GONZÁLEZ GIL, Manuel M.
Cristo el misterio de Dios
BAC, Madrid 1976, 2 volúmenes, XXIV+476 y XI+673 pp.
CONTENIDO
El libro es una exposición de los temas clásicos de Cristología y Soteriología, pero, en cierto modo, en el contexto de la historia de la salvación. La obra está dividida en tres grandes partes: El misterio de Cristo en la fe de la Iglesia, el misterio de Cristo en su realización histórica —es la más importante: vol. I, pp. 173-476 y vol. II, pp. 3-553— y el misterio de Cristo en síntesis teológica. Subraya los elementos que a su juicio integran el misterio de Cristo: su estructura trinitaria y su valor salvífico, su dimensión histórica y su dinamismo escatológico, y su arraigo antropológico.
El núcleo central de la obra —el segundo libro— constituye un intento de aunar la sistemática y la doctrina de los dos tratados clásicos en torno al esquema de los misterios de la vida de Cristo. En este sentido es un trabajo interesante. En la práctica, los temas cristológicos están centrados alrededor de la vida de infancia y de la vida pública de Cristo, y los soteriológicos, en torno a la Pasión y a los sucesos posteriores.
Se da, quizá por la estructura, gran importancia al dato bíblico, especialmente en el segundo libro. El uso que se hace de la Escritura podría decirse que está más en la línea de la teología bíblica, con profusión de textos, etc. Esto hace que en ocasiones la lectura sea pesada, y el aporte de tipo bíblico no sea a veces muy concluyente. El autor —profesor de la facultad de teología de la Universidad Sophia (Tokio)— se dedicó por años a la Escritura, trabajando primero con Paul Kahle y después en el Bíblico de Roma. Antes de la Segunda Guerra mundial marchó al Japón. Allí comenzó a dedicarse más a la Dogmática.
Antes de entrar en el contenido de los libros conviene señalar, como línea general, que la historicidad de la Escritura queda habitualmente rebajada: "Ya hemos hecho notar que, más que la exactitud del reportaje, lo que preocupa a Mateo es la enseñanza catequética: más que asegurarnos que así fue la actitud de los que se acercaron a Jesús, quiere enseñarnos que así debe ser hoy la actitud del creyente"(I-217). "Por supuesto que detalles de la descripción (...) son formulaciones visualizantes que no hay que tomar al pie de la letra" (I-330). A propósito de las tentaciones: "Digamos, en resumen, que el contenido de estos relatos es histórico, pero que su revestimiento, agrupación y escenificación pueden provenir de la reflexión de la comunidad primitiva basada en palabras auténticas de Jesús, transmitidas por los apóstoles" (I-332 y 357). Sobre los comentarios de algunos personajes a milagros de Cristo que aparecen en el Evangelio de S. Marcos: "en ellos diríamos que tenemos más bien comentarios del mismo Marcos" (I-357). En general, admite la historicidad de los milagros, aunque piensa que "los evangelistas no pretenden describir el suceso con la exactitud de un mero cronista o de un historiador de tipo positivista, sino exponer su sentido" (I-383). Según los criterios que parece admitir, a propósito de la higuera estéril, se pregunta "si se trata de un hecho histórico o de una parábola historiada" (I-385). En general, su actitud se resume cuando dice: "podrán y deberán analizarse los pormenores incluidos en las narraciones evangélicas para discernir lo que realmente sucedió de lo que es ampliación interpretativa; pero no se dudará de la historicidad sustancial del suceso. El primero de estos trabajos corresponde a la exégesis; a nosotros nos basta con la historicidad sustancial de la actividad taumatúrgica de Jesús"(I-389). Concede también "que las narraciones evangélicas en que se afirma ese conocimiento extraordinario de Jesús están influidas y matizadas por la fe pascual de los evangelistas" (I-411; cfr. también 428). Da la impresión de que no todo lo que los Evangelios relatan como dicho por Cristo sea auténtico, pues otras palabras suyas "referidas en los Evangelios contienen, sin duda, ampliaciones explicativas o adaptaciones a situaciones de una época posterior; éstas han sido añadidas por los mismos evangelistas o por la tradición oral en que se apoyan", si bien "ampliación y adaptación no es lo mismo que tergiversación: aún en esas expresiones ampliadas y adaptadas se descubre un núcleo básico que puede y debe atribuirse al mismo Jesucristo" (I-431).
A propósito de las predicciones de la Pasión sostiene que, "como en otras ocasiones, es menester distinguir aquí entre el núcleo y el revestimiento literario. No habría dificultad en conceder que detalles de contorno se introdujeron después de contemplada la realidad histórica" (II-17). En otra ocasión dice que "no es menester interpretar estas frases de Lucas como una reproducción exacta de discursos pronunciados por Jesús después de su resurrección" (II-39;cfr. 207, 247, 313, 316). Los relatos de la Pasión tendrían una "historicidad fundamental" (II-63). Con respecto a los fenómenos que acompañaron la muerte de Jesús "es difícil determinar hasta qué punto los evangelistas quisieron dar a sus descripciones un sentido realista y, casi diríamos, fotográfico y documental. Lo que no se puede dudar es que querían darles un valor religioso profundo" (II-222). Con respecto a los muertos que resucitaron estima que "no nos es posible precisar la realidad y la forma de este fenómeno, pero sí su sentido" (II-224). No acepta la autenticidad de Mc 16, 9-20 y pone en duda la de Lc 24, 12 (II-329).
A propósito del sepulcro vacío opina que "respecto al hecho de la guardia del sepulcro hay que permitir un margen amplio a una ficción literaria" (II-292). Piensa que sobre los 40 días que precedieron la Ascensión "no es necesario entender esta cifra con exactitud matematical" (II-295; cfr. 324). Algunas de las expresiones relativas a la Ascensión "han de entenderse, no espacial, sino simbólica y teológicamente" (II-296). Pone en duda si las apariciones del Resucitado fueron "múltiples o una única aparición" (II-420). Estima que Gen 2, 4-3, 24, "aunque revista la forma de narración histórica, es, como se sabe, una meditación teológica 582).
En todo este contexto no resulta extraño que afirme que "la época de los cuatro evangelios concordados ha sido ya sobrepasada" (II-322).
Libro primero: El misterio de Cristo en la fe de la Iglesia.
Está dedicado a la revelación del misterio en el Nuevo Testamento (pp. 8-65), a la interpretación del misterio en la Tradición (pp. 66-130) y a la reflexión sobre el misterio en la teología (pp. 131-167).
No hacemos referencia aquí a la parte dedicada al Nuevo Testamento. Las otras dos son una sucinta presentación histórica —en la Patrística y en la teología escolástica posterior— del desarrollo de la cristología. Es de carácter expositivo y resulta útil. Es respetuoso con los grandes concilios cristológicos.
Libro segundo: El misterio de Cristo en su realización histórica.
Está dividido en cuatro grandes partes: Nacimiento e infancia (pp. 173-301), vida pública (pp. 303-476); Pasión y muerte (tomo II, pp. 3-276) y Resurrección y gloria (pp. 277-553).
En la primera parte destacan algunas cuestiones. Parece compartir la tesis de Rahner —aunque no le cita— de que no puede admitirse la opinión clásica de que cualquiera de las tres Personas hubiera podido encarnarse. Le parece un error metodológico que no tiene cuenta de "la economía", y lógico, pues utiliza "un concepto unívoco de 'persona divina', sin atender a que las propiedades personales las distinguen y contraponen" (I-228). Concretamente, le "parece más plausible la tesis diametralmente opuesta: solamente el Hijo pudo encarnarse" (ibid.). No podría hacerlo el Padre, porque por la encarnación "nacería el innascible, tendría principio en el tiempo el principio eterno y absoluto, se convertiría en medio hacia nuestra salvación el que es su fin último, se haría visible y accesible durante la peregrinación en este mundo aquél cuya contemplación constituye el término del camino" (I-229). No podría tampoco hacerlo el Espíritu Santo porque, siendo el amor mutuo del Padre y del Hijo, "su actividad propia es de carácter íntimo y 'espiritual', como lo indica su mismo nombre y como lo es el amor... Su presencia deberá ser de tipo íntimo, vital y vivificador... Su oficio es, no el de objetivar, sino el de subjetivar e interiorizar la unión del Padre y del Hijo. En última consecuencia, la presencia del Espíritu Santo en el mundo no deberá ser visible y tangible, externa y objetivable, humano-corpórea, sino íntima, invisible, interiorizante, subjetivante, espiritual" (I-230). Sólo, pues, el Hijo —engendrado, Verbo, Sabiduría del Padre y ejemplar, modelo e instrumento de las obras del Padre— tiene en su propiedad personal divina la capacidad de manifestarse objetiva y visiblemente, humanamente (cfr. también I-271-272). Afirma igualmente que la encarnación "era necesaria desde el momento en que Dios decidió gratuita y generosamente comunicarse a los hombres elevándolos al orden sobrenatural de la inserción participada en la vida trinitaria del mismo Dios" (I-232).
Otro punto que destaca es su concepto de persona como ser relacional. Pero resulta ambiguo decir que "para tener una relación inter-personal con los hombres era menester que el ser-relacional intra-divino viniese a ser también ser-relacional intra-humano en la unidad (específica) de nuestra naturaleza humana" (I-270). De ahí que resulte confusa la explicación que da de por qué la unión hipostática no es unión de dos personas: "tampoco pudo realizarse por la mera conjunción de dos personas o dos seres-relacionales, uno divino y otro humano, porque precisamente las naturalezas distintas disocian y sólo puede haber comunicación entre seres-relacionales por unidad (numérica o específica) en la misma naturaleza" (I-271). No parece consecuente cuando dice que no puede haber un individuo humano sin hipóstasis, "porque todo individuo humano no puede menos de implicar un ser-relacional y ser persona; pero el principio de totalidad en sí y apertura al otro, el ser-relacional, es en Jesucristo el ser-filialdivino: él 'enhypostatiza' su individualidad humana" (I-271).
Otro tema que apunta es el de la inmutabilidad divina: "no podemos admitir un 'devenir' en la misma divinidad. Pero el ser-relacional es capaz de un devenir en que no pierda ningún elemento de la esencia absoluta que posee; es capaz de una accesión sustancial, y por medio de ella es capaz de poner su ser-relacional, sin disminución, en un nuevo contexto relacional" (I-272). De ahí que, al hablar de la encarnación, diga que "su inmutabilidad que es su voluntad inquebrantable de comunicarse a los hombres, admite en el 'ser' eterno un 'devenir'; y 'el Verbo' que 'era' en el principio 'Dios-Hijo cabe Dios (Padre)', 'se hizo' hombre (Jn 1, 1-2.14)" (I-27). Añade, sin embargo, "claro está que este devenir no implica un cambio sustancial en su 'divinidad', como ya aclararon los concilios desde antiguo". De ahí que concluya que "es un devenir de la 'persona' del Hijo de Dios: del que en el seno de la Trinidad es el 'ser-relacional' con respecto al Padre, es el que adquiere ahora una relación con los hombres al colocarse en su mismo plano" (ibid.). Cuál sea el alcance de este devenir queda poco claro, aunque se vislumbra: "si se nos pregunta por la posibilidad de que Dios haga real y sinceramente la experiencia humana, no tenemos más remedio que apelar a la vitalidad infinita de Dios" (I-279).
En la segunda parte del libro segundo, destacan los siguientes temas. Al tratar de la santidad de Cristo se muestra partidario del crecimiento de su gracia habitual: "y aún nos atrevemos a admitir la posibilidad de un crecimiento real de esta gracia, conforme al desarrollo histórico psicológico de Cristo, aunque, evidentemente, en un grado sublime" (I-322). Aduce que "muchos teólogos modernos" —no cita a nadie— opinan así, y advierte que la tesis contraria encierra "el peligro de un docetismo solapado, que a fuerza de insistir en la divinidad de Jesús, reduce a un mínimo su verdadera humanidad y la verdadera historicidad que ella implica" (I-321;cfr. 246 ss.). Paralelamente, por la misma razón, admite un crecimiento en la vida espiritual de Cristo: "a medida que se hace más honda la conciencia psicológica de su personalidad y de su misión, se profundiza e intensifica su vida moral y espiritual. No podemos admitir en ella vicisitudes o altibajos, pero, sí, un crecimiento rectilíneo ascendente hacia Dios, su Padre" (I-346).
Resulta algo ambigua —porque no lo explica en detalle— la noción que parece compartir del milagro. Comenta que el enfoque apologético con que se trataba el milagro, ha sido desplazado: "consideraciones científico-filosóficas sobre la supuesta fijeza de las llamadas leyes de la naturaleza y sobre la posibilidad de nuestro conocimiento adecuado de las mismas, consideraciones teológicas sobre el modo de intervención de Dios en nuestro mundo y en nuestra historia, y consideraciones exegéticas sobre el significado bíblico del milagro, han movido a los teólogos a poner menos el acento en el elemento de contravención o superación de las leyes físicas; basta con que se trate de un fenómeno desacostumbrado, no-común y no cotidiano, sorprendente, apto para llamar la atención y excitar la admiración: como una llamada inesperada que pide respuesta" (I-373). Insistir excesivamente en el aspecto sobrenatural e histórico de los milagros conduce a perder de vista "el elemento más importante, que es la significación o sentido del suceso" (I-383). Bastaría con reconocer su carácter extraordinario y desacostumbrado, "para que los milagros de Jesús sean 'signos' de la intervención del mismo Dios" (ibid.). El sentido del milagro es soteriológico, escatológico y cristológico, en cuanto son prenda de la salvación que se consumará en la otra vida y ponen de manifiesto que Cristo mismo es la presencia salvífica de Dios.
Sobre la ciencia de Cristo opina que "teológicamente... no parece que haya dificultad en entender el texto en su sentido obvio: Jesús en su vida terrena no conocía aquella fecha (la del día y la hora del juicio)" (I-409). Admite ciertamente en Cristo dos tipos de conocimiento: unos, los comunes y ordinarios; otros, los extraordinarios, las intuiciones profundas en el mundo espiritual; más todavía, de experiencias íntimas del mundo sobrenatural y del mismo Dios (cfr. I-413). A la hora de explicar esto último, pasa brevemente reseña a "las `teorías clásicas' sobre la ciencia de Cristo: la explicación de los Padres y la de la Escolástica". Concibe así la triple ciencia de Cristo como fruto del prevalecer en la Escolástica de la "tendencia perfeccionista". Presenta la dificultad de conciliar las tres ciencias y estima que en este modo de concebir la ciencia de Jesucristo influía una ideología intelectualista estrecha, basada en pensar que la perfección del hombre se mide principalmente por la excelencia de su saber y en que ese saber o ciencia consiste en un conocimiento "objetivante", en una percepción clara de "objetos" presentes al entendimiento o a la conciencia (cfr. I-413-415). Respecto al Magisterio en este tema, dice que "la Iglesia en sus documentos oficiales no se ha ocupado de estas teorías, aunque en las encíclicas de los Papas se hace uso de la opinión general de los teólogos de la época, y en algún otro documento se condenan posiciones extraviadas" (I-415). Sobre la "Mystici Corporis" y la "Haurietis aquas" afirma que "estos temas entran en dichas encíclicas más bien de pasada: no parece que formen el núcleo de la doctrina que allí desea proponer el Sumo Pontífice ni están necesariamente conexos con ellas. En estos casos, como es sabido, los pontífices echan mano de las opiniones corrientes de los teólogos, sin pretender darles más valor doctrinal del que en sí poseen" (I-415; cfr. también II-160, a propósito de la satisfacción de Cristo). Sobre las proposiciones condenadas en el Decreto "Lamentabili" afirma que "más que condenar tesis propuestas en estos términos, el decreto quiere poner coto a tendencias que, en sus últimas consecuencias, destruyen los fundamentos de la fe" (I-416). Y sobre el Decreto del Santo Oficio de 1918, opina que "esta clase de Decretos son medidas disciplinares y prudenciales para la época en que se publican y están en función de los argumentos presentados por la opinión que se prohibe; de suyo, no tocan directamente el valor teológico de la misma, pero son un toque de alerta para poner en guardia contra una desviación peligrosa" (I-416). La solución que él propone va en otra línea: un conocimiento a-temático, a-conceptual: por connaturalidad, como opuesto a un conocimiento de tipo temático, científico. Habría que distinguir entre un conocimiento de "objetos" y una intimidad de "sujetos", entre una noticia de existencias y una captación de esencias o, más exactamente, una "percepción por unión de personas" (I-419). Este tipo de conocimiento admite lógicamente un progreso (I-420); según él, "en la base de toda la vida intelectiva de Jesús hay un conocimiento o, mejor quizás, una percepción de Dios que le `connaturaliza' con la realidad y la actividad, la esencia y la `economía' de Dios. Según este conocimiento por connaturalidad, es capaz de juzgar de las cosas divinas con una certeza y seguridad mayores que las que alcanza cualquier raciocinio" (I-120). No sería ésta una ciencia adquirida, ni conocimiento de fe, ni ciencia infusa. "La ciencia de Jesucristo sobrepasa todos esos modos de ciencia, que son puramente modos mediatizados de conocer a Dios: la suya es primaria y primordialmente la percepción de su inmediación con Dios; o, tal vez mejor: es esa misma inmediación con Dios su Padre, como Hijo, y la plenitud del Espíritu correspondiente, como la connaturalidad base, fuente y origen de toda su actividad intelectual humana en relación con las cosas divinas. `Ver a Dios' es experimentar su presencia íntima en comunicación interpersonal directa" (I-420). En relación con la ciencia infusa, se muestra partidario de una ciencia limitada al camino de salvación: "su ciencia se ciñe a las verdades relacionadas con el reino de Dios" (I-421). Más que de conocimiento infuso de objetos, prefiere hablar de "la certeza carismática, la intuición clarividente, característica del don de profecía" (ibid.). Y precisa que "en todo caso, no creemos necesario admitir una ciencia infusa, en virtud de la cual, milagrosamente, poseyese él desde el principio un conocimiento universal de las cosas y personas, de modo que la única novedad para él fuese la experiencia de cosas y personas sabidas ya de antemano" (ibid). Por lo que respecta a la fe, la niega en el sentido de que supone mediatez en el conocimiento y Cristo "gozaba de la inmediatez y de la connaturalidad por unión con Dios" (I-422). Sin embargo, la acepta no sólo en lo que de actitud confiada comporta, sino también por lo que hace referencia al objeto creído, cuya nota característica es la "oscuridad" del "enigma" de "las cosas que no se ven": "opinamos, salvo meliori iudicio, que puede admitirse en este punto cierta oscuridad en el alma de Jesús respecto al modo de su misión y a los resultados de su actividad profético-taumatúrgica: quedaba siempre una zona oscura, en la que ejercitaba su receptividad continua, su sumisión generosa, su entrega confiada al Padre; y en este sentido, su fe" (I-422-423). Sino, dice, no se explica su angustia, su tristeza, su oración en el huerto. Dejando de lado las explicaciones que da sobre la conciencia en general —que en ocasiones no aparece muy deslindada de la ciencia—, admite, al igual que con la ciencia humana el mismo progreso y desarrollo "en lo que atañe al conocimiento 'temático' de la divinidad de su persona o de su filiación como 'divina': es la 'ciencia sobre sí mismo', en la que su personalidad divina no es puramente el 'sujeto' de su conciencia directa humana, sino el 'objeto' de su ciencia conceptual humana. Junto con este progreso, no habría dificultad en admitir un crecimiento real, psicológico, en la conciencia, o mejor, en la 'ciencia' de su Misión como Mesías, como Siervo de Dios, como Redentor" (I-446; cfr. II-602). Según él, la conciencia humana de su divinidad "es una ciencia de la divinidad de su persona, pero enlazada estrechamente con su conciencia experimental, pre-refleja y pre-científica" (ibid.). En esta línea se explican afirmaciones del estilo de que cuando Jesús eligió a Judas no sabía que iba a traicionarle (II-30), de que obedeció a su Padre "en la oscuridad de una obediencia penosa" (II-50), y que prefiera "suponer en la conciencia de Jesús no una visión objetivante, sino una experiencia subjetiva de unión y una "connaturalidad" que da lugar a una especie de 'fe', de modo que él sea 'cabeza de línea' de los que caminamos por la fe" (II-51).
Según él, se explica de este modo "la posibilidad en el Hijo de Dios hecho hombre de una experiencia 'limitada', por ser humana, de su filiación respecto de Dios Padre" (II-440). "E1 Hijo de Dios hecho hombre hará la experiencia humana de su filiación de un modo progresivo: desde el principio es Hijo y se siente como tal, pero progresivamente tiene que 'hacerse' Hijo y sentirse más y más plenamente Hijo" (ibid.). Se produce así una tensión entre "la filiación entitativamente realizada en sí, pero no experimentada en su plena posesión" (ibid.). De ahí se derivaría la posibilidad del sufrimiento, en general, en Jesucristo.
La tercera parte —Pasión y muerte— del libro segundo recoge los temas principales de la soteriología.
A propósito del mandato del Padre, rebaja los estudios de los escolásticos, diciendo que "discutieron largamente esta cuestión —si se trataba o no de una obligación moral grave— y se cuentan hasta una veintena de opiniones que tratan de suavizar la dureza de la expresión 'mandato' en relación con Jesucristo. Nos parece inútil entrar en esa disputa" (II-41). Esta afirmación no es exacta, y elude los problemas que se han planteado en torno al mandato. No queda claro si piensa si existe ese mandato: "la muerte de Cristo no es un a priori del que todo lo demás se derive como medio indispensable para este fin; el único a priori es la misión del Hijo a este mundo para que implante entre los hombres el reino de Dios y para que, mediante su vida de Hijo, filialmente vivida hasta el fin, nos haga partícipes de su filiación en la adopción de hijos... Si la vida filial del Hijo de Dios hecho hombre desemboca en la muerte de cruz, esto es consecuencia del pecado del mundo" (II-42). Quizá con ello quiera recalcar que Dios no quiso directa y positivamente la muerte de Cristo, pero añade que sí es necesario que Cristo muera, "la necesidad proviene de la malicia de los hombres, y en este sentido ésta es la misión de Jesucristo y éste es el mandato de su Padre, al que él debe obedecer hasta la muerte de cruz" (ibid).
Afirma que en el huerto de los olivos, Jesús "ora larga y fervientemente" para no caer en la tentación (II-49). Habla de que "aviva su fe y esperanza en Dios" (ibid.). Al explicar la libertad de Cristo en aceptar su pasión, tras apuntar brevísimamente a las soluciones propuestas entre los teólogos que admiten la visión inmediata de tipo objetivante en la conciencia de Jesús, afirma que prefiere "suponer en la conciencia de Jesús no una visión objetivante, sino una experiencia subjetiva de unión y una 'connaturalidad' que da lugar a una especie de 'fe'" (II-51). Pero no explica cómo resuelve él el problema a que alude. Actitud semejante adopta con respecto a cómo compaginar el dolor y el gozo, la pasión y la visión beatífica (cfr. II-69-70).
Resulta curiosa la interpretación que da del dolor de Cristo: el Hijo de Dios, en virtud de su 'kénosis', hace la experiencia de su única filiación en la dimensión humana que ha hecho suya. Sería una experiencia dolorosa de su filiación, no en cuanto divina, sino en cuanto kenótica: no padece en su divinidad, pero padece el Hijo de Dios: "es la experiencia de su filiación en la dimensión de la humanidad separada de Dios, filiación que sólo puede realizar su vuelta al Padre mediante la total renuncia a su propia existencia humana. Sufre, por tanto, no sólo por su 'salida' y distancia del Padre, sino también porque su 'vuelta' al Padre no puede realizarse a través de su existencia humana y en ella, sino solamente a través de la negación y distinción de esa su existencia humana" (II-71).
Al tratar de la satisfacción de Cristo critica la satisfacción concebida en términos jurídicos y la que llama satisfacción en categoría moral interpersonal, que sería la propugnada por Santo Tomás. Claramente mejor que la primera, "no parece poder dar razón del todo de la muerte de Cristo como satisfactoria" (II-150), pues "todavía se da mucha importancia al elemento penal, sin lograr desprenderse del aspecto de obligación del pecador con respecto a la justicia vindicativa de Dios. Porque se dice que la satisfacción requiere, para ser perfecta, la suscepción voluntaria de la pena debida por el pecado, y que sólo así es verdaderamente una acción agradable a Dios" (II-150-151). Le parece reductiva la idea de la muerte corporal como pena del pecado, que en todo caso sería símbolo de la muerte eterna debida al pecado. De ahí deduce que Cristo no tomó voluntariamente el dolor equivalente a la pena debida al pecador por el pecado, pues no murió la muerte del pecador (cfr. II-151). Estima que en esta línea, si se acentúa el elemento moral sobre el aflictivo, se puede concluir que Cristo satisfizo por nosotros en su muerte, pero no por su muerte; en el padecimiento, pero no por el padecimiento. De ahí que se llegue a decir que cualquier acción suya —una lágrima, un suspiro— habría bastado para redimirnos. Esto chocaría con la importancia que la Escritura da a la pasión, a la sangre, a la muerte misma de Cristo y haría superflua su misma muerte, con lo cual su muerte aparecería más como un motivo para excitar el amor; es decir, no tanto como una acción con virtualidad redentiva cuanto un ejemplo, un estímulo: una explicación, en definitiva, de tinte pelagiano (cfr. II-151-152).
Para desentenderse de equivalencias cuantitativas e insistir en el aspecto interpersonal, propone explicar la satisfacción de Cristo "en categoría penitencial". Considera así el movimiento de conversión y como parte suya, la satisfacción. Subraya cómo la conversión es necesaria para obtener el perdón y es fruto a la vez de la iniciativa divina. La penosidad de la conversión radicaría en que se trata de un volver a Dios en un mundo, interno y externo, desquiciado por el pecado. El elemento penoso de la satisfacción residiría en la necesidad de imponer a la sensibilidad y a la afectividad un movimiento de conversión contrario a la adhesión ilícita a las criaturas (cfr. II-153 ss.). A este propósito dice que "existe en el hombre mismo una zona que escapa al dominio de la libertad humana; precisamente es esa zona de afectividad y sensibilidad la que se sustrae al imperio de la voluntad y la que, por consiguiente, la voluntad tiene que esforzarse por sujetar paulatinamente a su dominio" (II-155-156). Afirma también que con la satisfacción sacramental "se trata de ayudar con acciones buenas y en algún sentido aflictivas, a la imperfección o insuficiencia del acto interno de conversión" (II-158). ¿Cómo aplicar este concepto a Cristo, que no satisface por sus pecados sino por los nuestros? Recurriendo al carácter vicario de su satisfacción. Vicariedad que entiende no como sustitución —ni en cuanto a la culpa, pues es inocente, ni en cuanto a la pena porque al carecer de pecado cualquier penalidad que sufra no tiene propiamente sentido de pena en él; y de ahí el que su satisfacción no tenga porqué igualar a la pena debida por la culpa—, sino como fundada en su solidaridad y capitalidad sobre los hombres (cfr. II-158ss.).
En concreto, tras hablar de la vitalidad existencial del pecado y de la gracia, trata de la vitalidad existencial de la satisfacción de Cristo, que viene configurada por tratarse de un acto libre de obediencia y amor a Dios, y de renuncia total a sí mismo, hecho 'en carne de pecado' 'sin pecado' y en calidad de Cabeza del género humano (cfr. II-162-163).
Con respecto al sacrificio de Cristo, opina que la esencia del sacrificio no reside en la destrucción de la ofrenda, sino en su presentación y entrega, en la oblación (cfr. II-170;189). La terminología sacrificial no proviene meramente de una interpretación posterior debida a una reflexión teológica sobre la muerte de Jesús y sus efectos, sino que se funda en una idea sugerida por el mismo Jesús (cfr. II-174). Mantiene que el sacrificio de Cristo supera inconmensurablemente a todos los otros sacrificios porque no es la ofrenda de un ser inferior sino la vida misma del hombre (cfr. II-176). Más adelante aclara que esta excelencia "deriva no sólo de la excelencia de la vida de un hombre sobre la de un animal, más aún siendo aquélla la vida del Dios-hombre, sino también de la identidad del oferente con la víctima ofrecida" (II-184). Curiosamente afirma que "el cuarto evangelio no considera la última cena del Señor como pascual, pero anota su celebración en la víspera de la gran fiesta, conectándola así con ella" (II-177). Se pregunta si los términos de víctima y sacrificio, aplicados a Cristo, son metáfora o analogía, y afirma lo segundo. La analogía la establece con los sacrificios rituales de la Vieja Ley, a los que supera como la realidad a la sombra y la verdad a su imagen (cfr. II-188). Parece que el dilema no está bien planteado, y en todo caso habría que planteárselo respecto a los de la Vieja Ley.
Sobre el descenso a los infiernos apunta, sin negar el hecho, que "tal vez no se enuncia explícitamente en ningún pasaje del Nuevo Testamento" (II-234). A propósito de Act 2,24, se pregunta cuáles pudieron ser los dolores de Cristo en el "sheol". No ciertamente la pena de daño, que allí no existía, sino únicamente el dolor de 'no-ser hombre', de ser un 'hombre-muerto', y por tanto de no poder vivir su vida humana totalmente en su plenitud espiritual-corpórea (cfr. II-234-235). Al tratar de la relación entre los misterios de la vida y de la muerte de Cristo, explica que toda la vida de Cristo tiene valor soteriológico, pero sólo en cuanto su sentido fue absorbido y fijado por el acto de su muerte, ya que sólo la muerte fija el sentido de una vida. A este respecto critica la afirmación de que cualquier acto o sufrimiento de Cristo habría sido suficiente para la redención del mundo, pero que ni Dios los aceptó como tales ni Cristo los ofreció en todo su valor. Este modo de hablar no explicaría la insistencia "del Nuevo Testamento sobre la muerte de Cristo como causa de nuestra salvación", da a toda la obra de la redención un "matiz de comercialismo y juridicismo" y rompería la unidad de vida de Cristo (II-240).
Llama la atención el escaso espacio dedicado al mérito de Cristo: poco más de una página, quizá porque, en su opinión, "la categoría de mérito corre el peligro de dejar en el segundo plano a las personas y poner en el primero a las cosas" (II-252). Sorprende que hable de un desarrollo de la filiación de Cristo: "El Hijo se había hecho hombre para realizar su filiación en nuestro nivel humano y histórico; su filiación como hombre había de tener un desarrollo hasta llegar a su perfección filial para poder ser autor de salvación para nosotros" (II-253-254). No parece que tenga sentido hablar de una salvación suprahistórica de Cristo: "Pero si su muerte da sentido y consistencia a la historia creada en él, y si el sentido de la historia es la salvación supra-histórica del hombre, se entiende que la muerte de Cristo tiene que acarrearle a él mismo su salvación supra-histórica, a fin de que él, como 'el Hombre' salvado escatológicamente, como 'nuevo Adán', influya eficazmente en la historia creada en él" (II-276).
La cuarta parte del segundo libro está dedicada a la Resurrección y exaltación de Cristo. Tratando de la resurrección, estima que la prueba del sepulcro vacío en cuanto tal es insuficiente, pues "la desaparición del cadáver no demuestra ni su revivificación, ni la causa de ésta, ni menos el estado adquirido" (II-309). La persuasión de los apóstoles de que Jesús ha resucitado no deriva del sepulcro vacío sino de las apariciones" (ibid.). Parece admitir la posibilidad de la teoría filosófica que postula que para la resurrección no sería necesaria la desaparición y transformación del cadáver: ni siquiera parece "posible en el caso de la resurrección universal del fin del mundo" (II-328). Aún admitiéndola, se podría aceptar para el caso límite, único y fontal, de Cristo. De todos modos "se podría elucubrar teóricamente si la desaparición del cadáver era necesaria, no para una revivificación del difunto, sino para su resurrección escatológica; porque para la identidad del cuerpo 'espiritual' con el 'carnal' no parece necesaria una identidad de células y glándulas" (ibid.).
Trata brevemente de la Ascensión y da la impresión de que la identifica con la Resurrección misma. Aunque indique un movimiento local, "sabemos que no hay que dar a esa 'subida' a los cielos más valor que a la 'bajada' al 'sheol': no se trata de planos cósmicos, sino de dimensiones existenciales o de modos de existencia" (II-330). Es lógico, pues, que se pregunte: "¿No habrá que decir, por consiguiente, que la ascensión tuvo que coincidir con la resurrección? Sí, esencialmente coinciden, para Jesucristo". Le parece "infantil imaginar un estadio intermedio entre los dos" (ibid.), en el que Jesucristo habría estado vagando por estos mundos durante un mes largo, una especie de crepúsculo prolongado de medias luces entre su resurrección y el esplendor pleno de la gloria. Distinta para los apóstoles, para ellos la ascensión fue la última aparición en la que comprendieron que ya no le verían más, a la vez que se dieron cuenta de que Jesús estaba junto al Padre. Consistiendo en ese nuevo modo de existencia, "podría prescindirse de la levitación del cuerpo de Jesús y de la nube que le encubre a los ojos de sus discípulos como de fenómenos observados por ellos visualmente" (II-331). "La escena, tal como Lucas la dibuja, no es una fotografía documentaria, sino una composición artístico-simbólica para expresar lo que los apóstoles, por fin, habían comprendido y llegado a creer" (II-332).
Sobre la historicidad de la resurrección de Jesucristo, le parece aconsejable evitar el hablar de 'hecho histórico', para soslayar equívocos y discusiones interminables sobre la significación de esa expresión (cfr. II-340). Prefiere hablar de "la realidad del evento". Según él, se trata de un evento tal que no puede afirmarse su facticidad sin aceptar al mismo tiempo ineludiblemente su valor dogmático. Si se admite su realidad, hay que admitir necesariamente que Dios ha refrendado su vida y sus enseñanzas, etc. No cabe separar ambos aspectos. De ahí pasa a decir que "la resurrección de Cristo es un evento que en su totalidad, y como tal, sólo puede ser conocido por una revelación y sólo puede ser aceptado por la fe" (II-341-342). La resurrección de Jesús "o se niega en bloque, o se acepta de pleno en acto de fe a la revelación, que es simultáneamente revelación del evento y de su sentido. Por eso oíamos a los 'testigos' decir que Jesús se les había 'aparecido', con el término técnico de las teofanías o revelaciones divinas" (ibid). La conclusión sería que "la resurrección, pues, sólo puede ser conocida por revelación, y la revelación no puede reducirse a historia, porque no es sólo historia, si bien no se da sin historia" (ibid.). Los hechos históricos que la han precedido y los hechos históricos que ha provocado son controlables por la historia; aunque el punto en que convergen, el evento mismo de la resurrección, supera la historia, en sí mismo no es intrahistórico. No hay que buscar, pues, pruebas de la resurrección sino signos que la muestren. Descartado por ambiguo el hecho del sepulcro vacío, el signo histórico de la resurrección de Jesús es la predicación de los apóstoles, que prueba no la realidad misma que pregonan sino su 'credibilidad'" (cfr. II-345). Esa predicación se basaba en la experiencia de las apariciones, y de ambas se infiere la realidad única del Señor resucitado. Critica las opiniones de Bultmann y Marxsen.
Ve una razón de conveniencia de la resurrección en general en el anhelo de supervivencia del hombre, y en concreto, en la estructura trascendental del acto libre, pues "la resurrección no es más que la permanencia real de la personalidad humana total, realizada por encima de la muerte y definitivamente, por obra de Dios, que eterniza esa personalidad humana, tal como ella misma había querido fijarse irrevocablemente en su opción libre, ante Dios y ante los hombres" (II-353-354). La resurrección de Cristo sería la garantía de estas aspiraciones. Insiste también en la necesidad de no identificar resurrección con re-vivificación, pues la primera está por encima de nuestras categorías espacio-temporales y carecemos de conceptos e imágenes para representarnos ese estado (cfr. II-359-360).
Resulta ambiguo cuando al hablar de la fe de los apóstoles dice que "la certeza de la resurrección de Jesús no fue una convicción que ellos pudieron alcanzar por su esfuerzo de reflexión, sino una fe que él creó en sus apóstoles" (II-36). Resulta curioso que después de afirmar la resurrección corporal de Cristo, diga que se trata de una corporeidad real y verdadera, "pero no circunscrita a contornos mensurables"(II-373).
Al hablar de la resurrección como obra del Padre, da la impresión de que fuera acción propia del Padre y no obra de toda la Trinidad (cfr. II-379 ss.). Al tratar de la resurrección como premio merecido por Cristo, concibe el mérito en general como "la apertura del hombre a Dios y su entrega como 'persona'" (II-382). No lo aplica al caso de Cristo. Su premio habría consistido en "el amor sin límites del Padre a su Hijo, que tan perfecta y totalmente se ha abierto al Padre", y su traducción en el nivel humano de Cristo sería la vida escatológica, que es prerrogativa del mismo Dios (cfr. ibid.). Aunque puede entenderse bien el que "la resurrección de Jesucristo está ligada primariamente con su persona: resucitó el que había muerto" (II-383), resulta curioso que diga que en la Cruz Cristo puso en manos de su Padre su plegaria y su persona. "El Padre aceptó ambas: la persona de Jesucristo, resucitándole" (II-394). Parece admitir la posibilidad de que las apariciones en realidad no fueran más que una: "hayan sido éstas múltiples o una única aparición, lo cierto es que todos los evangelios describen una, tal vez resumiendo varias, como la gran aparición" (II-420). Como había dicho ya "respecto de la resurrección y ascensión, y lo mismo hay que decir de la entronización" (II-404). Según él, "la distensión en el tiempo —los 40 días— es una consecuencia de su acción sobre los hombres encerrados en la historia y una necesidad de nuestro modo de percibir y pensar" (ibid.).
A propósito de los títulos de Cristo insiste en la necesidad de admitir una verdadera historicidad en Jesucristo, admitiendo un 'devenir', un progreso interno que afecte al mismo Cristo sin reducirlo todo a una mera manifestación externa progresiva y evitando la tendencia a pensar que poseía perfectamente desde el principio todo aquello que actualmente posee (cfr. II-440.470). Así se explicaría mejor el texto de Act. 2, 36. En general, tiende a poner el fundamento de los títulos de Cristo en la Resurrección, aunque habla de la Encarnación como de su raíz. De ahí, por ejemplo, que diga que aquellos pasajes en que los apóstoles dan el título de Señor a Cristo antes de su muerte —vgr. Mt 8, 25; 14, 30— se trata de pasajes en los que "se trasluce la fe de los evangelistas en el 'señorío' de Jesús, transportada prolépticamente al período de la vida pública" (II-470; cfr. 515). Juan lo reservaría para Cristo resucitado, "fuera de dos pasajes, que pueden considerarse como adiciones redaccionales (Jn. 6, 23; 11, 2). Tiende a presentar esta problemática en una dialéctica Encarnación-kénosis, Resurrección-donación del nombre, en virtud de la cual Cristo prescindiría al encarnarse de lo que era 'Señor','Rey', etc. para en la Resurrección hacerse lo que era o era en devenir con un devenir histórico. Resulta curiosa la afirmación, hablando del título de Juez, de que"la norma o criterio para el juicio ha de ser el mismo Jesucristo. Decisiva es, por tanto, nuestra actitud respecto de él. El criterio según el cual seremos juzgados es, con otras palabras, no el cumplimiento de una ley, ni siquiera, podríamos casi decir, el de los diez mandamientos, sino la entrega a una persona, Jesucristo" (II-462).
Al tratar del Espíritu Santo, explica que su intervención era necesaria para la total transformación de Jesús en 'espíritu vivificante', pues aunque sin pecado personalmente había tomado 'la carne de pecado', con las limitaciones que comporta: "una de ellas es la de no gozar plenamente de 'la fuerza del Espíritu de santidad'; ésta la alcanza en virtud de la resurrección" (II-475-476). "El recibió en su resurrección-exaltación el Espíritu para efundirlo sobre los hombres" (II-483). Parece pensar que Pascua y Pentecostés coinciden: "el mismo problema habíamos encontrado antes sobre la relación entre la resurrección y la ascensión; y la respuesta deberá ser aquí la misma que allí se dio" (II-482). Refiriéndose al Espíritu Santo hace una llamativa analogía con la encarnación: "en un modo análogo, el Espíritu Santo, que en el seno de la Santísima Trinidad existe 'en el comienzo', en la eternidad, vino en Pentecostés, entró en el tiempo y empezó a tener un modo de existencia que antes no tenía" (II-487). Pero no explica cuál. La misión de Pentecostés tiene de común con la Encarnación "la temporalización, la entrada en el tiempo de la persona divina enviada" (II-487).
A propósito de Rom 9, 5 comenta que "la puntuación misma de la frase no es segura", si bien "no carece de probabilidad la opinión tradicional" (II-512). Estima que la encarnación pide la resurrección, pues sin ésta "no hubiera colmado la medida de auto-comunicación que Dios había destinado para el hombre dentro del marco de la historia" (II-528). "En otros términos: hasta que Jesús no hubo resucitado, no había llegado a su cumbre la auto-comunicación que Dios había destinado para el hombre dentro del marco de la historia" (ibid.;cfr.538). Escribe que al igual que la resurrección es lo "queda valor absoluto y sentido a la vida 'sin pecado' de Cristo y la salva, pone en descubierto el sin sentido de toda vida en pecado y lejos de Cristo... Y la 'condena'; porque condenación no es más que la fijación y la manifestación del sin sentido y de la carencia de valor de una vida anticristiana, en toda la extensión de la persona humana que haya vivido esa vida hasta morir en su pecado" (II-546). Sobre las 'religiones' con 'historia' comenta que "su origen hubo de ser, en último término, una manifestación de Dios, aunque sólo fuese crepuscular y brumosa: es una revelación, un testimonio de Dios sobre sí mismo" (II-550).
La última parte de esta obra —el libro tercero— es una exposición sintética del misterio de Cristo. No es propiamente un resumen, pues aunque recoge lo ya tratado, en algunos puntos se detiene más de lo que había hecho. En el primer capítulo de esta parte, no parece que quede muy clara la libertad de Dios en la Encarnación y en la elevación sobrenatural: "según la teoría tomista, la elevación del hombre en el designio primero de Dios se hubiera podido realizar, y de hecho se realizar, y de hecho se realizó en el hombre, antes del pecado, sin conexión con la encarnación del Hijo de Dios. Solía, incluso, ponerse la tesis de la libertad absoluta de Dios respecto de la encarnación aun en el supuesto de haber decretado la elevación sobrenatural del género humano: se afirmaba la posibilidad de una elevación independiente de la encarnación. Nos parece que esta tesis debe abandonarse y, en su lugar, asentarse la contraria: 'la elevación sobrenatural del hombre implica la encarnación del Hijo"' (II-584). A esta conclusión llega a partir de que "sin encarnación no hay revelación trinitaria; sin revelación trinitaria no hay elevación; en consecuencia, sin encarnación no hay elevación sobrenatural del hombre" (II-585). Insiste de nuevo en que "nuestra participación en la filiación del Hijo sólo fue posible a condición de la participación del Hijo en nuestra existencia humana" (II-585-586), y piensa que "nuestra relación filial' con el Padre implica una relación 'diferenciada'ccon las personas de la Santísima Trinidad: somos hijos únicamente del Padre, no del Hijo ni del Espíritu Santo. Ahora bien, nuestra relación con las personas divinas no sería diferenciada si no hubiese encarnación; porque se mantendría en la relación de criatura a Creador, en la cual no surge la diferenciación de personas" (II-586). De ahí concluye que "Dios creó al hombre con el fin de comunicarse a él en Cristo, y entonces habrá que decir que Dios creó desde el principio un mundo en el que podía y había de encarnarse" (ibid.). La creación "es, por razón misma de su creación, la apertura a la comunicación de Dios en Jesucristo: es una realidad orientada a Cristo, un mundo 'crístico' en virtud de su mismo origen" (ibid.). Por tanto, "se puede y se debe hablar de nuestro 'existencial sobrenatural', o más concretamente de nuestro 'existencial crístico"' (II-587).
Llama la atención también que tratando del amor nocional no mencione para nada al Espíritu Santo: "su amor divino (el de Cristo), por razón de la identidad en la naturaleza divina, es idéntico con el amor del Padre; pero, por razón de la distinción de personas en la Trinidad, es el amor del Padre en cuanto comunicado al Hijo, en cuanto hablado en el Verbo y expresado en la imagen del Padre, que es el Hijo" (II-571).
No se entiende bien a qué se refiere cuando afirma que la encarnación del Hijo es "la actuación intrahistórica e intramundana de su mediación trascendente" (II-598), con la que alude a su intervención como Sabiduría y Logos de Dios en la creación del mundo.
Estima que la teoría del proceso evolutivo de Teilhard y la antropología trascendente de Rahner "son categorías que, en nuestros tiempos, han venido a suplantar los esquemas aristotélicos en que, desde Tomás de Aquino, se venía traduciendo la cristología" (II-620). Aunque habla de deficiencias y puntos vulnerables en el sistema de Teilhard, piensa que "el dato revelado, lejos de contradecir o estar al margen del proceso de evolución, admitido hoy por la ciencia, lo explica sublimándolo" (II-621). "Jesucristo se integra en el proceso evolutivo como una energía, que desde dentro del mismo lo empuja hacia su término 'en Cristo Jesús' en la parusía: encarnación, resurrección y parusía encuadran en la corriente de la evolución, y al mismo tiempo le dan un sentido insospechado: la cosmo-génesis es cristo-génesis, camina hacia la 'plenitud de Cristo"' (ibid.).
VALORACIÓN CIENTÍFICA
Se nota en este estudio una abundancia, quizá excesiva, de planteamientos bíblicos. En ocasiones, parece más un libro de teología bíblica que de dogmática, y a veces no resulta sencillo saber qué se dice y cuáles son las conclusiones a que se llega. Hay una gran abundancia de citas de la Escritura, no siempre pertinentes, que hacen algo engorrosa la lectura. Bajo este aspecto, no resulta útil como libro de estudio para los alumnos. En general, es también poco especulativo.
Al inicio de cada capítulo recoge una bibliografía sobre el tema en cuestión. En este sentido, los autores que indica no suelen ser por lo general excesivamente recomendables: Ducquoc, Rahner, González Faus, Pannenberg, "Mysterium Salutis", etc. Suele ser abundante.
Normalmente no suele haber citas a pie de página. Por eso muchas de las afirmaciones que hace no resultan comprobadas. Así, es frecuente que suela referirse a "muchas teorías", "muchos teólogos", "algunos grandes teólogos", "la teología moderna", etc., sin mencionar a nadie.
El castellano en que está escrito está lleno de neologismos, especialmente de italianismos.
En ocasiones se nota una dependencia de la terminología, problemas y soluciones característicos de K. Rahner.
VALORACIÓN DOCTRINAL
El enfoque que habitualmente da a la Sagrada Escritura no parece compatible con la historicidad de la misma. En general, se nota una dependencia de los métodos histórico-críticos y resiente de sus insuficiencias.
Algunas de las tesis que mantiene me parecen erróneas:
— Sus afirmaciones sobre la ignorancia de Cristo hombre y sobre su visión beatífica son contrarias a la doctrina católica. La interpretación que da del Magisterio que trata de este tema es reductivista. Es más, lo que dice sobre la oscuridad y progreso en conocimiento de Cristo respecto a su misión, es contrario a la fe divina y católica definida.
— Igualmente contrario a la fe divina y católica definida me parece que es el intento de identificar la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés.
Pone en duda o niega algunas verdades que son teológicamente ciertas, por ejemplo, cuando parece admitir que Cristo pudiera caer en la tentación o que no poseía plenamente el Espíritu Santo hasta su Resurrección.
Resulta cuando menos ambiguo lo que dice sobre el desarrollo de la filiación en Cristo, sobre la identidad y corporeidad del Resucitado y sobre la historicidad de la Resurrección.
Parece negar la libertad de Dios en la Encarnación —quizá no quede clara la distinción entre el orden natural y el sobrenatural—, y parece concebir la Encarnación del Hijo como una exigencia de nuestra filiación adoptiva, que es una tesis típica de Rahner.
Por otra parte, el tono general de la obra parece en muchas ocasiones minusvalorador de las tesis tradicionales de la teología, a las que a veces otorga cierta probabilidad. En este sentido, me parece que no hay mucha continuidad con la teología tradicional; más bien se sitúa en la línea de las posiciones actualmente más en boga en ciertos ambientes, y desde ahí plantea su trabajo y juzga lo anterior.
La lectura de esta obra me parece que debería al menos reservarse a especialistas, con las necesarias cautelas. Aparte de los errores que pienso que contiene, el tono general de la misma podría confundir a quien no conozca bien la materia.
J.A.R. (1983)
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