paso del tiempo y, con
ellas, la interpretación de los signos del lenguaje artístico. El artista,
incluso para expresar su disconformidad con las fórmulas establecidas, tiene
que valerse de fórmulas establecidas. Al poeta le interesa más la belleza de sus
versos que la puesta del sol a la que canta. «La tensión entre sentimientos
espontáneos y formas convencionales, de un lado, y de otro entre formas
espontáneas y sentimientos convencionales, cuenta entre las grandes fuerzas
motoras del desenvolvimiento artístico. Esta tensión es uno de los mecanismos
en los que de manera más frecuente y eficaz se muestra la dialéctica de la
historia del arte».
Bajo epígrafes separados, Hauser
se detiene a comentar, de manera bastante superficial, algunas fórmulas convencionales
en el teatro, en la técnica cinematográfica, y en las artes figurativas, y
termina repitiendo —contra la idea romántica de la huida sistemática de toda
norma— lo que ha sido el leit motiv del capítulo: la necesidad que tiene
el arte, por su misma razón de ser, de unas convenciones que lo hagan
comprensible.
VALORACIÓN CIENTÍFICA
El título original de la obra es
«Philosophie der Kunstgeschichte», que traducido literalmente es «Filosofía de
la Historia del Arte». Este título está mucho más de acuerdo con el contenido
del libro y, sobre todo, con la intención del autor, que el de «Introducción a
la Historia del Arte», con el que se presenta la versión española.
Toda la obra trata, desde
diversos aspectos, del devenir del Arte, indagando las causas de sus
variaciones históricas y los motores de su desarrollo y, en consecuencia,
aborda la metodología propia, señalando las posibilidades y límites de los
diversos caminos.
Esta es la idea general que
permite recoger en un mismo volumen y bajo un mismo título los distintos
capítulos que, en realidad, son tratados diferentes e independientes entre sí.
En estas circunstancias, la valoración técnica e ideológica de cada capítulo
tiene también una entidad independiente, y por tanto los comentarios
valorativos parciales se han introducido ya, como parte integrante,
complementaria o explicativa de la exposición del contenido de los distintos
capítulos.
De todos ellos, el capítulo más
amplio y medular del libro, el que más estrictamente responde a una Filosofía
de la Historia del Arte, es el IV, titulado genéricamente «Historia del arte
sin nombres», y que abarca siete extensos epígrafes. En este capítulo el autor
sigue más estrictamente un método expositivo que es común a toda la obra y muy
propio de la dialéctica marxista: en lugar de sacar consecuencias lógicas
directas de las premisas que axiomáticamente plantea, se dedica a analizar,
criticar y comentar exhaustivamente lo que al respecto han dicho otros autores
(en este capítulo se centra en Wölfflin y Riegl) y después de haber señalado
sus puntos negativos, deja caer sus propias afirmaciones cuya validez propone
para que sea admitida, sin intentar siquiera demostrarla.
Todo el libro —también cada uno
de los capítulos— es repetitivo y carece de una clara ordenación argumental. Es
también confuso, en cuanto que lo medular y lo accesorio se mezclan en el
discurso, y al abandonar el hilo de la argumentación cae en frecuentes
contradicciones. En sus razonamientos es más minucioso y prolijo que riguroso,
aunque es verdad que la minuciosidad le da una apariencia de rigor.
Analiza con mucho detenimiento
una teoría, pero con frecuencia, al rebatirla, no lo hace porque encuentre
fallas internas en ella, sino porque no está de acuerdo con sus presupuestos
personales. En estas condiciones da como cierto —sin preocuparse de
demostrarlo— que la teoría es un error, y entonces hace un alarde de
comprensión, tratando de explicar las causas por las que los autores de la
teoría se han equivocado.
En general, al discutir puntos de
vista, juega la baza de una superioridad comprensiva que le da un aire de
ecuanimidad. Pero si se observa con ojo crítico, es más respetuoso y
contemporizador en la forma, que ecuánime en el fondo, aunque es verdad que esa
cautela formal, esa paternal compasión con el que, según él, se equivoca, le da
una cierta apariencia de ecuanimidad.
VALORACIÓN DOCTRINAL
Al hacer la descripción y
comentario pormenorizado del contenido de la obra, se han ido señalando las
desviaciones doctrinales que se encierran en los distintos capítulos y temas.
Pero en realidad no son tanto los errores parciales en que incurre, cuanto el
fallo de principio lo que más importa.
Su punto de vista axiomático, al
que constantemente recurre, es la negación de un orden objetivo, porque
éste solo puede fundarse en Dios, único Ser Supremo y Absoluto. En estas
circunstancias, necesita absolutizar (para que le sirvan de referencia de las
demás variables) los condicionantes sociales.
El autor sigue este planteamiento
(en el que consiste su error de fondo) por la adopción del método marxista del
materialismo histórico, según el cual la economía es la base real que origina y
determina todos los demás aspectos de la historia humana (Hauser se centra no
tanto en la economía cuanto en la sociología, pero ésta, según lo anterior, se
deriva unívocamente de la economía). Sus explicaciones resultan confusas,
frecuentemente contradictorias, e incluso poco coherentes con el mismo
materialismo histórico, a causa de la imposibilidad de este método para dar
razón, de modo adecuado, de las realidades humanas y, en concreto, del arte.
El error doctrinal está, por lo
tanto, en el mismo planteamiento. Pero su peligro mayor está en el aire
persuasivo con que presenta todos sus razonamientos, ya que destaca siempre
algún aspecto positivo, aunque sea accesorio e irrelevante, de las teorías que
combate.
L.B.
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internos (del Opus Dei)
[1]La objeción más seria no está ahí, sino en esa gratuita distinción entre evolución rectilínea y cambio de estilo, que Hauser hace para compaginar la innegable realidad de un proceso intrínseco de perfeccionamiento, con su postulado de la exclusividad de las circunstancias sociales como determinante del arte y su desarrollo: las evoluciones del arte son precisamente los cambios de estilo. Y los cambios de estilo son producidos por la personalidad de los artistas en cuya formación concurren las capacidades innatas, los aprendizajes y las técnicas en uso, los modelos asequibles, y también de manera muy importante, pero no exclusiva, las condiciones sociales y los planteamientos ideológicos.
[2]Al hablar de «unidad», Hauser se refiere só1o al conjunto insimplificable de conexiones múltiples que interrelacionan los hechos del acontecer histórico, porque él desconoce —niega de principio— la polifónica unidad de la Creación que responde a una idea única ordenadora, que integra tanto las fuerzas de la naturaleza como las decisiones libres de los hombres.
[3]Hauser, que en el epígrafe «Wölfflin y el historismo» de este mismo capítulo, por motivos dialécticos, rechazaba absolutamente (sin aceptarlo ni siquiera a modo de metáfora) todo tipo de organicismo que viniera a explicar la totalidad de la historia como el desarrollo biológico de un organismo, se contradice ahora al afirmar que la vida de la historia en su totalidad «es semejante a la del proceso vital orgánico». No obstante, se sigue mostrando enemigo del organismo, para lo cual tiene que considerarlo ahora limitado a los procesos parciales.
[4]El error de Hauser consiste en que sitúa la contradicción en los hechos o, si acaso, en la insuficiencia de las explicaciones; pero no en los presupuestos de los que parte para explicar los hechos: se apoya por una parte en la base de negar apriorísticamente todo Absoluto que ordene el devenir, y por otra parte absolutiza las fuerzas sociales como único motor de la historia. La consecuencia de estos presupuestos es que tiene que negar toda inmanencia y validez porque al no tener un Absoluto al que referirlas, se convertirían en un absoluto en pugna con su absolutización de las fuerzas sociales. Si Hauser se apeara de su punto de partida, podría comprender que tanto el motor social de la historia como la inmanencia del desenvolvimiento histórico son realidades que sólo tienen su pleno sentido cuando las referimos a un orden superior y no las consideramos como fuerzas contrapuestas e incompatibles, sino como aspectos parciales de una unidad que las trasciende.