La
fuerza histórica de los pobres
Ed. CEP, Lima 1979.
I INTRODUCCIÓN
Se trata de un conjunto de ocho trabajos de Gustavo Gutiérrez, escritos entre 1969 Y 1979. Según la presentación —hecha por la editorial— pretende ser una ruptura no sólo de las teologías preconciliares, sino también con las elaboraciones "progresistas" que no tienen como punto de partida la "lucha de los pobres" (p. 8). Para quien ha leído Teología de la liberación, (cfr. recensión), este libro, aunque posterior —excepto un solo artículo—, no añade gran cosa: se repiten ideas, e incluso frases textuales, de un modo menos vertebrado por tratarse de una recopilación; también aquí nos encontramos con una mezcla de consideraciones que van desde lo místico, hasta las arengas políticas. Los textos bíblicos que cita y la exégesis que hace son muy semejantes a las del otro libro.
En consecuencia, nos parece que, propiamente, no puede hablarse de una evolución en las ideas de Gutiérrez, aunque sí de una profundización. Concretamente, en este trabajo pone más énfasis en el enfrentamiento entre teología de la liberación y teología progresista europea; y al hablar de los oprimidos nombra con mayor frecuencia a las culturas marginadas (indios). Pero quizá son dos los temas en que se nota una mayor evolución que, por otra parte, no es más que una consecuencia lógica de las premisas adoptadas: el pobre y la Iglesia.
El autor liberacionista, J.L. Segundo, opina (cfr. La Documentatión Catholique, 7-X-84) que existen dos tendencias en la teología de la liberación; las dos tienen en común el intento de comprender la fe a partir del pobre, del oprimido. La primera, que comenzó por los años 60, estudia al pobre como objeto; la segunda, de mediados del 70, parte del pueblo-sujeto: es el mismo pueblo-pobre el actor de la liberación, de la teología y de la Iglesia. Segundo indica que Gutiérrez se encuentra en esta última corriente. Efectivamente, es uno de los aspectos en que más insiste en La fuerza histórica de los pobres, si se compara con Teología de la liberación, aunque ya en esta obra decía, por ejemplo: "para que dicha liberación sea auténtica y plena deberá ser asumida por el pueblo oprimido mismo" (p. 132; cfr. p 160).
En cuanto a la Iglesia, escribía en su primer libro que debe comprometerse en el proceso de liberación (cfr. pp 135 ss), y que es "a los oprimidos a los que la Iglesia debe dirigirse, y no tanto a los opresores" (p. 167). Mientras que en La fuerza histórica de los pobres indica que son ellos mismos quienes evangelizan, hacen la Iglesia, etc.
II SÍNTESIS DEL LIBRO
1. Revelación y anuncio de Dios en la historia (marzo 1976) (pp. 9-38), es el primer artículo. Hace un breve recorrido bíblico en el que pretende justificar la subversión liberadora y la convocación de la Iglesia popular. Según el autor, la Biblia es "la narración de la fe de un pueblo" (p. 12); para comprender su significado, no es necesario acudir a la difícil y erudita exégesis ligada a la cultura occidental; por el contrario, "se trata de una reintegración desde nuestro propio mundo, de una lectura desde nuestra experiencia humana y creyente" (p. 13); "por ello será también una lectura histórica (...) pero se trata de una historia real, atravesada por conflictos y enfrentamientos, no entramos consciente y eficazmente en ella sino por nuestra inserción en las luchas populares por la liberación; nuestra lectura de la Biblia será pues una lectura militante (...) hecha desde 'los condenados de la tierra', porque para ellos es `el reino de los cielos' " (p. 13). Para apoyar sus tesis, no duda en privilegiar unos textos, y minimizar otros considerándolos como mitos ahistóricos (p. e., el paraíso terrenal: cfr p. 14).
Cita dos credos históricos (Dt ó, 20-25 y 26, 5-9), para concluir: "una vez más todo está centrado en la liberación de la opresión sufrida en Egipto. En ella se revela el Dios de la fe bíblica" (p 16); pero no se piense en una añoranza del pasado: "la historia de la que arranca la fe bíblica es una historia abierta al futuro" (p. 16). Para Gutiérrez, "en la liberación del pobre se da la verdadera `teofanía', la revelación de Dios" (p. 17); por eso, "conocer a Dios es hacer justicia (...) Para la Biblia la raíz del comportamiento que puede ser llamado justo está en el hecho histórico que resume su fe: Dios nos sacó de Egipto (...) Comportarse con el pobre como Yahvé lo hizo con su pueblo, eso es ser justo" (p. 18). "Y es que la relación Dios-pobre es el corazón de la fe bíblica" (p. 19). Así, "pecar, no amar, no conocer a Yahvé, es crear relaciones de injusticia, es optar por la opresión y contra la liberación" (p. 19), y "ser fiel es establecer la justicia y el derecho, en ello consiste la verdadera santidad" (p. 21).
Estudia después el exilio y la labor de los profetas, que resaltan la conciencia de liberación universal, con la que "el pueblo judío comienza a renunciar a la `propiedad privada' de Dios" (p. 22). Y llega a Jesucristo: "ser cristiano no es en primer lugar creer en un mensaje, sino en una persona. Tener fe es creer que un hombre de esta historia, el judío Jesús, nacido de María, que anunció el amor al Padre, el Evangelio a los pobres, la liberación a los cautivos, que se enfrentó a los grandes de su pueblo y de la potencia ocupante, que fue muerto por subversivo, es el Cristo (...) en El reconocemos al Hijo. En Jesús, Dios no sólo se revela en la historia, sino que se hace historia, pone su tienda en medio de ella" (p. 25). El Reino que anuncia Jesús "significa globalidad, nada escapa a él" (p. 26); se trata de un reino de justicia y de liberación que deberá establecerse y hacerse desde el pobre, el oprimido, el marginado de la historia" (p.27). La muerte de Jesús es la consecuencia de su lucha por la justicia, de su anuncio del Reino, de su identificación con los pobres" (p. 28) "Celebrar la Cena del Señor supone una comunión, una solidaridad con el pobre en la historia" (p 29).
Después de hacer este recorrido bíblico, pasa a su aplicación al momento actual. En primer lugar, haciendo ver la identificación entre gesto y palabra: "sólo desde el nivel de la práctica, desde el gesto se comprende el anuncio por la palabra. En el gesto nuestra fe se hace verdad, no sólo para los demás, también para nosotros mismos" (p. 31). "La evangelización anuncia la liberación de Cristo (...) debe tomar cuerpo en la historia, debe hacerse historia. Proclamar este amor liberador en una sociedad marcada por la injusticia y la explotación de una clase social por otra clase social, convertirá ese `hacerse historia' en algo interpelante y conflictual. Hacemos verdad a Dios en el corazón de una sociedad en la que las clases sociales se hallan enfrentadas, tomando partido por el pobre" (p. 32).
En épocas anteriores, "la Biblia ha sido leída y comunicada desde los sectores y clases dominantes" (p. 32); ahora es necesario hacerlo desde el pobre: "la comunicación del mensaje releído desde el pobre y oprimido, y desde la militancia con sus luchas tendrá función desenmascaradora de todo intento de hacer jugar el Evangelio para justificar una situación contraria a la `justicia y el derecho', como dice la Biblia" (p. 33). Yahvé "es el Dios que ha tomado partido por el pobre y que considera al rico como un blasfemador porque habla para oprimir mejor al pobre" (p. 33); es un "Dios que se hace historia" (p. 34). "Creer es amar a Dios, ser solidario con los pobres y explotados de este mundo desde el corazón de los enfrentamientos sociales, de las luchas populares por la liberación. Creer es anunciar, como Cristo, el Reino desde la lucha por la justicia que lo llevó a la muerte (p. 35).
También la historia "debe ser releída desde el pobre, desde `los condenados de la tierra' " (p. 35), "pero, releer la historia quiere decir rehacer la historia. Hacerla desde abajo; será por eso una historia subversiva" (p. 36).
Todo lo indicado "convoca a una Iglesia popular. Una Iglesia que nace desde el pueblo, de un pueblo que arranca del Evangelio de las manos de los grandes de este mundo (...) Esa reintegración se operará cuando los pobres de la tierra realicen 'una apropiación social del Evangelio', cuando lo expropien a aquellos que se consideran sus propietarios privados" (p. 37). La Iglesia durante mucho tiempo había sido construida desde el centro, lo que Gutiérrez llama eclesiocentrismo; ahora se trataría de construirla desde abajo. "Hoy comprendemos mejor que estamos llamados a construir la Iglesia desde abajo, desde el pobre, desde las clases explotadas, las razas marginadas, las culturas despreciadas. Esto es lo que llamamos el proyecto de una Iglesia popular, una Iglesia que bajo la acción del Espíritu surge en esos sectores populares" (p. 38).
2. Participación en el proceso de liberación (febrero 1969) (pp. 39-60) es el artículo más antiguo. Comienza poniendo de relieve la inadecuación de la Iglesia a la realidad latinoamericana, para recomendar un nuevo modo de presencia de la Iglesia, que se concreta en dos aspectos: adoptar una teología liberadora, y propiciar nuevas estructuras eclesiales. Según el autor, sería evidente para muchos "la distancia que separa su Iglesia de las fuentes evangélicas y su desajuste frente al mundo latinoamericano (...y) la ven como un freno en la construcción de una sociedad más justa" (pp. 41-42). "Todo parece indicar que los años que vienen nos conducirán a modos muy distintos de concebir la Iglesia, y nos harán ver su presencia en forma totalmente diversa a la que estamos acostumbrados, e incluso a la que podemos dibujar a partir de nuestra experiencia actual" (p. 42). "La Iglesia latinoamericana es particularmente rica... en problemas. Pero no todo es negativo en eso. La gravedad de las dificultades que enfrenta pueden permitirle —si se tiene el coraje necesario— ir rápidamente a lo esencial; dejar de lado el ropaje con que los avatares de la historia han cubierto el mensaje evangélico y las estructuras eclesiales" (p. 44).
Escribe que "la conciencia que la comunidad cristiana tiene de sí misma está condicionada históricamente por el mundo del que forma parte y por el modo de comprenderlo" (p. 44). Así explica los males de la Iglesia, como p.e. "caer en una moral de dos pesos y dos medidas (la violencia es aceptable cuando la utiliza el opresor para mantener y salvar el `orden', es mala cuando los oprimidos recurren a ella para combatirlo)" (p. 47). Por eso, se debe "afirmar la necesidad de una liberación (... que es) ver el devenir de la humanidad en una cierta perspectiva de filosofía y teología de la historia, como un proceso de emancipación del hombre, orientado hacia una sociedad en la que el hombre se vea libre de toda servidumbre, en la que no sea objeto, sino agente de su propio destino. Proceso que lleva no sólo a un cambio radical de estructuras, a una revolución social, sino que va, incluso más lejos: a la creación permanente de una nueva manera de ser hombre" (p. 49). "Para eso, y en primer lugar, la Iglesia toda, hoy ligada de mil maneras, abierta o sutilmente, consciente o inconsciente, al estado de cosas actual, debe romper con él" (p. 50).
"Un mejor conocimiento de la cruda realidad latinoamericana, trae de la mano la percepción de una inadecuación de las estructuras de la Iglesia al mundo en que vive. Ellas aparecen superadas y carentes de dinamismo frente a las nuevas cuestiones que se plantean, y ligadas de una forma u otra al orden injusto que se desea abolir" (p. 51). "Los sectores más dinámicos del Pueblo de Dios en América Latina están empeñados desde este punto de vista, en una doble búsqueda: de bases teológicas que abarquen el conjunto de su actuar en un continente en proceso liberador; y de nuevas estructuras eclesiales que permitan una vida de Fe plena, acorde con la conciencia que el hombre latinoamericano tiene de su propio devenir histórico" (p. 53).
Según el autor, la teología contemporánea ha superado la "perspectiva escolástica y esencialista, basada en distinciones de órdenes y niveles (...) No hay pues dos historias, una profana y otra sagrada yuxtapuestas, sino un solo devenir humano, asumido irreversiblemente por Cristo, Señor de la Historia (...) En un catecismo un poco elemental se nos presenta la creación como la explicación de lo existente. No es inexacto, pero sí insuficiente. En la Biblia la creación aparece no como una etapa previa a la obra de la salvación, sino como el primer acto salvífico" (p. 54). De ahí que, para Gutiérrez, "trabajar, transformar este mundo es salvar. El trabajo en tanto que factor humanizante tiende normalmente —como Marx lo ha visto bien— mediante la transformación de la naturaleza, a construir una sociedad más justa y más digna del hombre. La Biblia nos hace comprender el sentido profundo de ese esfuerzo. Construir la ciudad temporal no es una simple etapa de humanización, de preevangelización como se decía en teología hasta hace unos años; es colocarse de lleno en un proceso salvífico que abarca todo el hombre" (p. 55). "Una espiritualización mal entendida ha hecho a menudo olvidar la carga humana, y el poder transformador de las estructuras sociales injustas que entrañan las promesas mesiánicas (...) Predicar el mensaje evangélico no es predicar una evasión de este mundo" (p. 56) "Ser cristiano, en nuestra época, en nuestro continente, es comprometerse creadoramente en las diferentes etapas del proceso de liberación del hombre" (p. 57).
Todo esto supondría una mutación en la Iglesia, que debe "llevarnos no a cambios mediatizados que disimulan mal el temor y el desconcierto, sino a una transformación radical de lo que hoy conocemos. Los tiempos exigen una actitud inventiva que permita pensar y crear nuevas estructuras eclesiales, nuevas formas de presencia de la comunidad cristiana en el mundo" (p. 58); por supuesto que esas estructuras no deben ser un reflejo de la Iglesia europea, en cuanto a teología, instituciones, derecho canónico, espiritualidad, etc., sino estar acordes con el propio mundo. Cita la conferencia de Medellín, que no es sólo un punto de llegada sino de partida, y comenta que no se trata de proteger angustiosamente sus textos; "lo que importa es hacer su exégesis en los hechos, su verdad debe ser verificada en la existencia cotidiana de los cristianos" (p. 60).
3. Praxis de liberación y de fe cristiana (agosto 1973) (pp. 61-127) es una buena síntesis de lo que el autor entiende por teología de la liberación. Para Gutiérrez el lugar teológico por excelencia es la historia: "la teología es una expresión de la conciencia que una comunidad cristiana toma de su fe en un momento dado de la historia. Este momento, situado y fechado, es un lugar teológico de primera importancia" (p. 64); por eso, "la teología de la liberación como reflexión se sitúa en una manera diferente de relacionar la práctica con la teoría" (p. 65). Antes había dicho que "la teología de la liberación es un intento de comprender la fe desde la praxis histórica, liberadora y subversiva de los pobres de este mundo, de las clases explotadas, razas despreciadas, culturas marginadas" (p. 64). Ese descubrimiento del otro, del pobre, "sólo se hace en la lucha revolucionaria que cuestiona desde la raíz del orden social existente y que postula la necesidad de un poder popular para la construcción de una sociedad de veras igualitaria y libre. Una sociedad en la que sea eliminada la propiedad privada de los medios de producción" (pp. 65-66). Este compromiso con el proceso revolucionario "constituye el hecho mayor de la vida de la comunidad cristiana latinoamericana" (p. 66). "Se trata de una inteligencia y de una celebración de la fe hechas desde la praxis liberadora" (pp. 66-67).
Cuenta el largo itinerario que se ha tenido que recorrer: al principio se predicaba sobre un "mundo pasajero y por lo tanto irreal. Esta irrealidad no impedía que quienes decían no vivir sino en función del más allá estuviesen fuertemente instalados en el más acá. Instalación necesaria al parecer como plataforma para decir a los demás que no debían aferrarse a lo que no es sino breve y perecedero" (p. 68). La preocupación social pareció cambiar las cosas, "pero el punto de partida continuó en definitiva siendo el mismo: afirmaciones doctrinales, principistas y ahistóricas" (p. 70), con lo que se convirtió en aliada de los sectores reaccionarios y conservadores, al quedarse en un reformismo desarrollista. La radicalización política fue llevando a grupos de cristianos hacia posturas revolucionarias; esto unido a la nueva teología política surgida en Alemania, cristalizó en la teología de la revolución; teología insuficiente para Gutiérrez, pues en ella "el esfuerzo por el desarrollo o la acción revolucionaria son el campo de aplicación de una cierta reflexión teológica, a ciertos aspectos del mundo político esta vez, pero no es el cuestionamiento de un tipo de inteligencia de la fe. No es una reflexión teológica en el contexto del proceso de liberación. No es una reflexión crítica desde y sobre la fe como praxis liberadora. Hacer teología desde este último `lugar' significará un cambio de perspectiva" (p. 78).
Este lugar es el mundo del pobre. "Pero el `pobre' no existe como un hecho fatal, su existencia no es neutra políticamente, ni inocente éticamente. El pobre es el subproducto del sistema en que vivimos y del que somos responsables. Es el marginado de nuestro mundo social y cultural. Es más, pobre es el oprimido, el explotado, el proletario, el despojado del fruto de su trabajo, el expoliado de su ser hombre (...) no se trata de aislar al oprimido de la clase social a la que pertenece, esto sólo nos llevaría a `compadecernos por su situación' (...) Optar por el pobre es optar por una clase social y contra otra. Tomar conciencia del hecho del enfrentamiento entre clases sociales y tomar partido por los desposeídos" (p. 79). "De allí que se hable de revolución social y no de reformas, de liberación y no de desarrollismo, de socialismo y no de modernizaciones en el sistema imperante" (p. 80). Y esto, no sólo a nivel intranacional, sino también internacional, teniendo en cuenta la situación de dependencia de los países latinoamericanos. La teoría de la dependencia —versión latinoamericana de la teoría del imperialismo de Lenin— supone, al modo marxista, que el subdesarrollo de los países es causado por la expoliación que realizan las naciones imperialistas. "Es por eso que únicamente un análisis de clases permitirá ver lo que está realmente en juego en la oposición entre países oprimidos y pueblos dominantes (...) La teoría de la dependencia equivocaría su camino y llamaría a engaño si no sitúa sus análisis en el marco de la lucha de clases que se desarrolla a nivel mundial (...) Pero este proyecto de una sociedad distinta incluye también la creación de un hombre nuevo cada vez más libre de toda servidumbre que le impide ser agente de su propio destino en la historia (...) Sin embargo, la construcción de una sociedad distinta y de un hombre nuevo no será auténtica si no es asumida por el pueblo oprimido mismo" (p. 81).
"Esta opción significa situarse de manera distinta en el mundo de lo político. Se trata de tomar una opción revolucionaria y socialista y de asumir así una tarea política en una perspectiva englobante, más científica y más conflictual que lo que parecía en los primeros pasos del compromiso político" (p. 82). Por eso, dirá Gutiérrez, lo político no puede considerarse como algo sectorial, al lado de lo familiar, lo profesional, lo recreativo; se trata más bien de "una dimensión que abarca el condicionamiento global y el campo colectivo de la realización humana" (p. 83). Quien se deja llevar por una formación principista y ahistórica, no hará más que vagas y líricas llamadas a la defensa de la dignidad humana, pensando que es suficiente con cambiar los corazones de las personas. Sólo quien aplique la racionalidad científica —en el sentido en que la entiende el autor— llevará a cabo una acción eficaz, al cambiar las estructuras. "No es menos `mecanicista' quien piensa que una transformación estructural traerá automáticamente hombres distintos que quien cree que un cambio 'personal' asegura transformaciones sociales. Todo mecanicismo es irreal e ingenuo"(p. 84).
Gutiérrez se da cuenta de que estas ideas pueden chocar a un cristiano, que debe ser "artesano de la paz" y amar a todos; por eso escribe: "el Evangelio nos manda amar a los enemigos; con el contexto político de América Latina esto implica reconocer el hecho de la lucha de clases y aceptar que se tiene enemigos de clase y que hay que combatirlos (...) Debemos aprender a vivir y a pensar en la paz en el conflicto, lo definitivo y transhistórico en el tiempo" (p. 85).
Habla después de las tres revoluciones: industrial, política (en Francia) y filosófica (sobre todo en Alemania), cuyos fermentos culminan en la praxis liberadora. Y vuelve a insistir en que también la fe exige esa inserción revolucionaria, sin refugiarse en cómodas ortodoxias: "las medidas protectoras velan la realidad y atrasan una respuesta fecunda. Ellas manifestarían además un olvido de la urgencia y seriedad de las razones que llevan a un compromiso con las personas explotadas por un sistema cruel e impersonal; y en definitiva es no creer en la fuerza del Evangelio y de la fe (...) Se trata de ser, parafraseando una expresión célebre, contemplativos en la acción política" (p. 92): "hacia eso estamos yendo, hacia un encuentro con el Señor no en el pobre 'aislado y bueno', sino en el oprimido, en el miembro de una clase social que lucha ardientemente por sus más elementales derechos (...) Optar por el pobre, por las clases explotadas, identificarse con su suerte, compartir su destino, es querer hacer de esa historia una historia de fraternidad auténtica. No hay otro modo de acoger el don gratuito de la filiación" (p. 93).
Todo eso exige una conversión evangélica que "no es una actitud intimista y privada, sino un proceso que se da en el medio socioeconómico, político y cultural" (p. 93), y que requiere una espiritualidad nueva: "el Magnificat podría expresar muy bien esta espiritualidad de la liberación" (p. 94). En definitiva, "el futuro de la historia está en la línea del pobre y del expoliado. La liberación auténtica será en la línea del oprimido mismo, en él el Señor salva la historia" (p. 95). Habla después de la pobreza: cómo la Biblia la considera denigrante, por lo que no debe exaltarse como un ideal; y dice que solidarizar con el pobre es amar al pobre y rechazar —por la praxis liberadora— su pobreza, de modo análogo a Cristo que asumió nuestra condición pecadora para liberarnos del pecado.
La teología, o comprensión de la fe, siempre ha puesto en juego cierta racionalidad. Hoy asistimos a una crisis de la racionalidad empleada clásicamente en teología, y esta se aboca al conocimiento científico, en especial de la historia, la psicología y la sociología. Se llega de este modo a una nueva comprensión de la fe: "la vida de fe no es, pues, sólo el punto de partida; es también el punto de llegada del quehacer teológico" (p. 99). Nos encontrarnos actualmente con dos perspectivas teológicas: la que se hace desde el no-creyente y la que se hace —sobre todo en América Latina— desde el no-persona; "el no-persona cuestiona, ante todo, no nuestro mundo religioso, sino nuestro mundo económico, social, político, cultural; y por eso es un llamado a la transformación revolucionaria de las bases mismas de una sociedad deshumanizante" (p. 102). La aplicación de las ciencias sociales a este contexto "hizo descubrir algo que hoy se perfila como un rasgo fundamental de la conciencia contemporánea: el conocimiento está ligado a la transformación. No se conoce la historia —que es indisolublemente naturaleza y sociedad— sino transformándose a sí mismo (...). La verdad para el hombre contemporáneo se verifica, se hace. Un conocimiento de la realidad que no lleve a una modificación de ella, es una interpretación no verificada, no hecha verdad. En sus penetrantes y casi escultóricas `Tesis sobre Feuerbach', Marx sienta en esta óptica las bases epistemológicas de su aporte al conocimiento científico de la historia (...). La praxis transformadora de la historia no es el momento de la encarnación degradada de una teoría límpida y bien pensada, sino la matriz de un conocimiento auténtico y la prueba decisiva de su valor" (p. 104). A Gutiérrez le parece encontrar esas mismas ideas en San Juan y en San Pablo, y concluye: "la verdadera ortodoxia es ortopraxis" (p. 106).
"En este contexto la teología será una reflexión crítica desde y sobre la praxis histórica en confrontación con la Palabra del Señor vivida y aceptada en la fe, una fe que nos llega a través de múltiples y a veces ambiguas mediaciones históricas, pero que rehacemos día a día. Será una reflexión en y sobre la fe como praxis liberadora" (p. 106). Así, el discurso teológico "se hace verdad, se verifica en la inserción real y fecunda en el proceso de liberación" (p. 107). "Esto significa que el mismo teólogo debe ser una persona comprometida con el proceso de liberación. Esto es una condición para una obra no solamente concreta sino también verdaderamente científica" (p. 107, nota 23). "La teología se convertirá así en una fuerza liberadora y profética que tiende a contribuir a una total comprensión de la Palabra, comprensión que en definitiva tiene lugar en los hechos de la vida real" (p. 107).
Eso diferencia la teología de la liberación de las teologías del desarrollo, la revolución y la violencia: "la teología de la liberación no intenta justificar cristianamente posturas ya tomadas, no quiere ser una ideología cristiana revolucionaria. Es una reflexión a partir de la praxis histórica del hombre. Busca pensar la fe desde esa praxis histórica y a partir de cómo es vivida la fe en el compromiso liberador. Debido a esto la teología viene después del compromiso, la teología es un acto segundo. Por eso sus temas son los grandes temas de toda verdadera teología, pero el enfoque, la manera de abordarlos es otro. Su relación con la praxis histórica es distinta" (p. 109). Para realizarla, junto a "la palabra del Señor aceptada en la fe (...) habrá que referirse, además de a una filosofía en diálogo con las ciencias humanas, a los instrumentos que éstas brindan para conocer las realidades sociales negadoras de la justicia y la fraternidad que se buscan, y hacer así eficaz la acción" (p. 110).
"La liberación de Cristo no se reduce a la liberación política pero se da en hechos históricos y políticos liberadores. No es posible saltar esas mediaciones" (p. 112). "La teología de la liberación es una teología de la salvación en las condiciones concretas, históricas y políticas, de hoy (...). No hay dos historias, una de filiación y otra de fraternidad, una en la que nos hacemos hijos de Dios y otra en la que nos hacemos hermanos entre nosotros" (p. 113). Esa teología, "es una inserción en el proceso político revolucionario. Para desde allí vivir y anunciar el amor gratuito y liberador de Cristo" (p. 114). "No obstante, en definitiva, no tendremos una auténtica teología de la liberación, sino cuando los oprimidos puedan expresarse libre y creadoramente en la sociedad y en el Pueblo de Dios (...). Es necesario comprender en efecto que no habrá un real salto cualitativo a otra perspectiva teológica, sino cuando los marginados y explotados sean cada vez más los artífices de su propia liberación" (p. 116).
Este modo de comprender la fe y hacer teología, desde la opción de solidaridad con los pobres, supone una total renovación: "intentar situarse en este `lugar' significa una ruptura profunda con la manera de vivir, de pensar y de comunicar la fe en la Iglesia de hoy. Todo esto exige una conversión a otro mundo, una inteligencia de la fe de nuevo cuño, y lleva a una reformulación del mensaje" (p. 119); "no se trata del rechazo de tal o cual injusticia individual: nos hallamos ante la exigencia de un orden social distinto" (p. 120). "Los sectores oprimidos no adquirirán una clara conciencia política sino en la participación directa en las luchas populares; pero en la globalidad y complejidad del proceso político que debe romper con un orden social opresor y conducir a una sociedad sin clases" (p. 121). ¿Estamos ante un reduccionismo político del Evangelio?, se pregunta el autor: sí, dice, para quienes lo ponen al servicio de los poderosos; no, para quienes identificándose con Cristo, buscan solidarizarse con los desposeídos: "la relectura del Evangelio desde la solidaridad con el pobre y con los oprimidos nos permite denunciar el uso que los poderosos hacen del Evangelio para ponerlo al servicio de sus intereses" (p. 122)
Esta opción también afecta íntimamente a la Iglesia: "el anuncio del Evangelio hecho desde la identificación con el pobre convoca a una Iglesia solidaria con las clases populares del continente, solidaria con sus aspiraciones y sus luchas por estar presente en la historia latinoamericana" (p. 124). En esa Iglesia "las rupturas y las reorientaciones deben ser radicales, deben ir a la raíz. Y la raíz, en este asunto, se extiende más allá del ámbito estrechamente eclesiástico. Está en la manera de ser hombre y de ser cristiano (...). Esto supone nuevas experiencias en la tarea evangelizadora y en la convocación en ecclesia. Modos diferentes de estar presente en el mundo popular más allá de toda rigidez institucional (...). Se trata, en esa perspectiva, de la creación de comunidades cristianas en las que los propietarios privados de los bienes de este mundo dejen de ser los dueños del Evangelio" (pp. 125-126). Aunque todo esto ya se encuentra esbozado en la realidad, no será fácil —piensa Gutiérrez— su plena realización, pero es el momento —añade— de "esperar contra toda esperanza".
4. El artículo La fuerza histórica de los pobres (septiembre 1978) (pp. 129-181) —que da su título al libro— está escrito para rememorar la década de la teología de la liberación. Son ideas ya expresadas en otro momento, aunque da una cierta impresión de mayor radicalidad. En la introducción nos indica "que los pobres son —y serán definitivamente— los que hacen la historia (...). En ese proceso, y en la inserción popular que él implica, se da lo que hay de más imaginativo y profético en la Iglesia latinoamericana. Su vida y su tarea evangelizadora se redefinen desde y en función del pobre que se hace presente con toda su carga de miseria y explotación, pero también de combate y de fe" (p. 133). Por eso, insta a los agoreros de fracasos y del repliegue cobarde, a silenciar "sus admoniciones y guardar en los cajones de su escritorio —su campo de batalla preferido— sus viejas soluciones terceristas remozadas como `proyectos viables' para América Latina" (p. 134).
Con una frase de Bartolomé de las Casas quiere resumir cinco siglos de historia represiva en Latinoamérica, hasta llegar a la década del 60 con la teoría de la dependencia. "La llamada teoría de la dependencia, en la medida en que supo colocar las relaciones de dominación en el contexto de la confrontación entre clases sociales, incentivó con fecundidad ese conocimiento de la realidad (...) Ayudó a hacer más lúcido en esos años el rechazo de las clases populares a las políticas y a las medias tintas de reformismo" (p. 136). Ahí se inserta la teología de la liberación: sus raíces "están en ese proceso histórico y popular, en la fe vivida en esa práctica social, en las experiencias del seguimiento de Jesús en el contexto de la defensa de los derechos del pobre y del anuncio del Evangelio en el corazón de las luchas por la liberación. Ese es su territorio. Por esto la teología de la liberación será más atenta a lo que ocurra en ese terreno que a las observaciones y críticas del mundo académico de la teología por respetables que ellas sean" (p. 138). Los enemigos de las luchas populares e, incluso, quienes no han estado cerca de ellas dirán "que el proceso histórico de liberación tuvo como protagonista no a un pueblo que despertaba a una nueva conciencia, sino a minorías de él (... pero eso es) caer en la trampa del dominador y contribuir de algún modo a la amnesia histórica que aquel quiere producir en el pueblo" (p 139). Comenta el autor que, en esas luchas, no debemos dejarnos llevar de un fácil optimismo, ni de estéril pesimismo, sino, en frase de Mariatégui, "pesimismo de la realidad, optimismo de la acción" (p. 140).
"Los cambios en el orden económico internacional iniciados en las décadas pasadas, y, al parecer, no interrumpidos hasta ahora por la crisis, no disminuyen en lo más mínimo la dependencia de los países latinoamericanos, al contrario, la diversifican y profundizan. Las alternativas planteadas por los tercerismos han abandonado ya por eso sus veleidades nacionalistas y abiertamente se echan en los brazos del capital transnacional y lo hacen cada vez más claramente, aunque bajo hipócritas fórmulas de negociación" (p. 147). Otros modos de dependencia se deben a los regímenes de seguridad nacional, y también a las democracias restringidas: "Los regímenes de seguridad nacional no son sino una expresión de lo que el imperialismo capitalista y las clases dominantes han considerado necesario para imponer sus nuevas condiciones a las clases populares" (p. 148). "La necesidad de formas más democráticas, `democracia restringida', la defensa de los derechos humanos, surgen así como elementos de esta nueva política. Ella tiene como finalidad asegurar igualmente las mejores condiciones para la buena marcha del orden económico que el capitalismo internacional comienza a implementar" (p. 149). En resumen, "solamente desde los pobres de la sociedad latinoamericana —y quien dice pobre asume un punto de vista colectivo y señala una conflictividad social— es posible entender el verdadero sentido y la exigencia bíblica de la defensa de los derechos humanos" (p. 151).
Este compromiso supone persecución para los cristianos comprometidos: "esos cristianos, campesinos, obreros, sacerdotes, obispos, estudiantes, religiosas, no son encarcelados, torturados, asesinados por sus 'ideas religiosas', sino por su práctica social y evangelizadora. Son perseguidos porque desde su fe en el Dios liberador denuncian las injusticias contra los pobres" (p. 152). "Y son perseguidos muchas veces por gobiernos que se declaran cristianos y que defendiendo la 'civilización occidental y cristiana' pretenden constituirse en paladines de la fe y protectores de la Iglesia (...). Lo que queremos hacer resaltar es que —¡felizmente!— ser cristiano e incluso sacerdote u obispo dejó de ser en todos los casos una protección ante el poder opresor, y que por el contrario empieza a hacerse subversivo para los poderosos" (p. 153). A la vez, esa persecución es "riqueza para el pueblo pobre, explotado y creyente; porque los sectores dominantes ven más bien con sorpresa que alguien pueda dar su vida por una fe que a ellos no les significa más que tranquilidad y justificación religiosa a una secular injusticia social" (p. 154).
Pasa ahora a estudiar el proceso de la teología: "la reflexión teológica se realiza en el contexto de procesos determinados y está por lo tanto ligada a éstos. La teología no es algo intemporal. Es más bien lo contrario, es un esfuerzo por decir la Palabra del Señor en la palabra de todos los días, con las categorías de cada época" (p. 157). "La teología de la liberación comenzó a articularse en forma más sistemática a mediados de 1968" (p. 157), separándose de la teología progresista que responde al reto del "no creyente", y enfrentándose a la interpelación del "no persona". "El punto de partida de la teología de la liberación no es sólo diferente al de la teología progresista, sino que está en contradicción histórica con él. Contradicción que hunde sus raíces en la realidad social. La oposición dialéctica a la ideología burguesa y a la cultura dominante viene de las clases populares (...). Los pobres, son el sujeto histórico de una nueva inteligencia de la fe. La ruptura de la teología de la liberación con otras perspectivas teológicas, no es sólo teológica. Se da más bien fuera del mundo estrechamente teológico y del campo de las ideas, se halla en la historia real, donde viven y se confrontan personas y grupos sociales" (pp. 160-161). Por eso es "ruptura con la teología dominante, continuidad con una historia que conocemos mal pero que cada vez más aparece como rica y promisoria: la interpretación de la fe que viene de los pobres. Verdadera teología oprimida, frecuentemente rechazada por el poder político no sin complicidad de importantes sectores eclesiásticos" (p. 161).
La razón de todo esto aparecería con nitidez en las fuentes bíblicas: "el Evangelio de Jesús nos anuncia el amor de Dios por los pobres, por ser eso, pobres. Y no necesaria y primeramente por ser más creyentes, más buenos o mejores, moralmente hablando, que otros. Por ser pobres, por tener hambre, por ser perseguidos" (p. 163). "El término pobre, decíamos más arriba, implica siempre una connotación colectiva y tiene en cuenta la conflictividad social" (p. 165). De ahí surge la lucha de clases: "no basta, en efecto, señalar el despojo y la opresión en que viven las clases populares, es necesario ver que ellas crean las condiciones objetivas para que el pueblo inicie el camino de la lucha por sus derechos, por la toma del poder en una sociedad que se niega a reconocerlos como seres humanos. En esa lucha el pueblo va tomando conciencia de ser una clase social, sujeto activo de la revolución y de la construcción de una sociedad distinta. Esa capacidad revolucionaria debe ser desarrollada y organizada en vistas a su eficacia histórica" (p. 166). Junto a la capacidad revolucionaria, la dimensión creyente del pueblo supone una inmensa potencialidad de fe liberadora: "no se puede, es necesario subrayarlo, separar estas dos situaciones y estas dos posibilidades. La potencialidad de una fe liberadora está ligada a la capacidad revolucionaria, y viceversa" (p. 167).
Después de lo indicado, es lógico que Gutiérrez se pregunte si conviene seguir haciendo teología, perder el tiempo en la construcción de una inteligencia de la fe, en lugar de dedicarse directamente a la liberación social y política. Algunos dirán que no vale la pena, porque no se trata de auténtica teología: otros más generosos llegarán a aceptar que son apuntes de vida espiritual o teología retórica. Para el autor, esta teología es el derecho que tiene el pobre de pensar su fe, y la conecta con la teología negra de Jum Cone, y la que ha ido surgiendo en otros lugares de discriminación y represión (Sudáfrica, Filipinas, Corea del Sur, etc.). Además, "toda reflexión es una manera de tener poder en la historia; sólo una manera, es cierto, pero se trata de una real contribución al poder necesario para transformar la historia, para destruir un sistema opresor y construir una sociedad humana y justa" (p. 173).
En algunos ambientes se habla de la muerte de la teología; Gutiérrez prefiere hablar de la muerte del teólogo, en un doble sentido: el riesgo personal que supone hacer teología de la liberación, y la necesidad de una muerte en la inteligencia de los doctos, porque sólo a los "pequeños", a los pobres les fue dada la gracia de acoger y comprender el Reino. Otra consideración del autor es preguntarse por el impacto en la historia latinoamericana de una teología que dice hacerse desde la praxis; no le parece un cuestionamiento correcto, pues lo que realmente importa no es tanto el éxito de la teología, cuanto el mismo proceso de liberación y el anuncio del Evangelio en dicho proceso.
Termina recordando que todo ese proceso histórico debe realizarse desde las comunidades cristianas populares. "Esta experiencia nos hizo percibir concretamente que son los pobres los que evangelizan, así como comprender en nuevos términos que Dios se revela en la historia y que lo hace a través de los pobres" (pp. 178-179). "Los pobres no son sólo los destinatarios privilegiados del Evangelio, son también, y por eso mismo, sus portadores (...) Los pobres, las clases populares, son la fuerza transformadora de la historia (...) los pobres evangelizan liberándose" (p. 179).
5. Sobre el Documento de Consulta para Puebla (abril 1978) (pp. 183-235) se escribió para comentar este documento (DC), enviado a las conferencias episcopales. El artículo de Gutiérrez, en consonancia con todos los demás, resulta interesante pues hace ver hasta qué punto la teología de la liberación quiere ser un nuevo modo de hacer teología; sin embargo, puesto que se trata de un comentario a un documento de consulta, lo resumiremos con mayor brevedad que otros trabajos de este mismo libro.
Para el autor, el DC corre por cimas imprecisas, mientras se acumulan problemas en la realidad: no habla de la clase obrera, de los desocupados, del capitalismo dependiente, es decir "tiende a evitar los aspectos conflictivos de la realidad social. La razón de fondo de esto es que el DC ha tomado una opción básica y decisiva para todo su enfoque. En desacuerdo con la insistencia, que considera excesiva, sobre el tema de la opresión y la injusticia social, el DC desplaza el eje de la problemática de la Iglesia latinoamericana hacia el que es visto como el cuestionamiento más radical a la fe: el proceso de secularización y sus consecuencias" (pp. 189-190), que el autor piensa más propio del occidente cristiano-burgués, que de la situación de opresión en América Latina. Tampoco le parece correcto el tratamiento que hace de cultura, pueblo y evangelización, porque es poco incisivo en cuanto a las culturas oprimidas y los pueblos marginados, a la vez que apenas se insiste en la liberación. Comenta, cuando el DC recoge la doctrina del Magisterio universal, que no basta citarla "sino pensarla creativamente, latinoamericanizarla" (p. 197). En resumen, le parece que el documento "está proponiendo, con sólo un cambio de palabras, el ideal de `una nueva cristiandad"' (p. 199).
El punto más difícil y controvertido es, sin duda, el de los pobres. Aunque encuentra algunas frases de "sabor medellinesco" (p. 204), le parece que el DC se aparta mucho de Medellín: emplea un lenguaje aséptico que no tiene en cuenta la situación concreta de los pobres, olvida que la pobreza material es un mal y no muestra sensibilidad frente al escándalo de su existencia; parece predicar la resignación; los pobres, más que protagonistas de la historia, son objeto de asistencialismo por parte de la Iglesia. Le parece lamentable que no se hable de la persecución que han sufrido algunos cristianos por la causa de los pobres, y que al tratar de los regímenes de seguridad nacional, aunque se les condene, se haga con ciertos paliativos. En breve, "se trata más bien de una descripción fría y sin aliento comprometido, por ello es poco relevante para una perspectiva pastoral" (p. 208).
El autor dedica otra parte a la historia, para quejarse del esquema de las dos historias —sagrada y profana—, de la excesiva referencia a los obispos y al Pontificado, y del mucho triunfalismo ante el cual es imposible no experimentar una cierta molestia. Al hablar del Dios providente, escribe: "se quiere al parecer subrayar que Dios es `una persona real, definitivamente distinta del mundo al cual trasciende' (DC 352); lo que se desea expresar es obvio, pero la forma de hacerlo resulta fría y distante, apelando a términos de una teología poco vital y finalmente poco bíblica. Esto le ocurre con frecuencia al DC. La preocupación polémica y la búsqueda un poco obsesiva de la expresión ortodoxa, lo saca de la experiencia concreta de las comunidades cristianas de A.L. que tienen un instinto (¿el Espíritu?) más seguro de una ortodoxia no sólo verbal" (pp. 223-224).
Tampoco le parecen correctos los párrafos dedicados a la piedad popular y a Jesucristo, porque al enfrentarlos con el problema del secularismo, se enfocan de un modo "espiritualista" y no revolucionario. Sobre la Santísima Virgen escribe: "nadie ignora las tergiversaciones de las que ha sido objeto la devoción a María, ni la utilización que se ha hecho de ella para `espiritualizar' el mensaje cristiano hasta hacerlo inofensivo como un perrito faldero. Pero los pobres de A.L. redescubren en María a la hija de un pueblo sojuzgado, que sufre y espera. Por eso el Magnificat ha sido considerado desde el comienzo como un texto central en una espiritualidad de la liberación" (pp. 232-233).
6. Pobres y liberación en Puebla (marzo 1979) (pp. 237-302) es un comentario, generalmente elogioso —y quizá eufórico por contraste con el anterior—, del Documento aprobado en Puebla, que le parece muy distinto —más en consonancia con Medellín— que el documento de consulta. Este comentario, dice el autor, se limita a la cuestión de la pobreza y a consideraciones relacionadas con la liberación. La opción por los pobres del documento es clara y profética: que esta opción sea preferencial, y no exclusiva, coincide —según Gutiérrez— con lo que siempre ha sostenido la teología de la liberación. "Esta pretendida exclusividad sería evidentemente una mutilación del mensaje evangélico que se dirige a todo ser humano, amado por Dios y redimido por su Hijo. No somos propietarios privados del evangelio, no es posible disponer de él a nuestro gusto. Pero la preferencia por el pobre está inscrita en el mensaje mismo. Y la 'exclusividad' le quitaría, paradójicamente, a la opción preferencial su mordiente histórico" (pp. 244-245). También le parece que Puebla conviene con la teología de la liberación cuando se refiere a la injusticia institucionalizada, a la situación de pobreza como resultado del orden social vigente del que surge un conflicto estructural grave, cuando trata de la opresión y represión y habla del pecado social, cuando condena como antievangélica la pobreza extrema, etc.
Otra coincidencia la encuentra cuando Puebla indica: "por esta sola razón ya los pobres merecen una atención preferencial, cualquiera que sea la situación moral o personal en que se encuentren" (n. 1142; recogido en p.261); en el mismo sentido cita algunas frases del Papa Juan Pablo II. Para Gutiérrez la pobreza de las bienaventuranzas es primariamente material: "si `espiritualizamos' al pobre antes de tiempo, `humanizamos' a Dios, lo hacemos más `accesible' a la inteligencia humana a partir de categorías de la mentalidad burguesa. Dios amaría de preferencia a los buenos y por sus méritos. Si por el contrario mantenemos el sentido primero y directo del amor de Dios por los `pobres materiales', nos situamos ante el misterio de la revelación de Dios y del don gratuito de su Reino de amor y justicia" (p. 267). Una vez asegurado este sentido material, no hay inconveniente en aceptar también un sentido espiritual de la pobreza evangélica, que se manifiesta en infancia espiritual y confianza en el Señor. Puebla, al igual que Medellín, apela al fundamento cristológico de la pobreza, que no sería otra cosa que el "seguimiento de Cristo" propuesto insistentemente en los trabajos de la teología latinoamericana.
Un tema que, lógicamente, recibe un extenso comentario es el de la liberación. Comienza recordando que fue una cuestión polémica, porque algunos opinaban que existía el peligro de reducir la liberación de Cristo a sus implicaciones históricas y sociales; por eso preferían hablar de liberación integral. Lo malo, dice Gutiérrez, es que esos mismos se empeñaban en reducirla y situarla en un plano exclusivamente religioso o espiritual. Por el contrario, "uno de los temas más viejos de la teología de la liberación es la totalidad y complejidad del proceso de liberación. Liberación total que es presentada como un proceso único, al interior del cual se impone distinguir dimensiones o niveles" (p 273), y cita los tres niveles indicados en Teología de la liberación. Eso mismo lo ve corroborado en el documento de Puebla; así como "el potencial evangelizador de los pobres", y la importancia de las comunidades eclesiales de base.
El artículo insiste en que "la opción preferencial no es pues por un pobre individual o `bueno y agradecido' como acostumbraba a decirse en medios sociales adinerados. La pobreza tal como ella existe tiene una dimensión colectiva e indica inevitablemente una conflictividad social" (p. 293). Los que ven en esto una desviación marxista o semejante, son "aquellos para quienes toda denuncia del hecho de la miseria y la explotación se explica por motivaciones ideológicas. Habían querido situarse por eso durante la preparación a Puebla en el terreno de las disputas ideológicas y no en el de los hechos macizos" (p. 295).
Según el autor, la conversión de la Iglesia de la que hablaría Puebla, comporta un cambio en las estructuras eclesiales: si el anuncio del Evangelio supone una conversión, la Iglesia "no debe temer revisar sus estructuras para ponerlas más eficazmente al servicio del anuncio del mensaje. La revisión de esas estructuras es presentada por eso como una dimensión de la conversión de la Iglesia" (p. 297). Recuerda la audacia cristiana de los Hechos de los Apóstoles, y dice que "ella contrasta con la defensa celosa de formas históricas de ciertas estructuras, hecha más bien por no perder seguridades ya adquiridas que por un verdadero sentido de la presencia del Espíritu en la Iglesia" (p. 298).
Hacia el final, comenta sobre Puebla: "lo que importa ahora, más que proteger ansiosamente los documentos y disputar sobre textos, es hacer una exégesis de ellos en la práctica de la Iglesia Latinoamericana. Habrá que evitar una fácil guerra de textos que no estén respaldados por compromisos auténticos con los pobres del subcontinente en los que debemos descubrir el rostro del Señor" (p. 300). Llama la atención que a lo largo de este artículo no se haya hecho más que repetir que Puebla, en consonancia con Medellín, canoniza la teología de la liberación; para esto Gutiérrez ha citado parcialmente los textos, forzando en parte su sentido para acomodarlos a su ideología; ha comentado las maquinaciones y difamaciones realizadas, antes y durante Puebla, por los grupos conservadores (cfr. pp. 291-292), sin mencionar el "Puebla paralelo" realizado por los "teólogos latinoamericanos"; y, al final, ha concluido que únicamente quien esté comprometido con los pobres (compromiso liberador socio-económico) es capaz de captar el sentido de los textos; así, con independencia de lo que digan, siempre serán favorables a la praxis liberacionista
7. Teología desde el reverso de la historia (febrero 1977) (pp. 303-394) es el trabajo más largo del libro. En él se hace una comparación, entre la teología progresista y la teología de la liberación, tomando como punto de partida una síntesis —en clave historicista— del desarrollo de Europa y América Latina, desde el comienzo de la Edad Moderna. Está dividido en una introducción, dos partes —dedicadas a las dos teologías— y una conclusión. El resumen que haremos será breve, porque la primera parte es poco relevante en el tema que nos ocupa, y en la segunda parte, se repiten argumentos ya vistos en otros lugares del libro.
Comienza así: "la inserción de las luchas populares por la liberación ha sido —y es— para muchos cristianos en América Latina el inicio de una nueva manera de vivir, comunicar y celebrar la fe. Que ellos vengan de las clases populares mismas o de otros sectores sociales, en ambos casos hay —aunque con rupturas y por caminos diferentes— una identificación consciente y clara con los combates de los oprimidos del continente. Este es el hecho mayor de la comunidad cristiana en estos últimos años en América Latina. Este hecho fue y sigue siendo la matriz del esfuerzo de clarificación teológica que llevó a la teología de la liberación. Sin relación con esa práctica la teología de la liberación no es comprensible" (p. 305). Comenta a continuación las líneas de fuerza de la teología de la liberación, y dice que los ataques que recibe por parte de la "ortodoxia" no son sino defensa del orden social vigente.
En la primera parte estudia la evolución del espíritu moderno, con tres revoluciones: la industrial, la revolución francesa y la ilustración; esta última significaba, para Kant, una mayoría de edad para el hombre, gracias al libre uso de la razón. "El individualismo es la nota más importante de la ideología moderna y de la sociedad burguesa" (p. 315). La modernidad cristaliza en el tipo de burgués no creyente, que es el contexto en que se desarrolla la teología progresista.
La segunda parte del artículo —teología en un mundo de opresión—, comienza con un estudio socio-económico de América Latina "la opresión y marginación de los pobres —inicialmente los indios— es un hecho viejo en América Latina" (p. 338), para Gutiérrez tan viejo como la misma conquista. Además durante la colonia, y especialmente con la independencia, sufrió el dominio de la burguesía europea: "América Latina nació dependiente. Los cambios en Europa deciden las modificaciones en su situación" (p. 338). En el primer tercio de este siglo las estructuras económicas y políticas sufren cambios importantes: "esto favoreció el traslado a América Latina de la corriente social-cristiana que jugó un papel en el despertar de la conciencia social de ciertos grupos cristianos" (p. 342). Esta conciencia radicó en algunos sectores cristianos, a la vez que los de abajo asumen, poco a poco su propio papel en la historia. "Este compromiso constituye el hecho mayor de la vida de la comunidad cristiana latinoamericana, y da lugar a una nueva manera de ser persona y creyente, de vivir y de pensar la fe, de ser convocado y de convocar en `ecclesia'. Este compromiso señala una línea divisoria entre dos experiencias, dos tiempos, dos mundos, dos lenguajes en América Latina y por consiguiente en la Iglesia latinoamericana" (p. 347).
"En este contexto ha nacido y madura la teología de la liberación. Ella no podía surgir antes de un cierto desarrollo del movimiento popular y de la madurez de su praxis histórica de liberación" (p. 349). "Los pobres, los condenados de la tierra, no cuestionan en primer lugar el mundo religioso, ni sus presupuestos filosóficos. Se trata más bien de un cuestionario del orden económico, social, político que los oprime y margina y también por cierto, de la ideología que pretende justificar esa dominación (...) Este cuestionario quiere ir a las raíces de la miseria y la injusticia que se viven en América Latina y otras partes del mundo, y por ello el camino es la revolución social y no un reformismo de medidas atenuantes. Liberación y no desarrollismo, socialismo y no modernizaciones del sistema imperante" (p. 350). Según el autor el origen de esa miseria se explica por la teoría (marxista) de la dependencia; de este modo, "en el corazón de un proceso histórico, y no en la tranquilidad de una biblioteca o de un diálogo entre intelectuales surgen para el movimiento popular el encuentro con las ciencias sociales y el análisis marxista. Ellos aparecen como importantes para comprender los mecanismos de opresión del orden social imperante (...) Ese es también por consiguiente el espacio del encuentro de las ciencias sociales y del análisis marxista con la teología" (pp. 351-352).
"El proyecto de una sociedad distinta incluye también la creación de una nueva persona humana, cada vez más libre de toda servidumbre que le impida ser agente de su propio destino en la historia" (p. 352). "Sin embargo, la construcción de una sociedad distinta y de una nueva persona no será auténtica si no es asumida por el pueblo oprimido mismo" (p. 353). Precisamente, en el contexto del oprimido, del "no persona", surgen la teología de la liberación, que "replantea el modo de entender el mensaje salvífico del Evangelio. Situarse de lleno en el mundo de la opresión, participar en las luchas populares por la liberación lleva a releer la fe" (pp. 354-355). En América Latina, tanto la teología tradicional como la teología moderna, pertenecen a las clases dominantes (cfr. p. 355).
Explica después la "teología" de Bartolomé de las Casas sobre el trato con los indios. De estas páginas, parece interesante resaltar —no como resumen— dos frases: "La mejor refutación de una teología está en sus consecuencias prácticas y no en argumentos intelectuales" (p. 359), y "todo centrismo —político o teológico— abre las puertas a las posiciones más reaccionarias" (p. 360). "La línea de compromiso y reflexión teológica que se inicia con Bartolomé de las Casas tendrá continuadores durante la colonia, pero sin la amplitud y agresividad que tenía en el siglo XVI. Habrá que esperar hasta bien entrado el siglo XX para ver retomada esa perspectiva" (p. 362). Ahí aparece el social-cristianismo, pero "el social-cristianismo, buscando una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo, significa un reformismo social abierto al mundo moderno; y, no sin restricciones, también a la ideología liberal (...). Sobre esa base la reflexión teológica se tiñó de preocupación social pero quedaba siempre prisionera de la mentalidad de cristiandad y del tercerismo político" (p. 363). Posteriormente encontramos la teología del desarrollo y la teología de la revolución; en esta última "pronto apareció su perspectiva limitada en su tendencia a 'bautizar' la revolución (p. 364).
Los años entre 1965 y 1968 le parecen decisivos en la experiencia del movimiento popular, y es ahí que hunde sus raíces la teología de la liberación. En ella, "hay dos intuiciones centrales que fueron además cronológicamente las primeras, y que siguen constituyendo su columna vertebral. Nos referimos al método teológico y a la perspectiva del pobre. Desde un comienzo la teología de la liberación planteó que el acto primero es el compromiso en el proceso de liberación y que la teología viene después, como acto segundo" (p. 367). El segundo punto —la perspectiva del pobre— "es además inseparable del anterior. Si la teología es una reflexión desde y sobre la praxis, es importante tener presente que se trata de la praxis de la liberación de los oprimidos de este mundo. Aislar el método teológico de esta perspectiva es perder el nervio de la cuestión y recaer en el academicismo" (p. 368). "La teología así entendida arranca de las clases populares y desde su mundo: discurso teológico que se hace verdad, se verifica, en la inserción real y fecunda en el proceso de liberación" (p. 369). Al igual que la teología, toda la realidad se comprende en este mismo proceso: "es necesario insistir en que la historia (donde Dios se revela y lo anunciamos) debe ser releída desde el pobre" (p. 370); "pero una expresión como `releer la historia' puede parecer un ejercicio para intelectuales si no entendemos que ello es el resultado de un rehacer la historia" (p. 371).
Indica Gutiérrez que, a lo largo de los tiempos, siempre ha habido una teología y una historia hecha desde los oprimidos, pero que ha sido dominada y silenciada por los poderosos; ahora, sale a la superficie con la liberación y otras corrientes afines, como son la teología negra y de otras minorías, la teología feminista, etc. (cfr. p 375). Y recuerda que "no estamos ante una liberación susceptible de una interpretación `espiritualista', todavía tan tenaz en ciertos ambientes cristianos (...). Tenemos que someter a una radical revisión las nociones corrientes de materia y espíritu, imbuidas de pensamiento griego y filosofía idealista que poco tienen que ver con la mentalidad bíblica" (p. 381). "En el seno mismo de una sociedad en la que las clases sociales, razas y culturas se hallan enfrentadas, hacemos verdad a Dios tomando partido por el pobre, por las clases populares, por las razas despreciadas, por las culturas marginadas (...). El Evangelio leído desde el pobre, desde la militancia de sus luchas por la liberación convoca a una Iglesia popular, es decir a una Iglesia que nace del pueblo, de `los pobres del país' (...). Se operará así lo que hace tiempo comenzó a llamarse en ciertos ambientes populares `una apropiación social del Evangelio'. Ese es un momento de lo que entendemos por una lectura militante de la Biblia" (p.382). La evangelización será realmente liberadora cuando los pobres mismos sean sus portadores. Entonces sí, anunciar el Evangelio será piedra de escándalo, será un Evangelio `no presentable en sociedad', se expresará en términos poco refinados para los educados de este mundo. El Señor que apenas si tiene figura de ser humano (cfr. los cánticos del Servidor sufriente en Isaías) nos hablará a partir de ahí" (p. 384). Por eso, para el autor, "una reflexión radical sobre nuestra noción de Dios se hace urgente, si queremos salir de intuiciones primeras y evitar que nos quedemos en la repetición de frases hechas" (p. 385).
Así como en otras épocas la eclesiología se hizo desde la misma Iglesia —eclesiocentrismo—, y con el Vaticano II se ha querido hacer desde fuera, la correcta perspectiva actual es hacerla desde abajo; "en el fondo se trata de vivir como la Iglesia lo que viven cotidianamente la mayoría de sus propios miembros" (p. 388); pero "en última instancia no se trata de que la Iglesia sea pobre, sino de que los pobres de este mundo sean el Pueblo de Dios, testimonio inquietante del Dios que libera" (p. 389).
En la conclusión hace un breve resumen de lo expresado, e indica que la teología de la liberación debe "considerar al teólogo, siguiendo una expresión de Gramsci, como un `intelectual orgánico'. Orgánicamente ligado al proyecto popular de liberación" (p. 391); aclara lo que entiende por intelectual orgánico, citando de su propio libro Teología de la Liberación: "alguien, esta vez, comprometido personal y vitalmente con los hechos históricos, fechados y situados a través de los cuales países, clases sociales, hombres pugnan por liberarse de la dominación y opresión a que los tienen sometidos otros países, clases y hombres" (p. 391, nota 66). Para Gutiérrez, la relación entre teología progresista y teología de la liberación "no estriba en una sucesión cronológica sino en una contradicción histórica y dialéctica. La oposición dialéctica a la ideología burguesa y a la cultura dominante viene de las clases populares y de su vanguardia" (p. 393).
8. El último artículo del libro, Los límites de la teología moderna. Un texto de Bonhoeffer (enero 1979) (pp. 395-415), retorna a lo indicado en la primera parte del anterior. Gutiérrez intenta demostrar que aunque Bonhoeffer y Barth hablen en su teología de los desposeídos, los que sufren, etc., lo hacen desde su mentalidad moderna y burguesa. Para hacer teología de la liberación, hay que ponerse —en oposición dialéctica a esa mentalidad— en el universo de opresión que viven las clases sociales explotadas
III. SISTEMATIZACIÓN DE LAS IDEAS
Esta parte quiere ser un resumen ordenado —lo más fiel posible— del pensamiento que Gutiérrez expone en su libro. La citación de páginas remite a la Síntesis de la obra. Resulta interesante tener en cuenta que en la década de los 60 —recién regresado Gutiérrez de sus años de estudios europeos— el contraste de Latinoamérica con los países del Primer Mundo era llamativo: éstos se encontraban en pleno auge de desarrollo del que muy poco había llegado a aquellos países. Por otra parte, abundaba la retórica de naciones y organismos internacionales para el desarrollo, que constituyeron otras tantas frustraciones latinoamericanas.
1. Es un hecho incontrovertible para Gutiérrez la situación y opresión que padecen muchas personas, desde antiguo, en América Latina (p. 338); este hecho es tanto más escandaloso, cuanto que se trata de un subcontinente mayoritariamente cristiano. Ni qué decir tiene que los modelos vigentes de sociedad —capitalismo clásico y social-cristianismo— han sido un fracaso (pp. 68, 70, 134, 363): cualquier modelo de orientación burguesa —sea democracia restringida, sea seguridad nacional, sean soluciones terceristas— sólo favorece al capitalismo (pp. 147-149). Incluso lo mismo podría decirse de la teología de la revolución, que pretende "bautizarla" aplicando el esquema teológico de siempre (pp. 78, 364). Se impone pues un cambio total: "muchos latinoamericanos buscan difícil pero tercamente, construir un orden social diferente y una nueva manera de ser hombres y mujeres en este continente de opresión y —cada vez más— de represión" (p. 67; p. 151).
Entre los teólogos, fue Gustavo Gutiérrez el pionero de la crítica integral al desarrollismo, no sólo por ineficaz sino porque todo tercerismo contribuye a consolidar el sistema económico imperante, ya que sus premisas son abstractas, ahistóricas y principistas (pp. 70, 134, 360, 363); en suma, resulta un modelo no dialéctico. Para la comprensión auténtica del subdesarrollo, propone la teoría de la dependencia: nuestro subdesarrollo sólo se entiende como subproducto histórico del desarrollo de otros países (pp. 81, 136, 338). Llega así al esquema de clases: la lucha de clases es una realidad a nivel nacional y, sirviendo de sustento de la misma, a nivel internacional. El imperativo le parece claro: revolución social y no reformas, liberación y no desarrollismo, socialismo y no modernizaciones del sistema imperante (pp. 80, 350).
Llegar al socialismo a través de la revolución, sería el único modelo válido para desterrar la miseria y la opresión (pp. 65-66, 82); "sólo la superación de una sociedad dividida en clases, sólo la eliminación de la apropiación privada de la riqueza creada por el trabajo humano, puede darnos las bases de una sociedad más justa" (p. 81). Aunque el término revolución no le merece reparo alguno, como teólogo, sin embargo, el concepto de liberación le resulta más exacto y englobante, porque abarca tanto la acción social —revolución— como la cristiana —salvación— (p. 273) Así, nada escapa a lo político-liberacionista: la política deja de constituir una dimensión entre otras, para convertirse en el campo colectivo de la realización humana (p. 83).
2. En esta coyuntura se produce el triple encuentro de la lucha popular, el marxismo y la teología (pp. 351-352), dando lugar a la teología de la liberación (pp. 64, 138, 349, etc.). La teología pone en juego una cierta racionalidad que corresponde al universo cultural del creyente (pp. 32, 157), es decir un substrato racional desde el que reformulamos el mensaje del Evangelio: en la Edad Media la filosofía aristotélica, en la Edad Moderna la filosofía idealista-burguesa; hoy, como no se trata de comprender la realidad sino de transformarla, de liberarla de su miseria, es preferible la racionalidad científica y específicamente lo histórico-social (p. 110) Este análisis social no puede ser el capitalista-burgués, que favorece la explotación del hombre por el hombre e inmoviliza el status quo, aunque pretenda una objetividad científica políticamente neutra. La teología necesita un saber que "conoce" su objeto en cuanto lo "transforma", es decir el análisis social marxista. Marx forja categorías que permiten construir un conocimiento científico de la realidad histórica, y a la vez señalar las vías de salida hacia una etapa en la que el hombre pueda vivir como tal (p. 104): releer la historia es rehacer la historia (pp. 36, 371).
Gutiérrez acepta el marxismo como "método de análisis social"; sin embargo muchas de sus explicaciones se ciñen a él como doctrina: cuestionamiento del orden establecido como exigencia dialéctica, condicionamiento de la Iglesia por el modelo social vigente (p. 47), ruptura plena por los planteamientos de antaño (pp. 119, 160-161, 347), etc. El autor no siempre habla de dialéctica, pero ésta subyace en su discurso cuando se expresa en términos "conflictuales" (pp. 32, 82, 151, 189-190, 293, 393), y privilegia el "momento negativo" como propulsor de la historia (pp. 44, 154).
3. Acepta incondicionalmente la ruptura epistemológica de Marx expresada en las "casi escultóricas Tesis sobre Feuerbach" (p. 104); la teología de la liberación no será un nuevo tema de estudio, cuanto un nuevo modo de hacer teología (pp. 65, 109, 161): el "de la liberación", más que indicar la materia a tratar, se refiere al acto práxico liberador de la propia palabra teológica (p. 109). Este tipo de conocimiento transformador no es, para Gutiérrez exclusivo de Marx, sino también una propiedad del conocimiento de fe según el Evangelio; por eso la verdadera ortodoxia es ortopraxis (p. 106), y únicamente "haciendo la verdad" en el proceso de liberación se verifica nuestra fe: cara a los demás e incluso también para cada uno personalmente (pp. 31, 107). En las antípodas se encontraría el pensamiento fijista y ahistórico propio de los griegos, que tanto daño habría causado a la teología, al separarla de la concepción bíblica (pp. 223-224, 381).
La condición de verdad-praxis es social pero también personal: el mismo teólogo debe estar comprometido con la liberación para que su trabajo sea concreto y verdaderamente científico (pp. 107, 391): la teología es acto segundo con respecto a la praxis liberadora que es el acto primero (pp. 109, 367). De ahí que la propia situación sea el lugar teológico referencial primero (pp. 64, 157, 197), por encima de los clásicos loci theologici. Una buena ilustración de esta nueva epistemología es la polémica con la teología de la revolución, que propugna también una praxis revolucionaria pero como "consecuencia" de una teoría teológica "previa" (pp. 78, 109).
La lucha de clases es la estructura misma de la realidad y el motor de la historia. No se habla aquí desde la perspectiva empírica de un conflicto social verificable, reversible por "amortiguación", negociación o diálogo, y plural en cuanto puede ser protagonizado no necesariamente por dos sino por más partes en pugna relativa. Gutiérrez habla de la lucha de clases en sentido dialéctico-marxista (p. 166): más bien pareciera que recurrió a ese concepto por su convicción acerca del carácter radical e irreductible del antagonismo de clases en América Latina; por lo demás sus expresiones son explícitas: hay que optar por una clase social contra otra (pp. 35, 79, 85), no hacerlo así es tomar partido por la clase opresora (pp. 19, 50, 360), etc. Esta manera de pensar choca con el amor universal y otros aspectos fundamentales del cristianismo, pero éstos —tal como los entiende la ideología burguesa— son producto de una formación principista y abstracta, que debe desecharse en aras de la eficacia liberacionista, llegando a una síntesis superadora: vivir la paz en el conflicto y el amor en la lucha revolucionaria (p. 85). En definitiva, como ya se dijo para la teología, también en moral la propia situación resulta el lugar de referencia más importante.
4. La opción por los pobres, característica del cristiano, no sería más que el "seguimiento de Jesús", que los acogió como predilectos e incluso murió como revolucionario para mantener esa opción (pp. 28, 35). A la vez, Jesús de Nazaret no hizo otra cosa que cumplir con el designio del Dios bíblico, que ama a los pobres no por sus condiciones morales e interiores, sino por el hecho de ser pobres (pp. 19, 163, 261). La pobreza evangélica es, en primer lugar, pobreza material, marginación y despojo; siempre está causada por situaciones de opresión e injusticia (pp. 79, 267), por eso es denigrante, se debe evitar y luchar contra ella: solidarizar con el pobre es amar al pobre y rechazar, por la praxis liberadora, su pobreza. En segundo lugar, la pobreza puede tomarse como confianza y abandono en Dios.
Hablar de pobre no significa hablar de los individuos necesitados, sino de una clase social en conflicto (pp. 79, 93, 165, 293). Por ser los predilectos de Yahvé, en cuanto clase intrínsecamente revolucionaria, están revestidos del privilegio epistemológico de ser el órgano mismo de la verdad: no se puede acceder a ese privilegio desde fuera, sino haciéndose una sola cosa con el pobre y su liberación (pp. 300, 305, 368). Además, el pobre se convierte en el gran ejecutor de la historia universal (pp. 95, 133, 353, 370, 371) a través de la praxis revolucionaria (pp. 81, 116), y en el protagonista exclusivo del verdadero modo de vivir la fe, la evangelización y la Iglesia (pp. 37, 38, 133, 160-161, 167, 178-179). Los pobres son el verdadero Pueblo de Dios (p. 389).
5. El dualismo opresor-oprimido absorbe cualquier otra dualidad, que es rechazada como tentación "espiritualista" (pp. 56, 381). Así, se identifican liberación, creación y salvación (p. 54): proceso que lleva a que el hombre se vea libre de toda servidumbre, para ser agente de su propio destino, e incluso llegará a la creación permanente de una nueva manera de ser hombre (pp. 49, 81, 352). Tampoco existe diferencia entre naturaleza y gracia, entre historia de la salvación e historia profana (pp. 54, 113): es un único devenir situado, todo él, en el horizonte salvífico-liberador.
Humanizarse implica ya salvarse; trabajar —en el sentido que entendía Marx— no es una etapa de preevangelización, sino colocarse de lleno en un proceso salvífico que abarca a todo el hombre (pp. 26, 55). Estamos hablando de la autocreación del hombre en la historia, que rechaza toda distinción de órdenes o niveles aceptados en una perspectiva "escolástica" y "esencialista" (p. 54). La teología de la liberación desarrolla un concepto de hombre nuevo, historia nueva, orden social nuevo, ya aquí en este mundo, que no requieren un "más allá" como evasión que haga olvidar la carga humana y el poder transformador que las promesas mesiánicas tienen sobre las estructuras sociales injustas (pp. 56, 68).
6. Se impone una relectura histórica y militante de la Biblia, hecha desde la solidaridad con el pobre; más aún, se impone una apropiación social del Evangelio que lo expropie a los poderosos de este mundo (pp. 13, 33, 37, 382). De esa lectura no presentable en sociedad (p. 384), surgirá la verdadera teofanía, la revelación de Dios (p. 17). Llegaremos de este modo al verdadero concepto de ese Dios (p. 385) que se hace historia (pp. 25, 34), que se revela en los actos liberadores (p. 16), que hacemos verdad tomando partido por las clases populares (pp. 32, 382), y que considera al rico como blasfemo porque habla de El para mejor oprimir al pobre (pp. 33, 154). Esta última frase —como otras muchas— es un eco evidente de las palabras con que Marx define la alienación religiosa; al igual que la apropiación social del Evangelio con expropiación a los poderosos, es una expresión paralela a la que usa Marx para referirse a la alienación económica.
La fe viene medida por la praxis liberadora y, en último término —porque la ortodoxia es ortopraxis— se reduce a ella (p. 106); de este modo conocer a Dios es hacer justicia, ser solidario con los pobres (pp. 18, 35), y no conocerle es crear relaciones de injusticia (p. 19). Por lo mismo, la fe se hace verdad en la práctica (p. 31); así, en la teología de la liberación, la fe no es sólo punto de partida, sino también de llegada que debemos rehacer día a día (pp. 99, 106, 354-355). Esta fe en Dios liberador, que denuncia la injusticia contra los pobres, comportará sufrir persecuciones, pero éstas son riquezas para el pueblo explotado y creyente (pp. 152-154). De modo análogo la transmisión de la fe, la evangelización, debe ser interpelante y conflictual (p. 32). En resumen, el "hecho mayor" de la comunidad cristiana es el compromiso liberador (pp. 66, 305), porque es el único modo de acoger el don gratuito de la filiación a Dios (p. 93).
Aunque la cristología y la eclesiología de la liberación ha sido más desarrollada por otros autores, Gutiérrez hace algunas alusiones en su obra: el judío Jesús, hijo de María, murió por la liberación de la clase popular contra el sistema económico-político-religioso imperante (pp. 25, 28, 35). Su madre María, con el Magnificat, nos ofrece un texto de primer orden para fundamentar una espiritualidad de la liberación, que no será nada "espiritualista" ni intimista, sino revolucionaria (pp. 93, 94, 232-233): la santidad y la justicia es comportarse con el pobre como Yahvé lo hizo con su pueblo (pp. 18, 21), mientras que pecar es optar por la opresión contra la liberación (p. 19).
Durante mucho tiempo la Iglesia ha querido construirse desde dentro —eclesiocentrismo—, dando particular importancia a la jerarquía y cayendo fácilmente en el triunfalismo. La teología progresista, después del Vaticano II, ha intentado erigirla desde afuera, desde el no-creyente. La teología de la liberación quiere construirla desde abajo, desde el no-persona, desde el oprimido; es la Iglesia popular (pp. 38, 382), que se adaptaría plenamente al mundo latinoamericano, y sería propulsora de una sociedad más justa (pp 41-42, 50, 53). Para eso resulta necesaria una radical conversión transformadora de sus estructuras obsoletas, que sólo se mantienen para seguridad de quienes las detentan (pp. 44, 51, 58, 298). Esa renovación debe ser tan profunda, que ni siquiera podemos imaginarla a partir de nuestra experiencia actual (pp. 42, 119, 125-126). También los sacramentos, especialmente la Cena —dice Gutiérrez—, suponen una comunión, una solidaridad con el pobre (p. 29).
7. Como ha quedado claro a lo largo de estas páginas, Gutiérrez propugna un cambio absoluto; todo debe ser nuevo (p. 347): el modo de comprender la fe y hacer teología, la relectura bíblica, el concepto de Dios, la espiritualidad liberadora, lo que es pecado, el orden social, la manera de ser hombre, etc. Por eso es lógico que se pregunte por qué y para qué la teología; y contesta: para que el pobre piense su fe (como praxis liberadora: p. 106), y para tener poder en la historia como medio de instaurar un orden social justo —socialismo— por medio de la praxis liberadora (p. 173).
IV VALORACIÓN CRÍTICA
1. Teniendo en cuenta lo dicho en Sistematización de las ideas, se ve con claridad que esta obra es muy semejante a Teología de la liberación. Por eso, para una valoración crítica de más alcance, puede ser útil leer —además de la recensión correspondiente—, el libro de L. F. MATEO SECO, G. Gutiérrez —H. Assmann— R. Alves: Teología de la liberación, Emesa, colección crítica Filosófica, n. 35, Madrid 1982, y el de J. M. Ibáñez Langlois, Teología de la liberación y lucha de clases, Epalsa, Madrid 1985, en el que se inspiran algunos aspectos de esta valoración. No citamos de modo expreso la Instrucción sobre algunos aspectos de la "Teología de la liberación" de la S.C. para La Doctrina de la Fe (ó-VIII-84), pero muchas de sus ideas se recogen a continuación.
2. Resulta conveniente, en primer lugar, poner de relieve algunos aspectos positivos del trabajo de Gutiérrez, aunque la mayor parte no son propios suyos, ni mucho menos, y bastantes los entiende mal o los lleva a extremos incorrectos. Entre ellos, podemos señalar:
—resalta la necesidad de procurar un radical mejoramiento de la situación espiritual y material de los pobres, sin diluirla en una ambigua y genérica caridad universal;
—desenmascara un catolicismo "abstracto" que se limita a bondadosidad humana y evita todo compromiso de vida exigente;
—incentiva la unidad de vida: no se es católico sólo en el templo sino en cualquier circunstancia;
—destaca la unidad de la teología, contra los excesos de la especialización;
—valora la teología de las realidades temporales: trabajo, relaciones sociales, política, etc.;
—hace presente que Dios llama al hombre en cada situación concreta de su vida, evitando la evasión de lo cotidiano en lo general;
—recuerda que el cristiano no puede "aburguesarse", "instalarse" cómodamente en lo ya conseguido (natural o sobrenatural, personal o social);
—estimula un trato más personal dentro de la Iglesia que, por voluntad de Cristo, es una gran familia;
—señala que la autoridad, especialmente en la Iglesia, tiene una función de servicio.
3. Algunos teólogos liberacionistas han criticado a Gutiérrez su excesiva moderación. Efectivamente, muchas afirmaciones aunque contienen errores de fondo, están dichas velada o sutilmente, de modo que un lector apresurado puede tomarlas como correctas o, a lo más, como ambiguas y audaces. Teniendo en cuenta, por otra parte, la desorientación doctrinal de ciertos ambientes teológicos, no siempre será fácil hacer notar, de modo diáfano, que el contenido del libro resulta ruinoso para la fe y para la misma praxis cristiana entendida en su genuino sentido. Quizá estas desviaciones se puedan mostrar con mayor claridad al ver las consecuencias lógicas que, de sus premisas, extraen —sin tapujos‑ otros teólogos como Assmann, Sobrino, etc.
4. Gutiérrez, y con él toda la teología de la liberación a que ha dado origen, son enfáticos en privilegiar los "hechos macizos" y apartarse de interpretaciones "ideológicas, abstractas y ahistóricas". Sin embargo, su punto de partida es absolutamente ideológico y lejano a la concreta realidad —la "porfiada realidad" de Marx—, al menos en dos aspectos:
a) la teoría de la dependencia resulta demasiado simplista: no tiene en cuenta los factores ético-culturales, de materias primas, geográficos, etc., de Latinoamérica; ni tampoco los datos concretos de inversión extranjera, explotación de recursos naturales, infraestructura social realizada por el capital foráneo, y otros muchos temas socioeconómicos. En definitiva, se quiere pontificar sobre política económica sin tener en cuenta la ciencia económica;
b) pretende sintetizar dos elementos absolutamente irreales e ideológicos: el cristianismo-praxis-pura y el marxismo-ciencia-pura; ni uno ni otro existen ni tienen sentido como tales en la realidad histórica viva y concreta. El autor decide, en el laboratorio de las quintaesencias, lo que deben ser uno y otro para poder complementarse y fundirse; pero incluso la experiencia demuestra que cuando se intentan amalgamar en la práctica, uno u otro dejan de existir como eran. Y esto es así aunque del marxismo sólo se pretende tomar "el método", que es imposible separar del entero sistema marxista. Por otra parte, el hecho de aceptar el marxismo como método científico de análisis social ya resulta infundado: ni la realidad, ni la ciencia social, ni ninguna otra ciencia llegan —ni pueden llegar— a deducir científicamente que el análisis marxista es el correcto; nos encontramos, por consiguiente, ante una decisión apriorística y voluntarista que difícilmente se tomaría sin un previo reconocimiento y aceptación global del marxismo como sistema.
5. Aunque la teología de la liberación pretende ser un conocimiento concreto e histórico, rechaza toda la historia anterior como ineficaz y opresora, e intenta construir un mundo nuevo de acuerdo con la teoría de la verdad-praxis. Este planteamiento es doblemente problemático para la teología: a) desde el punto de vista filosófico está inscrito en las coordenadas del materialismo y la dialéctica, y no es separable de ellas; además, depende de una concepción de la historia que está refutada por los acontecimientos; b) desde el punto de vista teológico, porque la fe se funda en la Revelación divina y no en la praxis humana: los visibles esfuerzos que hace Gutiérrez por ajustar estas dos fuentes heterogéneas de verdad están lejos de ser satisfactorios.
La identificación ortodoxia=ortopraxis pone de manifiesto una contradicción interna de esta teología, vislumbrada por sus mismos propugnadores. Por ejemplo, una vez alcanzada la liberación del pobre, la teología (que según Gutiérrez es reflexión-praxis desde el pobre, desde el no-persona) dejaría de tener sentido; y tampoco tendría sentido la Iglesia misma —construcción de esa teología—, con el advenimiento de la sociedad sin clases.
Entre los muchos dominios de la existencia cristiana y de la vida eclesial que entran en crisis a partir de la demolición de la "verdad en sí" en favor de la "verdad-praxis", pocos habrá tan importantes como la moral. La propia situación y la eficacia liberadora serían el lugar referencial primero, olvidando la ética "principista, abstracta y ahistórica" para situarse resueltamente en el plano de la eficacia política. Esto hace caer en paradojas —amar a todos y optar contra una clase, ser artesano de la paz y favorecer la lucha de clases— que sólo se resuelven verbalmente. La moral liberacionista, además de no ser cristiana, es contradictoria: se trata de una moral maquiavélica y utilitaria, y —paradógicamente— de substrato ideológico burgués.
6. Dos abstracciones, propias del marxismo y del liberacionismo, son la "lucha de clases" y el concepto de "pobre". Los dos existen en la realidad, pero para Gutiérrez estas palabras no expresan hechos empíricos ni la toma de conciencia de estos hechos, sino —como hemos visto en el apartado anterior— una construcción intelectual sumamente sofisticada que, a partir de la dialéctica, supone tras de sí toda la filosofía inmanentista, y quiere ser una explicación del devenir histórico como totalidad: la ley estructural de la historia. Esta herramienta cultural tiene un carácter tan totalizante que, según el autor, daría el verdadero sentido a la misma Revelación; ésta debe releerse desde el pobre y desde sus luchas por la liberación. Sabemos muy bien hasta que punto existen conflictos sociales y personas pobres, marginadas, oprimidas; pero como cristianos no podemos aceptar que la lucha social tome una forma inconciliable y virulenta, y menos aún que su exacerbación máxima conduzca a un "reino de libertad" Tampoco podemos admitir un dualismo de clases, como dos absolutos inversos e irreductibles cuyos puentes de unión —incluida la Doctrina Social de la Iglesia— sean calificados de tercerismos cómplices de la burguesía.
Una vez más los conceptos de la liberación —"lucha de clases como motor de la historia" y "pobre como clase social en conflicto"— son conceptos ideológicos y ahistóricos producidos por la mente humana, para justificar el salto definitivo hacia un nuevo orden: casi lo mismo que Gutiérrez achaca a la teología de la revolución.
Ya hemos visto cómo el dualismo de clases elimina todo elemento que pueda ser discontinuo o heterogéneo en la historia. Gutiérrez es explícito: no hay dos historias. Así, las elementales distinciones entre Iglesia y mundo, orden natural y sobrenatural, creación y salvación, materia y espíritu, etc., deben reintegrarse todas ellas en el fluir indiferenciado de la historia única y total; la acción profana, si es liberadora —dentro o fuera de la gracia, de los sacramentos, de la Iglesia—, sería salvífica en sí, donde y como se dé. Pero afirmar que todo es gracia equivale a decir que nada es gracia: nos encontramos ante un monismo histórico, en el que se cumple la autocreación y autorredención del hombre por la praxis. El error es palmario: Dios se hace historia, el poder salvífico de la Redención y de la Iglesia son traspasados a la historia, la realidad ultramundana es vista como evasión de este mundo, etc. Si fuera cierto este mesianismo temporal, la Iglesia perdería su significación más profunda, su mensaje de liberación no tendría fundamento, y la "teología católica de la liberación" —la liberación cristiana— resultaría un contrasentido: o es teología basada en la Revelación sobrenatural que se transmite por la Iglesia, o es un mesianismo humano que usa el ropaje de la teología como mera plataforma de lanzamiento.
Es interesante tener en cuenta, además, que este monismo historicista pretende subsumir toda la realidad humana: ciencia, economía, sociología, cultura, filosofía, etc. Y sin embargo, basta conocer un poco la obra de los liberacionistas, para percibir la falta de seriedad científica, sus planteamientos económicos irreales, la limitación ideológica de su sociología, su notable ausentismo en el vasto campo de la cultura, el ostensible vacío filosófico (excepto sobre pocos autores de la filosofía alemana del s. XIX). Ciertamente no están obligados a dominar las ciencias humanas, pero con semejantes vacíos se hace dudoso que ahí pueda surgir un nuevo orden total.
7. La libertad puede caracterizarse por dos elementos esenciales: la libertad interior y la libertad exterior. La doctrina de la Iglesia y la mayor parte de los pensadores antiguos y modernos, privilegian la primera como causa y condición de la segunda. El marxismo desprecia la interior para poner resueltamente todo su énfasis en la libertad exterior. Gutiérrez parece quedarse a medio camino, al pretender situar a la misma altura el cambio de los corazones y el cambio de las estructuras; sin embargo, este empate parece más bien nominal, porque el pensamiento subyacente de toda su obra —acorde con el uso del materialismo histórico como "método"— es la prioridad de la infraestructura; por eso escribe; "los vagos y líricos llamados a la defensa de la dignidad de la persona humana que no tienen en cuenta las causas hondas del actual orden social y las condiciones concretas de la construcción de una sociedad justa son totalmente inconducentes" (p. 84).
Dentro de este diseño tan impersonal como es el cambio de estructuras, ¿qué lugar queda para la oración, la contemplación, la locura de la Cruz, la devoción mariana? Se nos dirá que todo ello puede formar parte de una espiritualidad, pero no "espiritualista" ni "intimista" sino revolucionaria; llegamos así, como en otros aspectos anteriores, a un punto muerto: si revolución como la que propone Gutiérrez, ¿para qué espiritualidad?
En la misma línea, puesto que el conflicto no tendría sentido entre personas sino entre clases, nos encontraremos con un pecado más social que personal, identificado con todo lo injusto y antiliberador. Esta restricción del pecado opera mediante un mecanismo sintáctico muy frecuente en la teología de la liberación: la inversión de sujeto y predicado. Dice Gutiérrez: "pecar es optar por la opresión y contra la liberación"; si dijera: "optar por la opresión y contra la liberación es pecar" estaríamos de acuerdo, pero en la primera acepción se está redefiniendo el pecado como acto contra la liberación y no como ofensa contra Dios. Como se ve, estamos en las antípodas del concepto de pecado propio de la fe católica; pero hay más, esa noción liberacionista de pecado es un sinsentido: al privilegiar lo estructural sobre lo personal, se esfuma la conciencia moral por intimista y privada, y con ella el pecado personal e incluso el social; como las estructuras no pecan, aún las faltas contra la justicia pasan a ser, a lo más, errores, pero no pecados.
En definitiva, nos encontramos ante la contradicción de favorecer el elemento externo de la libertad: sin libertad interior resulta absurdo pretender "imponer" una libertad exterior.
8. La exégesis que propugna Gutiérrez desde la propia situación histórica y, mejor aún, desde el pobre y oprimido nos aboca a una terrible paradoja: si Jesús —plenitud de la Revelación divina— era el Mesías, ¿por qué puso la Revelación en una clave que sólo veinte siglos después sería capaz de descubrir la exégesis marxista— liberacionista? Si no era el Mesías, ¿qué sentido tiene pretender aprovechar sus palabras y sus gestos para apoyar una verdad-praxis que recién estamos descubriendo? En suma, ¿quién es Jesús para Gutiérrez? Aunque sus expresiones son muy parcas, subyace la figura de un Jesús semi-celote que lucha contra los poderosos y muere a causa de un contubernio fariseo-romano.
Esta
nueva exégesis está dispuesta a asirse de cualquier texto para mostrar sus
prejuicios: incluso cuando el pasaje se vuelve en su contra, bastará hacer una
"adecuada relectura" para sacarle partido. Esta parcialidad con que
se nos describe la figura de Jesús culmina en el motivo de su muerte en la
cruz: se trataría de un acto filantrópico-político de ayuda a los oprimidos y
estímulo para su liberación, como un Espartaco cualquiera. Pero si es así,
todavía estamos en nuestros pecados; "si solamente en esta vida esperamos
en Cristo somos los más desgraciados de todos los hombres" (cfr. I Cor.
XV, 19); no vale la pena preocuparse por la teología... ni siquiera la de la
liberación.
De
esa exégesis surge también una nueva Iglesia: la Iglesia popular, no construida
desde Cristo sino desde el pobre y marginado; una Iglesia tan diferente de la
que conocemos, que ni siquiera podemos imaginar cómo será: sin dimensión
sobrenatural, sin sacramentos en el sentido propio, sin ministerio jerárquico.
Si esto fuera cierto, la Iglesia actual no sería otra cosa que la historia de
un inmenso error, quizá de la mayor impostura de todos los tiempos, y si Dios alguna
vez pensó en ella, hace muchos siglos que la abandonó, más que a su suerte, al
condicionamiento de la infraestructura económica. Pero ¿qué significado tiene
seguir hablando de Iglesia o querer cambiarla para que sea "Iglesia
popular" si lo único común con la antigua sería el nombre?
Una flagrante contradicción de esta eclesiología es que quiere hacerse por y desde los pobres; y sin embargo, su "invención" requiere:
a) evitar la ingenuidad de aceptar los Evangelios tal como se leen, y la fe tal como la entienden los sencillos de corazón;
b) aplicar una serie de mediaciones exegéticas, teológicas, filosóficas, sociológicas, etc., inasequibles para el común de los hombres.
9. Es muy probable que si un liberacionista leyera esta crítica, no se molestaría siquiera en refutarla calificándola de subproducto de una mentalidad abstracta y ahistórica. En ello vemos nosotros la última y más profunda contradicción de esta teología; pretende ser una explicación científica del "todo", pero no es científica porque no quiere hacer ninguna abstracción —aunque de hecho tiene que hacerlas—, y además no encuentra una base firme de sustentación porque ella misma pretende ser su propio fundamento. Efectivamente el reduccionismo del autor hace que todo se resuelva en praxis liberadora: la verdad toma ahí su sentido, la vida y la historia se reducen a política liberadora, también esa praxis constituye el aspecto fundamental de la fe, la misma teología será praxis liberadora a la luz de la ... praxis liberadora (pues eso es la fe); Cristo tiene sentido en cuanto útil para la liberación, y análogamente ocurre con la Iglesia. En resumen, cuando se quiere profundizar un poco más en esta teología, llegamos a una verdadera logomaquia sofista: muy brillante en su exposición pero de contenido muy pobre, ya que —incluso enfrentándola consigo misma— todo se reduce a nada, o a lo más, a simple arenga político-revolucionaria.
Todos estos errores dependen de su punto inicial: la teología católica es una reflexión desde y sobre la Palabra revelada de Dios, que se toma —porque lo es— como único absoluto; la teología de la liberación es una reflexión desde y sobre la praxis liberadora que se toma como absoluto; este error en el comienzo conduce a todas las desviaciones y contradicciones que hemos mencionado.
E.C.
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