GARAUDY, Roger - SEVE, Lucien y OTROS
AUTORES
Ed. Grijalbo,
México 1966, 314 pp.
(t.or.: Lectures
de Marxisme-Leninisme).
PRESENTACIÓN
DE LA OBRA
Este libro recoge trece
conferencias —cada una de las cuales constituye un capítulo del mismo— dictadas
en París por un conjunto de marxistas franceses: R. Garaudy, a quien corresponden
los capítulos I, VII y IX, entonces director del Centro de Estudios e
Investigaciones marxistas de Francia y miembro del Buró Político del Partido
Comunista Francés; Lucien Seve, autor de los capítulos II, III y IV; Georges
Cogniot, autor del capítulo VI, y Guy Besse, de los capítulos X y XI; los tres,
miembros del Comité Central del Partido Comunista Francés; Emile Botigelli,
Francette Arnault y Marinette Dambouiyant, profesores agregados en la
Universidad de París. Estos datos personales se refieren al año en que las
conferencias fueron dictadas por sus autores. De Mildred Simon, que escribe el
capítulo V, no hace mención el prólogo del libro.
El contenido de cada capítulo no
forma con los restantes una exposición sistemática, quizá en buena parte debido
a la variedad de autores y a la índole de lecciones habladas, pero,
probablemente, también a la misma intención de los autores que pretenden, en
conjunto, no tanto informar con orden y sistema acerca de lo que es el
marxismo, cuanto a hacer una serie de reflexiones —ante un auditorio que se
supone ya marxista o con conocimientos suficientes de tal doctrina— sobre
formas actuales y más prácticas en su exposición, aplicaciones de este sistema
en su lucha por la primacía en su confrontación con las circunstancias
históricas actuales, modos de replicar a las dificultades que sus adversarios
presentan, ejemplificaciones de la forma en que la historia ha venido a dar
cumplimiento a las predicciones y dialéctica del pensamiento de Marx, etc.
Por la misma atomización de los
temas tratados y la pluralidad de autores, se hace imposible su exposición
sistemática; por eso parece preferible hacer un resumen separado de cada uno de
sus trece capítulos.
CAPÍTULO I
El capítulo I, titulado Metodología
del marxismo (por R. Garaudy) —y cuya pretensión real es aclarar la manera
de exponer por sus seguidores los puntos fundamentales de dicha doctrina— fija
en cinco los caracteres esenciales del marxismo, al menos a la hora de su
presentación:
1. La estrecha relación entre la
teoría y la práctica.
2. Conexión del marxismo con toda
la herencia cultural anterior.
3. «La enseñanza del marxismo no
debe hacerse en forma de exposición dogmática, sino en forma polémica» (p. 13).
Es decir, teniendo en cuenta cualquier otra forma de pensamiento, para exponer
el marxismo como crítica de la misma.
4. Estrecha relación del marxismo
con el desarrollo de la Ciencia.
5. Carácter profundamente
humanista del materialismo dialéctico o histórico; por dos razones: a)
el humanismo marxista integra todo lo que la cultura anterior ha aportado a
la humanidad; b) crea las condiciones de desarrollo ilimitado del
hombre.
Cada uno de estos cinco
caracteres es analizado, después, a lo largo del capítulo. La idea fundamental
que el autor pretende inculcar con la primera afirmación es que, a)
cualquier tema del materialismo dialéctico debe basarse en experiencias
prácticas y b) la práctica incluye la lucha de clases, las luchas
nacionales, los experimentos científicos y la creación artística. Claro que la
práctica tiene dos sentidos diferentes para el marxista: antes y
después del triunfo de la revolución. De ahí que el materialismo dialéctico
sea, como «praxis», tanto un instrumento de lucha como de construcción.
Analiza después en qué medida el
marxismo es una cosa y otra, e intenta por medio de ejemplos sacados de la
Historia justificar su afirmación. En síntesis, según el autor, el marxismo es
tanto instrumento de combate como de construcción porque:
1. Permite abrir perspectivas, al
terminar con toda utopía y orientar científicamente la acción.
2. Analiza la correlación de
fuerzas histórico-sociales y económicas, y facilita el conocimiento de cómo y
hacia dónde dirigir el golpe revolucionario. Siempre con el rigor científico
que da el conocimiento objetivo de la realidad, patrimonio exclusivo de los
marxistas.
3. Traza una estrategia y una
táctica tanto para la revolución como para la construcción del sistema marxista
en el plano económico, político y moral, aplicando siempre los principios
marxistas con la objetividad y, al mismo tiempo, la relatividad de las
circunstancias de cada situación, que son precisas. El resultado es,
inexorablemente, la creación de un hombre nuevo, consciente de sí mismo y de su
misión histórica, que siempre hará a cada individuo «traspasar los límites del
humanismo burgués» (p. 20), sentir «que lo que hemos logrado es insignificante
en relación con lo que queda por hacer (p. 20) y vivir persuadido de que «este
humanismo no es un humanismo de evasión; no es sólo un ideal o un sueño: es
acción» (p. 21).
En el segundo carácter, el autor
trata de poner de manifiesto que el marxismo es, en cierto modo, el que recoge
el amplio fondo cultural de la historia humana. Esta suma de conocimientos del
hombre que en la Historia se acumulan y que desembocan en el marxismo son,
lógicamente, interpretados dialécticamente: el marxismo es la síntesis última
de la larga cadena de tesis, antítesis y síntesis que le preceden y, por tanto,
un producto, decantado y perfecto, de todo lo válido que permanece en cada uno
de los momentos del desarrollo del pensamiento e historia humanos.
Ejemplifica su afirmación
mostrando los tres elementos que, según su juicio, Marx extrae de Hegel:
1. El hombre no es un producto
pasivo de la naturaleza; el hombre es su propio creador, el producto de su
propio trabajo.
2. La enajenación (o alienación),
que debe ser eliminada del pensamiento humano y según la cual «el hombre
entiende ajena lo que es su propia obra» (p. 25). Enajenación religiosa: Dios.
Enajenaciones políticas: el Estado como obra de Dios. Enajenaciones económicas:
la propiedad privada, como objeto de derecho inamovible.
3. Leyes del desarrollo o teoría
dialéctica de la realidad o del pensamiento: ley del desarrollo contradictorio
(origen del movimiento); ley del tránsito de los cambios cuantitativos a los
cambios cualitativos; ley de la negación, que explica el desarrollo ascendente
e inexorable que desemboca en la revolución y, por último, en la sociedad sin
clases.
Por supuesto, Garaudy aclara
inmediatamente que Marx no se limita a tomar de Hegel estos tres elementos,
sino que los asume sintéti-camente. Es, como él mismo dice, «el paso del
idealismo al materialismo; el paso de la especulación a la ciencia» (p. 26).
Pero sobre todo, «el paso de una filosofía de la contemplación y de la
justificación a una filosofía de la práctica y de la transformación activa del
mundo» (p. 27).
El tercer elemento fundamental,
para Garaudy, de la exposición del marxismo es que no debe hacerse abstractamente,
casi podría decirse pacíficamente, sino en relación polémica con cualquier otro
sistema. Hace una alusión a las torpes tentativas de autores cristianos en
favor de una conciliación entre pensamiento marxista y cristiano y advierte la
inutilidad de tales esfuerzos, así como llama la atención de los marxistas para
que no caigan en el engaño.
El cuarto carácter fundamental
del marxismo es, para Garaudy, según se ha dicho ya, la íntima relación entre
marxismo y desarrollo de la ciencia; relación que encuentra presente en las
tres relaciones que la explicitan:
1. El marxismo nace del
desarrollo de las ciencias.
2. El marxismo se desarrolla con
las ciencias.
3. El marxismo es un instrumento
de investigación y descubrimiento de las ciencias. Es, pues, un método, o
mejor, el método apto para la ciencia.
En la subsiguiente aclaración de
estas afirmaciones, el autor tiene que puntualizar que el sabio, encuadrado en
las categorías marxistas «goza de absoluta libertad de investigación, pero para
que su libertad, sea completa el sabio necesita de la filosofía marxista»
(p. 38).
En otras palabras, el sabio debe
liberarse, para hacer ciencia objetiva, de cualquier «prejuicio» filosófico que
le frena y esteriliza, y enrolarse en los principios filosóficos del marxismo. Parece,
pues, según el autor, que, si bien los principios filosóficos de cualquier
sistema de pensamiento prejuzgan y quitan, por tanto, objetividad a la ciencia,
eso no ocurre en cambio con los marxistas; antes, al contrario, son condiciones
indispensables para otorgarle la debida objetividad.
(Como se verá en la parte
reservada a la valoración crítica de este capítulo, la «objetividad» de todas
estas injustificadas afirmaciones carece de fundamento real y son, por tanto,
gratuitas).
Los ejemplos que ilustran estas
afirmaciones, extraídos del actual estado de la investigación, se refieren
tanto a la ciencia más abstracta cuanto a la aplicada, especialmente a las
ciencias técnicas. Deja bien claro que lo importante para enjuiciar el valor
positivo de la técnica no es su objetiva eficacia, sino el servicio a que se
somete.
El quinto y último carácter
fundamental en la exposición del marxismo analizado por Garaudy es su
humanismo, en el sentido de abrir ilimitados horizontes al hombre en sus
posibilidades.
Hace una crítica —en parte
exacta, pero unilateral y apasionada— del humanismo burgués, que para él es el
único existente hasta la aparición del marxismo. La invalidación del humanismo
burgués viene dada por sus abusivos límites: límite en la extensión de sus aplicaciones
(sólo válido para una minoría, formada precisamente por los burgueses); límite
en su progreso, entendido sólo de modo mecánico y, por tanto, desconociendo la
ley de la contradicción; límites internos al propio progreso, en el sentido de
que éste termina y, por eso, deja de existir en la Historia. Este fin coincide
con el advenimiento del triunfo definitivo burgués.
La falsedad del progreso del
sistema burgués se prueba al observar cómo no tiene en cuenta la realidad de
las cosas y de los hechos y que explica, a modo de ejemplo, según este autor,
cómo fue posible la compatibilidad histórica del cristianismo (que predica el
amor) con tres regímenes de clase: la esclavitud, el feudalismo y el
capitalismo. En tal situación la moral es una evasión y los elementos que la
permiten, otros tantos factores alienantes.
Por el contrario, al eliminar el
régimen de clases, el socialismo elimina los vicios que frenan el progreso:
avaricia, egoísmo, ley de competencia; y se encuentra en condiciones de un
progreso ilimitado y sin horizontes cerrados, pues no se abre al individuo, que
no trabaja para sí, sino a la Humanidad en conjunto.
Admite Garaudy las grandes
aportaciones de humanismos anteriores, pero las intrínsecas limitaciones que
los cercaban impedían captar su verdadera dimensión, sus auténticas
posibilidades. Sólo integrados en el pensamiento marxista obtienen su auténtico
alcance. Así la Moral, limitada hasta ahora por ser entendida «como caída del
cielo; ahora, nacida del hombre, es simplemente la expresión de las relaciones
sociales reales; el amor ya no es solamente un mandamiento moral, se ha
convertido en una ley, en una realidad objetiva» (p. 50).
(El autor no justifica la
apriorística división del humanismo en los dos ya clásicos grupos dentro de la
metodología expositiva del marxismo: el anterior al marxista, siempre encerrado
en límites imperfectos y el suyo. Ni esta división ni sus caracteres.)
Esto último, según Garaudy, es
una afirmación que hay que subrayar con particular énfasis, por ser lo que con
mayor ímpetu es deseado por la juventud.
(Se impone una reflexión
—desarrollada en la parte crítica— ¿por qué no aclara qué entiende por
«humanismo»? Es un término cargado de ambigüedad.)
Aunque al final de esta recensión
intentaremos establecer un juicio global de toda la obra, creemos oportuno
acompañar a cada capítulo de una breve valoración de su específico contenido.
La razón es que, dada la pluralidad de autores ya comentada y, por lo mismo, la
relativa dispersión de los temas, cada una de las lecciones que forman la obra
tiene, en cierto modo, un carácter independiente. Esto hace, incluso, que se
encuentren en unos y otros, explicaciones o aclaraciones sobre idénticos
puntos. Intentaremos remitir, cuando eso ocurra, a la valoración crítica que,
sobre ese mismo tema, se haya hecho en otros capítulos.
También es conveniente aclarar
que la relativa dispersión temática ofrece una visión del marxismo que exigiría
para su comprensión el complemento de una exposición más sistemática del mismo,
ya que éste —aun con sus contradicciones internas y sus fracturas— se presenta
como un todo en el que cada elemento está en íntima relación con los demás.
Hacemos esta aclaración previa, pues la lectura, tanto de la obra aquí
recensionada como de su valoración, resultan insuficientes para dar a conocer a
su través el pensamiento marxista y su correspondiente crítica. La Introducción
General a esta obra de recensiones de libros marxistas puede servir a tal
propósito.
Antes de entrar en el examen
concreto del primer capítulo parece oportuno señalar desde el principio un
rasgo común de todas las lecciones que componen esta obra, rasgo que, a su vez,
suele darse en el sistema marxista, tal como es presentado por sus principales
autores: nos referimos a la gratuidad de la mayor parte de sus afirmaciones;
son lanzadas sin pruebas racionales, o históricas cuando es el caso. En un
libro de la naturaleza del que comentamos se hace sentir con fuerza este
«dogmatismo» propio del sistema marxista. No en balde es la divulgación
simplista —y, por tanto, sin detenerse en excesivas reflexiones— de un sistema
que está asentado, en su misma base, en a prioris inevidentes y que, por
su mismo carácter, deberían ser justificados. Al hilo de la valoración
particularizada de cada capítulo, se procurará recordar este importante dato.
Por lo que se refiere al capítulo
I, dos son, en resumen, las afirmaciones que se sientan:
1. El carácter humanista del
marxismo como fruto superador de todos los intentos realizados por el hombre a
lo largo de su historia en favor de tal hecho.
2. La forma de exponer el
marxismo ha de hacerse polémicamente, es decir, como crítica de cualquier otro
sistema.
El primer punto —dejando a un
lado el concepto de hombre que tiene el marxismo (cfr. Introducción
General a estas recensiones, pp. 42-43)— se aborda con una absoluta gratuidad
en sus afirmaciones; todas ellas deberían, por rigor científico, ser probadas.
Decir que el marxismo es el más perfecto humanismo necesitaría, en primer
lugar, puntualizar qué se entiende por humanismo, cómo y por qué el concepto
marxista de humanismo es el único válido y, por último, en qué bases racionales
se apoya para sentirse tan seguro de dar cima a tal cumplimiento. Ninguno de
estos puntos se dejan ver en esta lección.
Si nos atenemos al pensamiento
marxista —según el cual la práctica es realización de su verdad o expresión de
ella—, debemos necesariamente acudir a la forma en que, en concreto, se ha
llevado a cabo esta transformación humanista allí donde les ha sido posible
realizarla. O es válida la radical conexión de Verdad y Praxis —en cuyo caso la
realidad del «humanismo marxista es estremecedora, pues es impuesto con la más
brutal de las opresiones— o la realización (praxis) marxista ha sido un fracaso
en su pretensión humanista y, entonces, ya no es válida su concepción del
binomio Verdad-Praxis. En ambos casos, el marxismo, tal como queda descrito en
este particular elemento por Garaudy, se presenta como lo que precisamente dice
que viene a derribar: la utopía.
La rotunda afirmación de la
estrecha relación del marxismo con el desarrollo de las ciencias recibe su
correspondiente mentís, una vez más, en la práctica; es de todos conocido, y el
hecho continúa dándose, el inflexible trato recibido por los científicos que
carecen, como afirman los pocos que han tenido la oportunidad de expresarse, de
la más mínima libertad de investigación: sólo se puede hacer ciencia dentro de
los moldes que la ideología marxista les permite, con lo que, de paso, los
marxistas no hacen sino vivir plenamente lo que critican de otros sistemas
políticos dados en la historia.
En lo que se refiere al segundo
punto, sólo cabe destacar una reflexión: el marxismo, efectivamente, obra según
afirma el autor comentado. Pero en tal aseveración hay una sutil razón,
ocultada para que inconscientemente la extraiga quien escucha o lee: si las
doctrinas a las que polémicamente se enfrenta son vencidas en la crítica, el
marxismo tiene razón. Pero esta conclusión, lógicamente hablando, no es
verdadera: no por el hecho de descubrir los fallos de un sistema, el sistema
que los descubre ha de ser verdadero. Dicho con otras palabras: Garaudy no
puede justificar al marxismo como «verdad», por el hecho de hacer que se presente
en forma polémica. Aunque, eso sí, pretende llevar al ánimo de quien le escucha
a esa «conclusión». Es, si se quiere, todo lo más una argucia —intrínseca al
sistema marxista— fallida desde el punto de vista lógico.
Otros elementos abordados, de pasada,
en este capítulo: enajenación, leyes de la dialéctica, etc., serán valorados en
los capítulos que los tratan específicamente.
Cfr. también J. M. Ibáñez
Langlois, El Marxismo: Visión crítica, Rialp 1973, pp. 71-76, donde se
expone con detalle la irreconciliación de marxismo y humanismo.
CAPÍTULO II
El Cap. II, que corresponde a
Lucien Seve y que lleva el título ¿Qué es la Filosofía?, pretende dar
una panorámica de la historia del pensamiento humano para, desde ella, poder
comprender el sistema marxista. Es un capítulo relativamente breve —habrá otros
que traten de aspectos particularizados de este mismo tema— que forzosamente se
muestra con frecuencia inclinado a simplificaciones abusivas de la Historia,
explicaciones de circunstancias o formas del pensamiento unilaterales, manejo
ambiguo de conceptos, especialmente el de idealismo que unas veces coincide con
el sistema filosófico así denominado en Occidente y otras veces es referido a
lo que en el marxismo es calificado con ese término.
El breve y rápido recorrido que
hace por la Historia tiene como objetivo poner de relieve que el marxismo es la
única filosofía válida y rigurosamente científica, superadora de los aspectos
de cualquier doctrina anterior, integradora de los felices hallazgos
precedentes, pero en un sistema que los hace nuevos en su contenido y, sobre
todo, en su significación dentro de la totalidad del pensamiento de Marx. Pero,
antes que nada, prueba su validez en la aplicación a la acción en favor del
triunfo del proletariado.
El capítulo está dividido en tres
apartados:
1. Las definiciones del marxismo.
2. El marxismo, fruto de la
cultura anterior, la supera y la integra en la perspectiva de las luchas
proletarias.
3. ¿Qué es la Filosofía?
El primer epígrafe, pese a su
título, no llega a dar definición del marxismo, por la dificultad que, en razón
de su propio pensamiento, hay para delimitar conceptualmente una realidad que
trasciende cualquier tentativa de encuadramiento.
Por eso, se limita a fijar el
pensamiento marxista como logro perfecto de una de las dos únicas vías que,
históricamente, se han seguido como concepciones de la Filosofía: «las que
desean comprender científicamente las relaciones entre el pensamiento y la
realidad y fomentar el progreso» (p. 51), y a las que el autor, posteriormente,
calificará de realistas unas veces, y de materialistas otras, y «las que
quisieran alejar al hombre de ese trabajo de análisis y de conquista e imaginan
otras verdades hipotéticas, así como unos mundos ficticios en que refugiarse,
lejos de la acción y de la realidad» (p. 51). Por supuesto, el marxismo,
superando a todos y renovándolos en su intimidad, es adscrito a los sistemas
filosóficos encuadrados dentro del primer grupo.
A lo largo de este capítulo,
realismo será sinónimo de contacto con lo sensible, captación racional del
mismo, materialismo (pues lo único que existe es la materia), esfuerzo humano
por mover, en favor de un progreso material —valor creador de la acción— la
naturaleza, la sociedad y el hombre. Idealismo, en cambio, es usado en el
sentido de alejamiento de la realidad, «pasividad» de este pensamiento ante una
acción posible del hombre, recurso a conceptos no extraídos de lo sensible y
material, inmovilismo del sistema por no aplicarse a la acción, explicación
abstracta o espiritualista de la dialéctica inmanente a la realidad, etc.
(Como puede apreciarse, lo que se
encierra tanto dentro del concepto de realismo como del de idealismo, es
heterogéneo y no siempre aparece claro a qué aspecto de lo que se refiere con
uno o con otro se está haciendo alusión en un momento determinado de su
exposición.)
El primer subtítulo, en realidad,
es una serie de afirmaciones, siempre positivas y laudatorias, sobre el
marxismo, como «resultado de la evolución progresiva de la historia de la cultura
y también de las filosofías auténticas, esto es, las que se mantuvieron
realistas y fieles al espíritu científico» (p. 51).
A modo de ejemplo se pueden citar
algunas:
«Marx y Engels hicieron posible el
triunfo del materialismo al aportarle los conocimientos que lo completan y el
método de pensamiento que lo justifica» (p. 52).
«El marxismo va más allá de las
filosofías que lo prepararon y refuta victoriosamente aquellas que lo niegan»
(p. 52).
«Gracias a ella (a la dialéctica)
puede demostrar hasta qué punto eran vanas las controversias de la antigua
metafísica y cuán ridículos resultan en el mundo moderno los filósofos que se
empeñan en prolongar unas discusiones y en hacer caso omiso del progreso extraordinario
de las ciencias» (p. 52).
El segundo epígrafe está
encabezado, en forma de interrogantes, con otras tantas posibles definiciones
de marxismo: «¿Es un estudio científico de las leyes económicas, sociales e
históricas? ¿Es un socialismo realista, surgido del desarrollo de las luchas
proletarias? ¿Es un materialismo nuevo que corresponde a la etapa crítica y
dialéctica de las ciencias actuales? ¿Es un humanismo moderno que propone
nuevos valores de la vida y del pensamiento, capaces de preparar la sociedad
del porvenir?» (p. 53). Todas posibles, son sin embargo rechazadas no por
inválidas, sino por insuficientes, puesto que:
a) No toman en cuenta ni la unidad ni la
originalidad del marxismo.
b) Tampoco sus relaciones con el conjunto
cultural de nuestra civilización o su eficacia práctica.
El objetivo, pues, de este
apartado es mostrar una y otra afirmación: la de la unidad superadora de todo
el fondo cultural precedente y la de la originalidad y novedad que hacen del
marxismo el único sistema de conocimiento científico de la realidad y, por eso
mismo, el verdadero motor que ha de encaminar la Historia a su auténtico
progreso.
Bajo el tercer epígrafe está
contenida una apretada síntesis de lo que ha constituido el desarrollo del
pensamiento humano desde la antigüedad griega —en la que ya aparece el
materialismo con los mecanicistas y el idealismo con Platón— hasta nuestros
días. Se detiene con más calma en el análisis de la filosofía cartesiana a la
que atribuye laudatoriamente su «despegue» de dogmatismos y a la que, con todo,
condena por su idealismo y por ser fuente de todo posterior solipsismo,
incapaz, por tanto, de hacer salir al hombre de los estrechísimos límites de su
propio pensamiento. De ahí que, acertadamente, pone en él, el origen tanto del
materialismo como del idealismo posterior que se constituyen como otros tantos
intentos de superación de la interna contradicción del sistema cartesiano.
Intentos que son un continuo fracaso hasta el advenimiento del marxismo.
Efectivamente, «los trabajos de Marx y Engels aportan a la filosofía
materialista los conocimientos necesarios para completar y transformar su
comprensión de la condición humana: prueba el valor del pensamiento y la
importancia de la libertad. Reconoce la originalidad de la cultura humana (...)
Explica la historia total de las civilizaciones y sitúa en ella todas las
filosofías como etapas de la lucha entre la ignorancia y el conocimiento.
Prueba que la inteligencia es una forma de vida y que triunfa sobre la materia
sólo cuando se somete a sus leyes (de la materia); (...) Que no existe la
verdad absoluta, sino que toda idea depende de las condiciones de la cultura y
progresa con la dominación del hombre sobre la realidad y con su liberación del
yugo social» (p. 60).
El final de este apartado está
dedicado a describir —en el plano social y político— las aplicaciones concretas
que se dieron a los sistemas de pensamiento y, una vez más, a afirmar que el
marxismo ha sido capaz, por ser la «verdad», de llegar al éxito en esta
empresa, a través del triunfo del proletariado:
«Marx afirma que la clase obrera
debe conquistar su propia libertad y libertar a los demás trabajadores a través
de la lucha de clases y de la revolución. Demuestra la ventaja de “una
inteligencia clara de las circunstancias, de la marcha y de los propósitos
generales del movimiento proletario”, porque la lucidez de la inteligencia
empeñada en la lucha proletaria e iluminada por ella es la única que da firmeza
a la voluntad. Prueba la necesidad del comunismo, cuyo advenimiento ya está
preparado en el seno de la sociedad burguesa, como consecuencia lógica y
natural del desarrollo del capitalismo. Indica a los luchadores los métodos
para analizar su situación histórica y para actuar siempre en función de los
datos ofrecidos y de las metas alcanzables. Les da toda la confianza dentro del
partido que deben crear ellos mismos para emanciparse, llegar al poder y
modificar la estructura social» (p. 64).
«Marx estudió la economía
política para aclarar y reforzar la acción del movimiento proletario universal,
al justificar teóricamente la revolución. Descubrió las leyes del auge y de la
decadencia del capitalismo y demostró que era inevitable la dictadura del
proletariado. (...) De esta manera, el análisis racional y científico de las condiciones
y de los medios de la lucha precedió y previó el movimiento de emancipación del
proletariado, triunfante en la revolución de octubre en Rusia, en la revolución
china, en la lucha contra el imperialismo capitalista en los países colonizados
y en nuevas liberaciones, cuya lista no está terminada, ni mucho menos» (p.
65).
Termina con un cántico en favor
del sistema comunista, en forma de afirmaciones absolutamente unilaterales: los
triunfos que le atribuye se los atribuye en exclusiva:
«El pensamiento marxista, nacido
de la lucha de clases, para organizarla, sigue enriqueciéndose con todas las
experiencias revolucionarias».
La filosofía marxista se
enriqueció por medio de la acción al evolucionar en contacto con las realidades
sociales, sin por eso perder su unidad de principio. De todos los pensamientos
teóricos en la historia de la humanidad, la filosofía marxista es la que más se
apoya en la realidad bajo todas sus formas, la que más plenamente lucha por
penetrar en ella, dirigirla, transformarla. Nacido de la lucha revolucionaria,
nacido del proletariado al que sirve, el marxismo fue fecundado en el campo
científico... Supo promover una moral, rigurosa y flexible a la vez, capaz de
inspirar los mayores sacrificios (...) Fue también capaz de dar equilibrio y
alegría a la juventud, al devolverle la esperanza en el porvenir...
«En todas partes donde triunfó,
preparó el marxismo una humanidad nueva, cuyos progresos asombran al resto del
mundo; una humanidad en la que cada individuo desarrolla todas sus
posibilidades de vida y de pensamiento con alegría y para el provecho de la
humanidad (...)»
«El hombre llega a ser dueño de
la Naturaleza y dueño de sí mismo. Es capaz de dirigir su historia en vez de
someterse a ella. La filosofía marxista nace de esta lucha y prepara esta
victoria. Tiene, pues, derecho a afirmar que continúa y desarrolla los
esfuerzos de todos los pensadores de la Historia, quienes ayudaron al hombre a
comprender su vocación. Al mismo tiempo, supera a todos esos pensadores porque
se revela como la única filosofía capaz de dar al hombre un conocimiento claro
de su lucha y de dirigirlo en ella» (pp. 66-67).
Como se indica al comienzo de su
exposición, la descripción que hace de la historia de la filosofía es
abusivamente simplificadora: el conocimiento histórico es una forma particular
del conocer humano, exigida por el objeto mismo que estudia, como es la
historia, y que lleva consigo dos elementos fundamentales:
a) Conocimiento y descripción exacta de
los datos históricos, tal como de hecho sucedieron. Estos datos son complejos,
múltiples, variados y rodeados de circunstancias que los diversifican y
especifican hasta hacerlos, de algún modo, singulares e irrepetibles.
b) Intento, siempre matizado por el historiador
que, previamente, debe reconocer el carácter de hipótesis de su explicación, de
las causas que, según su opinable juicio, desencadenan esos hechos y los
condicionan para ser en la historia, a su vez, causas de otros hechos
posteriores.
El autor falla respecto a ambos
elementos: no descubre con exactitud los hechos que trata, pues no es hacer
historia con rigor científico formar dos bloques de sistemas filosóficos
resaltando un dudoso punto común en uno u otro que justifique tal agrupación,
cuando los elementos que los distinguen dentro de cada grupo a los que lo
forman son más abundantes y densos de contenido. Pero, sobre todo, la
explicación que da a tales hechos —y cuya conclusión era la de esperar: el
marxismo es superior a todos, a todos integra en perfecta síntesis y a todos da
un contenido nuevo y más verdadero— sólo es posible partiendo de aquello que
pretende justificar ya que sólo desde esquemas mentales marxistas ha partido
para hacer el análisis de los sistemas históricos del pensamiento. No justifica
en modo alguno la agrupación en esos dos monolitos, tan homogéneos en su
exposición y tan heterogéneos en su realidad histórica; y menos aún prueba por
qué el triunfo del «verdadero» sistema de pensar ha de llegar por el triunfo
del proletariado. La cita que de la página 64 se hace es un exponente del
simplismo y arbitrariedad de todas sus incursiones por la historia y por los
sistemas filosóficos, el de Marx incluido.
CAPÍTULO
III
El capítulo III de esta obra y
del que también es autor Lucien Seve se titula Lucha de clases y verdad
objetiva. Está dividido en cuatro apartados:
1. Presentación del tema.
2. Argumentos del objetivismo.
3. La lucha de clases y el
problema de la verdad.
4. Conclusión.
1. Plantea el tema de la verdad bajo la cita de Lenin «la doctrina de Marx es omnipotente porque es exacta» (p. 69).
No se refiere tanto a la verdad
en su más amplia acepción —conocimiento objetivo de la totalidad de las cosas—,
aunque subyace a lo largo de todo el capítulo, sino a la verdad del marxismo.
En efecto, sale al paso de los que rechazan o ponen en duda la objetividad del
marxismo por ser el sistema comunista partidario de una parcela de la
Humanidad, por ponerse decididamente en favor del proletariado; ¿cómo ser
objetivo un sistema que es subjetivo esencialmente?
Según el autor, los que plantean
así la cuestión pretenden adoptar una postura mental, la de no tomar partido,
como condición imprescindible para observar con imparcialidad todos los datos
del problema, ya que, de lo contrario, o se está en un lado o en otro: o a
favor de la revolución o en contra. La verdad sólo podría obtenerse al margen
de esa toma de posición. Es la concepción que el autor denomina, con ironía,
«del sentido común» (p. 70). Pero para él queda invalidada simplemente por
ocultar la falacia de la «pequeña burguesía» y de la corriente «centrista» en
la sociedad y en la política, respectivamente, y que refleja la oscilación y
perplejidad de sus representantes «entre el punto de vista de los trabajadores
y el punto de vista de los obreros» (p. 70). De ahí que ese pretendido «justo
medio» que no se sobrepone a los prejuicios burgueses resulta ser completamente
parcial. La lógica conclusión para los que, desde estas premisas, se plantean
honradamente esta cuestión habría de ser el escepticismo radical acerca del
valor objetivo de la verdad.
Según el autor se impone, sin
embargo, la objetividad de la verdad marxista por otro camino: la de su
eficacia al revolucionar el mundo. Por eso, para resolver la cuestión de la verdad
objetiva se hace forzoso confrontarla con su relación a la lucha de clases.
¿Se ha de dar la razón al
«objetivismo» —neutralismo— que exige la independencia de la verdad ante tal
lucha? ¿Se dará, por el contrario, la razón al subjetivismo —todo es verdad
según el punto de vista que, necesariamente, el hombre se ve obligado a
adoptar— ?
Ni lo uno ni lo otro: según el
autor, más allá de esta contradicción, hay que rechazar la idea de la antinomia
entre objetividad y lucha de clases y «considerar ésta como el campo por
excelencia donde la verdad objetiva se ve elaborada y confirmada» (p. 70).
2. Las razones que aduce el
«objetivismo» para la «neutralidad» de la verdad, según el autor, se reducen a
la siguiente: la verdad es objetiva porque sirve para todos y es patrimonio
común de la Humanidad. Para todos, dos y dos son cuatro, la Tierra gira
alrededor del Sol y el hombre desciende de especies animales.
Esta pretendida neutralidad de
los objetivistas es rechazada por Seve acudiendo a argumentos de Marx, para el
que esta «objetividad» era resultado de la práctica social; es decir, el
escamoteo que la ciencia anterior hacía de un elemento de la realidad al
considerar en ella sólo el objeto y no la actividad humana como práctica y, en
todo caso, ésta de modo subjetivo.
Ejemplifica el uso «clasista» de
esta verdad objetiva con el caso de Galileo —cuyos descubrimientos son fruto de
la presión burguesa del ambiente— y de Darwin, fruto a su vez de los intereses
burgueses que en su época existían de progreso industrial y de clase.
También hace alusión a los
mayores triunfos profesionales de los poderosos y no de los trabajadores en
regímenes capitalistas, debidos —según los burgueses— a estar mejor dotados
intelectualmente, cuando en realidad subrepticiamente callan que esa
«objetividad» es falsa; lo que ocurre es que las mayores oportunidades de su
éxito han sido, previamente, preparadas por ellos mismos.
Seve concluye que «la teoría
objetivista de la verdad imparcial e independiente de las clases es la careta
de la ideología burguesa» (p. 76). Toda concesión hecha al «objetivismo» es un
paso dado en dirección a la burguesía.
El resumen que se extrae de esta
descripción es que el autor identifica objetividad con uso recto de. una verdad
en favor de unos y de otros indistintamente o, si se quiere, objetividad con
imparcialidad. Y rechaza tal objetividad porque, históricamente, no se ha dado.
Tan sólo se ha abusado de ella como reclamo para favorecer a la clase opresora.
La razón íntima de tal identificación la aportaría Marx al afirmar que es parte
esencial de la verdad la actividad práctica del hombre.
Los «objetivistas» habrían
actuado —habría «praxis»— sin reconocer que dicha actividad es elemento
constitutivo de la verdad sobre lo real.
3. Se describe la posición de los
llamados por el autor «subjetivistas» y pone de manifiesto, para su refutación,
la debilidad de su punto de vista.
Para Seve el subjetivista es
aquel que, precisamente por reconocer la necesaria adscripción de la verdad a
una práctica social, niega la posibilidad de alcanzar objetividad en el
conocimiento humano; éste será siempre relativo al punto de vista del elemento
social dominante y, por tanto, falto de objetividad. De ahí que el conocimiento
nunca es objetivo sino sujeto a la parcialidad de las circunstancias desde las
que se ha obtenido.
Esta postura es calificada por
Seve de cínica, como calificó la anterior de hipócrita. Es la de una burguesía
que se pudre, al igual que la anterior lo era de una burguesía triunfante. «Es
la ideología de los tiburones de los negocios a los que no preocupan las
justificaciones científicas» (p. 78), pues para ellos las conquistas del
pensamiento reciben su validez no de una objetividad imposible de alcanzar,
sino de la utilidad del punto de vista que se adopte.
La refutación que el autor hace a
este «subjetivismo» es clara. Para él sus defensores no han descubierto que
cada verdad alcanzada en la Historia corresponde absolutamente a su objeto,
pero dentro de los límites que las circunstancias sociales le señalaban. Por
eso este subjetivismo «no comprende tampoco (...) la relación que existe entre
la lucha de clases y el progreso del conocimiento objetivo» (p. 79).
Por el contrario, sin esta lucha
de clases había sido imposible el progreso en la verdad ya que «cada clase se
eleva hasta la verdad objetiva únicamente dentro de los limites de su
naturaleza, de sus intereses y de sus puntos de vista» (p. 80). La validez
universal de las verdades alcanzadas por cada clase social se demuestra en el
hecho de que «las clases decadentes (las que las combaten) resultan siempre
vencidas y las clases en auge victoriosas» (p. 80).
4. Constituye la conclusión de
todo lo anterior y responde a la pregunta: ¿cómo puede ser el marxismo doctrina
de partido y verdad objetiva? (conviene aclarar que la pregunta no la hace en
los términos en que la plantea, de hecho, el marxismo: ¿Cómo es el marxismo
doctrina de partido y, a la vez, la única, total y definitiva verdad objetiva?
Es un matiz muy importante, pues so pena de neutralidad y rigor, silencia un
elemento esencial del comunismo: el de levantarse con la bandera de la única
verdad, con la totalidad de la misma y con el carácter de su definitiva
conquista).
La respuesta que da es que,
siendo el proletariado la clase triunfante, le corresponde a él llevar la
antorcha del conocimiento. La diferencia de las verdades adquiridas por la
burguesía, nobleza, etc., con las aportadas por el marxismo es la de los
límites que a aquellas les imponía el de ser sustentadas y usadas por
explotadores, mientras que la verdad marxista no pertenece a una clase
poseedora, ya que «la clase proletaria que llega a ser dirigente no reemplaza
el sistema de explotación capitalista con un nuevo sistema de explotación del
hombre; acaba para siempre con toda clase de explotación» (p. 83).
«Por esto la concepción
proletaria del mundo es la más rica y profunda que existe; es, además, una
concepción integralmente verdadera del mundo, porque pertenece a una clase que
no permite que ningún interés egoísta (...) limite su punto de vista acerca del
mundo. Es la primera concepción integralmente científica y humanista del mundo
porque, como dijo el poeta latino Terencio, “nada humano le es ajeno”: empieza
por el trabajo, base de toda vida y de todo pensamiento humano. (...) El marxismo,
al mismo tiempo que aprovecha todo lo mejor del pensamiento de los siglos
anteriores, marca también un cambio radical en el desarrollo del conocimiento
humano. (...) Posee la verdad objetiva superior de las concepciones de las
clases ascendentes y también la verdad integral de una concepción
universalmente humana» (p. 83).
(Se ha recogido expresamente esta
cita como ejemplo de la forma rotunda y gratuita con que un fiel divulgador del
marxismo lanza sus afirmaciones).
Para sacar adelante la conclusión
querida por el autor trata éste de apoyarse, resumidamente, en las siguientes
bases:
La verdad no es neutral. Los que
tal cosa afirman, salvo el marxismo, lo hacen para sacar provecho egoísta de la
misma. Los que niegan la objetividad de la verdad es por una pretendida
falacia, por la mala fe que el autor les atribuye.
Si, históricamente, se demuestra
el egoísmo de los «subjetivistas» y la mala fe de los llamados por él «del
sentido común», la conclusión —siempre según Seve— sería una: hay verdad
objetiva sólo válidamente aplicada por la práctica marxista, es decir, la
verdad es objetiva sólo en relación al uso marxista de la misma.
Pero, como puede verse, el
armazón de este argumento es bastante endeble. En efecto:
a) La falsa objetividad de los primeros la
intenta ilustrar acudiendo, como siempre, a la historia. Y resulta bastante
cándido afirmar que las verdaderas causas de los descubrimientos de Galileo o
Darwin —aun concediendo la definitividad de sus conclusiones, cosa que para la
ciencia actual no es tan obvio— fueron razones «prácticas» de la burguesía
entonces imperante. El a priori que establece la identidad entre
realidad de una cosa y el uso que de ella se hace es la verdadera razón para
tales conclusiones del autor.
b) La «cínica» subjetividad de los
segundos es radicalizada y aplicada indiscriminadamente para todos los que, a
lo largo y ancho de la historia, han adoptado una actitud escéptica respecto a
la posibilidad de alcanzar una verdad objetiva. Pero la historia nos dice que
ni todos los escépticos lo han sido por tener que reconocer el uso partidista
que de la verdad hace el hombre, ni todos ellos han sido esos «tiburones de los
negocios» de los que nos habla Seve, ni menos aún que éstos hayan sido todos
escépticos. Esta agrupación que de ellos hace Seve es tan simplista que resulta
grotesca.
Pero como ya dijimos
anteriormente, la historia es más compleja de como nos la presenta él y exige
muchas más puntualizaciones. Afirmar, sin más, dos cuestiones de tanta
envergadura, debería llevar —por razones de rigor científico e histórico— a un
aparato crítico bastante más amplio.
Por otra parte, una lógica sana
siempre habrá de distinguir —por muchas
aseveraciones que los marxistas, sin pruebas, realizan en contra— entre un
hecho, dato, realidad o verdad y el uso que de ellos se hace. Invalidar la
objetividad de la verdad por el uso subjetivo y relativo que de ella se hace no
es razonable. Y menos aún afirmar, a renglón seguido, que es eso precisamente
lo que el marxismo hace, justificado en nombre del único uso universalmente
válido que ellos poseen en exclusiva. Al menos habría que pedir que lo
demostrasen. Una vez más, sólo desde los principios previamente establecidos
por el marxismo juzgan la realidad para, después, pretender que esa realidad
les dé la razón; pero, en todo caso ya no es la realidad quien se la otorga,
sino aquella que el marxismo ha delineado y configurado de acuerdo con sus
propios presupuestos.
Creemos, sin embargo, que esta
forma de presentar una doctrina es una de las razones de su éxito. La gratuidad
con que presentan tantas y tantas afirmaciones se transforma —inconscientemente
para el que escucha— en equivalente de evidencia que es la cualidad de las
verdades que, por estar patentes, no necesitan demostración.
En este, como en casi todos los
capítulos de la obra comentada, todo desemboca en el proletariado triunfante,
como única clase o elemento social que permanecerá al fin de la lucha y cuyo
papel en la historia, para Marx, no sólo es decisivo sino definitivo, pues con
su triunfo termina el proceso dialéctico descrito por él. Pero un final
definitivo en una realidad fundamentalmente dialéctica es una de las grandes
contradicciones del sistema comunista. (Cfr. J. M. Ibáñez Langlois, Marxismo:
visión crítica. Rialp, 1973, pp. 255-256).
CAPÍTULO
IV
El capítulo IV, del mismo autor
que los dos precedentes, viene bajo el título El espíritu de partido en
Filosofía y se estructura en siete apartados:
1. La Filosofía como ciencia de
partido.
2. El alma de las grandes luchas
del hombre.
3. Riesgos de la esquematización
excesiva.
4. Materialismo e idealismo,
irreconciliables en su esencia y en su naturaleza.
5. Lenin y Marx contra la
abstracción.
6. Método para comprender
objetivamente el fondo de los problemas filosóficos.
7. En guardia contra los peligros
del sectarismo y del oportunismo.
Como ya su título indica, este
capítulo trata de justificar lo dicho en el anterior: «el punto de vista
integralmente científico sobre el mundo coincide con el punto de vista de la
clase obrera; esto es, el punto de vista marxista» (p. 85). Es, pues, un
análisis pormenorizado de la imposibilidad del logro de una verdad separada de
la clase dirigente que la usa y un intento de justificación de que la única
verdad integral alcanzable por el hombre habrá de ser la que se obtenga desde
el punto de vista del marxismo.
1. Se sostiene esta general
afirmación: la filosofía fue siempre ciencia de partido, apoyándose en la
Historia y tomando ejemplo de ella: el estoicismo, doctrina sustentada por el
Imperio, porque predicaba la sumisión al destino y la inutilidad de la
rebelión; la doctrina de Santo Tomás en la Edad Media, por reafirmar el
feudalismo y la monarquía absoluta; actualmente, los enormes recursos de la
burguesía en países capitalistas por ponerse al servicio de la misma para su
mantenimiento: libros escolares, revistas, programas de enseñanza, nombramiento
de profesores, con todo lo cual intenta por todos los medios «corromper las
conciencias o engañarlas». Para el autor, buena parte de las acciones
históricas realizadas hasta el advenimiento del marxismo se dirigían a destruir
todo asomo de materialismo o progresismo, aun recurriendo a la brutalidad, por
la única razón de seguir su propia doctrina con el dominio de la sociedad.
2. Sienta el principio de que el
motor de los avances y luchas obstinadas en favor de la verdad ha sido siempre
aquella filosofía justificante de la clase oprimida. La Filosofía no ha sido
una actividad desarrollada al margen (o con indiferencia) de la lucha de
clases: ha sido justamente su alma. La filosofía que pretende «abstraerse» de
este cometido no es una filosofía carente de orientación política; tan sólo la
esconde.
De ahí que una de las primeras
tareas del marxismo consista en desenmascararlas e, incluso, hacerles ver a los
propios sistemas filosóficos su verdadero contenido de clase. Esa fue una de
las grandes realizaciones que Marx, Engels y Lenin cumplieron con éxito, tanto
frente al materialismo —hasta ellos vigente— que no había extraído de sí mismo
todas sus virtualidades, como frente al idealismo, al que denuncian y rechazan
como falso, por cuanto se aparta del mundo tal cual es y desvía al hombre de la
lucha práctica para transformarlo. Según Lenin, «el idealismo es el oscurantismo
clerical o una forma refinada del mismo. Por esta razón, las clases dominantes
lo erigieron en doctrina oficial y al mismo tiempo combatieron el materialismo»
(p. 89).
3. Sale al paso, para evitar
abusivas interpretaciones del papel que ambos elementos anteriormente descritos
han jugado en la Historia, aclarando que no todo materialismo ha sido
progresista y revolucionario, ni todo idealismo ha sido conservador o
reaccionario. En este tema, el autor no hace sino recordar afirmaciones
semejantes de los padres del marxismo, pues, como es obvio, es a un idealismo
—una vez aplicado el conveniente correctivo— al que deben el armazón
fundamental de su propio sistema: el hegelianismo.
Seve hace suya la explicación que
Lenin, en sus Cuadernos Filosóficos, da sobre este tema: «El idealismo
filosófico no es más que una inepcia desde el punto de vista de un materialismo
burdo, simplista y metafísico. Por el contrario, desde el punto de vista del
materialismo dialéctico, el idealismo filosófico es un desarrollo exclusivo,
exagerado (...) de uno de los rasgos, de uno de los aspectos, de uno de los
límites del conocimiento, el que llega así a ser un absoluto, desligado de la
materia, de la naturaleza divinizada. (...) El idealismo filosófico es («más
exactamente» y «además») el camino que conduce hacia el oscurantismo clerical,
a través de uno de los aspectos particulares del conocimiento (dialéctico)
infinitamente complejo del hombre» (p. 90).
Pero, para dejar bien patente la
diferencia entre ambas posturas y el esencial materialismo en el que el
pensamiento marxista se asienta, el autor termina este apartado aclarando que
«lo auténticamente materialista de una filosofía es siempre progresivo;
mientras que lo auténticamente idealista es siempre reaccionario. Allí donde se
halle reaccionarismo en una doctrina materialista es por sus incrustaciones
idealistas». Y, viceversa, un idealismo con elementos progresivos sólo se dará
porque esos elementos —quizás inconscientemente— son, en realidad, principios
de un materialismo.
4. La razón de esta
irreductibilidad la desarrolla Seve en los siguientes términos: si la Filosofía
es una ciencia de partido por excelencia, habrá que examinarla desde el
espíritu de clase propio del marxismo para que ese examen sea objetivo, y
observar después a qué partido o clase sirvió, pues ya quedó aclarado
anteriormente que no se da ningún sistema de pensamiento más que asignado a
alguna determinada práctica de clase.
El ejemplo que aquí usa es el
concepto, pretendidamente abstracto en doctrinas idealistas y burguesas, del
espacio y del tiempo.
Al plantear —al observar
objetivamente, es decir, desde el marxismo— con espíritu de partido estos
conceptos se descubre que la razón oculta que movía a quienes los formulaban tenía
«por función el hacer posible la afirmación de un fuera del tiempo y fuera
del espacio y colocar allí a Dios» (p. 92): defender, en última instancia,
el oscurantismo clerical.
(La explicación dada aquí por
Seve de las razones que movieron a la utilización de los conceptos «espacio» y
«tiempo» —que sería la de justificar un «más allá» donde colocar a Dios— es
desconocer el contenido entitativo que se asigna al ser divino, su
trascendencia absoluta a cosas, lugar y tiempo y su intimidad a todas ellas.)
Todo concepto, por abstracto que
aparezca, se revela siempre asignado a una clase o partido. De ahí que, en la
polémica que entablen los marxistas —a ejemplo de Marx y Lenin— con cualquier
otro pensamiento, se daba, en primer lugar, hacerle salir de sus abstracciones.
Así se les obliga a confesar el fondo idealista o reaccionario de sus ideas.
Esta forma de abordar los
sistemas filosóficos pone de manifiesto la imposible conciliación entre
idealismo y materialismo: el primero, en cuanto tal, es esencialmente
reaccionario. El segundo, en lo que tiene de materialismo, es siempre
progresista. No hay, pues, una tercera vía media que permita articular uno con
el otro, como no lo hay entre burguesía y proletariado. Esa es la razón
profunda de que las minorías burguesas, que se acercan al auténtico
materialismo, vengan siempre acompañadas del secreto deseo de conciliación e,
irremisiblemente, de elementos idealistas.
Tal pretensión se revela siempre
imposible: «El despreciable partido del término medio (...) (es el) que
confunde en toda cuestión las direcciones materialistas e idealistas. Las
tentativas de salir de estas dos direcciones fundamentales en Filosofía no son
más que charlatanería conciliadora» (Lenin) (p. 93).
5. Seve advierte el riesgo de
rechazar indiscriminadamente a estos «agnósticos» de la vía media conciliadora.
Hay, por eso, que distinguir entre aquel que se acerca conciliador al
materialismo sin renunciar a interpretarlo desde bases idealistas —Sartre, por
ejemplo— y aquel otro que, aun con ellas a cuestas, ha optado ya, en el fondo,
por la lucha a favor del proletariado: al primero hay que desenmascararlo y
combatirlo; al segundo es necesario desengañarlo y ayudarlo. Obrar
indistintamente con ambos sería caer en una abstracción, pues pensamiento y acción
no pueden separarse, y no se trata de interpretar el mundo sino de
transformarlo. No distinguir entre uno y otro sería no tener presente el dato
concreto sobre el que aplicar el pensamiento, ya que éste nace plenamente de la
acción y ésta queda expresada en aquél. Lo importante no es sólo juzgar la
postura de una persona, sino combatirla o incorporarla, por la acción, al
propio pensamiento.
(Condena al idealista, que se
acerca al marxismo con carga intencional, en nombre del uso idealista que hará
del marxismo y acepta al idealista ya dispuesto a adoptar formas marxistas; no
es, pues, la cuestión de la verdad o falsedad lo cuestionable, sino el ganar
—al margen de cualquier reflexión científica— adeptos a la causa).
6. En los dos últimos epígrafes,
el autor llama la atención contra dos peligros que acechan al marxista: el
sectarismo y el oportunismo.
El sectarismo es caricatura del
partidario. Se siente guardián de la pureza de la doctrina, elevándola a la
región de lo abstracto, sin aplicar sus fuerzas al triunfo de la dialéctica
revolucionaria. Es, pues, un inactivo que, por eso mismo, traiciona uno de los
elementos esenciales del marxismo: la acción en favor del partido proletario.
Hay que aclarar que el partido no
es un fin en sí; sólo poseen este carácter las masas y la revolución. Pero es
un medio tan indispensable que, sin él, no se alcanzaría el fin. Separarse de
la acción del partido, no actuar en él, recluirse en una adhesión pasiva a los
principios marxistas —separar filosofía y acción— es incurrir en sectarismo,
que no sólo favorece, sino que adultera esencialmente al sistema. «El
dogmatismo sectario es la muerte del verdadero espíritu de partido» (p. 96).
Tan peligroso como él es el
oportunista, fruto de la presión que sobre él ejerce la influencia del ambiente
burgués y que le lleva a un relajamiento de los principios marxistas o a una
débil aplicación de los mismos en la acción.
Podría decirse, casi palabra por palabra,
lo que se apuntaba en el capítulo anterior. Su autor es el mismo, pero quizás,
incluso, la gratuidad de sus afirmaciones se ve aquí más patente. Sólo
recordaremos unas cuantas:
a) Reducción de todos los sistemas
filosóficos que se dieron en la historia a dos grandes grupos (es un modo de
«hacer» historia muy querido por los marxistas porque es el único que se presta
a sus propósitos): materialismo e idealismo. Aparte de que ni siquiera intenta
justificar esta división, la historia lo contradice rotundamente.
b) Asignación al «materialismo» de
cualquier posible avance o progreso histórico, y lo mismo, pero a la inversa,
respecto del «idealismo»: éste siempre ha supuesto un freno en el proceso
liberador del hombre.
c) Los tintes materialistas de cualquier
posible idealismo son los que le otorgaron a éste su carácter progresista y los
elementos idealistas, presentes en algunos materialismos —todos menos el
dialéctico— son los que les impidieron un cabal desarrollo. Pero ¿con qué
criterio se cataloga lo materialista de algún idealismo y lo idealista de algún
materialismo? Para el marxismo sólo cabe hacerlo desde su propio sistema. Ahora
bien, si el pensamiento marxista —según sus propios postulados— es la
conclusión histórica de fuerzas inexorables y verificables fácticamente, nos
encontramos que aquí se está concluyendo desde la conclusión a la que se habría
de llegar. Por otra parte, el marxismo —cfr. J. M. Ibáñez Langlois, ob. cit.,
p. 206— gravita entre un radical nominalismo materialista y un idealismo
exigido por sus mismos postulados.
d) Sólo la acción revolucionaria marxista
es capaz de llevar a buen fin un conocimiento objetivo de la verdad y, a la
vez, su recto uso. ¿Dónde ha quedado el determinismo de la dialéctica marxista?
Hay, como se verá en capítulos posteriores, una íntima contradicción en el
pensamiento de Marx entre la intervención humana y revolucionaria en la
historia y el carácter dialéctico de la realidad.
Estas afirmaciones y otras
parecidas —por ejemplo, el sentido «reaccionario» que se atribuye a los
conceptos de espacio y tiempo en todo sistema no materialista— quedan sin
fundamento racional. No deja de ser paradójico que el marxismo, como se ha
hecho ver en tantas y tan variadas publicaciones, busque tan denodadamente la
erradicación de toda creencia y verdad religiosa y, simultáneamente, termine
exponiendo y justificando su pensamiento en nombre de una «autoridad» que sólo
poseían quienes lo formularon. Paradoja sólo aparente, pues comprenden la
incompatibilidad total de una absoluta autoridad divina y otra autoridad, no
menos absoluta, del hombre.
Por lo demás, incluir, en
concreto, la filosofía multisecular elaborada por el pensamiento cristiano
dentro del bloque idealista supone, o mala fe de quien así lo hace, o un
palmario desconocimiento de tal pensamiento. La «filosofía cristiana» no es ni
materialista —si por materialismo se entiende la afirmación de la materia como
única realidad existente y en la que encuentra justificación todo cambio o
proceso de la naturaleza y de la historia, a la vez que de sí misma— ni
idealista, si por idealismo se entiende la «evasión» conceptual de la realidad,
la «pasividad» del pensamiento ante los hechos concretos o el futuro de la
humanidad, o cualquier intento de configurar lo real según un modo subjetivo de
conocimiento. Tendrá razón el marxismo cuando achaca al idealismo que parte del
principio de inmanencia el no poder salir de sí mismo y terminar siendo
pensamiento que se piensa. Pero ese mismo juicio no puede, en absoluto,
adscribirse a la metafísica tradicional que parte, precisamente, del ser de
lo concreto y sensible para buscar su justificación entitativa allí donde
únicamente se la puede hallar.
En cuanto a la doctrina
cristiana, que se apoya en la Revelación, sostiene la bondad radical del mundo
—de sus elementos materiales y de los espirituales— en razón de que unos y
otros proceden, por participación en el ser, de la Bondad absoluta del ser
divino. Este mundo, por designio de Dios, camina hacia una consumación en la
que, de modo misterioso, habrá de participar de la gloria del mismo Dios.
CAPÍTULO
V
Los dos capítulos siguientes —V y
VI— escritos por Mildred Simon y Georges Cogniot, respectivamente, analizan los
orígenes de la filosofía en los que ya aparecen las dos posturas irreconciliables
en que se debate, a lo largo de su historia, el hombre: idealismo, cuyo padre
filosófico es Platón y el materialismo que nace y se desarrolla sobre todo con
Demócrito. Al estudio de ambos pensadores se dedican estos capítulos y no hay
que insistir en que la interpretación de su sistemas se hace, por supuesto,
desde esquemas marxistas. Es un ejemplo más de fidelidad a sus principios.
En el estudio de Platón, Mildred
Simon comienza afirmando que la Filosofía se convierte, a partir de estos dos
pensadores griegos, en una concepción teórica, universal y coherente,
englobando una visión del mundo, una teoría del conocimiento, una reflexión
sobre la condición del hombre y sobre el fin y sentido de la vida.
Después de descubrir los
elementos que preceden a Platón y lo condicionan —física jónica, sofista y
Sócrates— Mildred Simon traza sintéticamente la significación de la empresa
platónica:
1. «Pensar en la salvación del
hombre en tiempos de inquietud en que la decadencia de la ciudad se ha
precipitado» (p. 102).
2. «Oposición platónica a las
conclusiones cínicas de la sofística con una moral, admitiendo, sin embargo, la
imposibilidad de compaginar justicia y fuerza: el reino de lo justo no es de
este mundo» (p. 102).
3. «Intento de justificación de
la idea de otra vida (inmortalidad del alma), de un universo ideal,
verdadera patria del alma. Oposición a la física y técnica con el gusto por lo
especulativo y con una visión idealista del mundo» (p. 103).
(En esta síntesis hay,
indudablemente, elementos reales de la filosofía platónica —sobre todo de
alguno de sus seguidores—, pero la excesiva simplificación con que está
presentada conduce a la unilateralidad de su comprensión.)
A lo largo de veinte páginas
describe las líneas maestras del pensamiento platónico, como pueden encontrarse
en cualquier manual de Historia de la Filosofía. Por eso parece innecesario
introducir aquí un resumen de ellas. Pero, como la interpretación que de dicho
planteamiento hace es desde sus propios esquemas de pensamiento, es interesante
destacar las conclusiones a que llega sobre la significación y valor de la
doctrina platónica.
1. A los principales problemas
filosóficos, Platón propone un tipo de respuesta de inspiración idealista. En
el terreno del método, presenta un pensamiento especulativo que polemiza contra
el conocimiento sensible. Toda la tradición idealista, bajo formas variadas,
recoge esta actitud platónica: elevarse por encima de los sentidos es el primer
precepto del idealismo.
De esta actitud inicial brotan
tres temas que definen la tendencia idealista:
a) La autoridad de la idea sobre la
realidad sensible. Tal proposición sólo tiene significación en sentido
teológico. La metafísica clásica se apoya, por eso, en la idea de un
agenciamiento o creación del mundo por una inteligencia divina.
b) Una inteligencia divina exige su
bondad. La bondad de la providencia es garantía contra la angustia y la
desesperación. La filosofía idealista es el intento de hallar justificación al
sentido de la vida o al fin de las cosas. La búsqueda científica sobre la
estructura de la materia es tarea subalterna.
c) La metafísica es alienante, pues
permite satisfacer el anhelo de más que produce la realidad sensible por
temporal y contradictoria. Ella —la metafísica— al ponernos en presencia de la fuente
eterna, se hace contemplación y, por eso, certeza, amor y alegría para el que
sufre.
2. En el terreno práctico, el
idealismo platónico tiene también sus consecuencias:
a) La acción, que consiste en transformar
el mundo sensible, es inferior a la contemplación. La filosofía no es
transformación del mundo, sino conversión interior del individuo y salvación
espiritual.
b) El mal no viene de las condiciones
exteriores de la existencia, sino del corazón corrompido del hombre. No hay que
esperar nada de la acción revolucionaria.
c) La verdad no es comprendida más que por
minorías. No proviene de la experiencia, ni el filósofo ha de aprender nada de
las masas. Éstas, entregadas a la experiencia, no tienen acceso a la verdad.
Bien y verdad no pueden imponerse en este mundo. El idealismo reconoce su
victoria final —por el origen divino de todo— en virtud de la inmortalidad del
alma y, por tanto, después de este mundo con la recompensa de los justos.
3. De ahí la unión de idealismo
con religión y viceversa. De ahí, también, su irrenunciable espíritu de clase
como característica principal.
4. Contradictoriamente, el
idealismo es incapaz de arrastrar a los espíritus, salvo a condición de
apoyarse en datos reales:
a) A partir de Platón, el idealismo
desarrolla el aspecto activo y racional del conocimiento. Contra empirismo y
sensualismo afirmará que el saber del sujeto obra en la percepción de lo real:
el conocimiento científico implica la superación radical de la experiencia
sensible inmediata.
b) Sostendrá, según la fórmula de Hegel,
la racionalidad de lo real y la realidad de lo racional. Pero las ideas,
reflejo de lo real, son fuente divina de la realidad. Esto no impide, sino que
permite que el pensamiento teórico capte la esencia más íntima de la realidad.
Así salen al paso de los adversarios, de la ciencia en general y del marxismo
en particular, que niegan el valor objetivo.
c) Al afirmar el divorcio entre lo ideal y
lo real, el idealismo rechaza vigorosamente el conocimiento honesto para pactar
con la inmoralidad dominante; subrayando las contradicciones y la
irracionalidad del mundo real, ha contribuido, aun con soluciones utópicas, al
progreso en la reflexión moral.
5. Por eso todo idealismo está
revestido de ambigüedades y contradicciones que es preciso señalar:
a) Retroceso generalizado del dogmatismo
religioso. Inmenso prestigio de la reflexión racional, a la que se someten
todos los problemas, incluido el religioso.
b) Contradicciones, insuperables
por el idealismo, de la sociedad: necesidad de «otro mundo» para aplicar a las
masas explotadas y desviarlas de la lucha. Pesimismo ante la irracionalidad del
mundo, irreconciliable con la postura antes subrayada. Proceso de negación de
la posibilidad de la Filosofía que va de Platón a Plotino y Porfirio y después
a San Agustín.
6. Así se comprende la dualidad
del idealismo;
a) Todo su contenido vivo procede de los
aspectos de verdad —elementos materialistas— que contiene, deformándolos.
b) La actitud idealista, por su mismo
idealismo, paraliza y esteriliza el pensamiento racional al impedirle la acción
transformadora del mundo: prefiere un esquema rígido del mundo a una
experiencia dinámica del mismo. En lugar de una crítica radical del
irracionalismo religioso, llega a retroceder ante él; lejos de liberar al hombre,
permite y justifica su servidumbre.
(En toda esta exposición se
manejan heterogénea y confusamente elementos platónicos y extraplatónicos. Es
una de las muestras más claras de la interpretación «partidista» que hace el
marxismo de los datos del pensamiento y de la historia.)
CAPÍTULO
VI
El capítulo VI está dedicado
—como ya se indicó— al materialismo antiguo. Examina, siguiendo la forma de
hacerlo los clásicos del marxismo, el materialismo de Leucipo, Demócrito,
Epicuro y Lucrecio. El esquema que presenta al final de este análisis es el
siguiente:
1. A mediados del siglo V antes
de nuestra era, el pensamiento griego alcanza un nivel alto. Coincide con el
recrudecimiento de la lucha entre aristocracia y partido democrático, idealismo
y materialismo, religión y ciencia. Anaxágoras, Empédocles y Leucipo preparan
el camino de Demócrito, el más grande materialista de la Historia Antigua:
desarrolla la teoría de los átomos y del vacío, el principio del movimiento
espontáneo de la materia y la concepción de un Universo infinito y eterno; su
determinismo es parte esencial en su sistema. Contribuyó grandemente a la
elaboración de una teoría materialista del conocimiento. La «línea» de
Demócrito se opone a la de Platón, cuyos seguidores —reaccionarios e
idealistas— se pronuncian aún hoy a favor de la religión frente a la ciencia,
niegan la posibilidad de conocimiento objetivo y defienden las ideas agnósticas
y místicas.
2. Durante el período helenista
es continuada la línea materialista por Epicuro, que lucha contra el idealismo
platónico y defiende enérgicamente el materialismo y ateísmo de Demócrito.
Aporta la teoría de la «declinación» de los átomos, intento de explicación
materialista y dialéctica de la fuente interna del movimiento de la materia.
Excluye toda intervención de los dioses en el destino del hombre. Su moral es
una moral de felicidad, apoyada en el conocimiento de las leyes de la
naturaleza y en la serenidad del espíritu. Esta doctrina fue descaradamente
calumniada por idealistas, reaccionarios y teólogos.
3. Las contradicciones de la
sociedad esclavista se agudizan en la Roma antigua. En el siglo I de nuestra
era, Lucrecio, en continuidad con el materialismo de Epicuro, hace en su obra De
la Naturaleza, la exposición más completa y sistemática del atomismo
antiguo. Protesta apasionadamente contra la religión y contra cualquier
idealismo. Presiente el principio de la conservación de la materia; recoge la
idea dialéctica de que movimiento y materia son inseparables. Es un pensador vilipendiado
especialmente por la Iglesia católica.
4. En estos tiempos antiguos la
lucha entre materialismo e idealismo es también la lucha entre demócratas y
clases dirigentes, ciencia y religión. El materialismo es defendido —muchas
veces ingenuamente— por los progresistas de entonces que, contra circunstancias
adversas de todo tipo, intuyen y defienden la realidad del átomo, e interpretan
el mundo como dialécticos espontáneos. Por eso, puede decirse que, desde la
Antigüedad, esta lucha sigue siendo la ley fundamental que preside el
desarrollo de la Filosofía.
La observación global que se
puede hacer a estos dos capítulos es que, si bien los datos —no todos ni
siempre los más importantes— que extrae de la historia de la Filosofía de la
Antigüedad son verdaderos, es decir, datos que cualquier historiador
reconocería como tales; en cambio, el sentido y significación que les da, así
como las conclusiones que de ellos extrae, son arbitrarios.
Quizá en estos capítulos de la
obra que estamos comentando, sobre la historia del pensamiento, es donde mejor
se observa la falacia del marxismo, al intentar justificar su puesto relevante
y decisivo en la Historia a partir del proceso y peripecias del pensamiento
humano en ella. Se ve demasiado a las claras que, desde el principio, el hilo
conductor de estos autores marxistas, y que desemboca en el sistema por ellos
sustentado, no proviene ni se explica desde los hechos que
comentan —como pretenden hacer ver— sino que, con más o menos habilidad,
manejan esos hechos desde su propio pensamiento, fuerzan y
tergiversan su sentido, toman y dejan de la historia lo que mejor les conviene
para llegar a donde, desde el primer momento, querían. Pero eso sólo puede
ocurrir cuando, previamente, se ha elegido la meta —en este caso, el marxismo—
como punto final en el que se resuelve el proceso histórico del pensamiento.
De ahí que, siempre fieles al
esquema dialéctico, vuelvan a encuadrar a toda la Filosofía antigua en dos
bloques irreductibles: idealistas y materialistas. El primero es rechazable, el
segundo aprobable, aunque incompleto y grosero en sus planteamientos
intelectuales.
Los autores que ahora comentamos
no prueban el significado histórico ni las pretensiones que le atribuyen al
«idealismo» de Platón. Difícilmente podrían hacerlo, visto su empeño por
atribuir al pensamiento platónico rasgos que pertenecen exclusivamente al
idealismo inmanentista moderno, y que por tanto son absolutamente ajenos al
equívocamente llamado «idealismo» platónico.
Afirman categóricamente que
Platón polemiza contra el conocimiento sensible para elevarse así sobre
los datos de los sentidos. No es en términos de hostilidad —entre idea de las
cosas y datos sensibles de las mismas— como plantea Platón el problema del conocimiento.
Fue un intento de explicación global de las cosas, que abarque simultáneamente
su presencia concreta y cambiante, y su permanencia: el viejo problema, origen
del filosofar, del cambio de las cosas y de su ser, ya que las cosas son
y, a la vez, cambian.
Precisamente porque Aristóteles
abordó este tema, y a partir de él desarrolla su posterior metafísica —en la
que se engarzan sentidos e inteligencia, percepción sensible e intelección
universal, entre concreto y esencia de las cosas, es el gran ausente en estos
dos capítulos sobre la Filosofía antigua. En una exposición tan simplista de
los sistemas filosóficos de Grecia y Roma, —no encaja para poder llegar a la
conclusión preconcebida de estos autores—, un filósofo que acepta como punto de
partida de su pensamiento, la realidad sensible a la que, reconoce un valor
decisivo para el conocimiento de lo real. Este conocimiento se plantea el
problema del cambio afirmando que es elemento constitutivo siempre presente en
la realidad natural, y a partir del cual intenta descubrir cuál será la
estructura entitativa que lo hace posible, etc.
Es también arbitrario y abusivo
simplificar la postura «idealista» antigua tal como lo hacen: cfr. pp. 35, 36 y
37 de esta recensión. Cada una de sus afirmaciones debería ser probada.
Algo parecido podría decirse de
su exposición del materialismo antiguo: es sencillamente aplaudido por el
simple hecho de ser materialista y no porque demuestren que tales sistemas de
pensamiento o actitud ante la realidad sean los correctos, los que se ajustan a
la realidad. La afirmación de estos materialismos de que existe la materia
—algo que, por otra parte, hicieron también los «idealismos» de Platón y
Aristóteles— es verdadera, pero ¿es la única que puede hacerse sobre la
realidad?
Tampoco se demuestra en esta
exposición de la Antigüedad que los sistemas idealistas estuvieran siempre de
parte de los poderosos o que éstos se apoyaran en ellos por considerarlos más
aptos para seguir dominando. Ni que los sistemas materialistas defendieran
siempre al pueblo o que éste viera en ellos a un sistema libertador. A no ser
que Demócrito, Epicuro, etc., sean designados «a priori» como pueblo, y Nerón,
Calígula, etc., como idealistas platónicos. La razón enmascarada de estos
juicios tan apresurados y partidistas, laudatorios para unos y reprobatorios
para otros, es que los primeros rechazan toda vinculación religiosa y en
bastantes de los segundos hay una apelación a una realidad trascendente como
justificación metafísica de lo que, por su misma limitación y caducidad, se
presenta sin fundamento de ser por sí mismo.
Por lo demás, las «geniales
intuiciones» atribuidas a Demócrito y Epicuro —descubrimiento del átomo como
composición elemental de la materia y la ley de «declinación» de los átomos—
como embriones de las actuales teorías físicas sobre el átomo y la energía,
equivalen a desconocer —o pretender que se desconoce— el real significado del
«átomo» de Demócrito frente al de la física atómica actual, y el de la
«declinación» de los átomos de Epicuro frente a la teoría de la energía o a la
entropía del Universo. Ese paralelismo y homogeneidad entre esas dos parejas de
conceptos sólo está en la mente del autor comentado o en su pretensión de que
lo esté en las de los que le escuchan. Por fuerza debe ser fallido el intento
de algunos marxistas —entre los que parecen encontrarse nuestros autores— de
establecer un nexo entre el materialismo marxista y el materialismo antiguo, y
más concretamente el democriteo. Del materialismo de Demócrito al de Marx hay
un abismo. Del concepto inmanentista de materia como actividad sensible que
funda el sistema de Marx, no encontramos el más ligero rastro, el más débil
antecedente, en el materialismo antiguo. El mismo Marx criticó duramente a los
materialistas no dialécticos o vulgares. Más acertado, sin embargo, es el
juicio de nuestros autores acerca de la influencia de la teoría del
conocimiento democriteo en la gnoseología marxista; lo cual supone una de las
más llamativas fracturas internas del sistema (vid. para este punto la
recensión a Lenin, Materialismo y Empirio-criticismo).
CAPÍTULOS
VII Y VIII
Los capítulos VII y VIII, cuyos
autores son R. Garaudy y Emile Bottigelli, respectivamente, están dedicados al
examen de la filosofía hegeliana el primero y al de la obra de Feuerbach el
segundo, especialmente en lo que se refiere a la crítica que este último
escritor hace de la idea de Dios y de la Religión. Llevan por título: La
herencia hegeliana y La crítica religiosa de Feuerbach y su influencia.
Tanto uno como otro capítulo no
hacen sino recoger la interpretación que de estos autores hace Marx en aquellos
elementos y de la forma que le fueron útiles a su doctrina, así como la crítica
que el propio Marx dirigió a ambos pensadores por inconsecuentes o incompletos.
Como en estos capítulos no se aporta nada nuevo respecto a lo que Marx dice
sobre tales temas, no parece necesario exponer su contenido, pues en
recensiones aparece tanto la asimilación por Marx —y su correspondiente
crítica— de la doctrina hegeliana, como la de los elementos fundamentales que,
en el pensamiento de Feuerbach, hay sobre la idea de Dios y la influencia de
ésta en la actitud del hombre ante sí mismo, ante los demás y frente al mundo.
Valoración
crítica a los capítulos VII y VIII.
Como se acaba de indicar, estos
capítulos tienen como objeto exponer brevemente la dosis de hegelianismo —con
su correspondiente correctivo materialista— que se encuentra en el pensamiento
de Marx, así como la aportación que Feuerbach hace al marxismo, sobre todo en
lo que se refiere a la crítica radical de la religión y de la idea de Dios.
En la Introducción General a
estas recensiones, pp. 40-44, puede leerse, en síntesis, lo referente a este
tema. Pero conviene insistir, aquí también, en que tanto Hegel como Feuerbach sirven
a Marx para hacer del hombre un absoluto, creador de sí mismo por el obrar y
liberado de cualquier vinculación que lo subordine a un orden más alto que él
mismo.
Pero ese es, justamente, el
problema que queda en el marxismo —igual que en sus antecesores— sin resolver:
¿por qué es, y por qué es como es, la realidad —de la naturaleza, del hombre,
de su historia, de la sociedad, etc.— y no de otra manera? ¿Cuál es la
justificación última de su existir? Describir una concepción —por grandiosa que
ésta se presente— que abarca la totalidad de las cosas no es, desde el punto de
vista racional, justificarla, pues el elemento primero de que se parte, el
eterno devenir queda sin explicación suficiente; es tenido como un presupuesto
evidente. Es evidente —o puede serlo— el que se dé, pero no lo es, ni mucho
menos, el porqué se da.
Como tampoco se justifica,
científicamente, la adopción hegeliana y el giro materialista que se da al
pensamiento de Hegel, es decir, la misma síntesis de materialismo y dialéctica.
En el último capítulo, dedicado a
la dialéctica, haremos algunas reflexiones sobre este tema que es, en resumidas
cuentas, el elemento del pensamiento de Hegel recogido por Marx y el armazón
interno de todo su sistema.
(Cfr. también la valoración
crítica que en la correspondiente recensión, se hace a Contribución a la
crítica de la Filosofía del Derecho, de K. Marx, pp. 14-20).
CAPÍTULO
IX
El capítulo IX, elaborado por R.
Garaudy, tiene como tema único el estudio del concepto de la enajenación (alienación),
«concepto central de la filosofía marxista» (p. 197).
Garaudy recuerda que Marx aborda
este tema en sus Manuscritos de 1844, en La ideología alemana, y
de modo científico en El Capital. Por eso este capítulo IX lleva por
título La enajenación.
Todo parece indicar que en el
estudio que Garaudy dedica a este concepto no hace sino sistematizar lo que ya
Marx dejó dicho sobre el tema.
El capítulo está dividido en
cuatro apartados con los siguientes títulos:
1. Concepto de enajenación.
2. Análisis y orígenes del
concepto de enajenación.
3. El concepto marxista de la
enajenación o su desarrollo científico.
4. Lugar y papel de la
enajenación en el marxismo-leninismo.
1. Las razones de su importancia
en la filosofía marxista que apunta Garaudy son:
a) La de evitar deformaciones positivas
del marxismo y permitir una crítica radical del positivismo.
b) La de permitir un conocimiento profundo
del verdadero sentido de la economía marxista y algunos de sus elementos más
característicos: teoría de la mercancía y del dinero, teoría de la acumulación
capitalista, de la explotación de la clase obrera, del Estado, etc.
c) La de estar en el centro de la crítica
marxista de la Religión.
d) La de ser el concepto central de la
moral marxista y, por eso, permitir la comprensión del comunismo como
desarrollo del «hombre total».
Otra razón que presenta Garaudy
acerca de la importancia de la debida delimitación del concepto de enajenación
es la de impedir que de él se apoderen los adversarios del marxismo y hagan de
él un uso «idealista» o pretendan presentar al marxismo, en nombre de una falsa
interpretación de la enajenación, como mera exigencia moral, despojado de su
carácter científico.
2.1. El análisis de la
enajenación es «el punto de confluencia en Marx de la filosofía alemana, la
economía política inglesa y el socialismo francés» (p. 198).
Este autor, interpretando a Marx,
afirma que:
a) La enajenación tiene primero una
significación filosófica, al constituir antes que nada la pérdida, por el
hombre, de lo que es su propia esencia y, por tanto, del dominio del objeto por
el sujeto. Dice Marx: «Cuanto más gasta el obrero trabajando, más poderoso se
hace el mundo objetivo que él crea a su alrededor y tanto más pobres se hacen
él y su mundo interior, al mismo tiempo que son menos los objetos que le
pertenecen como propios. Se comprueba el mismo fenómeno en la Religión. Cuanto
más se fía el hombre de Dios, menos se posee a sí mismo» (p. 198). Garaudy da
la definición filosófica de enajenación recogida de Marx: «El acto propio del
hombre se convierte, para él, en un poder extraño que le subyuga en lugar de
sometérsele» (La ideología alemana) (p. 199).
b) Posteriormente, se reviste de
significación económica y jurídica: «transmisión a otra persona de una
propiedad» (p 199). Dentro de esta significación económica de la enajenación,
formula Marx la ley del desarrollo de la sociedad capitalista o ley de la
depauperación absoluta de la clase obrera: «una parte cada vez mayor de la vida
del trabajador es devorada por una función de asalariado del capital» (p. 200).
c) Por último, la enajenación tiene una
significación revolucionaria: si nació con la propiedad privada, sólo
desaparecerá cuando desaparezca la propiedad, por el comunismo: «El comunismo
—escribe Marx—, supresión positiva de la propiedad privada, que es enajenación
del hombre, es, por lo mismo, apropiación real del ser humano, por el hombre y
para el hombre» (p. 200). Superar la enajenación exige, pues, no esforzarse en
mejorar un régimen capitalista en favor de mayores salarios, sino luchar para cambiarlo.
2.2. Los orígenes del concepto de
enajenación en la doctrina marxista hay que buscarlos —desde el punto de vista
filosófico— en Hegel y Feuerbach. El estudio de los economistas ingleses, particularmente
Adam Smith, le lleva a su aplicación al campo económico. Pero la enajenación
según Hegel, aunque puede ser dominada, siempre emerge, pues confunde
objetividad y enajenación.
Para Marx la enajenación no es
eterna: puede ser dominada, no por el pensamiento, como en Hegel, sino con la
acción y la lucha revolucionaria. El proceso de cambio del concepto de
enajenación desde Hegel a Marx es tributario de Feuerbach y pasa por él:
a) Por hacer una crítica
sistemática de la enajenación religiosa, al demostrar que Dios no creó al
hombre, sino que el hombre crea a los dioses, multiplicando hasta lo absoluto
sus propias cualidades y posibilidades.
b) Por hacer, después, una crítica de la
enajenación filosófica, o sea, la crítica de la especulación y del Idealismo:
enajenación del conocimiento por la abstracción que aparta al hombre de la
realidad. Y el verdadero punto de partida de la filosofía no es el pensamiento,
sino la materia.
Estas indudables aportaciones de
Feuerbach, en favor de la clarificación del concepto del que se viene hablando,
«no debe hacer olvidar las limitaciones del humanismo de Feuerbach» (p. 206),
pues:
— Su humanismo permanece
contemplativo y no parte ni forma parte de la actividad práctica de los
hombres, sólo de su pensamiento e ilusiones.
—Su materialismo es
antropológico. Supone una naturaleza humana situada más allá de la historia y
con independencia de ella.
Marx llevará la enajenación a su
exacto concepto al tomar la práctica como eje del análisis de la enajenación y devolver
al hombre su dimensión esencialmente histórica.
3. Marx está capacitado para
superar a Hegel y Feuerbach al ligar estrechamente Filosofía y Economía
política con la práctica revolucionaria de la clase obrera. Sólo desde la
perspectiva de esa lucha, Marx alcanza una concepción nueva de la economía
política y de la Filosofía en su conjunto y unidad.
(Ese será uno de los puntos más
débiles del pensamiento de Marx, que alcanzó a ver él mismo, pero del que —fiel
a sí mismo— no pudo salir).
a) En primer lugar, analiza y critica la
economía política inglesa desde el concepto filosófico de enajenación. Luego se
apoya en los análisis y crítica de la misma para volver esa crítica contra la
filosofía de Hegel, mostrándola como un producto del pensamiento burgués.
b) Marx, posteriormente, destaca tres
aspectos esenciales de la enajenación económica:
— La del producto del trabajo que
no pertenecerá al obrero, sino que pasará, como mercancía, al dueño de los
medios de producción;
— la del trabajo mismo, cuyos
propósitos y méritos quedan en manos del dueño de los medios de producción. El
trabajo se vuelve abstracto, no personal;
— la del hombre, que deja de ser
un fin para convertirse en medio de producción, y también en manos, por tanto,
del dueño de esos medios.
c) De esta enajenación económica brotan
las restantes: la política y la del Estado.
d) Por esta misma razón se hace
imperiosamente necesaria la lucha revolucionaria de la clase obrera: sin ella
no alcanzará el hombre su libertad, y sin libertad no llegará a ser hombre. La
conquista del poder —dictadura del proletariado— es el camino que hay que
recorrer para llegar a esa libertad. «El estudio marxista de la enajenación
muestra que el socialismo no es —no debe ser— utópico o ilusorio; es, por el
contrario, el fin obligado de la lucha revolucionaria del proletariado. La
necesidad de esta lucha y su inevitable victoria tienen base científica» (p.
210). De ahí también que la fase de lucha y dictadura del proletariado es fase
necesaria, pero habrá de ser, al fin, superada.
4. Para Marx la dialéctica
interna del desarrollo económico engendra, necesariamente, la enajenación y
esto obliga a la superación de sus contradicciones por el paso del capitalismo
al socialismo marxista.
Del concepto de enajenación, tal
como es formulado por Marx, se llega a la ley de la depauperación relativa y
absoluta de la clase obrera, tal como es enunciada o descrita por el propio
Marx: «La miseria del obrero aumenta en razón directa del poder y la
importancia de la que produce».
«El obrero se empobrece a medida
que produce riquezas (...). Cuanto más mercancías produce, más se convierte él
mismo en una mercancía vil. La desvalorización de los hombres aumenta en razón
directa de la valorización de los objetos».
«Cuanto más objetos produce el
obrero, menos puede poseer y cae más bajo el dominio de su productor, que es el
capital» (El trabajo enajenado) (p. 212).
Así lo que se produce, maravilla
para los ricos, es despojo para el obrero.
La enajenación despliega sus
consecuencias: lleva a la división del trabajo, técnica y social, conduce al
«descuartizamiento del hombre»; separa a la ciudad del campo, al trabajo
intelectual del manual; el Estado se vuelve contra el trabajador, por ser
instrumento en manos de los poderosos para seguir siendo poderosos; se llega a
la desunión de los hombres entre sí al faltar lo que específicamente los une:
lo que tienen de humanos. La distancia entre las necesidades históricamente
definidas del trabajador y los medios que tienen para satisfacerla es
creciente: ésta es la exacta formulación de la ley de depauperación absoluta.
La enajenación muestra su faz
desnuda al considerar que al hombre se le despoja de lo que le hace ser hombre:
su acción, su trabajo, el «hacer» sobre la naturaleza. Por eso el hombre no
puede ser más que destruyendo las leyes de hierro del tener» (p.
215); tal es la exigencia revolucionaria del proletariado. Vivir es, para un
trabajador, luchar contra un régimen dominado por la ley de la depauperación
que le deshumaniza.
El comunismo no es, pues, según
Marx, una generalización del tener, sino una realización del ser (hacerse)
del hombre, sólo conquistable al precio de la revolución del proletariado.
(La necesidad —subrayada por la
ley dialéctica que rige naturaleza e historia— con que es engendrada la
enajenación, encaja mal con la incitación —en el plano humano— a la revolución,
pues si es necesaria ya está determinada, internamente, a la aparición del
socialismo, sin necesidad de acción revolucionaria.)
El fruto de esta lucha victoriosa
contra la enajenación es el «hombre total», que lo es por haber superado toda
forma de desdoblamiento y división interna y con los demás.
Así describe el autor, recogiendo
de paso palabras de Marx, el futuro al que llegará la superación de toda
enajenación por la lucha del proletariado:
«Sólo el comunismo, al superar
todas las contradicciones que mutilaban a los hombres y encajonaban a la
humanidad, pone de cierta manera, a cada hombre en comunicación con todos los
demás, le hace capaz de gozar de la producción de todos y desarrollarse a sí
mismo en las creaciones de cada uno (...) “la dependencia universal, forma
propia de la cooperación universal de los individuos a través de la Historia,
es transformada por la revolución comunista en control y dominio consciente de
esos poderes que, producidos por la acción recíproca de los hombres entre sí,
se han impuesto hasta ahora a ellos y los ha dominado como poderes
absolutamente extraños”»
«La realización de un hombre
completo, armonioso, que fue la ambición del humanismo burgués, dejará de ser
un ideal para hacerse una realidad cuando la organización comunista de la
sociedad ponga fin a una forma de división del trabajo, que precisamente exige
individuos incompletos, parcelados, mutilados (...). El individuo 'despedazado'
será reemplazado por un individuo integral que sabe hacer frente a las
exigencias más diversificadas del trabajo y da, en funciones alternas, un libre
impulso a la diversidad de sus capacidades naturales o adquiridas» (pp.
218-219).
Este capítulo —uno de los que con
más claridad expone un tema capital del pensamiento marxista— enumera las cinco
alienaciones que, según Marx, deben ser eliminadas para establecer la sociedad
futura. Tales alienaciones no están yuxtapuestas, sino que se entrelazan y,
mutua e inexorablemente se condicionan. La primera enunciada, la religiosa,
vendría a ser la superestructura de todas las demás; y la económica, la que
subyace en el extracto más hondo de todo el conjunto, pues son los factores económicos
los únicos que, en el pensamiento marxista, determinan el ser del hombre.
En síntesis —y siguiendo
fielmente a Marx— Garaudy presenta así la cuestión: para negar a Dios —suprema
alienación que abraza a todas las demás como una muralla defensora— hay que
negar los presupuestos filosóficos que lo justifican —alienación filosófica—
que, a su vez, deben apoyarse en la inamovilidad de una estructura política que
los defiende —el Estado, como alienación política— y que mutuamente se apoyan
(pues ambos poseen las cualidades de «inmovilidad» y alejamiento de la realidad
cambiante); el Estado, como realidad alienante, se «instala» con carácter
definitivo en virtud del predominio de una de las dos irreductibles clases en
que se divide la sociedad —burguesía y proletariado—, división sólo sostenible
en nombre y por el predominio dialéctico —alienación social— de la primera
sobre la segunda; y esto gracias a la «apropiación» de lo que el pueblo
produce: los bienes de consumo y de producción. Esta propiedad privada es la
alienación económica.
De ahí que:
a) No cabe, como pretenden algunos,
aceptar del pensamiento marxista el concepto de la alienación económica y
rechazar las demás, ni siquiera alguna de ellas. Para Marx, si se acepta una,
han de aceptarse las demás, íntimamente implicadas y exigiéndose unas a otras.
Pero si se niega como alienación una de ellas —la religiosa, por ejemplo— dejan
inmediatamente de tener ese exclusivo carácter alienante las otras.
b) De esto se sigue, por otra parte, el ateísmo
constitutivo del marxismo, absolutamente opuesto a la verdad natural sobre Dios
y a la Revelación. El marxismo es una radical negación de cualquier sistema que
reconozca a Dios. Precisamente, dejar bien claro este hecho es una de las
tareas que, a lo largo de la obra comentada se proponen sus autores.
c) Late, en el fondo, una identidad entre
bien del hombre y bienes materiales; no en balde es algo que recorre todo el
pensamiento de Marx. El disfrute de todos estos bienes por todos los hombres es
presentado como término final de esta lucha contra la enajenación. Lo cual
supone, por una parte, una gran coherencia con el sistema —ya que el hombre es
para aquel un momento del proceso del materialismo histórico y el resultado de
sus obras en favor de unas formas económicas de existencia ideales—, pero a la
vez y por lo mismo, un brutal empobrecimiento del ser humano, reducido a la
escala de los seres que para cumplir su fin les basta la satisfacción de
necesidades primarias, físicas y materiales.
d) La concatenación de las distintas
enajenaciones es descrita de tal manera, que el hombre se nos ofrece como una
realidad físicamente determinada por las condiciones existentes en cada momento
de la historia: su libertad —posibilidad de autodecisión— no aparece en ningún
momento. La libertad de la que hablan los marxistas no es esa capacidad de
autodeterminación, sino la identidad buscada entre el sujeto y sus operaciones
(cfr. Introducción General a estas Recensiones, p. 39). Y tal identidad sólo se
operará por la fuerza misma de la dialéctica histórica. Identidad que, por otra
parte, corresponde sólo a Dios. Por eso han visto bien claro los marxistas que
la religión implica finitud del hombre en su singularidad y en su colectividad.
Por rechazar tal finitud, necesitan dar un carácter alienante a la realidad
divina. Pero el resultado —y siguiendo la propia reflexión marxista— no es la
conquista total de la persona, sino su anulación en aras de la abstracta
humanidad que convierte, a cada singular humano, en un momento de su proceso.
De paso, e inconscientemente, se cuela en el marxismo la abstracción tan
aborrecida por él.
e) La noción marxista de Estado, de la que
deriva su carácter alienante es apriorística, pues ni se puede afirmar en
general que todo Estado —no marxista, se entiende— ha de explicarse como
sustentador y justificativo de la división hostil de clases, ni se puede
tampoco afirmar —lo contrario es un abuso anticientífico, una violencia al
conocimiento riguroso de la historia— que siempre haya sido órgano de opresión.
Antes al contrario, una vez probada la libertad del hombre como elemento
constitutivo de su ser, se deriva la conveniencia del Estado como institución
que garantiza los derechos y deberes humanos y como subsidiario de las
iniciativas privadas y libres —responsables— de los individuos constituidos en
sociedad.
f) La absolutización del hombre —cfr.
Introducción General, p. 18— por parte del marxismo, que lleva a rechazar el
carácter metafísico —creatural— del mundo, es la que fuerza a tal sistema al a
priori en que incurre al formular las diversas alienaciones como
explicación «real» de la marcha de la historia. Pero esa presentación del
hombre como ser único y terminal de una evolución es, precisamente, lo que
habría que justificar.
g) El binomio burguesía-proletariado,
términos sociales de la dialéctica marxista es, desde un análisis histórico,
arbitrario y simplista. Su punto flaco, desde la interioridad del sistema de
Marx, es que con el triunfo del proletariado la dialéctica desaparece o, por el
contrario, el proletariado se transforma en clase dominante frente a otra nueva
oprimida, con lo que la «sociedad sin clases» anunciada por Marx y
justificadora de su revolución no llegará a darse nunca en la historia. Dicho
de otra manera, el marxismo, internamente, es contrario al comunismo.
La Iglesia ha visto claro —al
reafirmar la necesidad y conveniencia de la propiedad privada frente al
marxismo— que no es sólo un reparto justo de los bienes lo que está en juego.
Tanto para Ella, como para el marxismo, lo que se debate en el fondo es una
concepción integral del hombre, de la vida, de la historia y, por tanto, del
sentido último de la realidad entera. Es imposible, pues, abrazar el marxismo
como sistema económico, con la pretensión de rechazarlo en lo demás.
Para un estudio más minucioso
sobre el tema de la enajenación en Marx, cfr. J. M. Ibáñez Langlois, ob.
cit., pp. 66-71.
Por último, la descripción de
este proceso dialéctico, que se resuelve en la disolución de clases contrarias,
muestra a las claras —dentro del pensamiento marxista— su carácter utópico y
contradictorio, pues, en rigor, y en nombre de sus propios postulados, la
realidad o es siempre dialéctica y entonces el proceso es inacabable
(irrealizable ese fin pretendido por el marxismo) o se alcanza ese fin, pero
entonces el carácter dialéctico de la materia y de la historia no es tal. La
irreductibilidad de este dilema pone de manifiesto la arbitrariedad de
interpretación con que se manejan los datos de donde pretenden extraer sus conclusiones.
Como para abordar este tema,
íntimamente conectado con el de la dialéctica, se necesita el conocimiento de
ésta, reservaremos al capítulo que la examina las reflexiones adecuadas.
CAPÍTULO
X
El capítulo X, elaborado por Guy
Besse, lleva por título La práctica social, fuente y criterio de
conocimiento. Está dividido en los siguientes apartados:
1. Introducción.
2. ¿Qué entendemos por
«práctica»?
3. El trabajo, forma fundamental
de la práctica social.
4. Una forma decisiva de la
práctica social: la lucha de clases.
5. La ciencia y la moral como
formas de la práctica social.
6. Actividad humana y
conocimiento.
7. Crítica del idealismo.
8. Crítica del materialismo
metafísico.
9. Práctica y conocimiento.
10. Conclusión.
1. Tan sólo sirve para plantear
el hecho de que la doctrina marxista-leninista, como concepción del mundo y del
hombre en el mundo, se funda en la actividad práctica de la humanidad sobre la
naturaleza en su más amplio sentido.
2. Más que una definición de
práctica, en este parágrafo se describe lo que la práctica significa, y se
descalifican, en breve análisis, aquellas doctrinas que no la tienen en cuenta:
por ejemplo, para la teología existe una naturaleza humana provista de
cualidades definida una vez por todas. Todo el hombre está sumido en la
Historia, y su actividad histórica es una manifestación del hombre. Pero éste
no posee el poder de modificarse fundamentalmente en lo que es.
Ningún sistema filosófico,
anterior a Marx, ha supuesto cambio esencial en este concepto. Ni Hegel que,
aun admitiendo la identificación de Historia y hombre, considera a aquélla de
modo idealista, como manifestación del Espíritu; tampoco, pues, rompió del todo
con la teología.
Para
Marx la «práctica» es constitutiva de la humanidad concreta. Esta, así,
se crea y transforma indefinidamente. No hay Humanidad anterior a la propia
historia.
No debe entenderse, sin embargo,
la «práctica como la acción del hombre concreto y aislado. Lo que hace que el hombre
sea humano es el conjunto de las relaciones sociales, su participación concreta
en la vida social. La práctica es, pues, práctica social.
(Esto parece un anuncio velado de
la ambición del hombre singular en aras de la colectividad abstracta.)
Posee dos caracteres
fundamentales:
a) Acción recíproca del hombre
sobre el hombre: relaciones del hombre con la naturaleza y relaciones del
hombre con el hombre o de la humanidad consigo misma. Son otras tantas
relaciones prácticas.
b) La práctica social implica, en un
momento dado, toda la Historia anterior.
La práctica se presenta como el
conjunto de formas de actividad de las que el hombre es capaz, la histórica y
social, incluida la teoría, pues ella misma es impensable separada de las
otras. El pensamiento, que por las filosofías idealistas es considerado como
principio primero que explica el resto, es de hecho, un acto social, encuadrado
en las condiciones sociales concretas de donde surge.
Analizar la práctica supondría
hacerlo con todas las manifestaciones de la realidad humana. Y esta es
inconcebible, en su concreción histórica de cada momento, sin el trabajo: «El
trabajo ha creado al hombre mismo» (Engels, Dialéctica de la naturaleza).
3. Las primeras razones que se
presentan para estimar el trabajo como forma fundamental de la práctica no son
ya las más inmediatas: dominio de la naturaleza, base misma de la existencia
social, etc.
a) La configuración física del
hombre es la de un individuo apto para el trabajo: posición, forma de marcha,
estructura de la mano, posibilidad de pluralidad inmensa de actividades,
desarrollo cerebral. Pero no debe entenderse que estas condiciones han hecho
posible el trabajo; también éste ha modificado estructuralmente al hombre para
posibilitarlo en su actividad. Es un proceso incesante de interacción mutua.
b) Igual sucede en el plano intelectual.
Por la psicología más avanzada se sabe el papel que el lenguaje ha jugado en la
formación de la conciencia. Pero, más aún, Marx y Engels muestran cómo la
formación y progreso del lenguaje están condicionados por el trabajo social: la
necesidad de comunicación en el trabajo ha hecho nacer la palabra.
(De estos pretendidos
condicionamientos se concluye que el hombre es creación de su trabajo. Pero ser
condicionado no es ser creado: no es lo mismo causa que condición.)
Por eso se puede decir que «el
trabajo, forma fundamental de la práctica social, es verdaderamente el crisol
de la humanidad» (p. 225).
4. El trabajo desencadena dos
fenómenos: las fuerzas productivas (relaciones del hombre con la naturaleza) y
relaciones de producción (las de los trabajadores entre sí).
Éstas se han caracterizado
siempre por el enfrentamiento de las clases sociales, lucha que domina y
determina la Historia de la humanidad y es una forma histórica más de la
práctica social, hasta el momento en que esta lucha desemboque en el inexorable
triunfo de una de ellas, la obrera, que instaurará al fin una sociedad sin
clases.
La lucha de clases permitió a la
clase obrera tomar conciencia de su fuerza histórica, primero espontánea, luego
científica. Esta lucha fue y es la forma definitiva de la práctica social para
el proletariado, pues al darle conocimiento de su capacidad de combate en todos
los planos, le permite erigirse en sujeto decisivo de la Historia, que es a lo
que está llamado por la propia dialéctica histórica.
La experiencia les enseñó, en
primer lugar, la necesidad de asociación por medio de la huelga y de
los sindicatos. Después la elaboración de una ciencia sobre sí
mismo y su sentido ante la Historia, por la comprensión del sentido de ésta; de
ahí nace el «materialismo histórico», fundado por Marx y Engels quienes, por
último, han logrado crear la «conciencia socialista», o sea, el convencimiento
de que después de la lucha de clases habrá de realizarse una revolución
transformadora de las relaciones de producción capitalista, la destrucción de
éstas y del Estado burgués que las protege, hasta la creación de una sociedad
sin clases.
En resumen:
a) La lucha de clases es forma decisiva de
la práctica social.
b) Entraña una transformación a fondo de
la conciencia de los trabajadores; este cambio eleva y perfecciona el nivel de
la lucha.
c) La práctica es la madre de la teoría:
sin la primera no hubiera llegado a elaborarse científicamente el materialismo
histórico. Pero, a la inversa, la teoría aclara y fecunda la práctica. Así,
sólo dirigido el proletariado por el partido revolucionario, se puede con
eficacia cumplir la misión histórica a él encomendada.
5. La ciencia, como ya se ha
visto, no es independiente de la práctica: hay relación objetiva entre ambas.
Cualquier intento de separarlas debe ser ya considerado como sospechoso. La
ciencia es, incluso, forma de práctica social desde tres puntos de vista:
a) El desarrollo de las fuerzas
productivas plantea problemas científicos.
b) Las relaciones de producción ejercen
influjo en el desarrollo de la ciencia: el feudalismo, el capitalismo,
condicionaban la orientación y los resultados de la ciencia. Sólo el socialismo
instaura un orden social inmejorable para la expansión científica.
c) El desarrollo científico es solidario
con el conjunto de las instituciones sociales y con las luchas ideológicas
planteadas en un momento dado.
Las consecuencias que esto
acarrea son numerosas. Se citan a modo de ejemplo:
a) El porvenir de la ciencia va ligado
inseparablemente al de la clase obrera.
b) El científico no puede soslayar los
problemas cotidianos que se plantean en la sociedad. El científico debe seguir la
suerte de la sociedad y ponerse al servicio de la práctica social. Sirviéndola,
sirve a la ciencia.
(Como puede observarse, de las
premisas arriba asentadas no es riguroso sacar tales conclusiones.)
En cuanto a la moral, debe
decirse lo mismo que sobre la ciencia: no es un conjunto de principios previos
a la historia —concepción de origen religioso—, sino una forma de la práctica
social, fruto de la dialéctica de las relaciones, engendrada y transformada
evolutivamente por ella. El hombre, según Marx y Engels, a la vez que se crea
por el trabajo, crea sus condiciones materiales y se da una conciencia o vida
espiritual. La fuente de los valores morales es, pues, la humanidad
históricamente definida, en lucha con los problemas diarios que la práctica
social suscita.
(¿Qué sentido tiene hablar de
vida espiritual para los que son materialistas a ultranza?)
De modo general, se puede decir
que una clase, al luchar por derribar a otro dirigente, o ésta para mantenerse
en el poder, forjan concepciones morales que les impulsen en tal combate y por
tanto, son reflejo de esta lucha y la refuerzan.
En el caso concreto del
marxismo-leninismo sucede igual: la moral revolucionaria es arma al servicio de
la revolución socialista. La diferencia con las restantes es que, al estar al
servicio de la única práctica social válida, es también la única verdadera;
acomodándose a ella, el marxismo está en condiciones de cambiar la faz del
mundo.
6. La concepción marxista sobre
el conocimiento difiere de todas las que le precedieron. En éstas, conocer es
comprender la naturaleza por un lado y el pensamiento por otro. Para el
marxismo, conocimiento es la transformación de la naturaleza por el hombre: la
historia del pensamiento ha crecido a medida que el hombre ha aprendido a
transformar la naturaleza.
Si, como antes se veía, conocer
es una forma de práctica social, el marxismo modifica esencialmente los datos
del problema, resolviendo de una vez por todas la pretendida e irreductible
antinomia de las dos concepciones hasta entonces presentes en la historia:
idealismo y materialismo (que antes del marxismo estaba impregnado de
«metafísica»).
7. En todo idealismo, desde
Platón hasta hoy, se darían los siguientes elementos:
a) La experiencia no es fuente de
conocimiento.
b) La fuente de conocimiento
sobrepasa infinitamente la experiencia, pues es idea o espíritu.
c) La potencia intelectual existe
independiente de la experiencia. Ésta es, a lo más, el medio por el que se
manifiesta el espíritu cognoscente. Pero el espíritu es un a priori en relación
con la experiencia.
En capítulos precedentes ya se
vio el modo marxista de afrontar la crítica del idealismo. Éste, en síntesis,
se apoya en:
a) Aislamiento arbitrario de pensamiento y
conjunto de procesos que constituyen la humanidad concreta, como si el espíritu
pudiese preexistir en estado puro.
(Pero eso no es válido más que
para el verdadero idealismo, no para otras filosofías que se incluyen en este
grupo simplemente porque no son matemáticas.)
b) La historia es desarrollo del espíritu.
El espíritu, pues, no sale de sí mismo: es pensamiento que se piensa.
Pero esta visión contradice:
a) El hecho irrefutable de las
transformaciones materiales que la humanidad ha impuesto al universo.
b) El conocimiento no es ciencia de la
idea, sino sólo del universo material y humano. La idea es sólo su expresión
teórica.
c) La ciencia —ya se vio antes— es teoría
fundada en la práctica, y surgida de ella y por ella corregida incesantemente.
No se puede, con todo, desconocer
las aportaciones positivas del idealismo, especialmente las de Hegel al afirmar
que el conocimiento está en incesante progreso dialéctico; aspecto siempre
desconocido por el materialismo pre-marxista. En síntesis: «El carácter
rectilíneo y unilateral, la petrificación y la osificación, el subjetivismo y
la ceguera subjetiva, he ahí las raíces gnoseológicas del idealismo» (Lenin, Cuadernos
filosóficos, p. 235).
8. En el materialismo
pre-marxista se observa, como elemento principal, la consideración de la cosa
como objeto separado del sujeto que lo conoce. Es un materialismo pero teñido
de «metafísica» porque:
a) Reconoce en el hombre un ser salido de
la animalidad del cosmos y no de las manos de Dios y, por tanto, sólo tiene en
cuenta las realidades sensibles.
b) Pero no es bastante materialista, por
no afirmar como elemento esencial la dialéctica de las relaciones entre el
hombre y la naturaleza y, por eso mismo, de la historia. Lo metafísico de este
materialismo es justamente el desconocimiento de esta acción recíproca de todos
los elementos del universo.
c) Aunque admite como única fuente de
conocimiento la experiencia sensible, no incluye en ésta —y por eso la
empobrece— la parte activa de dicha experiencia: la experiencia práctica forma
y potencia la sensible. Sensibilidad y actividad están en perpetua interacción.
A la par que sensibilidad y experiencia humana vienen determinadas por el
influjo de la naturaleza exterior.
(No acaba de verse la coherencia
de estas explicaciones con la tesis de Engels, Lenin, etc., del conocimiento
como puro calco «fotográfico» de lo que aparece ante los sentidos.)
Resumiendo: sólo el materialismo
dialéctico puede hacer comprender el paso de lo sensible a lo conceptual. Antes
de él, el idealismo siempre tuvo razones óptimas para combatir al materialismo
metafísico, ya que éste no reunía condiciones para explicar satisfactoriamente
la actividad del sujeto.
(Ése es precisamente uno de los
problemas no resueltos —por mucho que lo afirme el autor— por el marxismo:
¿cómo pasan de la «fotografía» en que consistiría el conocimiento a la idea o
concepto?)
9. Invalidados, por
insuficientes, los dos sistemas anteriores, el materialismo marxista aporta la
solución del problema del conocimiento, en su esencial relación con la
práctica:
a) La práctica tiene por resultado transformar
el medio, a través del uso de herramientas y técnicas cada vez más
perfeccionadas: es el punto de partida del conocimiento.
b) Es la acción sobre el medio lo que pone
en marcha al pensamiento y crea las condiciones propicias al conocimiento para
la formación de conceptos cada vez más ricos a lo largo de la historia.
c) La sensación, por sí misma, es limitada
y parcial, por darse en un determinado espacio y tiempo: no llega a hacer
comprensible las relaciones entre cosas, hombres y fenómenos. Sólo la práctica,
adquirida poco a poco, permite irlas estableciendo por el dominio del mundo.
Esta conquista se realiza progresivamente, a medida que la práctica facilita el
conocimiento. Así, pues, la representación conceptual de espacio, tiempo u
otras realidades es expresión de una conquista histórica, de una práctica.
d) El trabajo, forma fundamental de la
práctica, juega un papel primordial en el paso de lo sensible a lo conceptual.
Sus operaciones son:
— Analíticas: la técnica no deja
intacta la naturaleza. La divide, transforma y prefigura lo que será después la
ciencia que se tendrá, al fin, de ella.
— Sintéticas: unifican y
coordinan lo que en la naturaleza estaba separado.
e) El modo de sobrepasar la experiencia
sensible y llegar a la expresión conceptual, está en formar relaciones cada vez
más generalizadas: ligar las sensaciones unas con otras, organizarlas cada vez
más coherentemente en un todo con nombre preciso. Estas relaciones abstractas
no pueden surgir más que en la actividad del hombre en el trabajo, según se ha
visto. Así la práctica constante de la humanidad se constituye base objetiva de
las operaciones mentales.
f) El alcance de la práctica es ilimitado:
si por un lado es repetición —que lleva al conocimiento— por otro es innovación.
Toda invención no es milagro, sino fruto de práctica paciente que, de
pronto, adquiere forma inédita; la cantidad se transforma en cualidad, y la
acumulación de experiencias acaba por suscitar, impulsada por la necesidad, una
innovación que, en lo sucesivo, se generalizará. Así es como se han logrado los
grandes avances en los más variados campos de la investigación.
g) Toda ciencia, por abstracta que
parezca, supone, pues, y exige una previa y larga «práctica», una lucha del
hombre con su medio natural y social. Especialmente las ciencias sociales: las
luchas de clases son las que forzaron la investigación sobre la naturaleza de
la sociedad, la monarquía, el Estado, sobre las leyes de la historia y las
causas del florecimiento y decadencia de las civilizaciones, etc. De igual
modo, las contradicciones de la sociedad capitalista —en especial la que hay
entre el carácter cada vez más acentuadamente privado de la propiedad y el
carácter cada vez más social de la producción— dan origen a la especulación
sobre estos temas que sólo con el advenimiento del socialismo científico
—fruto, a su vez, de especiales condiciones sociales— tienen cumplida
respuesta.
h) Así, con Marx y Engels, se llega a la
comprensión del proletariado y su misión. Esta ciencia es, según eso, sólo
inteligible desde las coordenadas históricas que la enmarcan, surgida para
resolver problemas históricos, engendrados por la propia dialéctica de esa
historia.
10. La conclusión de todo este
capítulo parece clara:
a) El conocimiento científico tiene su origen
en la práctica histórica de la humanidad. No se puede plantear el problema del
conocimiento en abstracto, sino en el marco más verdadero de la práctica
social.
b) De ahí que corresponda al hombre crear
por la práctica aquellas condiciones que favorezcan un conocimiento cada vez
más profundo de las soluciones adecuadas a los problemas que la historia
plantea a las masas.
c) El papel del partido leninista es hacer
inteligible a las masas la función que su práctica desempeña de cara a este
conocimiento y suscitar las experiencias concretas —a través de las masas— para
resolver, desde ellas, los problemas que aún quedan por aclarar.
d) Este conocimiento lleva a la liberación
de la economía burguesa y de la religión.
Las tesis que, en resumen, se
presentan en este capítulo son:
a) La «praxis» es inseparable y
condicionante decisivo de todo conocimiento humano y válido.
b) La actividad principal del hombre para
lograr dicho conocimiento es el trabajo y la lucha de clases que debe
determinarlo, hasta que llegue la sociedad sin clases.
c) En ningún sistema fuera del marxismo se
dan los presupuestos indicados en las dos anteriores afirmaciones.
En este capítulo se pone de
manifiesto hasta qué punto el marxismo posee el carácter de sucedáneo de una fe
cristiana perdida, sobre todo en el aspecto de ésta en que se exige mostrar con
las obras la adhesión a unas verdades en las que se cree, en el del
establecimiento de un futuro absoluto —Reino de los cielos— en el que todos
serán en cierto modo iguales, pues lo más radicalmente constitutivo de cada uno
habrá de ser lo que les hace iguales: la participación plenaria en una misma
filiación divina; futuro para el hombre que depende, en buena medida, de la
colaboración del creyente en favor del advenimiento del Reino de Dios.
Pero lo que, en el nivel de una
fe, se acepta en nombre de la autoridad divina, se transforma en puros
postulados indemostrables, en utopías futuras, en un círculo vicioso del que es
imposible escapar cuando se trasladan esas realidades al terreno en que se
mueve el marxismo.
Es un capítulo, como casi todos
ellos, que se reduce a señalar con el dedo hechos: relaciones de los hombres
entre sí y con la naturaleza; influencia de lo ya conocido sobre éstas en la
acción —praxis— del hombre y, viceversa, influjo del obrar humano en los
futuros conocimientos. Pero al radicalizar el sentido y explicación de estos
datos por el marxismo, concluyendo que el trabajo, la praxis en general, es la única
fuente de conocimiento e, incluso, el criterio de verdad, y hasta la
creadora de la realidad humana, todo se convierte en pura gratuidad. Queda sin
explicación la fuente interna —lo que hace capaz al hombre de captar la verdad
que le solicita desde las cosas— y la fuente intrínseca a las cosas que las
hace inteligibles para el hombre, es decir, la íntima relación y afinidad entre
objeto y sujeto que posibilita la adecuación del segundo al primero, en que
consiste la verdad y el conocimiento.
El marxismo se nos presenta —aquí
con el problema del conocimiento— como un pensamiento que explica fragmentaria
e inconsistentemente los problemas, sin llegar nunca a su fondo. Sus
afirmaciones son categóricas allí donde deberían ser probadas. Por otra parte,
la explicación marxista del conocimiento se encuentra —por su propio sistema—
en un dilema imposible de resolver: para ser fiel al principio dialéctico debe
apartarse del sensismo (conocimiento a partir exclusivamente del dato
«fotográfico» aportado por los sentidos) y para seguir fiel a éste debe eludir
la explicación dialéctica (que, en modo alguno, deriva de los sentidos) y que
es, sin embargo, afirmada como el nervio mismo de la realidad, del conocer y,
por eso mismo, del sistema total del marxismo.
En cuanto a conocimiento y
acción, tal como son descritos en este capítulo, parecen ofrecerse como un
círculo vicioso del que no se ve la forma de escapar: ¿es la «praxis» el origen
del conocimiento, o es ésta el origen de aquél? Quizá respondan que la
dialéctica lo explica con su famosa ascensión en espiral, pero, aparte de que
la totalidad de esa espiral queda sin explicación, no se explica de ningún modo
por qué es así y no de otra manera. La ausencia de un recurso a la metafísica
—que busca en el ser de las cosas, y no en su mera descripción, la explicación
última— bien puede ser la causa de esta gran aporía marxista de la relación
conocimiento-acción. Tampoco se explica satisfactoriamente por qué el hombre es
el único que extrae conocimientos de su actividad si es ésta la fuente de los
mismos, a no ser que se reconozca que en él existe algo que le capacita para
extraerlos, un en sí permanente en el hombre a lo largo de toda su historia.
Pero entonces el hombre ya no es fruto exclusivo de su acción, creador de sí
mismo, como afirma el marxismo. (Cfr. La recensión a la de Mao-Tse-Tung, Acerca
de la praxis.)
Si permanece sin explicación
debida el problema del conocimiento como fuente de la «praxis» y viceversa, el
de la lucha de clases —con su posterior revolución y triunfo del proletariado—
no es más que un caso particular, pero que es, precisamente, el que se pretende
justificar con todo lo anterior. Pero una afirmación que se prueba con otra no
razonada —más aún, contradictoria— queda, ipso facto, sin razones que
abonen su validez.
Por lo que se refiere al resto
del capítulo, nos encontramos con análisis de la historia —en este caso el del
idealismo y materialismo pre-marxista— que pecan, como otros capítulos
anteriores sobre el mismo tema, de unilateralidad y afirmaciones gratuitas.
El resumen al que llega como
conclusión es, por demás, simplista. Pues si la práctica pone en marcha el
pensamiento —su punto de partida— ¿qué hace que la práctica sea así y no de
otra manera, qué es lo que fuerza a que la práctica humana sea específicamente
humana y no animal? Si no es el pensamiento, quiere decir que éste brota, en un
momento determinado de la historia, como una cuasicreación, algo contrario al
marxismo para el que todo es devenir. Y no vale aquí aplicar la ley de los
cambios cualitativos, sólo válidos en el hombre y según el pensamiento marxista
una vez que éste es ya un dato de la historia y evoluciona como tal dentro de
ella. Pero si es el pensamiento el que hace que la práctica sea humana y, por
tanto, creadora de nuevas situaciones y motor de la dialéctica histórica, ya no
es verdad que tal pensamiento haya tenido como punto de partida la acción y,
mucho menos, uno de sus casos particulares, la lucha de clases. El naturalismo
marxista está en contradicción con su dialéctica histórica.
Algo parecido cabría decir del
modo en que explica la génesis de la expresión conceptual: ¿qué hay en el
hombre que le permita salir de la sensación y de sus repeticiones, para
establecer entre ellas un «sistema de relaciones cada vez más generalizado»? Esto
sólo puede encontrar suficiente explicación planteando el problema del ser del
hombre. La repetición de sensaciones —si sólo se aceptan éstas— no dará más que
una yuxtaposición de las mismas, pero no puede justificar el que el hombre —a
diferencia del animal— sea capaz de relacionar y expresar conceptualmente el
resultado de estas relaciones. Por no aceptar un planteamiento metafísico, el
marxismo habrá de recurrir a la afirmación del proceso transformador de lo
cuantitativo en cualitativo, aserto que, como siempre, dejarán sin
justificación.
CAPÍTULO
XI
El capítulo XI, titulado Verdad
relativa y Verdad absoluta y cuyo autor es el mismo que el del anterior,
trata, como se desprende por el título, del concepto marxista de la verdad.
Los apartados en que se divide
son:
1. Noción de la verdad.
2. Crítica del escepticismo.
3. Dialéctica de la verdad.
4. Error y verdad.
5. Conclusiones.
Como, en realidad, este capítulo
no ofrece sustancial novedad con otros temas ya expuestos en capítulos
anteriores, nos limitaremos a presentar el esquema que el propio autor ofrece
al final del mismo.
1. La verdad es el acuerdo del
pensamiento con lo real.
2. El escepticismo niega la
posibilidad al pensamiento de enunciar alguna verdad. El materialismo
dialéctico permite una crítica radical del mismo: demuestra que las sensaciones
tienen por sostén objetivo al sistema nervioso y que su diversidad cualitativa
es reflejo fiel de aquella otra del universo. Pero, además, la estructura de la
sensibilidad del hombre viene condicionada por la historia de la humanidad, por
la interacción de hombre y universo, hombre frente a hombre, hombre y sociedad.
(Condicionada, pero no creada que
es, en realidad, lo que postula el marxismo.)
3. No conocemos de golpe todos
los aspectos de la realidad: el conocimiento mismo forma parte de este proceso
dialéctico.
Cada verdad es históricamente
relativa, como relativo a su momento histórico es el conocimiento de la misma.
Pero, a la vez, cada verdad no deja de poseer un aspecto o núcleo absoluto de
la verdad. Por eso la verdad es simultáneamente absoluta y relativa. Como dice
Lenin, «todo descubrimiento es un progreso del conocimiento objetivo y
absoluto».
(La parcialidad en la captación
de un aspecto de la realidad no tiene que ser necesariamente de la constitución
dialéctica de la realidad, ni lo absoluto-relativo de ella fruto del progreso
dialéctico del pensamiento.)
4. El materialismo dialéctico
tiene una concepción dialéctica del error. Este consiste en tomar por el todo
un aspecto del mismo, un momento del desarrollo por su totalidad.
a) Marxismo y relativismo.
El relativismo, sustentado por el
revisionismo en política, aisla el momento relativo del conocimiento.
b) Idealismo y práctica social.
Su error consiste en separar del
conjunto del conocimiento uno de sus momentos, el conceptual, y, abstraído,
absolutizarlo subordinando a él toda la realidad.
Este proceso erróneo tiene su
origen en las contradicciones de la práctica social.
5. Las conclusiones son:
a) Unir teoría y práctica.
b) Esta unión es condición suprema de toda
ciencia. Por eso los comunistas fundan su acción y su pensamiento en el estudio
objetivo de la práctica social en movimiento. Sólo la actividad de las masas
resuelve —bajo la dirección del partido marxista-leninista— los grandes
problemas de nuestro tiempo.
Como se indicaba en la exposición
de este capítulo, no ofrece novedad sustancial con otros, especialmente con el
anterior.
Las observaciones hechas al capítulo
X son también aplicables a éste.
Se podría, con todo, recordar que
en lo referente al escepticismo no es el marxismo el único sistema que, en la
historia, ha intentado refutarlo, ni los argumentos que aduce contra él son los
más convincentes.
Tampoco la explicación sobre la
génesis y entidad del error es satisfactoria. La teoría dialéctica aplicada al
error es presentada o bien como hipótesis de trabajo —por lo que debería,
posteriormente, justificarse— o como postulado del que se parte. Pero en una
filosofía sólo pueden ser aceptados como postulados las verdades evidentes, y
la teoría dialéctica —con la que se explica en el marxismo el error— es
precisamente la que se encuentra en litigio.
Desaprobar materialismo
pre-marxista e idealismo por su desconocimiento de las leyes de la dialéctica,
aplicadas al proceso del conocer, es aceptar a priori algo que, en
rigor, debería ser la conclusión a la que se llega en un análisis del
conocimiento, de la verdad y del error.
Tanto para éste como para el
anterior capítulo, confrontar la valoración crítica que se hace en la recensión
a Contribución a la. Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, de K.
Marx, pp. 22-29.
CAPÍTULO
XII
Corresponde el capítulo XII a
Marinette Dambuyant y lleva por título Concepción metafísica y concepción
dialéctica del mundo. Los apartados en que se divide son:
1. Generalidades: Los dos métodos
del pensamiento.
2. El método metafísico.
3. El método dialéctico.
4. Dialéctica y razón.
5. Dialéctica y progreso.
(Es uno de los capítulos que pone
más claramente de manifiesto el modo simplista y a veces caricaturesco con que
el marxismo expone, siempre a grandes rasgos y envueltos en generalidades, los
sistemas de pensamiento que no son el propio, y el resultado, sutilmente
conseguido ante auditorios de no muy amplia formación, de invalidarlos a
todos.)
1. Hay dos maneras de pensar y
concebir el mundo: la metafísica y la dialéctica, esbozadas desde la Antigüedad
y opuestas aun hoy en diversos campos.
Dialéctica, en su origen,
significaba busca de la verdad por medio del diálogo y enfrentamiento de ideas
opuestas por el que se progresaba en el conocimiento. Por tanto, lo contrario
de afirmación rígida, dogmática. Como ya la dialéctica de entonces, el marxismo
no es un dogma, un sistema intangible que se impone como tal. Está llamado a
enriquecerse incesantemente; es un medio para preparar hacia la verdad.
El otro método es el metafísico;
no busca una explicación de la naturaleza en la naturaleza misma, sino en un
mundo sobrenatural. El marxismo no admite lo sobrenatural; es materialista,
explica la naturaleza por ella misma, y afirma la cognoscibilidad de sus leyes.
La metafísica gusta de las
concepciones abstractas, alejadas de lo real y concreto, de las experiencias y
problemas humanos de la vida real. Es evidente que el marxismo no puede
proceder así.
(Tampoco lo hace la metafísica.
Está descalificando a un sistema inexistente.)
2. El método metafísico puede
analizarse, atendiendo a:
a) Sus caracteres: considera las cosas
aisladas y sin acción de unas sobre otras. Sólo de modo fijo e inmutable, sin
admitir que en ellas existan al mismo tiempo aspectos opuestos y contrarios.
Así se ven obligados a considerar
como eterno, existente desde siempre, lo que se tiene a la vista, aunque en
realidad sea propio de una época o sociedad determinada.
En resumen: rechazo del cambio,
de la relación de lo relativo, de las diversidades y oposiciones reales.
Hostilidad a la búsqueda de explicación de lo que se opone y hostilidad a la
historia, al no indagar las circunstancias en que el dato o cosa real se da.
b) Su formación y causas:
¿cómo existe y se ha mantenido?
Corresponde a un aspecto real de
las cosas y a una necesidad del conocimiento. La relativa fijeza de las cosas
seduce al intelecto a ser «fijado» por ella según conceptos que la expresan.
Por eso el intelecto subraya la «identidad» entre cosa y concepto fijo de ella
extraído. Pero esto se debe a una limitación del propio conocimiento.
b a) Menosprecio del conocimiento concreto y
del mundo real. Por debilidad, no sólo no puede o no quiere retener más que lo
estático, sino que extrema esta actitud. Se llega a negar el mundo y su valor
por ser cambiantes, en desarrollo.
A menudo las ideas —fijas,
estables, eternas— son personificadas en Dios, idea metafísica por excelencia,
al considerarlo como el Absoluto: existe por la sola necesidad de su
naturaleza. Sin explicación de su ser, igualmente sucederá con su obra: la
creación, a partir de nada es, como cualquier milagro, algo sin causas, sin
relación.
b b) Separación de las actividades
manuales de las intelectuales. Esa representación del mundo como estático e
inmutable es explicable por la existencia en la sociedad de dos clases sociales
fundamentales: los trabajadores y la clase que goza de ocio para cultivarse. Lo
práctico y abstracto quedan separados.
b c) Hostilidad al cambio: No se
quiere estudiar lo cambiante por no querer la clase dominante que la situación
varíe. La clase que disfruta de ocio elabora las ideas eternas que soportan y
justifican la permanencia de tal situación.
b d) Otros ejemplos del método
metafísico:
— El filósofo ajeno a su época.
El metafísico se resiste a considerar cualquier sistema filosófico en sus
concretas relaciones históricas, que lo condicionan y determinan.
— La naturaleza humana. El
metafísico la estudia como si se tratara de un ser desencarnado, que vive en
las nubes, sin referirla a sus condiciones de vida.
— La libertad. El metafísico
siempre cae en la tentación de estudiar al hombre sometiéndolo a un dilema
total: ¿es libre o no es libre? No precisa de qué libertad se trata: para el
trabajador o para quien lo explota, en un país en guerra o en paz. En pocas
palabras, falta la investigación de la libertad en concreto: la libertad ¿de
quién?
— La violencia. Igual que con la
anterior, se condena o aplaude en bloque, sin restricciones, es decir, sin
considerar la situación en que pueda darse: violencia libertadora
—revolucionaria— o violencia de quienes defienden con ella sus privilegios.
— La huelga. Puede decirse de
ella lo mismo que de los dos ejemplos últimos. No es buena o mala sin más: es
buena siempre que sea usada para sacudir el yugo que oprime a la clase
trabajadora. Pero cuando ésta es la que gobierna, ¿qué sentido tiene el rehusar
el trabajo? En este caso, lógicamente, es siempre mala.
(Conviene dejar claro, por
adelantado, que tampoco califica, sin más, buenos o malos los casos con que
ejemplifica aquí.)
Por eso interesa saber, antes de
nada, en qué condiciones una cosa se produce y lo que significa en cada etapa.
c) El modo de proceder de los metafísicos
se apoya en su Lógica, conjunto de reglas que han de seguirse para evitar
errores de pensamiento y organizar fija y coherentemente las ideas entre sí.
Esta Lógica, existente desde la Antigüedad, no es otra cosa que el método de la
Metafísica para pensar en forma de esquema simplificado.
(Eso, por supuesto, no es la
Lógica fundamentada en la metafísica tradicional.)
Pero, como se puede suponer,
estas reglas rígidas impiden captar la complejidad de lo real y no corresponden
al nivel actual de la ciencia. Son útiles, pero insuficientes.
Los principios de esta Lógica
son:
— El de identidad: a es a.
— El de no-contradicción: a no
es no-a.
— El de tercio excluido: si a y
no-a son contradictorios, un mismo objeto es o a o no-a.
Esta Lógica y estas reglas,
aplicadas inflexiblemente, obligan a elegir entre dos contrarios que, acaso,
existen en el seno de la unidad y estiman incompatibles cosas realmente
inseparables. Por eso puede llevar a error y no sólo a simplificaciones.
3. El método dialéctico, opuesto
al metafísico, es presentado así por Engels: «Considera las cosas y los
conceptos en su encadenamiento, sus relaciones mutuas, su acción recíproca y la
modificación que de ello resulta, su nacimiento, su desarrollo y su decadencia»
(p. 282).
a) Caracteres. El método dialéctico
afirma:
a a) Todo está unido, nada está aislado. Hay
una conexión universal.
a b) Todo cambia. El mundo está en
permanente transformación.
a c) El cambio es debido a la lucha
de fuerzas contrarias en el seno de las cosas.
b) Ejemplos. Se recuerdan algunos más
generales.
b a) Unión estrecha y recíproca de teoría y
práctica, básica en el marxismo. Especial relieve cobra en este marco el
trabajo (relaciones de hombre y naturaleza, hombre y hombre, hombre y sociedad,
relaciones de producción, etc.).
b b) El ser y su medio se influyen y
condicionan mutuamente. La dialéctica muestra la importancia de las acciones
mutuas y de las transformaciones recíprocas de las cosas.
c) Formación histórica. Sólo se recuerdan
aquí los grandes hitos de la filosofía dialéctica: Heráclito (dialéctica
tosca), Demócrito. Larvada, hasta el siglo XIX, la dialéctica aparece
sistemáticamente formulada en ese siglo con Hegel. Pero, por ser idealista, la
naturaleza y la historia no son, para él, más que momentos del Espíritu.
Es con Marx cuando se advierten
todas las posibilidades de la dialéctica. Por ser materialista, advierte que
las leyes dialécticas no son del Espíritu, sino de la naturaleza: no es el
pensamiento quien da forma a la realidad, sino al revés; por ser dialéctica la
naturaleza, dialécticamente ha de ser comprendida.
No es casual el momento de esta
eclosión de la dialéctica científicamente formulada. El desarrollo de las
ciencias la preparan: descubrimiento del transformismo, conocimiento del
elemento simple de la vida (la célula), da lugar a la expansión de la idea de
evolución en la realidad.
La evolución no da lugar,
necesariamente, a la dialéctica. Lo primero sería —si de verdad fuese— un hecho:
La segunda una interpretación.
A la vez, y de forma
determinante, un nuevo elemento aparece en la historia: el pueblo, el
proletariado, y la cada vez más organizada lucha de clases, ponen de
manifiesto, en el hombre y en su historia, la misma evolución incesante que
mueve el reino de la naturaleza. Marx y Engels supieron esclarecer las luchas
revolucionarias y hacer de ellas una ciencia.
4. Para evitar empleos
equivocados de la dialéctica, conviene precisar sus verdaderos límites.
a) Es materialista: no es una dialéctica
limitada a unos campos y proscrita en otros. Hay dialéctica en la naturaleza,
en la historia y en el espíritu, pues todo forma parte de la única realidad en
perpetuo proceso evolutivo según, precisamente, las leyes dialécticas de esa
evolución.
b) Es racional, por ser el estudio
racional de las leyes del movimiento. La razón, pues, es dialéctica.
(Un materialismo a ultranza —que
abarca al propio hombre— mal puede conciliarse con la racionalidad de éste.)
No debe confundirse con aquellos
sistemas que, si bien afirman lo cambiante del mundo, afirman asimismo que esa
es la razón de su incomprensibilidad.
5. El cambio no es pura y simple
destrucción y no tiene lugar de cualquier manera y en cualquier sentido. La
nueva realidad que aparece por él es superior a la que la produjo.
Aunque esto no atañe a cada
cambio singular, sí es principio del cambio tomado en su conjunto. La Historia
marcha en el sentido del progreso.
Tampoco debe entenderse el cambio
como deseo o voluntad de mejorar. Es, por el contrario, una ley inscrita en las
cosas, un hecho verificable, en virtud del cual la realidad marcha hacia lo
mejor. Dicho de otro modo: hay una dialéctica ascendente de lo inferior a lo
superior, de lo simple a lo complejo, de lo menos consciente a lo más
consciente.
Tampoco, y por la misma razón, la
Historia procede por ciclos, al fin de los cuales todo vuelve a empezar. No se
puede hablar del «eterno retorno».
El progreso dialéctico es interno
al ser y se comprueba como una ley de existencia. El modo como esto sucede a
cada realidad particular compete a cada ciencia en su propio campo.
El desarrollo se hace de
continuidad y discontinuidad (cfr. último capítulo). Tal desarrollo no impide
que haya estancamientos o, incluso, retrocesos. Pero, por graves que éstos
parezcan, no impedirán la marcha general de la sociedad humana hacia lo
mejor.
El progreso humano no es
automático o, al menos, no sólo automático: la participación activa de todos es
necesaria para acelerar el proceso del desarrollo y para la emancipación de los
pueblos. A través de las contradicciones, la realidad progresa y es el hombre
marxista quien la hace progresar,
(¿En nombre de qué aparece de
pronto, ese no automatismo en un sistema rígidamente determinista?)
La principal afirmación que en
este capítulo se intenta dejar sentada —y que corresponde, en efecto, a uno de
los elementos capitales del marxismo— es la de que el único método de
pensamiento y, por tanto, el único que tiene acceso a la verdad es el
dialéctico.
Para mostrarla el autor recurre a
la historia como es costumbre entre los marxistas y como su propio sistema
postula. Y, una vez más también, incurre en la abusiva simplificación de los
datos que la historia aporta, reduciendo a los ya clásicos grupos en el
marxismo: en este caso, dos grupos de métodos de pensamiento. Sólo así puede el
marxismo presentarse —y ser fiel a su concepción dialéctica ternaria— como
síntesis superadora de las dos posturas —únicas e irreductibles— que sistemáticamente
y hasta el advenimiento del pensamiento marxista se han dado en el transcurso
de la historia.
Tanto la exposición del sistema
llamado aquí «metafísico», como la de sus consecuencias prácticas es arbitraria
y simplista en exceso. En la historia no todos estos sistemas, antes al
contrario, han desatendido la cuestión de la realidad del cambio, la
interrelación de unas cosas con otras, las razones —tanto internas como
extrínsecas a lo que cambia— que pueden explicar los procesos de
transformación. Un somero examen a la historia de la filosofía lo pone
suficientemente de manifiesto. Tampoco se puede decir que estos sistemas, en
bloque, hayan omitido la consideración de las circunstancias que rodean a las
cosas reales o las condicionan de alguna manera. Recuérdese, por poner un
ejemplo, la doctrina ética sobre las acciones en que las circunstancias son un
elemento condicionante y, a veces, especificativo de la moral del acto. Quien
conozca un poco a fondo este tema tal como es tratado por la doctrina aludida,
sabe hasta qué medida tiene su fundamento en la condición entitativa
—consideración metafísica— de la realidad y, por eso mismo, la ausencia de
arbitrariedad y «apriorismos» rígidos en su juicio sobre la bondad o malicia
del obrar humano.
Por eso resulta chocante la
unilateralidad con que aprecia este capítulo la valoración de los ejemplos
aducidos —naturaleza humana, libertad, violencia, huelga— por parte del método
metafísico. Es gratuito afirmar que para éste sean, sin más, buenos o malos,
sin apelación a las circunstancias que los rodean o a su relación con el
entorno. La diferencia estriba en que, en buena lógica, deberá distinguirse lo
que, en sí mismo, es cada una de estas realidades y el sentido y finalidad con
que se usan.
Ocultamente, eso mismo es lo que
hace el autor del capítulo en particular y el marxismo en general. Pues usan
las palabras en un sentido similar al común de los hombres y, a la vez, añaden
a él lo que para ellos les da validez o invalidez: su uso. No hace otra cosa la
metafísica tradicional, pero dejando bien clara —y esa es la radical
diferencia— la distinción de la moralidad de las intenciones y de aquella otra
que procede de la cosa ejecutada y en sí misma considerada, pues la metafísica
—no puede ser de otro modo— tiene en cuenta la densidad óntica que todo lo que
es, y una acción es, encierra. Lo contrario es convertir en puro utilitarismo
—aunque sólo se acepte en la línea exclusiva marcada por un único designio,
como acontece en el marxismo— el juicio sobre las cosas y el uso que de ellas
se hace. Aquí subyace una contradicción más en el seno del marxismo: la de una
consideración ética del obrar humano —que invalidaría en unos casos y aprobaría
en otros— y la de una valoración del mismo extraída exclusivamente de las inexorables
leyes de la dialéctica.
La forma de presentar los
principios lógicos del sistema «metafísico» es correcta sólo en parte. No son
principios lógicos del pensamiento que, posteriormente, se apliquen a la
realidad por razón, diríamos, de la comodidad del que piensa o por necesidad
interna del pensamiento, sino, al contrario, son principios entitativos que
rigen la realidad de las cosas y, por ello, captados intelectualmente como
expresión primaria de lo que es.
Lo que resulta pueril es la
aclaración y consecuencias que, según el autor, extrae de ellos la metafísica y
su método: el de elegir uno entre dos contrarios. Precisamente el estudio de la
compatibilidad de estos principios con la necesaria composición estructural del
ser —acto-potencia, sustancia-accidentes, materia-forma,
facultades-operaciones, esencia-acto de ser, etc.—, es el problema de fondo que
subyace a todo el quehacer de la metafísica. Podría decirse, incluso, que la
metafísica es el esfuerzo más intenso realizado en la historia para resolver el
problema de la unidad y la pluralidad, de la permanencia y el cambio, de la
sustantividad y la caducidad de la perennidad humana y de su historicidad.
En cuanto a la exposición que se
hace del método dialéctico, pone de manifiesto uno de los puntos más
cuestionables —y, sin embargo, capital—
del sistema marxista. Se limita a afirmar y describir algo que, realmente,
ocurre: interrelación de las cosas sensibles, proceso continuo de cambio en las
mismas y la relativa imposibilidad de identidad de cada una consigo misma (dado
que ninguna en concreto agota la posibilidad de que se den otras con la misma
esencia). Pero de ahí a concluir que la única explicación de estos hechos sea
la constitución dialéctica de lo real —y de su conocimiento por el hombre— hay
una distancia que el marxismo salta sin dar más.
Deja sin respuesta los problemas
fundamentales del devenir: ¿por qué la realidad es cambiante de modo
indefinido, ¿por qué se da —y qué es lo que la hace posible— la presencia de
contrarios en el seno de la totalidad sin que ésta pierda su íntima unidad?,
¿qué entidad deben poseer los contrarios para ser lo que son, es decir,
aspectos opuestos e irreductibles entre sí que permiten a la vez esa permanente
oposición y su simultánea presencia, hasta el punto de necesitarse para seguir
siendo? Describir la ley de la «contradicción», del movimiento, no es
justificarla; sólo podrá hacerse, en realidad, en el plano del ser en
que tal ley se cumple y eso incumbiría a una metafísica que, como se ha visto,
es enérgicamente rechazada por el marxismo.
Mucho menos se justifica en este
capítulo —porque el marxismo lo deja sin justificación— el que la ley de la
dialéctica —en la realidad natural, en la historia y en el pensamiento— se ejercite
en sentido progresivamente ascendente ni, menos aún, el porqué —de vez en
cuando, aunque, como el autor afirma, en planos secundarios— hay en ella
retroceso. ¿Cómo conciliar ese evidente, si bien secundario y esporádico,
retroceso en la ascensión con la inexorable dialéctica progresiva? ¿De dónde
surge ese elemento —real, pues si no, habría retroceso— heterogéneo respecto de
la marcha dialéctico-ascensional de la realidad total? La panorámica que,
fácticamente, ofrece la historia no es reducible al esquema rígido del sistema
de pensamiento marxista. Pero, sin darse cuenta, descubren la «herencia» que
determinados aspectos del cristianismo —deformados e integrados torcidamente en
el marxismo— yacen ocultos en él: en este caso, el de la dirección providencial
que orienta a la historia hasta desembocar, más allá de sí misma, en la
plenitud de los tiempos y, al mismo tiempo, la libertad finita del hombre que
puede poner trabas a ese caminar.
También cabría preguntar al autor
por qué en el hombre el progreso no es automático si, como afirma el
marxismo, forma parte homogénea del progreso dialéctico de la realidad. ¿Cómo
se justifica entonces la intervención revolucionaria —acción libre— del hombre
en la historia para acelerar este proceso? El determinismo con que se nos
ofrece, en la visión marxista, la dialéctica de la realidad y que para Marx no
pondría quedar al azar de la mera eficacia humana, desaparece, de pronto,
cuando se trata del proceso humano: el materialismo dialéctico y la dialéctica
histórica se nos presentan inconciliables. Esta abusiva inclusión de un
elemento nuevo y contradictorio con el resto del sistema, sólo tiene un
justificante sin justificar: el de la tajante y categórica afirmación de la
acción revolucionaria; pero siempre a costa de dejar en la sombra la imposible
compatibilidad entre la inexorabilidad del proceso dialéctico y la necesidad de
postular la libertad humana en favor del éxito revolucionario.
(Cfr. la Introducción General a
estas Recensiones, pp. 28-30 y 40-44. Cfr. también J. M. Ibáñez Langlois, ob.
cit., pp. 87-91.)
CAPÍTULO
XIII
El capítulo XIII, elaborado por
Francette Arnault, lleva el título Leyes de la dialéctica y viene
a ser una ampliación del anterior. Consta de siete apartados:
1. La contradicción.
2. Los caracteres esenciales de
la contradicción.
3. Contradicciones principales y
secundarias.
4. Ley de la cualidad y de la
cantidad.
5. Ley del paso de los cambios
cuantitativos a los cambios cualitativos.
6. La negación dialéctica.
7. Ley de la negación de la negación.
1. El descubrimiento esencial de
la dialéctica es éste: todo cuanto se transforma contiene una contradicción
interna; ésta es el motor o causa principal del cambio. Esta idea, la más nueva
e importante, es la de más difícil comprensión. Pero supone el paso de la
metafísica a la dialéctica, como quedó apuntado en el capítulo anterior.
La contradicción señala, pues,
una etapa decisiva en el desarrollo del pensamiento. Toda reflexión viva,
enfrentada con la realidad se encuentra con hechos que contradicen una idea,
sobre ella, anterior; la contradicción no es eliminada, pero es resuelta por la
formación de un pensamiento nuevo, es decir, por un progreso en el pensamiento.
2. Para estudiar los caracteres
esenciales de la contradicción se va a emplear un ejemplo generalizado: la
contradicción entre burgués y proletario. De lo que la historia muestra y la
reflexión extrae de ella, se pueden enumerar los siguientes caracteres.
a) Unidad de los contrarios: éstos no
pueden existir uno sin el otro. Se engendran el uno al otro: la burguesía
engendra al proletariado y a medida que crece su poder aumenta el número de
proletarios, pero también la concentración de éstos y, de ahí, su progresiva
fuerza. A su vez, el proletariado engendra a la burguesía, pues su trabajo redunda
en mayor poderío de ésta.
b) Los contrarios se oponen, luchan uno
contra el otro, se modifican recíprocamente. La hegemonía burguesa se hace a
base de la mayor opresión al proletariado y de la predicación de una resignada —inmutable—
actitud ante lo inevitable. De ahí la alianza del burgués con toda moral de
tipo cristiano que crea enajenaciones religiosas. Los obreros, por su parte,
desde que se constituyen en clase, luchan para mejorar su condición de vida.
Esta lucha forma su conciencia de clase y hace que nazca su moral de
solidaridad.
La lucha de contrarios es, pues,
inseparable de su existencia; no hay posible reconciliación y sólo cesará con
la formación de un estado sin clases, sin contrarios.
(Pero ¿dónde quedará entonces la
dialéctica, ley constitutiva de lo real?)
c) La lucha de contrarios es innovadora:
la burguesía, en su lucha, refuerza inevitablemente el proletariado, hasta el
momento en que la relación de fuerzas se invierte y la clase obrera se apropia
de las fuerzas productivas. En este momento desaparecen la propiedad privada y
la antigua organización social capitalista; se forma una nueva unidad social,
la sociedad sin clases.
d) El cambio cualitativo se produce
cuando, al hacerse más aguda la contradicción —acumulación cuantitativa— el
elemento hasta entonces dominante no puede dominar el proceso. Las clases
intercambian sus papeles. Pero, al dominar la clase obrera y desaparecer la
propiedad privada, aparece la «novedad»: una sociedad cuyo motor no es el de la
sociedad capitalista, el lucro, la explotación y el dominio de las fuerzas de
producción.
e) El estudio de la contradicción permite,
así, descubrir e interpretar el hecho y la ley del cambio cualitativo. Todo
desarrollo lleva consigo cambios cualitativos; éstos se producen al resolverse
la contradicción.
f) La dialéctica, por medio de la
contradicción, no sólo refuta, sino que explica la presencia de la metafísica
en la historia (vid. cap. anterior).
g) Se puede resumir diciendo, contra la
Lógica clásica —que afirma que a no es no-a—: un proceso no puede
ser dominado a la vez por el elemento, aspecto o clase a y por el
contrario de a.
3. La experiencia enseña que no
toda contradicción es principal o, dicho de otro modo, decisiva. Por eso, puede
y debe establecerse la existencia de contradicciones secundarias que no por
serlo deben ser menos apreciadas; en bastantes ocasiones desempeñan un papel de
primer orden.
a) Las contradicciones de distinto
orden también actúan unas sobre otras; si las secundarias dependen en su origen
de otras principales, ayudan al desarrollo de éstas.
b) Debe distinguirse entre contradicción y
antagonismo. Este es un caso particular de contradicción, precisamente aquel de
las contradicciones decisivas e irreductibles. Por eso en la sociedad sin
clases habrá, o podrá haber contradicciones secundarias, pero nunca
antagónicas, pues ya no existirán elementos inconciliables.
4. La ley de la cualidad y de la
cantidad está basada en los siguientes datos:
a) La evolución es universal. Es
una conquista frente a la concepción inmovilista de la metafísica, a la
concepción cíclica o del eterno retorno o a aquella otra que reduce el cambio
al simple efecto de un agente externo.
b) Hay que distinguir los cambios
impuestos desde el exterior a un ser de los que surgen desde su misma
intimidad: la destrucción de una sociedad por guerra eterna y la que se produce
por revolución interior. Por eso, hay cambios que constituyen el propio ser de lo
que cambia.
5. Esta ley, que se reviste de
diversos nombres o enunciados debe ser entendida dentro de los siguientes
límites:
a) Diferencia de cantidad y de cualidad.
Son dos aspectos de la diversidad del mundo. Con la cantidad se piensa en el
número; con la cualidad, en las diferencias.
Hay cambio cuantitativo cuando se
pasa de una cantidad a otra. Hay cambio cualitativo, al paso de propiedades o
de naturaleza en una cosa. Los primeros se dan paulatinamente; los segundos,
con brusquedad.
b) Relación cantidad-cualidad. En toda
evolución se observa la presencia de ambos cambios. Los cuantitativos, que se
producen en ocasiones de forma aparentemente insensible, no prosiguen
indefinidamente. Llega un momento en que la cualidad cambia. La acumulación de
los primeros determinan el cambio en los segundos.
La historia de la naturaleza y de
la sociedad tienen también ese ritmo y forma de evolución y revolución. (El
ejemplo de la burguesía y del proletariado antes comentado.)
c) Si se ignora esta ley, nos dice el autor,
se puede incurrir en doble error:
c a) Desatender los cambios
cualitativos, fijando sólo la atención en los cambios cuantitativos que se
prestan más a la medición exacta. Por ejemplo: fijarse más, dentro del
desarrollo de la sociedad, en el progreso técnico y aumento de bienes de
consumo.
c b) Reconocer los cambios bruscos,
la revolución cualitativa, sin referirlos a los cambios cuantitativos que los
prepararon. Entonces aparecen como milagros, manifestaciones de un poder
divino.
d) La ley dialéctica de los cambios
tienen las siguientes consecuencias en la acción política:
d a) Ofrece la perspectiva de los
cambios revolucionarios y permanece atenta a la creación de situaciones nuevas.
d b) No son milagrosos ni se producen
a golpe de voluntad; hay que prepararlos para hacer que maduren sus
conclusiones.
e) La diferencia en el ritmo del «salto»
(cambio cualitativo) es relativa a los distintos tipos de contradicciones a que
hacen referencia.
(Todo lo relativo a la concepción
de cualidad y cantidad es otro de los puntos más débiles del marxismo. Fieles
al materialismo han de afirmar la cantidad. Fieles a la dialéctica, han de
conservar la cualidad. Fieles a ambos y al incesante proceso han de
identificar, de hecho, y a la vez distinguir específicamente, una y otra. Pero
la cantidad —por grande que sea su acumulación—, no puede llegar a ser
cualidad, so pena de negar su específica diferencia. Y si esta no existe,
tampoco existirá la «innovación» que todo cambio cualitativo supone. Y con eso,
tampoco habrá proceso dialéctico. El que haya cambios cualitativos que se sigan
de cambios cuantitativos, no significa que la cantidad se cambie en cualidad).
6. El empleo del término
«negación», ya aparecido al estudiar la contradicción, no es el mismo que el
del lenguaje vulgar en el que negar significa decir no, rechazar una
afirmación.
A este uso de distinto
significado tiene derecho la dialéctica, porque esos pasos son resultado de una
lucha. Al decir que la sociedad socialista es la negación de la capitalista, no
se dice simplemente que es otra diferente, sino que es producto de la victoria
del factor negativo que existía y luchaba dentro de la primera.
«Ni la negación desnuda, ni la
negación vana, ni la negación escéptica, son características esenciales en la
dialéctica que, por supuesto, implica un elemento de negación y hasta el
elemento más importante: lo que es característico y esencial es la negación en
tanto que el momento de la ligazón, momento del desarrollo que mantiene lo
positivo.» (Lenin, Cuadernos Filosóficos, p. 311.)
La negación dialéctica mantiene
lo positivo de aquello que niega: de ahí el carácter ascendente de la
evolución.
7. Al estudiar un desarrollo
progresivo, no sólo se observa un cambio cualitativo; también se ven aparentes
reproducciones de una etapa anterior, una forma de retorno al pasado. Para la
comprensión de tal hecho es preciso establecer la ley de la negación de la
negación.
Quizá en esa aparente vuelta a lo
pretérito encuentre la metafísica un justificante para su consideración
inmovilista de la realidad. Pero si se sigue la evolución de la realidad, de
los pueblos, se concluye la imposibilidad de todo posible retorno, pues las
nuevas adquisiciones no pueden ser anuladas.
Lo que sucede en realidad es que
una forma primera de existencia se desarrolla y desemboca en la negación
dialéctica de sí misma, que conserva lo positivo del primer estadio. A su vez,
la nueva forma engendra su opuesto, el cual, al negar lo que ya era negación,
puede llamarse negación de la negación y se emparenta con la primitiva forma,
aunque en un plano superior, pues conserva lo adquirido desde el principio del
proceso.
De este modo la negación de la
negación es ley general del desarrollo. A la imagen de un movimiento circular
—no se diga ya de lo inmóvil y eternamente fijo— ha de oponerse la de un
movimiento en espiral, movimiento progresivo, fruto de la dialéctica impresa en
la materia y en la historia.
Este capítulo está dedicado a
describir una de las leyes fundamentales que, en el pensamiento de Marx, rige
la naturaleza, la historia y la sociedad: la ley de la contradicción. Junto a
ella, aclara algunas consecuencias —que constituyen otras tantas leyes— de la
misma.
Por su mismo carácter expositivo
y divulgador, no pretende justificar la validez u objetividad de tales leyes.
Pero puede inducir, como casi todos los demás autores ya comentados, a pensar
que la misma evidencia de lo que se describe es la razón de que no se
demuestre. Opinamos que ese es uno de los motivos del poder de captación del
marxismo: cuenta con cierta dosis de candidez de los oyentes; la presentación,
por libros como el que ahora nos ocupa, categórica, apriorística, injustificada
y gratuita —con todo el simplismo científico que eso supone— facilita la
creencia de que lo que se está diciendo y escuchando son verdades inmediatas,
que no exigen demostración.
La presentación de elementos
—distintos y constitutivos de la realidad— como opuestos y, de ahí, en litigio,
puede inducir a pensar que la realidad está en perpetuo combate, que ser es
luchar y que las cosas se hacen —en el perpetuo devenir— a costa de victorias y
derrotas. De eso a considerar normal —por un lógico traslado del pensamiento al
plano humano— que la historia se realiza en el seno y a partir de la lucha
dialéctica, no hay más que un paso. Que es, precisamente, el paso que un
marxista desea que den los que le escuchan.
La forma en que describe el tema
de la ley de la contradicción —central en el marxismo— es demasiado simplista,
incluso en relación con el propio pensamiento de Marx; la ley de contradicción
como explicación de la del cambio cualitativo y, por consiguiente, de la
aparición de «novedades» en la realidad; la noción de cantidad y cualidad, distintas
realmente entre sí, pero, a la vez, derivada unívocamente una de la otra; la
existencia de la negación como «positividad» impuesta por la dialéctica en lo
real; la ley de la negación de la negación como justificativa del progreso
ascendente en espiral de la totalidad, etc., en Marx tendrán una exposición más
acabada y compleja. El resumen que aquí se hace de estos elementos del
pensamiento marxista deja sin aclarar por qué es así la realidad y no de otra
manera, si esa explicación está o no justificada y cómo y por qué la totalidad
de lo real camina en un sentido finalista hacia lo mejor o qué ley interna lo
justifica, etc.
Lo que aparece bien claro es la
ausencia fundamental en el marxismo de una clarificación suficientemente
convincente al problema del devenir porque, abandonada la metafísica, no puede
plantearse tal problema en toda su amplitud y en condiciones de poderlo
resolver; por otra parte, al reducir el ámbito de sus consideraciones —a la
historia, a la actividad sensorial del hombre, a la praxis, al trabajo— quedan
en una postura ambigua: se plantean y «resuelven» problemas metafísicos sin
apelación al objeto mismo de la metafísica; y de ahí que el movimiento y el
cambio sea considerado por ellos siempre como algo ya dado al que no interrogan
sobre su último por qué ni, menos aún, están en condiciones de distinguir
—única posibilidad para una satisfactoria explicación— entre lo que se
mueve, el hecho de que se mueva o cambie, el porqué de ese cambio
y la razón y sentido —finalidad— del mismo.
(Para más detalles sobre este
tema y su aclaración crítica, cfr. J. M. Ibáñez Langlois, ob. cit., pp.
81-90.)
VALORACIÓN
TÉCNICA Y METODOLÓGICA
1. Como ya quedó apuntado al
principio de esta recensión, Lecciones de filosofía marxista no pretende
aportar reflexiones inéditas sobre el pensamiento de Marx, Engels, Lenin y, en
general, sobre la interpretación realizada sobre estos autores por los
«ortodoxos» del marxismo.
Tampoco parece intentar una
exposición orgánica de los principales temas de tal filosofía o, al menos
—salvo quizá los capítulos IX y XIII que exponen el concepto de enajenación y
las leyes de la dialéctica— la presentación de los elementos más importantes de
alguno de dichos temas; pues, aunque, con reiterativa frecuencia, aparecen los
conceptos de materialismo histórico, acción revolucionaria, antinomia
burguesía-proletariado, partido marxista, dialéctica, leyes de la historia
(términos todos capitalistas en la ideología comunista y con un sentido propio
acuñado dentro de ella) no es para definirlos, aclararlos o profundizar en
ellos o, en definitiva, mostrar un cuadro sistemático de la estructura de tal
pensamiento. Son, más bien, descripciones sobre tales conceptos, aplicación de
los mismos a situaciones históricas o interpretación de hechos de la historia,
sistemas de pensamiento, etc., desde esos mismos conceptos.
2. Es posible que la pluralidad
de autores expliquen cierta repetición de temas que se dan a lo largo de la
lectura del libro y que mueve a pensar que dicho libro no obedece a un plan
previa y conjuntamente elaborado por sus autores; a no ser que esa repetición
fuera la intención misma de todos ellos, quizá para fijar más en la mente de
quienes les escuchaban el contenido de lo que querían transmitir. Sea cual sea
la razón, temas como verdad objetiva y «praxis» —esencialmente relacionadas—,
antinomia de metafísica y dialéctica, idealismo y materialismo dialéctico,
identificación de metafísica e idealismo, necesidad de la lucha revolucionaria,
humanista, de un feliz porvenir humano gracias a la acción del marxismo,
pensamiento marxista como único coherente, etc., se repiten machaconamente y no
es raro encontrar uno u otro en casi todos los capítulos. Esta repetición se
da, incluso, en algunas citas de determinadas frases de los padres del sistema
que son, por otra parte, los únicos autores a los que se cita a lo largo de
todo el libro; con la única intención de probar no la verdad de lo que dicen,
sino la identidad entre lo que ellos afirman y lo que Marx, Engels o Lenin ya
habían expresado. Se ve una vez más el recurso marxista al «argumento de
autoridad» y no al uso de verdaderos argumentos científicos.
Todo parece indicar que hay en
los autores una intención más de alegato que de exposición —con ese mínimo de
altura que se espera tendrá una lección dictada por profesores universitarios—;
más de hacer exaltar las mentes que escuchan —convencidas ya de la «verdad»
marxista— que de la presentación objetiva de un sistema, abstracción hecha de
quien escucha o lee. Por eso, parece apreciarse una intención o de hacer vibrar
a los adictos al marxismo o de conducir a él a aquellos en quienes, por razones
extracientíficas, se espera cierta afinidad con determinadas pretensiones del
comunismo.
3. En todo caso, la «utilidad» de
este libro viene dada por varias razones:
a) Por ser ejemplo de la forma en que se
enseña el marxismo con aires pseudo-científicos ante personas de escasa
formación filosófica, omitiendo, por tanto, el desarrollo de los temas más
complejos y, desde luego, justificación intelectual. La simplificación que se
hace de hechos —a veces siglos enteros de historia— y de sistemas, el afán de
reducir siempre a binomios inconciliables los grupos de formas de pensamientos,
de vivir, métodos del pensar, etc., y que obliga a forzar increíblemente la
realidad, es abusiva, pero, a la vez, aleccionadora: enseña, desnudamente, el
poco rigor —llevado a veces hasta la puerilidad— con que abordan cualquier
tema, precisamente por apoyarse siempre para su interpretación en la previa
concepción dialéctica de lo real y del pensamiento. Con la intención de ponerlo
más de manifiesto, se ha procurado, en la primera parte de esta recensión,
conservar —resumidamente— el estilo, los términos empleados por los autores,
frases y párrafos completos de sus exposiciones.
b) Porque deja patente hasta qué punto son
irreconciliables el marxismo y el cristianismo. Se podrá ser marxista o
cristiano; pero jamás —lo saben bien ellos— intentarán los buenos marxistas
hacer un «marxismo cristiano», ni un cristiano —so pena de que deje de serlo—
podrá hacer un «cristianismo marxista». En ningún momento hacen una concesión,
ni siquiera hablando de su cuerpo doctrinal o de su historia: las realidades
más elementales del cristianismo quedan, así, enérgicamente rechazadas, cuando
no caricaturizadas. Dios, cielo, inmortalidad del alma, moral como conjunto
objetivo de normas de comportamiento y, en general, toda realidad sobrenatural
queda relegada al mundo del «oscurantismo clerical», aliado con las fuerzas
opresoras de la burguesía que ve en la religión el elemento «alienante» más
poderoso para seguir explotando a la masa. Una cosa hay que agradecer a estos
autores: en ningún momento de su exposición intentan —como los ingenuos
cristianos marxistoides— presentar una interpretación o versión torcida del
cristianismo para que pueda coincidir con el marxismo. Aunque incapaces de
captar la profundidad real del cristianismo, en éste consideran algunos
aspectos tal como son para los verdaderos cristianos: la adhesión a la fe en un
Dios personal, distinto del mundo, en una acción salvadora y divina del pecado
y de la muerte, la promesa —cuyo cumplimiento se dará al fin de los tiempos— de
una bienaventuranza celeste. Precisamente por eso, entre otras razones, es
radicalmente rechazado por los marxistas que dictaron las lecciones de este
libro.
c) Por poner de manifiesto —quizá mejor
que un libro más denso de contenido o de apariencia más científica— la total
gratuidad de todas sus afirmaciones. Incluso cuando, en algunas ocasiones, se
puede concordar con ellos (por ejemplo, al rechazar el pensamiento cartesiano y
ver en él el origen del idealismo racionalista y del alejamiento intelectual de
la realidad) no se puede hacer por las razones que ellos presentan:
No aceptan el cartesianismo porque
ellos son materialistas y adictos a la «praxis»; es decir, primero afirman que
no hay más que materia y acción práctica del hombre sobre ella; que todo se
halla en perpetuo desarrollo, que la filosofía no puede inmovilizar con
conceptos esta realidad, ni separar el pensar en ella del actuar sobre ella
para su transformación. Del a priori de estos postulados, es lógico
concluir la invalidez del pensamiento cartesiano y, en general, de todo
idealismo al que casi siempre identifican con lo que ellos llaman «metafísica».
Los ejemplos a los que acuden, sacados de la historia como justificantes de sus
asertos, son interpretados desde los esquemas previos que ya poseen, con lo que
no hacen otra cosa que probar con lo que debe ser probado. El resultado, como
cuando corta una tela el sastre con un determinado «patrón» previo, es que todo
tiene, efectivamente, una forma marxista de explicación y de estructura y
parece darles la razón; en realidad incurren en un círculo vicioso: el
pensamiento se justifica con la acción, pero la acción es expresión del
pensamiento que sobre ella aplican. La «omnipotencia» del marxismo no se prueba
—como afirmaba Lenin— porque es exacto; antes, al contrario, esa pretendida
exactitud —su cumplimiento— se identifica con la fuerza con que se impone por
la acción.
d) Las simplificaciones gratuitas,
abusivas y carentes de rigor científico quedan especialmente patentes al
encuadrar en un mismo grupo de pensamiento —sin la debida discriminación— a
filósofos tan diferentes como Platón, Santo Tomás o Berkeley.
e) Por mostrar —aunque en forma
subterránea— el aire «místico» y pseudorreligioso del marxismo, con los
elementos propios de toda religión y, particularmente del cristianismo, del que
ofrece, en ocasiones, un calco negativo. Y lo que mueve en una religión
revelada —la fe sobrenatural— mal puede ser aducido en el marxismo como razón
de la adhesión exigida por él, que se presenta como visión científica,
verificable, del mundo, del hombre y de la historia.
f) En una tan apretada aunque inconexa
síntesis, y más si está elaborada por varios autores, se deja ver mejor que en
otro tipo de libros marxistas, las grandes contradicciones de tal sistema,
especialmente:
— El pretendido rigor científico
con que se exhibe —hasta el punto de hacerlo como el único pensamiento válido e
integral— y los ingenuos a priori en que incurre, lo muestran
como un gigantesco edificio, macizo, compacto y sin fisuras, pero suspendido en
el vacío.
— La afirmación de que el
marxismo no es un sistema cerrado, incapaz de fijar en leyes intocables la
realidad y, seguidamente, la implacable enumeración de reglas, normas y leyes
que rigen realidad, pensamiento y acción.
4. Por otra parte, este libro no
ofrece ninguna aportación al pensamiento marxista —tiene un carácter divulgador
de alguno de sus temas— y de ahí que no parezca necesario hacer de él un examen
pormenorizado de su metodología y de su valor científico: contiene alguno de
los temas marxistas —pero ninguno más— que son examinados y sometidos a crítica
por cualquier buen libro sobre este sistema: El marxismo, de J. M.
Ibáñez Langlois; El materialismo dialéctico, de Boschenski, etc.
5. Por último, jamás se aborda
—fieles, en el fondo, al marxismo— al «gran ausente» de todo el pensamiento
marxista: el ser. En efecto, se intenta explicar o, mejor, describir, el cómo
de las cosas, su estructura interna, la forma en que se desarrollan. Pero falta
la justificación suprema de todas ellas: el hecho de que sean, de que sean como
dicen que son, el por qué se desarrollan en la forma en que las describen.
Aunque el marxismo rechaza toda metafísica, su propio planteamiento exigiría,
por la índole científica de que presume, el tema del ser, desde el plano,
justamente, metafísico: eso explica que todo el armazón marxista —tan coherente
en apariencia— quede sin última explicación. Aunque, claro está, los autores de
esta obra, como ocurre con la mayoría de los autores marxistas, no se dirigen
tanto a filósofos cuanto a activistas. No pretenden convencer, sino embarcar
prosélitos. Pero la fe que exigen es bastante cándida.
VALORACIÓN
CONCLUSIVA
Por su carácter, ya indicado, el
libro no posee conclusiones distintas de las que pueden encontrarse en la
lectura de los padres del marxismo, tanto frente a la realidad natural como
ante los hechos religiosos o sobrenaturales, ante la vida o ante la acción de
los hombres y de su historia.
Por eso puede remitirse en este
tema a todo lo que, desde el punto de vista de la valoración de las
conclusiones, se encuentra dicho al tratar críticamente a los principales
autores del marxismo (Marx, Engels, Lenin) que, como ya apuntamos, son los
únicos autores citados en la obra que nos ocupa.
Igual se puede decir desde el
punto de vista de la Fe: la incompatibilidad de ésta con el sistema marxista es
idéntica a la que existe entre ella y lo expuesto en este libro que es,
como se ha dicho repetidamente, un calco simplista e incompleto del pensamiento
de Marx.
J.M.E.
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