Les caves du Vatican
(“Las bodegas del Vaticano”)
1. RESUMEN
Primera parte: ANTHIME ARMAND‑DUBOIS
Primer capítulo
En 1890, Anthime Armand‑Dubois, hombre de ciencia y francmasón, se
instala en Roma con su mujer, Verónica: de esa forma, podrá continuar sus
investigaciones mientras que un prestigioso especialista cuidará de su enfermedad
reumática. Sus parientes, su piadosa mujer y su buen hermano, Julius de
Baraglioul, escritor católico, ven en la estancia romana la ocasión para una
conversión milagrosa. El sabio, se conmueve de Beppo, muchacho andrajoso que le
procura los insectos y roedores de los que él tiene necesidad para sus
experiencias; el muchacho siente gran devoción por una imagen de la Virgen,
situada en una hornacina sobre la fachada interior de la casa.
Segundo capítulo
Tres años después, una noche, los Armand‑Dubois se
preparan para cenar y albergar en su casa a Julius y Marguerite de Baraglioul,
que un jubileo los había traído a Roma. Anthime continúa en su materialismo
cerrado.
Tercer capítulo
Historia de los Baraglioul: vieja familia italiana,
instalada en Pau, Francia, desde 1807, y distinguida por el rey Carlos X. El
conde Juste‑Agénor de Baraglioul, padre de Julius, fue un brillante
diplomático. En cuanto a Julius, después de algunas correrías juveniles, el
matrimonio le ha llevado a una vida ordenada; elegante, aristócrata, “sin
turbulencia, pero sin calor”, escritor burgués que rehusa dejarse llevar por
las excentricidades literarias de las que su curiosidad le haría capaz. Arde en
deseos de ser elegido por la Academia Francesa.
A la llegada de los Baraglioul, el francmasón se
encuentra solo en compañía de su sobrina Julie y comienza a blasfemar e
ironizar sobre la medalla religiosa que luce la piadosa muchacha. Ésta responde
con tan franca sencillez que desconcierta al científico. Marguerite reprende a
su hija y reprocha a Anthime escandalizar a una criatura.
Capítulo cuarto
Durante la cena, Anthime habla de los bienes que posee en
Egipto, que se hallan amenazados por la expropiación y que sólo con el apoyo de
las logias masónicas, puede salvar. La conversación vuelve a la última novela
de Julius, “L'Air des Cîmes”, que Anthime encuentra execrable, pues le
hace recordar su enfermedad: ¡Ah! ¡si consintiera al menos rezar por su
curación! Pero el sabio rechazaba oraciones y milagros, y se pone colérico
cuando su mujer le revela que reza por él y que ha hecho colocar por Beppo,
unas velas en la hornacina de la Virgen. Creyéndose ultrajado, Anthime se
marcha de la mesa, mientras que Marguerite de Baraglioul, envidia de su hermana
el que tenga que soportar tan pesada prueba.
Quinto capítulo
En su cólera, Anthime marcha al patio del inmueble, y
pide a Beppo que quite las velas que se queman para él, ante la imagen. Como el
niño, horrorizado, huye rehusando cometer un tal sacrilegio, Anthime lanza su
bastón para apagar y hacer caer las velas; sin embargo, sólo consigue romper un
brazo de la estatua. Entonces, recogiendo los restos de una mano, y un poco
avergonzado de su acto, entra en el apartamento; lo hace para oír recitar a la
pequeña Julie, delante de todo el mundo, sus oraciones de noche; la niña no
deja de rezar “por los pecados del tío Anthime”.
Sexto capítulo
Aquella noche, Anthime ve en sueños, bajo los restos de
la imagen que acaba de ofender, a la Santísima Virgen. Despertado por un atroz
dolor, salta de la cama y constata que puede caminar sin muletas. Poco después,
su mujer se despierta, se levanta y encuentra en una habitación vecina a su
marido arrodillado, rezando, cubriendo de lágrimas y besos la mano de estuco de
la Virgen.
Séptimo capítulo
Gracias a Julius, la noticia de esta conversión se
extiende en los medios conservadores y alto clero católico, tanto en Francia
como en Roma. Un tal padre Anselmo, del Vaticano, consigue que Anthime, en el
curso de una ceremonia pública celebrada con gran pompa en la Iglesia del
“Gesù”, abjure de sus errores pasados. Anthime no creía que esto pudiera
entrañar algunas “medidas” por parte de la masonería; sobre todo, en sus
propiedades egipcias. Sin embargo, altos prelados le dan seguridad de que, en
una tal eventualidad, la Iglesia le indemnizaría.
En poco tiempo las colaboraciones científicas de Anthime
son rechazadas por diversos periódicos europeos. Su ruina es completa y el alto
clero olvida sus promesas. Anthime atraviesa estas pruebas con admirable entereza,
pero se ve obligado a abandonar su bello apartamento romano. La pareja se
instala en Milán.
Segunda parte: JULIUS DE BARAGLIOUL
Primer capítulo
De vuelta de París, Julius de Baraglioul encuentra una
carta de su padre: el anciano conde, Juste‑Agénor de Baraglioul, pide a
su hijo que se informe sobre la personalidad y actividades de Lafcadio Wluiki,
joven rumano de diecinueve años, huérfano, que vive en el barrio latino. El
origen de esa indagación no deberá ser conocida por el joven, precisa el conde,
el cual acaba su carta con un severo juicio sobre “L'Air des Cîmes”, libro que
Julius acaba, precisamente, de dedicar a su padre. Indignado por esta
apreciación, irritado por la “tibieza” con que el alto clero sostiene su
candidatura ante la Academia Francesa, Julius confía su pesadumbre a
Marguerite, su esposa; por primera vez le asaltan las dudas sobre el valor y
autenticidad de su obra literaria.
Segundo capítulo
Yendo hacia la casa de Lafcadio, Julius reflexiona sobre
los misterios de su padre. Penetrando en una mediocre pensión y dominando su
repugnancia por estos lugares populares, Julius se entera, por la patrona, que
Lafcadio se ha ausentado por poco tiempo; es conducido a su habitación por
Carola, su amante. Julius comienza a curiosear en el interior de la habitación:
le llama la atención la colección de libros tan extraños, después, una
fotografía donde se observan una pareja y un robusto adolescente en una playa
del Adriático; forzando el cajón de una mesa, Julius encuentra un diario donde
se hallan algunas anotaciones correspondientes a unas vacaciones pasadas en
Argelia con “tío Faby”. Decidido a no curiosear más, Julius deja el cuaderno en
su sitio y comienza a esperar; súbitamente se da cuenta que en la puerta “un
apuesto muchacho rubio le observa sonriente”.
Tercer capítulo
Inmediatamente, Julius lo reconoce en el adolescente,
“apenas maduro”, de la fotografía. Éste, contempla sin hostilidad, pero con
ironía, el apuro del intruso, que se presenta, se identifica, y azarosamente le
ofrece un trabajo como secretario literario. Por algunos detalles, Lafcadio
comprende que Julius ha leído su diario íntimo, y le increpa con tal firmeza
que hace enrojecer al escritor; sin embargo, la proposición le interesa: le
dará su respuesta al día siguiente.
Julius se va, Lafcadio anota esta mala aventura en su
cuaderno. Después, destruye con rabia todo lo que ha visto o tocado el
extranjero: fotografía, libros e incluso el diario; furioso porque hubiera
“curioseado” en sus recuerdos personales. Luego, la curiosidad le empuja a
informarse sobre Julius Baraglioul.
Cuarto capítulo
Caminando, Lafcadio ve en un escaparate la novela de
Julius y, a pesar de su apariencia poco interesante, la compra. Después de
haber leído en un diccionario “la amorfa carrera” del escritor, descubre la
biografía del conde Juste‑Agénor... diplomático en Bucarest en 1873.
Emoción de Lafcadio: ¿cómo dudar, después de la visita de
Julius, de que el anciano diplomático es su padre? Lafcadio no conoció más que
a cinco “tíos”, amantes de su madre, la bella Wanda; ésta no le habló nunca de
su padre. Un periódico le informa del mal estado de salud del conde Juste‑Agénor.
El muchacho se apresura para conseguir tarjetas de visita con el nombre de
Lafcadio de Baraglioul. Paseando por la estrecha calle de Faubourg Saint
Germain, se encuentra una casa ardiendo y una mujer que llora. Empujado por las
súplicas de una bella joven transeúnte, después de algunas acrobacias, Lafcadio
salva a dos pequeños, prisioneros de las llamas; después escapa de las aclamaciones
que le brindan los curiosos, y se lleva una bolsa bordada que la joven le da
como recuerdo. Después compra la ropa más elegante que con sus pobres ahorros
puede adquirir.
Quinto capítulo
El conde Juste‑Agénor, en su lujoso apartamento de
la “rive droite”, se prepara para morir; es un admirable y noble anciano del
que Julius y “L'Air des Cîmes” no dan más que una imagen atenuada. Un criado le
lleva la tarjeta de visita de Lafcadio; despide a su confesor (el lector
comprenderá que es este último quien le ha incitado al conde a no abandonar a
su bastardo). Cuando Lafcadio entra, el anciano le dice con fuerza, que
Lafcadio de Baraglioul no existe. El joven se inclina y promete romper las
tarjetas de visita, mientras que el moribundo observa los vestidos y la
apostura del muchacho. Finalmente, manifiesta su satisfacción de que su
bastardo no sea “ni feo, ni tonto” y de que no le falte “valentía”. El conde
había tomado sus precauciones para que nadie nunca pudiera determinar la edad e
identidad de Lafcadio; sin embargo le deja en herencia cuarenta mil libras de
renta, más que a Julius; el asunto será legalizado esa misma noche ante
notario. Por fin, después de lágrimas y emotivos abrazos, el muchacho se
despide del anciano diciéndole que es “el mejor de los tíos”.
Después de romper sus tarjetas de visita, Lafcadio compra
unos curiosos gemelos de camisa, de los que le gustan a Carola, para
ofrecérselos y sellar el adiós definitivo.
Sexto capítulo
Julius, “en el que la moral provisional buscaba
instintivamente el confort” (y el éxito literario era uno), se deja llevar por
el pensamiento de que Lafcadio es su hermano y que, en su favor, su padre le
habrá restado una parte de la herencia; pero, es tal la simpatía y el poder de
seducción del muchacho, que Julius no muestra ningún resquemor hacia él.
A la mañana siguiente, yendo a casa de su hermanastro, en
el Faubourg Saint‑Germain, Lafcadio encuentra a la muchacha que la
víspera le había urgido a salvar de las llamas a los pequeños. Ésta revela ser
Geneviève de Baraglioul, hija de Julius. Los jóvenes se enamoran. Antes de
entrar en casa de Julius, convienen en no dar la sensación de que se conocen.
Julius y Lafcadio mantienen una discusión tensa, en la
cual el muchacho se muestra despreciativo y encolerizado. Después su
conversación se centra en la lectura y creación literaria. Lafcadio, que
desdeña los libros y prefiere la aventura, critica las correcciones que impone
el escribir en lugar de ser la vida prohibida quien modele la conducta. Aquel
día, Lafcadio autoriza a Julius a interrogarle sobre su vida; entonces,
reprimiendo su indignación de hombre conservador y tradicional, comprende que
Carola fue, en primer lugar, la amante de Protos, joven italiano, antiguo
compañero de clase de Lafcadio que tuvo una fuerte influencia sobre él.
Séptimo capítulo
Lafcadio cuenta su vida a Julius. Su padre —dice— murió,
poco después de su nacimiento, en Bucarest en 1874. El primer “tío” que
recuerda fue un alemán, Heldenbruck. Éste era empresario, y le enseñó su lengua
y el “cálculo”: el muchacho llevaba la cuenta de sus gastos, intereses y
especulaciones, y pudo así adquirir una gran agilidad en las matemáticas y el
cálculo mental. La flor y nata de Bucarest frecuentaba la casa de su madre;
después de Heldenbruck, tuvo, al mismo tiempo, dos “tíos”: Wladimir Bielkowsky
y Ardengo Baldi, ambos diplomáticos; le enseñaron italiano y polaco; políglota
a los trece años, Lafcadio habla también el francés, lengua de su padre. Fue
una época dorada para Lafcadio. Bielkowsky llena de fiesta toda su existencia:
lo lleva, durante varios veranos, a su castillo de los Cárpatos, vida
brillante, excursiones a caballo por el bosque, etc. Baldi, enseña a Lafcadio y
a su madre, el ajedrez, las cartas, todo tipo de trucos y juegos de
prestidigitación. Después llega “tío Faby” o Lord Fabian. Lleva a madre e hijo
a Duino, a la orilla del Adriático; como vivían en una zona solitaria, Faby
impone a Lafcadio, adolescente, una educación al aire libre, deportiva,
naturalista y salvaje. Faby estaba más prendado de Lafcadio que de su madre; el
“tío” y el “sobrino” efectuarán un emocionante viaje a Argelia, después de que
el muchacho fuera enviado por su madre a una pensión parisina, bajo la tutela
de un duro y siniestro preceptor. Es aquí cuando conoce a Protos; su madurez,
seguridad y dotes de comediante fascinarán a Lafcadio. Protos le inculcará una
moral fundada en la acción. Entonces Lafcadio se fuga a Alemania donde se halla
su madre. El nuevo “tío”, el marqués de Gesvres, lo lleva otra vez a París,
donde le presenta una vida lujosa y regalada; vistiéndolo en los mejores
modistos, le enseña a vivir con elegancia, y como gastar mucho sin tener deudas
según el principio de que “la imaginación debe estar antes que el hambre, pues
ésta está siempre”, y que es preciso gozar indiferentemente de lo que es caro o
gratuito. Su madre muere súbitamente en Bucarest; le deja una herencia igual a
sus deudas, y Lafcadio se encuentra sin nada. De vuelta a París, y habiendo
desaparecido el “tío” de Gesvres, Lafcadio, al que repugnaba robar para vivir,
es albergado por Carola Venitequa. Sin embargo, un notario le deja una
misteriosa pensión, que le pondrá al abrigo de la penuria. Para Julius,
Lafcadio manifiesta, por fin, la incoherencia de su conducta: “Soy un ser de
inconsecuencias” dirá, y reprocha a su hermanastro el haber dado de su padre,
en “L'Air des Cîmes”, una imagen demasiado lógica y coherente, demasiado fiel a
sus principios, demasiado falsa. A pesar de la ironía del muchacho, Julius
sostiene que la psicología no es más inconsecuente que la física..., pero su
conversación se acaba aquí, pues Julius es llamado a la cabecera de su padre.
Lafcadio, comprendiendo que el viejo ha muerto, abandona el domicilio de su
hermano venciendo su emoción. Se siente satisfecho, presto a dejarse llevar por
el primer viento que sople. Abandona su apartamento sin dejar dirección.
Tercera parte: AMÉDÉE FLEURISSOIRE
Primer capítulo
La condesa de Saint‑Prix, hermana menor de Julius,
acaba de retirarse a su castillo de Béarn, cerca de Pau, inmediatamente después
de los funerales de su padre. La visita de un cierto sacerdote, Don J.P. Salus,
canónigo de Virmontal, que presentaba una recomendación del Cardenal André,
amigo de la familia, interrumpe el paseo matinal de la condesa. Este canónigo,
de aspecto joven y fuerte, quiere hablarle de un tema importante. Es
introducido por la condesa en una habitación discreta, y allí se deshace en
lágrimas, revelándole que el Cardenal André le ha encargado una misión secreta
de la que no debe quedar el menor resto escrito.
Una intervención del novelista recuerda cómo la realidad
parece a menudo inverosímil; y que, en 1893 corrió realmente un rumor acerca de
que el Estado italiano había depuesto al Papa; se hicieron colectas para su
liberación, sin que todavía se haya sabido si se trataba o no de estafas. El
novelista advierte al lector que el supuesto canónigo de Virmontal no es otro
que el antiguo condiscípulo de Lafcadio, Protos.
Este último describe a la condesa la historia de un
conflicto entre el gobierno masónico de Italia y la Santa Sede, que terminó con
el encarcelamiento secreto de León XIII en el Castillo de Sant'Angelo. Un
personaje impostor ocupa desde entonces la sede pontificia; a partir de esta
fecha, son falsos todos los actos y documentos emanados del Papa, especialmente
la encíclica en la que León XIII invitaba a los católicos de Francia a
restaurar la República. Estas revelaciones tocan la fibra monárquica de la
condesa; completamente engañada, exclama que es necesario actuar, mientras el
falso canónigo le suplica silencio, a fin de no interferir una cruzada que se
ha puesto en marcha con objeto de liberar al Papa. Un cardenal francmasón
—explica Protos— ha colocado a León XIII bajo la vigilancia de un príncipe
austríaco, encerrado también en el Castillo de Sant'Angelo. Para evadirse con
el Papa, este príncipe pide mucho dinero. Algunas damas de la aristocracia
—continúa Protos— han entregado ya una parte; la condesa de Saint‑Prix
consiente en aportar lo que falta. Alegando motivos de discreción, Protos exige
que este dinero le sea dado en mano. Una vez que ha vencido las dudas de la
condesa —exclamando: “El Papa espera”—, y que ha obtenido los sesenta mil
francos que pedía, Protos se retira, solicitando de la condesa el mayor
silencio. Ésta se dirige entonces a Pau, a casa de una amiga.
Segundo capítulo
Esta amiga, Arnica Fleurissoire, es la hermana de
Verónica de Baraglioul, es decir, la cuñada de Julius. Conoció una triste
infancia, en un orfelinato, mientras que su hermana llevaba a cabo un brillante
matrimonio. Allí conoció a Amédée Fleurissoire y a Gaston Blaphafas; estos
muchachos —personas mediocres, laboriosos, objeto de frecuentes burlas por
parte de sus compañeros— se habían hecho inseparables desde que coincidieron en
el colegio (donde se les conocía por el apodo de “Los Blafaferos”). No tienen
otra ambición que la de suceder a sus respectivos padres, uno vendedor de
artículos funerarios, y otro farmacéutico.
Cortejan a la vez y con poca habilidad a Arnica; la pobre
muchacha acaba por decidirse, al azar, en favor de Amédée. Por lealtad hacia su
amigo de siempre, Amédée no llegará a consumar su matrimonio. Poco después,
Gastón inventa el “Cartón Romano”, materia plástica a la que espera un buen
porvenir en la imaginería religiosa; monta con Amédée una sociedad para
explotar este hallazgo; un antiguo compañero de colegio de origen judío, Eudoxe
Lévichon, consigue una gran distribución del “Cartón Romano”. Llega a ser el
verdadero jefe del negocio, y recibe casi todas las ganancias, en detrimento de
los Blafaferos.
La condesa de Saint‑Prix trata entonces de
inmiscuir a la “Casa Blaphafos y Cía” —que considera como un gran empresa— en
la causa por la liberación del Papa. Lo modesto del alojamiento de los
Fleurissoire le hace comprender, sin embargo, que aquellas personas no podrán
sostener económicamente una cruzada de tal envergadura; a pesar de ello,
comunica a Arnica todo lo que le había contado Protos. Esa misma tarde, Amédée
está ya al corriente del asunto. Como no tienen dinero, Amédée decide
intervenir personalmente en la causa; consulta con Gastón Blaphafas y, dos días
más tarde, habiendo tomado multitud de precauciones para no llamar la atención
toma la dirección de Roma, pasando por Marsella y Génova.
Tercer capítulo
Hacia la misma época, Julius de Baraglioul se dirige también a Roma, pero con la intención de asistir a un congreso de sociología. Durante el camino, hace una parada en Milán y visita a los Armand-Dubois. Desde la conversión de Anthime, el matrimonio ha sido privado de sus ingresos, y viven miserablemente. Verónica se lamenta de la resignación de su marido: obispos y cardenales han abusado de su confianza. Anthime, por su parte, no se lamenta de su pobreza, y muestra siempre sentimientos cristianos enormemente edificantes. Verónica, excitada por la “santidad” de su esposo, llega a conmover a Julius, quien —escandalizado por la mala actuación de las autoridades eclesiásticas— decide hablar del tema al Papa en persona. Al despedirse de ellos, les anuncia que está trabajando en un libro de un nuevo género.
Cuarta parte: EL CIEMPIÉS
Primer capítulo
El viaje en tren de Amédée está salpicado de una multitud
de sucesos ridículos: se equivoca de tren, las pulgas le hacen pasar noches
horribles, etc.
Segundo capítulo
Nada más llegar a Roma, un mozo de estación francés
—Baptistin—, oriundo de Marsella, se ofrece a llevarle la maleta hasta un hotel
situado cerca del Castel Sant'Angelo; se trata evidentemente de un burdel: en
su ingenuidad, Amédée se tranquiliza al ver los soldados que salen del
establecimiento. Le sorprenden las familiaridades de la regenta y las de
algunas “empleadas” que encuentra en los pasillos. Amédée está ya en la cama
agotado, cuando Baptistin hace entrar en su habitación una “dama” que habla
francés, y que no es sino Carola Venitequa, la antigua amante de Lafcadio en
París. La excesiva confianza con que se desenvuelve Carola inquieta por fin a
Amédée, que la hace salir de su habitación y cierra la puerta con llave. Ella
volverá, sin embargo, a buscarle mientras duerme; en plena noche, Amédée,
avergonzado por haber faltado a pesar suyo, se levanta, llora, creyéndose ya
indigno de la misión que debe realizar; Carola escucha asombrada sus lamentos.
Tercer capítulo
Una intervención del novelista revela la importancia de
la falsa cruzada para liberar al Papa. La banda (el ciempiés) opera con gran
prudencia y disciplina. Por otra parte, la llegada de Fleurissoire a Roma ha
sido rápidamente conocida por Protos, ya que se aloja en el mismo hotel del
“cruzado”. Protos decide vigilar a Amédée y se viste de cura, mientras Carola,
conmovida por la candidez de Amédée, se deja llevar por un arrebato contra
Protos y los trabajos tan viles que exige de ella. Protos le ordena que se
quite los gemelos que Lafcadio le había ofrecido. Durante este tiempo, Amédée
va a confesarse, y luego retira correo, que Protos ha conseguido leer antes:
una carta de Arnica le recomienda, siguiendo los consejos de un sacerdote, que
vaya a visitar a un Cardenal, arzobispo de Nápoles.
Cuarto capítulo
Por la tarde, Amédée pasea dubitativo alrededor del
Castel Sant'Angelo. “El Papa está prisionero”, se repite cuando es abordado por
un sacerdote francés, de porte noble y vigoroso (Protos, evidentemente), que
estalla en sollozos: “¡Usted también, usted lo busca!”. “No estoy solo
entonces”, murmura Protos, al mismo tiempo que le ruega discreción. Representa
ante Amédée una deslumbrante comedia: los accesos al Castillo están vigilados;
le aconseja que desconfíe de Baptistin, y le manifiesta que partirá al día
siguiente para Nápoles; Amédée adivina entonces que el supuesto sacerdote
también va a visitar al Cardenal. Sobre todo —dice Protos—, no debemos ir a
buscarle al arzobispado: el cardenal está bajo vigilancia y no hay que
comprometerlo. A continuación, reprocha a Amédée que se haya movido por sí solo
en este asunto: ahora deben dirigirse juntos a Nápoles. Protos envía a un
cómplice napolitano, llamado Bardolotti, un grotesco mensaje en clave que
muestra a Amédée y que firma con el nombre de Cave[1].
Quinto capítulo
Carola, que no ha querido molestar a Amédée durante su
segunda noche romana, le ha dado sus gemelos. Ya en Nápoles, Protos conduce a
Amédée hacia un barrio de los suburbios donde —según le dice— el Cardenal trata
los asuntos secretos.
Sexto capítulo
Protos, al abrir a Amédée la puerta de la casa del
supuesto cardenal, le dice que desconfíe: todos los criados son espías y
comprenden el francés. Ciro Bardolotti, que se hace pasar por el Cardenal, lo
recibe vestido de forma familiar, y con los pies sumergidos en un recipiente de
agua clara. Se trata de una grotesca comedia; Protos consigue que Amédée beba
demasiado; entre el vino y el calor, el viejo termina por hablar.
Protos y Ciro dicen a Amédée que algunos canallas
intentan desacreditar su cruzada: le enseñan una advertencia sobre ella en el
periódico La Croix; la situación es tan peligrosa que les hace falta
“simular” que “han pecado”. Para redimirse de su falta, que no era fingida,
Amédée deberá cobrar por ellos, en Roma, un cheque por una importante suma de
dinero; de este modo, ellos evadirán a la policía, y Amédée hará un viaje
suplementario de ida y vuelta entre Nápoles y Roma. Antes de que Amédée
emprenda el viaje, Protos —para poder vigilarle— se disfraza ahora de empleado.
Séptimo capítulo
De nuevo en Roma, advertido por Carola, Amédée se decide
a no fiarse del padre Cave, ni de nadie.
Preso de una duda universal, Amédée se pasea por Roma con
paso vacilante. Una carta de Arnica le advierte que Julius está en Roma.
Revitalizado por esta noticia, Amédée sale de su escepticismo, y envía al diablo
la fábula de la cautividad del Papa. Con estas radiantes perspectivas,
encuentra casualmente a Julius bajo la columnata de Bernini. Él acaba de salir
—relata a Fleurissoire— de la audiencia que el Santo Padre le había concedido;
quería interceder por Anthime, pero no le han dejado; apenas ha podido entrever
el rostro de León XIII. Amédée concluye de todo esto que Julius no ha visto al
verdadero Papa, y vuelve a creer en la idea del complot, que revela a su
cuñado. Julius acoge estas noticias con escepticismo e indiferencia, lo que
supone para Amédée un nuevo golpe, que no reconoce en él al escritor de
criterio claro.
Mientras almuerzan, Julius cuenta con detalle a Amédee
sus nuevas teorías sobre la novela: no es el interés lo único que mueve al
hombre; existen también actos desinteresados, gratuitos, actos que sólo pueden
explicarse por el gusto del juego o del placer; actos que son lo propio de
espíritus aristocráticos, habituados a no tener ninguna preocupación mental o
moral. Estas ideas encienden la indignación de Amedée, a pesar de todo
manifiesta a Julius sus angustias, su sensación de animal llevado de un lado a
otro. Amédée se siente más febril y solitario que nunca, mientras que Julius le
confiesa que, cuando estaba en presencia del Santo Padre, le distrajo la idea
de que un crimen gratuito no sería imputable.
Un criado trae a Amédée un mensaje de Cave, que le ordena
ir sin tardanza a cobrar el cheque al Banco, acompañado por el conde de
Baraglioul, que es bien conocido allí. Ante la sorpresa e indignación de
Julius, Amédée replica: “esta gente lo sabe todo”. Amédée toma de nuevo
confianza en su misión, y marcha con Julius a cobrar el cheque.
Este último accede a prestarle su propio billete de
ferrocarril, billete de ida y vuelta que le permitirá realizar sin temor el
viaje a Nápoles. Amédee se lo devolverá la noche siguiente, cuando esté en Roma
de nuevo.
Quinta parte: LAFCADIO
Primer capítulo
Después de haber tomado posesión de su herencia de
cuarenta mil libras de rentas, Lafcadio sigue sin querer modificar su
comportamiento. Sin embargo, la resistencia que había conseguido con su vida
austera comienza a relajarse, sin darse cuenta. Decide mejorar su posición.
Abandona París y se dirige por tren a Italia, desde donde planea embarcarse
hacia Java.
En pleno viaje, por puro afán de experiencias, desciende
del tren y atraviesa a pie los Apeninos. Más tarde, ya en el tren de Roma a
Nápoles, piensa en esta caminata, que le dio ocasión de ayudar a una vieja
campesina: “Hubiera podido estrangularla”, se dice, para afirmar la gratuidad
absoluta de ese acto, que no era realmente una “buena acción”. Lafcadio siente,
cada vez con más fuerza, el deseo y la curiosidad de arriesgar su vida a nada
que se presente la oportunidad de hacer una proeza “bella y temeraria”. Sus
ensueños le llevan a una apología de la vida salvaje que convendría a su
naturaleza cruel y sensual (“felina”, precisa él)... Algunos pensamientos,
unidos al recuerdo de un viaje emprendido —tiempo atrás— por Argelia en
compañía de Lord Fabian, revelan sin la menor ambigüedad las inclinaciones
narcisistas y desviadas de Lafcadio.
Todas estas reflexiones son interrumpidas por la
repentina entrada de Amédée Fleurissoire en el compartimento que Lafcadio
estaba ocupando solo. Envuelto al principio en múltiples sospechas, el viejo se
ha tranquilizado ante la aparente bondad de Lafcadio, que, a su vez, ha hecho
lo posible por encontrar a Fleurissoire extraño y repugnante. Le viene a la
cabeza la idea de hacer algún mal a “este desgraciado”, con el que no piensa
tener nada en común. Amédée se sienta enfrente, en el ángulo de la puerta, y
Lafcadio se pone el sombrero sobre los ojos para intentar dormir, sin
conseguirlo.
Observa al “viejecillo”, con los ojos casi cerrados.
Lafcadio se da cuenta entonces de que puede, en un instante, descorrer el
cerrojo de la puerta contra la que se apoya el viejo. Bastaría empujar un poco,
y Fleurissoire caería sobre el terraplén. Nadie habría visto ni oído nada; un
crimen sin motivo: “¡qué problema para la policía!”. La idea del asesinato toma
cuerpo en Lafcadio; quiere probar, antes que nada, por curiosidad sobre él
mismo: “Uno se cree capaz de cualquier cosa y, antes de actuar, se echa
atrás... Como en el ajedrez: si se prevén todas las jugadas, la partida pierde
todo su interés”. Como el tren se avecina a un viaducto, Lafcadio decide contar
hasta doce...; si, antes de terminar la cuenta, ve un fuego en la oscuridad,
abrirá la puerta y empujará a Fleurissoire. Empieza a contar, lentamente...;
cuando va por diez, “¡un fuego!”.
Segundo capítulo
Fleurissoire ha caído del tren sin lanzar un grito. Sólo
ha intentado agarrarse, ha hecho algunos rasguños a Lafcadio, y ha dejado caer
un gemelo dentro del compartimento; en su caída se ha llevado consigo el
sombrero de Lafcadio, que —de seguro— muestra la marca del fabricante. Muy
dueño de sí, Lafcadio va al lavabo para limpiarse la herida que le ha hecho su
víctima. Como el tren está entrando en la estación de Capua, se juega a los
dados si debe o no bajar para recuperar su sombrero. Cuando vuelve a su
compartimento, comprueba que le han robado la maleta; a través de la ventana ve
de lejos, sobre el andén, a un grandullón que se la lleva. Se queda en el tren,
por prudencia; al registrar los bolsillos del abrigo de Amédée, encuentra los
seis mil francos del cheque, pero no quiere tocarlos. Lo que más le sorprende
es el nombre de Julius de Baraglioul, escrito en el billete de tren del
viejecillo: “Quizá he metido la pata, se dice a sí mismo, estos tipos están
mejor relacionados de lo que uno piensa”. Su inquietud aumenta todavía al leer
la última carta de Arnica a su marido, y por ella comprende que Julius está en
Roma. Tanto por deseos de ver a su hermano como por una “desmedida curiosidad”
de asistir al desenlace del asunto, vuelve a Roma tras haber pasado una noche
en Nápoles.
Tercer capítulo
En Roma, Lafcadio examina los periódicos; los de la
tarde, por fin, traen entre los titulares: “¿Crimen, suicidio o accidente?” Un
artículo describe con detalle el gemelo que ha sido hallado en el
compartimento; Lafcadio lo reconoce con sorpresa: “¡Los gemelos de Carola!. ¡No
puede ser!. ¡Este viejo es un misterio!”. Lafcadio se reúne en el Gran Hotel
con Julius, quien —entre alegre y sorprendido— le comunica que Carola está en
Roma. A continuación, Julius le habla con entusiasmo de sus nuevos proyectos
novelísticos, y le confía que, desde que los ha encontrado, ha podido salir de
su universo literario, determinista y ortodoxo; que, hasta entonces, había
puesto demasiado empeño en acomodarse a la personalidad que quería conservar;
ahora, por vez primera, tiene ante él un enorme campo libre, tanto para la
creación literaria, como para la sinceridad. Julius planea escribir una novela
sobre un joven criminal que no tiene ningún motivo para matar; el retrato que
va trazando hace pensar, a todas luces, en Lafcadio, quien —al oír todo esto—
se va mostrando cada vez más interesado por los proyectos y análisis de su
hermano. Julius relaciona sus teorías con el asesinato de su cuñado, que los
periódicos le han hecho adivinar. Esta revelación sorprende a Lafcadio, y aún
más el detalle que aporta otro periódico acerca de que el segundo gemelo no
estaba en la camisa de Amédée; además, la etiqueta del fabricante había sido
arrancada del sombrero encontrado cerca del cadáver: su crimen ha sido por
tanto “retocado”. Julius piensa que este criminal podría ser su “héroe” si
realmente no hubiera querido robar a su víctima; pero cuando sabe que ha dejado
los seis mil francos en el bolsillo de Amédée, en lugar de proseguir su
“apertura” a la gratuidad, empieza a creer que era realidad la supuesta fábula
que Amédée le había contado; se reprocha entonces no haberle creído, y, al ser
depositario de su secreto, imagina estar ahora bajo la vigilancia de los
asesinos de su cuñado. En este momento, Julius se lamenta de haber defendido
teorías tan blasfemas como ilógicas: “No hay crimen sin motivo”, exclama antes
de ir a prevenir a la policía. Finalmente, ruega a Lafcadio que vaya a Nápoles
en su lugar, a buscar el cuerpo de Amédée. Cuando se queda solo en la
habitación de Julius, Lafcadio deja allí, bien a la vista, el billete circular
de la Agencia Cook que había encontrado en los bolsillos del abrigo de Amédée.
Cuarto Capítulo
A pesar de las precauciones de Julius, la prensa ha
divulgado rápidamente el nombre, la identidad y el domicilio de Amédée y de sus
parientes. Julius se llena de miedo, y hereda así las sospechas que
atormentaban a su cuñado; la presencia del citado billete de tren en su
habitación, le provoca todavía más angustia. Carola ha venido a buscar a Julius
a su hotel; en su desolación, le revela inconscientemente su relación fortuita
con Amédée, lo que acaba de estremecer a Julius. Ella le aconseja que no se fíe
de nadie, y le asegura que ha denunciado al criminal (Protos) a la policía.
Quinto capítulo
Lafcadio acompaña el féretro de Amédée en el tren de
Nápoles a Roma. Lo que le gustaría es dar con el “individuo que ha robado su
maleta y que ha retocado su crimen”: “¡Vaya bromista!”. En la mesa, Lafcadio
pide champagne. Enfrente suyo se ha sentado Defoulquebize, un jurista,
personaje importante, de apariencia sencilla, que es tan miope que se bebe el
champagne de Lafcadio en lugar de su agua mineral; comienza a gesticular, y
declara que no le gusta nada el alcohol, al que, además, no está acostumbrado.
Cuando el camarero ha cambiado los platos, Lafcadio encuentra en el suyo el
gemelo desaparecido. ¿Es una alucinación? ¿De quién sospechar? ¿Del camarero?
Lafcadio ha hecho desaparecer rápidamente el gemelo en su bolsillo... Pero se
reprocha enseguida esta imprudencia: “¡Qué confesión de culpabilidad, si
alguien me observa!”. El jurista, embriagado ya por el primer sorbo de
champagne, se vuelve a dirigir a Lafcadio, y deja caer esta excentricidad:
“¡Qué cantidad de cosas se podrían hacer en esta vida, si uno supiera solamente
que no traerían consecuencias!”. Si él estuviera en Burdeos, no se atrevería a
emborracharse como lo está haciendo aquí. A continuación, le habla del placer
de escapar por un instante de su propio rostro, y sostiene la tesis de que un
simple vacío en la memoria, un corte de corriente de cualquier clase, bastan
para hacer un bribón de un hombre honesto. Como es natural —agrega— él no podría
enseñar estas cosas en Burdeos; y acaba por elogiar la ventaja de lo ilegítimo,
cuya existencia exalta como una extravagancia; todo como el acto criminal
gratuito. Turbado por esta conversación, y por la embriaguez del profesor, cuya
mirada empieza a inquietarle, Lafcadio se dirige vacilante a su compartimento.
Es allí donde Protos —el supuesto Defoulquebize— se da a conocer. Protos
recrimina a su antiguo condiscípulo por no haber sabido reconocer al sutil (recuerdo
de su argot de colegiales: el sutil era el hombre que no presentaba el mismo
rostro para todos, ni en todos los sitios). Después de recordar a Lafcadio los
errores cometidos (el sombrero), le propone cambiar sus convicciones por los
seis mil francos de Amédée que implican la obediencia. Finalmente, se asombra
de que una persona tan inteligente como Lafcadio no haya aprendido aún que, al
abandonar las normas de una sociedad, se cae irremediablemente en otra sociedad
(la del crimen y los delincuentes): no se puede vivir sin ley. Protos se servirá,
por tanto, de Lafcadio para hacer sacar dinero, por ejemplo, a Julius
Baraglioul. Negativa en redondo de Lafcadio, que le abandona: prefiere la
policía antes que a Protos.
Sexto capítulo
Toda la familia Baraglioul se encuentra en Roma para
asistir a los funerales de Amédée. La mujer de Julius le ha traído la noticia
de que la Academia Francesa le ha abierto por fin sus puertas. Después de las
exequias, Julius confía todo el asunto de la cautividad del Papa a Anthime
Armand‑Dubois, que se alegra al saber que no es la verdadera iglesia la
responsable de su ruina; afectado por estas revelaciones, Anthime decide volver
a entrar en su logia masónica, y reemprender su trabajo en una publicación
anticlerical. Además, su reuma ha reaparecido hace varios días.
Séptimo capítulo
La policía ha tendido una trampa a Protos, que —sin
inquietarse demasiado— se ha refugiado en casa de Carola. Ésta, que acaba de
llegar después de haber dejado unas flores en la tumba de Amédée, comunica a
Protos que ha sido ella quien le ha denunciado. Furioso, el bandido la
estrangula; la policía interviene demasiado tarde. Es arrestado y acusado de
dos asesinatos, pues encuentran en su poder el recorte de la etiqueta del
sombrero.
Al conocer la detención, Lafcadio visita a Julius, y se deja
seducir de nuevo por la belleza de su hija Geneviève. Hablando cara a cara con
Julius, y sin pestañear, Lafcadio le dice que él es el asesino de Amédée.
Aspecto infantil, muy joven de Lafcadio después de esta revelación;
desmoronamiento de Julius, que no comprende nada:
“—¿Qué tenías en contra de Fleurissoire, un hombre digno,
lleno de virtud...?”
“—No lo sé... No tenía un aspecto muy alegre... ¿Cómo
quieres que te explique lo que no he sabido explicarme a mí mismo?”.
El Julius conformista y mezquino de siempre se va
afirmando cada vez más a lo largo de esta conversación; incita a Lafcadio a
confesarse, después de haber dejado escapar: “¡Y yo que empezaba a tomarte
afecto!”. Esta frase toca de lleno el corazón de Lafcadio; se separan
fríamente. Lafcadio marcha a su habitación, en el piso superior del hotel y,
tendido en la cama, llora por esta fraternidad rota. Está ya durmiendo, cuando
Geneviève —que ha oído toda la conversación entre Lafcadio y su padre— viene a
despertarle; envuelta entre lágrimas, le confiesa su amor. Le incita a la fuga,
pero Lafcadio contesta fríamente que no está dispuesto de ningún modo, porque
no piensa escapar de sí mismo... ¡No! Se entregará a la policía. “Confiésate”,
le suplica ella; “me hará falta, sin duda”, responde el joven; lástima que
Julius se lo haya aconsejado primero.
El libro concluye con un cántico a la verdad del deseo, al deseo de vivir y
al alba, cuando Lafcadio se despierta, la última frase (interrogativa) permite
pensar que, por amor a la vida, Lafcadio no se entregará.
2. VALORACIÓN LITERARIA
Hasta 1919, época en la que comienza “Faux Monnayeurs”,
André Gide no quiso comprometerse en la composición de una novela; concibe sus
obras como relatos (L'Immoraliste, la Porte Etroite, la Symphonie Pastorale) o
como “sorties” (Paludes, Le prométhée Mal Enchaîné, les Caves du Vatican).
El término “sortie” recuerda un género dramático
medieval, “en el que los actores, vestidos de bufón de palacio introducían,
bajo tan farragosa pinta, una atrevida sátira”.
En efecto, Les Caves du Vatican heredan algunas
cosas (pocas) de la “sortie” del siglo XV; una cierta fuerza cómica y el
carácter teatral de algunos diálogos entre personajes (Julius y Lafcadio, V‑3)
o de algunos pasajes (Protos y la condesa de Saint‑Prix; Protos, Amédée y
Ciro, etc.); todo esto, llevó a André Gide a dar una versión escénica de “Les
Caves” en 1948. Por otra parte, la estafa del “Mille‑Patte” y las
consecuencias del crimen de Lafcadio nos recuerdan más una novela de estilo
policiaco; sin embargo —y sobre todo—, la desenvoltura del relato, el ilogismo
aparente de su construcción, los efectos caricaturescos, la abundancia de
personajes y las reflexiones casi mecánicas de la mayor parte, nos traen a la
mente los procedimientos del “cuento filosófico” tal como Voltaire los utilizó,
principalmente en “Candide”. Este aire familiar, objeto de numerosas críticas,
se confirma en el análisis estilístico: rapidez del relato, pobreza de
adjetivos, sobriedad en las descripciones, frecuente ausencia de transición entre
la acción y las peripecias, presencia excepcional de pasajes “sentimentales”,
efusiones líricas (al contrario de “La Porte Etroite”, por ejemplo), frases
secas y desnudas, descripción a grandes trazos de los personajes y aventuras; a
menudo, efectos de lupa sobre detalles nimios o malsanos (las picaduras de
insectos que sufre Amédée, por ejemplo); importancia de los diálogos; viajes
constantes de los personajes de aquí a allá, por un destino que se escapa;
acción de un capítulo frecuentemente iniciada en el anterior, etc.
Este modo de escribir, permitió a André Gide escapar de
los límites de la novela tradicional, clara y lógica en su desarrollo, ansiosa
de verosimilitud. Además, el personaje de Julius le ayudó a llevar al interior
de la intriga de “Les Caves” una reflexión, directa e indirecta, sobre
las exigencias de la creación literaria. También algunos paréntesis insertos en
el relato revelan la estima particular que Gide tiene por el personaje de
Lafcadio; así en el libro 2, capítulo 6: “—Lafcadio, amigo mío, caes en lo más
banal; si te enamoras, no cuentes con mi pluma para pintar el desorden de tu
corazón...”; estos “paréntesis” conciernen también al personaje de Protos: el
novelista, en numerosas ocasiones, señala los enmascaramientos del estafador, o
los enredos de la banda del “Mille-Pattes”. Lafcadio y la estafa, son así
subrayados por la pluma del escritor; el análisis revela así los dos aspectos
de la “sortie”: huir de la estafa religiosa por medio de la gratuidad. Estas
intervenciones del novelista, tan características del tono general de la obra,
atestiguan la clara intención de André Gide de evitar a sus lectores cometer
contrasentidos en lo esencial.
Añadamos que, en la primera lectura, la obra es
desconcertante: hasta el quinto libro, los lazos entre los personajes y las
partes, aparecen muy relajados. Sólo el asesinato de Amédée, pone
suficientemente en alza el acto gratuito por el que el lector dispone, al fin,
del hilo director que permite analizar la obra y captar su profunda unidad.
3. PERSONAJES PRINCIPALES
Julius de Baraglioul
Julius es un personaje complejo.
Encarna, sobre todo, el “espíritu de familia” que Gide ha
atacado particularmente en toda su obra literaria (¡Familias, yo os odio!); en
la “sortie”, manifiesta el conformismo, la estrechez mental, la falta de
originalidad, de libertad y fervor que Gide atribuye sistemáticamente a las
familias burguesas o aristocráticas y conservadoras. Contra Julius y todo lo
que él representa, Gide presenta a Lafcadio, su hermanastro, bastardo seductor
y amoral, encargado de turbar, escandalizar y destruir el orden familiar.
Al igual que Gide, Julius es un escritor; pero como lleva
una existencia “correcta”, no puede ser más que un autor vulgar, clerical y
molesto; adherido a un determinismo sicológico que pretende explicar todo
comportamiento humano, sin conceder nada al misterio o a la incoherencia; de
aquí la falsedad y estupidez de sus análisis literarios. Su mejor ambición es
ser elegido por la Academia Francesa gracias al apoyo del “partido católico”;
en definitiva, todo lo que Gide rehusa ser.
Julius, sin embargo, no es falto de corazón ni de
inteligencia; su juventud no estuvo exenta de aventuras. Algunas veces escapa
de la mezquindad sistemática de su personaje. El encuentro con Lafcadio entrañará
en él una profunda mutación, pero temporal; un “guiño”, precisa el novelista.
Mostrando una franca simpatía por su hermanastro, Julius se convierte en el
interlocutor de André Gide para exponer la teoría del acto gratuito para la
vida y la literatura; en adelante, la vergüenza del escándalo no le asustará;
ella estimula sus facultades creadoras.
Su personalidad está, sin embargo, impregnada de “buenos
principios”; es demasiado “hijo legítimo” como para abandonarse —como Lafcadio—
en las peligrosas pendientes de la “gratuidad”. La proximidad de un peligro
real (muerte de Amédée o de Lafcadio), le hacen volver, instintivamente, a las
vías del conformismo. Al final de la novela, rehusa su ayuda, su comprensión,
su fraternidad e incluso saludar a Lafcadio que acaba de confesarle su crimen.
El lector quedará por tanto, con una imagen fría, mezquina y antipática de
Julius.
Añadamos que, concibiendo este personaje, Gide ha
recordado a Paul Claudel (y puede ser que a Francis Jammes); pues estos dos
poetas católicos no dejaron de ejercer un proselitismo tenaz hacia su amigo
“desviado”, urgiéndole a la conversión. Gide manifestó muchas veces que eran,
precisamente, esos “buenos católicos” quienes le alejaban de la Iglesia;
reproche que encontramos al final, en labios de Lafcadio: él se hubiera
confesado voluntariamente si Julius no le hubiera sugerido hacerlo en términos
tan fríos y oficiales.
Amédée Fleurissoire
Al igual que Julius, pero de manera distinta, Amédée es a
la vez un reflejo de André Gide y una persona detestable. Con Lafcadio, es el
principal personaje de “Les Caves”.
Provinciano, beato, mezquino, envejecido prematuramente,
enfermizo, de espíritu mediocre y laborioso, inocente e ingenuo; Amédée, que
ama a Dios, acumula todos los defectos y ridículos; es un muñeco de marioneta.
El análisis del asesinato revela, sin embargo, su íntimo parentesco con André
Gide y con el ser nuevo que encarna Lafcadio. Amédée no es otro que el “vieil
homme”, limitado por su religión y por sus virtudes (no consumó su matrimonio
con Arnica); es por tanto de él, de quien es preciso desembarazarse si queremos
entregarnos a la voluptuosidad y al mal (términos bautizados en “Les Caves” como
“aventura” y “gratuidad”). Su muerte no es producto del azar o del absurdo,
como podría hacer pensar una lectura superficial.
A pesar de sus ridículos, Amédée no deja de ser
conmovedor pues es incapaz de malicia y siempre sincero. Se muestra incluso
generoso, pues, sin nada a cambio, se compromete en la “Cruzada para la
liberación del Papa”. Pero él ignora que se trata de una estafa. Su combate, su
fe y su universo mental no tienen verdadera consistencia.
A los ojos del novelista, la estafa, de la que es
juguete, representa esa otra estafa universal que es la religión católica, en
la que los “prohibidos” (preceptos morales), se injertan en la naturaleza del
hombre, le privan de su autenticidad, de su libertad, de su capacidad de
aventura, etc. En argot, un “cave” es un cándido, un inocente; Amédée será por
excelencia el “cave” del Mille‑Pattes y del Vaticano; y la ironía de Gide
extiende esta apreciación a todos los católicos, incluso a todos los hombres
inmersos en un “sistema”.
Cuando las dudas sobre la honestidad de Protos, l'abbé
Cave y la cautividad de León XIII, asaltan a Amédée, hele aquí presa de un
escepticismo universal que llega incluso a alterar la realidad de sus
percepciones sensibles. Puesto que todo su universo ha vacilado, al menos una
vez, poco importan los enderezamientos ulteriores: Amédée está maduro para la
muerte: a la noche siguiente, en el tren, Lafcadio se encargará de empujarlo al
abismo.
Es el “vieil homme” que Gide ha querido matar en sí
mismo, a fin de dejar libre curso al “Lafcadio de su alma”. Notemos igualmente
que el matrimonio blanco de Amédée y Arnica reenvían al de Gide y confirman su
parecido.
Anthime Armand‑Dubois
El buen hermano de Julius y Amédée encarna el “espíritu
del sistema”: hombre de ciencia, inmerso en su materialismo y experiencias de
laboratorio; se entrega a la devoción religiosa después de la curación
milagrosa de su enfermedad reumática. Sin embargo, aspira a una santidad que
excita de tal manera a su mujer que ésta abandona el hogar sumergido en la
miseria: Anthime es traicionado por sus antiguos amigos, los franc‑masones,
y por los prelados que le habían asegurado la ayuda financiera de la iglesia.
Indignado por tanta injusticia, Julius decide intervenir en su favor, ante el
Papa.
En las exequias de Amédée, como Julius le lleva la
noticia de la fábula de la cautividad del Papa, Anthime, preso en la duda,
decide volver a la franc‑masonería; así volverá a encontrar la fortuna;
pero, de nuevo, sus reumatismos vuelven.
Anthime es el personaje que menos evoluciona en todo el
libro. De espíritu limitado, es obligado a quedar en un “sistema” (cientifismo o
religión), pues es incapaz de abrirse a las vías de la “gratuidad”. Al final de
la “sortie”, Anthime queda en su punto de comienzo: el círculo es cerrado.
Lafcadio Wluiki
Este personaje central de “Les Caves” fue
particularmente estudiado por André Gide que ha hecho de él un tipo, un modelo;
su influencia “moral” fue muy fuerte en la juventud intelectual del período de
entre guerras.
Hijo natural del conde Juste‑Agénor de Baraglioul y
de una noble rumana, Lafcadio, gracias a su bastardía hereda todas las cualidades
de la nobleza y prestancia de su padre. Es, en sí mismo, una apología de la
bastardía según la tesis querida por André Gide. A su lado, Julius, su
hermanastro legítimo, es una mediocre figura; oposición que permite al
novelista desacreditar, aún más, la figura de la filiación legítima. Lafcadio,
con su sola existencia, destruye la familia de los Baraglioul: mata a Amédée,
trastorna por un tiempo a Julius y acaba por seducir a Geneviève que es su
propia sobrina.
Gide lo concibió como un muchacho fogoso, libre, curioso,
aventurero, inteligente y políglota, elegante, robusto, deportivo, hombre de
acción más que de libros y razonamientos, carente de todo escrúpulo religioso o
moral, alejado de toda ley o sistema, animado de un orgullo que le inspira el
deseo de crear otro universo acorde con su “naturaleza felina”. Tal concepción
de la vida, le lleva a realizar acciones generosas o crueles según las normas
de la sociedad, pero que son, fundamentalmente, actos gratuitos, por
tanto, indiferentes al bien o al mal y encaminados, tan sólo, al provecho
personal.
Su encanto es universal: Lafcadio agrada a todo el mundo,
hombre o mujer, niño, adulto, anciano e incluso al novelista que, en algunas
ocasiones, lo interpela al margen del relato: “Lafcadio, mon ami...”. Su
desenvoltura y amoralismo son consecuencia de una educación que el autor se
empeñó en hacer incoherente. En algunas ocasiones, el personaje aparece
demasiado encajado en medidas, traicionando así la intención del novelista de hacer
una justificación de la gratuidad.
Al final del libro, acosado por las consecuencias de su
crimen, Lafcadio flaquea, pierde su ímpetu y gratuidad; en efecto, su
curiosidad le expone al riesgo de ser denunciado; y cuando a Protos se le acusa
de haber asesinado a Fleurissoire, Lafcadio titubea de si debe o no entregarse
a la policía. No ha logrado matar a Amédée sin sufrir las consecuencias de su
acto; su persona se vuelve más grave, e incluso, llora el haber sido rechazado
por Julius. A fin de cuentas, su destino es incierto; su amor por Geneviève le
llevará a no denunciarse, pero su camino se hace más duro y solitario.
Protos
Este antiguo condiscípulo de Lafcadio aparece bajo
diversos disfraces en la “sortie” y raramente al natural (solamente con sus
cómplices y Carola).
El nombre de Protos le viene de un primer premio de
traducción al griego que obtuvo al final de una apuesta: Protos, el primero.
Pero lo que realmente evoca es al mito de Proteo, aquel dios marino de la
Grecia antigua que se caracterizaba por sus continuas y monstruosas
metamorfosis; Gide, él mismo, deseaba ser un “incomprensible” para evitar
encasillarse en un “sistema”, el que fuera. Protos es incomprensible por sus
disfraces que engañan a todo el mundo, inclusive a Lafcadio: el Canónigo de la
ciudad de Virmontal, L'abbé Cave, el pueblerino calabrés, el profesor
Defoulquebize, etc.; pero estos avatares no afectan su personalidad de truhán;
simplemente testimonian su doblez y engaño, su cinismo; es en esto donde reside
su parentesco con André Gide.
Aún más netamente que Lafcadio, Protos fracasará al final
del libro: en efecto, la estafa que le permite abusar de todo el mundo, se ve
en dificultades por las iniciativas generosas de los “cándidos” (Amédée, puesto
en cruzada sin haber recibido orden de nadie), y por el crimen gratuito de
Lafcadio.
Los planes de Protos son descubiertos por los “inocentes”
y el chantaje en el que quiere involucrar a su antiguo camarada para recuperar
el dinero, no tendrá éxito: la denuncia por parte de esta otra “inocente” que
es Carola; no habiendo cometido más que un solo crimen, deberá responder por
dos.
Personaje amoral que habiendo ejercido una gran
influencia sobre Lafcadio es, sin embargo, demasiado vulgar, demasiado
“gángster” para que Gide lo proponga como modelo. A menudo manifiesta a
Lafcadio que no se puede vivir sin ley, y que es preciso escoger entre la buena
sociedad o la de los truhanes. Protos, a su manera, es también un hombre de
“sistema”. Su presencia al lado de Lafcadio, muestra que el joven héroe no
pertenece tanto al mundo del crimen como al de los burgueses. Julius por un
lado, Protos por otro, no pueden asimilar a Lafcadio que, escapando de todo
sistema, parece quedar al margen tanto del bien como del mal.
Carola Venitequa
Esta joven prostituta fue en París la amante de Protos y,
después, de Lafcadio. Cuando éste la abandona, marcha a Roma, a un prostíbulo
bajo la protección de Protos. Inducida a seducir a Amédée, se ve conmovida por
el desorden y candor del anciano; habiendo hecho prometer a Protos que no lo
mataría, lo vengará cuando cree que Protos es el asesino, e irá a llorar a su
tumba. Con Amédée, es el único personaje de la novela que es conmovedor y
sincero; como él; morirá asesinada. El novelista dirá de ella que es una flor
puesta sobre un montón de basura. Gide no la caricaturiza, como a Amédée, sin
duda porque su carácter de prostituta debía parecerle una contrapartida
suficiente.
Personaje discreto, está en la encrucijada de todos los
caminos; incluso Julius la encuentra varias veces. Un detalle simboliza su
papel: los gemelos de camisa que Lafcadio le ofrece en señal de adiós;
conociendo su origen, Protos le obliga a desembarazarse de ellos; ella los da a
Amédée, y Protos —alias l'abbé Cave— se divertirá al reconocerlos; después del
crimen, uno es recuperado por la policía y el otro es colocado por Protos en el
asiento de Lafcadio en el wagon‑restaurant. Esta curiosa cadena de azares
transcurre en la novela como un hilo director tan delicado como absurdo y
confiere un aspecto irrisorio a la lógica de la gratuidad.
Geneviève de Baraglioul
Hija de Julius y, por tanto, medio sobrina de Lafcadio
sin que ella lo sepa. Geneviève es una muchacha de buena familia, guapa y
virtuosa, que se consagra a las buenas obras en los hospitales. Se enamora de
Lafcadio en su primer encuentro y, si marcha a Roma con su padre, es más por
volver a ver al muchacho que para asistir a las exequias del tío Amédée. Su
generosidad y amor le permiten hacer lo que Julius es incapaz: sabiendo que
Lafcadio es criminal, le recibe en su habitación y se presta a seguirle hasta
el fin del mundo. La novela acaba sin que el lector pueda saber si este
escándalo estallará o no en la familia Baraglioul.
Los otros personajes de la novela: Beppo, Baptistin,
Gaston Blaphafas, la pequeña Julie, Véronique, Marguerite, Arnica, la condesa
de Saint‑Prix, Ciro Bardalotti, el conde Juste‑Agénor, la bella
Wanda, los cinco “tíos” de Lafcadio, el padre Anselmo, el Cardenal Anché,
aparecen con exactitud, en su momento, enmarcados en un papel o personaje que
no sufre variaciones en torno a la evolución del relato.
4. VALORACIÓN DOCTRINAL
La sátira religiosa
Por sí solo, el título Les Caves du Vatican indica
que esta obra es una sátira contra la religión católica, en la que trata de
ridiculizar el catolicismo y sus fieles. Aunque no dirija contra ellos una
crítica racional, conduce, sin embargo, a un rechazo práctico de toda ley
religiosa o moral, y a la exaltación de una pretendida libertad sin límites,
sin responsabilidad, a la que el “acto gratuito” permitiría acceder.
El fraude del Ciempiés
André Gide no ha creado en absoluto la estafa religiosa
que sirve de intriga policíaca a Les Caves a partir del libro tercero.
Se ha inspirado en un caso de los Anales de Loigny, que se remonta al
año 1893: una banda de estafadores difundía entonces en Francia, por medio de
unas hojas impresas, la fábula de la cautividad de León XIII; usando un
lenguaje místico, obtuvieron sumas importantes de algunos fieles ingenuos (uno
de ellos llegó, incluso a realizar un viaje a Roma para liberar al Papa). Las
palabras que Protos dirige a la condesa de Saint‑Prix, siguen hasta en
los menores detalles, las invenciones de los Anales de Loigny.
El título de la obra constituye un juego de palabras: las
bodegas o los escondrijos subterráneos del Vaticano donde habría sido encerrado
el Papa; pero también los tejemanejes —lo que hay por debajo— de esta estafa
que sería la Iglesia Católica; y, por fin, los ingenuos de la religión, ya que,
en lenguaje de argot, un cave es un ingenuo, un inocente. Así, la falsa
cruzada de Protos, lejos de ser solamente una intriga de mal gusto, permite a
André Gide encerrar a la Iglesia Católica en un símbolo caricaturesco e
irrisorio que le será fácil derribar. Unos ingenuos (caves): esto es lo que
serían los católicos. Los que se someten a las leyes de la Iglesia ¿no están,
como Anthime, frustrados en sus aspiraciones materiales; o en su creatividad,
en las inclinaciones de su naturaleza y en su libertad, como Julius y Amédée?
Viven en un sistema estrecho que los disminuye, les vuelve estériles o
desgraciados. En tanto que Julius permanece siendo un pensador ortodoxo en sus
ideas (un bienpensant), no puede dar libre curso a su genio literario; y, como
no ha sabido guardar el “regalo” de la gratuidad que Lafcadio le aportaba, no
escribirá nada más que libros de baja calidad. Las “empresas” que Amédée
acomete no son mejores: en Pau, él y su amigo Gaston fabrican ingenuos objetos
de piedad (el cartón-plástico romano) o artículos funerarios. En cuanto a
Anthime, su conversión milagrosa le ha quitado el afán por la investigación
científica.
Todos estos ataques contra la religión muestran la ironía
y una voluntad sistemática de destrucción; para ello, André Gide ha recurrido a
las viejas recetas de Voltaire: caricatura, deformación, malignidad.
Ridiculizaciones y caricaturas
La Iglesia Católica es ridiculizada de diferentes
maneras: por la falsa cautividad del Papa; luego, por la credulidad de los
espíritus religiosos, que aceptan, sin pestañear, esta fábula (entre líneas se
puede leer: la doctrina católica); a continuación, por las comedias
deslumbrantes de Protos, revestido de una sotana, sugiriendo así que cualquier
sacerdote es un estafador. Otra farsa: los cardenales; varios de ellos aparecen
misteriosamente por los “bastidores” del libro; el único que llega a ver Amédée
es uno falso, Ciro, el cómplice de Protos; haciéndose pasar por el arzobispo de
Nápoles, lleva la burla hasta el extremo de lavarse los pies mientras recibe al
“cruzado”. Ni siquiera el Papa queda exento: un protocolo inflexible lo
mantiene a distancia de los visitantes; aumenta la superchería cuando Julius
—durante la audiencia— no ha podido observar su rostro: ¡un pensamiento
repentino sobre la gratuidad le ha distraído! Otros prelados aparecen
ocupándose de asuntos temporales, vendiéndose a la francmasonería, o
traicionando a los fieles que depositan en ellos su confianza (Julius para
entrar en la Academia Francesa, Anthime para escapar a la ruina).
Pasemos a la “conversión” de Anthime. Son las últimas
páginas del libro las que revelan su función corrosiva: la vuelta del sabio a
la francmasonería está ligada a la brutal reaparición de sus dolores
reumáticos; desde ahora, ¿qué pensar de su milagrosa curación?: una ilusión,
como todos los milagros, sugerirá la ironía de André Gide. Solamente la fe de
la pequeña Julia y la de Beppo parecen ser indultadas por el autor de la
novela; ¿pero, no es la inocencia infantil lo que respeta aquí, más que un
ejemplo de fe auténtica? ¿o bien deja entender que la religión sólo sirve para
los niños? Las dos cosas, sin duda, ya que —al final de la “sortie”—, un
personaje “bueno”, pero adulto —Carola, la prostituta de buen corazón—, no
puede recitar ninguna oración sobre la tumba de Amédée, y no deposita allí, con
sus lágrimas encendidas, más que su pequeño ramo de flores. Todo esto permite
pensar también que Gide cuenta con estas raras excepciones para escapar a la
acusación de haber caído en un sistema de irreligión.
La malignidad de André Gide
Desde todos los puntos de vista, Les Caves du Vatican da
una imagen grotesca del catolicismo, pues el objeto inconfesado de su autor
parece ser hacer daño a la Iglesia. Los defectos —o, más estrictamente, la
hipocresía— de algunos católicos son erigidos en un sistema que surge
necesariamente de sus creencias. La santidad, a través de la experiencia de
Anthime, es presentada como un callejón sin salida. No se otorga ninguna
concesión seria a la legitimidad del catolicismo que Gide quiere presentar como
una monstruosa máquina de ocultar el rostro y las palabras de Cristo, cuyo
nombre no es siquiera mencionado en la obra.
Sólo queda por decir que, si hay alguna hipocresía, ésta
es esencialmente la de André Gide. La desnaturalización que atribuye al
catolicismo no es producto de la ignorancia; se trata de una mentira
consciente, de una estafa intelectual, sobre la que no faltan testimonios[2].
Por este medio, el autor quiere separar a su lector de la iglesia, darle
razones para desprestigiarla y empujarlo hacia los abismos del mal que deja
velada la tesis de la gratuidad.
El acto gratuito, con su cortejo de hipótesis y de
“soluciones morales”, figura en primer plano entre las preocupaciones de André
Gide. Les Caves du Vatican lo presentan a la vez como una teoría y como
una aplicación que han marcado un hito en la historia literaria, y cuya
influencia fue particularmente nefasta en la generación de entre las dos
grandes guerras. Conviene, por tanto, analizarlo con detalle.
En los capítulos 1 y 2 del Libro quinto de Les
Caves, Lafcadio mata a Amédée Fleurissoire para cometer un crimen
inmotivado. El último capítulo del Libro cuarto y el capítulo 3
del Libro quinto contienen especialmente una serie de diálogos entre
Julius y Amédée y después entre Julius y Lafcadio, sobre el tema del acto
gratuito en la literatura; Lafcadio puede así contemplar como en un espejo, el
crimen que acaba de cometer y Gide puede ceder a una inclinación narcisista,
mientras que el lector podría dejarse seducir por esta monstruosidad.
Todo el libro, y todo el personaje del joven héroe,
convergen hacia este acto orgulloso, en el que se percibe el desafío y el deseo
de una nueva creación del universo (pág. 191‑192): la condición de hijo
ilegítimo, la educación incoherente, la naturaleza aristocrática y fantástica
de Lafcadio, su gusto por el juego y el riesgo, la costumbre de preferir su
propio placer a su interés, la curiosidad que experimenta hacia sí mismo, todo
esto le empuja a cometer un acto que expresa la gratuidad de su ser.
Además, hay otros personajes de la “sortie” que
encuentran esta gratuidad: sobre todo Julius que, desairado por los sucesivos
fracasos de su candidatura a la Academia Francesa, quiere provocar un escándalo
literario, abandonando el determinismo sicológico y social para lanzarse a la
aventura de una novela sobre el acto gratuito.
En cuanto Protos, bajo la apariencia del respetable
profesor Defoulquebize, finge una embriaguez, por la que el jurista —que no lo
es verdaderamente— escaparía a su personalidad; y esto para inquietar a
Lafcadio. Este juego de verdadero y falso, cuyas variantes salpican toda la
obra, permite a André Gide refugiarse en una ironía donde algunos reconocen la
última palabra de Les Caves du Vatican: no se arriesgaría, de lo contrario,
a encerrarse en un sistema del acto gratuito, lo que sería perfectamente
contradictorio. Sin embargo, esta huida no debe confundir al lector; en ninguna
parte Gide ha desmentido realmente el valor de la gratuidad. Como mucho,
concluye con una interrogación; abogando por la seguridad, él desaparece de la
escena, dejando al lector que afronte una tentación: la de hacer, como Julius y
Lafcadio, la experiencia voluntaria del “acto gratuito”. Es en este camino en
el que se han encontrado, después de haber leído Les Caves, gran
cantidad de jóvenes entre las dos guerras[3].
Gide atribuía al acto gratuito una función liberadora,
prometeica, dirán algunos: un acto no previsto, que no obedece a ninguna ley
civil o religiosa, acto que es irrecuperable para quienquiera que sea, que
permitiría al hombre escapar de las represiones de toda clase entre las que
vegeta su personalidad. Tomando así un valor existencial, es el acto que nace
de uno mismo, “el acto autóctono”, por el que el hombre se afirma, se conoce,
se observa; de este modo, Lafcadio actúa, pero no razona; cede a la simple
curiosidad que tiene de sí mismo. Al final del acto gratuito, Gide veía
perfilarse el advenimiento para la humanidad de una edad “nómada”, en la que el
individuo, liberado de las instituciones y de la familia, podría abandonarse a
sus instintos: “En fuga hacia un nuevo mundo; ¡dejemos Europa, marcando nuestro
tabú desnudo en el suelo!... Si hay todavía en Borneo, en lo profundo de la
selva, algún antropopiteco que ha perdurado, iremos a buscar los recursos de
una posible humanidad... Yo soy de naturaleza felina” (p. 192), sueña Lafcadio,
mientras la idea del crimen gratuito madura en él. Si Lafcadio encarna la gratuidad,
los demás personajes de Les Caves no hacen nada más que una experiencia
pasajera del “acto gratuito”. Todo lo cual sugerirá a ciertos lectores que la
aceptación del acto gratuito como una experiencia, pueda resultar sin
consecuencias, y que se puede probar sin el menor escrúpulo. Aquí, como lo
veremos más adelante, Gide se convierte pura y simplemente en tentador, o
“inquietador”, como él mismo decía.
Al sostener tesis como éstas, Gide se encierra en varios
círculos viciosos, cualesquiera que sean los recursos que ha podido encontrar
en la ironía, el arte, el mito del desorden proteico o, más
tarde, en el mito del “aventurero” (Teseo).
Además de las perspectivas utópicas (y sin duda
rousseaunianas) que se desprenden del acto gratuito, el hombre, al entregarse a
ello, se abandona a lo irracional. La gratuidad, en lugar de distinguir al
hombre de los animales —como ha pretendido Gide—, supone una motivación, porque
el hombre se priva voluntariamente del uso de la razón para dejarse caer en
manos de la ceguera de los instintos y del azar. Es bien seguro que, para
restar valor a la razón, Gide la ha presentado bajo el aspecto negativo de la
ideología rutinaria y del determinismo racionalista. ¿Hace falta subrayar el partido
que toma una tal caricatura, en la que dos personajes de Les Caves —el
científico Anthime Armand‑Dubois y el escritor bien‑pensant Julius—
hacen de cabezas de turco?
Otro callejón sin salida: ¿cómo conseguir que la
gratuidad no sea asimismo un nuevo sistema?, ¿no queda acaso anulada por la
actitud de un Lafcadio que, por principio, obedece a su fantasía? ¿Cree Gide
que puede salir de este círculo cuando conduce a Lafcadio hacia atrás (a Roma)
por interés acerca de las consecuencias de su crimen, exponiéndolo así al
chantaje de Protos y a las encuestas de la policía? Más tarde, cuando escriba
los “Faux-Monnayeurs”, Gide hará, de un servicio humanitario, la extremación de
esta peligrosa gratuidad. Pero importan poco las etiquetas: se trata siempre de
la conocida disponibilidad gidiana, pronta para adoptar cualquier forma,
con tal de que oculte la perversión moral en la que se debate André Gide y a la
que quiere arrastrar otras almas; Lafcadio puede “flaquear” al final de Les
Caves, pero el lector no es por ello menos invitado a aprovechar la ocasión
que se le presenta, a no despreciar ninguna experiencia, aunque ella esté
prohibida por todas las leyes civiles o religiosas.
Es fácil mostrar que el acto de Lafcadio no es gratuito
más que en la superficie: en boca de Julius, Gide indica claramente que ha
llevado a su joven héroe a la necesidad de cometer el crimen. Ahora bien, a
continuación, Gide gozará en repetir que no se explica el acto de Lafcadio.
Tanta insistencia y contradicción da la impresión de una dificultad: ¿no querrá
Gide buscar algo? Para saberlo debemos recurrir a un análisis “geológico” del
asesinato.
No es indiferente que la víctima de Lafcadio sea Amédée.
Incluso Julius, durante la mayor parte de la “sortie”, encarna el escritor que
Gide no quiere ser; incluso Fleurissoire es el “vieil-homme” caricaturizado que
debe ser eliminado por la moral gidiana; Lafcadio es el modelo ideal frente a
los demás personajes. Cuando Amédée Fleurissoire penetra en el comportamiento
de Lafcadio, éste se hallaba inmerso en delirios amorales; la presencia del
anciano los interrumpe; Amédée se convierte, por tanto, en algo incómodo, algo
de lo que Lafcadio‑Gide debe desembarazarse para encontrar el campo
libre. El nombre de Amédée es ya revelador: el que ama a Dios; encarna de forma
grotesca la ley religiosa, así como el medio familiar, es decir, todo lo que al
joven Gide, durante mucho tiempo, impidió abandonarse en el mal. Les Caves
du Vatican (con excepción de su primera parte) se desarrolla en 1893; fue,
precisamente, el año del primer viaje del autor a Argelia, viaje que permitió
al joven Gide conseguir la pretendida liberación moral con que soñaba. El
“diario” de aquel año es particularmente explícito: así, un día del mes de
septiembre, podemos leer: “Todos mis esfuerzos me han conducido a esta difícil
tarea: desembarazarme por fin de todo lo que una religión trasnochada había
puesto en mí de inútil, estrecho, limitante de mi naturaleza”.
La escena del wagon‑restaurant puede ser
interpretada como una parábola: en el momento en que se abandona al mal,
Lafcadio‑Gide encuentra necesariamente el “obstáculo” de los principios
sociales y religiosos; no rechazará la tentación, la acariciará, ahogará la voz
de su conciencia, quitará uno a uno, pacientemente, los escrúpulos que le retienen,
todo lo extraño, sobreañadido a su “verdadera” naturaleza: “Entre este sucio
mamarracho y yo, ¿qué hay de común?”. Desde entonces, el azar del que dependerá
el crimen, no es ya más que un pretexto del que, él mismo, se hace cómplice,
puesto que se esforzará en contar a doce.
El abismo en el que desaparece Fleurissoire, hace soñar
en un abismo infernal, en el que Gide se debatirá secretamente llegando al
extremo, incluso, de querer minimizarlo: antes de la caída, Amédée se defiende
arañando horriblemente la nuca de Lafcadio; el declive infernal no se hace,
pues, sin dificultad (Lafcadio tiene que empujar dos veces a Amédée) ni dolor;
pero, todo esto no tiene importancia, dirá Gide. Más tarde, si Lafcadio se
enreda en las consecuencias de su crimen, será por su “falta”: “¿Por qué
demonios vuelve a Roma?”. ¿No debería haberse marchado a las islas salvajes?
El sentido profundo de esta escena se confirma en los
capítulos siguientes. De vuelta a Roma, Lafcadio encuentra a Julius; este
último le expone su proyecto de escribir una novela sobre “el acto gratuito” y
pregunta:
“—¿Me escuchas?
—con toda el alma, dice riendo Lafcadio
—¿Y me sigues?
—hasta el infierno”.
Un poco más tarde, convencido que Amédée ha sido
asesinado por los “carceleros” del Papa, Julius da marcha atrás, se acusa de
haber seguido tesis blasfemas y vuelve al camino del conformismo y determinismo
sicológico. Un poco más tarde, en los funerales de Amédée, Julius ya no se
acuerda de su anterior “embardée” (escarceo) y no alimenta más que
“pensamientos ortodoxos y proyectos decentes”. Estas anotaciones y sobre todo
el término “embardée” (lit. guiño. Fig: escarceo, cambio de rumbo) no están
faltos de interés. Nos ayudará a comprender mejor una conversación mantenida
entre Gide y Julien Green que, este último, recogió en su “diario” el 21 de
julio de 1947:
“He ido a ver a Gide. Me había escrito una pequeña carta
muy cordial pero, por primera vez, no auguraba nada bueno de esta visita (...).
Desde el principio ha criticado mi novela. “Vd. quiere salvar su alma, pero
considere lo que esto le cuesta”. Yo le he dicho entonces: “Usted me obliga a
citar el Evangelio: De qué sirve al hombre ganar todo el mundo...”. “Sí, pero
mire —contestó con rapidez— a pesar de todo...” y desarrolló la idea de que la
conversión al cristianismo es la pérdida de un talento, que la Iglesia es
responsable, etc. Él parecía furioso contra mí, como si yo fuera sujeto de una
mala acción”.
“—Pero, usted, Green, nunca obrará el mal, exclamó; usted
es demasiado honesto y es por ello por lo que le estimo”. Al final de la
entrevista ha puesto ante mis ojos el brillo de un porvenir literario
magnífico: “Usted puede hacer grandes cosas. Ha dejado tras sí una serie de
libros remarcables... Su responsabilidad es mucha. Usted será causa de que
muchos se separen de la Iglesia, viendo el mal que ella ha hecho en algunos
como usted”. (¿De dónde le viene esta solicitud por la Iglesia?). Me ha hecho
ver el puesto que podía ocupar y, súbitamente, me ha dicho: “¿Por qué no hace usted
un “embardée” del lado del demonio?”. Yo le he dicho que nunca estaré del lado
del demonio. Y Gide: “Usted fingiría...”. Yo le he dicho que no. Volviendo
sobre mi Diario, que él había mencionado junto con mi novela, me ha dicho que
éste está lleno de reticencias y que en él no he puesto más que “cosas
convenientes”.
Tal relación muestra el siniestro proselitismo al que
Gide sometía a sus amigos católicos; testimonios de este género no faltan:
baste mencionar a Claudel, Pèguy, Bernanos, Mauriac... el mismo Green;
subrayamos al respecto la mala intención con que Gide sostiene que un converso
pierde su talento, así como la vergonzosa proposición (¿satánica?) después de
la cual será preciso “fastidiar” al diablo para hacer bien a la Iglesia.
Sobre todo, vamos a detenernos en esta noción, embardée
del lado del demonio, que ya habíamos encontrado en Les Caves, treinta
y tres años antes de esta entrevista. Esta persistencia de 1914 a 1947 es
demasiado inquietante en un escritor como Gide en el que más de un crítico ha
subrayado la incoherencia. Ello permitirá, sobre todo, confirmar que la tesis
de que el “acto gratuito” no es más que una máscara, que en el universo
gidiano, asume el papel de tentación diabólica: borrar la tentación en cuanto
que ésta suprime el enfrentamiento moral y religioso del hombre que la
encuentra; a partir de este momento, no existirá más que una curiosidad
liberadora. Como toda tentación, ésta se presenta con el sesgo de una mentira o
seducción: mentira del analista‑Gide que suprime una etapa (o la camufla)
en la decisión del asesinato; seducción de Lafcadio cuya juventud, belleza,
fogosidad, coraje, trastornan la cabeza de todos los personajes de la “sortie”
e invitan al lector de Les Caves a encarnar la experiencia de la
“gratuidad”; quien conceda este paso, no partirá, como Lafcadio, hacia islas
salvajes y liberadoras sino que se arriesgará a quedar definitivamente en el
“precipicio negro” de Amédée de Fleurissoire donde se debatía en secreto André
Gide.
No podemos decir que Lafcadio en Les Caves no haya
sido conducido por nadie a la “gratuidad”; podemos afirmar que sus “tíos”
(sobre todo Bielkowsky, Lord Fabian y el marqués de Gesvres) le han servido de
“iniciadores”, de tentadores. Esta “iniciación” hace pensar en la influencia
que Oscar Wilde y su amigo Lord Douglas ejercieron en el joven Gide el cual,
desde 1891, estuvo muy influenciado por la apología de la mentira que, a viva
voz, sostenía el escritor irlandés; en 1895, en su segundo viaje a Argelia,
Gide fue pervertido por Oscar Wilde. ¿Cómo no relacionar esta realidad y el
viaje “maravilloso” que Lafcadio hace con Lord Fabian, viaje demasiadas veces
evocado en la obra y cuyo recuerdo ocupa singularmente el espíritu de Lafcadio,
antes del asesinato de Amédée de Fleurissoire?[4].
Así, se mire desde donde se mire, el acto gratuito en “Les
Caves du Vatican” no es una simple hipótesis de trabajo o una experiencia
liberadora. Es, fundamentalmente, una máscara, una tentación por la que un gran
escritor, desde hace tiempo abandonado en el mal, busca arrastrar
desesperadamente a sus lectores a su propio drama interior.
G.B.
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[1] En el argot de ciertos ambientes de Francia, cave (bodega literalmente) quiere decir el jefe de una banda.
[2] Cfr.
el Diario de Julien Green citado posteriormente. Merece asimismo, la
mayor atención la Correspondencia que Paul Claudel, André Gide y Francis Jammes
cambiaron desde marzo a abril de 1914, en Correspondencia Claudel‑Gide,
páginas 217 a 231; ed. Gallimard.
[3] Consultar
sobre este tema: la entrevista concedida por Paul Claudel a un periodista de Combat
(28.III.47); en Correspondencia Claudel‑Gide, pág. 248 y ss.;
ed. Gallimard; ver también André Gide, de Ramón Fernández, capítulo 2,
pág. 133‑139: análisis de la influencia de Julius sobre la sensibilidad
del período de entre guerras.
[4] Estos
episodios de la vida de André Gide están relatados en “La juventud de André
Gide”, de Jean Delay.