Teología de la Biblia (I: Antiguo Testamento)
B.A.C., Madrid 1970, 737 pp.
CONTENIDO DE LA OBRA
El libro está dividido en cuatro partes, precedidas por una introducción en la que se hacen unas consideraciones sobre la Teología Bíblica y su relación con la Historia de la Salvación.
En la primera parte, bajo el título general de Creencias, se estudia la teología acerca de Dios, los Angeles y el hombre. El tratado sobre Dios es tal vez el más extenso (424 pp.), y en él se estudian los nombres divinos, la evolución del concepto de Dios en el Antiguo Testamento, el Dios de la elección, el Dios de los Patriarcas, los atributos divinos y las manifestaciones de Dios (carácter histórico de la Revelación, teofanías, oráculos, comunicaciones proféticas, etc.).
El tratado sobre los Angeles se ocupa tanto de éstos (“los colaboradores del Reino de Dios”), como de los demonios (“los adversarios del Reino de Dios” ). El estudio sobre el hombre aborda el origen, la naturaleza, la vida y el destino humanos.
En la segunda parte, titulada Esperanzas, se trata el tema de la expectación mesiánica y el de la Escatología. Es un estudio breve de sólo 38 páginas, en el que se abordan muchas cuestiones: el mesianismo davídico, el mesianismo doliente profético, el mesianismo celeste escatológico, la expectación mesiánica en la literatura judaica extrabíblica y en los pueblos orientales antiguos, etc.
En la tercera parte el autor estudia las Obligaciones religiosas y morales, respecto a Dios y respecto a los demás hombres, con especial referencia a los deberes cultuales.
La cuarta y última parte se titula Caída y rehabilitación del hombre. Empieza por analizar la rebeldía del hombre, el pecado: noción, naturaleza, tipos, universalidad, origen y transmisión. Concluye con un breve estudio sobre el pecado en las antiguas religiones orientales, y sobre otros temas relacionados: conversión, expiación cultual y no cultual, valor expiatorio del sufrimiento, etc.
VALORACIÓN CIENTÍFICA
Por la misma estructura poco sistemática del libro y por la gran cantidad de temas tratados, se observa un cierto desorden en la exposición, y repeticiones innecesarias, que en ocasiones hacen pesada la lectura.
Se trata de un libro concebido como introducción a la Teología del Antiguo Testamento, para los no especialistas; de ahí la ausencia de exposiciones rigurosas desde el punto de vista científico. Sin embargo, el autor presenta continuamente, como si se tratase de resultados ciertos y seguros, lo que en realidad no son más que hipótesis con frecuencia con un fundamento muy discutible y en ocasiones sin fundamento alguno. Es un acopio de opiniones exegéticas, sin valoración crítica adecuada. Así, por ejemplo, García Cordero afirma, como si fuesen datos completamente seguros, que el llamado Deutero-Isaías fue escrito por un autor anónimo del postexilio; que el actual libro del Deuteronomio es posterior a los profetas (cfr. p. 135); que el libro de Tobías no es histórico, sino una novela didáctica piadosa que debe interpretarse conforme al folklore ambiental de la época persa (cfr. p. 458), etc.
En el fondo, late una concepción de Teología Bíblica de raíz racionalista: “es una disciplina que forma parte de la teología positiva y que tomando por base exclusivamente los datos bíblicos que le proporciona la exégesis histórico-crítica, los elabora en un proceso de síntesis, relacionándolos, armonizándolos, y sistematizándolos en un conjunto doctrinal, teniendo en cuenta, de un lado, el proceso evolutivo ideológico ascendente de la historia de la salvación, reflejado en los diversos libros sagrados, y de otro, la unidad doctrinal de la Biblia, basada en el designio salvífico divino sobre la humanidad dentro de las exigencias de la analogía de la fe” (p. 28). El autor no precisa más esta definición, pero a lo largo de todo el libro predomina la exclusividad postulada de la exégesis histórico-crítica. Y de la analogía de la fe y de la unidad de la Escritura no parece que se haga caso.
Esta concepción, de hecho, condiciona toda la obra, y la descalifica científicamente: la exégesis histórico-crítica es insuficiente para abordar científicamente el estudio de la Sagrada Escritura, pues ésta no es una obra que pueda explicarse con medios exclusivamente humanos (históricos, sociológicos, etc.). Esta actitud, pretendidamente científica (entendiendo por ciencia la ciencia humana positiva), es en realidad anticientífica, pues supone la inadecuación a su objeto propio, que no es un libro escrito por hombres, sino escrito por hombres bajo inspiración directa de Dios, y no narra simplemente la historia humana de un pueblo, sino además —y principalmente— las intervenciones divinas en esa historia. Con ese a priori exclusivista, heredero del racionalismo, del protestantismo liberal y del modernismo, se pretende constituir en criterio fundamental de interpretación lo que no puede ser más que un medio auxiliar y subordinado a la Tradición y Magisterio de la Iglesia.
Este punto de partida metodológico llega a afectar, de hecho, a la misma idea que se forma del objeto de estudio (la Biblia): “los hagiógrafos representan un ambiente, una escuela, y el libro no es el resultado de la inspiración de un autor sino de la expresión de la religión de un pueblo” (p. 21). Las consecuencias doctrinales de estas premisas son extraordinariamente graves, pues —como veremos a continuación— socavan y disuelven la historicidad e inerrancia de la Sagrada Escritura.
VALORACIÓN DOCTRINAL
Doctrinalmente este libro es rechazable, por la decisiva influencia que los criterios de exégesis racionalista ejercen sobre el estudio de todos los temas abordados. Como característica muy marcada, el libro presenta una notable falta de coherencia interior, oscilando continuamente entre la doctrina católica sobre puntos doctrinales concretos, y las explicaciones de la crítica racionalista. Por ejemplo, después de exponer las características de la Revelación veterotestamentaria (de origen divino, con intervención gratuita y libre de Dios, etc.: cfr. pp. 379-381), enseguida se expresa de modo completamente opuesto, como si esa idea de Revelación no tuviese nada que ver de hecho con los textos bíblicos: “Si se exceptúan los libros del Eclesiastés y de Job, el pensamiento religioso se manifiesta en Israel en función de la historia, quedando fragmentos mitológicos, de importación mesopotámica. Las leyes, aunque tengan origen preisraelita a base de determinados tabús ancestrales, se las historifica relacionándolas con un hecho del desierto y poniéndolas en boca de Yahwé, legislador directo de la comunidad israelita... Con la literatura apocalíptica vuelve a resucitar el mito; la creación y la angeología son temas que toman actualidad...” (p. 384).
He ahí el a priori racionalista y antisobrenatural propio del racionalismo, que determina todo en el libro. Cualquier pasaje bíblico, cualquier institución o hecho histórico en que aparece la acción de Dios, es explicado de modo humano: acudiendo a influencias de otros pueblos, diciendo que el hagiógrafo personifica, o pone en boca de Dios lo que en realidad tiene otro origen, etc.
Con eso, el resultado —común en la exégesis protestante liberal y modernista— es considerar en la Biblia una doble historia: la que presenta la lectura directa del texto (que está cargada de personificaciones dramáticas, de historificaciones épicas, de mitos tomados de otros pueblos, etc.) y la historia auténticamente acaecida, que sólo la crítica histórica puede ir descubriendo por debajo de aquella otra historia. Los ejemplos de estos son innumerables. Citemos uno muy significativo (téngase en cuenta que, aparte de no tener fundamento exegético, el autor no sólo se sitúa al margen sino en contra de toda la Tradición de la Iglesia). Al estudiar el origen del nombre Yahvé, su intento —dando por supuesto que no fue revelado por Dios— se centra en descubrir de dónde lo habrían tomado los israelitas y por qué el escritor del Exodo (no dice que sea Moisés) inventa la escena en que Dios revela su nombre a Moisés: “El mismo compilador sagrado tampoco entiende el sentido del nombre sagrado de Yahwé, y en una escenificación artificial, a base de un supuesto diálogo entre Dios y Moisés, incrusta una explicación evasiva jugando con el sentido de “él es” y “yo soy” que le sugiere la raíz primitiva de hawah. Pero ésta es una explicación convencional y artificial, como otras de la Biblia, que no resuelve el problema desde el punto de vista de las exigencias de la crítica moderna” (p. 52).
Esa doble historia se debe, según el autor, a que los hagiógrafos más que narrar sucesos históricos, lo que hacen es explicar la religión de Israel en forma de historia: “Los relatos bíblicos, tal como ahora los leemos en los libros sagrados, reflejan ya una madurez teológica que no tenían las primeras tradiciones religiosas de Israel. Los hagiógrafos relatan la historia de la época patriarcal con una clara línea monoteísta, y por eso podemos suponer que evitan sistemáticamente todo lo que pudiera dar pie a veleidades politeístas; por eso el esquema teológico que preside las historias patriarcales —cuando ya se han realizado las supuestas antiguas promesas de una numerosa descendencia y de la posesión de la tierra de Canaán por parte de ella —no nos da idea de la mistificación de creencias a las que debían estar sujetos los primeros antepasados de los israelitas” (p. 203). Puede ser que el hagiógrafo inspirado por Dios siguiera efectivamente un plan de exposición con una finalidad más teológica que histórica, pero lo que es inadmisible es decir que ese plan lleva a tergiversar la historia. No se ve por qué hay que suponer que, aunque no se diga en la Escritura, los Patriarcas tuvieron veleidades politeístas, a no ser que se tome a priori, como punto de partida, que la religión de Israel sufrió una evolución del politeísmo al monoteísmo: ese a priori es puesto efectivamente por García Cordero: “Hemos de suponer que las manifestaciones religiosas de los patriarcas tenían que ser necesariamente eclécticas por atavismo y por el ambiente pluralista religioso del ambiente cananeo” (p. 202). El monoteísmo propiamente dicho —afirma— surge en la época de los profetas escritores: “Pero a mediados del siglo VIII surgen unos genios religiosos llamados profetas, los cuales desentrañan el contenido del monoteísmo rudimentario de los israelitas, que estaban más cerca de la monolatría, ya que no negaban el carácter divino de los dioses de otros pueblos” (p. 202).
Del mismo modo, las promesas son consideradas como supuestas promesas; es decir, encuadres teológicos para explicar algunas tradiciones; no serían, pues, algo histórico (cfr. pp. 68, 144, 145, etc.).
García Cordero presenta la Sagrada Escritura como llena de leyendas populares (el libro de Tobías, por ejemplo, sería una novela didáctica: p. 4.58) y de restos mitológicos (la concepción cosmográfica de los hebreos parece desprenderse de un trasfondo mesopotámico: p. 323; “en la religión hebrea no es difícil sorprender trasfondos atávicos primitivos con resabios mágicos”: p. 227); y esos mitos han sido cargados con un nuevo significado religioso: “Aunque muchos mitos de la religión de Israel han sido tomados del ambiente nomádico y cananeo, sin embargo, al ser incorporados al sistema de expresión religiosa monoteísta, se les dará un nuevo sentido” (p. 612).
La misma Alianza es considerada como una idealización poética: “Y así, dentro de la mentalidad centralizadora de la monarquía, se inserta el pacto de Yahwé con la dinastía davídica... Un poeta anónimo pone en labios de David agonizante estas palabras...” (p. 140). Igualmente son interpretadas las fiestas, no como instituidas por Dios, sino por ligar determinados días a hechos pasados, y escenificando su origen de modo literario atribuyendo al mismo Dios su institución (cfr. pp. 619-620); etc.
En consecuencia, dirá el autor, la historia de Israel llega a nosotros “idealizada, convertida en verdadera épica nacional; por lo tanto, el crítico moderno desconfía de la abundancia de intervenciones milagrosas divinas... Por supuesto no es nada inverosímil que en determinadas ocasiones se hayan dado verdaderos milagros” (pp. 206-207). Si se admite la posibilidad de algún milagro, no se ve por qué no pudo haber muchos: es una de las muchas incoherencias del autor, al querer compaginar algunos elementos de la fe con la crítica racionalista y modernista que, en proposición condenada por el Syllabus, considera que “Prophetiae et miracula in Sacris Litteris exposita et narrata sunt poetarum comment” (Dz 1707).
Al estudiar el pecado, y más concretamente el pecado original, el autor se desvía de la fe de la Iglesia: la narración bíblica es considerada como una escenificación dramática para explicar teológicamente el porqué del mal, del dolor y de la muerte, negando al parecer —en esto es especialmente confuso— todo carácter histórico al pecado de Adán y Eva (cfr. pp. 329, 690, 691, 694, 696).
Para terminar, puede decirse que todos los errores concretos que se contienen en este libro responden a una desviación fundamental en el mismo punto de partida: estudiar la Sagrada Escritura como si fuese un libro más, escrito por hombres con las influencias de su época y ambiente, queriendo explicar su contenido sin considerar para nada que se trata de escritos inspirados por Dios, que narran sucesos históricos —naturales y sobrenaturales—, ante los que la crítica histórica, cuando está bien hecha, aporta una pequeña ayuda para su interpretación, que ha de subordinarse a la Tradición y Magisterio de la Iglesia (cfr. Dz 786, 995, 1788, 1944, 1946 ss., 2012 ss., 2061, 2146, 2186 ss.).
M.A.T. y D.E.
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