GARAUDY, Roger
Ariel, Barcelona, 1968 (se cita
por la 2ª, de 1971).
(t.or.: De
l'anathème au dialogue, ed. Plon,
París.)
CONTENIDO Y ANÁLISIS DE LA OBRA
La parte central y más
extensa (pp. 28-123) de esta pequeña publicación recoge el texto presentado por
Roger Garaudy, a un coloquio organizado por la sociedad Paulus-Gesellschaft en
Salzburgo en 1965, entre pensadores marxistas y pensadores que se declaran
cristianos. La traducción castellana está hecha sobre el texto enmendado y
aumentado, que el autor publicó en Francia con el título De l'anathème au
dialogue. Sigue otro ensayo más breve del mismo autor, titulado El
sentido de la vida y de la historia en la obra de Marx y en la de Teilhard de
Chardin (pp. 123-151), presentado a un coloquio de «amigos de Teilhard de
Chardin» en Londres, 1966. Como introducción a estos dos ensayos, se recoge un
breve escrito de Karl Rahner, titulado Utopía y futuro cristiano del hombre (pp.
9-28), presentado también en el citado coloquio de 1965, en Salzburgo. Y para
terminar se incluye el texto de J. B. Metz con el título Respuesta a Garaudy
(pp. 151-174), presentado al mismo coloquio de Salzburgo.
Expondremos el
contenido del ensayo central, Del anatema al diálogo, e iremos haciendo
al mismo tiempo su valoración, pues, por la variedad de temas, resulta más
conveniente y clarificador hacerlo así. De los otros ensayos, más breves, no
hace falta ocuparse expresamente; serán suficientes las referencias que a ellos
hace el mismo Garaudy y los comentarios que haremos al mismo tiempo.
INTRODUCCIÓN
Garaudy alude a que «el Concilio
Vaticano II, precedido por la encíclica Pacem in terris del papa Juan XXIII,
ha planteado abiertamente el problema del diálogo entre la Iglesia y el mundo».
Para el autor, el «diálogo entre la Iglesia y el mundo» es un «problema nuevo», ya que «cuando se aproxima la hora de las conclusiones (del C. Vaticano II), millones de hombres y mujeres, tanto creyentes como incrédulos, tienen puesta su atención en Roma y se preguntan, inquietos y a la vez esperanzados, cuál será la respuesta dada a este problema»; además, «a cada uno de nosotros le conciernen las decisiones que se tomen, ya que de ellas depende, en parte, el porvenir de los países y del mundo entero». A continuación añade: «Por parte de un marxista, no es, pues, jactancioso que trate de responder fraternalmente a esta llamada fraternalmente dirigida a todos, ni que por su cuenta se interrogue sobre las posibilidades, los límites y las perspectivas de este diálogo, con objeto de aportar su contribución a la reflexión común» (p. 31). Sobre la «novedad» del diálogo, para los católicos, vuelve a tratar en otros pasajes (cfr. p. 36).
En este
planteamiento hay un conjunto de problemas que el autor no parece advertir. En
primer lugar, ¿es un problema el diálogo entre la Iglesia y el mundo? Y en todo
caso, ¿es un problema nuevo? Además, ¿qué entiende el autor por Iglesia y por
mundo?
Ante las
afirmaciones de Garaudy hay que advertir que el diálogo entre la Iglesia y el
mundo existe desde los mismos comienzos de la Iglesia. Esta fue instituida por
Jesucristo precisamente para hablar a los hombres, para llevar su Palabra al
mundo. El Concilio Vaticano II recuerda, al principio de la Constitución Lumen
gentium, el texto evangélico que recoge las palabras de Cristo en su
despedida a los Apóstoles antes de la Ascensión: «Id por todo el mundo y
predicad el Evangelio a toda criatura; el que creyere y se bautizare se
salvará, más el que no creyere se condenará» (Mc. 16, 15-16). Y a continuación,
el mismo documento conciliar recuerda cómo ese dirigirse de la Iglesia a todo
el mundo está contenido también en el Antiguo Testamento, en los anuncios
preparatorios de la venida de Cristo y de su obra salvadora, comenzando por la
promesa de redención ofrecida a los primeros padres después del pecado
original. Y el último precursor, Juan Bautista, con frase de amplias
resonancias veterotestamentarias, afirma de Cristo: «He aquí el Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo» (Io. 1, 29).
Ese diálogo, como se ve, tiene por objeto ofrecer la salvación, es decir, el perdón de los pecados y, con él, la amistad con Dios y la participación de su vida, que se prolongan y hacen definitivos después de la muerte, en la eternidad. Así pues, si se le quiere llamar problema, no es otro que el de la redención y salvación de cada hombre; problema que no es nuevo ni de ninguna época determinada, sino de cada hombre y de cada época. La Iglesia se dirige a todos los hombres con el mensaje y los medios salvadores de Jesucristo, en un diálogo continuo, cuyas conclusiones fundamentales están ya contenidas en ese mensaje. Las respuestas que se hayan de dar o las decisiones que hayan de tomarse no son otras que las de cada uno ante ese problema, es decir, ante su responsabilidad delante de Dios, ante el problema de la propia salvación; son las respuestas y decisiones personales de cada hombre ante el designio divino de amor y salvación.
Esta es la esencia, lo fundamental, del diálogo entre la
Iglesia y el mundo. Pero Garaudy no habla de nada de esto. ¿A qué se refiere,
pues? y ¿qué entiende por Iglesia y por mundo ?
Después
de esa breve e imprecisa introducción, viene la primera parte del ensayo,
titulada Necesidad y posibilidad de diálogo (pp. 33-40). En ella se
dice: «El diálogo es, en nuestra época, una necesidad objetiva». Hay que
objetar a Garaudy que parece evidente que esa necesidad es de toda época, no
sólo de ésta. Su afirmación lleva implícito un juicio peyorativo sobre otras
épocas, que se consideran así diferentes. Pero desde el punto de vista de la
necesidad de diálogo, no hay tal diferencia; el hombre siempre es un ser social
o sociable, que necesita la convivencia y comunicación con los demás, sean
quienes sean. Esta socialidad brota de la naturaleza humana y se hace presente
bajo formas plurales en las diversas épocas de la Historia. Hay que añadir,
además, que el cristiano es impulsado constantemente al diálogo por la caridad
y por el deber apostólico de procurar llevar la luz y amor de Cristo a todos.
Sigue Garaudy: «La necesidad absoluta del diálogo y de la cooperación entre
cristianos y comunistas se deriva de dos hechos irrefutables:
1. En esta segunda
mitad del siglo XX ha llegado a ser técnicamente posible aniquilar todo rastro
de vida civilizada sobre la tierra gracias a las reservas de bombas atómicas y
termonucleares actualmente existentes. Hemos llegado al momento exaltante y
trágico de la historia de la humanidad en el que puede zozobrar la epopeya
humana, iniciada hace un millón de años. Si la humanidad sobrevive, no será
debido a la sola inercia de la evolución biológica, sino a una opción humana
que, como decía admirablemente el padre Teilhard de Chardin, exige el frente
común de todos los que creen que el universo avanza todavía y que nosotros
tenemos la misión de hacerlo avanzar.
2. El segundo hecho
irrefutable es que en este globo terrestre, en este navío que avanza por el
espacio con tres mil millones de hombres a bordo y al que las disensiones de su
tripulación pueden hacer naufragar en cualquier momento, están en juego dos
grandes concepciones del mundo: mientras varios centenares de millones de estos
hombres hallan en las creencias religiosas el sentido de su vida y de su
muerte, e incluso el sentido de la historia humana, para otros centenares de
millones es el comunismo quien da cuerpo a las esperanzas de la tierra y
confiere un sentido a nuestra historia. Este es, pues, un dato irrefutable de
nuestra época: el porvenir del hombre no podrá construirse ni en contra de los
creyentes, ni siquiera sin ellos; ni en contra de los comunistas ni siquiera
sin ellos» (pp. 33-34).
Hay que detenerse
aquí, porque en la presentación de lo que el autor llama «hechos irrefutables»
están implicadas graves y equívocas cuestiones. En primer lugar, ya lo hemos
apuntado, la necesidad del diálogo entre los hombres en general es más absoluta
y más objetiva de lo que el autor parece pensar; y arranca esa necesidad de
raíces más profundas y permanentes que de los dos «hechos» a que se refiere. La
historia es testigo de que cuando no hay diálogo ni convivencia entre los
hombres no se siguen más que males, odios, guerras, destrucciones, etc., y eso
es previo e independiente a que haya más o menos armas atómicas y mayor o menor
número de creyentes o de comunistas. Aunque determinados hechos
circunstanciales pueden urgir más a la necesidad del diálogo y de la
convivencia, esa necesidad no se puede hacer depender únicamente de esos hechos
circunstanciales, pues entonces fácilmente ese diálogo puede ser
instrumentalizado y mediatizado a favor de intereses circunstanciales o
particulares.
Respecto al primer
hecho concreto a que se alude, la amenaza de destrucción universal por la
energía atómica o termonuclear, no deja de ser impresionante por su posibilidad
real, frente a la cual han de colaborar todos los estadistas y todos los
hombres de buena voluntad. Pero no es buen criterio juzgar los males o posibles
males de la humanidad en forma cuantitativa. La sola muerte de un inocente, y
mucho más aún la condenación de un alma, un solo pecado, etc., son ya males
inmensos que exigen la colaboración de esfuerzos y que mueven a un alma
sinceramente cristiana a derrochar generosidad. El autor no habla de esto, sino
que apunta, citando a Teilhard de Chardin, a formar «un frente común», en el
que deberían alistarse centenares de millones de creyentes con los supuestos
centenares de millones de comunistas.
Ante el segundo
hecho concreto, en el que Garaudy basa la necesidad de ese frente común, una de
las primeras preguntas que cabe hacer es ésta: ¿por qué se excluyen los
restantes centenares de millones que no son ni una cosa ni otra? O mejor
todavía, ¿en verdad están en juego dos grandes concepciones del mundo? Además,
en primer lugar, por parte comunista habría que distinguir entre los comunistas
y sus organizaciones y los centenares de millones de personas de los países
dominados por aquéllos. Es mucho suponer considerar comunistas a todos los
habitantes de los países en los que ha logrado implantarse un Estado comunista
o marxista; más bien por los datos que se conocen, en esos países son mayoría
los no comunistas y los anticomunistas. En segundo lugar, por parte cristiana,
hay que decir que los centenares de millones de cristianos existentes lo son
libremente, pues la Iglesia, por su propia naturaleza, no dispone de medios de
dominación, imposición y coacción; su único medio de propagación es la
predicación del Evangelio, y dejando de lado el que sea mejor o peor
comprendido el mensaje cristiano, o que sea mejor o peor vivido por unos u
otros cristianos, tampoco se puede decir que el mensaje cristiano lleve consigo
o suponga una única «concepción del mundo», en el sentido ideológico a que se
refiere el autor al ponerla al mismo nivel que la concepción comunista.
El segundo hecho,
que Garaudy considera irrefutable es, pues, completamente refutable; ni
siquiera es un hecho. Las concepciones del mundo en juego son muchas más de
dos; y son más de dos incluso sin acudir al recurso fácil de considerar que
puedan ser tantas como personas con uso de razón hay en este mundo. El
cristianismo no es fundamentalmente una concepción ideológica del mundo, sino
una Revelación de Dios. No cabe duda de que la Revelación divina contiene
también preciosas e infalibles verdades acerca del hombre y del mundo. La
Revelación cristiana soluciona o aclara problemas fundamentales de la vida
humana, como el de su sentido y finalidad última, y con ello el del valor del
trabajo y del esfuerzo humano, la familia, la necesidad de la convivencia
social, etc. Pero la Revelación cristiana no abarca ni comprende todos y cada
uno de los problemas concretos, políticos, económicos, científicos, técnicos,
etc., entre los que se desarrolla la vida del hombre; es éste, iluminado
ciertamente, por la luz de la Revelación, el que ha de procurar solucionarlos
con su inteligencia y libre iniciativa. La historia y la situación presente
muestran cómo es posible, a partir de los principios cristianos, desarrollar
diversas «concepciones del mundo», que suponen cada una distintos sistemas
políticos y sociales, diferentes teorías económicas, científicas, culturales,
etc. La postura del cristiano, a la luz de su fe, será la de defender su
personal libertad y responsabilidad en tantas materias que Dios ha dejado a la
libre iniciativa de los hombres, y a la vez también será una postura abierta,
dialogante e integradora, procurando reconocer lo bueno que haya en otras opiniones
distintas a la suya personal, admitiendo la posibilidad de equivocarse, estando
dispuesto a rectificar ante los hechos, etc.
La unidad de los
cristianos, y unidad compacta que los cristianos han de procurar amar y
defender, es unidad en la doctrina de fe y moral, en el culto y en la
obediencia a la legítima Jerarquía eclesiástica en esas materias. Unidad en la
doctrina de la fe, en la aceptación de lo propuesto y enseñado por la
Revelación, unidad en la aceptación del ejemplo de Cristo y de la moral enseñada
y vivida por El; unidad en el culto que ha de darse a Dios, fundamentalmente a
través de los sacramentos instituidos por el mismo Cristo, que son al mismo
tiempo santificadores de los hombres; unidad en la obediencia a la Jerarquía
eclesiástica en las materias que el mismo Jesucristo le ha confiado. En todas
estas cosas y en rechazar lo que se oponga a ellas, los cristianos han de
formar un compacto frente común que no tiene poder para cambiar nada de lo
revelado, de lo que forma el depósito de la fe. Pero en las demás cosas
los cristianos no tienen necesariamente que formar frente común, ni
generalmente lo han formado.
Tras presentar lo
que Garaudy califica de «hechos irrefutables» (p. 33) e «inmensos» (p. 34),
hace una fragmentaria reseña de escritos, artículos o discursos que le permiten
afirmar cómo «es significativo que lo mismo católicos que comunistas sientan
esta necesidad» del diálogo. Cita seis revistas que considera «católicas», de
las cuales sólo dos puedan calificarse de tales, y dos revistas comunistas, en
general poco conocidas y de poca representatividad. De nuevo se menciona a Juan
XXIII, Pablo VI y el Concilio Vaticano II como inauguradores o promotores del
«diálogo». Cita cinco eclesiásticos con escritos, discursos o reseñas de actividades
que evidentemente no están al mismo nivel, y cuyas significaciones son muy
diversas. Y en medio de todo ello, algún discurso de los secretarios generales
del partido comunista francés e italiano. Termina esta primera parte con las
exigencias del «diálogo», «en relación a uno mismo y en relación al otro, ya
que el encuentro si no es meramente ocasional o táctico, debe hacerse partiendo
del centro de nosotros mismos. Un diálogo así exige de cada uno de los
interlocutores un retorno a lo fundamental: más allá de lo que sólo es
histórico y provisional, tanto el cristiano como el marxista han de dilucidar
lo que es esencial en su concepción y que nunca puede ser objeto de ningún
compromiso». Según el autor, «en el curso de estos últimos años semejante dilucidación
se ha realizado en ambas partes, puesto que unos y otros han sentido la
necesidad de ese retorno a lo que, para ellos, es fundamental» (p. 39).
El autor
pasa a analizar lo que, según él, es fundamental en el cristianismo y en el
comunismo. En primer lugar, Los cristianos se hacen conscientes de lo que en
ellos es fundamental; éste es el título de esta segunda parte del ensayo
(pp. 40-70).
Según Garaudy: «El
desarrollo vertiginoso de las ciencias y de las técnicas; las revoluciones
socialistas, al constituir la demostración histórica de que el sistema
capitalista no era la única, ni siquiera la mejor forma posible de las
relaciones sociales en nuestra época; el irresistible movimiento de liberación
nacional de los pueblos hasta ahora colonizados, al crear nuevos centros de
iniciativa histórica y revelar otras fuentes de valores humanos distintas de
las tradiciones occidentales: estos tres acontecimientos capitales de nuestra
época, con su prodigiosa dilatación del horizonte humano, han llevado a los
cristianos a discernir más claramente, en su fe, lo que dependía de las
condiciones históricas en que nació y se desarrolló, y lo que en él era
esencial. Estos cristianos se han esforzado en repensar y vivir su fe desde las
perspectivas del mundo moderno» (p. 40). Hay aquí afirmaciones notablemente
inexactas y desenfocadas, que es preciso explicar.
No hay duda de que un
cristiano a lo largo de su vida puede ir estudiando la fe y descubriendo más a
fondo lo que en ella es esencial. Pero eso no depende de progresos técnicos o
de acontecimientos históricos, sino sobre todo de la misma fe, de meditarla y
vivirla, y de conocerla mejor. Cuanto más se conoce la Revelación en sí misma
—en la Sagrada Escritura, en la Tradición cristiana, en la enseñanza del
Magisterio eclesiástico—, y cuanto mejor se vive con ayuda de la gracia de
Dios, más se discierne ella misma y con mayor coherencia se hace vida propia.
Y esto es una
constante en la historia de la Iglesia; también en los momentos iniciales, en
las circunstancias históricas en que nació. Fidelidad a lo recibido de Dios, de
Jesucristo, vigilancia en conservar intacto el depósito de la fe,
intransigencia en no modificarlo ni admitir nada extraño en él, son
características de la Iglesia ya en los momentos de su nacimiento (cfr., por
ejemplo, 1 Tim. 6, 20; 2 Tim. 1, 13 ss.; Gal. 1, 8 ss); y es lógico que así sea
puesto que la misión de la Iglesia es señalar lo recibido de Cristo; y es
lógico que así lo vivan los cristianos, pues de ello, de la fidelidad a la
doctrina de la fe, depende la salvación (cfr. Mc. 16, 15; Mt. 28, 18-20; etc.).
En la Teología, el
tema de la profundización y mejora en la fe es cuestión muy estudiada desde
antiguo. Dejando de lado la cuestión individual personal, en la que el progreso
en la fe está en relación directa con el progreso en la santidad e
identificación personales con Jesucristo —cuestión a la que no parece referirse
Garaudy—, desde el punto de vista eclesial, de la Iglesia, la profundización y
mejor conocimiento de la fe es cuestión conocida y estudiada clásicamente en
Teología con la expresión progreso o evolución homogénea del dogma. Es
obvio que dicho progreso no es un «repensar» la fe, en el sentido que apunta
Garaudy; no es rectificarla o variarla, sino afirmarla mejor; es progreso homogéneo,
siempre en identidad de sentido: eodem sensu, eademque sententia. El
contenido de la fe, en cuanto viene de Dios, es inmutable puesto que «las obras
de Dios son perfectas» (Dt. 32, 4). Se trata de un progreso en cuanto a la
inteligencia y conocimiento de las verdades reveladas, sin que deje de
«mantenerse perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez
declaró la Santa Madre Iglesia, y jamás habrá de apartarse de ese sentido con
el pretexto de una mayor inteligencia». (Concilio Vaticano I, Constitución De
Fide catholica, cap. 4; Denz. Sch. 3020)[1].
Esa mayor
inteligencia da lugar al progreso homogéneo en la formulación de los dogmas de
la Fe, siempre en el mismo sentido. El factor fundamental en ese progreso es
divino, la acción santificadora del Espíritu Santo que no cesa de vivificar a
la Iglesia. Por eso es una grave inexactitud —crasa ignorancia— hacer depender
el progreso dogmático, la mejor inteligencia de la fe, de sólo situaciones o
acontecimientos externos, como pueden ser el avance de las ciencias o
determinados sucesos históricos; y más erróneo todavía resulta el hablar de un
«repensar» la fe[2].
Garaudy plantea,
pues, el modo de hacerse conscientes los cristianos de lo fundamental del
cristianismo, de forma incompatible con algo esencial del mismo cristianismo.
Esto se confirma al analizar las cosas en las que concreta ese hacerse conscientes
de lo fundamental: «Desde el punto de vista del conocimiento, dice, este hecho
ha planteado el problema de la 'desmitización' del mensaje cristiano y, de una
manera más general, el problema de las relaciones entre la religión y la
ciencia. Desde el punto de vista de la acción, este hecho ha planteado el
problema de las relaciones del cristiano con el actuar» (pp. 42-43).
Garaudy pone
algunos ejemplos, cita algunas reacciones ante la especulación de Bultmann, y
expone cómo el libro Honest to God, del anglicano Robinson, fue como una
exposición o divulgación ante el gran público del «problema de la
desmitización» (p. 46), para, justamente, preguntarse: «¿Hasta dónde puede
llegar esta desmitización y esta desalienación sin que la religión como tal sea
puesta en causa?» El, por su parte, dice que «no incumbe a un incrédulo ofrecer
una respuesta a este problema, y, por otra parte, ni la profundidad del diálogo
ni la colaboración entre cristianos y marxistas dependen de la respuesta a
tales problemas» (p. 47). Esto último se contradice un poco con lo que afirma a
continuación, pues se trata, «después de eliminar lo accesorio y lo
contingente, de determinar si, en el nivel de lo fundamental, existen
suficientes zonas comunes que nos permitan construir, todos juntos y sin
reservas, la ciudad común y el futuro de un hombre... Evocamos, pues, esta
reflexión cristiana sobre lo fundamental con el sólo intento de señalar el
movimiento general que a él conduce» (p. 47).
Evidentemente, las
especulaciones de Bultmann afectan a cuestiones fundamentales del cristianismo.
Y Garaudy no recoge las acerbas críticas y decidida oposición que Bultmann ha
encontrado entre los mismos protestantes y cómo han rebatido, a veces, no sólo
sus conclusiones, sino su mismo planteamiento, lleno de equívocos y errores,
tanto en su concepto del mito y de lo mitológico, como en sus interpretaciones
de la «mentalidad científica contemporánea» y del cristianismo. Por otra parte,
ya en el Nuevo Testamento, varios textos bíblicos, que Garaudy tampoco cita, se
refieren expresamente a los mitos y los condenan de forma radical por razones
religiosas e históricas de fidelidad a la verdad objetiva (cfr. 2 Tim. 4, 34; 1
Tim. 1, 34 y 4, 6-7; Tit. 1, 14; 2 Pet. 1, 16). No hay ropaje mítico o
mitológico en la presentación del mensaje cristiano, ni en sus orígenes ni
después; la vida de Jesucristo, sus milagros, etc., no son mitos ni símbolos,
sino hechos históricos, proclamados por testigos, que en muchos casos incluso
prefirieron perder la vida antes que negar la verdad de lo que atestiguaban
(«no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído»: Act. 4, 20).
Los presupuestos y
la especulación de Bultmann no conducen a lo fundamental del cristianismo,
porque desde el principio queda excluido; no hay en la línea bultmaniana ningún
progreso teológico, sino un claro retroceso hacia una mentalidad de tipo
gnosticista, con otros contenidos, pero con el mismo espíritu que la ya
superada y condenada hace quince siglos.
a) El problema
de las relaciones entre la religión y la ciencia.
Examina después
Garaudy lo que llama «el problema de las relaciones entre la religión y la
ciencia» (p. 49), que para él es el anterior planteado de un modo más general.
«Y nadie lo ha tratado con más amplitud —dice— que el R. P. Teilhard de
Chardin».
«La concepción
científica del mundo, en cada época, repercute sobre la manera cómo los hombres
conciben a Dios y su propia tarea en el mundo. Por esta razón, cada período de
gran progreso de las ciencias, al cambiar la visión general del mundo, ha
suscitado grandes crisis religiosas. Partiendo de esta constatación histórica,
el padre Teilhard plantea el problema de una formulación actual de la fe
cristiana que tenga en cuenta los cambios acaecidos en el mundo» (p. 49).
El lector atento
nota inmediatamente en este párrafo una simplificación y ausencia de matices
tales que hacen que la realidad aparezca falseada. En primer lugar, no hay en
cada época «una concepción científica del mundo», y cuando la hay no es una,
sino plural. Esa idea, que no es científica, sino ideológica, adolece de un
historicismo que niega al hombre capacidad para la verdad permanente. Esta
visión relativista es, gnoseológicamente, inadmisible; hay un auténtico y real
progreso en los conocimientos humanos, y los nuevos descubrimientos, aunque
rectifiquen o hagan desechar concepciones anteriores, nunca lo hacen ni pueden
hacerlo respecto a todo; la experiencia y la investigación humana, desde el
campo de la Filosofía, la Ética o el Derecho al campo de la Física, la Biología
o la Cibernética, van proporcionando al hombre ciertas verdades y datos cuyo
rechazo posterior supondría un retroceso.
El planteamiento,
pues, de este tema, que hace Garaudy, resulta científica y teológicamente
incorrecto. No es extraño, al inspirarse en la cosmovisión de Teilhard de
Chardin. Pero Garaudy lo aduce para llegar a diversas conclusiones. «El padre
Teilhard —dice— no opone nunca la fe en el más allá al combate terrestre.
'Tomada aisladamente, la fe en el mundo no basta para mover la tierra hacia
adelante. Pero tomada también aisladamente, ¿es seguro que la fe cristiana, en
su concepción antigua, sea todavía capaz de elevar este mundo hacia lo Alto?' Y
aún añadía: 'La síntesis del Dios (cristiano) de lo Alto, y del Dios (marxista)
del Adelante: he aquí el único Dios que desde ahora podremos adorar en espíritu
y en verdad'» (p. 54). Al leer esto, resulta comprensible que no falten
cristianos que hayan calificado el pensamiento de Teilhard de «
teología-ficción» .
Parece que late
aquí, en Teilhard, y, por tanto, en Garaudy, una manera de comprender el
cristianismo gnóstica o maniquea, no cristiana, por tanto, como parece
confirmarse enseguida.
«En esta
perspectiva —continúa Garaudy— el cristianismo no excluye, sino que muy al
contrario implica un esfuerzo militante vuelto hacia el futuro y su
construcción». Y de nuevo cita a Teilhard: «Nuestro deber de hombres es actuar
como si no existieran límites en nuestro poder. Convertidos, por la existencia,
en colaboradores conscientes de una creación, que prosigue en nosotros para
conducirnos probablemente a una meta (incluso terrestre) mucho más elevada y
lejana de lo que imaginamos, hemos de ayudar a Dios con todas nuestras fuerzas
y hemos de manipular la materia como si nuestra salvación sólo dependiese de nuestra
habilidad» (p. 54). Para concluir, finalmente: «Llegar así a concebir el
cristianismo como una 'religión de la acción', revalorizar el mundo, no es sólo
una respuesta al problema de las relaciones entre religión y ciencia, sino
también una respuesta al problema de las relaciones entre el cristianismo y la
sociedad» (p. 55).
Para llegar a estas
conclusiones, el cristiano advierte en seguida que no hacían falta los
planteamientos anteriores que presentan un problema inexistente. O, mejor
dicho, ese problema sólo se plantea si se concibe el cristianismo al modo
maniqueo: como una estricta dualidad-oposición entre Dios y el mundo, entre la
Revelación divina y la ciencia humana, entre la contemplación y la acción,
entre la Iglesia y la sociedad civil. Pero el cristiano sabe que el mundo no es
lo opuesto a Dios, sino obra de Dios, en la que colabora con Él y donde ha de
santificarse; que Revelación sobrenatural y ciencia natural no pueden oponerse,
porque en último término ambas vienen de Dios; que la piedad y la contemplación
son el motor para su acción; y que la Iglesia, siendo distinta de la sociedad
civil, y con una misión espiritual, no se opone a la misma ni a su
mejoramiento, sino que es un factor fundamental del mismo. Por lo que se
refiere a los momentos en los que se ha pretendido ver un conflicto entre
cristianismo y ciencia, está comprobado que siempre ha sido aparente tal
conflicto: por un mal planteamiento «científico», en general, y por una mala
comprensión de la Revelación[3].
b) El cristiano,
la sociedad y su futuro.
A continuación
Garaudy dedica otro apartado al tema «El cristiano, la sociedad y su futuro»
(pp. 55-70). Y tiene razón al comenzar diciendo: «Un cristianismo en
continuidad con el mundo y no en ruptura ni apartándose de él como algo
impuro, no es una novedad de nuestro siglo» (p. 55), siempre que se entienda
bien lo que es el «mundo», y se diferencien los varios sentidos en que es o
puede ser utilizada esa palabra. Porque en el sentido de mundanidad, de visión
puramente hedonística de la vida, de ambición de poder o de vanidad, en ese
sentido, es claro que el «mundo» es «enemigo del alma», porque es enemigo del
espíritu de servicio, del espíritu de sacrificio y del amor a Dios y al
prójimo. Pero también la Biblia y la tradición cristiana hablan del «mundo» en
el sentido de criatura de Dios, y, por tanto, de lugar de servicio y
santificación; desde el «y vio Dios que era bueno», el «creced y multiplicaos»,
la creación del hombre en la tierra «para que la trabajara» de las primeras páginas
del Génesis, al «no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves
del mal» y al «id por todo el mundo» de los Evangelios.
Es posible que
algunos hayan podido identificar esos dos sentidos de la palabra «mundo», como
parece interpretar Garaudy; pero ello no deja de ser extraño a la esencia del
mensaje cristiano, que los distingue. No se puede hacer esa identificación sin
contradecirse y sin falsear la doctrina cristiana. Y una muestra de esa
contradicción es que los que hacen, o tienden a hacer, tal identificación,
creen ver en el cristianismo una especie de antítesis dialéctica, y momentos
que acentúan o ponen en tensión los dos supuestos extremos. Es lo que hace
Garaudy a lo largo de las páginas que siguen, creyendo que los cristianos están
como obligados a seguir, según el momento, y monolíticamente, uno de esos
supuestos polos. En otras palabras, se falsea entonces, de nuevo, el pluralismo
y la libertad consubstancial al cristianismo, dentro de la unidad de la fe; en
este caso, el pluralismo incluso espiritual y vocacional. Dentro de la unidad
de la doctrina y de la vocación cristiana, dentro de la llamada universal a la
santidad, hay diversas vocaciones en la Iglesia.
Así, pues, no
existe esa especie de oposición dialéctica que ve Garaudy entre los dos
sentidos o usos de la palabra mundo; oposición dialéctica que aparece cuando se
cae en, o se juega con, el equívoco de pensar que en ambos casos la palabra
mundo se refiere a la misma cosa. Pero en realidad no es así; una cosa es el
«mundo» como enemigo del alma, como sinónimo de ambición, concupiscencia,
vanidad, odio al prójimo, etc., y otra cosa distinta es el «mundo» creado por
Dios, bueno, lugar de peregrinación y de santificación, revelador de la misma
gloria de Dios. Los dos sentidos se iluminan mutuamente; del primero hay que
huir, hay que vencerlo, para descubrir el valor del segundo. En cualquier clase
de devoción cristiana hay que rehuir y vender al «mundo» enemigo del alma; y en
cualquier clase de vocación cristiana, hay que colaborar con la obra creadora y
redentora de Dios sobre el mundo, según los modos propios de cada vocación.
Pero Garaudy no ve
las cosas así, entre otras razones porque quiere explicar el cristianismo con
el esquema dialéctico del marxismo, con la consiguiente simplificación y
violencia conceptual.
He aquí un párrafo
de lo más significativo en ese sentido: «Por encima de los siglos de tradición
'constantiniana' de la Iglesia, tradición que era a la vez de estrecha
vinculación con las clases dominantes y el poder establecido, y de integración
de las ideologías greco-latinas con sus concepciones jerárquicas del mundo, son
numerosos los cristianos que hoy día intentan actualizar de nuevo la tradición
apocalíptica del cristianismo primitivo, tradición de una época en que el
cristianismo era religión de los esclavos, protesta, aunque impotente contra el
orden establecido, esperanza en el advenimiento del reino, así en la tierra
como en el cielo, pero aún no era una ideología de justificación imperial y de
resignación. Toda la historia de la Iglesia está atravesada por esta dialéctica
interna, por esta oposición, en su seno, entre la tradición constantiniana, en
la que se carga el acento sobre el pecado, utilizado como justificación del
Estado y de las estructuras de dominio, las cuales son providenciales y
legítimas para conducir a los hombres incapaces de libertad, y la tradición
apocalíptica, que reaparece siempre que las masas populares adquieren
conciencia de su fuerza, que acentúa la afirmación de que el Hombre-Dios ha triunfado
del pecado, y que en ocasiones se lanza a inscribir el apocalipsis en la
historia» (pp. 56-57).
Aparte de esa
interpretación dialéctica que falsea radicalmente la historia de la Iglesia,
las deformaciones y falseamientos de cosas concretas son constantes, como se
aprecia fácilmente. Así, por ejemplo, interpretar el cristianismo unas veces
como religión de los «esclavos», otras como religión de las «clases
dominantes»; o interpretar el debido respeto y obediencia a la legítima
autoridad civil, presente ya en el Nuevo Testamento[4],
al que Garaudy parece llamar «tradición apocalíptica del cristianismo
primitivo», unas veces como justificación de las «estructuras de dominio» y
otras como justificación de la esperanza en una sociedad mejor, de la esperanza
en el «advenimiento del reino así en la tierra como en el cielo»; y lo mismo se
diga de «esperanza» y del «reino».
En contra de estas
interpretaciones deformadoras del cristianismo que hace Garaudy, la esperanza
cristiana es trascendente, es esperanza de santidad y de salvación
sobrenatural, no es esperanza en el futuro de una sociedad distinta o mejor,
aunque impulse al cristiano, porque es una obligación de justicia y de caridad,
a buscar la mejor sociedad posible dentro de sus posibilidades. El reino de
Dios, cuyo advenimiento, «así en la tierra como en el cielo», pide el cristiano
cuando reza el Padrenuestro, no es el reino de este mundo (cfr. Io. 18, 36), no
es ninguna determinada forma de organización social, sino el Reino de Dios en
el interior de los corazones, el amor y la obediencia amorosa a la voluntad de
Dios, la disposición interior de buscar la santidad, la identificación con
Cristo, utilizando y viviendo su doctrina y medios de salvación en la Iglesia,
para entregarse a Dios y a los demás.
Tampoco es cierto,
como dice Garaudy, que el pecado sea según la doctrina y teología cristianas en
algún momento una justificación del Estado, y mucho menos que éste sea
necesario para conducir a los hombres incapaces de libertad. Lo que el
cristiano y el cristianismo han exigido siempre y ante todo, eso sí, es
precisamente libertad, lo mismo ante el pagano Imperio romano en la antigüedad,
como ante el pagano Estado marxista en los sitios donde éste se ha implantado.
Libertad para honrar y dar culto a Dios, libertad para formarse cristianamente
y comunicarse con la legítima Jerarquía de la Iglesia, libertad para formar una
familia y para educar cristianamente a los hijos, libertad para trabajar y para
vivir cristianamente. La convivencia social, la organización de la misma y del
Estado, según el cristianismo, no son necesarias porque el hombre sea pecador,
sino porque es social por naturaleza, en lo temporal y civil.
Sin embargo,
Garaudy insiste continuamente en los equívocos mencionados y juega con ellos,
para decir que el «aggiornamiento» y los «signos de los tiempos» actuales deben
buscarse «en el hecho de que el polo apolíptico va ganando terreno al polo
constantiniano bajo el impulso de las transformaciones que se han producido en
las condiciones de vida de los hombres del siglo XX» (p. 57). Y aduce como
ejemplos «el éxito clamoroso del libro de Robinson» (p. 55), que ha citado
antes; «el teilhardismo» (p. 55); el que en el prólogo de la encíclica Pacem
in terris se hable del poder, inteligencia y libertad del hombre (p. 56);
el «esquema 13 del Concilio», que luego sería la Constitución pastoral Gaudium
et spes (p. 56); el mismo coloquio de Salzburgo de 1965 al que presentó
esta comunicación (p. 58); la comunicación de Rahner a ese coloquio, en la que
definía el cristianismo con la expresión de «religión del futuro absoluto» (p.
58). Continuamente presenta, pues, como cristianas algunas cosas que no lo son,
junto a otras que lo son, pero que se deforman en esa mezcla, y se desconectan
de su contexto auténtico; así, no son comprendidas por Garaudy ni en sí mismas
ni en sus relaciones.
El cristianismo en
ningún momento es considerado como lo que es, como Revelación que viene de
Dios, sino como ideología humana, o concepción del mundo, en lucha o mezcla con
otras; incluso llega a decir que el cristianismo se integró en seguida con
ideologías anteriores, «para convertirse en una religión sincrética» (p. 57),
cosa absolutamente lejana de la realidad.
A propósito del
Coloquio de Salzburgo, dice: «cuando yo definía el humanismo marxista como
metodología de la iniciativa histórica para la realización del hombre total, el
padre Karl Rahner, s. j., situándose decididamente en el centro del problema,
me respondió que un humanismo integral requiere la experiencia de Dios, y al
precisar lo que es específicamente cristiano en esta experiencia de Dios,
definió al cristianismo 'como religión del futuro absoluto'. Lejos de ser una
sacralización del presente histórico, el cristianismo nos enseña a comprenderlo
todo en función de lo que está viniendo» (p. 58). Expresiones como «realización
del hombre total», «humanismo integral», «religión del futuro absoluto», pueden
tener un sentido cristiano correcto, pero son tan abstractas como ambiguas, por
lo que fácilmente pueden ser intepretadas en formas equívocas. Y así ocurre en
la exposición que hace Garaudy.
Ciertamente, el
cristianismo afirma que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos
la futura» (Hebr. 13, 13), y, por tanto, el cristianismo no es una sacralización
de ningún presente histórico; pero de ahí no se deduce sin más que nos enseñe a
«comprenderlo todo en función de lo que siempre está viniendo», porque también
hay que comprender y juzgar el presente en función de lo que ya pasó
—esencialmente en función de la Muerte y Resurrección de Cristo— y de lo que
ahora es presente —esencialmente la acción de la gracia sobrenatural y del
Espíritu Santo—. Garaudy, que no hace la advertencia que acabamos de añadir,
continúa: «Según el padre Rahner, una historia auténticamente humana —es decir,
hecha de libres decisiones— y un progreso del hombre sólo son posibles gracias
al impulso que confiere a todo proyecto humano la existencia trascendente de
una plenitud absoluta: solamente así el hombre, inmerso en la historia, puede
en cada momento totalizar su sentido y promover su progreso» (p. 58). Esto es
más o menos aceptable si por «existencia trascendente de una plenitud absoluta»
entiende a Dios. Pero Rahner no lo aclara y —lógicamente— tampoco Garaudy.
Rahner incide en
una serie de graves equívocos y ambigüedades, en los que orden natural y
sobrenatural tienden a identificarse, pareciendo que la naturaleza humana exige
—en el sentido fuerte del término— lo sobrenatural, con lo cual quedan ambos
desvirtuados. Que lo sobrenatural no se opone a lo natural es cierto, pero el
que no se opongan no quiere decir que sean lo mismo, o que lo sobrenatural
venga como necesariamente exigido por lo natural. Lo sobrenatural es siempre
gratuito y trascendente respecto a lo natural. Pero no es necesario entrar aquí
en esta cuestión, bien conocida por la Teología y sobre la que el Magisterio
eclesiástico no ha dejado de pronunciarse en diversas ocasiones. Basta
apuntarla, y señalarla como una de las fuentes de equívocos que aparecen en las
ideas que vamos exponiendo y analizando.
Garaudy continúa
exponiendo a Rahner: «Esta presencia actuante y exigente del futuro absoluto
existe en todos los hombres. Y es ella la que hace posible el ateísmo, el cual
surge cuando no reconociendo en esta llamada a su Dios, el hombre confunde este
futuro absoluto con uno de sus futuros concretos, es decir, con aquello que un
momento dado de la historia, puede proyectar de su propio futuro» (pp. 58-59).
Aparte de esto, hay que notar que «la existencia trascendente de una plenitud
absoluta» vuelve a identificarse con «futuro absoluto», sin más, lo cual no es
exacto, puesto que Dios —si se usa esa equívoca expresión— no es sólo «futuro
absoluto», sino también «presente absoluto» y «pasado absoluto» para el hombre,
tanto en el orden natural como en el sobrenatural.
Parece que Rahner,
de alguna manera, lo reconoce, puesto que Garaudy, inmediatamente de los
párrafos transcritos, continúa: «Por el contrario, reconocer a Dios en este
futuro absoluto, cuyo dominio sobre la historia se ha revelado como destino
irreversible de todo humanismo que se considere integral, es situar bajo su
verdadera luz los tres dogmas cristianos fundamentales: el dogma de la
consumación absoluta del mundo en Dios (visión beatífica), el dogma según el
cual esta anticipación ya está presente en Dios y constituye el motor de toda
creación humana (la gracia), y el dogma de la encarnación por el cual la fe
cristiana, lejos de ser una mitología de la evasión, es la más alta afirmación
del hombre» (p. 59). Estas expresiones exigen muchos matices, pero aquí no es
necesario hacerlo; basta mostrar a dónde quiere hacérselas llegar.
«La primera y más
importante consecuencia de esta teología del futuro absoluto —continúa Garaudy—
es que la fe cristiana no puede entrar en conflicto con ninguna de las formas
históricas de la construcción de la ciudad terrestre en la medida en que éstas
sean auténticamente humanas» (p. 59). El subrayado de auténticamente
humanas es nuestro, porque aquí hemos llegado al núcleo de la cuestión.
¿Qué hay que
entender por auténticamente humano? Si se entiende lo auténticamente
cristiano, el párrafo que se acaba de transcribir, lo que Garaudy llama
«primera y más importante consecuencia» de la «teología del futuro», puede aceptarse
(aunque se presta a equívocos), siempre que se advierta y se reconozca que
ninguna forma histórica de construcción de la ciudad terrestre puede reclamar
con exclusividad el título de «cristiana» o de «auténticamente cristiana», ya
que son posibles muchas, y no sólo en forma sucesiva, sino también simultánea.
Lo auténticamente cristiano puede considerarse como auténticamente
humano, es decir, no será destructor o negador, sino, al contrario,
afirmador y perfeccionador de lo humano. Pero adviértase que lo auténticamente
cristiano es ante todo, y en primer lugar, afirmación de Dios, Creador,
Señor y Redentor, por y en Jesucristo, del hombre y de todas las cosas, y de
ahí que sea también afirmación del mundo y del hombre, como es obvio.
Pero sigue Garaudy:
«El criterio de valor de un orden social continúa siendo, pues, puramente
inmanente: ¿en qué medida crea las condiciones para el más alto grado de
realización humana del hombre?» Aquí Garaudy ha dado un salto ilegítimo; el
criterio para juzgar lo auténticamente humano no es inmanente, ya
que es la Revelación sobrenatural y trascendente el criterio último y
definitivo. O, dicho de otra forma, utilizando la terminología con la que juega
Garaudy: el «futuro absoluto» que mueve al cristiano no es sin más inmanente al
hombre, sino trascendente, y penetra en el interior del hombre —en la medida
que Dios se lo da y el hombre voluntariamente lo recibe—, por la Revelación, la
fe y la gracia; «la realización del hombre total» no es un simple despliegue de
las meras posibilidades humanas realizado por sólo el hombre, sino el
despliegue de las posibilidades humanas y de los dones sobrenaturales
concedidos al hombre y realizado por Dios en cada hombre con la colaboración
personal de éste.
Y así, tampoco «la
realización del hombre total» se identifica con la «construcción de una ciudad
terrestre auténticamente humana»; este es otro salto ilegítimo que Garaudy
realiza sin explicación, como por lo general suele hacer el marxismo, que
confunde la perfección o realización individual y personal con la social,
subsumiendo el individuo, la persona, en el conjunto. La Revelación cristiana
se dirige a la realización plena del hombre, si queremos llamar así a la
santidad y la salvación. Y es claro que la santidad es personal y no depende de
que la ciudad terrestre esté o no «plenamente realizada», sino de la gracia de
Dios y de la colaboración personal de cada uno con Él. Aunque no cabe duda de
que el cristiano que busca seriamente la santidad contribuirá, en la medida de
sus posibilidades, a la construcción de la ciudad terrestre y al mejoramiento
de la sociedad; pero que lo consiga o no la Revelación no se lo garantiza,
entre otras cosas porque respeta la libertad de todos y no se impone a nadie. Y
ni siquiera está garantizado por la Revelación que se consiga una organización
social perfecta, aunque todos fuésemos santos, aunque se puede afirmar que ello
sería ya un gran paso; pero la Revelación cristiana, aunque impulsa al hombre a
la acción, no tiene por finalidad propia la construcción de esa sociedad, sino
la salvación eterna.
Teniendo en cuenta
estas premisas —desconocidas por Garaudy— lo que dice el autor a continuación
del último interrogante transcrito podría entenderse correctamente: «El
cristiano estimula la creatividad histórica al revelar el carácter provisional
de todo presente histórico, y participa con todas sus fuerzas en la consecución
de esa plena realización del hombre ya que, a través de ella, es como el hombre
puede encontrar a Dios» (p. 59). Pero es cierto, insistimos, siempre que por
«plena realización del hombre» se entienda la santidad personal, no —como en el
caso de Garaudy— un mero despliegue de las solas posibilidades humanas con sólo
las fuerzas del hombre, ni tampoco la realización plena de la mejor sociedad
posible.
Garaudy dice que
«es evidente que una actitud así nos permite situar el diálogo a un nivel nuevo
y más elevado» (p. 59); pero como se ha visto, desde sus planteamientos hasta
llegar al núcleo de la cuestión, su «diálogo» se disuelve en multitud de
equívocos, que lo transforman en un monólogo, que es libre de proseguir cuanto
quiera, pero que a un cristiano no le dice nada, como es lógico. Y
efectivamente, Garaudy lo prosigue, aludiendo ahora a tres preguntas que Metz
formulaba a los marxistas en el coloquio de Salzburgo. Y, como él dice: «Las
preguntas del Dr. Metz, lo mismo que las tesis del P. Rahner, tienden
esencialmente a demostrar que la tensión de los marxistas hacia el futuro
contiene, a pesar de ignorarla, la pregunta que Dios nos plantea y a la que el
cristianismo da una respuesta. Según ellos, el marxismo no puede eludir la
cuestión cristiana, ya que en el seno mismo de un humanismo que pretende ser
integral, al plantearse el futuro del hombre surge el problema de Dios» (pp.
61-62). Continúan, pues, los equívocos y los juegos de palabras. ¿Qué se
entiende por humanismo integral? No el humanismo cristiano,
natural y sobrenatural, sino el marxista. Pero el humanismo marxista no es
integral, entre otras razones fundamentales porque es puramente inmanente y
terreno, y porque reniega de la espiritualidad y la libertad humana que Dios
respeta. Dicho radicalmente, poniendo como punto de partida la negación de
Dios, no se ponen los cimientos para ningún humanismo, sino para la destrucción
del hombre; poniendo como punto de partida la mera afirmación del hombre, o la
de la sociedad terrena, tampoco. El hombre es radicalmente criatura de Dios, y
no en ninguna otra cosa. Y, por tanto —y contrariamente a lo que Metz pretende—
el marxismo puede eludir la cuestión cristiana, y de hecho la elude; es lo que
aquí hace Garaudy continuamente.
Garaudy vuelve
varias veces sobre todos estos conceptos e interpretaciones, citando las mismas
expresiones ambiguas o equívocas de Rahner, Metz, González Ruiz, etc. A veces
ya no ambiguas, sino claramente erróneas; como cuando se afirma que «el
socialismo aporta al mundo una mayor justicia que las antiguas estructuras
sociales» (p. 60), o como cuando se dice que la Iglesia se ha transformado a
veces «en una máquina para fabricar biempensantes y resignados» (p. 63), o se
vuelve a insistir en las «alianzas de la Iglesia con el poder y la opresión»
(p. 63), etc. Pero nos parece haber señalado ya lo esencial.
Termina este
apartado sobre «El cristiano, la sociedad y su futuro», tratando de resolver
«una objeción de inspiración integrista: los cristianos que se lanzan por el
camino del diálogo van a quedarse lucidos, puesto que los comunistas aceptan el
diálogo cuando no están en el poder y lo rechazan cuando ya se han instalado en
él. ¿Por qué razón los cristianos han de pasar del anatema al diálogo, si esta
misma complacencia suya permite que los comunistas pasen del diálogo a la
persecución? Es preciso que contestemos a esta objeción, por falaz y
tendencioso que sea su planteamiento» (Cfr. p. 65).
Es muy interesante
y significativo cómo plantea Garaudy esta cuestión, y cómo trata de resolverla
en las páginas que siguen (pp. 65-70). En primer lugar el planteamiento. De
entrada califica la objeción como «de inspiración integrista» y de falaz y
tendenciosa, intentando desacreditarla en su mismo planteamiento. No se
especifica bien a qué clase de diálogo se refiere; hasta aquí se había
mantenido más bien en el terreno doctrinal y teórico, sin apuntar a ninguna
cosa concreta práctica; pero ahora parece que claramente apunta a un diálogo en
la práctica, a una colaboración de cristianos con comunistas en actividades
políticas; y, por los ejemplos que pone luego para resolver la objeción, a la
colaboración de los cristianos con un régimen comunista o con sus
realizaciones.
La competente
Jerarquía eclesiástica tiene perfecto derecho y deber de declarar una doctrina
o una ideología como contraria u opuesta a la Revelación divina, y, por tanto,
como falsa o errónea, prohibiendo por consiguiente que los cristianos la
sostengan y la propaguen; y no hacerlo sería un engaño para sus fieles y
una grave negligencia. La Revelación cristiana no ha sido inventada por los
hombres y ni por la misma Iglesia; ha sido comunicada y entregada por Dios; por
consiguiente, no se puede variar. Y este es un punto esencial y fundamental de
la fe; no es una cuestión de integrismo, ni de progresismo; es el punto a
partir del cual puede haber progreso en la fe, del que ya hemos hablado.
Otra cosa distinta
son las personas, a las que definitiva y completamente sólo puede juzgar Dios
en su momento. La Jerarquía eclesiástica, cuando ejerciendo su deber y su
derecho, impone una pena eclesiástica (excluir a alguien de los sacramentos,
prohibir ejercer el ministerio sacerdotal, etc.) o prohibe la lectura o la
difusión de unos determinados escritos, etc., lo único que hace es advertir a
alguien del error o falta cometida, de las equivocaciones o cosas contrarias a
la doctrina revelada que mantiene, darle oportunidad de rectificar si quiere,
etc., pero no le prohibe vivir o dedicarse a lo que prefiera.
Dicho con otras
palabras: el «anatema», que tanto parece asustar a Garaudy, cuando es necesario
o cuando se da, no es un obstáculo para el diálogo; al contrario, es una
clarificación y a veces una manera necesaria de entenderse y de dialogar,
sabiendo de qué y cómo hacerlo. Por eso, verdaderamente es falaz y equívoca la
manera de hablar de Garaudy; sin juzgar sus intenciones, puede calificársela
objetivamente de tendenciosa, como hace él. Con estos equívocos, falta de nuevo
la posibilidad de diálogo. Y dentro de esta ambigüedad y equívocos no son menos
equívocas las respuestas que da a la cuestión planteada.
En primer lugar se
refiere a la Unión Soviética, afirmando lo que llama «tres verdades históricas»
que en síntesis son:
1. La Iglesia
ortodoxa rusa estaba estrechamente vinculada al régimen zarista, era un aspecto
del Estado. 2. Durante los primeros años de la revolución comunista fue un
apoyo político y a menudo militar del viejo régimen. 3. En la Rusia actual el
problema religioso no está resuelto de manera satisfactoria ni para los
cristianos ni para los comunistas. Dice que «es falso que exista 'persecución'
de los creyentes»; pero al mismo tiempo reconoce «irregularidades administrativas»
respecto a ellos. Dice que tales irregularidades son «contrarias a los
principios fundamentales del régimen soviético», y «a menudo denunciadas y
condenadas por la autoridad superior» (es decir, también los comunistas
practican el «anatema»); pero, a la vez, tales irregularidades subsisten, «a
escala local por lo menos» y «no siempre son combatidas con tanto rigor como
exigirían los principios», y ello se debe «a una interpretación mezquina y
pobre de la concepción marxista de la religión y a una incomprensión del hecho
religioso, que aparece incluso en algunos textos oficiales que nosotros hemos
criticado públicamente» (pp. 65-66).
En definitiva, dice
que no hay «persecución», pero que la hay; aunque el entrecomillar la palabra,
cuando dice que no hay, quizá se refiere a que no es como la de los romanos,
sino una cosa más refinada y «progresista». Así, pues, hay «anatema» marxista
sobre los cristianos en la Unión Soviética, que se debe —según Garaudy— a «una
interpretación mezquina y pobre de la concepción marxista de la religión y a
una incomprensión de la realidad del hecho religioso», «incluso en los textos
oficiales». Parece, pues, según Garaudy, que debe haber una concepción marxista
de la religión que no es mezquina y pobre; de eso se ocupará más adelante (pp.
75-78), y, por tanto, lo dejaremos para entonces.
En segundo lugar se
refiere a otra experiencia histórica: la de Polonia, «que puede ofrecer a los
católicos la ocasión de reflexionar sobre el futuro de su Iglesia en un
régimen socialista» (p. 67). Aduce unos números y estadísticas, según los
cuales el número de obispos, sacerdotes y religiosos en Polonia en 1965 son
mayores que en 1937, antes del régimen socialista, para concluir con esta
aparente ingenua pregunta: «¿Quién, honradamente, se atreverá a hablar de
persecución o de cristiandad del silencio?» Se puede responder que puede hablar
cualquiera que conozca la situación a fondo, cualquiera que conozca los
esfuerzos y gastos del régimen y organizaciones comunistas en conseguir no mártires
sino apóstatas; pero apóstatas que no abandonen exteriormente la Iglesia, sino
que aparentemente permanezcan en ella para confundir las conciencias, organizar
falsas asociaciones católicas, coaccionar de diversas formas a la Jerarquía,
silenciarla o presentar deformada su actuación o su predicación, todo con
apariencia de legalidad o hasta de democracia. Son, por ejemplo, bien conocidas
las denuncias de muchos obispos europeos a la organización «católica» polaca Pax
(instrumento sostenido por el régimen comunista) que ha tratado de actuar o
ha sembrado confusiones en más de una ocasión incluso fuera de Polonia. Cosas
parecidas podrían decirse de otros países bajo el régimen comunista; pero
Garaudy no se refiere a ellos. Incluso dice: «¡más bien parece como si el
socialismo hubiera ‘dinamizado’ al catolicismo!»; sorprendente afirmación
admirativa (siempre los mártires han sido semilla de cristianos, aunque el
«martirio» y la «persecución» originados por los regímenes comunistas en
general no sean actualmente de sangre, sino más refinadas, de tipo psicológico,
jurídico, etc., y muchas veces más crueles); sorprendente sobre todo por la
explicación que da.
Dejando aparte el
valor o fiabilidad que pueden tener unos números estadísticos, en general, y en
un régimen comunista en particular, tema al que Garaudy no hace alusión, da por
hecho que ese avance estadístico supone un avance católico en la realidad. Y
que no se debe «ni a una abertura particular de la jerarquía polaca», «ni a una
renovación espiritual del catolicismo polaco» (a unos y otros les llama «poco
audaces», «conservadores») (p. 67), sino, según Garaudy, a un «fenómeno
sociológico muy sencillo: antes de la guerra eran muy estrechos los lazos que
unían a la Iglesia católica polaca con el Estado y las clases dominantes; al
hacer imposible estos compromisos, el régimen socialista ha estirpado una de
las causas esenciales del descrédito y desafecto hacia la Iglesia» (p. 68).
Al llegar a este
punto hay que decir honradamente que es necesaria una buena dosis de paciencia
para leer este ensayo de Garaudy, con tales y tan continuas inexactitudes,
confusiones, equívocos y deformaciones. Aquí, por una parte, el problema y
objeción planteada lo reduce a la cuestión de las relaciones Iglesia-Estado,
que admite fórmulas variables, y que sólo son un aspecto, y no el más de fondo,
de la cuestión; por otra, se equiparan sin más cosas diferentes, como son la
Iglesia ortodoxa (cismática) rusa y la verdadera Iglesia, la católica,
aplicando a ambas los mismos criterios. Pero es sabido que si bien las iglesias
cismáticas orientales, en algunas ocasiones y lugares, se han convertido, o
casi, en una parte del Estado, no puede decirse lo mismo de la Iglesia católica
en ningún sitio. Un concordato, o unos acuerdos, de la Iglesia católica con un
Estado significa precisamente lo contrario: la posibilidad de independencia y
autonomía de la Iglesia. Y ello no es ningún privilegio; es simple afirmación
de un derecho humano fundamental, reconocido explícita o implícitamente en todo
país libre: el derecho del hombre a dar a Dios culto, no sólo privado, sino
público, cuando y como quiera; el derecho a asociarse o a reunirse con otros
cuando y como quiera para una finalidad de culto, formación o acción religiosa.
Pero se comprende que esto a un marxista o a un régimen marxista le parezca
pedir un «privilegio», puesto que no reconocen ni éstos ni otros derechos
humanos elementales para nadie. Un concordato o unos acuerdos con un Estado no
significan ni bendición al Estado, ni compromisos con las «clases dominantes»
(si es que existen), sino reconocimiento de la libertad para la Iglesia y para
vivir el cristianismo, y acuerdos sobre la manera de regular algunas cuestiones
de las llamadas «mixtas» (fundamentalmente enseñanza, matrimonio, bienes
eclesiásticos). Lo que la Iglesia necesita, y exigirá, siempre y en todo lugar,
es libertad; y los concordatos o acuerdos con los Estados son una manera de
defenderla (lo cual indirectamente es también una manera de limitar la
tendencia al totalitarismo que puede tentar al poder; lo que ocurre es que en
el régimen comunista el totalitarismo no es sólo una tentación o una tendencia,
sino una afirmación teórica y un hecho real; por eso en todo régimen comunista
la situación de la Iglesia, y de los cristianos, necesariamente defensores de
la libertad, será siempre de oprimidos o de perseguidos, en forma abierta o
latente).
Así, pues, Garaudy no resuelve las objeciones hechas, las escamotea, yéndose al terreno de las relaciones Iglesia-Estado. Terreno en el que caben muchas soluciones y formas, menos la de que la Iglesia se subordine al Estado.
Los marxistas se hacen conscientes de lo que en ellos es fundamental
«Es curioso que para los filósofos marxistas, igual que para los cristianos, su retorno a lo fundamental haya comenzado por un estudio nuevo de las fuentes con objeto de descubrir en ellas lo que era específicamente marxista» (p. 70). Con estas palabras comienza un nuevo apartado, con el título que hemos transcrito. Dos observaciones de importancia se pueden hacer a ellas. La primera —que para el marxista no tendría importancia, pero que un cristiano no puede olvidar—, la rotunda diferencia entre las fuentes del cristianismo y las del marxismo. La fuente del cristianismo es Cristo, que dijo de sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Io 14, 6); su persona divina, sus hechos y su doctrina. En cambio, la fuente del marxismo son los escritos de Marx y Engels, los «pensamientos» de unos «pensadores». La diferencia salta a la vista. La segunda observación es que Garaudy, en el apartado precedente, en ningún momento ha recurrido a las fuentes del cristianismo para exponerlo o interpretarlo.
En este nuevo
apartado, Garaudy comienza por examinar dos cuestiones: el sentido del
materialismo marxista y su concepto de la religión.
El materialismo
marxista
Dice Garaudy que
«la mayor parte de los equívocos teóricos entre cristianos y marxistas
provienen de la gran confusión que existe sobre el sentido de la palabra materialismo.
Lo que distingue al marxismo de todas las formas anteriores de materialismo
es que toma como punto de partida el acto creador del hombre» (p. 70).
A través de varias
citas de Marx, Engels, Lenin y algún otro, Garaudy quiere mostrar que el
materialismo marxista no es determinista o mecanicista (pp. 70-72): «El
principal defecto de todo el materialismo anterior... es que el objeto, la
realidad, el mundo sensible, son sólo aprehendidos bajo la forma de objeto o de
intuición, pero no como actividad humana concreta, como actividad
práctica, de manera subjetiva» (Marx). «Para el hombre socialista, todo lo que
llamamos historia universal no es más que la génesis del hombre por el trabajo
humano» (Marx). «El trabajo ha creado al hombre mismo» (Engels). «El resultado
final del trabajo preexiste idealmente en la imaginación del trabajador. Este
no opera únicamente un cambio de forma en los materiales de la naturaleza, sino
que al mismo tiempo realiza su propio objetivo del que es consciente, y que
determina, como ley, su modo de acción» (Marx). «Los hombres hacen su propia
historia» (Marx).
Marx «no reduce,
como hacen los filósofos idealistas, la actividad humana a la actividad
espiritual. Su descubrimiento esencial, que es precisamente una concepción
materialista del acto creador del trabajo humano, se cifra en que supo ver el
nexo existente entre el acto de pensar y el conjunto de la práctica social, y,
como consecuencia de ello, supo forjar un nuevo método de crítica que busca,
fuera del pensamiento mismo, las fuentes y condiciones del pensamiento y la
verificación experimental de su valor» (p. 72). Dicho con palabras de Marx:
«los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en las
condiciones escogidas por ellos» (p. 72). Evidentemente esta última afirmación
es, hasta cierto punto, cierta, y lo es el que la actividad humana no se reduce
a la espiritual; y también es evidente que ninguna de las dos cosas son un
descubrimiento de Marx. En la exposición que hace Garaudy no acaba de quedar
claro qué es lo fundamental del marxismo en todo esto. Porque por una parte es
un materialismo, pero no materialista; por otra parte, afirma la libertad
humana, incluso hasta el punto de llamarla creadora, pero no afirma una
realidad claramente espiritual. Por fin, dice que el marxismo es
«esencialmente, una metodología de la iniciativa histórica» (p. 73).
Pero parece, por lo
que sigue diciendo, que es algo más. «Lenin, a principios de siglo, combatió el
economismo, que se sometía a la espontaneidad del movimiento y
creía en la integración automática del socialismo en el capitalismo»... Maurice
Thorez escribía en 1924: «El derrumbamiento del capitalismo no es fatal»; en
1950: «La guerra no es fatal»; y en 1956: «La miseria no es fatal» (pp. 73-74).
«El humanismo marxista —continúa Garaudy— afirma con un vigor particular el
carácter específico de la actividad humana de ser creadora de proyectos, de
proponerse unos fines. No considera esa actividad como el simple resultado o el
producto de las condiciones en que ha nacido. La emergencia de lo nuevo, sin el
cual no existiría historia propiamente dicha, implica que el acto sea otra cosa
y sea más que el conjunto de sus condiciones» (p. 74). Pero no dice qué es esa otra
cosa. Sólo dice que: «Engels insistía sobre 'la independencia relativa de
las superestructuras', las cuales, una vez engendradas por la base, están
dotadas de 'un movimiento propio', y Marx, arremetiendo contra todo
materialismo simplista, subrayaba que las ideas se convierten en una fuerza
material cuando se apoderan de las masas» (p. 74). ¿Quiere esto decir que
además de la materia y de las condiciones materiales, el hombre es algo más?
¿Ese algo más son las superestructuras? ¿Las ideas?
Dentro de esta
confusión, Garaudy continúa: «Para un marxista, existir es crear. A diferencia
del humanismo del siglo XVIII, fundado sobre una concepción metafísica de la
esencia del hombre, para un marxista la existencia precede a la esencia». Y
Garaudy se complica cada vez más, porque añade a continuación: «¿Quiere esto decir
que el humanismo marxista se identifica con el existencialismo? De ningún modo:
en primer lugar, porque la libertad tiene un carácter histórico, y después
porque, para él, la subjetividad no es ignorante de sus determinaciones» (p.
74). Así, pues, según Garaudy, en el acto humano hay algo más que el conjunto
de sus condiciones, puesto que no depende enteramente de ellas. Pero esa otra
cosa, ese algo más, debe ser algo que es antes de ser, puesto que se
lo da el hombre a sí mismo; pero no es que lo tenga antes en su esencia, ya que
ésta es posterior a la existencia; pero al mismo tiempo alguna esencia debe
tener el hombre, puesto que tiene una subjetividad que es consciente de sus
determinaciones... En fin, aquí se manejan una serie de palabras (acto humano,
superestructuras, ideas, esencia, existencia, libertad, subjetividad, etc.),
cuyo sentido y valor, si es que en esta exposición tienen alguno, no se
difieren, ni se dejan apreciar.
Puede uno
preguntarse, ¿para qué ha hecho Garaudy esta ininteligible exposición? Parece
que lo que pretendía era únicamente decir que el materialismo marxista no es
determinista o mecanicista, y admite la libertad (aunque no se ve de qué
libertad habla, ni en qué se apoya ésta; se la presenta con características
casi divinas, pero, por otra parte, condicionada; no se sabe si se confunde
materia con espíritu o espíritu con materia; o si se afirma o se niega una u
otra cosa; se confunde el ser con la operación; en otros momentos con las
ideas, o con las superestructuras; etc.). El caso es que, según Garaudy,
«solamente después de exorcizar el fantasma del materialismo mecanicista,
resulta posible destacar la originalidad de la crítica marxista de la religión
y el sentido del ateísmo marxista» (p. 75).
La religión
Sin dejar aclarado,
pues, qué es el materialismo marxista, ni qué es la libertad, etc., aborda
ahora el concepto marxista de religión. En rigor, no haría falta que lo
hiciese, pues ya puede deducirse lo suficiente de la primera parte: Los
cristianos se hacen conscientes... Ya se ha visto allí que lo que Garaudy
dice que es el, cristianismo, no es el cristianismo; y que tanto éste como la
religión en general son entendidos en una forma socio-política, que deforma
totalmente la realidad.
Dice en primer
lugar que «para el materialismo anterior, tanto el de Epicuro como el de los
materialistas franceses del siglo XVIII o el de Feuerbach»..., «la religión,
mero reflejo deformado y fantasmagórico, no puede tener realidad ni fondo
humano alguno: es un error puro y simple, una fábula creada de cabo a rabo por
'los tiranos y los curas', como se decía en el siglo XVIII» (p. 75). Pero no es
ésta, según Garaudy, la idea de la religión que tiene el marxismo. «Para Marx
toda actividad específicamente humana se caracteriza por el hecho de que la
conciencia se anticipa a la realidad: a partir de las condiciones en que ha
nacido y en función de ellas, la conciencia proyecta sus propios fines, sus
proyectos. La religión, como toda ideología, es un proyecto, es decir, una
manera de arrancarse de lo dado, de trascenderlo, de anticiparse a lo real,
tanto si es para justificar el orden existente como para protestar contra él e
intentar transformarlo» (pp. 75-76). Se ha cumplido, pues, lo que podía
preverse y hemos anunciado: lo que dice Garaudy que es la religión, no es la
religión. La religión no es una ideología, ni un proyecto humano, ni una
justificación del orden existente ni una protesta contra él. Efectivamente, la
religión no es ninguna de esas cosas, porque es: 1° Conocimiento de Dios creador,
y, según la Revelación cristiana, Uno y Trino, Padre de los hombres; y
conocimiento del hombre en su esencial relación con Dios. 2° Trato con Dios,
trato de amor, trato de hijo a su padre, trato de veneración, cariño, respeto,
confianza, acción de gracias, petición, reparación. 3º Conducta personal de
acuerdo con lo anterior en el trabajo, en la familia, en la vida social en
general; es decir, conducta personal cumpliendo y respetando la ley y voluntad
divinas.
Pero ya volveremos
sobre esto. Sigamos ahora con lo que dice Garaudy. Sentado aquel gratuito
concepto o definición de religión, ya no es de extrañar nada; ya pueden
acumularse fácilmente multitud de inexactitudes y deformaciones. Y, en efecto,
se amontonan; y por cierto nada originales. Así, según Garaudy, la religión
nace del mito; el mito es el primer intento de explicar la realidad y de
preverla; el mito es el precedente de la ciencia. Y, análogamente, continúa,
«el rito es una primera técnica, como el mito es una primera ciencia» (p. 76).
«El pensamiento, en un comienzo mítico y ritual, se convertirá luego en técnica
y ciencia, pero su objetivo será siempre reproducir, realizar, crear» (p. 77).
Este es el concepto marxista de religión, y la alta valoración que el marxismo
tiene de la misma: «Entre la religión y la ciencia no puede, pues, existir,
para un marxista, esta oposición simplista, polar, características del
materialismo pre-marxista: entre la religión y la ciencia existe a la vez
ruptura, contradicción y continuidad» (p. 77).
La manera de
entender aquí Garaudy la religión es algo sobre lo que corrió mucha tinta ya
hace tiempo. El paralelismo mito-ciencia, rito-técnica, que intentaron hacer
algunos historiadores de la religión en el siglo XIX, fue abandonado como
científica e históricamente insostenible, incluso por los mismos historiadores
no creyentes o no practicantes. Entre otras razones porque la religión es
histórica y psicológicamente anterior a los mitos; porque los mitos son más
numerosos y desarrollados en los pueblos menos primitivos, esto es, más cultos
y civilizados; porque los ritos religiosos estrictamente tales no tienen el
carácter de «ritos mágicos» con los que dominar la naturaleza por medios
accesibles al hombre, sino el carácter de culto a Dios, muchas veces de simple
adoración, sin más, sin pedir nada a cambio. Más aún, en muchas religiones,
tanto primitivas como culturales, se considera a la magia y hechicería y a los
ritos mágicos como lo opuesto a la religión, como uno de los mayores pecados.
Es decir, también la religión y el culto a Dios (los ritos) son anteriores a la
magia y a los «ritos» en el sentido que utiliza Garaudy esa palabra al hacerla
precedente de la «técnica».
Por otra parte, aun
concediendo que se pueda considerar a la magia como precedente de la técnica,
ello no dejaría de ser una metáfora, más o menos útil en poesía, pero de
ninguna utilidad o validez científica. Con palabras «científico-técnicas», esa
tesis fue sostenida a principios del siglo XX por algunos etnólogos e
historiadores de la cultura y de las religiones, especialmente por Lévy-Bruhl.
Afirmaban que el «hombre primitivo» no tenía «mentalidad lógica», su mentalidad
habría sido «prelógica», es decir, «mítica», «simbolista», etc.; pero el mismo
Lévy-Bruhl, máximo defensor y expositor de tan peregrina teoría, agnóstico
religiosamente, reconoció por fin que tal teoría no podía seriamente sostenerse[5].
No deja de ser una ingenuidad pensar que el hombre moderno es más inteligente y
sensato por el hecho de que sepa fabricar un automóvil, un teléfono o un
procedimiento para ir a la Luna.
Parece que Garaudy
no conoce todo esto; su teoría sobre la religión no se puede llamar ni
siquiera «actual». Tampoco acierta cuando, insistiendo en el tema, dice que la
religión, además de ser un proyecto humano, es un «proyecto humano
mixtificado»; porque «ofrece respuestas, más allá de lo dado, a las preguntas
que el hombre se formula», que «por el hecho mismo de creerlas definitivas,
como dogmas, tienen el carácter de un mito»; y porque «dicta una práctica que
responde a unas exigencias», pero «ignora las condiciones materiales
(históricas y sociales) de su nacimiento, y no se somete como la hipótesis
científica al criterio de la práctica» (p. 77). Esto último es lo esencial de
la «mixtificación». Es decir, según Garaudy, el marxismo aprecia y valora la
religión (que para él es equivalente al mito y a la magia), porque es el
precedente de la ciencia, y se opone a ella sólo en cuanto no se somete a la
comprobación experimental como las hipótesis científicas. Ya hemos dicho
suficiente sobre lo primero; en lo segundo hay un nuevo equívoco, del que
Garaudy no parece ser tampoco consciente, y del que nos ocuparemos luego, pues
reincide en él con tenacidad.
Para completar e
insistir en todo lo que lleva diciendo, pasa, sin solución de continuidad, a
exponer que «tres acontecimientos capitales de nuestro tiempo han conducido a
los marxistas a una reflexión sistemática sobre los fundamentos de su doctrina»
(p. 78).
«a) El
desarrollo de las ciencias y de las técnicas conduce, en teoría del
conocimiento, por una parte, a sustituir las intuiciones por la dialéctica, y
por la otra, a reconstruir toda la teoría del conocimiento partiendo de la
noción de modelo» (p. 79). Según Garaudy, «la epistemología contemporánea ha
puesto de relieve... el carácter no-cartesiano del desarrollo del
conocimiento: la ciencia no avanza en forma lineal, desde unos datos
inmutables, a través de unas deducciones unívocas, hacia unas conclusiones
definitivas y exclusivas, sino que procede, desde una hipótesis rectificada a
una hipótesis rectificable, a un proceso sin fin de reorganización global,
según una dialéctica interminable» (p. 79). Aunque luego haremos otras
observaciones, advirtamos ya que no todo lo que se dice aquí es cierto; es una
verdad a medias, que sólo vale para algunas ciencias; y en lo que tiene de
cierto, el carácter no-cartesiano, no lineal, del desarrollo del
conocimiento era ya conocido por muchos clásicos, anteriores, contemporáneos y
posteriores a Descartes; es decir, no es algo descubierto o puesto de relieve
por la epistemología contemporánea.
«Entre la creación
de un mito y la construcción de un modelo —continúa Garaudy— existe poca
diferencia desde el punto de vista de la imaginación, la cual procede por
analogía y símbolos; pero existe también una oposición, ya que una exige
recurrir a la verificación práctica y al método experimental, mientras la otra
lo excluye. El mito es un modelo que no ha sido verificado por el método
experimental. Toda la teoría del conocimiento puede ser pensada hoy partiendo
de la noción de modelo»... que permite a los marxistas superar «la oposición
polar del conocimiento como reflejo y del conocimiento como proyecto. El
conocimiento es a la vez reflejo y proyecto» (pp. 79-80). En dos
páginas, con estas ideas básicas, pretende aquí Garaudy construir una teoría
del conocimiento marxista, reprochando de nuevo al idealismo el que confunda la
«reproducción» conceptual de lo real (el reflejo) con su «producción» (el
proyecto). El reproche es más o menos correcto, pero la teoría del conocimiento
de Garaudy, desde luego, no lo es.
Es sabido que una
de las principales insuficiencias internas del marxismo ha sido y es no acabar
de tener una teoría del conocimiento coherente; y los mismos teóricos del
marxismo han encontrado grandes dificultades en ello, siendo combatidos en este
punto prácticamente por todas las tendencias filosóficas. Aunque Marx y los
marxistas han tratado de distanciarse del idealismo, al menos del idealismo
absoluto de Hegel, y han calificado al marxismo de materialismo dialéctico y
aun de realismo, en nuestra opinión no ha superado tampoco Garaudy los
presupuestos idealistas.
Es cierto que, en
contra del idealismo, los conceptos no aparecen en el interior del hombre por
obra sólo del entendimiento humano, sino también por obra del objeto o realidad
extramental. Pero a la vez también es cierto, y de ello ya no habla Garaudy,
que el fenómeno del conocimiento humano es complejo, y más complejo de lo que
en esas dos páginas se insinúa; como es compleja también la realidad en la que
el hombre está inmerso y que es objeto de su conocimiento. E igual que el
idealismo no acierta a reconocer la complejidad y pluralidad de lo real,
tampoco la reconocen el marxismo ni Garaudy, que en su exposición claramente acusa
la tendencia monista, o el monismo declarado, tanto del idealismo puro como del
marxismo.
En efecto, la
realidad no es única; hay muchas clases de realidades; esto parece una
afirmación obvia, y tanto el marxismo, como el idealismo, como su común antecedente,
el racionalismo inspirado en el método cartesiano, seguramente la aceptarían
así dicha, sin más. Pero no se trata sólo de que hay múltiples realidades,
múltiples individuos numéricamente distintos y con distintas manifestaciones y
comportamientos, tampoco se trata sólo de que hay múltiples aspectos de la
realidad, sino que hay realidades de diferentes clases, de diferentes grados,
de diferente entidad, con perfecciones cualitativamente distintas,
irreducibles unas a otras. Y además, los órganos del conocimiento humano son
complejos (sentidos externos, como la vista y el oído; sentidos internos, como
la memoria y la imaginación, y además la inteligencia y razón), y compleja la
forma de captar las cosas, la realidad (sensaciones, recuerdos, intuiciones,
abstracciones, conceptos, ideas, juicios, análisis, síntesis, razonamientos), y
compleja la forma y métodos de expresar el conocimiento (palabras, frases,
hipótesis, teorías, modelos, ideologías, acciones, gestos, prosa, verso, drama,
etc.).
No se trata de
entrar ahora en todo esto, sino sólo mostrar que el conocimiento no se reduce a
construir modelos que sean a la vez un reflejo de la realidad y un proyecto de
actuación sobre ella; eso, en todo caso, es sólo un tipo de conocimiento, un
método de conocimiento, útil sobre todo cuando se trata de actuar sobre la
realidad, o, mejor dicho, sobre el tipo de realidad así conocida. Reducir todo
el complejo conocimiento humano, y todos los métodos de conocimiento a un solo
tipo de conocimiento, y a un solo método, es reducir también la realidad a una
sola clase de realidad: la conocida y expresada por ese método. Así, el
racionalismo aboca al monismo: todo es espíritu (idealismo), todo es materia
(marxismo), o todo es, en definitiva, de la misma clase o categoría, llámese
como se llame.
Es lógico, pues,
que estas dos páginas de Garaudy carezcan de precisión y de cualquier utilidad,
tanto en cada uno de los términos empleados (intuición, dialéctica, modelo,
reflejo, proyecto, etc.) como en la visión de conjunto del tema. Es evidente
que todo conocimiento se basa en la experiencia (contra el idealismo), pero
también lo es que no se puede experimentar de la misma forma toda clase de
realidad (contra lo que dice Garaudy). No se puede observar el acto libre a
través de un microscopio, ni se puede expresar en kilos; no se puede ver el
sonido; no se puede meter la historia humana en un laboratorio y hacer que se
repita hasta que veamos bien lo que pasa, etc. Por eso, además de que no es
cierto que la realidad cristiana sea o se base en un mito (ya lo vimos en la
primera parte), tampoco es cierto que no esté comprobada o verificada por la
experiencia real: Jesucristo, su doctrina, sus hechos, son cosas reales,
comprobables históricamente; como son reales los 20 siglos de historia de la
Iglesia y la experiencia de millones de cristianos.
¿Quiere apuntar
Garaudy con su exposición acerca del modelo rectificado y rectificable,
reflejo y proyecto, a la posibilidad de que en el marxismo se admita un
pluralismo cognoscitivo, contrario a la uniformidad absoluta tradicional entre
los marxistas? Nos referimos a que los marxistas suelen considerarse
descubridores y poseedores de la «verdad» absoluta, de toda la ciencia
perfecta.
Garaudy dice al
final: «La concepción del modelo permite que el marxismo piense con
claridad la dialéctica de la verdad relativa y de la verdad absoluta de la que
habla Lenin en Materialismo y empiriocriticismo, cuando nos muestra las
relaciones internas de continuidad y ruptura entre el mito y la ciencia, entre
las ilusiones ideológicas y la teoría científica, entre lo vivido y lo
objetivo» (p. 81). Por la exposición que ha hecho, y por lo que hemos dicho,
caso de que Garaudy quiera apuntar a un pluralismo, acercando así al marxismo a
una de las actuales modas de Occidente, más bien parece que apunta a un
pluralismo escéptico (es decir, agnóstico y relativista), que es también el
pluralismo de la moda occidental, pero no el reconocido por la ciencia
teológica cristiana y por la ciencia filosófica seria. De todas formas, dadas
las enormes deficiencias de la exposición de Garaudy, cualquier conclusión es
posible, lo que equivale a decir que no se puede sacar ninguna (lo que abona
nuestra impresión acerca de que la postura de Garaudy apunta hacia el
escepticismo).
«b) La
construcción del socialismo», según Garaudy «en una tercera parte del
globo», es otro tema que según él ha obligado a revisar planteamientos
marxistas; incluso hace alusión a la «crítica fundamental exigida por las
revelaciones del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética». El
caso es que se ha puesto en evidencia «la posibilidad y necesidad de una pluralidad
de modelos en el socialismo. El problema central en la construcción del
socialismo, en la hora actual, es el de la articulación entre la planificación
central y la iniciativa de la base» (p. 81).
«El ineluctable
abandono de los valores antiguos, la creación de valores nuevos a través de un
proceso doloroso nos ha conducido a acentuar los problemas de la
subjetividad (p. 81)... «tras la renovación social y moral de la revolución
socialista de octubre, que constituye el mayor acontecimiento espiritual de
nuestro siglo, tras veinticinco años de esclerosis intelectual del marxismo,
los problemas de la subjetividad, de la opción y de la responsabilidad personal
reaparecen con mayor fuerza... En la medida en que el marxismo ha dejado estas
cuestiones sin respuesta suficiente, los jóvenes se han encaminado a otras
partes en demanda de esta respuesta, que a nosotros nos corresponde hoy día buscar,
por no decir que hemos de descubrir aún plenamente» (p. 82).
Dejando aparte
afirmación tan pretenciosa como la de «la renovación social y moral de la
revolución socialista de octubre», de nuevo tenemos aquí, esta vez
expresamente, un intento de admisión de alguna clase de pluralismo; o mejor, un
reconocimiento de su ausencia, implicada en otro de los puntos débiles del
marxismo, que le han valido enemigos de todas clases: la falta de una
valoración de la dignidad de la persona individual, absorbida y disuelta en el
Estado comunista o en la «sociedad comunista». El colectivismo marxista, y su
correspondiente estatismo, no ha dejado nunca de repeler a los espíritus más
sensibles y valiosos, cristianos o no, en especial los dedicados a actividades
culturales, filosóficas, literarias, artísticas, etc. Así como antes, al hablar
del no determinismo del materialismo marxista y de «la dialéctica de la verdad
relativa y de la verdad absoluta», trataba de mostrar o de abrir alguna brecha
en el sistema marxista (no claramente expuesto, por lo demás), donde cupiese un
poco de libertad e iniciativa personal, aquí, sin embargo, se limita a poner de
manifiesto esta importante deficiencia del sistema. Nos parece que no gustará a
los marxistas «ortodoxos», entre otras cosas, porque la respuesta que dice han
de descubrir aún plenamente, si efectivamente y plenamente la descubrieran
significaría la disolución del marxismo.
«c) La pujanza
de los movimientos de liberación nacional de Asia, África y América Latina, nos ha
llevado asimismo a un ahondamiento de estos problemas» (p. 82). «Si los pueblos
de Asia, los países árabes y los del África negra no han creado una tecnología
tan eficaz como la nuestra (la de Europa y América del Norte), no por ello
sería menos dañoso para el humanismo de nuestro tiempo que dejásemos de buscar
y reconocer los valores creados por esos pueblos, que la colonización detuvo en
su desarrollo original y que luego despojó, de su propia historia» (p. 83).
En definitiva, se
plantea Garaudy cómo pueden tener cabida en el marxismo los valores y
tradiciones de los pueblos que recientemente han logrado su independencia.
Detrás de la cuestión está de nuevo el problema de la subjetividad y del
pluralismo. Hace una afirmación manifiestamente falsa: «El marxismo que
pretende ser heredero de toda la cultura del pasado...», seguida de una
confesión: «nunca sabría reducir esta cultura a las tradiciones estrictamente
occidentales» (p. 83). Otra afirmación indemostrable e indemostrada: «Es propio
de su vocación universal (del marxismo) arraigarse en la cultura de todos los
pueblos»; seguida de otra interesante confesión: «No se trata, pues, de renegar
o de abandonar la tradición racionalista y técnica en provecho de lo
irracional, sino de integrar todas las fuerzas vitales a un racionalismo
enriquecido por estas aportaciones» (p. 83).
Aunque no se
precisa el alcance de este «racionalismo», se puede deducir de todo el contexto
(p. ej. de lo dicho acerca de la teoría del conocimiento a propósito del desarrollo
de las ciencias). Y también, aquí mismo, del hecho de calificar de «irracional»
a lo que no es marxista, es decir, a los valores, tradiciones y culturas de los
distintos pueblos. Se trata de un racionalismo (el marxista) rígido, absoluto,
que excluye todo lo que no sea fruto de conocimiento sensible y del método
«experimental» de las ciencias físico-naturales, todo lo que no sea
«racionalismo materialista» (se podría llamar así para diferenciarlo del
«racionalismo idealista», tan combatido por el marxismo y por Garaudy, como
hemos visto). He aquí una confesión, implícita, de los límites del
«conocimiento» y de la «cultura» marxista, que ve siempre todo a través del
método y el modelo físico-matemático; y que capta siempre los mismos aspectos
parciales de la realidad, excluyendo los valores y aspectos más humanos, como
la libertad, la individualidad y trascendencia de cada persona, la iniciativa y
responsabilidad personal, la espiritualidad, etc.
Y ello se confirma
a continuación, en un párrafo donde de nuevo se ponen de relieve esas
deficiencias del sistema marxista: «Ni se trata tampoco de retroceder hasta más
acá de la ciencia, sino de reflexionar sobre las variantes de humanidad de las
que las civilizaciones no-occidentales nos dan ejemplo, puesto que nos ofrecen
distintos modelos de la relación fundamental con el ser» (p. 83). Se puede
señalar además aquí una cierta contradicción. Anteriormente Garaudy parece que
se ha esforzado en no usar la palabra ni el concepto ser, especialmente
donde más hacía falta para clarificar su exposición, es decir, al tratar de lo
que es el materialismo marxista, que terminaba calificando como «metodología de
la iniciativa histórica», como «método de acción»; es decir, parecía que sólo
es la acción, y que el ser no es, o nada es antes de la acción, o en todo caso
ésta crea el ser. Ahora, sin embargo, se habla de la relación fundamental
con el ser. Aunque, a decir verdad, no acaba de saberse a qué se está
refiriendo.
El caso es que, termina
Garaudy, «todo ello ha constituido una ayuda decisiva en nuestro esfuerzo para
efectuar un retorno a lo que nos es fundamental. Y a partir de este momento, a
los marxistas les ha sido posible repensar y revivir su teoría sobre la
religión» (p. 84).
De nuevo la
religión, y la cristiana en particular
A partir de aquí se
reasume, pues, el discurso iniciado páginas antes sobre la religión,
centrándose en el cristianismo en particular. Los marxistas han adoptado, dice,
una nueva actitud ante los cristianos: «eso que después se ha llamado con razón
la iniciativa de la 'mano tendida' hacia los creyentes y que ha continuado
siendo una constante del Partido Comunista francés», y que «a menudo ha sido
interpretado de un modo mezquino y restrictivo que podría resumirse en la
fórmula: Tendemos la mano a los trabajadores católicos como trabajadores, no
como católicos» (p. 84). «Pero eso —continúa diciendo— es desconocer...
la posibilidad y la realidad de las aportaciones positivas del cristianismo
como tal en la elaboración de la cultura universal e incluso en el movimiento
revolucionario de las masas oprimidas, cuando precisamente y desde 1937 Maurice
Thorez formulaba claramente ese doble aspecto» (p. 84).
Al exponer las
«aportaciones positivas del cristianismo», Garaudy no dice nada nuevo respecto
a lo dicho anteriormente. Sus valores positivos son los que equivocadamente ha
atribuido antes a toda religión: un proyecto humano que quiere trascender lo
dado para modificarlo. Así, pues, según él y otros marxistas que cita, como el
desaparecido secretario general del Partido comunista francés, hay unos
«aspectos progresivos» del cristianismo: «en el esfuerzo de organización de la
caridad, de la solidaridad, en el intento de hacer más justas y más pacíficas
las relaciones entre los hombres en la época feudal (y en las demás, habría que
añadir), en la preocupación de las comunidades religiosas (a las que Thorez
llama curiosamente agrupaciones comunistas) que tuvieron como misión conservar,
desarrollar y transmitir a los siglos futuros la suma de los conocimientos
humanos y los tesoros artísticos del pasado (habría que aclarar que no fue ni
es la única misión, ni la principal, de las comunidades religiosas)» «... la
ardiente fe que 'mueve las montañas' y hace posible las grandes realizaciones»
«... el alto ideal de amor...» (p. 85).
Se vuelven a
repetir tópicos y falseamientos ya mencionados antes: «Pero en todos los
períodos de dominio de clase, este alto ideal de amor ha sido utilizado por la
clase dominante y por su clero como una compensación a las miserias y
servidumbres de la tierra» (p. 85). Al mismo tiempo se explicita la utopía
futurista en la que parece creer el marxismo: «Sólo el comunismo, como escribía
Gorki, creará las condiciones reales de una sociedad donde el amor dejará de
ser una esperanza o una ley moral para convertirse en la ley, objetiva de la
sociedad entera. Si nosotros somos comunistas, es precisamente porque luchamos
por esta sociedad sin clases» (pp. 85-86). Aquí hay algo que no advierte
Garaudy: en el cristianismo el amor no es una esperanza, es una realidad viva y
actuante, amor de Dios y amor a Dios, reales, verificados por la experiencia
(como gusta decir Garaudy), en Cristo, en la historia de la Iglesia y en la
vida de millones de cristianos; amor no estático o ya logrado del todo, sino
siempre en movimiento; Dios ama siempre y el cristiano procura corresponder; en
esta tierra el amor del hombre siempre será progresivo, creador en cierto modo,
procurando acercarse al modelo dado visiblemente en Cristo. Amor y esperanza
son dos cosas distintas. El objeto de la esperanza es otro; es que Dios nos
ayuda y ayudará continuamente para hacer ese progreso, para llevar lo que ya se
tiene a su plenitud total, a la identificación con Cristo, hasta el cielo, donde
«ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene
Dios preparadas para los que le aman» (1 Cor. 2, 9).
Pero no le ve así
Garaudy, que dice: «Por esta razón comprendemos perfectamente la necesidad,
nacida de la miseria, de una comunión perfecta y de un amor tan total que el
hombre maltratado sólo ha creído poder hallarlo en Dios. Creemos incluso que es
hermoso que el hombre, en su aflicción, haya concebido tales sueños, tales
esperanzas y el amor infinito de Cristo. Este acto de fe demuestra que nunca se
da por enteramente vencido, y es así como atestigua su grandeza. Por eso nunca
despreciamos ni hacemos burla del cristianismo por su fe, por su amor, por sus
sueños o por sus esperanzas. Nuestra tarea consiste en trabajar y combatir para
que no continúen siendo eternamente lejanos o ilusorios. Nuestra tarea de
comunistas se cifra en acercar al hombre a sus sueños más hermosos y a sus
mayores esperanzas, para acercarlo, real y prácticamente, para que los mismos
cristianos encuentren en nuestra tierra un comienzo de su cielo. Estas son las
bases de una lucha común de comunistas y católicos, y de una noble emulación
entre ellos para el combate humano» (p. 86).
No es extraño que,
como antes, a la hora de concluir Garaudy tampoco acierte. En el párrafo que se
acaba de transcribir están incluidos numerosos equívocos y sofismas de los que
se ha ido hablando anteriormente. En primer lugar, una incomprensión radical de
la fe, esperanza y amor cristiano. La incomprensión arranca en gran parte de la
presentación de la fe cristiana como algo surgido de las necesidades humanas,
del interior del hombre; pero la fe, aunque se incrusta en las necesidades e
interioridad humanas, nace de Dios y de la Revelación divina (que Garaudy nunca
nombra). Tanto el contenido de la fe como la fe misma no son creación del
hombre, expresión de sus sueños o ilusiones, sino creación de Dios.
La lucha del
cristiano en este mundo no es la marxista; no es lucha contra los demás (al
contrario, es convivencia y amor a los demás); ni es lucha contra la sociedad,
ni es lucha de clases. Es lucha personal con uno mismo, lucha interior contra
el pecado, contra la ofensa a Dios; lucha para olvidarse de sí y de este modo
poder amar a Dios y al prójimo. Y eso, sean las que sean las condiciones de la
sociedad o del Estado en cada momento. El cristiano, en cuanto cristiano, no
tiene un proyecto ni una utopía determinada de configuración de la
sociedad que haya de conseguir, como lo tiene el Comunismo. Pero no cabe duda
que la fe, esperanza y amor del cristiano contribuyen a mejorar la sociedad en
cuanto contribuyen a mejorar a los individuos. El cristiano es libre de forjar
su propio ideal social de estructuración u organización de la sociedad; es
libre de tener su personal proyecto político-social, o su «concepción del
mundo», como gusta decir Garaudy, o su propia «ideología» preferida, como
también dice Garaudy (aunque utiliza esta palabra con diversos sentidos no
coincidentes). Pero, en esos proyectos, ideologías o concepciones sociales, el
cristiano siempre defenderá una serie de valores humanos y sociales, que además
de pertenecer al recto conocimiento natural, pertenece también a la Revelación
y a la fe; la trascendencia y dignidad de la persona humana que es inmortal, y
que, por tanto, no está subordinada a la sociedad o al Estado (al contrario, la
sociedad surge de la persona para ayudar a ésta, y lo mismo el Estado), la
libertad y su consiguiente responsabilidad personal, la iniciativa privada, la
libertad de las conciencias, el derecho a dar a Dios culto privado y público,
etc. El cristiano no tiene, pues, ninguna dificultad en reconocer y respetar el
pluralismo de opciones políticas, sociales, culturales, etc., antes bien, debe
considerarlo bueno y enriquecedor.
Así, la lucha
interior y personal del cristiano no es nunca lucha contra personas ni contra
nadie, sino lucha por trabajar, por rendir, por hacer fructificar los dones
naturales y sobrenaturales recibidos de Dios, por colaborar con El en su obra
creadora y redentora. Por eso el cristiano se opondrá a aquellas ideologías y
proyectos u organizaciones sociales que, como la marxista, sofoquen o impidan
el desarrollo y manifestación de esos valores, o que utilicen medios que no
respetan la ley divina natural y revelada. Pero entonces, para el cristiano, de
nuevo, no se trata de luchar contra unas personas, sino contra unas ideas o
unos medios erróneos; y eso forma parte de esa lucha personal: «amar al que
yerra y odiar al error», es expresión clásica cristiana de esa difícil lucha
interior que el cristiano debe mantener siempre con la ayuda de Dios.
«Las bases de una
lucha común de comunistas y católicos», que dice Garaudy, no existen, porque
son distintas las bases de actuación de unos y otros y es distinta la lucha en
cada caso. Y es distinta también la meta. Garaudy reconoce abiertamente que la
meta comunista es un sueño, una ilusión: «una sociedad sin clases» (p. 86), que
describe en términos futuristas: «no desaparecerán jamás (en esa sociedad) las
contradicciones entre los hombres, pero ya no serán contradicciones entre
animales felinos. Entonces... florecerán las dialécticas interminables de la
libertad identificada con la creación. Más allá de las dialécticas violentas
que son el motor de nuestra prehistoria (la de la humanidad hasta el
advenimiento del comunismo), se desarrollarán las dialécticas constructivas de
la lucha de los hombres unidos para la conquista de la naturaleza, y las
dialécticas del diálogo, cuyo primer atisbo concibió Sócrates... Esta creación
tendría caracteres de una creación estética, de una creación que no es impuesta
por ninguna otra necesidad que la específicamente humana de crear y de crearse
a sí mismo...» (pp. 90-91).
Para el cristiano,
en cambio, las «clases» (en el sentido amplio —real— del término, y no según la
férrea simplificación marxista) no son en sí ni buenas ni malas; depende de
cómo actúen los que las forman. Más aún, son buenas si no se distancian ni
cierran unas a otras, si no se intenta que unas dominen o subyuguen a las
demás, como intenta el marxismo. Este fomenta su lucha, para así imponer más
fácilmente su dictadura con la excusa de eliminarlas, pero entonces aparecen
otras: las clases dominadoras, que son las formadas por los del Partido y la
burocracia estatal; las de los simplemente dominados; y las de los que se
resisten a una sociedad totalitaria, colectivizada o estatalizada, las de los
que no quieren abdicar de su libertad y responsabilidad personal, que son
continua y drásticamente reprimidas o silenciadas. Pero el cristiano considera
que, en rigor, no se trata de que desaparezcan las clases, sino los
enfrentamientos, los egoísmos personales y colectivos; se trata de que
colaboren unos con otros, de que cada uno, y cada grupo social sirva con su
trabajo a los demás y se beneficie al mismo tiempo del de los demás.
El cristiano
también piensa que efectivamente «no desaparecerán jamás las contradicciones
entre los hombres» y desea y se esfuerza para que no sean «contradicciones
entre animales felinos»; pero eso es cosa distinta de la utópica «sociedad sin
clases». La sociedad es organización de la convivencia humana, y por tanto,
distribución de los trabajos, de las cargas y de los beneficios; significa, por
tanto, diversificación de profesiones, de servicios; cada uno no puede hacerlo
todo; siempre habrá agricultores, zapateros, panaderos, mecánicos,
investigadores, profesores, etc., habrá padres e hijos, jóvenes y viejos, sanos
y enfermos, etc., unos gobiernan en una cosa, otros en otra, y mutuamente se
sirven; el lema de la «sociedad sin clases» no se puede considerar ni siquiera
una utopía, es un simple sofisma demagógico. Y, además, el cristiano no admite
que para llegar a una mejor convivencia social, para que se distribuyan mejor
trabajos y beneficios, etc., haya que enfrentar unas clases con otras, ni que
haya que construir un Estado totalitario y absorbente, ahogando toda libertad,
como el Estado marxista.
Así, pues, la meta
comunista y las metas cristianas no coinciden tampoco. Y decimos de intento
«las metas cristianas», pues, como hemos señalado, la consecución de sociedades
en las que se puedan facilitar y fraguar los ideales y valores de la persona
humana no tiene por qué tener una única vía ni un único modelo. Lo que está
claro, sin embargo, es que la vía y el modelo comunista no sirven, incluso ni
siquiera el resultado sería funesto. La base común que Garaudy intenta
establecer no existe, ni un cristiano puede contribuir a crearla, porque
significaría renunciar a su fe, a su amor y a su esperanza, que no son proyectos,
ni ilusiones para el futuro, sino realidades ya tenidas y siempre mejorables,
ahora y en el futuro. Pero en el panorama que ofrece Garaudy significaría
abandonarlas para ahora y para el futuro.
Páginas finales
Con esto nos parece
está dicho lo fundamental. En las páginas finales de Garaudy (pp. 90-112) se
insiste una y otra vez en los mismos equívocos y sofismas:
Respondiendo a una
pregunta de Metz, en el texto recogido al final de la publicación que estamos
comentando, se dice: «el hombre plenamente realizado de la sociedad sin clases
del comunismo, será más inquisitivo precisamente porque será más plenamente
hombre... el hombre será capaz de un futuro siempre mayor» (p. 90). La pregunta
de Metz, ya se ve por la respuesta, no va al fondo de la cuestión; por otra
parte, eso no depende de que llegue la «sociedad sin clases», que tampoco se
entiende como puede llamarse sociedad.
«El marxismo se
plantea los mismos interrogantes que el cristiano, está trabajando por la misma
exigencia, vive la misma tensión hacia el futuro (ya hemos visto que nada de
esto es verdad), pero precisamente no se cree autorizado —porque el marxismo es
una filosofía crítica y no dogmática— a transformar su pregunta en respuesta,
su exigencia en presencia... el marxismo... no cede a la tentación de afirmar,
tras el acto, un ser que sería su origen. Mi sed no demuestra la existencia de
la fuente. El infinito es, para el marxista una ausencia y una exigencia; para
el cristiano una promesa y una presencia. Hay aquí, incontestablemente, una
divergencia entre la concepción prometeica de la libertad que es creación y la
concepción cristiana que es gracia y consentimiento» (p. 91).
De nuevo, en este
párrafo, se encuentran acumulados sofismas y equívocos. ¿Si el marxismo es sólo
una filosofía crítica, por qué establece «dogmas»?
En realidad toda
filosofía crítica lleva implícita o presupone una filosofía «dogmática». Desde
luego que la sed no demuestra la existencia de una fuente, pero la sed
demuestra la existencia de alguien que tiene esa sed, alguien que por
imperfecto demuestra la existencia de un Creador. Finalmente, la concepción
cristiana de la libertad no es sólo gracia y consentimiento, sino, además, y
precisamente por eso, acción, iniciativa; no se ve en cambio, qué iniciativa
puede tener ni qué puede hacer una libertad que aún no es, como parece que dice
Garaudy, según la concepción marxista.
Continúa hablando
en estos inconcretos y equívocos términos: Este ser lejano, que está en el
horizonte de todos nuestros proyectos, es, según el lenguaje del padre Rahner,
el futuro absoluto. Para nosotros es únicamente el futuro humano..., no es un
futuro estático, que sería necesariamente limitado por la alienación de
nuestros proyectos actuales, que son siempre —el Dr. Metz tiene razón de destacarlo—
los de un hombre alienado en una sociedad alienada, sino un futuro siempre
móvil y creciente, un futuro que va dilatándose en la misma proporción de
nuestro avance. La alienación consistiría aquí en detener nuestro proyecto en
una etapa de la realización sin fin del hombre. Por eso el proyecto
revolucionario es lo contrario de la utopía, la cual es precisamente ese
proyecto ingenuo y cerrado del hombre que une a la alienación la ignorancia de
ella y la ilusión ingenua de trascenderla (p. 92); «la creación continuada del
hombre por el hombre un nuevo paso decisivo en el sentido de la hominización
creciente, un paso tan importante como lo fue la invención del útil, gracias al
cual la rama humana se desgajó del tronco común de la animalidad por la conquista
de la conciencia» (p. 93).
Aquí, como se ve,
Garaudy, para salir de una dificultad, se mete en otra mayor, recurriendo
además a la ciencia-ficción; y eso a pesar de su anterior defensa a ultranza de
la ciencia y al conocimiento verificado por la experiencia. Porque, ¿cómo
conoce el futuro y lo que va a ser?, ¿quién ha comprobado o verificado
experimentalmente el proceso de la «hominización?», ¿quién ha comprobado que el
hombre conquistó su conciencia?
«Lo que hace de
nosotros unos ateos —dice luego— no es nuestra suficiencia, nuestro
contentamiento de nosotros mismos o de la tierra, una limitación cualquiera de
nuestro proyecto, sino el hecho de que, sintiendo como los cristianos la
insuficiencia de todo ser relativo y parcial, no deducimos de ello la realidad
de una presencia, la de 'lo único necesario' que daría una respuesta a nuestra
angustia y a nuestra impaciencia. Si nosotros rechazamos el nombre mismo de
Dios es porque implica una presencia, una realidad, mientras que nosotros sólo
vivimos una exigencia, una exigencia jamás satisfecha de totalidad y de
absoluto, de omnipotencia sobre la naturaleza y de perfecta reciprocidad
amorosa de las conciencias» (pp. 93-94).
Otra vez, aquí,
como ya hizo en páginas anteriores, al explicar el sentido del materialismo
marxista, Garaudy da la impresión de acercarse al existencialismo, abandonando
otra vez la fraseología marxista, que varias veces se ha empeñado sin fruto en
negar; un existencialismo ateo, que tiene las contradicciones y equívocos
característicos del mismo. Y lo hace, al parecer, acosado por las
insuficiencias de esa fraseología que al afirmar la existencia de sólo la
realidad y fuerza materiales, deja sin explicación el hecho de la libertad y la
iniciativa humana. Para ello, pretende dejar de lado la consideración de cómo
es o qué hay en la realidad, para decir que el marxismo es sólo «una
metodología de la acción humana» o «una filosofía crítica, no dogmática». Con
lo cual se queda sin realidad, sin ser; pero al mismo tiempo, como es lógico,
no tiene más remedio que hablar de ella: de nosotros mismos, de la tierra,
siempre insuficientes, y de su ser, siempre relativo y parcial, con lo cual
habría que volver a empezar.
Garaudy incurre en
el equívoco, frecuente en existencialistas ateos y en el ateísmo en general, de
pensar que Dios no es una explicación de nuestras miserias o de lo que no
conocemos, no es la forma de rellenar los huecos que la ciencia no ha cubierto
todavía, como dirá luego. Dios no se deduce de lo que desconocemos, sino al
contrario, se deduce precisamente de lo que conocemos. Dios es la base de lo
que somos y conocemos y la garantía de lo que podemos ser y conocer todavía, el
impulso del vivir y de la lucha del cristiano. El conocimiento y amor de Dios
sacia avivando la sed; no es conformismo ni alienación, sino pleno asentimiento
en la realidad; es alegría en el dolor, paz en la guerra con uno mismo,
exigencia jamás satisfecha, amor aún en la incomprensión.
Finalmente,
Garaudy, de la página 96 al final, se dedica a lo que llama «un litigio
milenario» entre cristianismo y marxismo: «En 1843, Marx establecía en una
fórmula lapidaria el balance de los entuertos: La religión es el opio del
pueblo» (p. 96). Y pretende resolverlo abordándolo abiertamente. Fácilmente,
por lo dicho hasta ahora sobre la religión y el cristianismo, se puede adivinar
cómo va a resolver el «litigio milenario»: interpretando la religión y el
cristianismo no tal como son en la realidad, sino a través de la visión
marxista que ha ido explicitando antes.
«Esta cuestión —dice—
merece ser planteada de nuevo: ¿es cierto que la religión, si la juzgamos desde
un punto de vista puramente histórico, ha sido y sigue siendo un opio para el
pueblo?» (p. 96). La respuesta para Garaudy es doble: «Por una parte, parece
imposible dejar de contestar afirmativamente» (ib.), es decir, por una
parte, en algunos casos, si es un opio del pueblo. Pero por otra parte, «la
tesis según la cual la religión, siempre y en todas partes, aparta al hombre de
la acción de la lucha y del trabajo, está en contradicción flagrante con la
realidad histórica», además «esta tesis nunca ha sido la tesis de Marx» (p.
99). Ya se adivina que de nuevo se va a aplicar la «dialéctica» marxista, como
se hizo páginas antes, hablando del «polo o momento constantiniano» en el cual
se da el opio, es decir la ideología metafísica de la sumisión, etc., y del
«polo o momento apocalíptico» que en cambio sería protesta, rebelión, impulso,
etc.
En efecto: «La enseñanza
de la Iglesia —dice Garaudy— en su forma oficial y a lo largo de la mayor parte
de su historia desde Constantino, ha frenado o combatido las luchas de los
oprimidos al situar en otro mundo la conquista de la justicia, de la libertad y
de la felicidad, al conferir una legitimidad de derecho divino al orden
establecido, y al predicar la resignación frente a la explotación y la
opresión. Limitándonos tan sólo a la experiencia de Occidente, los maestros del
pensamiento cristiano han legitimado todas los dominaciones de clase: la
esclavitud, la servidumbre, el salariado» (p. 96). A este párrafo de Garaudy
hay que responder rotunda y abiertamente: no; todo lo contrario.
La cuestión es bien
sabida y está abundantemente estudiada: La influencia del pensamiento cristiano
ha hecho desaparecer la esclavitud y la servidumbre, y ha ido consiguiendo que
las necesarias dependencias mútuas de unos hombres respecto a otros, en sus
trabajos, en la necesaria contraprestación de servicios, estuviesen reguladas
por un derecho justo, por leyes que no dejasen esas dependencias y
contraprestaciones al arbitrio o capricho. Ya hemos mostrado también, en
páginas anteriores, que el cristianismo no sitúa sólo en otro mundo la
conquista de la justicia, de la libertad, de la felicidad, sino que,
precisamente para alcanzarlas en el otro mundo, hay primero que esforzarse para
alcanzarlas en éste.
El «derecho
divino», que recuerda aquí Garaudy, ha sido y es uno de los límites claros que
tiene toda autoridad en cualquier orden social de mayor o menos inspiración
cristiana. A ninguna autoridad humana permite el cristianismo que se atribuya
una potestad absoluta. Ni al Rey, Emperador, Presidente o Jefe de gobierno de
una nación, cuya potestad es sólo sobre las llamadas cuestiones temporales, y
que además han de ejercerla dentro de los límites de las legítimas necesidades
sociales, pero nunca a su capricho. Precisamente la reivindicación que siempre
ha hecho y hará la Jerarquía eclesiástica de su potestad espiritual o religiosa
propia, por derecho divino, ha sido uno de los factores que ha impedido la
concentración y abuso del poder en numerosas ocasiones, y que a lo largo de la
historia ha contribuido a que se abriese paso la idea de una diversificación de
autoridades y poderes, favoreciendo así el juego y ejercicio de la libertad[6].
La justificación
teorética del poder absoluto, de reyes o gobernantes, se ha dado históricamente
cuando se ha abandonado, negado o mixtificado el derecho divino de que habla el
pensamiento cristiano; concretamente, el pensamiento racionalista de diversos
teóricos protestantes del derecho y de la teoría política (p. ej. Bodino) y el
racionalismo y naturalismo ilustrado del siglo XVII y del XVIII fueron los que
justificaron el absolutismo (el despotismo ilustrado), pretendiendo que incluso
la potestad religiosa o eclesiástica estuviese sometida al poder civil.
De nuevo, pues,
Garaudy muestra desconocer la realidad; la deforma y no levemente; su
exposición tergiversa enormemente las cosas. Lo mismo en el último párrafo que
hemos transcrito, que luego, cuando aduce ejemplos y textos concretos de San
Agustín, Santo Tomás, Bossuet, Pio X y Pio XI. Son textos sacados de su
contexto, en los que Garaudy confunde la necesaria delimitación y
diversificación de oficios, trabajos, condiciones y autoridades sociales (que
es a lo que fundamentalmente se refieren) con la aceptación o legitimización de
un determinado orden (de lo que ni siquiera hablan); y también confunde el
«servir no por temor sino por amor» o el «aceptar sin rencor el lugar que la
divina providencia les ha asignado» (que se refieren a desempeñar sin envidias
ni odios el trabajo de cada uno) con la aceptación o legitimación de
injusticias (cosa de la que tampoco hablan). Es curioso el caso concreto de los
textos de Santo Tomás, que cita así: «La esclavitud entre los hombres es
natural... El esclavo es un instrumento en relación a su amo... Entre un amo y
su esclavo existe un derecho especial de dominio» (Suma Teológica, II-II,
q. 57, a. 3 y 4), y que «este derecho implica incluso en el amo, el derecho de
apalear a su esclavo» (ib., q. 65, a. 2) (en la traducción castellana de
Garaudy que manejamos; se omite indicar que se trata de la parte II-II de la Suma).
Pues bien, es curioso comprobar, al leer estos textos en el original de la Suma,
que, en primer lugar, están mal traducidos y, en segundo, que bien
traducidos y leídos en su contexto quieren decir precisamente lo contrario de
lo que insinúa Garaudy en su pintoresca exposición.
Según él, a esa
situación «constantiniana» o a ese tipo de pensamiento cristiano (que no
existe, como decimos) se ha llegado porque «el mensaje cristiano fundamental,
el que marcaba una discontinuidad radical con el humanismo griego al inaugurar
una actividad nueva ante el mundo de la naturaleza y de las relaciones humanas
—una relación libre entre el sujeto activo y el cosmos— fue recubierto por una
ideología sincrética que lo disfrazaba y sumergía bajo las grandes corrientes
del mundo helenístico, y, principalmente: —el estoicismo, ...; —las
religiones astrales, ...; —las religiones de misterios, ...; —la gnosis, ...» (pp.
99-100). No hace falta insistir de nuevo en que esto es también completa y
evidentemente falso.
En cuanto al
«aspecto bueno», al «polo» aprovechable por el marxismo, de la religión
cristiana, sería el de que ésta, en frase de Marx, «es, por una parte, la expresión
del infortunio real, y, por otra, la protesta contra ese infortunio
real» (p. 99) (frase que aparece en Marx unas líneas antes de la famosa fórmula
sobre el opio del pueblo). Ya nos hemos ocupado antes de la falsedad de esta
apreciación y no es necesario insistir. Al contrario de lo que dice Marx, y
Garaudy, la religión cristiana es, en todo caso, expresión de la gran
fortuna, de la riqueza, real humana: el hombre ha sido hecho hijo de
Dios; y no es protesta sino aceptación gozosa de esa gran fortuna; lo cual,
indirectamente, es protesta, rebelión, pero contra las propias miserias
humanas, lucha consigo mismo para superarla, y contra la tendencia de aquellos
que quieren considerar al hombre partícula de un todo impersonal (como el
marxismo) o simple animal que se mueve sólo para satisfacer instintos
materiales o para conseguir un mero «bienestar» material (como cualquier
materialismo).
Habla también
Garaudy de la «apologética vulgar» que intenta «deslizar la fe en las fisuras
provisionales del saber» y vuelve a hablar de que se rebaja la idea de Dios «en
el pequeño suplemento de nuestras insuficiencias intelectuales» (p. 104). Con
lo cual parece que va a defender una «recta idea de Dios» (recordemos, de paso,
que Dios no es una idea, sino una realidad personal). Pero no; Dios sería un
símbolo o una metáfora, a través de la cual «se ha expresado el sentimiento de
la abertura hacia un futuro absoluto», y la fe no sería más que la certeza «de
que siempre es posible una liberación de la pesadez del pasado y un nuevo
comienzo». Por eso, los marxistas han de «cobrar conciencia de la vanidad de
aquella ilusión beata de que una buena propaganda científica lograría acabar
con la religión» (p. 105). Según eso, «la ciencia nos ayuda, pues, a lograr que
los hombres rechacen la superstición, la magia y el mito. Pero ¿ acaso la
ciencia quebranta asimismo lo que es fundamental en la religión? ¿Nosotros no
lo creemos?» (p. 106).
No hace falta estar
muy atento para darse cuenta de la falaz argumentación encerrada en esta
aparente defensa de «lo fundamental de la religión». En primer lugar, no se
llega propiamente al conocimiento de Dios a través de nuestras insuficiencias
intelectuales, ya lo hemos dicho, sino al contrario, a través de lo que
conocemos. En segundo lugar, la religión, y especialmente el cristianismo, no
es sólo primariamente expresión de un sentimiento humano, aunque también lo
sea, sino ante todo una obra de Dios mismo, y por parte del hombre, además,
cumplimiento de un deber de amor. En tercer lugar, es discutible que la ciencia
ayude a lograr que se rechace la superstición, la magia y el mito; al
contrario, la ciencia ha creado muchos mitos y supersticiones; lo que ayuda a
superar esas deformaciones del espíritu humano es la verdadera religión
(incluso muchas religiones no cristianas, que conservan más o menos puros
aspectos de una religiosidad natural, han sido enemigas de la magia y de las
supersticiones). Histórica y sociológicamente puede comprobarse que en grupos y
masas sociales de nuestros días, con alta tecnificación científica, y con poca
o ninguna formación religiosa, han proliferado y proliferan supersticiones de
muchas clases: adivinación, astrología, etc., incluso en países
«científicamente avanzados». La ciencia misma ha contribuido a desarrollar
muchos mitos; p. ej. el de que gracias al progreso científico la humanidad
vivirá más en paz y no habrá guerras; cuando en realidad si sólo hay progreso
científico y no hay progreso y esfuerzo moral personal (que es cosa distinta),
aquél sólo sirve para que los hombres sean más profundamente desgraciados y se
destruyan mutuamente con más facilidad. Las dos últimas guerras mundiales
fueron una desgraciada «verificación experimental» de ello, e hicieron
abandonar a muchos pensadores aquella ingenua confianza en el «progreso»
científico-técnico, con el que los racionalistas ilustrados del siglo XVIII
creían que se iban a resolver los problemas de la humanidad. Garaudy, a pesar
de que varias veces los ataca, hablando de su ingenuo materialismo mecanicista
o de sus beatas ilusiones, parece, sin embargo, compartir su no menos ingenua
idea del «progreso» y de la «ciencia». Su idea del hombre, del progreso y de la
ciencia parece ser ésa, al confundir «lo fundamental de la religión» con la
confianza del hombre en sí mismo gracias al progreso científico-técnico.
Para Garaudy, esa
confianza del marxista ateo equivale a la fe del cristiano, aunque se le den
distintos nombres o expresiones. La única diferencia, según él, es que «las
certezas que nosotros postulamos al término de nuestro esfuerzo, el
cristianismo las postula en su origen. Pero lo indudable es que todos nosotros
vivimos la misma tensión» (p. 110). Otra vez hay que decir: nada más lejos de
la realidad. Advirtamos, primero, que de nuevo aquí Garaudy se contradice, pues
en otros momentos ha asegurado que había que desprenderse de la filosofía
«dogmática» del marxismo y quedarse sólo con lo fundamental de él, con su
filosofía «crítica» (con su metodología de la acción); que no había que pensar
que el marxismo aspirase a un futuro, por así decir, lleno de certezas, en el
que ya no hubiese inquietantes preguntas; todo recomenzaría siempre; pero ahora
resulta que habla un término de su esfuerzo donde se darán certezas. Por otra
parte, el cristiano parte de unas certezas, evidentemente; de las certezas de
que Dios nos ama, se nos ha revelado, nos ha hecho sus hijos, nos exige
comportamiento de tales, nos exige santidad, entrega a El y a los demás,
nuestros hermanos, por El; además, para avanzar hay que partir de algo; el que
no parte de ningún sitio tampoco avanza nada. Pero el cristiano tiene también
una certeza al término de su esfuerzo, la de la felicidad eterna en el Cielo,
si ha sabido ser fiel a esas exigencias. Las certezas que el cristiano pone en
el origen y en el término de su esfuerzo son completamente distintas de las del
marxista (si es que tiene algunas, porque según la exposición de Garaudy, no
acaba de saberse bien cuáles son; y en todo caso son materiales, las del
«progreso científico» o del puro bienestar material). Y es evidente, por tanto,
que tampoco cristianos y marxistas viven la misma tensión. La del cristiano es
sobre todo lucha consigo mismo, olvido de sí, y amor a Dios y a los demás. La
del marxista aparece como todo lo contrario.
CONCLUSIONES Y VALORACIÓN GENERAL
a) La obra de Garaudy
1. Lo complejo de
la exposición de Garaudy, la multitud de temas abordados, los continuos
equívocos y múltiples sentidos en los términos y conceptos empleados, las
abundantes falacias argumentativas desarrolladas, etc., hacían necesario ir
exponiendo el pensamiento del autor y, al mismo tiempo, analizarlo, porque es
dificultoso sacar en toda esa maraña unas conclusiones claras. Como se ha ido
viendo, prácticamente no hay página de su exposición que no contenga equívocos,
sofismas, deformaciones o incluso falsedades evidentes.
Si hay que ser
sinceros y llegar al fondo de las cuestiones, como dice Garaudy, no queda más
remedio que decir que su exposición no tiene valor ni interés filosófico, ni
religioso, ni sociológico, ni político, ni histórico, ni de ningún tipo. Como
valoración general puede decirse que este trabajo de Garaudy carece de
cualquier valor.
2. Respecto a su
exposición e interpretaciones del cristianismo, y del hecho religioso en
general, en ningún momento se ajustan a la realidad, ni a la de su doctrina, ni
a la de su práctica y de su historia. Incluso puede decirse, a pesar de que él
cree que sus interpretaciones tienen cierta novedad, que no son ni siquiera
nuevas. En muchos aspectos coincide con las mismas que ya hicieron algunos
paganos del viejo Imperio romano (p. ej. lo de los mitos). Y en otras
ocasiones, cuando parece que aparentemente defiende o acepta «lo fundamental»
del cristianismo, no hace más que regresar hacia atrás a posturas o doctrinas
ya viejas y superadas.
3. Respecto a su
exposición e interpretaciones del marxismo, es, en primer lugar, muy discutible
que se puedan separar su filosofía «dogmática» y su monismo materialista de su
filosofía «crítica». Es decir, es muy discutible que se pueda considerar el
marxismo únicamente como «una metodología de la iniciativa histórica», con
palabras de Garaudy, o como una «filosofía de la praxis» como han dicho otros
autores (p. ej. Sartre en su Critique de la Raison Dialectique; cfr. la
Recensión de esta obra). ¿Quizá fue ése el motivo de fondo fundamental
por el que Garaudy fue expulsado del partido comunista francés? En todo caso,
si inadmisible es la filosofía «dogmática» marxista, más inadmisible y
contraria al cristianismo, como hemos visto, es su filosofía «crítica» y su
metodología de la acción. Garaudy sigue permaneciendo en el campo de un
pensamiento racionalista exacerbado e ingenuo, con frecuencia contradictorio,
en el que el hombre y la sociedad, lejos de quedar afirmados, quedan
destruidos. De ahí que sea equívoco llamar al marxismo, lo mismo al comunismo
oficial que al de Garaudy, un humanismo.
4. Digamos también
algo acerca de la conclusión general que pretende establecer Garaudy: el
hallazgo de una base común para el trabajo conjunto de marxistas y cristianos.
El cree que «vivimos la misma tensión» o que tratamos de construir el mismo
«ideal de amor», o unos «humanismos» parecidos, aunque expresados con otras
palabras. Pero es evidente que no, como hemos visto claramente. Garaudy trata
de que los cristianos se olviden de sus certezas, de su doctrina (y diríamos
que hasta de Jesucristo), para dejar reducido el cristianismo a una «tensión»,
a un esfuerzo de superación. Pero es imposible hacer esa reducción y seguir
siendo cristiano; además quedaría algo completamente desprovisto de sentido y
de la mínima coherencia. Aun así, la reducción que hace Garaudy tampoco expresa
cuál es la real tensión cristiana; deforma el esfuerzo y la lucha que
ciertamente han de vivir los cristianos; y que llevan también consigo, como
consecuencia derivada, unos ideales de mejora de la sociedad en general, con
diferencias fundamentales respecto al marxismo, tanto en el método como en los
objetivos.
5. El «método
cristiano» no es nunca la violencia ni la revolución, la lucha de clases, la
confusión o la insidia, ni siquiera necesariamente la conquista del poder, o
cosas similares propugnadas por el marxismo; es siempre, junto a la lucha
personal interior, el trabajo, la convivencia, la paz, el diálogo, la
comprensión, el respeto a la libertad, el amor. Es decir, el cultivo de las
virtudes personales, animando a los demás a hacerlo también, aprendiendo
de todos y enseñándoles al mismo tiempo. Y junto a eso, que es lo común de
todos los cristianos, los métodos económicos, sociales, políticos, etcétera,
que cada uno estime como mejores o más convenientes.
6. El «objetivo
cristiano» fundamental tampoco es el que señala Garaudy (o los que señala: la
desaparición del capitalismo, una sociedad sin clases, la «hominización», el
progreso científico, etc.). El objetivo cristiano es siempre la salvación de
todos los hombres, a través de la santidad personal, en la imitación e identificación
con Jesucristo, sean cuales sean las condiciones político-sociales. Ello
supondrá en lo social, como decíamos, unos objetivos o ideales de mejora de la
sociedad y de su ordenación. Pero no hay ningún objetivo ni modelo de sociedad
preconcebido en la Revelación y en la doctrina cristiana; cada cristiano puede
forjarse un modelo concreto, una determinada concepción del orden social o no
tener ninguno concreto. También en esto hay una fundamental y radical
discrepancia con el marxismo, que tiene el «modelo» u objetivo de la «sociedad
sin clases»; al menos así lo expresa Garaudy (y los marxistas en general) en
muchas ocasiones.
7. De la exposición
que hace Garaudy, en ningún momento ésta se acerca mínimamente a la realidad
cristiana. Más bien es un monólogo marxista que presenta un cristianismo
radicalmente deformado, para sumergir al cristiano en la vorágine de la teoría
revolucionaria marxista. El autor reduce el cristianismo a un impulso, una
«tensión», sin fundamento y sin finalidad, tensión que Garaudy trata, por un
lado, de identificar con la marxista (cuando en realidad no se identifican; son
completamente distintas y aun opuestas) y, por otro, de apuntalar con la
doctrina marxista (en una aparente crítica de la misma) y con las finalidades
marxistas (confusa e incluso contradictoriamente descritas).
8. En cuanto a los
escritos de Rahner y de Metz, con los que respectivamente comienza y concluye
el libro, no merece la pena decir más de lo dicho a través de las referencias
que Garaudy hace a ellos y que hemos señalado. Su lenguaje es de una gran
ambigüedad, no va al fondo de las cuestiones, no refleja realmente el
cristianismo. Acerca de Theilhard de Chardin, lo que Garaudy cree apreciar en
él ya queda también reflejado en las referencias hechas; y también han quedado
indirectamente reflejadas sus posiciones e ideas, acerca del «progreso
científico», la dialéctica del «Dios de lo alto» y del «Dios del adelante», la
«hominización».
b) El Magisterio
oficial de la Iglesia sobre estas cuestiones
Después de la
lectura de esta obra de Garaudy se comprende muy bien que el Magisterio oficial
de la Iglesia —desde la primera vez que menciona el comunismo, con Pío IX,
hasta nuestros días— lo haya condenado y rechazado siempre; y no sólo por su
ateísmo, sino por ser contrario al mismo derecho natural y por ser destructor
de la sociedad humana (cfr. Pío IX, enc. Qui Pluribus, del 9-XI-1846).
Lo mismo se diga del
socialismo marxista (Pío IX, enc. Quanta cura, del 8-XII-1864; Pío XI,
enc. Quadragesimo anno, del 15-V-1931), tanto por su doctrina como por
sus métodos; no es extraño que lo mismo por una cosa que por la otra haya sido
considerado como «intrínsecamente malo» (Pío XI, enc. Divini Redemptoris, del
19-III-1937: AAS 29 (1937), p. 96) o como lethifera pestis (peste
mortal) (León XIII, enc. Quod Apostolici muneris, del 28-XII-1878: Leonis
XIII Acta, vol. I, p. 170)[7].
La exposición que
Garaudy hace, tanto del marxismo como de lo que él cree que es el cristianismo,
como se ha visto, merece los mismos juicios y valoraciones que los documentos
del Magisterio oficial de la Iglesia, antiguo y reciente, hacen del marxismo en
general.
J.I.
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[1] Sobre la inmutabilidad del depósito de la fe, además de los númerosos textos escriturísticos que directa o indirectamente se refieren a ella (Como 1 Tim. 6, 20; 2 Tim. 1, 12 ss.; Gal. 1, 8 ss.; etc.), son constantes la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. A ello se refiere también el Concilio Vaticano II: «Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia, cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad» (Const. Lumen gentium, cap. III, núm. 25). «La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus Pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la Eucaristía y en la oración (cfr. Act. 2, 42), y así se realiza una maravillosa concordia de Pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida». (Const. Dei Verbum, cap. II, núm. 10). Pueden verse numerosos textos en el artículo Depósito de la fe de Cándido Pozo, en la Gran Enciclopedia Rialp, voz FE (III,A), tomo 9 (Madrid, 1972), pp. 777-780.
[2] Aparte de otras obras antiguas sobre el tema, como el Commonitorium y otras de San Vicente de Lerins, una obra moderna, ya clásica, es La evolución homogénea del dogma católico (3a ed. Madrid, 1963) de F. MARINSOLA. Puede verse también el artículo Dogma y definiciones dogmáticas de R. MONTALAT, en Gran Enciclopedia Rialp, voz FE (IV, D), tomo 9 (Madrid, 1972), pp. 792-795.
[3] Una síntesis de estas cuestiones, de las relaciones entre Ciencia y Revelación, puede verse en el artículo Ciencia y Revelación de Jorge IPAS publicado en la voz REVELACIÓN (IV) de la Gran Enciclopedia Rialp, tomo 20 (Madrid, 1974).
[4] Cfr., p. ej., Mt. 22, 21 y paralelos (Mc. 12, 17, Lc. 20, 25): «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; Io. 19, 11: «Respondió Jesús a Pilato: no tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiese sido dado de lo alto»; Rom. 13, 1 ss.: «Sométanse todos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad que no provenga de Dios; y las que hay, por Dios han sido constituidas...»; 1 Tim. 2, 1-5; Tit. 3, 1; 1 Ptr. 2, 13-15.
[5] Puede verse, p. ej., la voz Primitivos, pueblos, de Antonio PACIOS y Jorge IPAS, en la citada Gran Enciclopedia Rialp, tomo 19 (Madrid, 1974).
[6] En este sentido puede verse, p. ej., el breve e interesante ensayo de G. THIBON, Cristianismo y Libertad.
[7] Para una exposición más detallada, cfr. Introducción General a las Recenciones, pp. 50-55.