FROMM, Erich
La revolución de
la esperanza. Hacia una tecnología humanizada
(The Revolution of Hope. Toward a Humanized
Technology, 1968.) Ed.
Fondo de Cultura Económica, México, 1970, 157 pp.
INTRODUCCIÓN
El
autor, desde el prefacio a la edición castellana, preludia en una síntesis las
tesis que más tarde defenderá a lo largo del libro. Su interés por acrecentar
el espíritu de esperanza nace acunado en un ámbito sociocultural y político muy
concreto capaz de condicionarle: los Estados Unidos de América en 1968 durante
las elecciones primarias presidenciales en las que Fromm se mostró partidario
incondicional de Mc Carthy.
Acaso
el subtítulo del libro —Hacia una tecnología humanizada— señale
tal vez el otro centro de interés, cuyo desarrollo más elocuente no encontraremos
hasta los dos últimos capítulos.
Frente
a la guerra del Vietnam y al desequilibrio ecológico —obstáculos que recortan
el horizonte de la esperanza humana—, Fromm apela «al amor a la vida (biofilia)
que todavía existe en muchos de nosotros» (p. 8).
Después
de un trabajo continuado durante 40 años, concretado en un buen número de
publicaciones, el psicoanalista parece reorganizar sus ideas «alrededor del
tema central: las alternativas de la deshumanización. Sin embargo, este libro
contiene también numerosas ideas nuevas que transcienden mi pensamiento
anterior» (p. 9).
Más
adelante analizaremos detenidamente en qué consisten estas ideas nuevas,
que como soluciones inesperadas parecen haberse varado en la imaginación del
autor cuando se encontraba al parecer en un callejón oscuro y de difícil
salida.
Reproducimos
a continuación el índice de la obra, conservando los epígrafes y apartados que
comentaremos sistemáticamente:
I.
La encrucijada.
II. La esperanza.
1)
Lo que no es la esperanza.
2)
La paradoja y la naturaleza de la esperanza.
3)
La fe.
4)
La fortaleza.
5)
La resurrección.
6)
La esperanza mesiánica.
7)
El destrozamiento de la esperanza.
III. ¿Dónde estamos ahora y hacia dónde vamos?
1)
¿Dónde estamos ahora?
2)
La visión de la sociedad deshumanizada del año 2000.
3)
La sociedad tecnológica actual.
IV. ¿Qué significa ser hombre?
1)
La naturaleza humana y sus diversas manifestaciones.
2)
Las condiciones de la existencia humana.
3)
La necesidad de marcos de orientación y devoción.
4)
La necesidad de sobrevivir y trans-sobrevivir.
5)
«Experiencias humanas típicas».
6)
Valores y normas.
V. Pasos para la humanización de la sociedad
tecnológica.
1)
Premisas generales.
2)
La planificación humanista.
3)
Activación y liberación de energías.
4)
El consumo humanizado.
5)
La renovación psicoespiritual.
VI. ¿Podremos hacerlo?
CONTENIDO DE LA OBRA
I.
La encrucijada.
Los
temores a los que se pasa revista en este primer capítulo, sin que sean
producto de una fantasía febril, suponen en todo caso una aproximación sólo
relativa al diagnóstico de la encrucijada actual.
La
clave para la comprensión del problema se sitúa en el maquinismo. «En el
consiguiente proceso social, el hombre mismo, bien alimentado y divertido,
aunque pasivo, apagado y poco sentimental, está siendo transformado en una
parte de la maquinaria total. Con la victoria de la nueva sociedad, el
individualismo y la privacía desaparecerán, los sentimientos hacia los demás
serán dirigidos por condicionamientos psicológicos y otros expedientes de igual
índole, o por drogas, que también proporcionarán una nueva clase de experiencia
introspectiva» (p. 13).
«Poseemos
un sistema económico que funciona bien a condición de que produzcamos cosas que
nos amenazan con la destrucción física, de que transformemos al individuo en un
cabal consumidor pasivo para, en esa forma, terminar con él, y de que hayamos
creado una burocracia que haga sentirse impotente al individuo.
»¿Estamos
frente a un dilema trágico e insoluble? ¿Hemos de producir gente enferma
para tener una economía sana, o existe la posibilidad de emplear nuestros
recursos materiales, nuestros inventos y nuestras computadoras al servicio de
los fines del hombre? ¿Debe la mayor parte de las personas ser pasiva y
dependiente a fin de tener fuertes organizaciones que funcionen bien?» (p.
14).
Al
bucear entre las posibles raíces etimológicas de la actual desesperanza, el
autor no tiene reparos en admitir el importante papel jugado aquí por el factor
religioso.
«Al
perder la fe religiosa y los valores humanistas ligados a ella, se concentró en
los valores técnicos y materiales y dejó de tener la capacidad de vivir
experiencias emocionales profundas y de sentir la alegría o la tristeza que
suelen acompañarlas» (p. 14).
Sin
embargo, sus «esperanzas, a este respecto, se basan en los factores siguientes:
»1)
El sistema social presente puede comprenderse mejor si se vincula el sistema
“Hombre” con el sistema entero. La naturaleza humana no es una abstracción ni
un sistema infinitamente maleable y, por ende, desdeñable desde el punto de
vista dinámico, sino que posee sus propias cualidades, leyes y alternativas
específicas. El estudio del sistema Hombre nos permite aprehender lo que hacen
al hombre ciertos factores del sistema socioeconómico y la forma en que las
perturbaciones en el sistema Hombre producen desequilibrios en todo el sistema
social» (p. 15).
Nótese
que a pesar de admitir que la naturaleza humana no sea una simple abstracción,
no parece tener ningún inconveniente más tarde, para emplear un concepto tan
ambiguo como confuso —el sistema Hombre—, que apenas si significa algo,
en tanto que naturaleza.
En
realidad, cuando Fromm dice que la naturaleza humana no es una «pura abstracción»,
se refiere a una «naturaleza» entendida como pura potencia pasiva —la ha
denominado en otras obras «materia prima humana»—, mientras que esa
«naturaleza» en «acto» cambiaría en cada época histórica y en cada individuo en
función de las condiciones socioeconómicas y de los condicionamientos sexuales
(cfr. Más allá de las cadenas de la ilusión. Mi encuentro con Marx y Freud, Herrero
Hermanos Sucs., S. A., México, 1971, 4ª ed., pp. 32-37).
«Las
ideologías y los conceptos han perdido mucho de su atractivo, así como los
clisés tradicionales como “izquierda” y “derecha” o “comunismo” y “capitalismo”
han perdido su significado. Los individuos buscan una nueva orientación, una
nueva filosofía, que tenga por centro la prioridad de la vida —física y espiritual—
y no la prioridad de la muerte» (p. 16).
No
obstante, a pesar de la advertencia que nos hace en su prólogo («el libro, como
toda mi obra anterior, intenta distinguir la realidad social y la individual de
las ideologías que deforman y ‘enjaulan’ ideas valiosas con el propósito de
mantener el statu quo», p. 9), el autor no parece conseguirlo. A todo lo
ancho de su exposición se sostienen tesis en las que fácilmente se reconoce una
alianza camuflada pero de primera mano con el absolutismo marxista, aunque
suavizado en la forma.
Un
ejemplo concreto en relación a este punto lo constituye el excesivo empeño de
Fromm por magnificar soluciones que giran alrededor de la exclusiva relación
entre la naturaleza humana y el sistema socioeconómico, camino éste que, además
de insuficiente y escotomizado, está condenado a no alcanzar ni siquiera lo
periférico del problema de la esperanza humana.
II.
La esperanza.
1)
Lo que no es la esperanza.
A
la pregunta de qué es la esperanza, el autor responde dibujando las condiciones
que debieran hacerla posible, escamoteando así el dar una respuesta concreta:
«¿Se
tiene esperanza cuando el objeto de ésta no es una cosa sino una vida más
plena, un estado de mayor vivacidad, una liberación del eterno hastío, o cuando
se persigue, para usar un término teológico, la salvación o, empleando uno
político, la revolución? A esta clase de expectación, en verdad, podría
llamársele esperanza; pero no debe hacerse así si posee la cualidad de la
pasividad y de la espera, a menos que se quiera hacer de la esperanza, en
efecto, una envoltura para la resignación, una mera ideología» (p. 18).
La
respuesta a la pregunta formulada encierra la clave de lo que no es la
esperanza. Resulta evidente que una pasividad llevada a su extremo pendular
aniquilaría lo esperanzador, confundiéndolo con una expectación que tendría más
de parálisis perpleja y enajenada que de conquista abierta y confiada. Un error
que proyecta demasiadas oscuridades consiste en hacer equivalentes la
resignación y la ideología.
El
equívoco de una esperanza concebida fuera del camino, entre lo pseudoteológico
y lo revolucionario —que el autor sitúa en un mismo plano—, contribuye a
obstaculizar, todavía más, la comprensión del concepto.
Más
adelante se opondrá a Marcuse, que «ejemplifica al intelectual enajenado que
presenta su personal desesperación como una teoría del radicalismo» (p. 20). A
pesar de sus críticas más o menos acertadas al moderno pensamiento burgués, del
que Marcuse es un alto exponente, y del criterio negativo usado para llegar a
la aprehensión de lo que sea la esperanza, el autor confunde al lector y tal
vez a sí mismo. Enfatiza, por último, viejas tesis historicistas (reducción de
la vida a «aquello que hago o llego a ser»), que apenas asumidas tras la
máscara de un furibundo vitalismo, no logran abrirse paso hacia la esperanza
humana.
2)
La paradoja y la naturaleza de la esperanza.
Fromm
admite con demasiada prontitud la distinción entre esperanza consciente e
inconsciente. En su afán de antropologizarlo todo, reduce la cuestión al ámbito
de una teoría psicoanalítica personal desligada de la ortodoxia freudiana. Al
analizar las paradojas actuales, acentúa una en especial:
«Para
las generaciones postvictorianas es mucho menos inquietante percatarse de sus
apetitos sexuales reprimidos que de experiencias tales como la enajenación, la
desesperanza o la avaricia. Para dar sólo uno de los ejemplos más obvios: la
mayor parte de la gente no reconoce sentir miedo, fastidio, desesperanza o
soledad. Según el patrón social, se supone que el hombre de éxito no tiene
miedo ni se siente sólo o aburrido. Este mundo debe ser para él el mejor de los
mundos. Por lo mismo, a fin de estar en las mejores condiciones de promoverse
debe reprimir tanto el miedo y la duda como la depresión, el aburrimiento y la
falta de esperanza» (pp. 21-22).
Una
vez desveladas estas paradojas, se atreve al fin a dar una definición de la
esperanza repleta de imprecisiones y de funcionalismos. «La esperanza es un
estado, una forma de ser. Es una disposición interna para actuar (activness)
(...) La esperanza es un concomitante psíquico de la vida y el crecimiento»
(pp. 23-24). Además de no dejar claro qué entiende el autor por concomitante
—no explica qué contenido da él a este concepto— realiza el intento de
reducir la esperanza a una parcela más de su agigantado psicologismo. En este
apartado, Fromm vuelve a tratar uno de los temas fundamentales de su
pensamiento: el miedo a la soledad, consecuencia de su ateísmo. El hombre,
reducido a un ser sin Dios, encuentra su mayor mal en la soledad, y como
consecuencia debe recurrir a un activismo desmesurado (de ahí la identificación
de esperanza y actividad) que aleje de él el «peligro» de encontrarse consigo
mismo y de reflexionar sobre su ser y sobre su naturaleza. Fromm quiere cerrar
al hombre, del modo que sea, el camino de la contemplación (especulación), pues
a través de él llegaría al reconocimiento de Dios.
3)
La fe.
Sus
definiciones de la fe no logran sobrepasar el inmanentismo humano, consecutivo
a la psicologización operada a priori con las virtudes teologales, que
han sido reducidas a nuevas propiedades intrínsecas al hombre.
«La
fe, al igual que la esperanza, no es predecir el futuro, sino la visión
del presente en un estado de gestación (...), es el conocimiento de la
posibilidad real, la consciencia de la gestación (...), está basada en nuestra
experiencia de vivir y de transformarnos (...) en el mismo sentido, podemos
tener fe en nosotros mismos: no en la constancia de nuestras opiniones, sino en
nuestra orientación básica hacia la vida, en la matriz de nuestra estructura de
carácter. Semejante fe está condicionada por la experiencia de sí mismo, por
nuestra capacidad para decir “yo” legítimamente, por la sensación de nuestra
identidad» (pp. 24-25).
Una
vez operada la degradación de la fe a lo meramente irracional (puede volverse a
decir aquí lo enunciado en el apartado anterior sobre el activismo, del que
surge este irracionalismo de la fe), describe su carácter esencial, el «ser un
elemento pasivo» consistente en una paradoja, la certidumbre de lo incierto,
«el sometimiento a algo dado que se admite como verdadero sin importar si lo es
o no» (p. 25).
Las
simplificaciones operadas, bajo una aparente complejidad, permiten captar la
falta de originalidad del autor, que no ha tenido más remedio que beber en las
fuentes cristianas de estas virtudes para posibilitar así el dudoso alcance de
su manipulación.
Obsérvese
desde esta perspectiva la nueva definición propuesta para la esperanza: «La
esperanza es el temple de ánimo que acompaña a la fe, la cual no podría
mantenerse sin la disposición anímica de la esperanza. La esperanza no puede
asentarse más que en la fe» (p. 26). En realidad se trata de decir «no» a todo
lo que el conocimiento espontáneo dicta al hombre como justo, mientras que
habría que decir «sí» a sus opuestos: «liberación sexual», «revolución»,
ateísmo, etc. Fromm llama a esto «fortaleza», pero en realidad el nombre que le
corresponde es el de violencia mental, que sí es necesaria para lograr la
inversión radical que él propone. El intento simulador y manipulador al
servicio de un pensamiento que se dice original, manifiesta con suficiente
nitidez el plagio de la doctrina cristiana, que precisamente intenta ridiculizar.
4)
La fortaleza.
El
autor define la fortaleza como la capacidad para resistir la tentación de
comprometer la esperanza y la fe transformándolas —y, por ende, destruyéndolas—
en optimismo vacío o en fe irracional. Fortaleza es la capacidad de decir «no» cuando el mundo querría oír un «sí» (p.
26).
Esa
definición minimiza las vertientes superiores del hombre; más tarde sublimará
la fortaleza en forma de una intrepidez que «encontramos en la persona
totalmente desarrollada, que descansa en sí misma y ama la vida» (p. 26).
El
hombre en el modelo frommiano, está imposibilitado para su propio crecimiento
—aplastado por un techo tan bajo que hace imposible la contemplación del más
pequeño horizonte— al instrumentalizar la fe y la esperanza hasta el punto de
agotarlas en un límite hermético, que no rebasa el statu quo individual
y social.
No
parece sino que el autor se hubiera propuesto dibujar unos motores imaginarios
sobre los que arquitectar el dinamismo humano necesario para su teoría del
hombre. De ahí la búsqueda de confirmación social para su modelo
individual. «Lo que vale para el
individuo vale también para la sociedad. Esta jamás es estática: si no cree,
decae; si no transciende el statu quo hacia lo mejor, se desvía
hacia lo peor» (p. 27). Se trata ante todo de trascender el statu quo como
si éste necesariamente asfixiara al hombre. Con ello, Fromm pasa a ser otro de
los «profetas» actuales de lo social y psicológico.
5)
Resurrección.
No
extrañará, por tanto, el tono mesiánico del fragmeno que sigue:
«El
hombre y la sociedad resucitan a cada momento en el acto de esperanza y de fe
del aquí y ahora. Cada acto de amor, de
consciencia y de compasión es resurrección; cada acto de pereza, de avaricia y
de egoísmo es muerte. La existencia nos enfrenta en cada momento con la
alternativa entre resurrección y muerte, y en todo momento respondemos. La respuesta
no consiste en aquello que decimos o pensamos, sino en lo que somos, en el modo
en que obramos, en el lugar en que nos desenvolvemos» (p. 28). El inmanentismo
praxista es casi total, no quiere dejar en absoluto al hombre ningún resquicio
por el que abrirse a lo trascendente.
6)
La esperanza mesiánica.
De
este modo, Fromm siente la necesidad de reinterpretar a su modo la Sagrada
Escritura. Frente a la «salvación horizontal» propuesta —según dice— por
los profetas del Antiguo Testamento, opina que el libro de Daniel no tuvo
cabida en el Viejo Testamento precisamente por su «idea vertical de la
salvación». También cree que el antiguo cristianismo se opone a este
verticalismo. Pero «en nuestros días, el ala radical dentro de la Iglesia
Católica Romana —continúa diciendo—, al igual que la de las diversas
denominaciones cristianas no católicas, muestra un señalado retorno al
principio profético, a su alternativismo, tanto como al concepto de los
objetivos espirituales que deben aplicarse al proceso político y social. Fuera
de la Iglesia, el socialismo marxista original fue el exponente más
significativo de la visión mesiánica en lenguaje secular, sólo corrompido y
destruido por la deformación comunista de Marx. El elemento mesiánico del
marxismo ha recuperado su voz, en años recientes, a través de cierto número de
marxistas humanistas, especialmente en Yugoslavia, Polonia, Checoslovaquia y
Hungría. Marxistas y cristianos han venido, así, a comprometerse en un diálogo
mundial, que se basa en la herencia mesiánica común» (p. 30). Con esto Fromm
cree haberse convertido en el artífice del diálogo entre marxistas y cristianos[1],
diálogo al parecer basado en «herencia mesiánica común», en la que habían que
establecer, no obstante, amplias matizaciones. Por ejemplo, Fromm interpreta el
apocalíptico cataclismo del fin del mundo como «la versión del determinismo y
no de la libertad», y, por tanto, en oposición a la esperanza activa por él
propugnada.
7)
El destrozamiento de la esperanza.
Fromm
descubre la presencia de la desesperanza en la costra de la tierra. Pero este
destrozamiento de la esperanza jamás será baladí. Entre sus cenizas surgen
ahora otros jinetes apocalípticos representados por el «optimismo consciente»,
la «resignación inconveniente», el «endurecimiento del corazón», la
«destructividad y la violencia», el «nihilismo revolucionario» (cfr. pp.
31-34).
III. ¿Dónde
estamos ahora y hacia dónde vamos?
1)
¿Dónde estamos ahora?
En
su diagnóstico social, Fromm encontrará, no obstante, algunos obstáculos que
dificultan su tarea. «Resulta mucho más fácil decir donde no estamos
(...). No marchamos rumbo a un mayor individualismo, sino que estamos
convirtiéndonos en una civilización de masas manipuladas cada vez en escala más
grande» (p. 35). Después de historiar, más en superficie que en profundidad,
las características de la primera Revolución Industrial, pasa revista a la
segunda «de cuyos principios somos testigos en este momento». Entre los rasgos
más sobresalientes encuentra: «el reemplazamiento del pensamiento humano por
el de las máquinas (...), un número reducido de gigantescas empresas (que) han
venido a ser el centro de la máquina económica y (que) son administradas por
una burocracia que se perpetúa a sí misma. (En definitiva), seguimos profesando
el individualismo, la libertad y la fe en Dios, pero nuestra adhesión a ellos
es débil en comparación con la realidad de la conformidad obsesiva del hombre
organizado, que se guía por el principio del materialismo hedonista» (p. 36).
2)
La visión de la sociedad deshumanizada del año 2000.
El
diagnóstico social es seguido de un pronóstico. Se da entrada así a una incierta
futurología, cuyas características apuntan al nacimiento de medios irracionales
y de desgracias calamitosas. «El año 2000 puede ser el principio de una era en
la que el hombre cese de ser humano y se transforme en una máquina sin
sentimientos y sin ideas (...). Y no se trata del Leviatán, de Hobbes,
sino de un Moloch, el ídolo que todo lo destruye, al cual habrá de ser
sacrificada la vida humana. Este Moloch ha sido descrito con la mayor
imaginación por Orwell y Huxley, y por cierto número de escritores de ficción
científica, quienes han demostrado poseer una perspicacia más elevada que
muchos sociólogos y psicólogos profesionales» (p. 38). Bajo este pesimismo
subyace el concepto de la megamaquinización de Lewis Mumford, a quien cita[2].
Todo parece converger hacia el más radical igualitarismo nivelador
masificado. «Empresarios y trabajadores fuman los mismos cigarrillos y viajan
en autos iguales en apariencia, aún cuando los de mayor calidad corran más
suavemente que los más baratos. Acuden a los mismos cines y ven los mismos
programas de televisión, y sus mujeres usan los mismos refrigeradores» (p. 40).
Incluso
la élite devendrá en un amorfo anonimato que, al contacto con la masa, perderá
su poder dinamizador, acabando por confundirse con ella. «La élite directiva
difiere asimismo en otro punto respecto de la antigua: es justo un apéndice de
la máquina en igual grado que aquellos a quienes dirige. Y vive tan enajenada,
o tal vez más; tan ansiosa, o quizá más, que el trabajador de algunas de sus
fábricas. Sus miembros se aburren, como cualquier otro individuo, y emplean los
mismos antídotos contra el aburrimiento. No son como los de la élite antigua:
un grupo creador de cultura» (p. 41).
3)
La sociedad tecnológica actual.
La
descripción de la sociedad actual recorre el siguiente itinerario: A)
Descripción de los principios en que se fundamenta; B) Análisis de sus efectos
en el hombre; C) Fundamentación de la necesidad de la certidumbre (como
sustitutivo degradado e inoperante de la esperanza humana).
A)
Sus principios.
«¿Cuáles
son los principios que guían este sistema tal como es hoy? (...) El primer
principio es la máxima de que algo debe hacerse porque resulta posible
técnicamente hacerlo. Esto implica la negación de todos los valores que ha
desarrollado la tradición humanista (...). Una vez que se acepta este principio
de que las cosas deben hacerse porque técnicamente son posibles, todos los
demás valores se llenan de vacío, y el desarrollo tecnológico se convierte en
el fundamento de la ética» (pp. 41-42).
«El
segundo principio es el de la máxima eficacia y rendimiento. Mas para
alcanzar este resultado el hombre debe ser desindividualizado y enseñado a
hallar su identidad en la corporación antes que en él mismo». De aquí que «la
deshumanización en nombre de la eficacia sea un acontecimiento demasiado común
hoy (...). E incluso, visto con una amplitud mayor, la eficacia puede no servir
de nada, considerando que la compañía y la sociedad a la larga pagan, sin duda,
un alto precio por estas prácticas» (pp. 42-44).
El
empeño cerril por llevar a la práctica estos principios será sancionado por una
multitud de consecuencias entre las que el autor destaca la supresión
continuada de los elementos creativos, la burocratización rutinaria del
pensamiento, el menoscabo de la salud del hombre aburrido, ansioso y deprimido,
producto de un precario sistema de tensiones insoportables.
En
definitiva, «el método, eficiente en apariencia, resulta insuficiente no sólo
bajo un criterio humano, sino también de acuerdo con un criterio meramente
económico» (p. 45).
La
ineficacia de los sistemas fundamentados en la ética del máximo rendimiento se
hace todavía más peligrosa, al universalizar e invadir áreas más sutiles como
la educación, los deportes, la publicidad, etc.
«E1
constante aumento de la cantidad constituye la meta de nuestra vida (...) Poca
gente plantea la cuestión de la cualidad, o qué utilidad tiene todo este
acrecentamiento de la cantidad. Esta omisión resulta evidente en una sociedad
que no tiene ya como centro al hombre y en la que un aspecto, el de la
cantidad, ha ahogado a todos los demás» (p. 45).
B)
Sus efectos en el hombre.
¿Qué
efecto tiene este tipo de organización en el hombre? El hombre ha sido
transformado en «un Homo consumens, el consumidor total, cuya única
finalidad es tener más y usar más. Esta sociedad produce muchas
cosas inútiles y, en igual proporción, mucha gente inútil» (p. 47). El hombre
«se vuelve una cosa y desea ser humano (...) el hombre se vuelve cada vez más
pobre en cuanto hombre» (p. 48). Sus actitudes se resuelven en una pasividad
atrincherada en su madriguera hedonista. Incapacitado para hacerse cargo del
mundo y de sí mismo, embotados sus sentidos al satisfacer miles de caóticas
necesidades, el hombre desvincula su cabeza de su corazón, sacrificándose al
ídolo del «progreso técnico como el valor más alto (...), reforzando así una
profunda atracción emocional hacia lo mecánico, hacia todo lo no vivo, hacia
todo lo hecho por el hombre (...). De aquí la indiferencia hacia la vida en
lugar de la reverencia por la vida» (p. 51). El ensamblaje de
estos aspectos apuntan a dos efectos patológicos principales: «la desaparición
de la privacía y la del contacto humano personal» (p. 54).
Uno
y otro están implicados, hasta el extremo de haber logrado una nefasta síntesis
en determinadas profesiones que hoy gozan del prestigio de lo supuestamente
liberador:
«Por
desgracia, un número elevado de psicólogos dedica cuanto sabe sobre el hombre,
a manipularlo en aras de los intereses de lo que la gran organización considera
eficiencia. De este modo, los psicólogos vienen a ser una parte importante del
sistema industrial y gubernamental, aunque ellos pretenden que su actividad
profesional esté al servicio del desarrollo óptimo del hombre» (p. 54).
C)
La necesidad de certidumbre.
Al
no estar sometida la conducta humana a la programación hermética del
automatismo de sus instintos, se ve en la obligación «de elegir, lo cual
significa enfrentarse, en todo asunto importante, a graves riesgos para su vida
si elige equivocadamente (...). El hombre, en consecuencia, tiene una viva
necesidad de certidumbre. En efecto, prefiere hacer una decisión equivocada
y estar seguro de ella, que tomar una decisión correcta y atormentarse
con la duda respecto de su validez. Esta es una de las razones psicológicas de
que el hombre crea en ídolos y en guías políticos» (p. 55).
«Esta
necesidad de certidumbre origina la necesidad imperiosa de creer ciegamente en
la eficacia del método de la planificación mediante computadoras» (p. 57).
Al
arrojarse en los brazos de la incierta certidumbre proporcionada por el
maquinismo, muestra su incapacidad para arrostrar la certidumbre
responsabilizada de pensar por cuenta propia.
Es
como si el hedonismo de la conciencia deformada, aspirara —mediante una
manipulación artificial y pseudoengañosa— a no tener que sentir ningún reproche
ni remordimiento acerca de la rectitud y legitimidad de sus decisiones.
Por
eso se comprende la admiración beata por los hechos, del hombre de
nuestra época. Como si éstos, al ser transformados en datos, se
convirtieran misteriosamente en un absoluto que no admitiese ningún tipo de
críticas, cuando es así, que los datos son seleccionados y objeto de
inconfesadas manipulaciones. «No hay modo más efectivo de deformar las cosas
que brindar únicamente una serie de hechos (puesto que) descansan en dos
supuestos erróneos:
a) Que los hechos están dados
objetivamente; y
b) Que la programación es
ajena a las normas» (pp. 62-63). Además, «no sólo los hechos mismos están escogidos
y ordenados de acuerdo con valores. La programación de la propia computadora se
basa en valores incorporados y con frecuencia inconscientes» (p. 62).
En
todos los textos que anteceden aparece claramente la limitación del horizonte
de Fromm. Los parciales aciertos de su diagnóstico quedan inválidos por el
fuerte tono de necesidad biológica con que se describe todo. Parece como
si la psicología, al hacerse social, se cuajara del rigor de las matemáticas y
todas sus conclusiones devinieran coactivas. Es claro que no es así, y que el
hombre —mucho más el cristiano— cuenta con el espíritu para desvincularse de
ese sometimiento a los condicionantes de la pura biología materialista, o del
maquinismo «providencial» de las computadoras.
IV. ¿Qué
significa ser hombre?
Una
vez que el autor ha desarrollado su diagnóstico social, describiendo las
dificultades que se ofrecen a esa esperanza humana dimensionada por él mismo,
pasa ahora a la exposición, muy incompleta, de lo que imagina ser la naturaleza
del hombre.
1)
La naturaleza humana y sus manifestaciones.
La
primacía que Fromm concede a las influencias que los factores socioculturales
ejercen sobre la naturaleza humana rebasa con amplitud los límites de lo
sensato.
«El
hombre ha sido reducido fácilmente —y aún lo es— a aceptar una forma
particular de ser hombre como su esencia. En la medida en que esto
ocurre, el hombre define su humanidad en función de la sociedad con la que se
identifica» (p. 64).
En
oposición a estas hipótesis, que en lugar de esclarecer la esencia de la
naturaleza humana, la abaten hasta hacerla irreconocible, Fromm efectúa un
recorrido por algunos de los rasgos esenciales del hombre tipificándolos en
modelos como el Homo faber, el Homo sapiens, Homo ludens, Homo
negans, y Homo sperans. Pero con ello se evade lo central del
problema. Decir que «esperar es una condición esencial del ser humano» (p. 65),
aún con ser mucho, todavía es insuficiente. Es necesario afirmar el por qué de
su esencialidad, el cómo lo hace, en qué espera, y el cuándo,
cómo y por qué de sus desesperanzas.
La
contradictoria postura del autor frente a Marx abandona en ocasiones la crítica
para alinearse a su lado: «Tal vez la definición más significativa de la
especie humana la haya dado Marx» (p. 65). Sus afirmaciones se suceden en un
encadenamiento nada probado. La pregunta por el hombre es sustituida por
aquella otra mucho más funcional que cuestiones acerca de «¿qué significa ser
hombre?», para finalizar firmando que
«en realidad, no puede hacerse hoy ninguna afirmación terminante acerca
de lo que significa ser hombre» (p. 66).
Con
este recurso fácil se trata de homologar esencia y significación, cuando lo
irreductible de estos dos conceptos está más que probado. Frente a la esencia
que afirma lo que es, la significación sólo atiende a la interpretación
subjetivista. Al usar de esta pirueta, Fromm hace depender el ser del hombre de
la frivolidad amorfa de las coordenadas socioculturales más bien
intrascendentes.
«Si
queremos saber qué significa ser hombre, debemos estar preparados para
encontrar respuestas no en función de las diversas posibilidades humanas, sino
en función de las condiciones mismas de la existencia humana» (p. 67).
Su
dialéctica superficial truca los datos del problema, llevando el agua al propio
molino: la magnificación del protagonismo etiológico de las circunstancias
sociales y el papel que aquellas desempeñan en el modelado de la naturaleza
humana.
2)
Las condiciones de la existencia humana.
El
peso de estas condiciones gravita sobre un biologismo chato y sin relieve que
no alcanza a bosquejar ni siquiera los perfiles específicamente humanos.
Estas
condiciones las resuelve en «la disminución del determinismo instintivo, y el
tremendo aumento en tamaño y complejidad del cerebro comparado con el peso del
cuerpo» (p. 67). Para nada se habla de la libertad, o de la conciencia, del
pensamiento y la palabra, etc., condiciones todas ellas irrenunciables si se
aspira a conocer la naturaleza humana, aunque fuese someramente.
3)
La necesidad de marcos de orientación y devoción.
Para
Fromm es necesario «someterse a un guía fuerte que se supone conoce lo que es
mejor para el grupo, que planea y ordena, y que promete a cada uno de ellos que
si lo siguen actuarán en beneficio de todos (...). Para dar al individuo
suficiente fe para creer en él, se concede que el guía tenga cualidades
superiores a las de cualquiera de los que están sujetos a él. Así, se le supone
omnipotente, omnisciente, sagrado (...). En su anhelo de seguridad, los hombres
aman su propia dependencia, especialmente si la relativa comodidad de la vida
material y las ideologías que llaman educación al lavado de cerebros, y libertad
a la sumisión, les facilita el acceso a ella» (p. 70).
La
contradicción de su sistema en este punto resulta obvia. De un lado se pretende
salvar al hombre persuadiéndole para que reconozca su dependencia frente a la
humanidad, mientras que de otro, simultáneamente, se sostiene una crítica
amarga a la obligada dependencia de la persona.
Fromm
parece ignorar la existencia de la virtud cristiana de la obediencia, con cuyo
ejercicio, en primer lugar el hombre se somete a otro hombre, no porque este
último sea un líder (e independientemente de que lo sea o no), sino por
su función de instrumento canalizador de la voluntad divina. En segundo lugar,
tampoco parece haberse apercibido de la función de acunamiento de la esperanza,
que sigue a la sumisión obediente pero libre. En efecto, el reconocimiento —en
la obediencia cristiana— de los propios límites y contingencias empuja al
hombre a la búsqueda de un sistema referencial y orientativo que lejos de
esclerotizar su personalidad, la despliega y desarrolla, ampliando su horizonte
existencial hasta insospechados extremos.
Gracias
a este ensanchamiento trascendente, consecutivo a la religación personal, el
hombre descubre la realidad, para poder realizar el más importante de sus
compromisos: el asentimiento al Ser de quien dependen todas las cosas y seres
existentes.
Fromm
no hubiera podido construir su sistema minimizador del hombre, de no haber
tenido a la vista el cristianismo, del que toma palabras y algún concepto; pero
sus prejuicios psicoanalíticos y socialistas, unidos al insuficiente
conocimiento de la fe cristiana, le permiten la degradada caricatura que se
expone en el capítulo V de este libro.
Ignoradas
las verdaderas dimensiones del hombre, disueltos los lazos de la religación
humana con Dios, nace la necesidad de una estructura sustitutiva, en la que la
fe es reemplazada por el «razonamiento científico» ahora absolutizado; la
esperanza sobrenatural es mudada en esperanza natural entretenida en dar
alcance a este o aquel aspecto, que las modas sociales califican de valederos;
y la caridad se achica y empobrece en un equilibrio inestable de afectos
naturalistas, dependencias baldías, e intereses bastardos dentro del mágico slogan
reductor de la solidaridad humana.
4)
La necesidad de sobrevivir y trans-sobrevivir.
El
autor critica a Freud el sistema mecanicista y materialista propio de su época,
por «erigir una psicología sobre esas pulsiones que están al servicio de la
supervivencia. Pero el hombre tiene pasiones —continúa el autor— que son
específicamente humanas y que trascienden la función supervivencial» (p. 75).
Parecería
extraño que este comentario saliese de la pluma de Fromm, si no supiéramos
hacia qué meta ideológica se dirige.
Haciendo
escala en el pensamiento de Marx, el autor se pondrá al lado de las
interpretaciones materialistas de la conciencia.
«Nuestra
conciencia consiste esencialmente en la advertencia de aquellos fenómenos que
el filtro social, compuesto de lenguaje, lógica y prohibiciones, nos permite
llegar a advertir (...). Esta es la razón por la que la estructura de la
sociedad determina a la conciencia (...). En tanto que el hombre tiene que
trabajar dentro de una sociedad dada, su necesidad de supervivencia le hace
aceptar, generalmente, las conceptuaciones sociales y reprimir, por
consiguiente, lo que advertiría si se hubieran fijado otros esquemas en su
conciencia» (p. 77).
Se
construye así un modelo del hombre, aprovechando retazos de las ideologías
marxista y psicoanalítica. En síntesis, Fromm reinventa necesidades que se le
habían escapado al fundador del psicoanálisis (la necesidad de
trans-sobrevivir) para un poco más tarde darles un mentís rotundo de
insatisfacción por fuerza del determinismo social, tesis que tomó prestada de
Marx.
Esta
alienación de la conciencia de etiología social influirá en concretos estilos
de pensar. Por eso «las categorías de pensamiento en la era industrial son las
de cuantificación, abstracción y comparación, las de ganancia y pérdidas, las
de eficiencia e ineficiencia» (p. 77).
Partiendo
de los ciegos instintos, el psicoanalista alcanzará la conciencia para
ofrecerla más tarde al ídolo de la dialéctica materialista. De un modo
subrepticio se da entrada a otra concepción materialista de la biología que
nada tiene que envidiar a la de Freud, criticada anteriormente.
5)
Experiencias humanas típicas.
En
busca del fundamento que explique el por qué de la necesidad de la esperanza
impresa en la condición humana, el autor va alineando una serie de hitos que
llama «experiencias específicamente humanas, que no son ni de carácter
intelectual ni idénticas con aquellas experiencias sensibles similares en todo
sentido a las del animal» (p. 81).
Su
enumeración recorre un camino muy lejano: la avidez, la ternura, la compasión y
la empatía, el conocer y el interés, la responsabilidad, la identidad, la
integridad y la vulnerabilidad. La cumbre de todas ellas la constituye la
trascendencia, pero en un sentido muy distinto al que se le concede en el
cristianismo.
«La
palabra trascendencia se utiliza por lo general en un contexto religioso
y se refiere al acto de trascender la dimensión humana para alcanzar la
experiencia de lo divino. Esta definición de trascendencia tiene sentido en un
sistema teísta. Pero desde un punto de vista no teísta puede decirse que el
concepto de Dios fue el símbolo poético del acto de abandonar la prisión del yo
y del alcanzar la libertad de la apertura al mundo y de la relación con él. Si
se habla de trascendencia en un sentido no teológico, el concepto de Dios
resulta innecesario. No obstante, psicológicamente, la realidad trascendental
es la misma» (pp. 91-92). Trascender el yo, «significa dejar el propio yo,
abandonar la avidez, vaciarse a fin de llenarse, empobrecerse para ser rico»
(p. 92)[3]
El
hurto sacrílego de conceptos cristianos resulta excesivamente elocuente, y
apenas si necesita de algún comentario. No obstante, y de modo muy breve,
pasaremos revista a las manipulaciones más toscas operadas por el autor:
a)
Se comprende su interés desmedido por hacer converger una mera hipótesis
psicologista imposible de probar, con conceptos cristianos de siempre. Pero el
tipo de alianza perseguida resulta imposible, aun a pesar de los esfuerzos por
intentar abaratar el concepto de trascendencia, para hacer lo cohonestable,
previamente desnaturalizado al propio pensamiento psicológico.
b)
Debería probar al menos algunas de sus afirmaciones. Igualar la trascendencia
cristiana con la significación secularizada propuesta por él, resulta ilusorio
y utópico —sobre todo y precisamente en el plano psicológico a que nos remite—,
además de completamente imposible.
c)
No nos extraña, por tanto, que su descripción de la trascendencia del yo, se
haga a costa de repetir algunas de las síntesis cristianas de siempre, pero
vaciadas de su única significación posible.
Para
explicar la esperanza humana, necesita hurtar de lo cristiano. En consecuencia,
el autor se comporta como quien copiara una obra de arte a la que luego procura
destruir para no sentirse infinitamente superado por el modelo. El ardid
empleado nos sirve para entender mejor las pseudosoluciones que más adelante
propondrá.
6)
Valores y normas.
Una
consecuencia obligada del análisis de la condición humana es el reconocimiento
de la necesidad que el hombre tiene de un sistema de valores que guíe sus
acciones y sentimientos.
«Desde luego, existen comúnmente discrepancias
entre lo que los individuos consideran que son sus valores y los verdaderos
valores que los dirigen, de los cuales no se dan cuenta» (p. 92).
Es
el peligro de la Babel actual, que extiende su confusión axiológica a la
sociedad industrial y burocrática exaltando el consumo, la posición social, la
diversión, el excitamiento, etc. Fromm resume las pautas axiológicas
encontradas entre aquellos que no aceptan la autoridad de Dios como el
fundamento de los valores, en las tres opiniones siguientes:
1.
«Un completo relativismo que sostiene que todos los valores son asunto de gusto
personal y que carecen de todo fundamento más allá de dicho gusto. La Filosofía
de Sartre no difiere básicamente de este relativismo, puesto que el proyecto
elegido libremente por el individuo puede ser cualquiera —siendo, por ende,
erigido en supremo valor—, siempre y cuando sea auténtico» (p. 93).
2.
Otro criterio es el de «los valores socialmente inmanentes (...). Según este
punto de vista las normas éticas son idénticas a las normas sociales, y estas
se hallan al servicio de la perpetuación de cada sociedad dada, incluyendo sus
injusticias y sus contradicciones» (p. 94).
3.
Un tercer grupo se aglutina alrededor «del valor biológicamente inmanente». Es
el conocido género del darwinismo social, del que es exponente, entre otros, el
propio Lorenz. Pero como escribe Fromm, «las analogías que presentan autores
como Konrad Lorenz distan mucho de ser convincentes» (p. 94). El intento de
superponer estos valores específicamente humanos a actitudes encontradas en
otras especies animales resulta inválido desde cualquiera de las perspectivas
que se le contemple.
Una
vez sintetizadas las distintas conductas humanas en las tres posturas éticas
expuestas más arriba, el autor, insatisfecho, se lanza en busca de un nuevo
camino. «Debo plantear la cuestión de si existe una evidencia científica,
objetiva, que pudiera imponerlos, o al menos hacerlos altamente sugestivos,
como las normas que motivarían las vidas privadas de cada uno y que serían los
principios guías de todas las empresas y las actividades sociales que se
planeen» (p. 95).
«No
obstante, quiero decir, principalmente por razones teóricas, que se pueden
llegar a establecer normas objetivas si se parte de la siguiente premisa: que
es deseable que un sistema viviente crezca y produzca el máximo de vitalidad y
de armonía intrínseca, esto es, subjetivamente de bienestar» (p. 97).
El
error de la nueva ética frommiana reside en el punto de partida de su
razonamiento. Después de «haber puesto entre paréntesis» a los valores cristianos
(sin ofrecer al lector ninguna razón que justifique tal decisión), dirige su
análisis a los pseudovalores que florecen entre los que no aceptan la autoridad
de Dios.
El
vacío y la insuficiencia subjetivista de estas posiciones deberían haberla
animado a desandar el camino emprendido y a reconsiderar si en la ética
cristiana —apriorísticamente rechazada— no se encuentra el sistema axiológico
perseguido.
La
estimación en rechazar lo cristiano le conduce a un callejón sin salida, desde
el que es forzado a proponer un sistema utópico arrancado de las fantasías
varadas en su imaginación.
Es
entonces cuando se echa mano al recurso de la ciencia. Como si ésta pudiera
fundamentar definitivamente la multitud superdiversificada de las humanas
actividades.
Una
vez rechazada la metafísica, es preciso inventar un andamiaje, que a nadie
satisface, para dar cobijo a un sistema de valores de significación incierta.
Las
críticas de Fromm a los sistemas normativos de la sociedad tecnificada resultan
aplicables también al sistema por él propuesto. Porque el bienestar no puede
ser tomado como el fundamento de los valores, más aún, cuando todo se diluye en
la ambigüedad de «que un sistema viviente crezca y produzca el máximo de
vitalidad y de armonía intrínseca» (p. 97). Si el hedonismo se acepta, habrá de
ser al costoso precio de atomizar el sentido de la naturaleza humana y
disolverla en la sinrazón de la duda.
V. Pasos
para la humanización de la sociedad tecnológica.
Con
este título se inicia la parte más importante del libro. Desde su atalaya de
diagnosticador social, el autor descendió a la descripción de la naturaleza
humana y ahora se instala en la posición del futurólogo que propone la solución
de los conflictos anteriormente diagnosticados. El tratamiento sólo persigue un
fin: la «humanización de la sociedad tecnológica».
1)
Premisas generales.
«Si
el hombre está aburrido, es pasivo, insensible y unilateralmente cerebral, va a
desarrollar síntomas patológicos tales como angustia, depresión,
despersonalización, indiferencia hacia la vida y violencia» (p. 98), como
consecuencia de la centralización, planificación y cibernetización de nuestras
instituciones sociales. Por ello las soluciones deben encaminarse a la
«humanización del sistema, de tal manera que esté al servicio del bienestar y
del crecimiento del hombre, por medio de cambios revolucionarios realizados
gradualmente, como resultado de las demandas de un amplio sector de la
población, y cuya motivación es la razón, el realismo y el amor a la vida. La
cuestión es: ¿Se puede llevar a cabo esto? ¿Qué pasos es necesario tomar para
lograrlo?» (p. 99).
En
breves líneas expondrá su programa:
1.
La planificación del sistema Hombre, basado en las normas óptimas del
funcionamiento humano.
2.
La activación del individuo con métodos de actividad y responsabilidad de
raigambre universal para cambiar los métodos actuales de la burocracia
enajenada por el de la administración humanista.
3.
La transformación del patrón de consumo hacia un consumo que contribuya a la
activación y se oponga a la «pasivación».
4.
La aparición de formas nuevas de orientación y devoción psico-espirituales que
sean equivalentes de los sistemas religiosos del pasado (cfr. p. 99).
De
la observación atenta de la programática frommiana se desprenden dos posibles
observaciones. Las tres primeras premisas, a pesar de su vaguedad, se centran
en torno a problemas sociales que tiene planteada la cultura de nuestro tiempo;
pero, preciso es reconocerlo, difícilmente su solución se encontrará por el
lado de la psicología. Y más utópico aún es que, de solucionar estas tres
cuestiones sociales, el hombre realice así el sentido de su vida en la tierra.
La
otra premisa (la cuarta) desconcierta por el utopismo que encierra. ¿Se
pretende acaso crear una nueva fe en una religión construida a escala humana?
¿Es que tenemos alguna seguridad de que el nuevo invento de la razón humana
superará la certeza de la religión Revelada? Y si no es así, ¿por qué esa
insistencia en que sean equivalentes?
Esta
«claudicación» por la que se concede alguna vigencia a la dimensión religiosa
del hombre, en contra de los mismos principios de Fromm, no muestra más que la
inconsistencia de ellos. La aspiración a adornarse con los atributos
teocéntricos ya la sintió Comte, y la síntesis propuesta no es más que una
expresión de la avidez por reemplazar a Dios: una tentación antiquísima en
cuyos brazos ya se arrojó el primer hombre, como se relata en el Génesis. Por
este camino la «revolución de la esperanza» equivaldría más bien a la regresión
al estado de desesperanza radical tras la caída en el pecado original.
2)
La planificación humanista.
«Toda
planificación está dirigida por juicios y normas de valor, se percaten o no de
ello los planificadores (...). ¿Cómo se puede llegar a tener algún conocimiento
sobre valores humanos si no es aceptando las tradiciones, que al menos tienen
la validez del consenso o son aceptadas como asunto de gusto o preferencia
personal? (...) El desenvolvimiento del hombre, y no el progreso industrial,
deberá ser el principio supremo de la organización social (...). Esto
significa que el conocimiento del hombre, de su naturaleza y de las
posibilidades reales de sus manifestaciones debe llegar a ser uno de los datos
básicos para toda planificación social» (pp. 99-101). Muy acertados
parecen a primera vista los criterios apuntados para la regulación de la
planificación humanista. No obstante, y aún admitiendo la imposibilidad de
planificar el auténtico progreso social si se vuelven las espaldas a los
valores humanos, sólo esto no es suficiente para el despliegue de un válido
humanismo que se persigue. Tampoco es suficiente la aceptación de las
tradiciones. Pues si bien es verdad que todo despliegue del futuro debe estar
asentado en el pasado, la continuidad de sentido de dicha evolución no se
fundamenta en esta única apoyatura. De ser así, muchos miedos conservadores
frente al cambio quedarían por este sencillo argumento legitimados. Es, pues,
necesario que cualquier proyecto planificador que quiera ser leal a una
concepción humanista hunda sus raíces en los rasgos esenciales de la naturaleza
humana. Pero adviértase que lo humano trasciende siempre al hombre, aunque se
realice desde, por y a través del hombre. De aquí que la reducción de los
presupuestos humanos al horizonte achatado y sin otro relieve que lo
forzadamente «natural» y ayuno de cualquier posibilidad de trascendencia, a fin
de cuentas no es sino una imagen deshumanizada, una edición abaratada de lo
humano.
El
único humanismo posible —y, por tanto, capaz de cumplir con los requerimientos
humanos— es aquel que no se cierra a la trascendencia: lo que exige el
reconocimiento de su religación esencial y dependiente de Dios.
3)
Activación y liberación de energías.
«Uno
de los rasgos más patogénicos de nuestra sociedad es la tendencia a hacer
pasivo al hombre privándolo de la oportunidad de participar activamente en los
asuntos de su sociedad, en la empresa en que trabaja y, de hecho, aunque en
forma más disfrazada, en sus asuntos personales» (p. 103).
El
rasgo patológico aquí citado recibe confirmación en esa mayoría silenciosa que
todo lo sufre, y que no pocas veces se recluta en las llamadas, en psicología, personalidades
inhibidas. La auténtica activación, sin embargo, no se consolidará con el
esfuerzo exclusivista de la actividad. Tenemos también la experiencia del
hiperactivismo, sostenido por una filosofía de carácter utilitarista, en cuyo
fondo palpita la pasividad de no querer afrontar los propios problemas. La
verdadera actividad a la que habría que apuntar —pues es la única que en verdad
es liberadora— es la actividad contemplativa. Cuando el hombre se ejercita en
ella, logra la serenidad —que no debe confundirse con la pasiva indiferencia o
la falta de sintonización por un embridamiento tiránico de los sentimientos—
que permite la acción serena y justa y que no se deja amordazar por cómodas
inhibiciones.
Sólo
si el hombre reconquista su capacidad de contemplación, podrá desplegarse en
una actividad propiamente liberadora, aunque limitada y contingente por fuerza
de la limitación creatural del hombre y de los efectos del pecado original que
perduran en nuestra naturaleza.
El
método humanista versus
el método burocrático enajenado.
El
método burocrático enajenado «es típico del industrialismo contemporáneo y, aún
más, del sistema soviético» (p. 103).
Sus
características están sintetizadas en las que siguen: «no hay lugar para la
iniciativa individual, las personas son casos (...), desechando
aquellos rasgos individuales que marcan la diferencia entre una persona
y un caso (...); es un método irresponsable en el sentido de que
no responde a las necesidades, los puntos de vista, los requisitos de un
individuo (...). El burócrata, sintiéndose parte de la máquina burocrática,
desea más que nada no tener responsabilidades, es decir, no tomar decisiones
por las que pueda ser criticado» (p. 104).
Eso
se adivina en su modo de escuchar: «a veces, amablemente; a veces, con
paciencia, pero casi siempre con una actitud que es una mezcla de su propio
desamparo e irresponsabilidad y de su sentido de superioridad hacia el sujeto
que hace peticiones (...). Su resultado es que paraliza la iniciativa y crea un
sentido de profunda impotencia» (p. 104).
¿Cuál es
la naturaleza de la «administración humanista» y sus métodos?
La
solución propuesta como administración humanista abarca un conjunto de
hipótesis muy variadas que podrían ser resumidas así: la regulación entre
centralización máxima y descentralización completa, que vendría regulada por el
grado alcanzado de participación óptima; la formación de otro tipo de
personalidad opuesta a la personalidad defensiva aferrada a la imagen
burocrática, excesivamente miedosa y vulnerable como para enfrentarse
abiertamente a las personas; la participación activa del individuo en la
empresa en que trabaja; la necesidad de que cada grupo reciba una información
objetiva y relevante, de modo que todos tengan una idea aproximadamente clara y
precisa de los asuntos básicos; la posibilidad del diálogo que implica siempre
una mutua aclaración de quienes lo sostienen y, a menudo, la comprensión del
interlocutor más que de uno mismo; y, finalmente, el derecho a la toma de
decisiones que naturalmente se aplicarán al proceso real de ese sector social
al que pertenecen sus componentes (cfr. pp. 103-104).
Todo
ello es aplicable a la «transformación de la cultura pasiva del consumidor en
una cultura activa, participante», y a la educación, «que ha degenerado en una
especie de herramienta para el avance social (...) que harta literalmente las
mejores mentes de nuestros universitarios porque están llenas, pero no
estimuladas» (cfr. pp. 113-118).
4)
El consumo humanizado.
Fromm
pasa revista a la sociedad permisiva y consumista antes de emplearse a fondo en
la exposición de sus posibles soluciones.
«La
sociedad ha seguido el principio de que se acepte indiscriminadamente todo lo
que el hombre quiera o desee (siempre que no preguntemos por su origen o por
sus efectos)», hasta el extremo de hacerle creer en la falsa libertad de «ser
el rey del supermercado». La libertad humana ha sido reducida a preferir este
producto en lugar de aquél, olvidando que no hay diferencias entre ambos.
«El
consumo compulsivo compensa la angustia. La necesidad de este consumo emana de
la sensación de vaciedad interna, de desesperanza, de confusión y de tensión. Ingiriendo
los artículos de consumo, el individuo se reasegura de que es él, por
así decirlo». De aquí que «la felicidad en su sentido actual comúnmente implica
un estado agradable y superficial de la sociedad antes que una condición
concomitante de la plenitud de la experiencia humana. Puede decirse que la felicidad
es una forma enajenada de la alegría» (pp. 118-122).
Entre
las soluciones propuestas para hacer «humano» este consumo, cita el autor las
que siguen:
a) La decisión de cambiar el
patrón de consumo, lo que prepararía la revolución del consumidor,
todavía por venir, hasta lograr imponer el consumo que afirme la vida frente a
aquél que la niega.
b) La aplicación de restricciones legales
a los métodos usados por una publicidad semihipnótica e irracional, que hace
fraudulento y engañoso el comercio interestatal.
c) Postergación de la producción
de cosas «útiles» y el control mediante impuestos de las cosas inútiles e
insalubres.
d) Fomentar mediante las
inversiones en el sector público el sentido de solidaridad y no de avaricia y
envidia y, por tanto, de competencia con los demás.
e) El establecimiento del ingreso
anual garantizado, de tal forma que no despertase enojo y resentimiento en
aquellos que trabajan y que no degradase a los ancianos, enfermos y
desempleados que lo reciben.
Estas
son, en síntesis, las soluciones propuestas, de cuya valoración técnica nos
ocuparemos más adelante.
5)
La renovación psicoespiritual.
De
todas las afirmaciones sostenidas en este ensayo, con toda certeza es en este
apartado donde más se evidencian las fallas del pensamiento frommiano.
«Hemos
argüido —comienza diciendo el autor— a través de todo el libro que el sistema
Hombre no funciona adecuadamente si sólo se satisfacen sus necesidades
materiales garantizando así su supervivencia fisiológica, pero no aquellas
necesidades y facultades específicamente humanas, como el amor, la ternura, la
razón, la alegría, etc.» (p. 133).
Aquí
están las razones de la insuficiente cultura tecnocrática. Estas necesidades
supervivenciales, como las llama Fromm, interesan también a la
corporalidad, pues alcanzan los sentimientos sensoriales, incorporándose —y no
en pequeña proporción— en el trenzamiento de la intra-historia biográfica
personal.
«La
religión fue históricamente, aparte del arte, la que incorporó estos aspectos
de la existencia humana. Pero con el crecimiento de la 'nueva ciencia', la
religión, en sus formas tradicionales, se hizo cada vez menos efectiva, apareciendo
el peligro de que se perdieran los valores que en Europa estaban anclados en un
marco de referencia teísta» (p. 133).
El
texto que acabamos de citar, alinea a Fromm con otros autores —Robespierre,
Comte y Marx— que intentaron la creación de un equivalente antirreligioso
sustitutivo de la religión.
Por
lo pronto, no hay ninguna nueva ciencia que pueda sustituir a la
religión, por nueva que sea. De seguir los cauces aquí aconsejados, la renovación
psicoespiritual devendría en una renovación alienada y extemporánea, algo
parecido a lo que sucedió en la decadencia romana, en la que cada hombre se
enajenaba en la construcción de sus propios ídolos.
Fromm
nos ofrece otra versión de los intentos de hacer conciliables los principios
marxistas con determinadas virtudes cristianas, olvidando que esto exige la
previa relativación de la realidad divina para hipotecarla a las dimensiones
humanas.
La
cita del abate Piré —«lo que importa hoy en día no es la diferencia entre los
que creen y los que no, sino la diferencia entre los que tienen interés y no lo
tienen» (p. 135)—, con la que el autor se identifica, pone de manifiesto la
magnificación de este relativismo. Notemos, además, que esta sustitución
superficial de la dimensión religiosa por unos moldes extrínsecos sustitutivos
no concuerda demasiado con el interés por lo profundo, típico de un
psicoanalista como Fromm.
Respecto
a los principios para llevar a cabo esta renovación psicoespiritual, dirá: «El
desarrollo del hombre exige que utilice su poder de trascender la prisión
estrecha de su yo, de su avidez y de su egoísmo, de su regeneración intrínseca
respecto de su prójimo y, por ende, de su soledad básica. Esta trascendencia es
la condición para estar abierto y relacionado con el mundo, para ser vulnerable
y, sin embargo, tener experiencia de la identidad y de la integridad; es la
condición para que el hombre pueda gozar de todo lo vivo, derramar sus
facultades en el mundo que le rodea, “interesarse”. En suma, ser en vez
de tener y de usar es consecuencia de sojuzgar la avidez y la
egomanía (...). El que se crea o no en Dios es asunto secundario respecto a
negar o no a los ídolos. El concepto de enajenación es idéntico al concepto
bíblico de idolatría. Es la sumisión del hombre a las cosas de su creación y a las
circunstancias de su hechura» (p. 135).
El
«gran descubrimiento» del autor, fundado en este principio, está salpicado de
profundas paradojas. La necesidad de trascendencia desvelada es encontrada por
un camino reactivo. La desesperanza, la soledad básica y el hermetismo yotista
ponen en peligro la salud humana. Surge entonces el «gran descubrimiento»: para
salvar al hombre, hemos de ayudarle a encontrar un camino trascendente que
sojuzgue su avidez y sus tendencias a la egomanía.
No
repara el autor en que este principio que evoca como nuevo desde las murallas
de la antropología y el humanismo, no es más que una pobre caricatura de algo
que ha sido predicado y vivido por el cristianismo desde hace veinte
siglos.
Fromm
propone esta apertura como terapeuta, mientras que el cristianismo la da por
supuesta con la certeza de quien conoce la naturaleza humana, sus necesidades y
limitaciones. Fromm, parece, por tanto, la toma prestada de un cristianismo de
segunda mano, desde la distancia de quien no tiene fe: su «descubrimiento» es
inauténtico, pues procede de una situación reactiva y sin compromiso. En
cambio, el descubrimiento —Revelación— que supone lo cristiano no es reactivo,
sino espontáneo y originario, en la libre decisión divina de crearnos para Él.
Sobre
todo la diferencia esencial entre el «descubrimiento» frommiano y la sabiduría
cristiana está en que el autor trivializa el hecho de creer en Dios, con lo que
pone en duda el valor salvífico y renovador de la gracia de la fe, al ignorar
la Redención operada por Cristo.
Por
otra parte, la homologación que pretende el autor entre Dios y la Nada, en
apoyo del humanismo radical por él defendido, va más allá de los límites
del pensamiento coherente. Si por humanismo radical se apunta sólo al hombre
separándole de Dios, entonces el hombre ya no tiene sentido. Un humanismo
radical, necesitará admitir forzosamente la idea de Dios, para fundamentar una
realidad que permita explicar y dar razón de la condición humana.
Fromm,
al intentar rellenar el vacío de una fe humana, simultáneamente nos ofrece algo
equivalente a creer en la nada, una desgraciada manera de instalarse en la más
profunda de las alienaciones. La fe humana que predica, en todo caso, es una
triste fe esquizofrenógena. Pues al no estar apoyada en el Ser del que
dependemos, y al que estamos religados, el hombre apuesta por el no-ser,
arrojándose al vacío y deviniendo una sombra mecida por la nada.
Cuando
parecía estar cerca de descubrir a Dios —como el único Ser que puede satisfacer
plenamente al hombre necesitado—, el «hombre» de Fromm se rebela contra Dios
para erigirse a sí mismo en un dios humanizado. El autor eleva al hombre hasta
el Dios de los cristianos, para después degradarlo al metamorfosear a Dios en
esclavo del hombre, y aún menos, en Nada, en poesía, en pura abstracción
inexistente. Es éste el destino repetidamente cumplido e inevitable de todo
planteamiento inmanentista: o no se sale de la limitación o se sale hacia
la nada.
El
humanismo antropocentrista que propone Fromm, que intenta volver sus espaldas a
Dios, concluye en una postura que pudiera parecer teísta, aunque deformada.
Pero, al final, el sistema se coronará con la praxis marxista.
VI.
¿Podremos hacerlo?
Con
este capítulo se pone fin al ensayo revolucionario de la esperanza. El título
de este apartado es significativo de las dudas que probablemente se abrieron
paso en la mente del autor ante la programación utópica desarrollada en el
anterior apartado. Su finalidad es analizar la posibilidad real de lograr los
cambios propuestos, mediante métodos democráticos aplicados a la estructura del
poder, tal y como se dan en los Estados Unidos en la actualidad. La revolución
violenta es desechada como medio, por ser inviable en una sociedad tan
industrializada como la americana en la que, aparte de la resistencia supuesta
por el industrialismo, no existe el suficiente apoyo a los líderes
revolucionarios, que son además sólo una discreta minoría. Por otra parte, la
violencia está perdiendo en la actualidad su razón de ser. «La popularidad de
la violencia es (el) resultado de la desesperación y vaciedad psíquicas y
espirituales y del odio consiguiente contra la vida» (p. 143). Aunque se
fomente desde «teorías psicológicas que describen al hombre como un ser
orillado a la violencia, por su instinto destructivo, innato y casi
incontrolable (...), a la única cosa que la mayoría de la población teme es al
caos, esto es, a la parálisis y destrucción de la maquinaria industrial, que
conduciría al desorden y al derramamiento de sangre» (p. 143).
Mayor
confianza deposita en la clase media, cuya abundancia material —«que le ha
permitido experimentar que el consumo mayor no es el camino hacia la felicidad»
(p. 144)—, unida a un más alto nivel educativo vuelve a sus miembros más
conscientes de los muchos problemas personales que no pueden resolverse.
Pero
no constituyen los adultos de esta clase social el estamento en donde el autor
encuentra abrigo a su esperanza desesperada. Son los jóvenes de la clase media,
«los cuales, habiendo pasado por la experiencia de la desilusión y lejos aún de
resignarse ante la falsedad y el doble sentido, enfrentan a sus padres con la
profunda contradicción anidada en sus vidas, les abren con gran frecuencia los
ojos y, no rara vez, los estimulan y los activan a ver el mundo de una manera
más sincera y menos desesperanzada. Algunos incluso han descubierto un nuevo
interés en la acción política, la cual antes les causaba desesperación» (p.
145).
Se
entiende que el autor juegue la baza de la juventud en apoyo de sus personales
hipótesis. No obstante, extraña el que no haya reparado en el frecuente
aburguesamiento de la juventud de la clase social media, ni en esa enorme
proporción —cada día más abundante— de jóvenes marginados por el consumo de
drogas, o de aquellos otros que no consiguen —tan fácilmente como Fromm
imagina— salir triunfadores del enfrentamiento generacional con sus padres.
El
análisis frommiano se afina, por último, al considerar varios aspectos pragmáticos
que, obstaculizando la socialización de los medios de producción, impiden de
hecho la humanización de la sociedad tecnológica. «El ejemplo evidente es la
Unión Soviética, que ha construido una sociedad que no es menos burocrática, ni
está menos enajenada y centrada en su producción, que la sociedad capitalista»
(p. 152). Cara a la posible socialización de los medios de producción hay que
notar que «los directivos no son dueños de las empresas; pero tampoco lo son
los miles de accionistas que, a distancia, apenas si pueden ejercer una escasa
influencia sobre la administración» (p. 153).
De
hecho casi no existe «ningún verdadero propietario que, como el dueño único del
siglo XIX, busque codiciosamente la máxima ganancia» (p. 153).
Impide
también la solución socializante esa resistencia irracional (paradójica y
absurda, dice) del hombre, a desprenderse de la propiedad privada, que fustiga
el autor sin ningún freno (cfr. p. 154).
Cara
a estas opciones pragmáticas, los resultados parecen obstaculizar seriamente la
posibilidad de una socialización de los medios de producción.
Independientemente de estos resultados, el autor no se toma ningún esfuerzo por
demostrar por qué la socialización sería la solución definitiva a la
deshumanización de la sociedad tecnológica.
Antes
de hundirse en la desesperanza derivada de las conclusiones a las que ha
llegado, el autor terminará apelando a unas posibilidades legislativas ambiguas
y utópicas, más favorables al dirigismo del estado que al privatismo
capitalista.
En
consecuencia, la esperanza propugnada como sustancia del Humanismo Radical salvador
del «hombre moderno» (en base al habitante anónimo del mosaico polimorfo
americano), es depositada en los brazos tutelares y absolutos del estado.
La
lectura del libro se termina con la impresión de que el autor pretende haber
conseguido una solución para la crisis de nuestro tiempo, sin que se tenga
necesidad de la revolución violenta; por cierto que también podría pensarse en
una tendencia a apoyar el triunfo de McCarthy en las elecciones presidenciales
americanas, por el concreto momento histórico en que este libro apareció.
VALORACIÓN TÉCNICA Y METODOLÓGICA
El
autor representante, junto con Karen Horney y Stark Sullivan, desde 1933, del
llamado psicoanálisis culturalista norteamericano, resta importancia a
los factores instintivos, apartándose en este aspecto del «psicoanálisis
freudiano ortodoxo».
El
hecho de no pertenecer a los psicoanalistas clínicos —Fromm no es médico—
contribuye quizá a hacerle concebir la naturaleza humana demasiado dependiente
de lo sociocultural. He aquí que el método empleado invada otras disciplinas, y
que en cierto modo sea ametodológico.
En
este ensayo combina el apriorismo de algunas de sus afirmaciones propiamente
psicoanalíticas, con otras adscritas más bien al campo del materialismo
filosófico marxista.
En
el fondo no es sino una prolongación de una de sus tesis principales,
consistente en que las pasiones básicas del hombre no están enraizadas en las
necesidades instintivas, sino en las condiciones específicas de la naturaleza
humana, que según se deduce de su exposición, parece desconocer en los aspectos
más sustanciales.
La
finalidad de este ensayo resulta ambigua y en muchos puntos contradictoria: el
ensamblaje de elementos sociales, psicológicos y económicos se alía con una
crítica despiadada a la religión, de la que toma bastantes conceptos que
acomodados a sus hipótesis resultan desnaturalizados.
En
líneas generales, y sin ánimo de abundar en las valoraciones que paralelamente
hemos desarrollado a lo largo de la exposición del contenido de este ensayo,
podríamos resumir nuestras opiniones en las siguientes notas:
1.
El autor desconoce por completo lo que es la esperanza cristiana, por lo que
propone veladamente una posible alianza entre cristianos y marxistas. No
obstante, el marxismo que se encuentra inmerso en toda su exposición podría
definirse como un marxismo sin Marx.
2.
A lo largo de sus páginas, y tomando ocasión de una especie de diagnóstico
social excesivamente pesimista, el autor no logra más que transmitirnos su gran
desesperanza. Las soluciones que ofrece no rebasan los límites de una nostalgia
atea, enmascarada en unos ideales que pretenden ser humanistas.
3.
El libro más bien debiera titularse la revolución de la desesperanza, o
acaso la degradación de la esperanza, pues con las soluciones
presupuestadas en favor de la humanización del hombre, lo más que consigue es
hundir todavía más al hombre en los superficiales, sublimados y utópicos
horizontes de un humanismo antihumanista que está cegado desde su nacimiento
para asomarse a los ventanales de la trascendencia.
4.
En líneas generales, se silencian tras la táctica del apriorismo
antropocentrista, bastantes realidades humanas que debieran ser ineludibles en
cualquier tratamiento psicológico de estas cuestiones. En el marco achatado del
hedonismo de Fromm, los males humanos se reducen a ciertas constelaciones
psicopatológicas. Temas tan importantes como el dolor humano, la muerte, el
pecado y la culpa, la vejez, el sufrimiento, etc., no se estudian. No extraña
que el autor haya escamoteado estas importantes realidades humanas, puesto que
de haberlas afrontado, se hubiese visto obligado a plantearse otras realidades
subyacentes y más profundas: especialmente la inmortalidad del alma.
Pero,
claro está, estas cuestiones fundamentales no pueden tener cabida en el
estrecho escenario de la Weltanschauung del autor, en donde la
«espiritualidad» es elaborada con los hilos sutiles de las ideologías.
Reducida
la espiritualidad a mero tejido sobre el cañamazo de los conflictos sociales y
a mera fabricación, la trascendencia se degrada en su pluma a la simple
proyección de los antropocentrismos materialistas.
Desde
estos artificios se elude también el tema del cuerpo, con tal de no encararse con
la realidad cristiana de la resurrección, a la que se pretende adulterar.
Existen
pues, demasiadas e inexplicables soluciones de continuidad en los repliegues de
las costuras, apenas hilvanadas, del modelo frommiano que del hombre se nos
brinda.
5.
Los esfuerzos por desverticalizar lo humano, no consiguen reducir al hombre al
igualitarismo horizontalista pretendido. No queriendo fundamentarse en el Ser,
se propone una especie de descanso en la casi-nada humana. Es verdad que los
naipes especialmente dispuestos, pueden llegar a sostenerse unos a otros, pero
sólo alcanzarán un precario equilibrio amenazado de ruina perenne. Y aun ese
pequeño equilibrio se consigue mediante una verticalidad ramplona, indefensa y
demasiado versátil, caricatura de la verticalidad trascendente y cristiana.
VALORACIÓN DOCTRINAL
1.
El punto de partida que iluminará todo el planteamiento frommiano no es otro
que el del ateísmo constitutivo. El equívoco de este arranque se hará notar en
la insuficiencia de la concepción del hombre que creyendo bastarse a sí mismo,
no obstante, se pierde a sí mismo, a pesar de convertirse en su propio y
exclusivo centro de interés. La idolatría del hombre alcanza una cumbre de
radicalidad desde la que se hunde al hombre junto con sus propias miserias.
El
psicologismo secularizante que acompaña al autor a lo largo de su exposición,
dista mucho de darnos la comprensión del hombre que niega su dependencia
radical de Dios.
La
irreligión sostenida en este ensayo presupone además —por refugiarse en un
inmanentismo—, una seria amenaza para la misma psicología.
Olvidado
lo profano de la creación, que es su fundamento, y empujado por la vehemencia
de quien pretende bastarse a sí mismo, se alcanza al fin la pretendida secularización:
el ateísmo como punto de llegada con el que se identifica la visión atea desde
donde se partió. He aquí la consecuencia de la manía nihilista que pretende
abolir en el hombre la imagen de Dios. En el fondo se admite con demasiada
facilidad que lo creado está incapacitado para hablar de Dios, y que incluso
puede desarrollar una vida autónoma separada de su Creador.
Con
ello no se afirma tan sólo que lo creado no sea Dios, sino que, ignorando su
condición de creado, se omite la afirmación realista e imprescindible de que
todo lo que es, ha sido creado por Dios, por lo que forzosamente ha de estar a
Él referido. El alcance de la presentación «purificadora» del sistema ateo
frommiano —ávido por comunicar al mundo del hombre una identidad profana— no
consigue sino culminar el proceso degradante de su confusión.
2.
El rechazo de la propiedad privada (exigida por la condición humana, a pesar de
sus naturales limitaciones), se expone a espaldas de los más elementales
principios del derecho natural.
En
bastantes ocasiones el camino especulativo se hace tan apasionado en este
punto, que se concede carta de legitimidad a los totalitarismos con
pretensiones de mesianismo político-social liberador. De aquí que se conceda al
sistema económico nivelador, la propiedad de saciar totalmente al hombre; algo
así como una cualidad salvífica.
3.
Respecto a sus críticas a la «sociedad consumista» —uno de los ejes vertebrales
del ensayo— se echa de menos el papel que el autor debiera conceder a las
dimensiones positivas de la pobreza, que no menciona en absoluto. Nótese que
ésta es acaso la mejor herramienta para valorar justamente la crisis económica
de nuestro tiempo. De otra parte, y atendiendo al problema de la liberación a
través de la esperanza, el puesto que la pobreza desempeña es irrenunciable,
por cuanto constituye el mejor terreno en donde enraizarse cualquier intento
realista de justicia social. Silenciada la doctrina tradicional cristiana, las
endebles soluciones que nos propone el autor a este respecto las toma prestadas
de la ideología marxista.
4.
Otra de las importantes lagunas de este ensayo es la negación de un orden moral
objetivo. Un autor como Fromm, preocupado en otro tiempo, al parecer, por las
cuestiones éticas[4],
apenas si les dedica ahora alguna atención, salvo para intentar relativizar
cualquier indicio de la existencia de un orden moral.
En
este sentido el escamoteo a que es sometido el pecado original guarda relación
con esta «moral» unilateral, sólo preocupada por las cuestiones estrictamente económicas,
en dependencia de los criterios marxistas. Adviértase que no es algo marginal,
sino esencial para el conocimiento de la persona y de la esperanza humana, la
existencia de ese pecado de los orígenes que, aunque lesiona la naturaleza, no
llega a corromperla.
En
el remontar de estas tensiones, entre condición humana orientada a Dios y
pecado, es donde el hombre encuentra su única liberación posible; una
liberación que amplía, a la vez que exige, la condición de la esperanza
sobrenatural propia al homo viator, que al autor no le ha sido posible
alcanzar.
D.O.L.
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[1] Transcribimos una nota del autor a pie de página, muy expresiva de su postura personal ante esta: «Asimismo, un importante número de escritores socialistas humanistas contribuyeron en el volumen Humanismo socialista (Buenos Aires. Paidós, 1966), editado por mí (...) las cuales difunden un diálogo concertado entre humanistas cristianos y no cristianos» (p. 30).
[2] The Myth of the Machine.
[3] Obsérvese la contaminación frommiana de las tesis marxistas. La trascendencia cristiana es claramente incompatible con un punto de vista no teísta. Una vez que se parte de la consideración de Dios como algo innecesario, la trascendencia humana deviene algo imposible y a la vez inevitable, aun a pesar de intentar sustituirla por lo viciado de alguna que otra incierta vivencia psicológica.
[4] Uno de sus libros lleva por título Ética y Psicoanálisis.