GARCIA MARQUEZ, Gabriel
Crónica de una muerte anunciada
Ed. Bruguera. Barcelona, 1982, 193 págs.
I. Introducción
En esta novela, García Márquez realiza la crónica detallada de un
asesinato ocurrido en un pueblo desconocido del Caribe. Se podría resumir del
siguiente modo: —Un pueblo del Caribe se encuentra en fiestas por la
celebración de una boda y la espera de un buque que traerá al obispo de la
zona. —La novia es devuelta por el esposo a medianoche, a casa de su familia,
por encontrar que no es virgen. —Los hermanos de la novia asesinan brutalmente
a Santiago Nasar, ya que es acusado por ésta de ser el culpable de la
desgracia. —Muchos años más tarde los esposos vuelven a reunirse. A lo largo de
la novela, como dominándola, encontramos la fuerza del destino.
II. Personajes más importantes
La novela muestra la vida del pueblo y presenta a un gran numero de
personajes, con sus vidas entremezcladas por motivos de amistad, parentesco,
vecindad, etc. Todos participan de alguna manera en la muerte de Santiago
Nasar, y resultan insustituibles. Excepto algunos, los demás están descritos
someramente por un conjunto de rasgos. Los más importantes son los siguientes:
Narrador: no se llega a conocer con exactitud su identidad, tan sólo conocemos
a algunos personajes de su familia (madre, hermanos) y amistades.
Santiago Nasar: joven de 21 años que es asesinado. Su
padre, ya fallecido, era un árabe que se casó con una indígena. Santiago Nasar
pertenece a la tercera generación de árabes que llegaron al Caribe.
Plácida Linero: madre de Santiago Nasar.
María Alejandra Cervantes: dueña de un prostíbulo frecuentado por
Santiago Nasar, el narrador y sus amigos.
Obispo: aparece únicamente como el personaje esperado que pasa de largo.
Victoria Guzmán: cocinera de la casa de Santiago Nasar.
Divina Flor: hija de la anterior y empleada de la misma casa.
Clotilde Armenta: tendera del pueblo. Es la única que
comprende las intenciones de los hermanos Vicario y que intenta, junto con
Cristo Bedoya, poner los medios para evitar el asesinato.
Cristo Bedoya: amigo de Santiago Nasar, del narrador y de
Luis Enrique, hermano de éste. Intenta evitar el asesinato.
Flora de Miguel: novia de Santiago Nasar.
Bayardo San Román: novio y marido de Angela Vicario. Personaje
excéntrico que devuelve a su esposa a casa de su familia.
Angela Vicario: se casa con Bayardo San Román. Es rechazada
por éste y culpa a Santiago Nasar de la pérdida de su virginidad. Años más
tarde volverá a reunirse con su esposo.
Pedro Vicario: hermano de Pablo y de Angela Vicario. La
permanencia en el ejército lo embrutece todavía más. Asesino de Santiago Nasar,
reingresa en el ejército y desaparece en las guerrillas.
Pablo Vicario: hermano de los anteriores y asesino también
de Santiago Nasar. Acaba por contraer matrimonio y llega a ser un buen orfebre.
Poncio Vicario: padre de los Vicario. Orfebre.
Purísima del Carmen: madre de los Vicario.
Luis Enrique: hermano del narrador.
Mercedes Borda: la que será mujer del narrador. En el
momento de la boda aún es niña que apenas ha terminado la escuela primaria.
Coronel Aponte: alcalde. Personaje caracterizado por su
falta de acierto y por su inactividad. Practica el espiritismo.
Padre Carmen Amador: párroco del pueblo. Hombre con pocas
cualidades; con frecuencia es ridiculizado por sus equivocaciones.
Juez: Instructor del sumario; joven recién licenciado que estudia el caso.
III. Resumen de cada capítulo
Primer capítulo (hasta la pág. 41):
Se plantea desde el principio todo el nudo y desenlace de las acciones
principales:
a) Boda de Bayardo San Román y Angela Vicario y devolución de la novia
a casa de sus padres;
b) Búsqueda de Santiago Nasar por parte de los hermanos Vicario;
c) Muerte de Santiago Nasar.
Podríamos sintetizar el capítulo así:
Narración de los sueños de Santiago Nasar (págs. 9, 10, 11, 14): El
día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5,30 de la mañana
para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un
bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue
feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de
cagadas de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su
madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La
semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que
volaba sin tropezar entre los almendros» me dijo. Tenía una reputación muy bien
ganada de intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran
en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de
su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las
mañanas que precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio.
Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y despertó con dolor de cabeza
y con un sedimento de estribo de cobre en el paladar, y los interpretó como
estragos naturales de la parranda de bodas que se había prolongado hasta después
de la media noche. Más aún: las muchas personas que encontró desde que salió de
su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora después, lo
recordaban un poco soñoliento pero de buen humor, y a todos les comentó de un
modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se refería al
estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana
radiante con una brisa de mar que llegaba a través de los platanales, como era
de pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoría
estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un
denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba
cayendo una llovizna menuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque
del sueño. Yo estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo
apostólico de María Alejandrina Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto
de las campanas tocando a rebato, porque pensé que las habían soltado en honor
del obispo.
Descripción de Santiago Nasar y de su actividad desde las 5,30 de la
mañana, hora en que se levanta (págs. 10 y ss.):
aspiró en el botiquín del baño, y ella
encendió la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la mano,
como siempre. Santiago Nasar le contó entonces el sueño, pero ella no le puso
atención a los árboles.
—Todos los sueños con pájaros son de buena
salud —dijo.
Lo vio desde la misma hamaca y en la misma
posición en que la encontré postrada por las últimas luces de la vejez, cuando
volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas
dispersas el espejo roto de la memoria. Apenas si distinguía las formas a plena
luz, y tenía hojas medicinales en las sienes para el dolor de cabeza eterno que
le dejó su hijo la última vez que pasó por el dormitorio. Estaba de costado,
agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y
había en la penumbra el olor de bautisterio que me había sorprendido la misma
mañana del crimen.
Apenas aparecí en el vano de la puerta me
confundió con el recuerdo de Santiago Nasar. «Ahí estaba», me dijo. «Tenía el
vestido de lino blanco lavado con agua sola, porque era de piel tan delicada
que no soportaba el ruido del almidón». Estuvo un largo rato sentada en la hamaca,
masticando pepas de caramia, hasta que se le pasó la ilusión de que el hijo
había vuelto. Entonces suspiró: «Fue el hombre de mi vida».
Yo lo vi en su memoria. Había cumplido 21
años la última semana de enero, y era esbelto y pálido, y tenía los párpados
árabes y los cabellos rizados de su padre. Era el hijo único de un matrimonio
de conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad, pero él parecía
feliz con su padre hasta que éste murió de repente, tres años antes, y siguió
pareciéndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su muerte (págs. 14 y 15).
Descripción del ambiente festivo del pueblo, por la espera de la
llegada del obispo y por la celebración de la boda de Bayardo San Román y
Angela Vicario.
Devolución de la novia a casa de la familia (pág. 8).
Búsqueda de los hermanos Vicario, para asesinar a Santiago Nasar
(págs. 28, 29 y 38).
Pasividad del pueblo y en especial del alcalde, Lázaro Aponte, y del
párroco, Padre Carmen Amador (págs. 24, 29, 35):
Victoria Guzmán, por su parte, fue terminante
en la respuesta de que ni ella ni su hija sabían que a Santiago Nasar lo
estaban esperando para matarlo. Pero en el curso de sus años admitió que ambas
lo sabían cuando él entró en la cocina a tomar el café. Se lo había dicho una
mujer que pasó después de las cinco a pedir un poco de leche por caridad, y les
reveló además los motivos y el lugar donde lo estaban esperando. «No lo previne
porque pensé que eran habladas de borracho», me dijo. No obstante, Divina Flor
me confesó en una visita posterior, cuando ya su madre había muerto, que ésta
no le había dicho nada a Santiago Nasar porque en el fondo de su alma quería
que lo mataran. En cambio ella no lo previno porque entonces no era más que una
niña asustada, incapaz de una decisión propia.
(...) Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario.
Tenían 24 años, y se parecían tanto que costaba trabajo distinguirlos. «Eran de
catadura espesa pero de buena índole», decía el sumario. Yo, que los conocía
desde la escuela primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa mañana llevaban
todavía los vestidos de paño oscuro de la boda, demasiado gruesos y formales
para el Caribe, y tenían el aspecto devastado por tantas horas de mala vida,
pero habían cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no habían dejado de
beber desde la víspera de la parranda, ya no estaban borrachos al cabo de tres
días, sino que parecían sonámbulos desvelados. Se habían dormido con las
primeras auras del amanecer, después de casi tres horas de espera en la tienda
de Clotilde Armenta, y aquel era su primer sueño desde el viernes. Apenas si
habían despertado con el primer bramido del buque, pero el instinto los
despertó por completo cuando Santiago Nasar salió de su casa. Ambos agarraron
entonces el rollo de periódicos, y Pedro Vicario empezó a levantarse.
—Por el amor de Dios —murmuró Clotilde
Armenta—. Déjenlo para después, aunque sea por respeto al señor obispo.
«Fue un soplo del Espíritu Santo», repetía
ella a menudo. En efecto había sido una ocurrencia providencial, pero de una
virtud momentánea. Al oírla, los gemelos Vicario reflexionaron, y el que se
había levantado volvió a sentarse. Ambos siguieron con la mirada a Santiago
Nasar cuando empezó a cruzar la plaza. «Lo miraban más bien con lástima», decía
Clotilde Armenta (págs. 24,
28 y 29).
(...) Ella solía invitarlo a desayunar en nuestra casa cuando había
cariñolas de yuca, y mi madre las estaba haciendo aquella mañana. Santiago
Nasar aceptó entusiasmado.
—Me cambio de ropa y te alcanzo —dijo, y cayó
en la cuenta de que había olvidado el reloj en la mesa de noche—. ¿Qué hora es?
Eran las 6.25. Santiago Nasar tomó del brazo
a Cristo Bedoya y se lo llevó hacia la plaza.
—Dentro de un cuarto de hora estoy en tu
casa— le dijo a mi hermana.
Ella insistió en que se fueran juntos de
inmediato porque el desayuno estaba servido. «Era una insistencia rara», me
dijo Cristo Bedoya. «Tanto que a veces he pensado que Margot ya sabía que lo
iban a matar y quería esconderlo en tu casa». Sin embargo, Santiago Nasar la
convenció de que se adelantara mientras él se ponía la ropa de montar, pues
tenía que estar temprano en El Divino Rostro para castrar terneros. Se despidió
de ella con la misma señal de la mano con que se había despedido de su madre, y
se alejó hacia la plaza llevando del brazo a Cristo Bedoya. Fue la última vez
que lo vio.
Muchos de los que estaban en el puerto sabían
que a Santiago Nasar lo iban a matar. Don Lázaro Aponte, coronel de academia en
uso de buen retiro y alcalde municipal desde hacía once años, le hizo un saludo
con los dedos. «Yo tenía mis razones muy reales para creer que ya no corría
ningún peligro», me dijo. El padre Carmen Amador tampoco se preocupó. «Cuando
lo vi sano y salvo pensé que todo había sido un infundio», me dijo. Nadie se preguntó
siquiera si Santiago Nasar estaba prevenido, porque a todos les pareció
imposible que no lo estuviera
(págs. 34 y 35).
Cada uno de estos temas que aparecen en el primer capítulo, se
desarrollan con mayor exactitud y extensión en los capítulos sucesivos, sin
guardar un orden cronológico.
Segundo capítulo (hasta la pág. 78):
Aparición de Bayardo San Román, descripción del personaje, de su
actuaciones y de su familia.
Descripción de la familia Vicario y, a través de ella, de las
costumbres del pueblo en lo que se refiere a la educación de los hombres y de
la mujeres (págs. 50-53).
Angela Vicario era la hija menor de una
familia de recursos escasos. Su padre, Poncio Vicario, era orfebre de pobres, y
la vista se le acabó de tanto hacer primores de oro para mantener el honor de
la casa. Purísima del Carmen, su madre, había sido maestra de escuela hasta que
se casó para siempre. Su aspecto manso y un tanto afligido disimulaba muy bien
el rigor de su carácter. «Parecía una monja», recuerda Mercedes. Se consagró
con tal espíritu de sacrificio a la atención del esposo y la crianza de los
hijos, que a uno se le olvidaba a veces que seguía existiendo. Las dos hijas
mayores se habían casado muy tarde. Además de los gemelos, tuvieron una hija
intermedia que había muerto de fiebres crepusculares, y dos años después
seguían guardándole un luto liviano dentro de la casa, pero riguroso en la
calle. Los hermanos fueron criados para ser hombres. Ellas habían sido educadas
para casarse. Sabían bordar en bastidor, coser a máquina, tejer encaje de
bolillo, lavar y planchar, hacer flores artificiales y dulces de fantasma, y
redactar esquelas de compromiso. A diferencia de las muchachas de la época, que
habían descuidado el culto de la muerte, las cuatro eran maestras en la ciencia
antigua de velar a los enfermos, confortar a los moribundos y amortajar a los
muertos. Lo único que mi madre les reprochaba era la costumbre de peinarse
antes de dormir. «Muchachas —les decía—: no se peinen de noche que se retrasan
los navegantes». Salvo por eso, pensaba que no había hijas mejor educadas. «Son
perfectas», le oía decir con frecuencia. «Cualquier hombre será feliz con
ellas, porque han sido criadas para sufrir». Sin embargo, a los que se casaron
con las dos mayores les fue difícil romper el cerco, porque siempre iban juntas
a todas partes, y organizaban bailes de mujeres solas y estaban predispuestas a
encontrar segundas intenciones en los designios de los hombres.
Angela Vicario era la más bella de las
cuatro, y mi madre decía que había nacido como las grandes reinas de la
historia con el cordón umbilical enrollado en el cuello. Pero tenía un aire
desamparado y una pobreza de espíritu que le auguraban un porvenir incierto. Yo
volvía a verla año tras año, durante mis vacaciones de Navidad, y cada vez
parecía más desvalida en la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde a
hacer flores de trapo y a cantar valses de solteras con sus vecinas. «Ya está
de colgar en un alambre —me decía Santiago Nasar—: tu prima la boba». De
pronto, poco antes del luto de la hermana, la encontré en la calle por primera
vez, vestida de mujer y con el cabello rizado, y apenas si pude creer que fuera
la misma. Pero fue una visión momentánea: su penuria de espíritu se agravaba
con los años. Tanto, que cuando se supo que Bayardo San Román quería casarse
con ella muchos pensaron que era una perfidia de forastero (págs. 51-53).
Celebración de la boda y festejo.
Presentimiento de Santiago Nasar de su propia muerte.
Devolución de la novia. En el primer capítulo se alude a este hecho,
en éste se describe.
Supuesta culpabilidad de Santiago Nasar:
Pedro Vicario, el más resuelto de los
hermanos, la levantó en vilo por la cintura y la sentó en la mesa del comedor.
—Anda, niña —le dijo temblando de rabia—:
dinos quién fue.
Ella se demoró apenas el tiempo necesario
para decir el nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista
entre los tantos y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo
dejó clavado en la pared con su dardo certero, como una mariposa sin albedrío
cuya sentencia estaba escrita desde siempre.
—Santiago Nasar —dijo (pág. 78).
Tercer capítulo (hasta pág. 115):
Breve alusión al juicio y descripción de los hermanos Vicario:
El abogado sustentó la tesis del homicidio en
legítima defensa del honor, que fue admitida por el tribunal de conciencia, y
los gemelos declararon al final del juicio que hubieran vuelto a hacerlo mil
veces por los mismos motivos. Fueron ellos quienes vislumbraron el recurso de
la defensa desde que se rindieron ante la iglesia pocos minutos después del
crimen. Irrumpieron jadeando en la Casa Cural, perseguidos de cerca por un
grupo de árabes enardecidos, y pusieron los cuchillos con el acero limpio en la
mesa del padre Amador. Ambos estaban exhaustos por el trabajo bárbaro de la
muerte (pág. 79).
Larga descripción de los preparativos de los hermanos Vicario para
asesinar a Santiago Nasar:
lo fueron a esperar en la casa de Clotilde
Armenta, por donde sabían que iba a pasar medio mundo menos Santiago Nasar.
«Era el único lugar abierto», declararon al instructor. «Tarde o temprano tenía
que salir por ahí», me dijeron a mí, después de que fueron absueltos. Sin
embargo, cualquiera sabía que la puerta principal de la casa de Plácida Linero
permanecía trancada por dentro, inclusive durante el día, y que Santiago Nasar
llevaba siempre consigo las llaves de la entrada posterior. Por allí entró de
regreso a su casa, en efecto, cuando hacía más de una hora que los gemelos
Vicario lo esperaban al otro lado, y si después salió por la puerta de la plaza
cuando iba a recibir al obispo fue por una razón tan imprevista que el mismo
instructor del sumario no acabó de entenderla.
Nunca hubo una muerte más anunciada. Después
de que la hermana les reveló el nombre, los gemelos Vicario pasaron por el
depósito de la pocilga, donde guardaban los útiles de sacrificio, y escogieron
los dos cuchillos mejores: uno de descuartizar, de diez pulgadas de largo por
dos y media de ancho, y otro de limpiar, de siete pulgadas de largo por una y
media de ancho. Los envolvieron en un trapo, y se fueron a afilarlos en el
mercado de carnes, donde apenas empezaban a abrir algunos expendios. Los
primeros clientes eran escasos, pero veintidós personas declararon haber oído
cuanto dijeron y todas coincidían en la impresión de que lo habían dicho con el
único propósito de que los oyeran (págs. 82 y 83).
Fiesta y parranda nocturna del narrador, Luis Enrique (su hermano),
Cristo Bedoya y Santiago Nasar, hasta que se separan y Santiago Nasar se dirige
a su casa para descansar una hora antes de la llegada del obispo.
Actitud del pueblo ante el conocimiento de la voluntad de asesinar de
los hermanos Vicario.
Cuarto capítulo (hasta pág. 153):
Descripción de la inhumana autopsia realizada a Santiago Nasar con
todos sus brutales pormenores.
Huella que el asesinato deja en el pueblo y en cada personaje
principal de la novela: miedo en el narrador; insomnio en Pedro Vicario;
colerina en Pablo Vicario; tristeza en las familias árabes; huida del pueblo de
la familia Vicario; borrachera y salida del pueblo de Bayardo San Roman; etc.
Proceso de enamoramiento sucesivo y cambio de Angela Vicario, que, a
partir de un encuentro casual en el que ve a su esposo salir de un hotel,
experimenta por primera vez un sentimiento amoroso hacia él, que va creciendo
asombrosamente y le lleva a escribirle hasta dos mil cartas.
Vuelta de Bayardo San Román junto a su esposa, muchos años después
(págs. 152, 153).
Quinto capítulo (hasta pág. 193):
Transformación del pueblo tras la muerte de Santiago Nasar. Intento de
esclarecimiento del papel jugado por la fatalidad en su muerte (págs. 154-157).
Descripción del sumario, rescatado por el narrador años más tarde.
Reacción de desconcierto de Santiago Nasar ante las acusaciones y el
peligro de muerte.
Intentos de Cristo Bedoya de evitar el asesinato (págs. 166-177):
Pablo Vicario apareció entonces en la puerta.
Estaba tan pálido como el hermano, y tenía puesta la chaqueta de la boda y el
cuchillo envuelto en el periódico. «Si no hubiera sido por eso —me dijo Cristo
Bedoya—, nunca hubiera sabido cuál de los dos era cuál». Clotilde Armenta
apareció detrás de Pablo Vicario, y le gritó a Cristo Bedoya que se diera
prisa, porque en este pueblo de maricas sólo un hombre como él podía impedir la
tragedia.
Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue
del dominio público. La gente que regresaba del puerto, alertada por los
gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen. Cristo
Bedoya les preguntó a varios conocidos por Santiago Nasar, pero nadie lo había
visto. En la puerta del Club Social se encontró con el coronel Lázaro Aponte y
le contó lo que acababa de ocurrir frente a la tienda de Clotilde Armenta.
—No puede ser —dijo el coronel Aponte—,
porque yo los mandé a dormir.
—Acabo de verlos con un cuchillo de matar
puercos —dijo Cristo Bedoya.
—No puede ser, porque yo se los quité antes
de mandarlos a dormir —dijo el alcalde—. Debe ser que los viste antes de eso.
—Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un
cuchillo de matar puercos —dijo Cristo Bedoya.
—¡Ah carajo —dijo el alcalde—, entonces debió
ser que volvieron con otros!
Prometió ocuparse de eso al instante, pero
entró en el Club Social a confirmar una cita de dominó para esa noche, y cuando
volvió a salir ya estaba consumado el crimen. Cristo Bedoya cometió entonces su
único error mortal: pensó que Santiago Nasar había resuelto a última hora
desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de ropa, y allá se fue a buscarlo.
Se apresuró por la orilla del río, preguntándole a todo el que encontraba si lo
había visto pasar, pero nadie le dio razón. No se alarmó, porque había otros
caminos para nuestra casa. Próspera Arango, la cachaca, le suplicó que hiciera
algo por su padre que estaba agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la
bendición fugaz del obispo. «Yo lo había visto al pasar —me dijo mi hermana
Margot—, y ya tenía cara de muerto». Cristo Bedoya demoró cuatro minutos en
establecer el estado del enfermo, y prometió volver más tarde para un recurso
de urgencia, pero perdió tres minutos más ayudando a Próspera Arango a llevarlo
hasta el dormitorio. Cuando volvió a salir sintió gritos remotos y le pareció
que estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza. Trató de correr, pero
se lo impidió el revólver mal ajustado en la cintura. Al doblar la última
esquina reconoció de espaldas a mi madre que llevaba casi a rastras al hijo
menor.
—Luisa Santiago —le gritó—: dónde está su
ahijado.
Mi madre se volvió apenas con la cara bañada
en lágrimas.
—¡Ay hijo —contestó—, dicen que lo mataron!
Así era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba,
Santiago Nasar había entrado en la casa de Flora Miguel, su novia, justo a la
vuelta de la esquina donde él lo vio por última vez. «No se me ocurrió que
estuviera ahí —me dijo— porque esa gente no se levanta nunca antes de
mediodía». Era una versión corriente que la familia entera dormía hasta las
doce por orden de Nahir Miguel, el varón sabio de la comunidad.
Desconcertante enfrentamiento entre Flora de Miguel y Santiago Nasar
(págs. 180-183). Detallada descripción del asesinato de Santiago Nasar (págs.
183-193):
Nahir Miguel salió del dormitorio al cabo de
unos minutos, hizo una señal y la familia entera desapareció.
Siguió hablando en árabe a Santiago Nasar.
«Desde el primer momento comprendí que no tenía la menor idea de lo que le
estaba diciendo», me dijo. Entonces le preguntó en concreto si sabía que los
hermanos Vicario lo buscaban para matarlo. «Se puso pálido, y perdió de tal
modo el dominio, que no era posible creer que estaba fingiendo», me dijo.
Coincidió en que su actitud era tanto de miedo como de turbación.
—Tú sabrás si ellos tienen razón, o no —le
dijo—. Pero; en todo caso, ahora no te quedan sino dos caminos: o te escondes
aquí, que es tu casa, o sales con mi rifle.
—No entiendo un carajo— dijo Santiago Nasar.
Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dijo
en castellano. «Parecía un pajarito mojado», me dijo Nahir Miguel. Tuvo que
quitarle el cofre de las manos porque él no sabía dónde dejarlo para abrir la
puerta.
—Serán dos contra uno— le dijo.
Santiago Nasar se fue. La gente se había
situado en la plaza como en los días de desfiles. Todos le vieron salir, y
todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar, y estaba tan azorado que
no encontraba el camino de su casa. Dicen que alguien gritó desde un balcón:
«Por ahí no, turco, por el puerto viejo». Santiago Nasar buscó la voz. Yamil
Shaium le gritó que se metiera en su tienda, y entró a buscar su escopeta de
caza, pero no recordó dónde había escondido los cartuchos. De todos lados
empezaron a gritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al revés y al derecho
deslumbrado por tantas voces a la vez. Era evidente que se dirigía a su casa
por la puerta de la cocina, pero de pronto debió darse cuenta de que estaba abierta
la puerta principal.
—Ahí viene— dijo Pedro Vicario.
Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo
Vicario se quitó el saco, lo puso en el taburete, y desenvolvió el cuchillo en
forma de alfanje. Antes de abandonar la tienda, sin ponerse de acuerdo, ambos
se santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarró a Pedro Vicario por la camisa
y le gritó a Santiago Nasar que corriera porque lo iban a matar. Fue un grito
tan apremiante que apagó a los otros. «Al principio se asustó —me dijo Clotilde
Armenta—, porque no sabía quién le gritaba, ni de dónde». Pero cuando la vio a
ella vio también a Pedro Vicario, que la tiró por tierra con un empellón, y
alcanzó al hermano. Santiago Nasar estaba a menos de 50 metros de su casa, y
corrió hacia la puerta principal.
Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria
Guzmán le había contado a Plácida Linero lo que ya todo el mundo sabía. Plácida
era una mujer de nervios firmes, así que no dejó traslucir signo de alarma. Le
preguntó a Victoria Guzmán si le haba dicho algo a su hijo, y ella le mintió a
conciencia, pues contestó que todavía no sabía nada cuando él bajó a tomar el
café. En la sala, donde seguía trapeando los pisos, Divina Flor vio al mismo
tiempo que Santiago Nasar entró por la puerta de la plaza y subió por las escaleras
de buque de los dormitorios. «Fue una visión nítida», me contó Divina Flor.
«Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude ver bien, pero me
pareció un ramo de rosas». De modo que cuando Plácida Linero le preguntó por
él, Divina Flor la tranquilizó.
—Subió al cuarto hace un minuto —le dijo.
Plácida Linero vio entonces el papel en el
suelo, pero no pensó en recogerlo, y sólo se enteró de lo que decía cuando
alguien se lo mostró más tarde en la confusión de la tragedia. A través de la
puerta vio a los hermanos Vicario que venían corriendo hacia la casa con los
cuchillos desnudos. Desde el lugar en que ella se encontraba podía verlos a
ellos, pero no alcanzaba a ver a su hijo que corría desde otro ángulo hacia la
puerta. «Pensé que querían meterse para matarlo dentro de la casa», me dijo.
Entonces corrió hacia la puerta y la cerró de un golpe. Estaba pasando la
tranca cuando oyó los gritos de Santiago Nasar, y oyó los puñetazos de terror
en la puerta, pero creyó que él estaba arriba, insultando a los hermanos
Vicario desde el balcón de su dormitorio. Subió a ayudarlo.
Santiago Nasar necesitaba apenas unos
segundos para entrar cuando se cerró la puerta. Alcanzó a golpear varias veces
con los puños, y en seguida se volvió para enfrentarse a manos limpias con sus
enemigos. «Me asusté cuando lo vi de frente —me dijo Pablo Vicario—, porque me
pareció como dos veces más grande de lo que era». Santiago Nasar levantó la
mano para parar el primer golpe de Pedro Vicario, que lo atacó por el flanco
derecho con el cuchillo recto
(págs. 183 a 187).
En realidad Santiago Nasar no caía porque
ellos mismos lo estaban sosteniendo a cuchilladas contra la puerta.
(...) Después de buscarlo a gritos por los
dormitorios, oyendo sin saber dónde otros gritos que no eran los suyos, Plácida
Linero se asomó a la ventana de la plaza y vio a los gemelos Vicario que
corrían hacia la Iglesia. Iban perseguidos de cerca por Yamil Shaium con su
escopeta de matar tigres, y por otros árabes desarmados, y Plácida Linero pensó
que había pasado el peligro. Luego salió al balcón del dormitorio, y vio a
Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse
de su propia sangre. Se incorporó de medio lado, y se echó a andar en un estado
de alucinación, sosteniendo con las manos las vísceras colgantes.
Caminó más de cien metros para darle la
vuelta completa a la casa y entrar por la puerta de la cocina. Tuvo todavía
bastante lucidez para no ir por la calle, que era el trayecto más largo, sino
que entró por la casa contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se
habían enterado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta. «Oímos la
gritería —me dijo la esposa—, pero pensamos que era la fiesta del obispo».
Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangre
llevando en las manos el racimo de sus entrañas. (...) Pero Argénida Lanao, la
hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre,
midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados
estaba más bello que nunca. Al pasar frente a la mesa les sonrió, y siguió a
través de los dormitorios hasta la salida posterior de la casa. «Nos quedamos
paralizados de susto», me dijo Argénida Lanao. Mi tía Wenefrida Márquez estaba
desescamando un sábalo en el patio de su casa, al otro lado del río, y lo vio
descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso firme el rumbo
de su casa.
—¡Santiago, hijo —le gritó—, qué te pasa!
Santiago Nasar la reconoció.
—Que me mataron, niña Wene— dijo.
Tropezó en el último escalón, pero se
incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra
que le quedó en las tripas», me dijo mi tía Wene. Después entró en su casa por
la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces
en la cocina (págs.
190-193).
IV. Técnica narrativa
Estructura de la obra. La novela se divide en cinco apartados.
Cada paso de un apartado a otro viene señalado exclusivamente por la
disposición material de las páginas.
El orden en que se presentan estas unidades narrativas no sigue un
criterio cronológico ni espacial; así, por ejemplo, se nos describe antes la
autopsia realizada a Santiago Nasar que su asesinato. La novela se ha concebido
como un proceso que se cierra sobre sí mismo: comienza y acaba con la muerte de
Santiago Nasar.
Cada apartado gira en torno a una o varias unidades significativas,
que se han ordenado entre sí con un criterio fundamentalmente expositivo. Se
trata de exponer detalladamente los hechos acontecidos en un breve espacio de
tiempo.
Espacio y tiempo. La ordenación temporal es, a primera vista,
caótica; existe a lo largo de la novela un aparente desorden narrativo.
Aparecen planos temporales diferentes y entremezclados. Se llega al tiempo no a
través de la acción, sino del enfoque y perspectiva del narrador.
El tiempo objetivamente transcurrido a lo largo de la acción, desde
que Santiago Nasar se levanta hasta que es asesinado, es de una hora y media,
es decir: desde las 5.30 hasta las 7.00 de esa misma mañana.
Sin embargo, el narrador traslada el tiempo constantemente al pasado y
al futuro; sueños de Santiago Nasar antes de su muerte, aparición de Bayardo
San Román seis meses antes del asesinato, juicio y sentencia de los hermanos
Vicario, preparativos para el asesinato, descripción de la autopsia, proceso de
enamoramiento de Angela Vicario, vuelta de Bayardo San Román muchos años más
tarde y descripción, por último, del asesinato. Además, el narrador se sitúa a
muchos años del momento del crimen: trata de reconstruir lo sucedido.
En lo que se refiere al espacio, se producen también algunos cambios;
sin embargo, este aspecto es mucho menos importante para el desarrollo e la
acción; sabemos que ésta tiene lugar en un pueblo del Caribe, y conocemos los
nombres de algunos pueblos vecinos.
El narrador. Adopta una doble perspectiva, que consigue dar mayor realismo a la
novela. Es un «narrador testigo» que presencia los acontecimientos como parte
interesada y directa. Es amigo de Santiago Nasar, y nos cuenta sus propias
vivencias. Pero es a la vez «narrador investigador», que se sitúa en una
perspectiva temporal y realiza una tarea de investigación y estudio en torno al
asesinato, con el fin de aclarar al máximo posible lo sucedido con ayuda de los
datos que va recogiendo.
Nunca llega a ser narrador omnisciente: se ve en la necesidad de
informarse de muchas cuestiones y no es capaz de resolverlas todas. Permanece
al final de la novela la incógnita fundamental de quién fue el verdadero amante
de Angela Vicario.
El estilo. La novela está escrita en un estilo sobrio, ajustado, capaz de
mantener la atención y tensión del lector, cuando en realidad éste conoce desde
el primer momento que Santiago Nasar va a morir.
Desprovisto de incógnitas, el relato avanza y crece sostenido sólo por
la palabra que nos describe el esplendor del trópico y la vida y mentalidad de
sus gentes. La novela es fundamentalmente narrativa, abundan también las
descripciones y, en menor grado, los diálogos.
Podemos señalar como una constante la fuerza expresiva conseguida con
un estilo sencillo, que se apoya en la utilización de adjetivos, antítesis e
hipérboles, con frecuencia de signo negativo. Así, junto a lo más bello sitúa
como elementos de contraste lo más burdo:
había soñado que atravesaba un bosque de
higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el
sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagadas de pájaros (p. 9).
La descripción de Bayardo San Román está cargada de grandeza, todo lo
que toca o hace es grandioso, escapa a las medidas normales de los hombres,
dispone de recursos interminables, hasta el punto de que su festejo de bodas adquirió
una fuerza propia tan difícil de amaestrar que al propio Bayardo San Román se
le salió de las manos y acabó por ser un acontecimiento público (pág. 64).
La hipérbole del tiro nos recuerda el alarde imaginativo de otras
obras de García Márquez: la pistola se disparó al chocar contra el suelo, la
bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, pasó con un
estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de
yeso a un santo de tamaño natural en el altar mayor de la Iglesia, al otro
extremo de la plaza.
Hay que destacar la fuerza expresiva de la descripción de la autopsia
y del asesinato de Santiago Nasar. En ambos casos, abundan los detalles
precisos, incisivos y espeluznantes. En la descripción de la autopsia utiliza
términos y elementos muy concretos hasta resultar repugnante e inhumana.
Se describe como una masacre consumada y el cadáver se devuelve
destrozado e irreconocible: nos devolvieron un cuerpo distinto.
La descripción del asesinato es el desenlace magistral de la novela.
También aquí aparecen elementos que aumentan el dramatismo, el horror y la
brutalidad:
—distancia precisa que separa a Santiago Nasar de la puerta de su
propia casa: 50 metros;
—presencia del papel en que se avisaba del intento de asesinato, sin
que nadie lo viera con el tiempo suficiente para prevenir a Santiago;
—los breves segundos que Santiago Nasar necesitaba para alcanzar la
puerta, cuando se la cerró su propia madre por error;
—los cuchillos con los que es asesinado a puñaladas son utilizados por
los hermanos Vicario para descuartizar cerdos;
—enumeración precisa de las brutales cuchilladas asestadas a Santiago
Nasar;
—entrada, ya tardía y sin objeto, de Santiago Nasar en su propia casa,
hasta derrumbarse y morir en la cocina.
La fatalidad. Toda la novela está impregnada por la
presencia de una fuerza irresistible que domina la vida de los hombres y los
conduce a su destino.
La presencia de la fatalidad carga toda la novela de un sentido
trágico: constantemente encontramos la advertencia de que los asesinos no quieren
matar a Santiago Nasar, aunque deban hacerlo; que el pueblo deseaba
impedirlo, pero no lo hace; que la víctima es prácticamente el único que
desconoce el horrible final que le aguarda...
Esta fatalidad junto con otros elementos importantes, como son la
brutalidad, la sensualidad de las gentes que aparecen en la novela, su falta de
rasgos verdaderamente humanos, nos da una visión absurda y sin sentido de la
vida y del hombre, que se presenta casi animalizado.
Desde el comienzo —sueños de Santiago Nasar— aparecen presagios de su
muerte. Estos presentimientos son frecuentes incluso en los detalles: en la
pág. 20, Santiago Nasar presiente la muerte del ser humano cuando Victoria
Guzmán arranca de cuajo las entrañas de los conejos en la cocina, y se las echa
a los perros para que las devoren. Encontramos un gran paralelismo con este
relato cuando, al describir el asesinato, se dice:
Santiago Nasar permaneció todavía un instante
apoyado contra la puerta, hasta que vio sus vísceras al sol, limpias, azules, y
cayó de rodillas (pág. 190);
también cuando, durante la autopsia, señala la presencia de unos perros que
parecen querer devorar el cadáver.
El destino fuerza la muerte de Santiago Nasar con toda una serie de
coincidencias: nadie podía entender tantas coincidencias juntas. El
crimen resulta absurdo: todo el mundo sabe que se va a producir, pero nadie lo
desea ni lo evita. No lo desea el pueblo, ni los mismo asesinos. Sin embargo,
nadie se opone y el asesinato se produce: nunca hubo una muerte tan
anunciada (pág. 83). Quizá la clave más importante de ese fatalismo se nos
dé en la página 93:
(el coronel Lázaro Aponte) los encontró en la tienda de Clotilde
Armenta. «Cuando los vi pensé que eran puras bravuconadas —me dijo con su
lógica personal—, porque no estaban tan borrachos como yo creía». Ni siquiera
los interrogó sobre sus intenciones, sino que les quitó los cuchillos y los
mandó a dormir. Los trataba con la misma complacencia de sí mismo con que había
sorteado la alarma de la esposa.
—¡Imagínense —les dijo—: qué va a decir el
obispo si los encuentra en ese estado!
Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufrió una
desilusión más con la ligereza del alcalde, pues pensaba que debía arrestar a
los gemelos hasta esclarecer la verdad. El coronel Aponte le mostró los cuchillos
como un argumento final.
—Ya no tienen con qué matar a nadie —dijo.
—No es por eso —dijo Clotilde Armenta—. Es
para librar a esos pobres del horrible compromiso que les ha caído encima.
Pues ella lo había intuido. Tenía la
certidumbre de que los hermanos Vicario no estaban tan ansiosos por cumplir la
sentencia como por encontrar a alguien que les hiciera el favor de impedírselo.
Pero el coronel Aponte estaba en paz con su alma.
—No se detiene a nadie por sospechas —dijo—.
Ahora es cuestión de prevenir a Santiago Nasar, y feliz año nuevo.
V. Crítica
Desde el punto de vista literario se trata de una buena novela. Se
pone de manifiesto la habilidad del autor y su fuerza narrativa. Sin embargo,
se le pueden objetar muchas cuestiones de fondo. García Márquez es maestro en
la forma de decir, pero no en lo que dice.
Instrumentaliza el lenguaje para realizar una ridiculización y crítica
superficial de signos y símbolos religiosos: desde el comienzo de la novela,
con la espera del obispo, hasta el final, aparecen un montón de
ridiculizaciones con diversas excusas:
el obispo empezó a hacer la señal de la cruz
en el aire frente a la muchedumbre del muelle, y después siguió haciéndola de
memoria, sin malicia, ni inspiración, hasta que el buque se perdió de vista y
sólo quedó el alboroto de los gallos.
Cuando los hermanos Vicario están a punto de lanzarse contra Santiago
Nasar para asesinarlo, sin ponerse de acuerdo, ambos se santiguaron
(pág. 184).
Los comentarios de este tipo son muy numerosos, habría que preguntarse:
¿qué sentido tienen?, ¿por qué motivo aparecen en la narración? No parece que
exista otra razón que la de ridiculizar. Los mismos nombres de los personajes
se encuentran en esta línea irónica reforzada, además, por el contraste de sus
comportamientos: Cristo Bedoya, Pedro, Pablo y Poncio Vicario, Divina Flor,
Padre Carmen Amador...
Por otro lado, los personajes aparecen siempre con una enorme carga de
brutalidad y de sensualidad. No existe una norma moral, solamente mantienen
comportamientos derivados de sus propios impulsos. Aparecen constantemente
alusiones, más o menos directas, a situaciones de inmoralidad.
Mirando la obra en su conjunto, es difícil reconocer valores
positivos. Se produce una pérdida de lo humano, el hombre se animaliza y queda
sometido a sus propias pasiones y al absurdo de un destino fatal que le hace
perder su libertad.
Esta presencia de la fatalidad pesa sobre toda la novela, de modo que
se omite por completo cualquier manifestación o referencia a la responsabilidad
moral y a la fe en la Providencia divina sobre todas las cosas y especialmente
sobre los hombres.
V.A.
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