Sigmund
Freud y la antropología cristiana
PRÓLOGO
CONTENIDO
I.
El complejo de Edipo y la religión del Padre
II.
Dios como imagen del hombre viejo
III.
El sacrificio religioso
IV.
Moral y neurosis
V.
Instinto, libido y objeto
VI.
Destinos de la libido
VII.
Estructura anímica
VIII.
La angustia
IX.
Amor y odio
X.
La identificación
XI.
Egoísmo constitutivo
XII.
El inconsciente y el conocimiento
XIII.
Voluntad y apetito sensible
XIV.
Deseo y consentimiento
XV.
Insuficiencia del pasado
XVI.
El pecado original
APÉNDICE. SÍNTESIS TEOLÓGICA DE LA SEXUALIDAD
I. La persona humana
II. Varón y mujer
III. La fractura del pecado
IV. Redención y sanación de la concupiscencia
V. Vocación escatológica del cuerpo
VI. La virginidad cristiana como vértice de
la sexualidad
VII. El matrimonio cristiano como signo del
desposorio de Cristo con la Iglesia
CONCLUSIÓN
PRÓLOGO
El propósito de este ensayo consiste en la
confrontación entre la antropología cristiana y la imagen antropológica que se
desprende del análisis freudiano. Aunque breve y fragmentario este estudio
comparativo es ambicioso: la imagen freudiana y la imagen cristiana del hombre,
frente a frente.
El hombre es un ser que no puede vivir sin
algún grado de comprensión de sí mismo —debe autocomprenderse de alguna
manera—: el modo de concebir su propia esencia es un elemento determinante de
su modo de existencia. Por eso, la exploración del alcance cognoscitivo de las
diversas concepciones antropológicas no se circunscribe al campo de un mero
interés académico, entra en juego la propia vida.
Aunque es difícil medir el grado de
pervivencia de un pensamiento, está fuera de duda que el estereotipo modelado
por Freud ha marcado la autocomprensión del hombre en vastos sectores de la
cultura contemporánea.
En Freud confluyen largas franjas de la
filosofía moderna que han dado muestras de una extraña ceguera frente a la
revelación cristiana: se dan cita un materialismo con pretensiones de rigor
científico de corte positivista y un evolucionismo sombrío, condimentado con
ecos mitológicos de sabor arcaico. El hombre se concibe como un terreno
disputado por fuerzas cósmicas, impersonales...
Heredero del iluminismo progresista, del
positivismo de Comte, del evolucionismo materialista de Darwin, el
psicoanálisis deduce sus categorías de un burdo mecanicismo, con un modelo
hidráulico del dinamismo psíquico.
Parejamente a la antropología de Marx y de
Darwin, considera a la materia como principio y al espíritu como derivado o
reflejo. La espiritualidad se considera como una superestructura (Marx), una
evolución (Darwin), una sublimación (Nietzsche) de la materia.
En sus antecedentes filosóficos también
figura Schopenhauer para quien el amor no es otra cosa que el instinto sexual
más determinado. La "voluntad" de Schopenhauer sería análoga a las
pulsiones del inconsciente. También mantiene una deuda con Feuerbach, que
piensa la religión como una forma de alienación de las perfecciones naturales
del hombre, y con Nietzsche, para quien la conciencia moral no es otra cosa que
una forma de enfermedad, una retorsión de los instintos reprimidos.
La revelación cristina nos muestra al hombre
como imagen de Dios, pero imagen deformada por el pecado y la injusticia,
aplastada y oprimida de tal manera que se hace difícil su reconocimiento.
Jesucristo es el Salvador que viene a
restaurar la imagen primitiva y enriquecerla con una belleza aún mayor. Jesús
es el Hijo de Dios Padre, la misma substancia, y esa filiación es puro amor,
libertad, suprema intimidad y goce de comunión personal. Salva al hombre en
cuanto lo introduce en esa filiación divina. Por contraste, la filiación en
Freud no traspasa el horizonte mitológico de un conflicto fatal.
La vida cristiana representa una
transformación profunda de la persona, desde el "hombre viejo",
esclavo del pecado, al "hombre nuevo", liberado, redimido por
Jesucristo. Estas dos figuras se enfrentan dentro de la misma persona y
mientras permanece la pugna, constituyen un drama existencial.
¿Cuáles son los rasgos que determinan la
fisonomía del uno y del otro? El hombre pecador se halla dominado por una
injusticia de fondo. Es incapaz de vivir una relación de amor verdadero. No
sabe lo que significa la entrega desinteresada a las otras personas. Ni
siquiera se posee a sí mismo, más bien se halla poseído por fuerzas compulsivas
que lo empujan a ejercer una relación de codicia sobre las personas y las
cosas, en un afán utilitario. Todo lo convierte en medio para un fin ilusorio:
el placer, el poder... Pero, ¿qué es placer y qué es poder para el hombre
pecador?: una ilusión de plenitud, el anhelo del Bien infinito, pero
groseramente falaz, porque el bien no se encuentra en cualquier experiencia de
placer o de poder, sino en la realidad personal que se vive solamente en la
relación de entrega recíproca, es decir, en el amor. Pero, justamente, el
pecador se niega a entregarse y también se niega a aceptar sin condiciones a la
otra persona. Pretende someter todo a la categoría de objeto inmediato de
posesión y, en esa misma medida, suprime la raíz del vivir personal: no
ejercita la libertad como regalo y ofrenda de sí mismo. El hombre viejo está
perdido, es la antítesis del hombre nuevo. "El que quiera conservar su
vida la perderá, pero el que entregue su vida por amor a Mí, la
encontrará", dice Jesús.
El hombre nuevo vive en libertad,
gratuitamente, en actitud de servicio generoso a los demás. Dios le ha revelado
el valor de la persona creada, invitada a participar de la vida divina. La vida
de Dios es amor infinito de su intimidad trinitaria. Toda la familia humana fue
elevada con la misma vocación.
Jesucristo se ofreció en holocausto para
restituir al hombre la relación filial con Dios Padre en el Infinito Amor.
Destruyó el pecado con todos sus daños y perjuicios. Hijo eterno del Padre, y
además hombre verdadero, realizó en beneficio de toda la humanidad lo que
ningún otro hombre podría jamás haber realizado: la respuesta al don del Padre
con un don del mismo valor —la Persona de Cristo hombre es la Persona del Hijo
eterno, de la misma naturaleza que el Padre— y con idéntico Amor Infinito. En
Jesucristo, toda la humanidad tiene acceso a la relación de Vida y Amor eterno
del Hijo con el Padre.
Pues bien, a la hora de establecer una confrontación
entre la imagen cristiana y la freudiana, ¿cuáles piezas calzan y cuáles se
repelen? En los análisis y teorías de Freud no se encuentra la más mínima traza
del "hombre nuevo", ni el más débil vestigio de la obra redentora de
Cristo, como si ésta nunca hubiera existido. Las interpretaciones que Freud
propone del "mito" cristiano no rozan siquiera el concepto que el
cristianismo administra sobre el contenido de la propia fe.
Indudablemente el interés de Freud se centra
en el hombre deteriorado por la enfermedad mental. Si tenemos en cuenta que del
pecado se derivaron todos las falencias y malaventuras —la misma naturaleza
humana enfermó—, no nos sorprende que comparezcan en su registro ciertos rasgos
típicos del "hombre viejo": el afán posesivo, el odio a quien se
contraponga a los deseos de placer, los celos, la envidia, los miedos, la
agresividad, un envilecimiento radical de todas las relaciones humanas desde
sus más tempranos albores... De una u otra manera Freud detecta estos elementos
a lo largo de sus observaciones sobre los conflictos y alteraciones que padecen
sus pacientes; después los procesa y levanta su edificio teórico y
especulativo. Así surge lo que podríamos llamar "antropología
freudiana".
Un cuadro se compone de luces y sombras en
resaltado contraste. Así, en la revelación cristiana es posible medir la oscura
densidad del "hombre viejo" desde la luz del "hombre
nuevo". El "hombre nuevo" se encuentra en el principio y en el
fin de la historia, mientras que el "hombre viejo", el hombre del
pecado, es efecto de una caída.
La antropología freudiana no conoce este
"contraste" y, por lo tanto, no comprende las dimensiones del
deterioro, menos aún encuentra la solución. Es una antropología que no excede
el horizonte fatalista y desesperado, denominador común de todas las culturas y
civilizaciones que habitan fuera de la revelación judeocristiana.
Freud está persuadido que los primeros
sucesos de la infancia ejercen un influjo determinante. Sobre cada individuo
pesa, además, fuertemente marcada por los acontecimientos del origen, la
historia psíquica de toda la humanidad. La primera experiencia traumática se
remontaría a un suceso ocurrido en los albores de la historia. El padre de
aquella sociedad primitiva, el caudillo de la tribu, era un individuo feroz y
autoritario. En todos los súbditos cundía un sentimiento de temor, unido al de
admiración y reconocimiento por el beneficio de amparo. Ese padre déspota
consideraba como propiedad privada a todas las mujeres de la tribu. La tensión
entre los súbditos y su jefe fue en aumento, hasta culminar en un regicidio o
parricidio. Más tarde vinieron los remordimientos, el ansia de recuperar la
figura paterna, la idealización de un ser superior, poderoso, dominante,
protector.
Esta teoría del parricidio, que se presenta
como una suerte de pecado original, no puede menos que sugerirnos un franco
cotejo con la enseñanza cristiana: las consecuencias del primer pecado
envenenan a los descendientes, y sólo Dios puede subsanarlo con su obra
redentora.
En todas las antropologías se menciona alguna
quiebra, alienación o fracaso del hombre, un grave percance que lo dejó
seriamente averiado. Se siente la importancia de conocer el inicio del decurso
histórico y todo el resto de la trama. Una reflexión penetrante sobre la
esencia del pecado original permite ubicar las coordenadas dentro de las cuales
se hace posible el discernimiento de las diferentes concepciones
antropológicas.
Freud entiende que la enfermedad es un
escaparate de privilegio donde se manifiestan los elementos y conflictos de la
psiquis. Pero, ¿es posible medir la deformación, saber hasta dónde llega la
avería de una enfermedad, sin conocer de antemano el modelo original, sin haber
recibido la noticia sobre la verdadera esencia del hombre? La antropología cristiana,
gracias a la revelación divina, cuenta justamente con esa noticia.
Me atrevo a decir que Freud contempla al
hombre "caído" sin sospechar el desnivel, la altura de la caída y,
por consiguiente, sin ninguna perspectiva trascendente de redención. Para
Freud, cualquier "mejoramiento" moral es puro artificio, mero
encubrimiento del egoísmo. Dios es considerado simplemente como una instancia
psíquica represora, sin otro fundamento que lo vivido entre los hijos y el
padre. Ignora la primera comunión de Amor Infinito entre el hombre y Dios, el
pecado como ruptura y pérdida de esa comunión y, con desconocimiento aún mayor,
la realidad de la nueva y eterna Alianza inaugurada por Jesucristo.
En la concepción cristiana el hombre sostuvo
al principio una relación personal positiva y libre con Dios, y también con sus
semejantes. El pecado fue el rechazo de esa relación; a partir de ese momento,
aparece en los descendientes la herencia de una voluntad opuesta al querer
divino. Para Freud, al revés, la incompatibilidad con el padre, el conflicto,
siempre existió como una marca de fábrica, como algo intrínseco a la esencia
humana: no se recuerda una época, al comienzo, donde reinara la armonía.
Supongamos una persona que nunca ha visto un ánfora,
y se encuentra de pronto ante un conjunto de fragmentos —un ánfora hecha
añicos—, los examina, forja hipótesis sobre el trayecto descrito anteriormente
por esos trozos, y elabora una teoría sobre el ánfora. Es decir, la imagen de
lo que un ánfora es, la extrae del conjunto de fragmentos dispersos. En todo
caso, señala la causa de algunos desplazamientos, pero sin vislumbrar el modelo
inicial unificado y sin comprender, por consiguiente, la existencia y menos aún
la naturaleza de un primer golpe. Imaginemos que después se ofrece a su mirada
un ánfora sana. Tal vez se le ocurra pensar que se halla ante un bizarro
invento compuesto por el ensamblaje artificial de las piezas precedentes.
Para Freud, el hombre "normal" es
una síntesis poco exitosa de fuerzas psíquicas que, en la enfermedad, están
disgregadas y mutuamente entorpecidas. La vida anímica se organiza sobre la
base de sensaciones de índole libidinosa que conservan casi siempre, en las
sucesivas etapas, su independencia y anarquía. Cuando la sexualidad entra a
gravitar en el orden genital y está en condiciones de servir a la reproducción,
alcanza su funcionamiento considerado "normal", bastante ajeno a las
primitivas apetencias del instinto que sólo en algunos casos y siempre con
dificultad se amoldan a la función "normal".
Las relaciones humanas, por su parte, no
pasan de ser una pugna donde cada uno sofoca al otro. El primer trauma anímico,
decisivo para la historia, supone en el mismo comienzo, en la comunidad
primitiva, un estado de conflicto y latente ruptura desde la que es imposible
ir más atrás, hasta un nivel donde coincidan la armonía y la madurez de las
relaciones.
Freud maneja una imagen antropológica
compuesta de elementos desunidos. El conflicto original se repite,
irredimiblemente, en todos los individuos de la especie.
Los temas de los capítulos de este ensayo
responden a algunos conceptos freudianos más frecuentes. No obedecen al orden
cronológico de su evolución especulativa ni tan siquiera a una estricta lógica,
aunque he procurado afrontar de entrada las ideas básicas sobre religión y
moral, definitorias del sentido antropológico de toda su teoría.
La parte expositiva, hilvanando citas, suele
ocupar la parte primera o todo un capítulo. A medida que se avanza en la
exposición, se van interpolando observaciones críticas sobre la base de la
antropología cristiana. Como este libro surgió de los apuntes anotados a lo
largo de la lectura de las obras de Freud, adolece del inconveniente que ambos
planos comparezcan encimados. Pero bien mirado, puede servir para suscitar la
reflexión, pues no siempre el orden pulido, los límites demasiado precisos, son
el mejor método para el pensamiento.
Por último, en un apéndice, se añade una
síntesis de la teología cristiana sobre la sexualidad, resumen de un conjunto
de enseñanzas del Papa Juan Pablo II. La lectura previa de este apéndice
constituye el mejor instrumento, como una reserva de sustancia argumental, para
abordar con un distanciamiento crítico adecuado la parte expositiva de las
teorías de Freud.
Los escritos de Freud van desde 1885 hasta
1939, año de su muerte, con su última obra Moisés y la religión monoteísta.
El entramado de citas que entretejen mi exposición crítica se centra sobre todo
en el período más maduro de su pensamiento. Su interpretación del Dios de la
Biblia mediante el complejo de Edipo, contenida en el último libro, es
precisamente el fruto final de sus reflexiones. Psicología de la vida
erótica (1918), Más allá del principio del placer (1920), Psicología
de masas y análisis del Yo (1922), El Yo y el Ello (1923), por
ejemplo, aparecen en la etapa más consolidada de su concepción antropológica.
CONTENIDO
I. EL COMPLEJO DE EDIPO Y LA RELIGIÓN DEL
PADRE
Para Freud, el erotismo en sentido amplio,
como búsqueda de sensaciones placenteras, acompaña al hombre desde el
nacimiento. Su primer ámbito es el propio cuerpo, autoerotismo. También el
contacto con la madre, especialmente el acto de mamar, junto con las funciones
fisiológicas, las caricias y los besos, excitan al niño y le proporcionan un
vasto placer.
La madre se constituye en el primer y
fundamental objeto erótico. Aunque también el padre es fuente de placer y de
deseo, pero al cabo de algún tiempo su figura se interpone como un obstáculo
que impide el total y exclusivo goce con la madre. El niño quisiera substituir
a su propio padre.
En la afectividad infantil el padre se
presenta como el enemigo que reprime y amenaza con la castración los deseos
incestuosos del niño. Para la niña ocurrirá lo mismo, aunque se inviertan los
papeles de los padres.
La corriente libidinosa no se encuentra
diferenciada desde el principio en sexo masculino y femenino, elemento que
complica más la vinculación de los niños pequeños con sus padres.
"El caso más sencillo toma en el niño la
siguiente forma: el niño lleva a cabo muy tempranamente una carga de objeto que
recae sobre la madre y tiene su punto de partida en el seno materno. Del padre,
se apodera el niño, por identificación. Ambas relaciones marchan paralelas
algún tiempo, hasta que por la intensificación de los deseos sexuales
orientados hacia la madre y por la percepción de que el padre es un obstáculo
opuesto a la realización de tales deseos, surge el complejo de Edipo. La
identificación con el padre toma entonces un matiz hostil y se transforma en el
deseo de suprimir al padre, para sustituirle cerca de la madre. A partir de
aquí se hace ambivalente la relación del niño con su padre, como si la
ambivalencia existente desde un principio en la identificación se exteriorizara
en este momento. La conducta ambivalente con respecto al padre y la tierna
aspiración hacia la madre, considerada como objeto, integran para el niño, el
contenido del complejo de Edipo simple, positivo".
"Al llegar la destrucción del complejo
de Edipo tiene que ser abandonada la carga de objeto de la madre, y en su
lugar, surge una identificación con la madre o queda intensificada la
identificación con el padre. Este último resultado es el que consideramos como
normal, y permite la conservación de la relación cariñosa con la madre. El
naufragio del complejo de Edipo afirmaría así la masculinidad, en el carácter
del niño. En forma totalmente análoga, puede terminar el complejo de Edipo de
la niña, por una intensificación de su identificación con la madre que afirma
el carácter femenino del sujeto".
"El análisis nos muestra muchas veces,
que la niña, después de haberse visto obligada a renunciar al padre como objeto
erótico, exterioriza los componentes masculinos de su bisexualidad
constitucional y se identifica, no ya con la madre sino con el padre, o sea con
el objeto perdido".
"Experimentamos la impresión de que el
complejo de Edipo simple no es ni con mucho, el más frecuente, y en efecto, una
investigación más penetrante nos descubre casi siempre el complejo de Edipo
completo, que es un complejo doble, positivo y negativo, dependiente de la
bisexualidad originaria del sujeto infantil. Quiere esto decir, que el niño no
presenta tan sólo una actitud ambivalente con respecto al padre, y una elección
tierna de objeto con respecto a la madre, sino que se conduce, al mismo tiempo,
como una niña, presentando la actitud cariñosa, femenina, para con su padre y
la actitud correlativa, hostil y celosa, para con su madre"[1].
En el caso simple, el niño desea ocupar el
puesto del padre. Ante la imposibilidad de realizar ese deseo y atemorizado,
además, por la amenaza de castración, acaba abandonando el sentimiento
incestuoso, pero muchas veces como algo que se reprime y lo sepulta en el
inconsciente. Este cuadro afectivo, denominado complejo de Edipo, es la raíz
donde se injertan muchas vivencias que tensionan al individuo.
"Opinamos, en efecto, que el complejo de
Edipo es el verdadero módulo de la neurosis, y la sexualidad infantil que en él
culmina, la verdadera condición de la misma, y afirmamos que los residuos
subsistentes de él en lo inconsciente representan la disposición a una
adquisición ulterior, por el adulto, de la enfermedad neurótica"[2].
Cuando el hombre busca a una mujer como
objeto sexual, deseará inconscientemente encontrar a su madre. La mujer es,
para el varón, el subrogado de la madre o de la hermana.
El sentimiento de ternura que se mantiene con
la madre es una forma sustitutiva del deseo sexual reprimido. La ternura
significa un lazo más estable, precisamente porque el deseo sexual no ha sido
satisfecho. Si éste se logra, es más fácil el reemplazo del objeto erótico.
Para que el comercio sexual del hombre con la
mujer se asiente sobre una base menos fluctuante, hay que asociarlo con una
adecuada proporción de ternura. Pero si la ternura, nacida de la contención
sexual, es excesiva, puede inhibir el ímpetu carnal. En este caso, la
liberación erótica residirá en el vencimiento del respeto y del horror al
incesto. "Aunque parezca desagradable y, además, paradójico, ha de afirmarse,
que para poder ser verdaderamente libre, y con ello, verdaderamente feliz en la
vida erótica, es preciso haber vencido el respeto a la mujer y el horror a la
idea del incesto con la madre o la hermana"[3].
Comparece en estas palabras una concepción
pobre y chata en extremo, como si la intimidad no existiera y las personas se
redujeran a tubos de compresión o desagüe. Cuando se supera el materialismo no
hace falta interpretar la ternura como efecto de la represión erótica, sino
como una participación espiritual en la intimidad de la otra persona, una
interiorización del otro en mí mediante una honda y entrañable tonalidad
afectiva.
Freud piensa que el complejo de Edipo no se
limita a la historia de cada individuo, sino que pertenece a una historia
depositada en el inconsciente desde tiempos arcaicos.
Para explicar la primera fuente del complejo
y, al mismo tiempo los orígenes de la religión, introduce una hipótesis
dramática. El primitivo grupo humano estaría compuesto por un padre tiránico y
cruel, que acaparaba para su exclusivo disfrute a todas las mujeres del clan,
manteniendo a todos sus hijos en un estado de sojuzgamiento bajo la amenaza de
castración.
Un sentimiento ambivalente se apoderaba de
los hijos. Por un lado admiraban la fuerza y el poder del padre, amparándose en
su protección y adhiriéndose a él con un sentimiento amoroso. Por otro lado lo
envidiaban: cada uno deseaba ocupar el puesto del padre y apropiarse de todos
sus privilegios.
Prevaleció el odio, y concertaron los hijos
dar muerte a su padre. Como era imposible que todos se arrogasen
contemporáneamente los atributos paternos, se vieron en la necesidad de poner
límites a sus aspiraciones y someterse a una reglamentación igualitaria.
Más adelante, dejando a un lado los eslabones
intermedios: ante el remordimiento de este crimen cometido en los albores de la
historia, y acuciados también por el ansia de la protección paterna, erigieron
la representación de un dios padre todopoderoso. La figura del padre —ahora
convertido en dios— se alzó de nuevo en el horizonte afectivo de la humanidad y
recobró, de un modo absoluto, su fuerza represiva, dominante y protectora.
"El padre de la horda primitiva habría
monopolizado despóticamente a todas las mujeres, expulsando o matando a sus hijos,
peligrosos como rivales. Pero un día, se reunieron estos hijos, asesinando al
padre, que había sido su enemigo, pero también su ideal, y comiéndose su
cadáver. Después de este hecho, no pudieron, sin embargo, apoderarse de su
herencia, pues surgió entre ellos la rivalidad. Bajo la influencia de este
fracaso y del remordimiento, aprendieron a soportarse unos a otros, uniéndose
en un clan fraternal, regido por los principios del totemismo, que tendían a
excluir la repetición del crimen y renunciaron todos a la posesión de las
mujeres, motivo del asesinato del padre. De este modo surgió la exogamia,
íntimamente enlazada con el totemismo. La comida totémica sería la fiesta
conmemorativa del monstruoso asesinato del cual procedería la conciencia humana
de culpabilidad (pecado original), punto de partida de la organización social,
la religión y la restricción moral"[4].
El hecho de que los súbditos acaten la
autoridad del jefe o del padre, no excluye la persistencia del odio. Los
sentimientos son siempre ambivalentes. Toda adhesión erótica suele integrarse
con un sentimiento opuesto, hostil.
Los hijos, aun cuando hayan restituido a la
figura del padre sus anteriores prerrogativas, habiéndolo ascendido a la
condición divina, siguen deseando su muerte. Para dar cumplimiento a este
criminal propósito y volver a identificarse con el padre, se instituye el
sacrificio. Es un acto simbólico que reproduce el crimen primitivo. En la
comida ritual, los victimarios se incorporan la sustancia, la vida y las
virtudes de la víctima. El sacrificio es un rito que se repite periódicamente.
Con estas mismas categorías interpreta Freud
el sentido de la religión cristiana. El sacrificio de Cristo, detrás del
significado expiatorio, esconde la intención de reiterar el asesinato del Padre.
El cristianismo diviniza al hijo que se sienta en el trono del padre con el
objeto de suplantarlo. "La doctrina principal era, en primer término, la
reconciliación con Dios Padre, la expiación del pecado cometido contra El; pero
por otra parte, la relación entre los dos se manifestaba por el hecho de que el
hijo, que había tomado sobre sí el pecado, iba a situarse al lado del Padre o,
más propiamente, en el lugar del Padre. Brotado de una religión del Padre el
cristianismo es una religión del hijo. No se ha podido zafar del destino de
tener que eliminar al Padre"[5].
"En la vida psíquica del hijo luchaban
de continuo el amor y el odio hacia el Padre, produciendo continuas formaciones
transaccionales, por medio de las cuales se purgaba, por un lado, el asesinato,
y se afirmaban, por otro, sus ventajas. Esta teoría de la religión arroja viva
luz sobre el fundamento psicológico del cristianismo, en el cual perdura sin
disfraz alguno, la ceremonia de la comida totémica, en el sacramento de la
comunión"[6].
La religión es, por lo tanto, un trauma, una
neurosis colectiva: el hombre sucumbe a la dependencia esclavizante ante la
figura paterna, de la que no puede desprenderse debido a su ansia de protección
y a la angustia ancestral por el crimen cometido. Responde a la necesidad
infantil de ser protegido por el padre que asegura el orden y la cohesión de la
sociedad. También compensa el sentimiento de culpa a causa del primer
parricidio, mediante el renovado sometimiento al padre dios, y satisface el
deseo de ocupar su sitio con el expediente del sacrifico y la fiesta. Siempre
subyace la tensión entre el amor y el odio, entre el afán de liberarse,
suprimiendo al padre, y la recaída bajo su dictadura. Es una tensión
originaria, pues nunca existió un estadio anterior paradisíaco en que los hijos
no estuviesen enfrentados con su padre.
II. DIOS COMO IMAGEN DEL HOMBRE VIEJO
Freud asimila a Jesucristo dentro de este
conflicto del hijo, lo cual está en abierta contradicción con la vida y las
palabras de Jesús. No tiene ningún asidero en la realidad histórica.
En la revelación cristiana, Jesús es una sola
cosa con el Padre, no por un proceso de identificación, ni por usurpación[7]. Es el Hijo, idéntico
esencialmente al Padre desde la eternidad. Entre el Hijo y el Padre hay una comunión
perfecta de Amor Infinito en el mismo y único Espíritu, de manera que no existe
ninguna superioridad del uno sobre el otro.
El Hijo se hace hombre para conducir a todos
los hombres a participar plenamente de esa comunión de Amor, a la cual estaban
llamados desde el principio, pero que perdieron por el pecado original. En su
parte humana se somete a la voluntad del Padre, pues en cuanto Dios es una sola
voluntad. Esa sumisión y obediencia es libérrima y, además, libera a todos los
hombres, porque es vivida en el Espíritu, Amor Infinito. Es la libertad
perfecta que nace del Amor y comunica el Amor.
Para Freud, Dios es una representación
forjada de modo inconsciente, con una gran carga de conflictividad, un recuerdo
del padre. Hemos de responder que si la idea de Dios depende absolutamente de
la relación ambivalente con el padre tirano, no se explica cómo puede haber
surgido la idea de ese Dios, pura bondad, amor, misericordia y justicia de la
Revelación cristiana.
Si Dios es representante del padre primitivo,
terriblemente injusto, ¿de dónde viene la noción de Justicia?. Si no existe la
Justicia como algo absoluto, divino, Freud no puede explicar siquiera el
sentido del remordimiento que indujo a restablecer la figura del padre
asesinado.
Si existe la noción de una Justicia violada,
la vida no puede reducirse a un conjunto de pasiones. Si la conducta del hombre
es susceptible de ser confrontada con el sentido absoluto de la Justicia, es
ésta la que da la medida moral de los actos humanos, tanto del padre como de
los hijos.
En el mundo animal observamos la lucha por la
conservación, por el alimento o por la hembra, pero no se siente remordimiento
ni se erigen monumentos a las víctimas. Los flujos de amor y odio se alternan y
sobreponen entre los animales, como oleajes en el mar, sin necesidad de
arrepentimiento.
El hombre podrá imaginar un ídolo, pero no
puede crear un Dios infinitamente justo. El Dios revelado es todo lo contrario
de una proyección humana. El Dios cristiano se presenta y se ofrece al hombre
como Verdad trascendente. Pide ser aceptado con libertad. La fe es una
respuesta libre al Dios que se revela, exactamente lo opuesto a una proyección.
Cuando el hombre antepone sus proyectos a las invitaciones divinas que exigen
una respuesta libre, no realiza el verdadero acto de fe.
Freud dice que el hombre primitivo, cuando
experimenta hostilidad contra sus congéneres, también se siente hostigado y
perseguido. Por nuestra parte, leemos en la Biblia que Eva, cediendo a la
sugerencia demoníaca, asignó a Dios los sentimientos de envidia y celos que
ella misma había concebido. Pero esta proyección formaba parte de la injusticia
de Eva. No quiso acatar la propuesta divina y juzgó que Dios era su competidor;
pero, lejos de tiranizarla, Dios la había dejado en completa libertad, no le
impidió con violencia el acceso al fruto prohibido. Simplemente la puso en
condiciones de obedecer o rebelarse, después de haberle dado pruebas
suficientes de su Sabiduría e infinita generosidad.
La imagen antropológica que Freud nos
administra es un nudo de deseos y proyecciones. Ni rastros de una alianza libre
y gratuita de Dios con el hombre. Su dios no es un ser generoso, sino la figura
de una paternidad egoísta, que todo lo utiliza como objeto del propio placer.
La religión no ofrece otra ventaja que la de un instrumento defensivo,
compensatorio de gustos y de miedos, envilecedor. Incluso el esfuerzo ascético
estaría al servicio de un sentimiento autocomplaciente por la dificultad
vencida.
Cuando se confunde a Dios con el padre
terreno, se oculta la dimensión trascendente, nada ni nadie es el fundamento
último, las personas se sienten prisioneras unas de otras, y estalla una guerra
implacable.
El egoísmo es la búsqueda del otro con ansia
de dominio absoluto, para que prodigue seguridad o placer, mientras se lo
detesta como competidor. La incompatibilidad entre los seres humanos, que los
empuja a necesitarse y a repelerse mutuamente, es efecto de la negación de
Dios, y no, como piensa Freud, la experiencia matriz de donde Dios se origina.
III. EL SACRIFICIO RELIGIOSO
Freud comparte la teoría de Robertson según
la cual el sacrificio, en los pueblos más primitivos, no era una ofrenda, sino
solamente un acto de comunión. Los miembros del clan se sienten consustanciados
con su dios, pero es preciso matar y comer su símbolo, el animal sagrado, para
apropiarse de su sustancia.
Desde la perspectiva cristiana, podemos
interpretar esta comunión separada de la ofrenda, como el negativo del
verdadero sacrificio. En el primer pecado, con el objeto de capturar la
sustancia divina, el hombre rehusó la ofrenda de Dios, intentó hacerse dueño de
la divinidad como si fuera un derecho propio, un rechazo y un intento de
asimilación a la vez.
En la religión cristiana, no existe ninguna
necesidad dialéctica para que el Hijo y el Padre deban afirmarse mediante la
negación recíproca. Ambos gozan de la misma naturaleza, son consubstanciales, y
se entregan mutuamente en el Espíritu de Amor que los une. El Hijo asume la
naturaleza humana, para realizar el don que el hombre no había querido ni
aceptar ni ofrecer. Con el Sacrificio de sí mismo hace una ofrenda perfecta.
Así repara el pecado, restituye a Dios, de un modo infinitamente superior, todo
lo negado por el hombre, restableciendo la plena comunión, la alianza nueva y
eterna, el don recíproco.
IV. MORAL Y NEUROSIS
Neurosis es una tensión irresuelta entre dos
impulsos opuestos, por ejemplo, entre un deseo sexual que pugna por ser
satisfecho y una fuerza represora que lo frena. Genera un desgaste excesivo de
energía y se pone de manifiesto en múltiples síntomas: fobias, manías,
obsesiones, prohibiciones, que encierran al individuo, o a toda la sociedad en
un círculo vicioso. "Los psicoanálisis de sujetos histéricos mostraron que
su enfermedad era el resultado de un conflicto entre la libido y la represión
sexual y que sus síntomas constituían una transacción entre ambas corrientes
anímicas"[8].
Muchas veces una tendencia reprimida
encuentra una puerta de escape disfrazando su identidad, revistiéndose de un
ropaje diverso que le permita actuar en la conciencia pero sin descubrir toda
la crudeza del deseo o del conflicto originario, como una ficción insoslayable
para expresar una carga afectiva, que eluda a la vez el veto represor. Es un
desplazamiento del afecto hacia otros objetos que representan de modo simbólico
y oculto al objeto primitivo, obteniendo una satisfacción parcial del deseo y,
por el mismo hecho de su parcialidad, no enteramente satisfactoria y encadenada
por lo tanto a una reiteración continua, obsesiva.
La prohibición siempre está al acecho y
también persigue a las formas sucedáneas, camufladas, de los deseos. Para
aliviar ese conflicto irresistible, surgen las neurosis o estados de
compromiso, en los cuales los actos obsesivos reproducen limitadamente el acto
prohibido. "El Yo se siente amenazado por las aspiraciones de los
instintos sexuales y se defiende de ellos por medio de represiones, las cuales
no logran siempre el efecto deseado y tienen entonces por consecuencia la
formación de peligrosos productos substitutivos de lo reprimido y de penosas
reacciones del Yo. De estas dos clases de fenómenos se compone aquello que
llamamos síntomas neuróticos"[9].
"Los acontecimientos decisivos tienen
lugar en las épocas tempranas de la infancia, pero su acción no descansa sobre
el tiempo, sino sobre la reacción que contra ellos se produce. De un modo
esquemático podríamos expresarlo así: como consecuencia del suceso se origina
una exigencia del instinto que anhela ser satisfecha. El Yo se opone a esta
satisfacción, bien porque es inhibida por la magnitud de la exigencia o bien
porque considera un peligro dicho cumplimiento. El primero de estos fundamentos
es el primitivo. El Yo se defiende del peligro mediante el proceso de
desplazamiento o represión. La incitación del instinto queda inhibida de algún
modo y olvidados los motivos y las correspondientes percepciones e ideas. Sin
embargo, el proceso no queda terminado: el impulso instintivo conserva su
intensidad, la recupera o vuelve a despertarse por un nuevo motivo. Renueva
entonces su exigencia, pero como está obstruida la vía para su satisfacción
normal por lo que podríamos llamar cicatriz de la represión, busca un punto
débil para lograr la denominada satisfacción substitutiva, que entonces aparece
como un síntoma, sin que el Yo dé su consentimiento y sin que siquiera llegue a
comprenderlo. Todos los fenómenos que forman los síntomas pueden con razón ser
descritos como la reaparición de lo desplazado o reprimido"[10].
Lo reprimido que se encuentra hundido en el
inconsciente, escapa al dominio del yo. El psicoanálisis tiene la virtud de
reflotarlo y ponerlo a disposición del sujeto consciente.
La moral, según se entiende dentro del
psicoanálisis, se reduce a un cuerpo de prohibiciones análogas a las que configuran
el cuadro de la neurosis, y cuyo tronco principal arranca del complejo de
Edipo: representa la férrea voluntad paterna que sofoca los ímpetus incestuosos
en el hijo. "Nuestra cultura descansa totalmente en la coerción de los
instintos. Todos y cada uno hemos renunciado a una parte de nuestro poderío, a
una parte de las tendencias agresivas y vindicativas de nuestra personalidad, y
de estas aportaciones ha nacido la común propiedad cultural de bienes
materiales e ideales. La vida misma, y quizás muy principalmente los
sentimientos familiares, derivados del erotismo, han sido los factores que han
movido al hombre a tal renuncia, la cual ha ido haciéndose más amplia en el
curso del desarrollo de la cultura. Por su parte, la religión se ha apresurado a
sancionar inmediatamente tales limitaciones progresivas, ofrendando a la
divinidad, como un sacrificio, cada nueva renuncia a la satisfacción de los
instintos y declarando "sagrado" el nuevo provecho así aportado a la
colectividad. Aquellos individuos a quienes una constitución indomable impide
incorporarse a esta represión general de los instintos, son considerados, por
la sociedad, como "delincuentes" y declarados fuera de la ley, a
menos que su posición social o sus cualidades sobresalientes les permitan
imponerse como "grandes hombres" o como "héroes"[11].
En principio todos los miembros del grupo
social se sienten opuestos y rivales unos de otros. Todos aspiran a ocupar el
puesto del padre o del jefe, y dominar despóticamente sobre los demás.
Ante la imposibilidad práctica de satisfacer
esos sentimientos, porque se destrozarían unos a otros, prefieren someterse a
la autoridad común, un mismo ideal del Yo para todos, y así se sienten
identificados. Es la extensión a todo el radio social de lo que sucede en cada
familia. "Todavía actualmente, nacen en el individuo, los sentimientos
sociales, por superposición a los sentimientos de rivalidad del sujeto con sus
hermanos. La imposibilidad de satisfacer esos sentimientos hostiles hace surgir
una identificación con los rivales. Observaciones realizadas en sujetos
homosexuales, justifican la sospecha de que también esta identificación es un
sustitutivo de la elección cariñosa de objeto, que reemplaza a la disposición
agresiva hostil"[12].
Hemos visto que en el primer período de la
infancia, el deseo libidinoso de los hijos tiene por objeto a sus padres. Los
hermanos sienten celos y envidia entre sí, pues se consideran mutuamente
competidores en el afecto de los padres. Ante la imposibilidad de monopolizar
ese afecto y de mantener la actitud hostil sin daño recíproco, se ven obligados
a identificarse entre sí. De esta manera nace el sentimiento fraternal y
colectivo del grupo infantil. Los celos se han transformado en sentimientos de
fraternidad. Han claudicado. Se imponen la ley de no sobresalir, de tener lo
mismo y ser considerados iguales. Renuncian a muchas cosas para que tampoco los
demás puedan reclamarlas. "Todas aquellas manifestaciones de orden, que
luego encontramos en la sociedad, así, el compañerismo, el espíritu de cuerpo,
etc., se derivan también, incontestablemente, de la envidia primitiva. Nadie
debe querer sobresalir; todos deben ser y obtener lo mismo. La justicia social
significa que nos rehusamos a nosotros mismos muchas cosas, para que también
los demás tengan que renunciar a ellas, o lo que es lo mismo, reclamarlas"[13].
Las leyes morales y el orden social al que se
sujetan los individuos, no tienen el significado de crecimiento y despliegue
positivo de la persona, sino más bien de cortapisa de los instintos más
genuinos. "La esencia más profunda del hombre está formada por impulsos
instintivos, elementales, similares en todos los seres y tendientes a la
satisfacción de determinadas necesidades primordiales".
"Pero aceptamos que todas las tendencias
condenadas como malas por la sociedad —tomemos por caso, las egoístas y las
crueles— se encuentran entre estos impulsos primitivos".
"Estas tendencias primitivas sufren una
prolongada evolución antes que se les permita realizarse en el adulto. Son
inhibidas, desviadas hacia otros fines y terrenos, sufren fusiones entre sí,
trocan sus objetos, se dirigen en parte contra la propia persona. Las
modificaciones reactivas simulan una modificación fundamental de éstos, como si
el egoísmo se hubiera tornado altruísmo, la crueldad, compasión".
"La conversión de los instintos
"malos" es obra de dos factores que actúan en un mismo sentido: uno
interno y otro externo. El factor interno consiste en la transformación de los
instintos "malos" —llamémosle "egoístas"— bajo la influencia
del erotismo, de la humana necesidad de amor, aceptada en su más amplio
sentido".
"El factor externo consiste en el
imperio de la educación, que representa las pretensiones del medio cultural y
que luego se continúan con la influencia directa de este ambiente".
"En suma, se puede aceptar que toda
coerción interna, ejercida durante la evolución del hombre, fue, al principio,
es decir, en el origen de la historia humana, únicamente una coerción externa.
Los seres humanos que actualmente llegan al mundo ya traen incorporada en su
organización hereditaria una disposición parcial a convertir instintos egoístas
en sociales, mecanismo que entra en juego ante leves estímulos exteriores"[14].
Entre los factores internos de la represión
de los instintos, se halla el miedo a perder la estima y la protección que
proporciona el padre o jefe de la comunidad. "Ya hemos visto que el
Ejército y la Iglesia reposan en la ilusión de que el jefe ama por igual a
todos los individuos. Pero esto no es sino la transformación idealista de las
condiciones de la horda primitiva, en la que todos los hijos se saben
igualmente perseguidos por el padre, que les inspira a todos el mismo temor. Ya
la forma inmediata de la sociedad, el clan totémico, reposa en esta
transformación, que a su vez constituye la base de todos los deberes sociales.
La inquebrantable fortaleza de la familia, como formación colectiva natural,
resulta de que en ella es una realidad efectiva el amor del padre hacia todos
los hijos"[15].
"A propósito de las dos masas artificiales,
la Iglesia y el Ejército, hemos visto que su condición previa consiste en que
todos sus miembros sean igualmente amados por su jefe. Ahora bien, no habremos
de olvidar que la reivindicación de igualdad formulada por la masa, se refiere
tan sólo a los individuos que la constituyen, no al jefe. Todos los individuos
quieren ser iguales, pero bajo el dominio de un caudillo. Muchos iguales,
capaces de identificarse entre sí, y un único superior, tal es la situación que
hallamos realizada en la masa dotada de vitalidad"[16].
El único individuo enteramente libre de toda
sujeción sería el jefe. "En los albores de la historia humana, fue el
padre de la horda primitiva el superhombre cuyo advenimiento esperaba Nietzsche
en un lejano futuro. Los individuos componentes de una masa precisan todavía
actualmente de la ilusión de que el jefe les ama a todos con un amor justo y
equitativo, mientras que el jefe mismo no necesita amar a nadie, puede erigirse
en dueño y señor, y aunque absolutamente narcisista, se halla seguro de sí
mismo y goza de completa independencia. Sabemos ya, que el narcisismo limita el
amor, y podríamos demostrar, que actuando así, se ha constituido en un
importantísimo factor de civilización"[17].
"El padre primitivo impedía a sus hijos
la satisfacción de sus tendencias sexuales directas; les imponía la
abstinencia, y por consiguiente a título de derivación, el establecimiento de
lazos afectivos que les ligaban a él en primer lugar, y luego, los unos a los
otros. Puede decirse que les impuso la psicología colectiva y que esta
psicología no es, en último análisis, sino un producto de sus celos sexuales y
de su intolerancia". Y añade en una nota a este texto: "Puede
admitirse igualmente, que los hijos, expulsados de la horda y separados del padre,
pasaron de la identificación recíproca al amor objetivo homosexual, y
conquistaron así la libertad que les permitió matar al padre"[18].
En toda comunidad humana, los sentimientos
que albergan los individuos tienen un significado ambivalente. Por ejemplo, los
súbditos, sobre todo en los pueblos primitivos, sienten un fuerte impulso de
matar a sus reyes. Por eso los rodean de un ceremonial protector que los haga
intangibles, pero también someten los movimientos de su rey a minuciosas
prescripciones de confinamiento: es la forma de tomar venganza, a causa de la
envidia.
También cuando un individuo ha conseguido
satisfacer un deseo prohibido por la sociedad, los demás miembros del grupo,
por envidia, castigan su audacia. La ejecución del castigo les permite
realizar, bajo el encubrimiento de la expiación, el mismo acto impuro.
Los pueblos primitivos piensan que los
muertos tienen sentimientos de adversidad para con los vivos. En realidad, de
modo inconsciente, ese pensamiento es la proyección del mismo sentir que éstos alimentaban
contra aquéllos. Cuando mueren los seres queridos, junto con el dolor, aparece
en el inconsciente una complacencia, porque se ha satisfecho el deseo agresivo.
"Ante el cadáver de la persona amada imaginó, entonces, los espíritus, y
su sentimiento de culpabilidad por la satisfacción que de alguna manera estaba
vinculada al duelo, llevó a que estos espíritus creados se tornaran demonios
malvados, ante los cuales es preciso sentir temor"[19].
Así como detrás del temor de la muerte de una
persona, se esconde el propio deseo de matarla, detrás del sentimiento de culpa
de muchos neuróticos, actúan los deseos de muerte que el sujeto abriga, en su
inconsciente, contra sus semejantes. "Pero teniendo en cuenta uno de los
hechos que nuestras investigaciones psicoanalíticas de los sueños de personas
sanas nos han revelado, o sea que la tentación de matar es más fuerte en
nosotros de lo que creemos y que se manifiesta en efectos psíquicos, aun cuando
escape a nuestra conciencia; y habiendo reconocido que las prohibiciones
obsesivas de determinados neuróticos no son sino precauciones y castigos que
los enfermos se infligen a sí mismos porque sienten con una acrecentada
energía, la tentación de matar, podremos volver a aceptar de nuevo la
proposición antes formulada, esto es, la que siempre que existe una prohibición
ha debido de ser motivada por un deseo, y admitiremos que esta tendencia a
matar existe realmente en el inconsciente y que el tabú, como el mandamiento
moral, lejos de ser superfluo, se explica y se justifica, por una actitud
ambivalente con respecto al impulso al homicidio"[20].
La moral es esencialmente represora; sus
normas limitan la plenitud vital y vuelven imposible la unidad interior del
hombre dividido entre fuerzas contrarias. Freud reconoce, sin embargo, la
conveniencia de un cierto freno a la satisfacción sexual, para que la libido se
derive hacia el desarrollo de la cultura y de la estabilidad social.
La represión del impulso incestuoso es el
prototipo de todas las represiones y se conecta con la herencia ancestral. Para
evitar enfrentamientos dañosos en el seno de la familia, en todas las
organizaciones sociales se mantiene férreamente la prohibición del incesto.
Pero si la moral no es camino para el
desenvolvimiento armónico de la persona, sino en el mejor de los casos una
valla que permite una convivencia más o menos concertada, el comportamiento
llevará siempre una nota de falsedad, de simulación. Si el hombre se halla
permanentemente jaqueado por dos fuerzas contrapuestas —impulso y represión—,
nunca tendrá franca la salida de lo íntimo.
Podemos ubicar a Freud en la esfera de la
mentalidad farisaica y la teología luterana, donde nunca se concilia la norma
con el espíritu de libertad. Los fariseos sólo se preocupaban del cumplimiento
formal de la ley, sin el Espíritu. Lutero, por su lado, experimentaba una
impotencia insuperable para salir del pecado, hasta que resolvió pecar en paz y
confiarse a la misericordia del Señor. En ambos casos, las apariencias
exteriores apenas encubren la ruindad. No hay hombre nuevo, no hay renovación
interior verdadera: la justificación es engañosa.
La antropología de Freud ignora absolutamente
la realidad de la regeneración cristiana. Se enmarca en la órbita del
formalismo judaico donde sólo se conoce el pecado y la ley, pero esta última,
como observaba San Pablo, sólo tiene la virtud de poner de manifiesto el pecado
y no consigue sanarlo. Cuando la observancia de la ley se encuentra disociada
de un corazón renovado por el Espíritu, todo se resuelve en hipocresía, simulación
o impotencia manifiesta de vivirla.
Su ateísmo no permite a Freud el empleo de
conceptos que aludan un sentido trascendente. Prefiere usar los términos de
libido y norma moral, donde la moral sólo tiene una función restrictiva de la
libido, irremisiblemente contrapuestos: cuanto más fuerte la libido, más severa
la prohibición.
En la antropología cristiana, Jesucristo es
el Salvador que comunica el Espíritu Santo. Profundamente renovado por este
Espíritu de Cristo, el cristiano puede caminar en la ley de Dios hacia la
plenitud del Amor.
Freud piensa que los santos han sustituido el
amor concreto y sexual por un amor genérico a la humanidad. Pero es exactamente
lo contrario: el amor de los santos se dirige a cada persona en particular y
penetra en lo que es individual e irrepetible. En cambio, el impulso del sexo
desvinculado del amor íntegro, sin espíritu, sin la apertura a lo íntimo de la
persona y sin una entrega comprometida hasta el fondo, es ciego y genérico.
Freud afirma que los creyentes aceptan la fe
como una imposición para ahogar sus dudas. Respondemos que tanto el creer como
el amar del cristiano son plenamente libres: son libres o no existen. La
hipocresía en este terreno sólo puede disimular la carencia del amor y de la
fe.
Religión y moral son, para Freud, un campo
erizado de tabúes, sin fundamento racional, comparable con las interdicciones
que el neurótico se impone a sí mismo por miedo a las consecuencias que se
imagina nefastas de sus impulsos libidinosos y que no puede dominar.
La moral cristiana se halla en las antípodas
de esta concepción. Lo prohibido recae precisamente sobre aquello que destruye
al hombre, lo cual cabe en esta fórmula: "no seas egoísta, porque si eres
egoísta te destruirás". Ser egoísta es no reconocer la realidad del otro,
privarse de alcanzar la esencia misma de la persona, que consiste en el
compromiso en favor de la plena realidad del prójimo, con el establecimiento
vínculos verdaderos. Si el otro no es plenamente real para mí, yo me pierdo. En
el amor de donación la persona, lejos de ser sojuzgada y preterida, es afirmada
íntegramente en su propia realidad.
Freud dice que la represión contraviene los
reclamos del placer. La enseñanza de Cristo pone de relieve que la verdadera represión
consiste en cerrar los oídos a la llamada, a la voz de Dios en lo íntimo del
alma. Este rechazo de Dios, el pecado, es también un rechazo del hombre que
deja de ser amado como un fin, para ser utilizado como un simple medio.
El hombre pecador reprime a Dios en sí mismo
y en el prójimo. Rehuye el encuentro cara a cara con su Padre, son su Hermano
mayor, Jesucristo, y con los demás hermanos a los que no reconoce como tales.
Puesto que Dios al revelarse también revela el rostro originario del mismo hombre,
cuando éste rehuye mirada de Dios, tampoco reconoce su propia faz. No sabe su
propio nombre que su Padre pronuncia con Amor, y adopta una careta forjada por
sus apetencias anónimas.
Sofocada la llamada de Dios que reclamaba una
respuesta personal, sobreviene una apetencia anónima. Desprovisto del amor
divino, el hombre caído siente un ansia de gozo y de vida, pero teme que no
podrá alcanzar nunca el objeto de sus deseos, pues carece de esperanza, y
recela de que alguien se lo prohíba. Reacciona con miedo y furor contra todo lo
que imagina opuesto a su apetito; no advierte que lo negativo no procede de
afuera, sino de su propia interioridad.
Porque es imagen de Dios, el hombre sólo se
reconoce a sí mismo en el encuentro personal con El, accediendo de esta manera
a la verdadera intimidad. Dios quiere compenetrar su intimidad con el hombre.
Dentro del cristiano, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo hacen su morada. Es una
inhabitación mutua que conduce a la cima de la intimidad en la Patria
celestial.
Por eso, quien no se abre al diálogo sincero
con Dios, se dispersa, no llega a lo íntimo, y se debate en la extrañeza y en
la alienación. En la teoría de Freud es evidente este extrañamiento: el yo se
encuentra acotado entre el hervidero anónimo del ello y un ideal inaccesible.
El yo no puede menos que identificarse con su ideal, pero no pudiendo franquear
la distancia que lo separa, se hace desgraciado. Por otra parte también se
halla en la imposibilidad de dar curso a todas las demandas provenientes del
Ello. Sólo le resta una ilusión de plenitud cuando ocupando el lugar del
super-Yo, en la euforia de la orgía, infringe todas las prohibiciones.
Como si perdurase el engaño de Satanás,
"la antigua serpiente", que sugestionó a nuestros primeros padres
según relata el libro del Génesis, Freud considera que Dios es un extraño, un
enemigo. Entonces, la persona está alienada respecto a Dios, al prójimo y a sí
misma. Cada individuo procura su autosatisfacción y ahí se encierra. Aun la
primera y más simple comunión amorosa del recién nacido, el acto de mamar, es
interpretado con las coordenadas del autoerotismo. Dentro de esta perspectiva,
la unión sexual se verificará entre dos seres que se usan mutuamente, sin
intimidad, aislados uno del otro.
Para Freud el miedo es un factor determinante
en la vida y en las relaciones humanas. Al final todo se conjuga en una
componenda de miedos que se contrabalancean unos a otros: el temor a perder la
persona amada, los celos, el sojuzgamiento. La represión, a su vez, está
provocada por el miedo a una excesiva demanda del Ello que puede resultar
perturbadora para la estabilidad del sujeto, o por el miedo a perder la
benevolencia de alguien que presta protección y afecto.
Freud entiende con acierto que existe una
conexión entre la resistencia a descubrir la verdad y las represiones
insalubres. Puesto que el miedo se despierta ante lo que se presenta como
extraño y hostil, Freud intenta liberar a sus pacientes dándoles a conocer la
fuente oculta de sus conflictos.
El cristiano, en cambio, sabe que sólo Dios
puede proporcionar el conocimiento pleno y verdadero. Si el hombre es imagen de
Dios, todo su ser consiste en la referencia esencial hacia Aquél del cual es
imagen. Sin un conocimiento verdadero de Dios que comporta vida y amor, el hombre
es un ser miedoso, esclavo; y todas las acciones inspiradas en el temor servil
no corresponden a su dignidad, son inhumanas. Incluso cuando se enorgullece con
la torre de Babel, la civilización atea, está poseído por el miedo de no lograr
ser como Dios: intenta asegurarse porque no está seguro, una vez más es el
miedo que agita su ambición desenfrenada.
Sólo el amor excluye el temor. Mientras no
salga del egoísmo, persistirá desconocido para sí mismo y para los demás. El
conocimiento recíproco como revelación y comunión en la intimidad es el
florecimiento del amor, de la libre y responsable entrega. Así la persona
alcanza su unidad y su totalidad. En cambio, los egoístas, por más cercanos y
acompañados que estén, se sienten desconocidos y ajenos. Por no haber
descubierto y regalado su intimidad, esas personas permanecen vacías y
alienadas, lo cual reviste particular dramatismo precisamente en las relaciones
sexuales. La peor inhibición es hallarse sometido al exilio de la propia
intimidad. La orgía no desinhibe, simplemente tiene el efecto ilusorio de la
droga.
Para una relación auténticamente humana es
necesario que la persona sea dueña de sí misma y se ponga entera en cada uno de
sus actos, de lo contrario se desvanece en la banalidad, como ocurre dentro de
la teoría freudiana.
V. INSTINTO, LIBIDO Y OBJETO
En los primeros años de su investigación
analítica Freud distinguía dos especies de instinto: el instinto de
conservación y el instinto erótico. En una etapa posterior introdujo estas dos
especies dentro del instinto de vida, y añadió lo que se le imponía como una
tendencia irrefutable: la fuerza negativa del instinto de muerte.
El instinto en su sentido más genérico es
concebido por Freud como una fuente de excitación somática productora de
energía, que reclama a su vez, mediante el deseo, la descarga energética,
generadora de placer, y así retorna el estado previo a la excitación.
Los movimientos del instinto, fraguados en
una matriz de naturaleza química, son, como acabamos de decir, una formación
energética, elemento propulsor de la vida humana, que genera una tensión
interior desequilibrante del organismo. La descarga produce la sensación
placentera y restablece el equilibrio. El mayor placer corresponde al acto
sexual, porque está precedido de la tensión más elevada. El organismo,
entonces, previamente desestabilizado por las excitaciones que engendran
energía, se libera para recuperar el equilibrio. Pero un nivelamiento o
estabilidad extrema puede conducirlo a emparejarse con lo inanimado, es decir,
a la muerte. Freud piensa que en las profundidades del Ello, trabajan y se
enlazan en lucha incesante el instinto de vida y el instinto de muerte, pues un
desahogo absoluto de todo el impulso placentero produciría la muerte.
Hemos visto que el instinto tiene un sentido
conservador, es decir, tiende a regresar al estado previo a la excitación
desestabilizadora. Más aún: el organismo viviente se eleva como una excepción
indebida sobre el horizonte de lo inanimado. Es así que el instinto de muerte
se encuentra en un nivel más básico que el instinto de vida. Los instintos no
se orientan hacia ningún fin superior: sólo se inclinan, por el principio del
placer, hacia su inmediata satisfacción.
Los dos especies de instintos se hallan
íntimamente enlazadas, pues se nutren de la libido —energía erótica o fuerza
amorosa—. "El instinto es concebido en general, como una especie de
elasticidad de lo animado, esto es, como una aspiración a reconstruir una
situación que existió ya una vez, y fue suprimida por una perturbación exterior.
Esta naturaleza esencialmente conservadora de los instintos queda explicada por
el fenómeno de la repetición obsesiva. La colaboración y el antagonismo del
eros con el instinto de muerte, constituye para nosotros la imagen de la
vida"[21].
"Si, como experiencia sin excepción
alguna, tenemos que aceptar que todo lo viviente muere por fundamentos
internos, volviendo a lo anorgánico, podremos decir: la meta de toda vida es la
muerte; y con igual fundamento: lo inanimado era antes que lo animado"[22].
El único cometido asignado por Freud al
instinto, es la nivelación energética mediante la descarga. A ese efecto,
cualquier forma de procurarse el placer pude ser útil. El primer ejercicio
erótico del niño, autoerotismo, envuelve todo su cuerpo, aunque se pueden
distinguir zonas especialmente erógenas: bucal, anal, urogenital... La
alimentación, como las funciones fisiológicas, se conjugan con las sensaciones
de placer y pueden quedar asociadas a prácticas de esa índole. Es así que la
vida anímica comienza a regularse desde un primer momento por el principio
placer-displacer, esto es, la búsqueda del placer y el retraimiento ante el
dolor. "El principio del placer será entonces una tendencia que estará al
servicio de una función encargada de despojar de excitaciones al aparato
anímico, mantener en él constante el montante de la excitación o conservarlo lo
más bajo posible. Todos hemos experimentado que el máximo placer que nos es
concedido, el acto sexual, está ligado a la instantánea extinción de una
elevadísima excitación"[23].
Al principio el seno materno no es percibido
como algo distinto del propio cuerpo; después, el niño se adhiere a la madre
como objeto de placer. "El primer objeto erótico posterior al estadio del
autoerotismo, es, para ambos sexos, la madre, cuyo órgano alimenticio no fue
distinguido, al principio, del propio cuerpo"[24]. La madre es abarcada
dentro del círculo del primer objeto placentero, y el niño realiza con ella su
primordial identificación.
Esto significa que la relación con la madre
no trasciende el nivel del autoerotismo. La madre funciona como objeto erótico
sin que el niño salga del horizonte de la autocomplacencia. La libido que
reviste al objeto procede del yo y vuelve al yo: es el narcisismo primordial
que perdurará toda la vida como una premisa insuperable y que me atrevo a
calificar como la clave de la antropología freudiana. "La libido del Yo o
libido narcisista aparece como una gran presa de la cual parten las corrientes
de revestimiento del objeto y a la cual retornan. El revestimiento del Yo por
la libido narcisista se nos manifiesta como el estado original que aparece en
la primera infancia y es encubierto por las posteriores emanaciones de la
libido, pero que en realidad permanece siempre latente detrás de las
mismas"[25].
En las fases posteriores de la evolución
psíquica individual, arribará un narcisismo secundario con el desprendimiento
de los objetos sexuales imposibles de poseer. Así, por ejemplo, será necesario
desligar la libido que se adhiere a los padres, de manera que puedan ser
reemplazados por otras personas en calidad de objeto sexual. "En el
complejo de Edipo, se nos mostró enlazada la libido a la representación de los
progenitores del sujeto, pero éste pasó antes por una época en la que carecía
de todo objeto. De esta circunstancia, dedujimos la existencia de un estado en
que la libido llena el propio Yo, habiéndolo tomado como objeto. Este estado
podía denominarse "narcisismo", y no era difícil de adivinar, que en
realidad subsiste siempre, y que el Yo permanece siendo a través de toda la
vida, el gran depósito de la libido, del cual emanan las cargas de objeto y al
cual puede retornar la libido desde dichos objetos. Así, pues, la libido
narcisista se transforma continuamente en libido objetiva, y viceversa. El enamoramiento
sexual o sublimado, que llega hasta el sacrificio del sujeto, nos ofrece un
excelente ejemplo de la magnitud que esta transformación puede alcanzar"[26].
Identificándose con su objeto sexual, el
sujeto no hace otra cosa que identificarse consigo mismo. Ante el
"peligro" de "perderse" en el objeto, puede recuperarse
mediante una reacción defensiva, desligándose del objeto. "Sabíamos ya que
la represión era efectuada por los instintos de conservación que actuaban en el
Yo —instintos del Yo—, y recaía sobre los instintos libidinosos. Ahora, al
reconocer los instintos de conservación como de naturaleza libidinosa, esto es,
como libido narcisista, vemos que el proceso de la represión se desarrolla
dentro de la libido misma. La libido narcisista se opone a la libido objetiva,
y el interés de la propia conservación se defiende contra las exigencias del
amor objetivo"[27].
El narcisismo resulta amenazado cuando la
libido se hace dependiente de algún objeto que después no se alcanza a poseer.
Cuando por cualquier motivo se pierde a la persona amada, objeto erótico, el
único expediente para salir del estado de desgracia, es retornar al narcisismo
originario que, a decir verdad, estaría representado por la situación anterior
al nacimiento. "Así, el nacimiento representa el paso desde un narcisismo
que se basta por completo a sí mismo, a la percepción de un mundo exterior
variable y al primer descubrimiento de objetos. De esta transición, demasiado
radical, resulta que no somos capaces de soportar durante mucho tiempo el nuevo
estado creado por el nacimiento y nos evadimos periódicamente de él, para
hallar de nuevo, en el sueño, nuestro anterior estado de impasibilidad y
aislamiento del mundo exterior"[28].
Si la fijación a los padres ha sido muy
intensa, la libido no puede desprenderse de su objeto y no se efectúa el
reemplazo. Nacerán neurosis, impulsos incestuosos reprimidos que vuelven a
surgir en diferentes formas. "El neurasténico, por ejemplo, queda
imposibilitado, por su adhesión inconsciente a objetos eróticos incestuosos,
para elegir, como objeto de su amor, a una mujer ajena a los mismos, viendo así
limitada su actividad sexual, a los productos de su fantasía. Pero en tales
productos, realiza el progreso vedado, pudiendo substituir en ellos, la madre o
la hermana, por objetos ajenos al círculo incestuoso, y como tales objetos no
tropiezan ya con la oposición de la censura, su elección se hace consciente en
las fantasías"[29].
El instinto sexual es múltiple y complejo,
pero su única finalidad es la obtención de placer, cuyas modalidades son muy
variadas y, al principio, indeterminadas. El niño va descubriendo las
excitaciones de su cuerpo, con el placer consiguiente, y se interesa
especialmente en las zonas más erógenas.
El erotismo infantil "se manifestaba
primero como actividad de toda una serie de componentes instintivos,
dependientes de zonas somáticas erógenas, componentes que aparecían en parte,
formando pares antitéticos (sadismo-masoquismo, instintos de
contemplación-exhibicionismo), partían, independientemente unos de otros, a la
conquista del placer y encontraban generalmente su objeto en el propio cuerpo.
De este modo, la función sexual no se hallaba al principio centrada, y era
predominantemente autoerótica. Más tarde, tenían efecto en ella, diversas síntesis"[30].
Cuando se impide al niño la salida
placentera, esas excitaciones adquieren un signo desagradable, y se producen
reacciones como el pudor y la repugnancia. El impulso sexual coartado explica,
además, que se formen lazos de ternura con padres y hermanos, que se acepte la
autoridad paterna junto con la moral que la acompaña.
En la infancia, desde los cuatro a los ocho
años, más o menos, hay un período de latencia de los impulsos sexuales, con un
mayor desarrollo de la ternura. En la pubertad se produce la elección de objeto
sexual, es decir, la sexualidad se orienta a determinado tipo de personas y
modos de placer. Los instintos eróticos, múltiples y dispersos, se van
reuniendo y se integran bajo el predominio de la zona genital. De esta manera
la sexualidad se halla también en condiciones de servir a la reproducción;
aunque el instinto no está asociado necesariamente a la reproducción: su única
tendencia originaria es la descarga de la energía erótica.
Puesto que el instinto sexual no se halla predeterminado
en un sólo cauce de placer, es polimorfo: cabe un amplio abanico de
posibilidades. Las perversiones no son otra cosa que la fijación en alguna de
ellas, en cuanto entorpecen o desvían el interés de lo que se considera
sexualidad "normal". Entonces, cuando el instinto ha sufrido una
fuerte fijación en algunas modalidades de placer repetidamente ejercidas en las
etapas precedentes del desarrollo sexual, se hace difícil el comportamiento
"normal", y pueden aparecer las perversiones o las neurosis.
Los neuróticos suelen librar un combate
desmedido contra las pulsiones perversas retenidas en el inconsciente; se puede
decir que han retrocedido o que todavía conservan su sexualidad en estado
infantil.
El placer es el único principio que rige al
instinto y sus formas son múltiples. La libido puede adherirse a diversos
objetos para obtener su descarga. La identificación sujeto-objeto también
presenta varias modalidades. Veamos por ejemplo, el sadismo: el sujeto domina,
humilla, hace sufrir, y así se excita sexualmente. En el masoquismo —la otra
cara del sadismo—, existe una excitación sexual causada por el dolor provocado
por el otro —sadismo pasivo—, o que el sujeto se provoca a sí mismo. Además, en
la medida en que se identifican el sujeto con el objeto, pueden encontrar
placer en la excitación del otro.
El exhibicionismo es la búsqueda del placer
en el hecho de ser contemplado, y en el hecho de mirar. Todas las formas de
placer, en definitiva, se derivan del narcisismo. Por la vía de la
identificación, aun el contemplar se resuelve en el intento de contemplarse a
sí mismo.
Todo se complica, además, si tenemos en
cuenta la bisexualidad congénita. La libido inicialmente es de naturaleza
masculina, porque el instinto es activo; y la actitud pasiva, femenina, implica
una peculiar represión. Aunque también el instinto sexual contiene la
ambivalencia, mezcla de activo y pasivo, conectada con el narcisismo —amor a sí
mismo—, donde el amar significa el aspecto activo y ser amado, el aspecto
pasivo. La constitución bioanatómica puede servir como condicionante de las
disposiciones sexuales, pero la homo o hetero sexualidad también se deriva de
determinados hechos acaecidos en la infancia, combinados con eventuales
configuraciones del complejo de Edipo. Ya señalamos que el niño, por ejemplo,
puede conducirse como una niña: una actitud cariñosa con el padre, y hostil y
celosa con la madre. En el varón el inconsciente reprimido alberga
inclinaciones femeninas, y masculinas en la mujer. "En definitiva, el
ataque histérico, como la histeria en general, restablece en la mujer, una
parte de actividad sexual que ya hubo de existir en ella durante los años
infantiles, dejando vislumbrar, por entonces, un carácter estrictamente
masculino. Puede observarse, con frecuencia, que precisamente aquellas
muchachas que hasta los años inmediatos a la pubertad mostraron naturaleza e
inclinaciones masculinas, comienzan a enfermar de histeria a partir de la
pubertad. En toda una serie de casos, la neurosis histérica no corresponde sino
a una intensidad excesiva de aquel típico impulso represivo que, suprimiendo la
sexualidad masculina, hace surgir a la mujer"[31].
Pongamos un ejemplo de explicación freudiana
de un caso de homosexualidad femenina. La mujer había deseado inconscientemente
tener un hijo de su padre, más aún, que ese hijo fuese su mismo padre o una
viva imagen suya. Después, ante el hecho de que su madre tuvo un hijo, se
sintió traicionada por su padre y renunció a su sexo. Inconscientemente se
transformó en hombre e hizo el trueque del padre por la madre como objeto
erótico. Por eso buscaba en las mujeres el substituto de la madre. "La
muchacha se encontraba en la fase de la reviviscencia del complejo de Edipo
infantil en la pubertad, cuando sufrió su primera gran decepción. El deseo de
tener un hijo, y un hijo de sexo masculino, se hizo en ella claramente
consciente; lo que no podía hallar acceso a su conciencia era que tal hijo
había de ser de su propio padre e imagen viva del mismo. Pero entonces, sucedió
que no fue ella que tuvo el niño, sino su madre, competidora odiada en lo
inconsciente. Indignada y amargada ante esta traición, se apartó del padre y en
general del hombre. Después de este primer doloroso fracaso rechazó su
feminidad y tendió a dar a su libido otro destino"[32].
La homosexualidad masculina suele explicarla
Freud, en algunos casos, como consecuencia de la identificación con la madre;
y, en otros, como abdicación por parte del varón a competir con el padre o con
los hermanos por la posesión de la mujer.
Podemos suponer que Freud interpreta la unión
sexual no como viva comunión entre personas que aportan la riqueza de lo
distinto y lo novedoso; por el contrario, cada sujeto busca recuperar
unilateralmente su unidad propia, pugnando por la autosuficiencia, y se complace
en la simple descarga de la tensión libidinosa que armoniza al sujeto consigo
mismo. Lo masculino y lo femenino no corresponde, en principio, a sujetos
distintos. "En el estadio de la organización pregenital sádico-anal no
puede hablarse aún de masculino y femenino; predomina la antítesis de activo y
pasivo. En el estadio siguiente de la organización genital infantil, hay ya un
masculino, pero no un femenino; la antítesis es aquí: genital masculino o
castrado. Sólo con el término de la evolución en la pubertad, llega a coincidir
la polaridad sexual con masculino y femenino. Lo masculino comprende el sujeto,
la actividad y la posesión del pene. Lo femenino integra el objeto y la
pasividad. La vagina es reconocida ya, entonces, como albergue del pene y viene
a heredar al seno materno"[33]. La libido es
originariamente masculina: la mujer ha debido reprimirla para acomodarse a una
función de pasividad. "Si investigamos hasta una profundidad suficiente la
neurosis de una mujer, tropezamos, frecuentemente, con el deseo reprimido de
poseer, como el hombre, un pene. Un fracaso accidental de su vida, consecuencia
muchas veces de esta misma disposición masculina, ha vuelto a activar este
deseo infantil, integrado por nosotros, como "envidia del pene", en
el complejo de castración, y lo ha convertido, por medio de una regresión de la
libido, en sustentáculo principal de los síntomas neuróticos. En otras mujeres,
no llegamos a descubrir huella alguna de este deseo de un pene, apareciendo, en
cambio, el de tener un hijo, deseo este último, cuyo incumplimiento puede luego
desencadenar la neurosis. Es como si estas mujeres hubieran comprendido —cosa
imposible en la realidad— que la naturaleza ha dado a la mujer los hijos como
compensación de todo lo demás que hubo de negarle. Por último, en una tercera
clase de mujeres, averiguamos que abrigaron sucesivamente ambos deseos.
Primero, quisieron poseer un pene, como el hombre, y en una época posterior,
pero todavía infantil, se substituyó en ellas, a este deseo, el de tener un
hijo"[34].
En la antropología cristiana, la sexualidad
evoca la vocación de la persona humana a la comunión: es el carácter esponsal
que se refleja en el cuerpo. Ante todo tiene una referencia trascendente, el
matrimonio de la criatura humana con Dios, a vivir una vida de Amor en el don
de sí desde la diferencia infinita que la distingue de Dios. El hombre sólo
puede entrar en la plenitud cuando realice este significado trascendente de la
sexualidad. Los esposos cristianos no sólo se entregan el uno al otro, también
se ofrecen a Dios, aceptan el Amor divino y lo hacen sensiblemente expresivo en
la relación conyugal.
El deseo que, según Freud, tiene la niña de
identificarse con el varón y que trabaja en el inconsciente de toda mujer, si
fuese cierto, podría tal vez ser indicio del pecado original: el deseo de
autodivinización insinuado por el diablo con el propósito de borrar la
diferencia entre Dios y la criatura y también desdibujar la alteridad de lo
masculino y lo femenino como signo de esa diferencia, en cuanto el varón
representa, en la comunidad esponsal, la libre iniciativa de Dios.
Según la antropología cristiana la mujer fue
creada a partir del varón, pero no como su negativo, sino como la hermosura de
una persona hecha "para" la otra, como la "respuesta" que Dios
le regala. El hombre no puede colmar su soledad. En su corazón anidan
aspiraciones que ni siquiera es capaz de formular. Con sus palabras había
alumbrado el significado de las criaturas visibles, dándoles un nombre, pero
ninguna de ellas le había devuelto la palabra. No encontraba interlocutor
semejante a él en el mundo visible.
La mujer no es un varón disminuido o
castrado; es una criatura inédita, revelación de luz y alegría, preludio y
signo de la gloria inagotable y trascendente de Dios. Su belleza representa la
gratuidad de la obra divina, que no es producto del hombre.
Aunque se haya servido del varón, Dios retoma
su propia obra como un artista que nos sorprende con un toque nuevo y genial.
Más que complemento, la mujer sacada del varón muestra que la unidad del género
humano son los dos. Juntos inician la aventura de la historia y deben dar
cumplimiento a la tarea que el designio divino les ha confiado.
VI. DESTINOS DE LA LIBIDO
Como ya hemos señalado, la descarga erótica
generadora del placer sexual, reviste diversas formas en las distintas fases
del desarrollo. El mayor placer debiera residir en la relación sexual madura,
si ésta aconteciera en la plenitud de sus condiciones gratificantes, esto es,
si abarcara todo el vasto campo de la sensualidad.
Cuando la libido no se libera mediante la
relación sexual, permanece retenida y puede servir como fuerza propulsora de
múltiples actividades humanas: el estudio, la investigación científica, la
creación artística, etc. En todos estos casos la libido despliega gran parte de
su carga energética en actividades creadoras que producen, además, un cierto
placer. Nos hallamos ante el fenómeno de la sublimación.
Esta teoría parece significar que cualquier
actividad humana, que no sea el ejercicio orgánico de la sexualidad, tiene el
sentido de un sucedáneo, de algo accidental, un subproducto de la libido.
Incluso el deseo de saber es una traducción proyectiva del afán posesivo, del
ansia de dominio típica del sadismo infantil.
Originariamente, el hombre no estaría
solicitado por otra finalidad que la del ejercicio orgánico de su tendencia
sexual. Las operaciones espirituales figuran como formas sustitutivas, con un
placer análogo, pues la sublimación es el desvío de la energía erótica hacia
fines secundarios. "El desarrollo humano hasta el presente me parece no
necesitar explicación distinta del de los animales, y lo que de impulso
incansable a una mayor perfección se observe en una minoría de individuos
humanos, puede comprenderse sin dificultad como consecuencia de la represión de
los instintos, proceso al que se debe lo más valioso de la civilización humana.
El instinto reprimido no cesa nunca de aspirar a su total satisfacción, que
consistiría en la repetición de un satisfactorio suceso primario. Todas las
formaciones sustitutivas o reactivas y las sublimaciones, son insuficientes
para hacer cesar su permanente tensión"[35].
"La interdicción ejerce una influencia
patógena, provocando el estancamiento de la libido y sometiendo al individuo a
una prueba, consistente en ver cuánto tiempo podrá resistir un tal incremento
de la tensión psíquica y qué caminos elegirá para descargarse de ella. Ante la
interdicción real de la satisfacción, no existen sino dos posibilidades de
mantenerse sano: transformar la tensión psíquica en una acción orientada hacia
el mundo exterior, que acabe por lograr de él una satisfacción real de la
libido, o renunciar a la satisfacción libidinosa, sublimar la libido estancada
y utilizarla para alcanzar fines distintos de los eróticos y ajenos, por lo
tanto, a la prohibición"[36].
Freud reconoce que si no se restringiera el
fin primario e inmediato de la sexualidad, si no se retuviera la libido para
emplearla en otras actividades, no habría desarrollo social ni cultura. Sin
embargo, para Freud no existe un universo superior, de naturaleza
específicamente espiritual, que suministre una fundamentación sólida a los
valores y que justifique el esfuerzo en pro de la civilización. "Una
cierta parte de los impulsos libidinosos reprimidos tiene derecho a una satisfacción
directa, y debe hallarla en la vida. Nuestras aspiraciones civilizadoras hacen
demasiado difícil la existencia a la mayoría de las organizaciones humanas,
coadyuvando así al apartamiento de la realidad y a la formación de la neurosis
sin conseguir un aumento de civilización por esta exagerada represión sexual.
No debíamos engreírnos tanto como para descuidar por completo lo
originariamente animal de nuestra naturaleza, ni debemos tampoco olvidar que la
felicidad del individuo no puede ser borrada de entre los fines de nuestra
civilización"[37].
No siempre la sujeción de la libido aporta el
beneficio de la creatividad, con el consiguiente placer sustitutivo; muchas
veces es fuente de alienaciones, de múltiples desequilibrios y penalidades, que
podemos abarcar con el término amplio de "neurosis". "El
neurótico ha perdido por sus represiones muchas fuentes de energía anímica,
cuyo caudal le hubiese sido muy valioso para la formación de su carácter y para
su actividad en la vida. Conocemos otro más apropiado proceso de evolución, la
llamada sublimación, por la cual no queda perdida la energía de los deseos
infantiles, sino que se hace utilizable dirigiendo cada uno de los impulsos
hacia un fin más elevado que el inutilizable y que puede carecer de todo carácter
sexual. Precisamente los componentes del instinto sexual se caracterizan por
esta capacidad de sublimación, de cambiar su fin sexual por otro más lejano y
de un mayor valor social. A las aportaciones de energía conseguidas de este
modo para nuestras funciones anímicas, debemos probablemente los más altos
éxitos civilizadores"[38].
Pareciera que Freud sólo conoce la
alternativa entre la satisfacción sexual orgánica, inmediata, o la creación de
mundos ilusorios. Dentro de esta segunda posibilidad caben los sueños más
gratificantes, productos logrados de la cultura, y los delirios, fantasías, que
alejan al enfermo de sus mejores posibilidades vitales. "Se reconoció que
el reino de la fantasía era un dispositivo creado con ocasión de la dolorosa
transición desde el principio del placer al de la realidad, para permitir la
constitución de un sustitutivo de la satisfacción instintiva, a la cual se
había tenido que renunciar en la vida real". "El artista se habría
refugiado, como el neurótico, en este mundo fantástico, huyendo de la realidad
poco satisfactoria, pero a diferencia del neurótico, supo hallar el camino de
retorno desde dicho mundo de la fantasía hasta la realidad"[39].
Las neurosis se contraen por insatisfacción
de la libido, a causa de una simple interdicción, o por la incapacidad de
adaptarse a una nueva circunstancia. Por ejemplo, cuando alguien se halla
fijado a ciertos modos de satisfacer su erotismo, si no puede rendir ante una
superior exigencia erótica, cae en la neurosis.
Hay salud mientras haya proporción entre el
montante eficiente de libido y aquella cantidad de la misma que el Yo pueda
dominar, sublimar o utilizar directamente.
En las neurosis de transferencia, la libido
retrocede a un objeto fantástico o a un objeto satisfactorio anteriormente reprimido,
perteneciente a una etapa menos evolucionada del desarrollo sexual. "Una
acumulación de libido, que no logra satisfacerse en la realidad, consigue
evacuarse por medio del inconsciente reprimido, gracias a la regresión a
fijaciones antiguas"[40].
En la esquizofrenia, la libido reprimida se
desentiende de los objetos, o simplemente se retrae al Yo narcisista, con la
típica apatía y repulsa del mundo exterior. "A su vez, el estudio de la
esquizofrenia nos había impuesto la hipótesis de que después del proceso
represivo, no busca la libido sustraída ningún objeto, sino que se retrae al
Yo, quedando así suprimida la carga de objeto y reconstituido un primitivo
estado narcisista, carente de objeto. La incapacidad de transferencia de estos
pacientes, dentro de la esfera de acción del proceso patológico, su
consiguiente inaccesibilidad terapéutica, su singular repulsa del mundo
exterior, la aparición de indicios de una sobrecarga del propio Yo y, como
final, la más completa apatía; todos estos caracteres clínicos parecen
corresponder, a maravilla, a nuestra hipótesis de la cesación de la carga de
objeto"[41].
Dice Freud que el esquizofrénico hace un uso
del lenguaje de modo que las palabras sustituyan a los objetos reales. En las
neurosis de transferencia, en cambio, la represión negaba palabras para las
representaciones rechazadas, puesto que una representación que no se traduce en
palabras permanece en el inconsciente. En el esquizofrénico ocurre al revés:
con una especie de esfuerzo curativo, pugna por recuperar lo real con la mera
representación verbal del objeto, como el filósofo que se queda en el manejo de
las palabras sin dirigirse a los objetos concretos, viviendo lo abstracto en
lugar de lo concreto.
Todos los hombres ejercitan en el sueño,
realización imaginaria de deseos, la satisfacción fantástica de su libido, pero
el sueño no constituye una enfermedad. De forma claramente patológica acontece
la realización imaginaria de deseos en la psicosis alucinatoria, en la cual las
fantasías, no reprimidas ya, invaden el campo de la conciencia; entonces, se
pierde la distinción entre el mundo exterior y el mundo interior, sucumbe el
examen de la realidad, y la satisfacción fantástica es vivida como real.
Si la libido, como pulsión orgánica, es el
único motor de todo el vivir humano, no cabe otro principio para dar cuenta de
todas las dimensiones que forman parte de la existencia. Las mismas virtudes
que habilitan el desenvolvimiento de la persona y configuran la fisonomía de su
comportamiento, son consideradas como prolongaciones de los instintos
primitivos, como simples formas sublimadas o reactivas frente al erotismo. Así,
la tenacidad y la pulcritud son formaciones reactivas frente a un intenso
erotismo anal de la infancia. La tenacidad, particularmente, es una sublimación
que corresponde al interés por la defecación.
En la antropología freudiana no hay espacio
para el espíritu como dimensión específicamente distinta de la animalidad. El hombre
no es un ser libre capaz de proponerse sus fines de un modo responsable. Las
virtudes no son concebidas como un crecimiento de la libertad, equipamiento
espiritual para obrar establemente de acuerdo a una mayor riqueza de vida. Al
contrario, son estimadas por Freud como meros automatismos, tan limitantes como
los vicios, y que se generan por simple reacción ante la fuerza de las
pulsiones.
Freud hace referencia al "impulso a la
repetición" —las primeras represiones de carácter reactivo dan lugar a una
continua reiteración de sí mismas cuando se presentan circunstancias análogas—,
pero este impulso reviste una índole automática y uniforme, limitante, desde el
primer acto represivo: no se halla abierto al progreso o a la disminución.
Cuando no se comprende el sentido y la
primacía de la voluntad, el hombre queda sujeto a sus deseos que a su vez, en
Freud, tienen su nacimiento en la energía erótica emergente del organismo. Por
lo tanto, la persona no se autodetermina, no es libre. La única instancia rectora
que a medias gobierna la propia actuación, es el Yo, limitado a desempeñar el
rol de guardia de tráfico de la libido. Pero tampoco se comprende en Freud el
estatuto de esa instancia, porque no goza de ninguna entidad propia que le
permita encarar autónomamente la realidad externa o interna. Si el único
principio es la libido, no cabe la posibilidad de concebir ningún otro
principio rector de la vida anímica.
VII. ESTRUCTURA ANÍMICA
Freud distingue tres niveles o instancias en
la estructura de la psiquis: el ello, el yo y el super-yo.
El Ello contiene la fuente primera de las
manifestaciones instintivas. Es la instancia originaria, desde la cual se
forman las otras: el basamento de la vida humana constituido por mociones del
deseo inconsciente."El Ello es lo ancestral, el Yo se desarrolla alrededor
del Ello, como una corteza, bajo la influencia del mundo exterior. Los impulsos
primitivos se aferran en el Ello; todos los procesos en el Ello transcurren
inconscientemente. El Yo se cubre, como ya hemos dicho, con la región de la
preconsciencia, que contiene partes que normalmente permanecen inconscientes.
Los procesos psíquicos del Ello se rigen por leyes y obedecen a influencias
diferentes de las que dominan en el Yo"[42].
"El Ello es la parte oscura e inaccesible
de nuestra personalidad; lo poco que sabemos acerca de él lo debemos al estudio
de la elaboración de los sueños y de los síntomas neuróticos, y en su mayor
parte es de carácter negativo, es decir, tan sólo podemos decir que se trata de
todo aquello que no es el Yo. Para acercarnos al Ello podemos valernos de
imágenes y considerarlo como un caos, como una trama de vehementes estímulos.
Suponemos que en alguna parte se halla en contacto con procesos somáticos y de
ellos toma necesidades instintivas confiriéndoles expresión mental, pero no
podemos decir en qué substrato tiene lugar el contacto".
"Estos instintos le llenan de energía,
pero carece de organización y de determinación unificada; es sólo un impulso
para lograr la satisfacción de necesidades instintivas de acuerdo con el
principio del placer. Las leyes de la lógica —sobre todo la ley de la
contradicción— no tienen validez en los procesos del Ello. Los impulsos
contradictorios se hallan uno al lado del otro sin neutralizarse ni separarse,
combinados, la mayor parte de las veces en forma de transacciones o pactos bajo
la todopoderosa presión económica hacia la cual descargan su energía. Nada hay
en el Ello que pueda ser comparado a la negación".
"En el Ello no hay nada que corresponda
a la idea del tiempo, ni reconocimiento del pasar del tiempo. Los impulsos
ingénitos que jamás van más allá del Ello e incluso las impresiones que han
sido lanzadas en el Ello por represión, son virtualmente inmortales y se
conservan por largas décadas como si hubieran ocurrido recientemente. Tan sólo
pueden ser reconocidas como pertenecientes al pasado, privadas de significación
y desprovistas de su carga de energía, después de haber sido concienciadas por
obra del análisis, y gran parte del efecto terapéutico del tratamiento
analítico descansa sobre este hecho"[43].
El centro organizativo de la psiquis, al
servicio del Ello, está desempeñado por el Yo. Su papel consiste en dar la
mayor satisfacción al Ello dentro de las posibilidades que se encuentran en la
realidad, pues el Yo es capaz de hacerse cargo del mundo exterior. Freud se
mueve en la órbita kantiana, según la cual no coincide la percepción que el
hombre tiene del mundo con lo que el mundo es en sí mismo; por consiguiente, el
cometido del Yo no estriba en comprender la esencia íntima de esta realidad
externa, sino en acomodar los instintos del Ello, para su satisfacción, dentro
de las condiciones de factibilidad. Se desempeña como un adaptador entre los
impulsos instintivos y lo real externo.
El Yo representa la organización coherente de
los procesos psíquicos. Se asoma en el área de la vida consciente, gobierna la
descarga de las excitaciones en el mundo exterior; fiscaliza y reprime todo
aquello que juzga imposible o cuya satisfacción pueda resultar un perjuicio a
los intereses globales del sujeto; ofrece resistencia a todo lo reprimido que
intenta resurgir. Esta última operación se suele ejecutar de modo inconsciente.
El Yo primitivo de la primera infancia, que
no se diferencia del Ello, entra en contacto con la realidad del mundo por
intermedio de la percepción. Cuando sobrevenga el primer conflicto entre los
impulsos del Ello y la realidad, el Yo se opondrá al Ello con una reacción
defensiva denominada represión. Se produce, como consecuencia, una antítesis
entre el Yo y el Ello, un conflicto interno del sujeto. El Yo pierde el
pacífico dominio sobre lo reprimido. Hasta entonces, el Yo era una florescencia
del Ello en contacto con la realidad; ahora, después de la represión, el Yo se
distingue como un antagonista del Ello, como un representante de la realidad
que desune la vida anímica, quebrándose la tranquila continuidad con la base
instintiva. El conflicto y la correspondiente oposición surgen del deseo no
ejecutado. El Yo debe frenar o postergar un impulso que, para el Ello, no
conoce dilación.
El primer Yo, indiferenciado con el Ello,
ilimitado en la ejecución de sus deseos, es sumergido en el inconsciente por la
represión. Aparece ahora un segundo Yo, conmensurado en los límites del mundo
exterior. Este es el Yo propiamente dicho, coherente con sus límites, capaz de
controlar o liberar las demandas instintivas.
Según estas premisas, el hombre es un Ello
desconocido e inconsciente, pues todos los desdoblamientos y modificaciones
introducidos por el Yo tienen un sentido accidental y secundario sobre la
sustancia más genuina del ser humano. El área consciente es una apariencia,
algo artificial, un factor de distorsión, si lo comparamos con lo que debería
ser un verdadero y completo autoconocimiento.
El Yo suele comportarse, en la mayoría de los
casos, como un guardia de tráfico, presa del desconcierto, que retiene o deja
circular el flujo del deseo, de acuerdo a las posibilidades que percibe en el
mundo real. "Se nos muestra el Yo como una pobre cosa, sometida a tres distintas
servidumbres y amenazada por tres diversos peligros, emanados, respectivamente,
del mundo exterior, de la libido del Yo y del rigor del Super-yo. Tres clases
de angustia corresponden a estos tres peligros, pues la angustia es la
manifestación de una retirada ante el peligro. En calidad de instancia
fronteriza, el Yo opera como mediador entre el mundo exterior y el Ello,
intentando adaptar el Ello al mundo exterior y alcanzar en éste los deseos del
Ello, por medio de su actividad muscular. Siempre que le es posible, procura
permanecer de acuerdo con el Ello, superpone sus racionalizaciones
preconscientes a los mandatos inconscientes del mismo, simula una obediencia
del Ello a las advertencias de la realidad, aun en aquellos casos en los que el
Ello permanece inflexible, y disimula los conflictos del Ello con la realidad y
con el Super-yo. Pero su situación de mediador le hace sucumbir también, a
veces, a la tentación de mostrarse oficioso, oportunista y falso, como el
estadista que sacrifica sus principios al deseo de conquistarse la opinión
pública"[44].
El Ello se encuentra por entero en la órbita
del principio del placer. El Yo, en cambio, mediante la percepción del mundo
exterior, introduce el principio de la realidad que regula las demandas del
Ello y utiliza la misma energía que éste le suministra, para contrarrestar los
deseos que no pueden ser satisfechos. Se puede decir, por lo tanto, que el Yo
hace un empleo de la energía erótica en sentido contrario al del placer
inmediato.
Puesto que la represión introduce una
separación o pérdida de continuidad entre el Ello y el Yo, es fuente de
conflicto interior y de toda clase de enfermedades y perturbaciones. Cuanto más
represión, más descontento y aislado vive el Yo, y se hace menos capaz de un
auténtico dominio sobre la vida anímica. Este conflicto suele ser inconsciente,
pues en el proceso represivo queda sepultada además una parte del Yo: una parte
del Yo es también un Yo reprimido que se hunde en el inconsciente. "En el
curso de nuestro desarrollo, hemos realizado una diferenciación de nuestra
composición psíquica en un Yo coherente y un Yo inconsciente, reprimido,
exterior a él, y sabemos que la estabilidad de esta nueva adquisición se halla
expuesta a incesantes conmociones. En el sueño y en la neurosis, dicho Yo
desterrado, intenta, por todos los medios, forzar las puertas de la conciencia,
protegidas por resistencias diversas, y en estado de salud despierta,
recurrimos a artificios particulares, para acoger en nuestro Yo, lo reprimido,
eludiendo las resistencias y experimentando un incremento de placer"[45]. Freud, por intermedio del
psicoanálisis, pretende salvarlo, recomponiendo lo mejor posible su continuidad
con el Ello: el Yo podrá adueñarse con más solvencia de los impulsos
instintivos y reinará una cierta armonía entre las diversas instancias o
regiones del psiquismo.
El Yo consciente de sus límites se halla, en
cierto modo, en contraste consigo mismo, con su disposición primitiva
continuada del Ello e indefinidamente ampliable en los objetos de placer. En
esta circunstancia, surge un nuevo desdoblamiento: el Super-yo, concentración
suprema de la instancia represora, representante de los padres, de la
autoridad, de la tradición, de los educadores, modelamiento psíquico que
equivale a la conciencia, a la ley moral y a Dios.
El Super-yo no se genera solamente en el
curso de la vida individual, acumula una herencia que se remonta hasta el padre
de la horda primitiva. Cuanto más vehemente es el deseo erótico —incestuoso, en
este caso—, más enérgica debe ser la represión. Como fuerza represiva, el
Super-yo es la exacta contrapartida de los impulsos más poderosos del Ello.
Cuando el Yo no consigue el completo sojuzgamiento del complejo de Edipo, el
Super-yo aporta el refuerzo. La misma energía que traen consigo los impulsos
incontenibles del Ello, es empleada por el Super-yo en sentido contrario, como
reacción defensiva inconsciente.
"Cuando en un ser humano el Ello tiene
una exigencia instintiva de naturaleza erótica o agresiva, lo más sencillo y lo
más natural es que el Yo, que gobierna el mecanismo del pensamiento y el
aparato muscular, satisfaga las demandas mediante una acción. Esta satisfacción
del impulso del instinto proporciona un placer al Yo, de la misma manera que su
incumplimiento sería una fuente indudable de disgusto. Pero puede ocurrir que
el Yo, teniendo en cuenta obstáculos externos, omita la satisfacción del
instinto, particularmente cuando comprende que la acción correspondiente podría
provocar un grave peligro para el Yo. Tal incumplimiento del deseo, la renuncia
al impulso del instinto, debido a impedimentos exteriores o, como nosotros
decimos, en obediencia al principio de la realidad, en ningún caso se acompaña
de placer. La renuncia al impulso instintivo tendría, como consecuencia, una persistente
sensación de desagrado, y cuando no se logra su satisfacción la misma
intensidad del impulso instintivo disminuye por un desplazamiento de energía.
La renuncia al impulso instintivo puede ser debida también a otros motivos que
justificadamente denominamos interiores. En el curso del desarrollo individual
una parte de las fuerzas inhibidoras del mundo exterior se interiorizan y
forman en el Yo un distrito que se opone a los restantes, merced a sus
facultades observadoras, críticas y prohibitivas. Nosotros denominamos a este
nuevo distrito el Super-yo. Antes de que el Yo se disponga a satisfacer los
instintos del Ello, no sólo tiene en cuenta los peligros del mundo exterior,
sino también las objeciones del Super-yo, que le dan motivos para no atender a
las exigencias de los impulsos instintivos. Ahora bien, mientras la
renunciación debida a causas externas es siempre desagradable, la basada en
móviles internos, la obediencia al Super-yo, tiene otro efecto. Aparte del
inevitable desagrado, provoca en el Yo un placer, una, por así decir,
satisfacción substitutiva. El Yo se siente ensalzado, orgulloso de haber tenido
el gran mérito de renunciar al instinto. Creemos comprender el mecanismo por el
cual se obtiene ese placer. El Super-yo es el sucesor y representante de los
padres y educadores que dirigen al individuo en los primeros períodos de su
vida y prosigue las funciones de ellos, casi sin modificaciones. Mantiene al Yo
en una persistente dependencia y ejerce sobre él una continua presión. El Yo es
asistido en la misma forma que lo había sido en la infancia, desea ser querido
por su soberano, estima su aprobación como un halago y su reproche como un
remordimiento. Cuando el Yo sacrifica un instinto obedeciendo al Super-yo,
espera, como recompensa, ser más querido. La conciencia de merecer este afecto
se manifiesta en forma de orgullo".
"En la época en que la autoridad todavía
no se había interiorizado para constituir el Super-yo, la relación entre la
amenaza de perder el afecto y la exigencia del instinto podía ser la misma.
Cuando por cariño a los padres se renuncia a un instinto, se obtiene una
sensación de seguridad y placer. Esta encomiable sensación sólo puede adquirir
el particular carácter narcisista del orgullo cuando la autoridad viene a
constituir una parte del Yo"[46].
Como la historia humana no se cierra en el
ámbito de la existencia individual, cada uno de nosotros arrastra una herencia
ancestral. En el Ello de cada individuo sedimentan los sucesos del Yo
perpetrados por las generaciones anteriores; de ahí que el análisis freudiano
del inconsciente rastrea ambiciosamente toda la historia, hasta nuestros
antepasados más remotos, pues la formación del Yo en cada individuo desciende
de las antiguas formas del Yo protagonizadas por aquéllos.
"Tampoco debemos suponer demasiado
rígida la diferencia entre el Yo y el Ello, olvidando que el Yo no es sino una
parte del Ello, especialmente diferenciada. Los sucesos del Yo parecen, al
principio, no ser susceptibles de constituir una herencia, pero cuando se repiten
con frecuencia e intensidad suficientes en individuos de generaciones
sucesivas, se transforman, por decirlo así, en sucesos del Ello, cuyas
impresiones quedan conservadas hereditariamente. De este modo, abriga el Ello
en sí, innumerables existencias del Yo, y cuando el Yo extrae del Ello su
Super-yo, no hace, quizá, sino resucitar antiguas formas del Yo".
"La historia de la génesis del Super-yo
nos muestra que los conflictos antiguos del Yo con las cargas de objeto del
Ello, pueden continuar, transformados en conflictos con el Super-yo, heredero
del Ello. Cuando el Yo no ha conseguido por completo el sojuzgamiento del
complejo de Edipo, entra de nuevo en actividad la energía de carga, procedente
del Ello, actividad que se manifiesta en la formación reactiva del ideal del
Yo. La amplia comunicación del ideal del Yo con los sentimientos instintivos
inconscientes nos explica el enigma de que el ideal pueda permanecer en gran
parte, inconsciente e inaccesible al Yo. El combate que hubo de desarrollarse en
los estratos más profundos del aparato anímico y al que la rápida sublimación e
identificación impidieron llegar a su desenlace, se continúa ahora en una
región más elevada"[47].
Como el Super-yo es también una formación
reactiva ante la libido del Ello, y esta energía es en parte inconsciente,
existe asimismo un Super-yo heredado que puede permanecer inconsciente e
inaccesible al Yo. "El Yo se enriquece con la experiencia del mundo
exterior propiamente dicho, y tiene en el Ello otra especie de mundo exterior,
al que intenta dominar. Sustrae libido de él y transforma sus cargas de objeto
en formas propias. Con ayuda del Super-yo, extrae del Ello, en una forma que
aún nos es desconocida, la experiencia histórica en él acumulada"[48].
Ya hemos señalado que el Yo se encuentra en
una situación difícil, tironeado por las exigencias del Ello, por un lado, y
del mundo exterior y del Super-yo, por otro. "Todos sus movimientos son
vigilados por el severo Super-yo que mantiene ciertas normas de conducta sin
consideraciones a cualquier dificultad que proceda del Ello o del mundo
exterior. Y si estas normas no son aceptadas castiga al Yo con la tirantez de
las relaciones que se manifiestan como un sentimiento de inferioridad y de
culpa. De esta forma, aguijoneado por el Ello, cercado por el Super-yo y
contrariado por la realidad, el Yo se esfuerza por realizar su tarea de vencer
las fuerzas e influencias que actúan en él y sobre él, buscando alguna forma de
armonizarlas. Se comprende, pues, que muchas veces no pueda reprimirse la
exclamación: No es fácil vivir".
"Cuando el Yo se ve forzado a reconocer
su debilidad, estalla la angustia: angustia material frente al mundo exterior,
angustia moral frente al Super-yo y angustia neurótica frente a la fuerza de
las pasiones del Ello"[49].
A pesar de todo esto, en los momentos de
frenesí orgiástico propio de las fiestas, se infringen las prohibiciones, y el
Yo ocupa los espacios vedados, con la típica pérdida de la cordura y de la
coherencia. "Podemos admitir perfectamente, que la separación operada
entre el Yo y el ideal del Yo, no puede tampoco ser soportada durante mucho
tiempo y ha de experimentar, de cuando en cuando, una regresión. A pesar de
todas las privaciones y restricciones impuestas al Yo, la violación periódica
de las restricciones constituye la regla general, como nos lo demuestra la
institución de las fiestas, que al principio no fueron sino períodos durante
los cuales quedaban permitidos por la ley todos los excesos, circunstancia que
explica su característica alegría"[50]
El hombre freudiano es un ser dividido, y
aunque el Yo se yergue como la instancia unificante que presta coherencia a los
impulsos, su unidad es artificial, falsa, distorsionante de los componentes
instintivos del sujeto: unifica parcialmente sin rescatar todo ese continente
sumergido del Ello. Por su lado, el Ello caótico no puede expresar lo que
quiere. "El Ello carece de medios para testimoniar al Yo amor u odio. No
puede expresar lo que quiere ni constituir una voluntad unitaria. En él
combaten el Eros y el instinto de muerte. Podemos, así, representarnos, que el
Ello se encuentra bajo el dominio del instinto de muerte, mudo pero poderoso, y
quiere obtener la paz acallando, conforme a las indicaciones del principio del
placer, al Eros perturbador"[51].
En la antropología cristiana, respondiendo
libremente a la invitación divina, el hombre debe vincularse con Dios y
trascender los confines del mundo creado. Esa trascendencia no supone
necesariamente abandono o separación de la sensibilidad, sino que ilumina y
libera todo el sentido del universo sensible.
Después del pecado, la voluntad se debilitó
en su orientación trascendente, los sentimientos y los deseos se precipitaron
en la confusión, y el hombre se convirtió en fácil presa de ilusiones y
sugestiones. Al margen de Dios, se invierte el sentido de la sensibilidad, pues
el disfrute sensible se antepone y sustituye a lo real. Para Freud el hombre no
tiene vocación de realidad, simplemente busca el desahogo de sus afanes de
placer ante una realidad opositora; aunque el Yo efectúe un acomodo precario,
nunca concuerda con el Ello, y los deseos sólo se realizan parcialmente.
En la antropología cristiana, la voluntad
libre es principio apetitivo: la persona se caracteriza como capaz de
autodominio y autoposesión, pero también puede abandonar el ejercicio de su
soberanía, dejando que la sensibilidad navegue al garete. Sin embargo, el
apetito sensible sigue enraizado en la voluntad, por más que ésta abdique de su
superior iniciativa.
La insuficiente integridad de la persona es
consecuencia del pecado, pues su unidad interior reside en la entrega y
comunión con Dios. El pecado original invirtió el significado del placer: lo
que debía ser consecuencia se puso en el lugar de la premisa.
El gozo verdadero proviene de la plenitud, de
la perfecta comunicación con la realidad, ante todo con la realidad de Dios.
Todas las formas de sintonía con lo real, engendran algún tipo de placer. La
armonía perfecta es la unión con Dios, cuyo signo incuestionable es la
felicidad, donde todo el ser humano, cuerpo y espíritu, arribará a la máxima
expresión del gozo. En el pecado, se invierten los términos: se anticipa la
fruición —el gusto de la fruta— como medio indispensable para obtener la
plenitud vital del conocimiento.
El placer sexual reviste un elocuente
significado de totalidad, porque reclama la participación de todo el cuerpo.
Pero no hay totalidad en lo humano sin la plena comunión de las personas que, a
su vez, no puede realizarse sino dentro de la comunión con Dios. Cuando el
placer no representa una totalidad verdadera, defrauda a la persona y,
entonces, su significación puede fácilmente quedar vinculada a la muerte y a la
nada.
Freud no asigna al instinto ningún objeto
definido, cualquiera puede ser útil si reditúa algún placer. La única tendencia
esencial del instinto es la descarga de la energía erótica que, de efectuarse
en su totalidad, dejaría al organismo vivo en un estado inerte. Así, el
instinto como tendencia fundamental hacia lo inanimado apareja la idea de que
su evolución no persigue ningún proyecto; es decir, el itinerario que la libido
recorre para sus descargas y satisfacciones, no corresponde a ningún logos que
le sea propio. Se modifica por causas ajenas y extrañas a su impulso, como la
repugnancia, el pudor y la moralidad. La libido carece de logos, de sentido
intrínseco; simplemente, se halla sometida a restricciones desde los albores de
la humanidad, derivadas del sojuzgamiento de un individuo sobre los demás, o de
todos sobre todos, que, en el mejor de los casos, obedecen a la necesidad de
compatibilizar los instintos entre los diversos individuos.
Para Freud, el Ello, sede del instinto, es la
instancia primaria; los otros elementos de la estructura psíquica consisten en
formas derivadas y reactivas respecto al Ello. Parecería que el fin primario
del hombre es la satisfacción libidinosa en el orden orgánico; lo demás asume
el carácter de objeto substitutivo: los vínculos afectivos de ternura, el arte,
el conocimiento científico, la vida mística, etc. Amistad y ternura son formas
de afecto que nacen cuando la tendencia sexual ha sido coartada en su fin
directo. El deseo de saber y la investigación científica provienen de la
sublimación del apetito sexual.
Las enfermedades nerviosas germinan tras
haber negado a la libido su objeto real. En el caso de las neurosis de
transferencia, por ejemplo, la libido retrocede hacia un objeto de la fantasía
o a un objeto reprimido de una fase anterior del desarrollo sexual.
Freud atribuye gran importancia a los
símbolos sexuales, detectándolos por todas partes, pero el símbolo se transmuta
en algo absoluto. En el inconsciente femenino, por ejemplo, la imagen del hijo
o del marido simbolizan el pene, y no al revés.
Desde la fe cristiana, podemos llegar a
comprender que, en la lógica del pecado, la misma realidad fue sustituida por
el goce sensible, de manera que este goce y los objetos que lo representan son
perseguidos como fin último, convirtiéndose la criatura en algo mágico y
alucinatorio; y la poderosa carga simbólica del sexo es invertida hasta el
punto que todo alude al sexo, pero éste no se refiere a nada, reduciéndose a la
categoría de ídolo, dios mudo, que no remite a ninguna realidad trascendente.
En la antropología cristiana, el fin de la
existencia es la unión con Dios que abraza todas las dimensiones de la vida. El
amor a Dios, lejos de ser una forma sustitutiva de lo sexual, constituye su
significación más profunda, pues la sexualidad, como expresión física de la
unión creadora entre hombre y mujer, no agota su significado en sí misma; más
bien, es el signo sensible más evidente de la vocación esencial de la criatura
humana: la unión con Dios. El hombre necesita descubrir y realizar la plenitud
de significado que su sexualidad reclama, en cuya ausencia experimenta el vacío
existencial con elocuente dramatismo.
El hombre es libre; el horizonte intencional
de sus actos es de amplitud infinita, a diferencia de los animales que no
tienen ese horizonte infinito en la intención de su actuar y les basta
conducirse por el instinto. Freud afirma que el instinto no tiene un objeto
definido.
Ciertamente el hombre no es un animal de
instinto; goza de un principio o guía superior, su propio espíritu,
inteligencia y voluntad, capaz de conocer la verdad y de encaminarse con ese
criterio.
VIII. LA ANGUSTIA
La angustia nace en la retirada ante el
peligro, pues el Yo se siente amenazado ante la agresividad de los impulsos que
vienen del Ello que, muchas veces, se experimentan como procedentes del
exterior. La angustia puede ser el motivo de la represión, y también la
manifestación o síntoma de la libido reprimida. "Todo afecto de una
emoción, cualquiera que sea su naturaleza, es transformado, por la represión,
en angustia... Lo angustioso es algo reprimido que se manifiesta de nuevo"[52].
"La angustia es un signo de que el deseo
reprimido era demasiado fuerte para resistir a la censura y se ha cumplido o
está a punto de cumplirse a pesar de ella. Podemos suponer que el cumplimiento
de un deseo reprimido sólo puede ser para nosotros, en virtud de la censura, un
manantial de emociones dolorosas y una ocasión para que surja una defensa. La
angustia que entonces se produce en nuestros sueños es, podríamos decir, un
reflejo de la angustia que sentimos ante el vigor de los deseos, que en otros
momentos procuramos sofocar"[53].
La represión es una reacción de defensa ante
una demanda de placer que se aprecia como nefasta para la seguridad integral
del sujeto. Todo lo reprimido —instintos y representaciones asociadas— se
sumerge en el recinto inconsciente del Ello. Esas imágenes, combinadas de muy
diversas maneras, pueden volver a brotar en la conciencia con el impulso
reprimido anteriormente. En dependencia de las primeras represiones, se
reiteran automáticamente los esfuerzos represivos sobre estas nuevas
asociaciones de imágenes ramificadas.
Con la formación de sustitutos, pueden
aparecer los más variados síntomas de retorno de lo reprimido. Un ejemplo: el
miedo al padre, ocasionado por la represión de una actitud libidinosa, puede
aparecer como miedo al lobo, imagen sustitutiva del padre. Es corriente,
además, proyectar en el mundo exterior, el miedo ante el impulso instintivo
interior. "Las precauciones, prohibiciones y privaciones, características
de la histeria de angustia, son la expresión de la fuga ante la carga
consciente de la representación sustitutiva"[54]. El miedo al lobo es la
proyección, en el exterior, del miedo ante el impulso libidinoso hacia el
padre. Freud entiende que el síndrome neurótico —"miedo al lobo"— es
una transacción de dos fuerzas opuestas: el impulso libidinoso hacia el padre y
el miedo represor ante el mismo impulso.
El placer sin límites, tal como es concebido
por Freud, comportaría una descarga total de la energía, provocando la muerte.
Para evitar este extremo, ocurre una espontánea contención de la libido
procedente del Ello, por intermedio del Yo que la retiene en sí mismo: esto
engendra una ternura narcisista, porque el sentimiento de ternura depende de la
coerción sobre la libido.
Ahora bien, generalmente la libido se adhiere
a un objeto que puede ser el mismo Yo o alguien distinto. Siempre el Yo se
amolda o se identifica con los objetos, pero cuando estos objetos desaparecen
en el plano de la existencia, se colma de libido. " Desde otro punto de
vista, observamos también, que esta trasmutación de una elección erótica de
objeto en una modificación del Yo, es, para el Yo un medio de dominar al Ello y
hacer más profundas sus relaciones con él, si bien a costa de una mayor
docilidad, por su parte. Cuando el Yo toma los rasgos del objeto, se ofrece,
por decirlo así, como tal, al Ello, e intenta compensarle la pérdida
experimentada, diciéndole: "puedes amarme, pues soy parecido al objeto
perdido""
"La transformación de la libido objetiva
en libido narcisista, que aquí tiene efecto, trae consigo un abandono de los
fines sexuales, una desexualización, o sea una especie de sublimación, e
incluso nos plantea la cuestión, digna de un penetrante estudio, de si no será
acaso éste el camino general conducente a la sublimación, realizándose siempre
todo proceso de este género por la mediación del Yo, que transforma primero la
libido objetiva sexual en libido narcisista, para proponerle luego un nuevo
fin"[55].
Precisamente, porque la libido no ha logrado
liberarse, se mantiene la tensión hacia el objeto como un deseo permanente. El
Yo se ama a sí mismo con ternura o, expresado de una manera más correcta, el
Super-yo ama tiernamente al Yo. El Super-yo es protector y salvador en cuanto
evita la muerte que podría sobrevenir por una desmedida descarga erótica.
Sin embargo, cuando surgen impulsos más
intensos, que rebasan el límite de la ternura, el Super-yo reacciona en sentido
contrario y comparece su agresividad. El Yo, entonces, experimenta el miedo a
la castración y, además, la pérdida del amor tierno del que antes era objeto.
Para el Yo, vivir equivale a ser amado por el Super-Yo; ahora, al sentirse
perseguido y odiado, cae en la angustia de una melancolía mortal. "El
miedo a la muerte, que surge en la melancolía, se explica únicamente, suponiendo
que el Yo se abandona a sí mismo, porque en lugar de ser amado por el Super-yo,
se siente perseguido y odiado por él. Vivir equivale para el Yo a ser amado por
el Super-yo, que aparece aquí también como representante del Ello. El Super-yo
ejerce la misma función protectora y salvadora que antes el padre y luego la
providencia o el destino. Esta misma conclusión es deducida por el Yo cuando se
ve amenazado por un grave peligro, del que no cree poder salvarse con sus
propios medios. Se ve abandonado por todos los poderes protectores y se deja
morir. Trátase de la misma situación que constituyó la base del primer gran
estado de angustia del nacimiento y de la angustia infantil, esto es, de
aquella situación en que el individuo queda separado de su madre y pierde su
protección"[56].
La conciencia moral es una conciencia
angustiante, porque nace de la represión de determinados deseos. Cuando ha
tenido lugar una represión, la libido queda transformada en angustia. Al mismo
tiempo, el sentimiento de culpa deriva de una reprimida hostilidad hacia el
padre. "Aquel ser superior, que luego llegó a ser el ideal del Yo, amenazó
un día al sujeto, con la castración, y este miedo a la castración es
probablemente el nódulo, en torno del cual cristaliza luego el miedo a la conciencia
moral"[57].
Después de haber seguido a Freud a través de
sus explicaciones sobre la naturaleza de la angustia, nos confirmamos en
nuestra opinión de que el hombre freudiano es afectividad, deseo erótico, sin
cabeza, sin inteligencia ni conocimiento. Freud desconoce los criterios que
permitan hacerse cargo de la realidad en sí misma: sólo contamos con deseos o
flujos eróticos. Todo lo que pudiera tener una densidad real —el padre, las
demás personas...— se traduce en instancias psíquicas, subjetivas, relaciones
internas del sujeto.
En una antropología distinta de la suya, cabe
distinguir en el ser humano la esfera del conocimiento, presidida por la
inteligencia, capaz de discernir lo real en sí mismo, y la esfera apetitiva o
afectiva, presidida por la voluntad, mediante la cual el propio sujeto asume
una posición, una respuesta a lo que previamente se halla aprehendido de la
realidad; es decir, la afectividad supone el conocimiento. Aunque estas dos
áreas se influyan mutuamente, es imprescindible distinguirlas, aun en el marco
de filosofías escépticas o críticas, para que las palabras tengan sentido y no
precipitarse en la más abstrusa confusión.
Para Freud la angustia se desencadena sobre
el frágil equilibrio entre la libido y su represión: brota frente a los deseos
prohibidos, como miedo a sus consecuencias, o miedo al mismo deseo cuyo control
resulta difícil, o como forma reactiva ante la amenaza de castración.
Freud asegura que toda prohibición o norma
moral recae siempre sobre deseos espontáneos surgidos previamente. En el relato
bíblico, por el contrario, el deseo pecaminoso —ser como dioses— surge
deliberadamente y en un momento posterior a la prohibición. La angustia, por su
parte, hace presa en el ánimo después, y no antes del pecado; y pone de manifiesto
varios aspectos conexos: la injusticia cometida, el vacío del hombre sin Dios,
la perturbación frente a la mirada del otro cuando se ha perdido la inocencia
de la desnudez, la vergüenza y el miedo por la propia culpa ante la mirada de
Dios... Procurará disimular esa angustia con precarios tapujos, pero jamás
podrá arrancarla por sí sólo del propio corazón. Perdida la confianza, el
hombre se atemoriza de Dios y siente el deseo de esconderse de su presencia.
Antes del pecado no existía la angustia, ni la vergüenza, ni el miedo: ninguna
sombra empañaba la intimidad del hombre con Dios ni de los cónyuges entre sí,
nada turbaba la serena transparencia de las personas en sus cuerpos desnudos.
Desde la perspectiva cristiana, el miedo y la
angustia expresan la carencia de amor. La cumbre del amor es la perfecta
comunión entre personas en entrega recíproca. Rehusando a Dios, su origen y
fundamento, el hombre se desvincula radicalmente, y así comparece la angustia
subterránea que experimenta el género humano pecador: la pérdida de su ser. La
pérdida del amor divino es la pérdida del hombre. No hay peor castigo que el
Amor rechazado. La condena definitiva se formula con aquellas palabras:
retírate, no te conozco.
Freud señala que el miedo procede de la
libido no satisfecha, y que todos sentimos un vivo temor de perder a las
personas queridas; subraya también el miedo a lo desconocido, a lo nuevo: el
hombre primitivo sentía angustia ante las circunstancias inéditas de la vida y
se abroquelaba defensivamente en las ceremonias religiosas de iniciación.
Pienso que Freud, resistiéndose a reconocer
la novedad de un mundo superior, sucumbe a la angustia de lo novedoso. También
Adán y Eva se resistieron, sin angustia previa, a la absoluta novedad propuesta
por Dios. Prefirieron alcanzar la plenitud de sus vidas en el umbrátil
horizonte del mundo sensible, confiriendo carácter definitivo a un conocimiento
intrínsecamente inicial, sin dar el salto hacia el Dios Santo, trascendente y,
por eso, siempre joven, prístino, radicalmente nuevo.
En el relato bíblico observamos que, después
del pecado, Adán siente temor y trata de esconderse, no sólo como fugitivo de
Dios sino también de sí mismo: encubre su desnudez. Esa desconfianza implica
que se ha introducido la sombra de un específico desconocimiento entre el
hombre y Dios, entre el varón y la mujer; decae la intimidad y el hombre se
siente perturbado en el conocimiento de sí mismo.
Además, el cuerpo y la sensibilidad
despojados de su referencia a lo trascendente se aplanan en las contorsiones
del enigma, se clausuran en una mudez angustiante, se cierran a la luz que
podría liberarlos.
IX. AMOR Y ODIO
En el ser humano combaten el instinto de
vida, conservador y unitivo, y el instinto de muerte que tiende a separar y
destruir: impera el dualismo. "Nuestra concepción era dualista desde un
principio, y lo es ahora aún más desde que denominamos la antítesis, no ya
instintos del Yo e instintos sexuales, sino instintos de vida e instintos de
muerte"[58].
"Nosotros aceptamos que los instintos de
los hombres no pertenecen más que a dos categorías: o bien son aquéllos que
tienden a conservar y unir —los denominamos "eróticos", completamente
en el sentido del Eros, del Symposion platónico, o "sexuales", ampliando
deliberadamente el concepto popular de la sexualidad—, o bien son los instintos
que tienden a destruir y a matar: los comprendemos en los términos
"instintos de agresión" o "de destrucción"[59].
Eros y muerte se entrelazan y cooperan entre
sí para alcanzar sus respectivos propósitos. La libido se vigoriza con la
agresividad para potenciar su energía y complacerse en la destrucción o
sufrimiento del objeto erótico. Este componente depredador del erotismo
dejaría, por ejemplo, una marca de rechazo en la mujer después de haber vivido
la primera relación sexual. "Podemos, pues, concluir, que el
desfloramiento no tiene tan sólo la consecuencia cultural de ligar
duraderamente la mujer al hombre, sino que desencadena también una reacción
arcaica de hostilidad contra él, reacción que puede tomar formas patológicas,
las cuales se manifiestan frecuentemente en fenómenos de inhibición de la vida
erótica conyugal y a las que debemos atribuir que las segundas nupcias resulten
más felices que las primeras. El singular tabú de la virginidad y el temor con
que, entre los primitivos, elude el marido el desfloramiento, quedan plenamente
justificados por esta reacción hostil"[60].
Para evitar su propia destrucción, el
organismo acciona el sistema muscular, orientando al instinto de muerte hacia
lo externo. "La hipótesis más admisible es la de que este sadismo es un
instinto de muerte que fue expulsado del Yo por el influjo de la libido
naciente, de modo que no aparece sino en el objeto. Este instinto sadista
entraría, pues, al servicio de la función sexual, pasando su actuación por
diversos grados"[61].
Este afán destructor, instinto de muerte que
trabaja en todo ser vivo, es la fuente del sadismo y asume también las
características de instinto de poderío y de posesión dominativa. "Ahora
bien: parece que casi nunca puede actuar aisladamente un instinto perteneciente
a una de estas dos especies, pues siempre aparece ligado a cierta componente
originaria del otro, que modifica su fin y que, en ciertas circunstancias, es
el requisito ineludible para que este fin pueda ser alcanzado. Así, el instinto
de conservación, por ejemplo, sin duda es de índole erótica, pero justamente él
precisa disponer de la agresión para efectuar su propósito. Análogamente el
instinto del amor objetal necesita un complemento del instinto de posesión para
lograr apoderarse de su objeto. La dificultad para aislar, en sus
manifestaciones, ambas clases de instintos, es la que durante tanto tiempo nos
impidió reconocer su existencia"[62].
Ambos instintos se sirven de la misma energía
y luchan a la par; finalmente, clausurando el horizonte de la vida en un
silencioso vacío, la prevalencia de la muerte todo lo cubre con su negro manto.
"Es también harto extraño que los instintos de vida sean los que con mayor
intensidad registra nuestra percepción interna, dado que aparecen como
perturbadores y traen incesantemente consigo tensiones cuya descarga es sentida
como placer, mientras que los instintos de muerte parecen efectuar
silenciosamente su labor. El principio del placer parece hallarse al servicio
de los instintos de muerte"[63].
Cuando el afán destructor no se transfiere al
exterior, ejerce su obra —masoquismo— contra el propio sujeto. "El
masoquismo no es una manifestación instintiva primaria, sino que nace de un
retorno del sadismo contra la propia persona, o sea por una regresión desde el
objeto al Yo"[64] De cualquier manera,
la libido se apodera del instinto de muerte en el sentido de que, mientras la
agresividad desarrolla su acción destructora, el sujeto experimenta una
satisfacción sensual: sadista o masoquista.
"El instinto de muerte se torna instinto
de destrucción cuando, con la ayuda de órganos especiales, se dirige hacia
afuera, hacia los objetos. El ser viviente protege, en cierta manera, su propia
vida, destruyendo la vida ajena. Pero una parte del instinto de muerte se
mantiene activa en el interior del ser; hemos tratado de explicar gran número
de fenómenos normales y patológicos mediante esta interioridad del instinto de
destrucción"[65].
Muchas veces el enamoramiento se exterioriza
en agresividad contra la persona amada: la descarga energética puede efectuarse
en forma agresiva o amorosa. Cuando no se encuentra ninguna posibilidad de
obtener satisfacción por la vía hostil, se recurre a la actitud amorosa.
Algunos casos de homosexualidad, por ejemplo, pueden ser interpretados como una
forma compensatoria de un deseo agresivo, puesto que la libido se desplaza por
diversos caminos.
Si la fuerza agresiva no se desahoga en lo
externo, puede revertir sobre el sujeto y ocasionarle un perjuicio. Por
ejemplo, un Super-yo severo en extremo puede descargar sobre el Yo todo el
sadismo que éste, antes, había dirigido hacia el exterior, culpándolo de todas
las tendencias agresivas que provienen del Ello. "La transformación del
sadismo en masoquismo parece ser un producto de la conciencia de culpabilidad
que colabora con la represión"[66]. El Yo se encuentra,
entonces, comprimido por la energía erótica en dos sentidos opuestos: las
tendencias agresivas del Ello por un lado, y las acusaciones del Super-yo por el
otro. Hemos visto que toda la moral consiste en esa agresión represora contra
los propios instintos. La energía que utiliza el Super-yo, conviene repetirlo,
es la misma del Ello que ahora corre en sentido contrario, en forma reactiva.
"El Super-yo ha nacido de una identificación con el modelo paterno. Cada
una de tales identificaciones tiene el carácter de una desexualización e
incluso de una sublimación. Ahora bien, parece que una tal transformación trae
consigo siempre, una disociación de instintos. El componente erótico queda
despojado, una vez realizada la sublimación, de la energía necesaria para
desencadenar toda la destrucción agregada, y ésta se libera en calidad de
tendencia a la agresión y a la destrucción. De esta disociación extraería el
ideal del deber imperativo, riguroso y cruel"[67].
Desde el mismo inicio del desarrollo
psíquico, el Yo experimenta una doble contrariedad frente al mundo exterior y
ante las excitaciones interiores, consideradas ambas como desfavorables para el
sujeto. "Las excitaciones exteriores son consideradas como un peligro por
las dos especies de instintos, pero especialmente las elevaciones de excitación
procedentes del interior, que tienden a dificultar la labor vital"[68]. Sin embargo, debido a la
tendencia erótica, el Yo descubre objetos de placer, y nace el afán de
incorporarlos, de identificarlos consigo mismo.
El odio es la reacción ante lo que se
presenta como extraño, generalmente referido a lo externo; el amor, en cambio,
es la tendencia a lo idéntico, al producto de la identificación. El amor se
halla como injertado en el odio, en cuanto no soporta que el objeto exista como
algo distinto: pretende suprimir precisamente la alteridad. Se odia lo distinto
en cuanto se lo supone adverso a la conservación del sujeto. Nos encontramos
frente a la esencia de lo que podríamos llamar "antropología
freudiana": la existencia de la real alteridad entre las personas se
percibe como incompatible con el amor; por eso, con el propósito de destruirla,
actúa el odio. Se odia lo distinto, se ama lo idéntico. El amor es
identificación del sujeto amante con el objeto amado, éste viene asimilado e
incorporado, pero al mismo tiempo se lo destruye con odio en cuanto tiene su
propio ser distinto del sujeto.
Se odia todo lo que se opone al placer. Al
mismo tiempo, el Yo desea incorporar los objetos, dominando o anulando su real
existencia, como si la subsistencia de uno fuera incompatible con la del otro.
Para autoafirmarse, el sujeto anula o mantiene al otro bajo un dominio
posesivo; es así que el instinto de conservación está en la base del odio. Todo
aquello que no alcanza a incorporar o poseer, identificándolo con el Yo, se
convierte en objeto de odio.
"El amor procede de la capacidad del Yo
de satisfacer autoeróticamente, por la adquisición de placer orgánico, una
parte de sus movimientos instintivos. Originariamente narcisista, pasa luego a
los objetos que han sido incorporados al Yo ampliado, y expresa la tendencia
motora del Yo hacia estos objetos considerados como fuentes de placer"[69]. "La primera de estas
fases es la incorporación o ingestión, modalidad del amor que resulta
compatible con la supresión de la existencia particular del objeto y, puede,
por lo tanto, ser calificada de ambivalente. En la fase superior de la
organización pregenital sádico-anal, surge la aspiración al objeto en la forma
de impulso de dominio, impulso para el cual es indiferente el daño o la
destrucción del objeto. Esta forma y fase preliminar del amor apenas se
diferencia del odio en su conducta para con el objeto. Hasta el establecimiento
de la organización genital, no se constituye el amor en antítesis del
odio."
"El odio es, como relación con el
objeto, más antiguo que el amor. Nace de la repulsa primitiva del mundo emisor
de estímulos, por parte del Yo narcisista. Como expresión de la reacción de
displacer provocada por los objetos, permanece siempre en íntima relación con
los instintos de conservación del Yo, de manera que los instintos del Yo y los
sexuales entran fácilmente en una oposición, que reproduce la del amor y el
odio. Cuando los instintos del Yo dominan la función sexual, como sucede en la
fase de la organización sádico-anal, prestan al fin del instinto los caracteres
del odio"[70].
Detrás del amor, siempre acecha el odio. Por
ejemplo, cuando se rompe la relación con la persona amada, con la que el sujeto
se había identificado, se siente peligrar la propia identidad. Para salvarse
—recuperarse a sí mismo— el Yo convierte en odio el amor precedente, porque
ahora esa persona se ha vuelto extraña. Cuanto más grande ha sido el amor,
tanto más será el odio contra quien se considera causante de la propia
desgracia. Pero también este sentimiento puede volverse contra el propio
sujeto: es el deseo del suicidio, un sentimiento de muerte que antes estaba
orientado hacia el otro; aunque también en este caso, puede permanecer de modo
velado el sentimiento agresivo contra la otra persona. "El tormento,
indudablemente paciente, que el melancólico se inflige a sí mismo, significa,
análogamente a los fenómenos correlativos a la neurosis obsesiva, la
satisfacción de tendencias sádicas y de odio, orientadas a un objeto, pero
retrotraídas al Yo. En ambas afecciones, suele el enfermo conseguir, por un
camino indirecto, su venganza de los objetos primitivos, y atormentar a los que
ama, por medio de la enfermedad, después de haberse refugiado en ésta, para no
tener que mostrarles, directamente, su hostilidad. La persona que ha provocado
la perturbación sentimental del enfermo y hacia la cual se halla orientada su
enfermedad, suele ser una de las más íntimamente ligadas a ella. De esta
manera, la carga erótica del melancólico, experimenta un doble destino. Una
parte de ella retrocede hasta la identificación, y la otra hasta la fase
sádica, bajo el influjo de la ambivalencia"[71]. "Vemos, en efecto,
cómo una parte del Yo se sitúa enfrente de la otra y la valora críticamente,
como si la tomara por objeto. En el cuadro de la melancolía resalta el
descontento con el propio Yo, sobre todas las demás críticas posibles. Siempre
que investigamos estos casos, queda confirmada tal hipótesis, que nos da la
clave del cuadro patológico, haciéndonos reconocer, que los reproches con los
que el enfermo se abruma, corresponden en realidad, a otra persona, a un objeto
erótico, y han sido vueltas contra el propio Yo. La mujer que reprocha a su
marido por hallarse ligado a un ser tan inútil como ella, reprocha, en
realidad, al marido, su inutilidad, cualquiera que sea el sentido que dé a
estas palabras"[72].
El narcisismo es fundamental: pertenece a la
esencia de la vida humana; al identificarse con sus objetos placenteros, el
sujeto procura asimilarlos mediante una especie de ingestión dominativa: busca
la autosatisfacción. Pero cuando sobreviene la pérdida de esos objetos
—personas con las que se ha identificado— porque éstas se han muerto o se han
alejado, el Yo narcisista, objeto de amor, se convierte en objeto de odio:
sufre, y encuentra en ese sufrimiento una satisfacción sádica o masoquista. Es
un tormento placiente: la satisfacción de tendencias sádicas, de odio, ahora
retrotraídas al Yo. El conflicto Yo / objeto amoroso, es substituido por el
conflicto Super-yo / Yo.
Pero si el Yo consigue liberarse del objeto
amoroso, desinteresarse de él, asesinarlo inconscientemente, recupera la vida y
entra en una euforia maniática: las fuerzas psíquicas se han liberado de su
antagonismo.
El odio como precursor del amor se mantiene
al acecho en el inconsciente. El amor subsiste sobre la base de la
identificación, mientras no asome el peligro de la real alteridad que siempre
se siente como negativa y genera el odio. Por eso, los neuróticos obsesivos han
desarrollado una super-moral, con el intento inconsciente de defenderse contra
los impulsos de odio hacia las personas amadas.
Llegados a este punto de nuestra exposición,
comparece nuevamente el hombre freudiano amputado de la facultad cognitiva
superior, no hay puerta que abra el camino al ser en la luz de la verdad. Sólo
conoce su propia carga impulsiva, la cual puede revestir, según los casos, un
carácter envolvente o devastador: instinto de vida o instinto de muerte.
En la esfera tendencial o apetitiva, que el
hombre comparte con el animal, y que tiene por objeto el bien particular y
sensible, Aristóteles distingue un apetito concupiscible, que se dirige a lo
que se valora como conveniente para la propia vida material, y un apetito
irascible, facultad de agresión y de defensa, ante los obstáculos que se
interponen y que amenazan la propia integridad. Pero en el hombre, estos
apetitos están sujetos y dirigidos por la voluntad, la cual tiene por objeto el
bien infinito. Freud parece desconocer este nivel de la voluntad y su
trascendencia respecto de los apetitos sensibles.
El sujeto freudiano es una mónada, incapaz de
abrirse a la realidad; se afirma a sí mismo mediante la negación del otro. La
otra persona es absorbida como objeto de placer, como un desahogo, recubierta
por el flujo libidinoso, pero no valorada ni reconocida en sí misma. La
alteridad real, la existencia misma de las distintas personas viene suplantada por
un desdoblamiento interno, una fractura de la unidad, una limitación de la
libido, como un flujo y reflujo de la corriente. Freud ignora absolutamente el
amor cristiano como entrega de una persona para enriquecer a la otra, encuentro
entre personas distintas, plenitud de su alteridad, donde la identificación no
es unilateral, sino comunión en la misma vida.
En la hipótesis del padre primitivo,
acaparador de todas las mujeres reducidas a objeto de placer, despótico y
agresivo con sus hijos, se nos muestra la figura de un hombre-ideal, plenamente
satisfecho en forma narcisista, solitario y único, no limitado por el yugo de
la represión. Digamos que ese padre, por su orfandad, está fuera de las reglas
de todos los mortales: es un padre sin padre. Si fuera hombre, aun elevado a la
condición de dios, debería tener padre. Además, ese monstruo no escapa a la
fatal alternativa de sojuzgar o ser sojuzgado, pues no se entrega
desinteresadamente al servicio de sus hijos. "No es preciso apelar a mucha
agudeza analítica para comprender que, en su origen, Dios y el Diablo eran
idénticos, una personalidad única que más tarde se dividió en dos figuras
dotadas de cualidades opuestas. En los tiempos ancestrales de las religiones,
el mismo Dios tenía todos los rasgos pavorosos que más tarde fueron reunidos en
su contrincante".
"He aquí un proceso psíquico que
conocemos perfectamente: el del desdoblamiento de una representación con
contenido antagónico y ambivalente, en dos ideas contrarias, violentamente antitéticas.
Pero estas contradicciones en la naturaleza primitiva de Dios son un reflejo de
la ambivalencia que domina la relación del individuo con su padre personal. Si
el Dios bondadoso y justiciero es un sustituto paterno, no hemos de asombrarnos
porque también la actitud opuesta, la de odio, de temor y recriminación, se
haya manifestado en la creación de Satanás. El padre sería, en consecuencia, el
primitivo modelo individual, tanto de Dios, como del Diablo. Pero entonces las
religiones estarían dominadas por la inagotable repercusión del hecho de que el
padre ancestral era un ser de una maldad sin límites, menos parecido a Dios que
al Diablo"[73].
El Dios freudiano es un diablo, un engendro
de egoísmo y orgullo, cruel, despiadado: las apetencias que anidan en el
inconsciente del hombre, la fuerza del mal. Desde la fe cristiana reconocemos,
efectivamente, la presencia del diablo que desata sus poderes malignos en el
corazón del hombre desde el primer pecado, cuando pretendió incluirlo en su
misma rebeldía.
Aquí se detiene Freud; no va más allá, cegado
por las luces infernales de su descubrimiento, sordo y ciego a la buena noticia
de la Redención; ignora el poder de Cristo que nos desliga de las cadenas
satánicas.
X. LA IDENTIFICACIÓN
El Yo se identifica con los objetos de la
libido; por ejemplo, ya hemos visto que el niño se identifica con sus padres.
Después, aunque esos objetos se alejen o se separen en la existencia real, el
Yo sigue identificado con ellos, porque los lleva en sí mismo reproducidos. En cuanto
perduran identificados con el Yo —en cuanto éste es la sede de las
identificaciones— esos objetos acaban reduciéndose al Yo narcisista, objeto
primordial de la libido. "En otro lugar, hemos expuesto ya, que la
identificación es la fase preliminar de la elección de objeto y la primera
forma, ambivalente en su expresión, utilizada por el Yo, para distinguir a un
objeto. Quisiera incorporárselo y correlativamente a la fase oral o caníbal del
desarrollo de la libido, ingiriéndolo, o sea devorándolo"[74].
Mientras que la identificación con los padres
permanezca pacífica, el Yo gozará de completa complacencia narcisista. Pero
cuando, en lo interno del Yo, comparezca la alteridad con los padres, como
objeto inalcanzable de placer, se yergue la instancia crítica del Super-yo que
lo inculpa y lo hace desgraciado. El sentimiento de culpabilidad significa la
distancia o tensión entre el Yo y sus aspiraciones: el tormento significa que
el ideal se ha tornado inconquistable. "El Super-yo no es simplemente un
residuo de las primeras elecciones de objeto del Ello, sino también una
enérgica formación reactiva contra las mismas. Su relación con el Yo no se
limita a la advertencia: "Así (como el padre) debes ser", sino que
comprende también la prohibición: "Así (como el padre) no debes ser: no
debes hacer todo lo que él hace, pues hay algo que le está exclusivamente
reservado". "La tensión entre las aspiraciones de la conciencia y los
rendimientos del Yo es percibida como sentimiento de culpabilidad"[75]. La humildad característica
de algunos hombres religiosos reposa sobre la convicción de insuficiencia del
Yo en relación con su Super-yo.
En el máximo grado del enamoramiento, el
objeto ocupa el lugar del Yo y del Super-yo. Como si viviera en un estado
hipnótico, el enamorado se somete al objeto con absoluta docilidad y humildad,
desarmado de todo sentido crítico. La fascinación que ejerce el objeto excluye
cualquier contraposición por parte del Yo.
Sin embargo, no deja de ser un amor
narcisista, pues el Yo se ha revestido e identificado con todas las cualidades
que ama en el objeto: se ama a sí mismo con esa nueva identidad.
"Por medio de estos procedimientos,
despierta, pues, el hipnotizador, una parte de la herencia arcaica del sujeto,
herencia que se manifestó ya en su actitud con respecto a sus progenitores y
especialmente en su idea del padre, al que hubo de representarse como una
personalidad omnipotente y peligrosa, con respecto a la cual no cabía observar
sino una actitud pasiva, masoquista, renunciando a toda voluntad propia y
considerando como una arriesgada audacia el hecho de arrostrar su presencia.
Tal hubo de ser, indudablemente, la actitud del individuo de la horda primitiva
con respecto al padre". "La masa quiere ser siempre dominada por un
poder ilimitado. Ávida de autoridad, tiene, según las palabras de Gustavo Le
Bon, una inagotable sed de sometimiento. El padre primitivo es el ideal de la
masa, y este ideal domina al individuo, sustituyéndose a su ideal del Yo"[76].
Ya hemos señalado también el caso de la
pérdida de una persona querida. El sujeto se transforma en melancólico y se
atribuye la culpa de esa pérdida. A veces se somete a una cruel autohumillación
unida a una autocrítica implacable; aunque en el fondo esta crítica está
dirigida contra el objeto con el cual el Yo se había identificado.
"Al principio existía una elección de
objeto, o sea un enlace de la libido a una persona determinada. Por la
influencia de una ofensa real o de un desengaño, la carga del objeto demostró
ser poco resistente y quedó abandonada, pero la libido libre no fue desplazada
sobre otro objeto sino retraída al Yo, y encontró en éste una aplicación
determinada, sirviendo para establecer una identificación del Yo con el objeto
abandonado. La sombra del objeto cayó así sobre el Yo, que a partir de este
momento pudo ser considerado como una instancia especial, como un objeto y, en
realidad, como el objeto abandonado. De este modo, se transformó la pérdida del
objeto en una pérdida del Yo, y el conflicto entre el Yo y la persona amada, en
una discordia entre la crítica del Yo y el Yo modificado por la
identificación"[77].
Algunas formas de homosexualidad masculina
pueden ser interpretadas como una fijación con la madre. El hijo se ha
identificado con ella de tal manera, que se siente atraído por alguien que haga
las veces del Yo: busca en otro hombre al propio Yo, para cuidarlo y mimarlo
como su madre había hecho con él.
La identificación es usada por Freud para
explicar un sinnúmero de comportamientos. Pongamos otro caso: un paranoico
proyecta al exterior, sobre determinada persona, el sentirse perseguido por su
propio deseo de un ligamen homosexual, del cual a su vez, lucha por defenderse.
Se siente perseguido por esa persona que es un sustituto de sí mismo,
precisamente porque experimenta una poderosa atracción hacia quien se ha
identificado.
También los celos, que pueden llegar hasta el
delirio, esconden a veces una atracción homosexual resistida. "Los celos
delirantes corresponden a una homosexualidad y ocupan con pleno derecho un
lugar entre las formas clásicas de la paranoia. Como tentativa de defensa
contra un poderoso impulso homosexual podrían ser descritos en el hombre, por
medio de la siguiente fórmula: no soy yo quien le ama, es ella"[78].
A nuestro modo de ver, la identificación
planteada de esta manera asimila y anula, simultáneamente, a la otra persona:
más que un enriquecimiento es una sustitución.
Desde la óptica cristiana tal vez podamos
interpretar todo esto como un efecto destructivo inherente al pecado. Si bien
es cierto que algunas personas suelen experimentar con otras una cierta
identificación, esto no debiera ocurrir como un dominio posesivo y absorbente,
sino en la mutua libertad de la entrega: cada persona debería ser querida por
sí misma y no como mera imagen instrumental en que la otra se identifica.
XI. EGOÍSMO CONSTITUTIVO
En la primera fase del desarrollo sexual
impera el autoerotismo infantil: el niño encuentra placer en su propio cuerpo
como sujeto cerrado que no tiene comunión personal con su madre. Aquí ya se
bosqueja el eclipse de la persona en la antropología de Freud.
En la óptica cristiana, las sensaciones de
placer forman parte de la comunicación personal. Los gestos de afecto con que
la madre rodea a su hijo manifiestan una relación personal. Al menos en línea
de principio, no es legítimo concebir al placer como algo autónomo, sino como
redundancia sensible y corpórea de la amorosa comunión de las personas.
Para Freud, el primer trauma es el
nacimiento, porque enfrenta al niño con una realidad distinta de sí mismo. En lugar
de concebir al hombre como esencialmente abierto, con vocación de realidad, lo
interpreta como primitivamente alienado de lo real. "El nacimiento, primer
peligro de muerte para el individuo, se constituye en prototipo de todos los
peligros ulteriores que nos producen miedo, siendo probablemente este suceso el
que nos lega la expresión de aquel afecto al que damos el nombre de miedo o
angustia"[79].
También piensa Freud que la mujer siente su
diferencia anatómico sexual como una carencia. Es vista por el niño como un
varón castrado. Al descubrir su diferencia con el sexo femenino, nace en el
niño un horror a la castración y teme ser mutilado de la misma manera. La
mujer, por su lado, mantendrá el deseo de poseer el miembro viril o de quedarse
con él después de la relación sexual.
Como la libido tiene primordialmente
naturaleza activa, fálica, la actitud femenina, pasiva, se considera efecto de
una castración o represión. "Según nos enseña la experiencia
psicoanalítica, la mujer se considera dañada en la infancia, injustamente
menospreciada y rebajada en su persona, y ¡cuánto encono de una hija contra su
madre tiene por raíz última el reproche de haberla hecho nacer mujer, en vez de
hombre!"[80]. "Cuando éstas (las
niñas) se apartan del amor incestuoso de sentido genital, al padre, rompen, en
general, fácilmente, con su feminidad, reaniman su complejo de masculinidad y
abrigan, a partir de este punto, el deseo de ser un chico. De aquí que sean
también niños los representantes de su propia persona en sus fantasías"[81].
Con lo dicho, parece que la misma diferencia
sexual se concibe como un agravio para la plenitud del sujeto. Pero si la
sexualidad es intrínsecamente diferencia o alteridad, es esta última la que
recibe una valoración negativa. Más aún: su misma distinción con el mundo real
es algo difícilmente tolerable para el sujeto. La unión sexual entre el varón y
la mujer pretendería destruir la distinción entre los sexos: la cópula reviste
cierto significado de homicidio, pues cada uno se dirige al otro para vencerlo
o anularlo. A modo de sujeto absoluto de estilo hegeliano, el hombre no está
dispuesto a admitir lo distinto de sí mismo sino como un momento provisorio en
la marcha hacia una identidad superior consigo mismo. Toda relación con el
objeto entraña una fuerza negativa. El amor esconde al odio en su seno.
El amor cristiano, en cambio, no destruye lo
distinto, pues no puede haber unión perfecta entre personas sin real
distinción. La intimidad, la vida unitiva, lejos de suprimir, confirma, revela
y valora lo distinto de una persona respecto de la otra. Toda mística de la
identidad que cancele o postergue la distinción, se halla en el polo opuesto a
la doctrina cristiana. La entrega propia del amor verdadero conduce a la
radical afirmación de la otra persona.
La antropología freudiana sostiene que el
egoísmo es la esencia del hombre que no aspira más allá de la autosatisfacción:
todas las formas del amor, hasta la religión y el sacrificio, contienen un
impulso egoísta.
La doctrina cristiana también afirma que el hombre
nace con una fuerte carga o tendencia egoísta, pero como una enfermedad
derivada del primer pecado, no como rasgo característico de su esencia
original. Las tendencias egoístas son efecto del primer ejercicio de la
libertad: desde el comienzo de su historia el hombre pudo optar a favor o en
contra del amor divino. Enumeremos algunos principios básicos de esta
antropología: El hombre tuvo la posibilidad de amar a Dios por encima de todas
las cosas, pero en el principio de su historia realizó una opción egoísta. Las
consecuencias de este hecho gravitan pesadamente sobre todo el género humano, y
no es extraño que también tenga una manifestación específica en los deseos
infantiles. Aunque los apetitos se hallen teñidos de egoísmo, no todos los
hombres son absolutamente egoístas, ni en la misma medida. Cada uno tiene la
posibilidad de superar el egoísmo con la gracia de Dios que nos obtuvo
Jesucristo Redentor.
La antropología de Freud se circunscribe
dentro de un círculo fatalista que reduce al hombre a un sistema de deseos sin
raíces en la libertad. Este fatalismo oculta la resistencia al reconocimiento
de la responsabilidad como contrapartida de la libertad.
El placer tiene rango absoluto y la persona
queda rebajada a puro objeto de goce. Como todo objeto en cuanto tal hace
referencia a un sujeto, la persona es percibida como objeto libidinoso
perteneciente en exclusiva a un sujeto con el que se identifica. Este mecanismo
psicológico, donde tanto papel juegan las rivalidades y los celos, se
contrapone a lo que debe ser el amor cristiano en el seno de una familia: los
hijos están llamados a compartir el amor de sus padres y a gozar viendo que los
otros hermanos también reciben amor.
En Freud el hombre parece condenado a someter
al otro o a sufrir la sumisión vejatoria. Es un disfrute "contra" la
persona en vez de ser un disfrute "de" la persona acogida mediante la
recíproca y total donación de sí. No se concede al otro iniciativa ni espacio
de libertad: cada sujeto pretende gobernar la relación e imponer sus expectativas
de placer.
En la línea kantiana, Freud juzga imposible
conocer la riqueza de la realidad: sólo cabe someterla, imponiéndole
condiciones subjetivas. Para el cristiano, al contrario, la interiorización amorosa
es la acogida del otro con su íntegra libertad.
Toda la moral cristiana es expresión del
Amor: cada hombre es recibido como un don de Dios, se acepta a sí mismo como
tal y se hace un don para los demás. Antes que nada es Dios mismo que se ofrece
y el hombre está llamado a ofrecerse a Dios para compartir la vida divina. De
ahí que la represión radical, verdaderamente perniciosa, es la negativa a la
llamada de Dios. Cuando predomina el miedo a la entrega, los demás representan
un potencial enemigo, una amenaza. La falta de confianza en Dios desemboca en
falta de confianza en el hombre. Así, la persona que rehúsa donarse, encuentra
el vacío y un abismo de tristeza.
XII. EL INCONSCIENTE Y EL CONOCIMIENTO
Un amplio sector de la vida psíquica se halla
fuera de la conciencia. La conciencia —el Yo consciente— está ligada a la
percepción, y consiste en una organización coherente, al menos en apariencia,
entre lo percibido exterior y la percepción interna.
Para mantener un cierto orden, el Yo no puede
acoger en la conciencia todo aquello que amenace con destruir o desbaratar su
endeble unidad; así, por principio, se aloja fuera de la conciencia la
actividad del Ello que no resulta combinable con la percepción del mundo
exterior. También son desterrados en el inconsciente todos los recuerdos o
representaciones vinculados a deseos cuya presencia perturbe el universo
consciente del Yo.
Teniendo a la espalda todo ese material
inconsciente, que de una u otra forma pugna por subir, el Yo se encuentra en
situación incómoda, tanto más presionado cuanto más fuertes sean los impulsos
con sus imágenes enlazadas que intentan pasar la barrera de la conciencia.
Los deseos inconscientes, como un río
contenido que desborda fuera del cauce, pueden invadir el terreno consciente a
través de diversas ramificaciones, adoptando el aspecto de imágenes, miedos,
angustias, obsesiones, que son formas sustitutivas y parcialmente reprimidas de
los mismos.
Tarea del psicoanálisis es recuperar para la
conciencia el significado genuino que tienen esas manifestaciones o síntomas,
es decir, revelar el inconsciente, ampliando el campo cognitivo del Yo para
ponerlo en condiciones de asumir un mayor espacio de la propia vida anímica, un
mayor dominio y madurez.
Freud estaba convencido de haber descubierto
algunas claves que le abrían el acceso al inconsciente: se creyó capacitado
para interpretar el simbolismo de sus síntomas y manifestaciones, como los
sueños, actos fallidos, obsesiones, recuerdos y variados productos de la
fantasía.
En la esfera inconsciente, propia del Ello,
no existen las leyes de la lógica ni las coordenadas del tiempo. Allí, los
impulsos opuestos pueden unirse de cualquier forma; las representaciones
asociadas a determinadas cargas de energía erótica pueden condensarse, o la energía
ser desplazada a otras representaciones. Sin embargo, el inconsciente es el
substrato preliminar y el sustento de toda organización psíquica. Entre el
sector inconsciente y la conciencia se sitúa el preconsciente donde ya se
ejercita el orden y la censura.
También pertenecen al contenido del
inconsciente las formaciones psíquicas heredadas y los elementos de la vida
infantil rechazados como inútiles: no se pierden, pues desde allí trabajan y
presionan. Por ejemplo, todas las modalidades de placer sexual de tipo
masturbatorio, que tanta parte tuvieron en la sexualidad de la infancia, se
asientan en el inconsciente y no cesan de formular sus reclamos; por eso, la
forma "normal" de la relación sexual consciente casi nunca llega a
ser plenamente satisfactoria, mientras no se dé salida a las demandas
insatisfechas de la sexualidad infantil.
Pongamos ejemplos de deseos inconscientes
producidos en la infancia, de los cuales ya hemos hecho referencia en otro
lugar: la niña tuvo al principio una sexualidad de tipo masculino, que después
reprimió, dando lugar al surgimiento de la mujer. Tuvo el deseo de poseer un
pene, también soñó con engendrar un hijo de su propio padre, etc. El niño, por
su parte, adoptó una actitud femenina respecto al padre, albergando el deseo de
quedar embarazado con un hijo suyo. Todo esto, junto con los diversos géneros
de identificaciones, queda guardado en el inconsciente, y si no se supera con
una adecuada represión, será más tarde la fuente de síndromes neuróticos o
histéricos. "El deseo de tener un hijo con la madre no falta jamás en el
niño y el de concebir un hijo, del padre, es constante en las niñas".
"Aquello que persiste en lo inconsciente
como resultado psíquico de los impulsos eróticos incestuosos, no es acogido por
la conciencia de la nueva fase, y lo que ya se había hecho consciente, es
expulsado nuevamente de la conciencia. Simultáneamente a este proceso de
represión, surge una conciencia de culpabilidad, también de origen desconocido,
pero enlazada indudablemente a aquellos deseos incestuosos y justificada por la
persistencia de los mismos en lo inconsciente"[82].
La vida inconsciente es considerada por Freud
como una especie de depósito de la revelación donde se encuentran escondidos
los secretos del hombre, de tal manera que su desvelamiento pondría en claro
toda la verdad. El inconsciente encierra así un completo tesoro, de cuyo
contenido Freud se erige en oráculo e intérprete autorizado.
Pero si la conciencia es esencialmente una
dimensión deformante, la entrada de los impulsos inconscientes en su campo no
puede reportarles ninguna ventaja clarificadora, sirviendo sólo como expediente
funcional para llevar a cabo sus pretensiones en la realidad del mundo. Pero
tampoco tiene sentido este trámite, si, como dice Freud, el Ello no sabe a
ciencia cierta lo que pretende.
Si el inconsciente es el vivir genuino y
verdadero, mientras la conciencia es un producto falso y deformado, ¿cómo podrá
esta última abrirse camino hasta introducirse en su propio subsuelo y extraer
un conocimiento verdadero? ¿Cómo podrán comunicarse la actividad inconsciente y
la conciencia? Si la actividad de la conciencia es discordante, opuesta y
falsificadora precisamente de la otra actividad que se pretende conocer, el
problema resulta insoluble.
Freud sólo admite dos dimensiones o regiones
de la vida anímica: lo consciente y lo inconsciente. La salud psíquica se
obtiene en la medida que el ámbito consciente se haga permeable y acogedor de
lo inconsciente. Pero aquí estriba una gran contradicción de la teoría freudiana:
¿cómo podrán comunicarse en un abrazo pacífico dos áreas de las cuales una es
la antítesis de la otra, si no existe una tercera dimensión superior que las
abarque y unifique?
Nos atrevemos a sugerir que si lo
inconsciente busca la luz, no es sólo con el objeto de realizar un deseo
previamente definido, sino para recibir alguna significación de la que antes
carecía; por lo tanto, mientras permanezcan en la zona inconsciente, los deseos
no sólo yacen en un estado de irrealización, sino que se hallan afectados de
insuficiencia y potencialidad en cuanto a su mismo significado.
Si muchos elementos se recluyen en el
inconsciente por efecto de represiones autodefensivas del Yo, que no ha sabido
enfrentarse de un modo adecuado con la realidad, hay por lo menos una parte del
inconsciente que se configura como un retraimiento, como un defecto en la vida
de la persona. Por lo tanto, la solución del problema no puede quedar librada
tan sólo a esclarecer lo que estaba en la sombra, sino que debe orientarse
hacia algo nuevo y actual que antes faltaba. Pero en la antropología de Freud,
el hombre esencialmente alienado y en conflicto con lo real, no cuenta con un
aporte sanador de verdadera luz. Entre el mundo exterior y el mundo interior no
hay confluencia o comunión plenificante. En su vivir más profundo —el
inconsciente— el hombre freudiano es monólogo. En cambio, para la concepción
cristiana la persona es capacidad de diálogo y su máximo nivel de vida debe
coincidir con la plenitud del diálogo.
Si el psicoanálisis es actividad consciente
capaz de hacerse cargo de la vida inconsciente sin modificarla, se echa por
tierra la premisa según la cual la conciencia es un epifenómeno falaz. En otras
palabras, o la conciencia es capaz de conocimiento verdadero o no lo es; aunque
también es cierto que si no existe un criterio de verdad, tampoco disponemos de
un criterio de falsedad.
Por otra parte, si el inconsciente emergiese
por sí mismo a la conciencia, se haría autoconsciente: en este caso la
actividad inconsciente culminaría por sí misma en la autoconciencia, como
perfección y término intrínseco de su propio despliegue. Pero en esta hipótesis
queda sin explicar la aparición de una conciencia deformante, gravada por la
estrechez. Es decir, o el inconsciente es en sí mismo el principio de la propia
iluminación o existe en el hombre un principio original de conocimiento —el
intelecto agente, diría Aristóteles—, capaz de hacerse cargo de la verdad
acerca de lo real externo o interno al sujeto.
Si bien la vida psíquica se desenvuelve en
gran medida dentro del área inconsciente, Freud confía que la conciencia con la
ayuda del psicoanálisis gane el terreno de la zona inconsciente, para el
equilibrio y la salud psíquica. Esto sugiere que cuanto más dilata su campo, la
conciencia se hace más verdadera, menos deformante. Lo cual implica, a su vez,
que existe una verdad de la conciencia acerca de la propia vida anímica del
sujeto, que esa verdad consiste en la acogida sin distorsión de contenidos que
antes no le pertenecían, que la verdad y la salud consiguiente equivalen a una
conquista cognoscitiva por obra de la misma conciencia.
Si toda conciencia fuera falaz, cualquier
interpretación o penetración consciente del inconsciente también lo deformaría.
Sin embargo, el psicoanálisis se arroga la virtud de una gnosis salvífica, una
sanación de la conciencia, mientras que en la antropología de Freud la vida
consciente nunca se concibe como actividad clarificadora que arribe a un
autoconocimiento no contaminado.
Para complicar más aún este embrollo
epistemológico, Freud sostiene que los procesos psíquicos de la libido se
revisten de representaciones, dando a entender que el eros no es la respuesta a
una realidad representada en la imagen, sino que la imagen representa al eros.
El conocimiento se subordina al apetito hasta el extremo de ser mera expresión
suya. La esfera de las apetencias reviste y domina el orden objetivo.
Tropezamos con otra contradicción: los impulsos instintivos, indeterminados al
principio, después, no solamente condicionan sino que prácticamente determinan
a los mismos objetos del conocimiento.
Freud señala, por otra parte, que la
conciencia está ligada al conocimiento de la realidad externa, siendo un punto
de intersección entre lo interno y lo externo. Pero si todo conocimiento está
determinado por el deseo, no es posible conocer la realidad del mundo en sí
misma. Ahora nos volvemos a encontrar en un círculo vicioso, sin salida: si el
conocimiento es producto del deseo, tampoco será posible un verdadero
conocimiento del propio deseo. El deseo se presenta como una categoría a
priori, inobjetivable. Cualquier proceso de la conciencia, supuestamente
clarificador, tendría a sus espaldas un deseo.
Si no existe un criterio de verdad, cualquier
discurso carece de sentido, porque nunca se sabrá cuál es el verdadero
significado de lo que se está diciendo. Freud siempre sostuvo que el impulso
que preside toda la vida anímica es la libido o energía erótica. Si después
quiere dar entrada a otro principio distinto, como la facultad de un conocimiento
verdadero, echa por tierra la premisa. Una de dos: o la libido implica la
capacidad de un conocimiento verdadero o no.
Cuando se admite que existe la posibilidad
del conocimiento del ser, pisamos un terreno común con la antropología
cristiana: que el hombre pueda, al menos en un sentido fundamental, asumir la
verdad como criterio de actuación o renunciar a ella de modo arbitrario.
Dice Freud que el mundo exterior es percibido
mediante la recepción de estímulos de carácter displaciente que pueden ser
rechazados o alejados con el acto de los músculos. Mundo interior, en cambio,
es aquél cuyo estímulo displaciente no puede ser evitado por un acto de tipo
muscular. En esto consiste el primer examen de la realidad: no un conocimiento
de la realidad en sí misma, sino simple distinción de modos reactivos. Parece
que el hombre se redujera a una función destinada a resolver sus excitaciones
orgánicas de la manera más favorable, abriéndoles libre curso por la vía de la
motilidad. El mundo exterior se limita a la condición de instrumento que será
necesario tener en cuenta y que podrá ser modificado a los efectos de la
descarga de las excitaciones orgánicas. Todo este panorama no ofrece ninguna
perspectiva que desborde el nivel de lo somático vegetativo. "En páginas
anteriores y al tratar de los instintos y sus destinos, admitimos que el
organismo, inerme en sus comienzos, pudo crearse, por medio de sus
percepciones, una primera orientación en el mundo, distinguiendo un
"exterior" y un "interior", por la diversa relación de
estos elementos con su acción muscular. Aquellas percepciones que le era
posible suprimir por medio de un acto muscular, eran reconocidas como
exteriores y reales. En cambio, cuando tales actos se demostraban ineficaces,
es que se trataba de una percepción interior, a la que se negaba la realidad.
La posesión de este medio de caracterizar la realidad es valiosísimo para el
individuo, que encuentra en él un arma de defensa contra ella y quisiera
disponer de un poder análogo contra las exigencias perentorias de los
instintos. Por esta razón, se esfuerza tanto en proyectar al exterior aquello
que en su interior le es motivo de displacer"[83].
Afirma Freud que la necesidad práctica de
someter el mundo exterior, y no el deseo de la verdad, determinó la creación de
los sistemas cósmicos. Con esta hipoteca epistemológica de tipo kantiano, el
dominio del mundo es ajeno al conocimiento de la verdad. Este tipo de
conquista, desvinculado de la sabiduría, se opone a la inspiración cristiana,
según la cual el universo, cargado de ricas potencialidades, fue entregado por
Dios al hombre. Con su trabajo, el hombre debe conducir el mundo a un mayor
nivel de perfección, ejercitando un dominio acorde con la verdad, no violento,
y se perfecciona también a sí mismo. Cuanta más libertad, verdad, justicia y
amor resplandezca en su obrar, más penetrará en todas las dimensiones que
componen la realidad y con mayor riqueza crecerá su mundo interior.
Para Freud el ser humano es un sujeto determinado
por un infinito deseo de placer que no se orienta al descubrimiento de lo real,
pues el principio de placer y el principio de realidad son mutuamente extraños.
"Del mismo modo que Kant nos invitó a no desatender la condicionalidad
subjetiva de nuestra percepción y a no considerar nuestra percepción idéntica a
lo percibido incognoscible, nos invita el psicoanálisis a no confundir la
percepción de la conciencia con el proceso psíquico inconsciente, objeto de la
misma. Tampoco lo psíquico necesita ser en realidad tal como lo
percibimos"[84]. Después de este enunciado
epistemológico, es incongruente la confianza que formula a continuación:
"Pero hemos de esperar que la rectificación de la percepción interna no
oponga tan grandes dificultades como la externa y que el objeto interior sea
menos incognoscible que el mundo exterior"[85].
Precedido por sus propias pulsiones, el
sujeto sólo se conoce como deseante, pero no conoce su verdadera naturaleza en
el orden del ser, ni el deseo ha sido suscitado por un conocimiento verdadero.
Los impulsos del sujeto tienen prioridad sobre los objetos reales. Por lo
tanto, si el desear es algo distinto del conocer en verdad y, a su vez, todo
conocimiento está determinado por el deseo, nos preguntamos cuál es el criterio
de verdad y si es posible un conocimiento verdadero del propio deseo.
Si no existe un principio de conocimiento
verdadero fuera del deseo, y el deseo no constituye el principio de verdad, se
volatilizan todos los criterios y cualquier discurso es insostenible.
XIII. VOLUNTAD Y APETITO SENSIBLE
La antropología cristiana —y este pensamiento
es común a los filósofos griegos de más talla— distingue en la esfera
apetitiva: la voluntad, potencia espiritual, y los apetitos sensibles. El
objeto adecuado de la voluntad es el bien infinito, universal; en cambio, los
apetitos sensibles tienen por objeto bienes de carácter finito y vinculados al
cuerpo. Por lo tanto, los apetitos sensibles no definen el objeto ni el alcance
de la voluntad que, ilimitada, conserva siempre una cierta indeterminación con
respecto a los bienes particulares. Asimismo sucede que los apetitos sensibles,
en la medida que permanecen condicionados por la amplitud de la voluntad,
también revisten cierto carácter de indeterminación hacia sus objetos propios.
En el orden estrictamente sensible, los
apetitos están dominados por los estímulos que provienen de la presencia
exterior o imaginaria de sus propios objetos. La voluntad, por el contrario,
goza de dominio sobre su propio acto, es respuesta libre ante todo estímulo o
propuesta que se le presente. Por eso, la persona humana no está absolutamente
determinada por ninguna realidad anterior, externo o interna: sus actos
proceden de ella misma; es idónea para situarse ante su propio origen; está
llamada a responder libremente ante cualquier propuesta o provocación; se
autodetermina en el mismo acto de encararse libremente con lo real.
Si no se distingue claramente la naturaleza
de la voluntad y de las apetencias sensibles, el bien universal pierde su
relieve trascendente y se reduce a la "infinitud" de la sensibilidad
y a la secuencia interminable de lo finito; el hombre se convierte, entonces,
en un "enfermo" que "reviste" de infinito a los bienes
particulares y sensibles, objeto de sus deseos.
Cuando el hombre no ama con todas sus fuerzas
a Dios, Bien infinito, se dispersa en la ilusión de los bienes limitados,
confiriéndoles una carga de infinitud. Amando los bienes particulares y
sensibles con la infinitud de un deseo que sólo debería dirigirse a Dios, el hombre
hace un mal uso de su libertad, se autodetermina en dirección opuesta a su
verdadero fin.
El hombre siempre actúa con la intención de
un último fin, amando a Dios, verdadero y real Bien infinito, o adhiriéndose a
la criatura como si fuese el bien infinito. Cuando se finaliza en el bien
creado, la voluntad abdica de sí misma y deposita en el apetito sensible toda
su capacidad, delegando en las tendencias sensitivas su apertura innata al Bien
supremo: traiciona su propio orden y el del apetito sensible, pero ante todo
traiciona a Dios, al cual no se decide a querer.
Los deseos sensibles que obran en el hombre,
necesitan ser interpretados desde una instancia superior, pues por sí solos
adolecen de insuficiencia para orientar toda la conducta. Si se deja arrastrar
a ciegas por la senda de las pasiones, experimenta el fracaso, atrapado en una
red de deseos ilusorios y falaces. En la superficie de la sensibilidad, se
pueden generar éxtasis de placer aislados, engañosos y vacíos en cuanto no
reflejan una real comunión de personas.
El problema no es, como piensa Freud, el
acierto en la salida liberadora, el cauce adecuado para los deseos, sino la
superación de los límites intrínsecos de la sensibilidad, recuperando la
naturaleza de la libertad con la mirada puesta en el fin específico del hombre.
No se trata de lograr imperiosamente el desahogo de los impulsos eróticos, sino
de la realización del valor total de la persona.
El sentido unitario que ilumina e integra
todas las instancias de la vida anímica, viene de un principio único y
superior. Freud dirá que el sentido último del desear humano se encuentra en la
satisfacción sexual, pero al mismo tiempo deja la sexualidad suspendida en el
vacío, desvaneciéndola en la nada; también difumina la libertad en un mero "sentimiento"
ausente de motivaciones.
XIV. DESEO Y CONSENTIMIENTO
El hombre primitivo lo mismo que el neurótico
—y todos los individuos llevan consigo alguna medida de neurosis— asegura
Freud, no distingue entre deseo y acción externa. Se acusa de sus malos deseos
como si hubiera realizado la obra externa.
Hemos de responder que la distinción esencial
para el discernimiento de la responsabilidad no es entre el deseo y la obra
externa, sino entre el deseo y el consentimiento.
Freud no distingue entre voluntario e
involuntario. Nosotros decimos que aunque alguien tenga deseos de matar, no es
un criminal hasta que consienta y quiera matar. Freud sólo observa deseos
contrapuestos que se disputan en el interior del hombre; no elabora una
doctrina sobre la voluntad que habilite a la persona a adoptar decisiones. Como
ya hemos visto, la única instancia rectora que gobierna a medias la conducta,
es el Yo, cuyo desempeño se limita al hallazgo de caminos que permitan una
salida a la libido, dentro del marco del mundo exterior.
Para Freud el hombre está sometido a sus
impulsos, por ejemplo: el impulso al incesto y la reacción posterior que ahoga
ese deseo incestuoso. Más tarde, será preciso abrir el camino que habilite la
sustitución del primer deseo, o un escape ya sea por la vía de la sublimación
como de la regresión.
En el orden de la convivencia, por ejemplo,
Freud considera que la armonía social es un juego de fuerzas opuestas,
controladas por la coacción, único medio para evitar las consecuencias
desastrosas de la envidia y la codicia desatadas.
Lo prohibido y lo sagrado no tienen
fundamento racional, representan para ciertos deseos un mero freno externo que
funciona con el resorte del temor y no sobre la base del conocimiento del
verdadero bien que deba ser asumido libremente. En esta concepción, no tiene
cabida el espíritu como algo específicamente distinto de la animalidad; tampoco
existe la capacidad de la persona para autodirigirse hacia un orden de fines
previamente comprendidos.
XV. INSUFICIENCIA DEL PASADO
Freud sólo conoce energías psíquicas
suscitadas en el pasado; ignora que se pueda originar en el presente una
energía radicalmente novedosa; además, no tiene noticia de otra fuente
energética que la representada por la alteración del aparato psíquico, de donde
brotan las necesidades y la tendencia a darles satisfacción.
La antropología cristiana afirma que la
persona puede activarse a sí misma en el presente, de un modo novedoso y
original, pues cuenta con la voluntad libre como principio soberano y fuente originaria
de su actuar.
La única libertad concedida por Freud al
individuo es el conocimiento de sus propios deseos, pues mientras que el hombre
los desplace de su conciencia, manteniéndolos recluidos en el inconsciente, se
priva de asumirlos y darles curso de la forma más adecuada. El psicoanálisis
abre la posibilidad de modificar la manera de convivir con los propios deseos,
contrarrestados anteriormente mediante reacciones defensivas y temerosas, pero
ahora acogidos por una conciencia iluminada y sanada gracias al conocimiento
psicoanalítico. Pero este último no confiere a la persona la posibilidad de
inaugurar ningún deseo radicalmente novedoso respecto a los que ya anidaban en
su inconsciente.
Freud intenta hacer revivir el pasado e
interpreta los conflictos que operan en el inconsciente de tal manera que sólo
el pasado configura al presente.
En la concepción freudiana, el pasado tiene
cierto efecto concluyente sobre la totalidad del vivir: es el fatalismo de
todos las culturas que no saben de la venida de Jesucristo. Para la
antropología cristiana lo absolutamente originario es la llamada de Dios que
interpela una y otra vez. Eludir esa llamada equivale a negar el sentido de la
propia vida.
En el presente, la persona integra el pasado
y el futuro, pues siempre hace falta alguna perspectiva de futuro como
horizonte de la existencia. Mientras el tiempo transcurra, el pasado nunca está
completo, no se concluye a sí mismo; puede asumir nuevas figuras y
significados, enriquecerse o abandonarse, siempre abierto a la posibilidad de
una nueva integración.
Todo lo vivido permanece de modo habitual,
aunque no reviva de la misma manera. El pasado puede pesar como un fardo
agobiante, revivir en sus momentos mejores, o ser redimido por la omnipotencia
misericordiosa de Jesucristo.
El hombre es un ser esencialmente llamado por
la verdad. Cuando desoye esa voz, se desvía de su Fin, se queda
"corto", como un arco flojamente tensado cuya flecha cae antes de
llegar a la diana. Así la voluntad libre no alcanza su máximo nivel. Mientras
las pasiones dominan el terreno, fragmentan su unidad. Ningún bien sensible
puede llenar la ausencia de Dios.
XVI. EL PECADO ORIGINAL
La antropología cristiana descansa sobre tres
acontecimientos fundamentales: la creación, el pecado y la redención.
El único motivo de la creación es el puro
Amor de Dios, gratuito, libre, que no necesita de la criatura para adquirir la
felicidad o algo que antes no poseyese. El propósito divino radica en la
alianza de vida y amor con el hombre, a través del concurso insoslayable de la
libertad creada, una libertad real, no ficticia, que no elude el riesgo de la
negativa. De esta manera la historia se desenvuelve como un auténtico drama.
El hombre fue creado en inocencia y pureza,
enriquecido con un germen de vida divina, abierto al diálogo con Dios. Pero
debía sellar la alianza con un acto expreso de su libertad. En la clara mañana
de su existencia, todo estaba envuelto en un aire de serena expectativa. Ante
el ofrecimiento divino, fue puesto en la abismal alternativa de su aceptación o
rechazo, la máxima antítesis entre la vida y la muerte. El mismo Dios había
descorrido el velo del abismo de la libertad humana. La elección estaba en
manos del hombre.
No solamente Dios señala los términos de su
propuesta e intima el ejercicio de la libertad humana en toda su hondura, sino
permite también la acción perversa de Satanás. Con la entrada en juego del
Angel rebelde, se prolonga el efecto de su libre elección y la libertad del
hombre queda estimulada con un nuevo ingrediente. Podemos suponer que Dios
permitió la tentación para el pleno despliegue de las libertades creadas y para
el acrecentamiento del mérito en el caso de que el hombre la hubiera vencido, y
para el despliegue de su Misericordia ante la previsión del pecado.
Satanás, movido por el odio y la envidia,
quiso que el hombre incurriese en su propio acto soberbio; deseaba extender su
rebeldía, despojando a Dios de la gloria que el hombre le hubiera proporcionado,
y, con la esclavitud de éste, alimentaba su ansia de dominio.
Adán y Eva, conquistados por la sugestión
diabólica, desearon ser iguales a Dios no por el camino de la obediencia y del
amor, sino mediante un supuesto proceso necesario y natural de apropiación. El
propósito de identificarse con Dios quedó asociado con el rechazo de la libre
alianza; fue un intento de identificación por medio de la negación.
El precepto de poder alimentarse de todos los
árboles del paraíso, menos de uno —si es menos uno, ya no son todos—
significaba que la Vida no tiene su primer origen en los elementos del mundo
creado, sino del mismo Dios. Sin embargo, el hombre imaginó que bastaba con el
recurso al mundo, como si la naturaleza divina se confundiera con el universo.
Adán y Eva no aceptaron la amorosa oferta de
íntima comunión de vida con Dios; prefirieron poseer la divinidad por sí
mismos, mediante el trámite del goce de la fruta, excluyendo el camino de la
obediencia y de la entrega, como si fuera suficiente la sensibilidad
plenificada con la fruición de la criatura para obtener inmediatamente la
plenitud divina: pensaron que para ser iguales a Dios bastaba con gozar
plenamente del mundo. Rehusaron ofrendarse a El y tampoco quisieron recibirlo
como un don.
Nada malo había en el mundo: el árbol del
conocimiento del bien y del mal no era algo pernicioso, pues representaba el
mismo bien de la libertad por la cual el hombre define radicalmente sus
relaciones con Dios: conocería el bien, en la obediencia, o el mal, en la desobediencia.
Todos los mandamientos son afirmación de
valores, pero Dios formuló el precepto de modo negativo, para que el hombre
dispusiese de todas las posibilidades, positivas y negativas, entrañadas en la
libertad.
El hombre debía reconocer que la Vida divina
era un don absolutamente gratuito y no el término de una necesaria evolución.
Obedeciendo al mandato de no comer la fruta, hubiera sellado el pacto de amor,
pues lo negativo no es la criatura en sí misma, sino el desgajarla del Creador,
romper su vínculo con Dios.
Después del pecado, el goce sensible
comparece ante los ojos fascinados como el único camino para la plenitud vital
y el conocimiento supremo, un rol tiránico que apareja el opacamiento de las
profundas exigencias de la entrega personal recíproca.
El pecado encierra toda malicia: envidia,
celos, voluptuosidad, erotismo patológico, codicia, avaricia, odio, crueldad...
la ceguera de un mundo fantasmal, donde reina la soberbia y el egoísmo, donde
todo es referido a la pasión que atosiga y priva de la libertad de espíritu;
mundo quimérico, seductor, alucinante, satánico.
En el mismo pecado original el hombre reprime
la conciencia del pecado; lo sepulta en el olvido, pues no tolera el recuerdo
de Dios, no desea verlo. Como no quiere recordar a quien ha rechazado, se pone
de espaldas. Este es el origen de la vergüenza y turbación: no soporta la
visión de su conciencia al desnudo. Sólo el arrepentimiento es capaz de sacar a
luz la enormidad del pecado en contraste con la infinita santidad de Dios.
También el sentido de la alteridad, tan
esencial en la vida humana, sufre una violenta distorsión por obra del pecado,
pues el hombre quiso suprimir a Dios en cuanto ser otro. Ahora bien, la persona
necesita del otro precisamente para la estructura de su mismidad: se recupera,
se reconoce a sí misma a través de la alteridad. Después del pecado "el
otro", o "lo otro" se percibe reductivamente como aquello sobre
lo cual es posible ejercer un dominio, ya sea del hombre sobre la naturaleza,
de ésta sobre el hombre, o de los hombres entre sí, o de la divinidad y el
hombre respectivamente; entonces la alteridad se aprecia como lo radicalmente
condicionado, esto es, carente de iniciativa, sin libertad ni autonomía.
La mismidad de la persona sólo se obtiene en
relación con la otra; necesita que alguien la reconozca de un modo absoluto y
cabal, desinteresadamente. Esto sólo es así cuando existe un Dios creador cuyo
amor al hombre es fuente de su libertad y no la asfixia. Si el otro fuera una
mera negación o proyección del propio sujeto, no serviría para la constitución
de la persona como mismidad. Cuando una de las partes no goza de autonomía, no
hay verdadera alteridad y tampoco auténtica mismidad. En términos de mero
condicionamiento de uno sobre el otro, la persona yace alienada, pues sólo el
amor y la libertad le corresponden.
Todas las relaciones humanas deben
encaminarse hacia la comunión. Y puesto que ninguna criatura es el origen
primero ni el fundamento último de la otra, sólo la comunión con Dios sustenta
de un modo total y definitivo la comunicación entre las personas creadas. En el
matrimonio, por ejemplo, el varón y la mujer deben recibirse mutuamente como
don de Dios.
Dios es el Ser subsistente que no necesita
del mundo ni de la criatura humana y que posee su propia e infinita alteridad
interior: Tres Personas. El demonio había insinuado, por el contrario, que Dios
para asegurarse a sí mismo necesitaba la esclavitud del hombre, pero que
también cabía invertir esta relación de condicionamiento. Así, negando a Dios
el hombre se propuso ganar su identidad; sin embargo, al perder la amistad con
su Creador quedó desposeído de su "Otro" infinito y de su propia
mismidad como persona creada.
La verdadera alteridad existe como lo
absolutamente incondicionado, original y libre. Por eso sólo corresponde a Dios
y también puede vivirse entre las personas humanas en cuanto se fundamentan en
Dios: es una afirmación libérrima e incondicional de una persona a la otra y no
fruto de coacción o dominio.
El sacrificio es don incondicional,
reconocimiento de la alteridad y de la distancia infinita entre el hombre y
Dios, al mismo tiempo que unión en el amor y en la entrega recíproca, y
contiene un valor de inmolación dolorosa como contrapartida expiatoria del
pecado. Fuera de la revelación judeocristiana este sentido del sacrificio corre
el riesgo de extraviarse y ser concebido a la manera freudiana como simple
gesto para atraer el beneplácito de la divinidad, mientras se pretende
oscuramente restablecer una presunta identificación originaria entre el hombre
y su origen divino; y ya hemos visto que este panteísmo encierra una condición
fatalmente conflictiva.
El hombre se realiza plenamente, la mayor
altura de su libertad, en el amor a Dios, en la entrega personal y recíproca.
El pecado original fue un enorme déficit en el amor y por eso un deterioro de
la libertad. En la antropología freudiana es particularmente apreciable esa
pérdida de la libertad: el hombre revierte sin cesar en las impresiones
afectivas de la infancia.
En la teoría freudiana el conflicto original
se centra en la tensión entre el deseo incestuoso y su represión. "La
interpretación analítica nos ofrece invariablemente el resultado de que este
oscuro sentimiento de culpabilidad emana del complejo de Edipo, que es una reacción
frente a los dos grandes propósitos criminales: el de matar al padre y el de
tener relaciones sexuales con la madre... Es menester recordar aquí que el
parricidio y el incesto materno son los dos crímenes máximos de la humanidad,
los únicos que los pueblos primitivos persiguen y condenan como tales"[86].
El miedo al padre se presenta como el primer
agente represor, pero en un orden más primario se encuentra el miedo a la nada,
el miedo a la muerte, pues toda la descarga erótica plenamente conseguida desemboca
en la nada. Además la fuerza represora es ejercida por la misma libido, por lo
que es preciso concebirla como autonegativa. El pensamiento de Freud no
sobrepasa los límites de las antiguas mitologías: la ley fatal y necesaria del
conflicto entre la vida y la muerte, entre el orden y el caos, entre el impulso
y su represión, entre lo inconsciente y la conciencia.
En el incesto, la relación conyugal se
sobrepone a la relación filial, una intención de igualarse con el propio
origen, como un símbolo del pecado original.
Dios es Padre y Esposo de la humanidad; por
eso, en la hipótesis de un deseo de confundir la unión filial y conyugal a
nivel inmanente, podríamos descubrir un eco del primer pecado, cuando la
criatura quiso identificarse con Dios. Además, la mujer incitó a su marido para
que la prefiriera, arrogándose la estima que sólo corresponde a Dios e
invirtiendo el orden de prioridades que debe presidir en la relación conyugal.
Tanto en el pecado original bíblico como en
el incesto de Freud no se logra la realización del deseo, no se obtiene el
efecto buscado, son actos fallidos. La frustración de Adán — y paralelamente el
incesto freudiano que una vez realizado abocaría en la nada— se depositó en el
inconsciente de la humanidad. El miedo ancestral que el hombre experimenta es
la previsión de un fracaso, el miedo a la nada: el miedo al fracaso más radical
del propio ser detrás del deseo de autodivinización.
En el relato bíblico Dios nunca aparece con
intenciones represoras, pero por insinuación diabólica el hombre interpreta el
mandamiento divino como algo oprimente, como un obstáculo al deseo
diabólicamente insinuado de ser como Dios. A lo largo de la historia, mientras
la cultura no esté vivificada por la obra redentora de Jesucristo, persiste una
idea de agobio ante las exigencias de la ley moral: su fuerza opresora estará
en correspondencia con la fuerza del pecado.
A causa del pecado, la ley perdió su carácter
de expresión personal de la bondad y sabiduría de Dios, para transferirse a la
necesidad cósmica y social; la conciencia de la persona quedó subordinada a la
sociedad que se convirtió en el portador y guardián de la ley. La identidad de
la persona no procede ya de la voz de Dios que la llama por su nombre,
individualmente, sino que está alienada en la conciencia genérica, social. En
Freud, por ejemplo, el padre tiránico representa la "dureza" del
mundo exterior, de la misma realidad en la que se debe vivir. Esta falta de
identidad, esta alienación de la persona, configura el subsuelo de la angustia
atávica que ahoga al hombre en todas las culturas no cristianas.
Sólo en la salvación obrada por Jesucristo,
el hombre adquiere la posibilidad de reconocerse y aceptarse como don divino y,
al mismo tiempo, realizar la libre entrega de sí mismo en la nueva alianza de
vida y amor. De esta manera sale del círculo agobiante de su esclavitud, escapa
a la dialéctica del amo y del esclavo, a la fatal alternativa de ejercer o de
sufrir un dominio despótico.
Freud presenta la tensión violenta de la sociedad
primitiva en términos de lucha animal; entre los animales, la lucha por la
comida o por la hembra los arroja a un enfrentamiento donde la agresividad es
mutua y sólo resta la alternativa de luchar para vencer o morir. Pero ya hemos
hecho la objeción que los animales no sienten remordimiento ni inventan
religiones para calmar sus ansias: si la condición humana fuese la propia del
mundo animal, los enfrentamientos y depredaciones no tendrían nada que ver con
la Justicia. Ya hemos dicho también que si la idea de Dios procediera como una
proyección inconsciente de la figura del padre tirano, no sería un Dios de pura
santidad; los atributos del despotismo no concuerdan con el Dios de la
revelación bíblica. Además, el parricidio que Freud se imagina no es contrario
a la justicia, sino un acto relativamente justo, porque libera de un oprobio
indebido.
Para Freud siempre hubo oposición, amor y
odio, relaciones ambivalentes entre los hijos y el padre déspota. Después se
produjo la secuencia: parricidio, olvido como efecto de la represión del
recuerdo, anhelo de expiar mediante el sacrificio, reposición divinizada de la
imagen paterna. En todos esos momentos persiste la ambigüedad de los
sentimientos. En el relato bíblico, por el contrario, las fases se distinguen
de otra manera: el paraíso recién estrenado con una vida de serenidad y pureza,
la tentación, el pecado, sus consecuencias, promesa de una redención verdadera.
El acto redentor de Jesucristo destruye
perfectamente el pecado y restaura con creces a la criatura. Por parte de la
obra redentora no existe la más mínima ambigüedad. Si la respuesta del
cristiano es sincera, el amor es real, presente, y hay una serena y activa
esperanza de una victoria consumada. En la doctrina católica, la redención del
pecado es perfecta; no así en la teología luterana, donde el pecado no es
extirpado y sólo se encubre con la fe fiducial.
Puesto que en sus actos conscientes y libres,
el hombre debe ponerse entero, el modo de relacionarse con Dios abraza también
el modo de vincularse con el mundo: todo el universo creado debía entrar en la
aceptación o en el rechazo, en favor o en contra de los planes divinos.
El pecado comporta un sabor panteísta en el
conocimiento: Dios no trasciende al mundo, y el completo dominio del mundo es
requerido como la misma posesión de Dios. El hombre se pierde en una inagotable
búsqueda del conocimiento del mundo. No acepta que el mundo deba ser recibido
como un don gratuito, y menos aún que deba remitirse en ofrenda a Dios. Se
lanza a su conquista, con el intento de someterlo a una implacable negatividad.
Lo maltrata en su más íntima esencia, en un afán de dominio mediante una
transformación drástica que elimine hasta el último residuo de ley natural: el
invento de un mundo nuevo con absoluta referencia al propio poder humano.
Recordemos la entrega febril a la técnica,
propia de la raza de Caín y, más tarde, la torre de Babel. En lugar de abrirse
hacia una definitiva revelación divina, el hombre desea explotar al mundo para
que éste entregue la plenitud del saber.
El plan de Dios incluía el cultivo de la
tierra con el despliegue de toda la creatividad humana en el orden técnico y
artístico. Pero esta obra no debía ejercitarse como instrumento de una absoluta
autorrealización, sino con espíritu de ofrenda y agradecimiento a Dios. Así el
obrar humano estaría abierto, penetrado y transfigurado por el obrar divino,
instalado obediencialmente en su actuar libre y gratuito, ajeno a toda
necesidad fatalista, plenamente libre, sin la angustia por la propia realización.
El hombre confió la ejecución de su proyecto
de autodivinización al despliegue de su sensibilidad y al desarrollo de la
actividad técnica, sin tener en cuenta que el horizonte de lo sensible y el
crecimiento de la técnica son indefinidos y están abiertos a una polivalencia
de realizaciones y significados. Por sí misma la actividad humana requiere la
apertura a una ultimidad de sentido, y cuando éste se pone reduplicativamente
en la propia actividad, se vuelve hueco y vacío.
Siempre el hombre confiere algún sentido a la
propia actividad; también cuando pone el fin del actuar en el actuar mismo, es
un sentido que lo trasciende en cuanto que lo preside. Sin embargo, cuando no
es referida a un punto distinto de ella misma, el hombre no puede hacerse cargo
cabalmente de su propia actividad, porque le falta la perspectiva, y al no
asumir su actividad tampoco se asume a sí mismo. Sólo en la entrega de todo lo
que es y hace, el hombre dispone completamente de sí mismo.
El conjunto de la experiencia y de los logros
humanos se encuentran como disponibles frente a la libertad. Con la hondura de
un compromiso total, el hombre encuentra el sentido último en Dios, Logos
trascendente, o gira en el vacío de un logos inmanente, reduplicándose, en una
especie de eterno retorno, de reiteración indefinida, que no alcanza ni el
principio primero ni el último fin.
Toda actividad técnica está regida por la
razón instrumental que busca y enlaza los medios aptos para el logro de
determinados propósitos. La razón instrumental desarrolla la coherencia del
sistema operativo y trabaja por su conservación, pero no está en condiciones de
dar la razón última de ese sistema: el logos inmanente ordena la actividad
humana en función de propósitos que ese mismo logos no está en condiciones de
justificar.
El pecado implica un despliegue de actividad
en función exclusiva de un impulso de autoafirmación, de espaldas al Logos
trascendente. Este impulso no se justifica ni por parte del Logos trascendente
ni del logos inmanente o razón instrumental, tiene la misma incoherencia y
falta de sentido que el caos, puesto que el ser del hombre no es efecto de
autocreación. Sin embargo para salir de la inoperancia este impulso caótico
necesita desenvolverse mediante un cierto ordenamiento. Aquí se inscriben todas
las mitologías para las cuales la realidad originaria es un caos, donde orden y
caos, razón e impulso, nunca logran conciliarse del todo. Cualquier orden,
razón o logos que se introduzca no hace justicia al caos, pues representa la
imposición de una forma arbitraria, irremisiblemente artificial. Aunque le
resulte imprescindible, el caos no encuentra su identidad en ningún logos,
cualquier orden le resulta contrario y extraño. Las mitologías que introducen
el conflicto en el seno originario del ser, en cuyo número se cuenta Freud, se
pueden explicar a partir del pecado original de un hombre que se ha separado
del Logos trascendente.
En los relatos cosmogónicos de las mitologías
paganas, siempre comparece el concepto del origen del hombre como un proceso
natural de la divinidad, junto con una separación y enfrentamiento. Parece que
el mundo se hallara atravesado por fuerzas ciegas, donde no cabe entablar
relaciones libres: es lo propio de los mitos antiguos y modernos —pensemos en
Freud— que cifran la configuración de la vida en las estructuras o en impulsos
impersonales.
Borrada la diferencia entre el bien y el mal
—pues se entiende esta demarcación como una simple etapa superable en la
evolución del sujeto— el intento del pecado es realizar al hombre como un
absoluto, ansioso por la posesión y control de lo divino y de las demás
personas, rechazando el reconocimiento de su propio origen.
Agrego finalmente un breve razonamiento para
hacer patente la imposibilidad metafísica de concebir lo absoluto como un
proceso evolutivo: un ser que necesita realizar operaciones para lograr una
perfección que no tenía antes, es un ser intrínsecamente imperfecto. El Ser
perfecto, absoluto, no surge de un principio imperfecto, porque en ese caso
nunca superaría del todo la imperfección de su propio principio. Dios, ser
perfecto y absoluto, es increado, no es producido ni por sí mismo ni por otro.
Por eso, el hombre concebido como un dios que se autoproduce es un proyecto
imposible: por más alto que sea el término intrínseco del proceso evolutivo
nunca alcanzaría a superar la imperfección de su propio principio. De ahí que
la mayor perfección humana sólo consiste en la comunión con Dios, Ser perfecto.
También es insuficiente el binomio
sujeto-objeto para entender las dimensiones de la persona humana, puesto que el
objeto es algo limitado por el sujeto y viceversa: el objeto no pasa de ser un
reflejo o proyección del sujeto, no puede proporcionarle una revelación
verdaderamente perfectiva que lo salve de su radical insuficiencia.
El primer pecado, cometido por el primer
hombre, envolvió a toda la humanidad. Aunque la decisión libre es individual y
nadie puede sustituir a otro en sus opciones, la responsabilidad de cada uno
sobre los demás es enorme. La primera pareja, en cuanto progenitora del género
humano, estaba revestida de una misión mediadora de carácter universal.
Naturaleza y libertad se encuentran
condicionadas por una recíproca mediación. Por un lado, la libertad no se
ejercita al margen de la naturaleza con todas sus determinaciones y
circunstancias, pero tampoco la naturaleza determina el actuar humano sin
referencia al momento de la libre voluntad. Cuando el hombre se decide, genera
una especie de fuerza gravitacional que enlaza la naturaleza con el acto libre.
Los descendientes de la especie humana reciben la naturaleza ya afectada por el
acto libre del primer hombre y de todas las generaciones precedentes. En
compleja trama, todas las mediaciones se enganchan con la primera por una
dependencia íntima, de manera tal que la naturaleza propia de cada individuo se
halla injertada o sujeta a la primera mediación de la libertad, es decir, al
rechazo de Dios.
Jesucristo —Dios hecho hombre, Salvador del
hombre— se apropia este drama y vence el pecado: el de nuestros progenitores y
el de cada uno, pues todos formamos parte de la misma cadena.
En cuanto negación, el pecado engendra
negatividad en las relaciones con Dios, con los demás y con uno mismo: el acto
de Adán permanece en la naturaleza como estado habitual que afecta a la
voluntad desde el primer instante de cada individuo. Aunque liberados y
regenerados por el Bautismo, persiste la mala inclinación, la concupiscencia,
más o menos debilitada o enconada con el aporte personal. El pecado que obra
desde el comienzo puede ser reiterado y aumentado por cada individuo o, al
contrario, ser superado y vencido por la gracia redentora de Jesucristo. Sin
embargo, mientras transcurre el tiempo terreno de la aventura humana, no
desaparecerá completamente algún vestigio de la argolla que nos esclaviza, de
ahí que siempre tendremos necesidad de una lucha para contrarrestarlo.
APÉNDICE. SÍNTESIS TEOLÓGICA DE LA SEXUALIDAD
I. LA PERSONA HUMANA
Inspirado en las enseñanzas del Papa Juan
Pablo II sobre la teología del cuerpo, a continuación se pretende diseñar un
bosquejo de antropología cristiana de la sexualidad y del matrimonio. De esta
manera podrá emerger de forma aun más clara el contraste con Freud.
El hombre no encuentra en el mundo su morada
definitiva, ninguna criatura ni la totalidad del universo da respuesta de su
misterio: ésta es su soledad originaria. Tampoco la compañía de la mujer
resuelve el misterio, aunque lo hace más habitable, lo comparte. Imagen y
semejanza del Creador, sólo en Dios encuentra el sentido del propio ser, con la
responsabilidad de entablar una relación decisiva. Ante la alianza que Dios le
ofrece, debe empeñarse a fondo, elegir entre la vida y la muerte, en un
movimiento radical de autoconciencia y autodeterminación. Con su libertad se
autodetermina, decide sobre sí mismo al definir la relación, positiva o
negativa, que establecerá ante Dios, y también la postura que adoptará respecto
al mundo.
El cuerpo es expresión de la persona y medio
de conocimiento, al modo como la palabra y las imágenes son expresión del
pensar y vehículos necesarios en su desempeño constructivo. La vida de la
persona en su manifestarse corpóreo hace que el cuerpo humano se distinga
esencialmente del animal: todo tiene valor de signo, está cargado de sentido e
intencionalidad, aunque no aparezca siempre a nivel reflexivo o consciente.
Resplandece con el sello de la autoconciencia y la autodeterminación y, como
reflejo de la libertad de la persona, también ostenta la imagen del Dios
trascendente.
A diferencia de los animales, es capaz de
cultivar la tierra y ponerla al servicio de las propias necesidades y
objetivos, desarrollando con su ingenio técnicas como instrumento de su
trabajo. En relación con sus semejantes no debe limitarse en la perspectiva del
dominio material, porque la otra persona representa el propio misterio: el
trato que dispensa al otro es, en el fondo, el que vuelve hacia sí mismo.
II. VARÓN Y MUJER
Como imagen de la vida íntima de Dios y
también como signo de la alianza con el Creador, varón y mujer están llamados a
formar una comunión de personas.
Antes de unirse sexualmente se han
"elegido", porque la unión se edifica sobre la libertad del
reconocimiento mutuo plenamente consentido, fruto de autodeterminación
consciente y no resultado de un impulso ciego: cada uno ha pronunciado el
nombre del otro y ambos se han sentido interpelados, ofrendándose y aceptando
el ofrecimiento del otro, con una determinación libre, sincera y total.
Cada uno comprende la soledad originaria del otro.
En un respeto profundo por el misterio de la libertad que decidirá la relación
trascendente de cada uno con Dios y no usurpando su lugar, se acogen
íntimamente, asumen en sí el valor del otro y se confían recíprocamente la
conciencia del propio valor.
En el paraíso terrenal cada uno se sabía
plenamente reconocido y valorado en la conciencia del otro, serenos y seguros,
sin sombra de desconfianza. Por el contrario, la vergüenza y el pudor surgirán
después del pecado, cuando teman no ser estimados y aceptados en toda su
verdad.
Adán y Eva se ofrecían y aceptaban
recíprocamente como regalos de Dios, tanto la aceptación agradecida como la
ofrenda se dirigían a Dios. De esta manera experimentaban de un modo nuevo el
don de la propia humanidad, reconociéndola en el otro, se compenetraban más de
su insondable riqueza y se religaban con su Origen personal.
En la desnudez del cuerpo transparentaban
toda su luz interior y se ofrecían como don íntegro y perfecto. Lo íntimo de la
persona, su interioridad espiritual, afloraba y se comunicaba en su cuerpo
desnudo, puro e inocente, sin peligro de falseamiento y sin decaer en la
categoría de "cosa".
Ninguno tiene miedo ni se defiende de la
mirada del otro, porque cada uno se ilumina con el conocimiento del otro sin
deformarlo. Ofreciendo libremente la propia intimidad se comunican el bien
común que ambos constituyen en el amor: es un querer pleno y autodeterminado
que vibra en la desnudez de sus cuerpos.
Antes del pecado la unión carnal hubiera
podido desenvolverse como un diálogo de absoluta franqueza, sin disimulos, sin
dejar nada oculto, poniéndose las personas en su pura presencia desde sí mismas
y a partir de su más profunda intimidad, pues la percepción exterior del cuerpo
desnudo no tergiversaba su verdad interior. Al recibirse mutuamente acogían al
mismo Dios vivo que revela su imagen en los cónyuges y participaban de la
mirada divina sin alterar su designio. Cada uno se entregaba sin reservas como
respuesta al regalo que Dios hacía de sí mismo. No existe en el paraíso la
mínima ruptura entre sexo y persona, entre espíritu y sensibilidad. Varón y
mujer se expresan mutuamente el misterio de la creación que tiene su fuente en
el Amor divino: se comunican el mismo Amor de Dios, porque los esposos no son
el origen primero ni el fin último del otro. Se entregan recíprocamente, y
ambos se entregan a Dios. El cuerpo tiene un significado esponsalicio, cuya
referencia a Dios es intrínseca y primaria.
Con la entrega matrimonial están en
condiciones de actualizar los inéditos depósitos germinales que Dios ha
escondido en sus cuerpos y en sus corazones. Cada uno se ofrece con la propia
capacidad procreadora en la expectativa de proseguir la obra de la creación,
mientras Dios mantiene la iniciativa de sacar a luz nuevas revelaciones de su
Amor.
Para afirmar a la persona en toda su valor es
preciso promover todo el caudal de vida que guarda en sus entrañas, en orden a
una nueva comunicación de Dios. Los esposos forman una unidad que se erige en
principio de una obra común, de modo que por su intermedio Dios mismo
multiplica sus dones y reproduce su imagen. El Amor nunca está concluido, se
abre siempre a nuevas manifestaciones: hacia los hijos y hacia los mismos
padres que se enriquecen con más vida, amor y conocimiento.
El modo de valorar hasta el fondo a la otra
persona es ofrecerle todo de sí, y también realizo mi valor en la medida que
valoro a los demás. Adueñarme de la otra persona, sin que ésta se haya
entregado libremente, sería una usurpación; pero acoger la ofrenda del otro sin
el intercambio de mi entrega total, sería defraudarlo. El donar y aceptar el
don se compenetran de tal manera que el propio valor que cada uno confía al
otro sólo puede ser acogido y confirmado por la entrega recíproca. Cada uno se
hace totalmente para el otro: "tú vales todo para mí y, con el propósito
de afirmar todo tu valor, yo te hago el regalo de mi ser entero".
Cada uno vive a la otra persona en sí mismo;
y quiere ser vivido y conocido por la otra persona en ella misma: "tú en
mí y yo en ti", mutuamente. El tú se encuentra enriquecido, afirmado,
siendo el término de la ofrenda de un yo. También el yo ofrendado se enriquece
y descubre todo su valor al vivir en el tú. Ambos se poseen y se valoran
íntegramente, son el medio por el cual el otro se pone de manifiesto y
actualiza todas sus virtualidades.
Este diálogo amoroso trasciende la relación
entre los esposos, pues se conjuga en la relación personal con Dios: cada uno
se entrega al otro desde la conciencia de sí mismo que le confiere la llamada
divina, y percibe en su cónyuge un signo elocuente de esa llamada. Obedecen a
su voz para llevar a cabo en la comunión de sus personas humanas la
representación del misterio divino de comunión personal. La voz humana no
contradice ni opaca a la voz de Dios. Los esposos no están cerrados sobre sí
mismos, son receptores y trasmisores del Amor divino, en una apertura cada vez
mayor a la Revelación que se anuncia como la suprema novedad. Dios siempre
tiene la iniciativa, y es el contenido trascendente de todo don creado; así lo
reconoce el hombre cuando está dispuesto a aceptar a los hijos, al otro cónyuge
y a sí mismo como caminos abiertos a la Fuente increada de todo don.
La persona —cuando hace de sí una donación
total— está en condiciones de llegar a su profundidad íntima y a disponer
plenamente de sí misma. Si además es recibida y amada por el otro, plenifica su
propio conocimiento y fortalece su libertad, de modo que puede reiterar su
entrega aún con más plenitud. Si prosigue este intercambio recíproco, aumenta
sin cesar la conciencia del don.
En esta recíproca compenetración de dar y
recibir, el varón desempeña el papel de más iniciativa, un rol de cabeza
dirigente respecto de su mujer: es el primero en aceptar a su compañera como un
regalo precioso de Dios, después se entrega —ella es la primera en entregarse y
la primera en ser recibida—, y la conduce a un mayor conocimiento de sí misma,
al aprecio de su dignidad como esposa y a su plena irradiación. Por su parte,
la mujer abre al varón un amplísimo espacio de exquisita intimidad y lo
reintegra como colmando un abismo. La unidad de varón y mujer representa,
entonces, la alianza gratuita entre Dios y la humanidad que —elevándola a la
dimensión de la Vida divina e introduciéndola en su nueva morada— traspone el abismo
de la diferencia infinita entre el Creador y la criatura.
Hay una especie de mutua revelación de lo
masculino y lo femenino. Aceptando el don de su esposo, la mujer muestra todo
el aprecio que merece el varón en su significado de primer principio de luz y
de vida, pues el varón representa a Dios amante y creador. Por su parte el
varón ilumina toda la feminidad de la esposa, manifestándole su valor como
gloria de su esposo, como espejo de la belleza infinita de Dios. Enriquecidos
ambos por esta mutua revelación, pueden reiterar indefinidamente el don de sí
mismos con una calidad siempre más acendrada de autoconciencia.
La unión sexual es un acto de conocimiento en
el cual el hombre y la mujer se reconocen deslimitados en una nueva unidad, que
si alguno de los dos destruyera, no sólo oscurecería el carácter único e
irrepetible del otro, también se negaría a sí mismo en cuanto su ser se halla
definitivamente comprometido y constituido en la comunión. Además, ambos se
revelan como padre y como madre: el marido es padre en la mujer, y ésta es
madre por el marido. No pueden considerarse separados, puesto que el hijo es de
los dos y no de uno sólo. El hijo muestra la consistencia de la comunidad
matrimonial que abraza y eleva a los esposos y la sella con la revelación de
una nueva imagen de Dios, renovando así el misterio de la creación.
Dios interviene con su poder creador en la
unión sexual para coronarla con el advenimiento de una nueva persona. Los
esposos, al unirse entre sí, se confían a la acción de Dios que los traspasa, y
se convierten en beneficiarios de una inédita revelación divina en el hijo.
Hasta que no madura en el hijo, es incompleto el conocimiento del varón y la
mujer, pero será siempre inagotable en las sucesivas revelaciones que traigan
los hijos, pues solamente Dios, en sí mismo, es el primer principio y el último
fin.
III. LA FRACTURA DEL PECADO
Habiendo rechazado el Amor de Dios, se
desdibujó para el hombre el sentido de toda la creación; aparece la vergüenza
ante un acto que se procura esconder. No quiere mirar en lo profundo de sí
mismo, y por vez primera siente temor ante la presencia de Dios. Lo que antes
era pura transparencia e interioridad rebosante, ahora está oscuro y
empobrecido, alienado del Amor: se avergüenza de su desnudez.
Antes del pecado se aceptaba a sí mismo y a
todo lo creado como un regalo del Amor; el cuerpo desnudo era manifestación
visible de la persona humana en su verdad sin quiebras, la inocencia y el
júbilo de su espíritu: la paz y el gozo de esa desnudez trasuntaba la visión de
Dios, el cual veía "ser muy bueno cuanto había hecho" (Gen. 1, 31).
Después del pecado experimenta temor y pudor,
pues ha perdido la limpieza de la visión, su segura y nítida identidad. Sufre
una desarmonía interna y externa, pues se levantan las pasiones como
desvestidas de la luz superior, mientras el mundo también se vuelve hostil. Le
espera la fatiga, consecuencia del duro trabajo en la tierra y, al cabo de una
extenuante brega, la muerte. Se hace difícil transparentar su esencia interior
en el cuerpo, que ha perdido la comunicabilidad que antes le proporcionaba el
Espíritu de Dios; experimenta cierta contrariedad entre el cuerpo y el
espíritu, inquietud y miedo, sentimientos de menoscabo y de peligro.
Con el pecado el hombre pretendió identificarse
con Dios mediante la posesión del mundo, pero cayó en el vacío existencial,
porque el mundo no puede llenar la expectativa asignada. También se atribuye a
las sensaciones un predominio absoluto: el goce de la fruta, por sí sólo, debía
conducir a la divinización. De esta manera en el terreno sexual el deseo
concupiscente se antepone como tapadera, vuelve ciego para descubrir toda la
riqueza personal de lo masculino y lo femenino, reduciéndola a objeto idóneo
para una presunta plenitud de la sensibilidad buscada exclusivamente, es decir,
antepuesta como un sucedáneo de la persona, considerada ahora como objeto de
dominio. Cediendo a la concupiscencia, la persona pierde su capacidad de
donarse, ahoga su interioridad, y somete al otro a la categoría de lo útil,
restringiendo el conocimiento de su verdad íntima. Para defender su dignidad
amenazada se levanta la barrera del pudor.
La desnudez ya no expresa la transparencia de
la comunión personal, se desliza en el coto cerrado, y por eso alienante, de las
meras "sensaciones" sexuales. Varón y mujer se sienten
irresistiblemente atraídos; pero empujados en el lazo de la concupiscencia, se
desarraigan del suelo de la libertad; el camino de la decisión consciente sobre
el que se edifica una verdadera comunión de personas, se ha vuelto pantanoso,
difícil de transitar. En lugar de hacer el don de sí mismas, las personas
experimentan el deseo de rebajarse a objeto de dominio. En esta acción
devastadora de la concupiscencia, la mujer suele llevar la peor parte. El
varón, que debería ser el fiel custodio de la reciprocidad del don, impulsado
por la concupiscencia, se convierte en el más ciego depredador.
La concupiscencia se adueña del cuerpo e
invade el campo de los sentimientos y del corazón. La interioridad baja al
sepulcro, el hombre se derrama en lo exterior sin encontrarse a sí mismo, el
desasosiego lo consume. Un sordo temor y una negra inquietud es lo que queda de
la conciencia cuando se ha sofocado su voz. Separada de su raíz —el Amor
divino—, la pasión desgasta, embota la capacidad reflexiva, quebranta las
fuerzas más profundas del corazón y de la conciencia, deteriora con el
dinamismo característico de lo que se usa y se deshecha.
Sin embargo, a pesar del evidente influjo del
pecado, la persona humana no se ha convertido en un puro ser concupiscente como
pensaba Lutero. La auténtica antropología cristiana sostiene que, aunque herido
por la concupiscencia, el hombre no ha perdido del todo su capacidad de
autodeterminarse, su naturaleza humana no se halla esencialmente corrompida,
pues sigue experimentando la atracción del Amor divino, y si responde
libremente a la obra redentora de Jesucristo, es conducida con creces al
cumplimiento de su suprema vocación.
En el lado opuesto se encuentran las
antropologías de raíz fatalista y luterana, para las cuales la triple
concupiscencia es el criterio único y absoluto, la clave interpretativa de todo
el actuar humano. Para Nietzsche, por ejemplo, el hombre se define por la
soberbia de la vida —la voluntad de poder—, y sólo podrá realizarse plenamente
cuando esa voluntad de predominio consiga expandirse en todo su vigor.
Marx, por su parte, calificaba al hombre como
un ser exclusivamente necesitado de bienes sensibles y materiales. Su única
aspiración auténtica estaría centrada en la "concupiscencia de los
ojos".
Finalmente, Freud establece el impulso de
placer —la concupiscencia de la carne, siguiendo la fórmula del apóstol San
Juan—, como el criterio más originario que explica el conjunto del
comportamiento a través de específicas transformaciones de la libido.
IV. REDENCIÓN Y SANACIÓN DE LA CONCUPISCENCIA
Para restaurar al hombre caído y comunicarle
su propia Vida, Dios lo llama de nuevo en Jesucristo.
La respuesta a ese llamamiento implica la acción
de la Gracia: una libertad repristinada, una firme autodeterminación, para
soltar las cadenas de la concupiscencia: mediante la Gracia de su Espíritu
Santo, Jesús libera al hombre de sus pecados y de la constricción de los deseos
concupiscentes, restituyendo la libertad para que pueda realizar el don de sí.
En este ámbito esclarecido, la dignidad de la mujer vuelve a resplandecer en el
corazón del hombre, y viceversa.
En la ética cristiana lo erótico no permanece
alejado del significado esponsalicio del cuerpo. Con espontaneidad madura, el
hombre se yergue como auténtico señor de sus impulsos. La excitación sensual no
se aparta de la emoción profunda, y la otra persona es elegida libremente en
todo su valor. La espontaneidad madura —fruto del ejercicio de las virtudes con
la gracia de Dios— consiste en que los actos procedan de la esfera más
interior: liberados los nobles deseos ya no sufren el sofocamiento. Así el
hombre interior se comporta como el verdadero sujeto ético de su cuerpo.
Por el ejercicio de las virtudes, entre las
que figuran la templanza y la continencia, el cuerpo humano puede exhibir
nuevamente la visibilidad de Dios: la unión sexual sella la comunión de
personas del matrimonio y expresa precisamente el misterio divino.
La antropología cristiana se fundamenta en el
nuevo nacimiento que procede del Espíritu Santo, que redime al cuerpo y lo
ilumina con la resurrección. La virtud de la pureza abre la conciencia para
apreciar, en un ámbito cordial y confiado, toda la hermosura de la persona que
se convierte en un don para el otro. Es una alegría sencilla y límpida, un gozo
nuevo y duradero que no conoce el desgaste.
V. VOCACIÓN ESCATOLÓGICA DEL CUERPO
El carácter esponsal de la persona
manifestado en el cuerpo se refiere de modo prioritario y definitivo a la
comunión con Dios en la Vida eterna. En la casa del Padre, a la que el hombre
está llamado con su cuerpo, no habrá procreación carnal ni matrimonio terreno.
Participando de la Vida del Espíritu —la Vida
de Dios Trino— el cuerpo encontrará su perfección: su significado esponsalicio,
su expresividad como don y acogida de una persona a la otra, arribará al
cumplimiento definitivo en la visión cara a cara, en la entrega mutua y sin
velos entre Dios y el hombre. El significado del cuerpo aparecerá de un modo
pleno y nuevo, sin que esto suprima lo que el matrimonio y la procreación hayan
verificado en la caducidad de la historia y en perfecta consonancia con el
designio creador revelado "desde el principio". El matrimonio terreno
y la procreación no marcan de modo absoluto el significado esponsalicio del
cuerpo, solamente dan realidad sensible a ese significado en las dimensiones
limitadas de la historia.
La vocación escatológica del cuerpo —de la
íntegra persona— no es algo sobreañadido en vistas de un más allá, sino que
alimenta desde lo más profundo la experiencia del propio ser. El hombre de la
resurrección —el hombre celestial— cuyo prototipo es Jesucristo resucitado, no
es la antítesis y negación del hombre terreno, cuyo prototipo es el primer
Adán, sino el cumplimiento y la confirmación de todo el misterio psicosomático
de la humanidad en los designios de Dios. Con la resurrección de Jesucristo,
con cuerpo sexuado, se revela en este mundo una realidad que pertenece a la
vocación de cada hombre y que, mediante la gracia, ya está actuando con miras a
su estadio culminante: toda la sensibilidad corpórea participará también en el
gozo de la vida trinitaria; entonces, el Espíritu Santo en toda la persona
humana —alma y cuerpo, varón o mujer— cosechará el fruto maduro de la
resurrección de Cristo.
En el Reino tendrá lugar asimismo la perfecta
comunión entre las personas creadas: será el descubrimiento de la nueva y más
honda subjetividad de cada uno en correspondencia con la plena
intersubjetividad de todos.
VI. LA VIRGINIDAD CRISTIANA COMO VÉRTICE DE
LA SEXUALIDAD
Como signo escatológico del significado
esponsalicio del cuerpo, la virginidad ofrece una elocuencia particular: es la
expresión máxima de la respuesta, mediante el don de sí, a la entrega radical y
total de Dios al hombre.
Como tensión hacia el Reino y como anuncio
que ya lo hace presente, término donde se llegará a la completa unidad interior
y profundidad subjetiva, la virginidad expresa la vocación trascendente del
hombre y pone de manifiesto el significado más alto del matrimonio. Sirve como
confirmación del sentido esponsalicio del cuerpo en su masculinidad y
feminidad. La virginidad por el Reino de los cielos, que es lo único necesario,
patentiza la impronta de la Vida nueva y eterna, mientras que el matrimonio,
ligado a la escena de este mundo, lleva en cierto modo la marca de la
caducidad.
En el matrimonio de María y José, la
virginidad muestra el misterio de la más acendrada comunión de personas y de la
fecundidad en el Espíritu Santo, siendo Cristo el modelo perfecto de este
misterio.
La continencia por el Reino de los cielos es
una participación muy íntima y especial en el amor entre Cristo y la Iglesia.
La virginidad reproduce la entrega de Cristo por la Iglesia y contiene también
la respuesta de la Iglesia. Toca las raíces de la libertad, con la cual la
persona puede hacer de sí misma un don perfecto. Pone así de relieve la
plenitud y la libertad de la entrega a Cristo, Esposo de las almas. Si se
desarrolla con la generosidad que corresponde, la virginidad cristiana se hace
grávida con la paternidad y maternidad espiritual —fecundidad en el Espíritu
Santo— de modo análogo al amor conyugal que madura en la paternidad y
maternidad física.
VII. EL MATRIMONIO CRISTIANO COMO SIGNO DEL DESPOSORIO
DE CRISTO CON LA IGLESIA
En el matrimonio cristiano la unión sexual
forma parte del sacramento como signo sensible de una realidad invisible: la
comunión de la humanidad con Dios en Cristo. Por eso las relaciones entre los
cónyuges deben estar penetradas del misterio de Cristo.
Esa unidad —hecha de recíproco don y acogida—
es también una mutua sumisión: libremente se sujetan el uno al otro como la
Iglesia se somete a Cristo y como el mismo Cristo se entrega sin límites para
salvar a su Iglesia. Con el amor redentor con el que eternamente el hombre ha
sido amado por Dios, la mujer debe amar y sujetarse al marido como la Iglesia a
Cristo, y el marido amar a la mujer como Cristo a la Iglesia.
Prefigurado desde el principio en el designio
de Dios, el matrimonio cristiano es el signo del eterno misterio del Amor
divino, y, el sexo, moldeado y purificado a fondo por la gracia de Cristo,
interviene en calidad de su expresión sensible, sacramental.
Con vivos colores San Pablo muestra la imagen
del matrimonio cristiano. Jesucristo se une a la Iglesia con vínculo
permanente; con su Amor infinito y creador es su Cabeza, la gobierna, le
transmite la Vida, la luz y la doctrina, de modo que la santidad de la Iglesia
depende del Amor con que su Esposo la edifica. Así, el marido es
"cabeza" de la mujer y ésta el "cuerpo" del marido, como si
los dos cónyuges formaran una unidad orgánica. "Las casadas estén sujetas
a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo
es cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta
a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo. Vosotros, los maridos, amad a
vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para
santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua por la palabra, a fin
de presentársela a sí gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino
santa e intachable. Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio
cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia
carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos
miembros de su cuerpo" (Efesios 5, 22-31).
Cristo embellece a su Iglesia, la lava con el
Bautismo; así purificada, la recibe como digna Esposa y la dispone, mediante el
lavado de su sangre, para el encuentro nupcial escatológico, glorificada, toda
hermosa en su cuerpo, sin pecado y eternamente joven.
Desbordante de esta generosidad creativa, el
marido debe cuidar a su esposa, desear su belleza y ayudar a recrearla, para que
ésta experimente todo el valor de su gracia y hermosura —la santidad
transparentada en el cuerpo— y se ofrende, arropada y nutrida por el
conocimiento que el marido tiene de ella. La esposa necesita ser valorada
completamente por parte del marido, descubrirse a sí misma en ese amor, pues en
cierto modo el marido "crea" el bien y la belleza de su amada, al
descubrirla y afirmarla en su dignidad. Es guiada y como iluminada en la
iniciación de la vida conyugal. La sumisión de la mujer al marido significa especialmente
"experimentar" el amor, como la sumisión de la Iglesia a Cristo. El
amor del marido la embellece y recrea; su obediencia consiste en ser llevada a
esa experiencia embellecedora.
En la unión, la mujer quiere ser
"carne" de su marido, ser asumida por él como su propia carne, amada
como él se ama a sí mismo. Por este amor se compenetran mutuamente, se
pertenecen el uno al otro.
El sacrificio de Cristo, su amor redentor por
la Iglesia, tiene un sentido nupcial y también es modelo del matrimonio cristiano.
Desde el principio, en el matrimonio de nuestros primeros padres, Dios se
revelaba, pero en la alianza de Cristo con la humanidad revela definitivamente
el misterio nupcial de su plan salvífico.
Si bien el matrimonio cristiano está inmerso
en el misterio y lo muestra de modo sensible, no desvela su más elevado
cumplimiento que sólo tendrá lugar en la gloria del Cielo; en este mundo, la
virginidad por el reino de los cielos lo traduce de modo más realista y cabal.
La alianza de la humanidad con Dios, simbolizada
por el matrimonio como unión del hombre con la mujer, se rompe por el pecado, y
esta ruptura también arroja una sombra sobre la limpia verdad del matrimonio.
El mismo vínculo de la mujer con el hombre cae bajo diversas formas de
alienación. Los profetas de Israel con imágenes dramáticas describen la
respuesta negativa del pueblo a su vocación divina: infidelidad, adulterio,
prostitución... Es el lenguaje del amor nupcial que Yahvé nutre por su pueblo y
que no encuentra acogida ni correspondencia. El "adulterio" de
Israel, su traición e infidelidad, se evidencian en la idolatría, el culto a
los dioses extranjeros.
A pesar de la conducta infiel de su pueblo,
Dios reitera la elección y el llamamiento, con el propósito de restituirle el
honor perdido. Es un don de Amor, doblemente gratuito. Dios declara su Amor a
Israel, su Esposa, unido al solemne juramento de fidelidad sempiterna. El Amor
creador y redentor no tiene otro motivo que su misma elección, no se basa en
las cualidades previas de su Esposa.
En su primer origen el Amor divino tiene un
sentido paternal; posteriormente, cuando se trata de levantar del pozo, de
renovar la belleza perdida y purificar de la corrupción, se anuncia el Dios
redentor en calidad de marido: el Hijo eterno, el Unigénito del Padre, el
Elegido, el Amado, será el Esposo en quien todos recibimos la adopción de
hijos. Así el amor paterno de Dios tiene su más preciado remate en el amor
conyugal.
Jesucristo ofrece a los esposos el ejemplo y
la gracia de una entrega total e irrevocable, que no se deja condicionar por la
respuesta: aunque los hombres lo traicionen El no retira su Amor. Así, cada
cónyuge debe amar con esa radicalidad, sostenido por la gracia sacramental,
ante la posible miseria y defección del otro. Configurados con Cristo, los
esposos deben entregarse hasta el extremo, dispuestos a cargar con las
múltiples contingencias del deterioro ocasionado por las actitudes o defectos
del otro. En la economía redentora, el matrimonio tiene también una función
sanante de la concupiscencia que restaura las deformaciones introducidas por el
pecado.
Al unirse en una sola carne, hombre y mujer
deben permanecer en la verdad y en la caridad de los hijos de Dios, hijos
adoptivos en el Hijo Unigénito. El Amor del Padre y del Hijo —el Espíritu
Santo— debe vivificar de continuo y progresivamente todas las relaciones
esponsales y filiales de la convivencia familiar.
Con la entrega del Hijo que se encarna y
sacrifica, Dios recompone la alianza quebrantada: Jesucristo reabre el camino hacia
el Padre, para que la humanidad pueda aceptar la nueva donación de Dios. El
mismo Hijo encarnado se encarga también de representar a todo el género humano,
de modo que la respuesta sea positiva y se consagre la Alianza nueva y eterna,
la unión conyugal de la humanidad con Dios.
La Iglesia vive del don de Cristo y lo
completa, como la mujer-cuerpo plenifica al esposo-cabeza. El Cristo total es
cabeza y cuerpo, de manera que la Encarnación redentora del Hijo alcanza su
finalidad con la incorporación de los redimidos. Y, análogamente a la mujer que
se convierte en madre fecunda gracias a la unión con su esposo, la Iglesia
encuentra su fecundidad y maternidad espiritual en su unión con Cristo:
engendra y forma a sus hijos por la virtud de su divino Esposo, pues de El los
recibe con apertura incondicional.
Ese espíritu de acogida por el que la Iglesia
acepta sin condiciones toda la Revelación de Dios y espera aún la última
Revelación en la Gloria prometida, es el que anima a los cristianos para
recibir a los hijos como don del Padre, en quienes Dios siempre imprime algún
rasgo inédito de su imagen. Porque los esposos no son dueños absolutos del amor
ni de la vida, están abiertos a la maravilla del regalo, a la insospechada
novedad que Dios les brinda. Y continuamente revitalizados por el Espíritu, a
través del lenguaje del cuerpo, mediante todas las expresiones de ternura que
proceden del hombre interior, profundizan su amor y fidelidad, edifican más y
más su comunión indisoluble.
CONCLUSIÓN
En su momento señalamos que la
incompatibilidad entre el amor y la real alteridad de las personas era un
elemento clave de la antropología freudiana. El amor que, según Freud, siempre
va mezclado con el odio, no tolera que la otra persona puede gozar de una libre
y propia existencia. El individuo sólo se afirma a sí mismo, es esencialmente
narcisista.
La dinámica amor-odio responde al intento de
absorber a las otras personas, anulando su autonomía: un foso profundo separa
la vida psíquica del sujeto de la realidad, así aunque experimenta
identificaciones, no entabla libre alianza con otras autonomías. El niño se
identificaba con el padre para desahogar su erotismo con la madre, o se sometía
en actitud femenina, identificándose previamente con la madre.
Si bien Freud observa que en el fenómeno del
enamoramiento una persona se halla entregada enteramente a la otra, esto no
rebasa el nivel de la sugestión hipnótica, no es el fruto de un acto
deliberado. La otra persona no cuenta en su propia realidad y se reduce a una
identificación del yo.
Puesto que cualquier amor es una modalidad de
autosatisfacción, Freud niega la posibilidad de amar al prójimo como a uno
mismo. Sólo se advierte la realidad de los otros como instrumento o freno de la
propia complacencia.
Este monismo subjetivista se concentra en
torno al concepto de libido o energía amorosa, cuyo único sentido es la
expansión y la descarga. La libido es un flujo transeúnte, una pulsión cuya
descarga produce placer, si bien el yo la atrae sobre sí mismo. La libido no
tiene otro destino que ser reprimida o abocar a la nada. Jamás cabe
interpretarla como una respuesta a una interpelación, más bien son los objetos
los que están determinados o "recubiertos" por la libido.
No se concibe, en la teoría de Freud, que la
persona pueda hacer de sí misma un don para el otro. Ninguna instancia psíquica
puede habilitarla en ese sentido. El Ello, generador energético, es ajeno a
toda responsabilidad y deliberación; el Yo por su parte no goza de plena
autoridad gubernativa, es una máscara que no vale como verdadero principio
unificador y totalizante.
El hombre tropieza en su interior con una
oscuridad insalvable: sus instintos movilizan toda la vida anímica, pero están
en pugna con lo real. Las modulaciones impuestas por el Yo en base al principio
de realidad no revelan su sentido intrínseco. Por sí mismos los instintos no
aportan otra luz que una tensión hacia lo placentero y cuyo último horizonte
desvanece en la nada. El hombre no tiene un facultad cognoscitiva confiable que
le permita encararse con el ser.
Cuando confrontamos a Freud con la
antropología cristiana, la noción de pecado original nos asiste con su
abundante luz. El pecado es la máxima injusticia: el hombre se autodetermina
como relación negativa con Dios-Amor. Este hombre que ha rechazado a Dios es el
que cae bajo la mirada escrutadora de Freud, pero esa mirada no abraza las
dimensiones reales del drama y se limita a registrar una versión tergiversada.
Tengamos en cuenta que el hombre es el
término de la elección creadora del Amor divino. Sólo en cuanto elegido por el
Amor divino el hombre llega a reconocerse a sí mismo y a entablar relaciones
auténticas.
Dios crea libremente, y después apela a la
libertad humana para concertar una alianza de amor. Se entrega por completo, y
solicita como respuesta el don de sí, pues sólo cuando las personas comprometen
su totalidad pueden llegar al encuentro y participar cada una en el ser de la
otra, viviéndose íntimamente.
Por el pecado el hombre rechaza a Dios, se
autoafirma como absoluto, permaneciendo una relación negativa con el Amor
divino. Autodeterminado de esta manera se incapacita para establecer verdaderas
comuniones interpersonales. Si no ama a Dios, tampoco amará a su imagen; y si
se afirma como absoluto, no podrá sintonizar con otras libertades.
El pecado significa ponerse en el lugar de
Dios, procurando la gnosis, el conocimiento divino, como efecto de la fruición
del mundo. Este acto de hostilidad contra Dios tuvo también un resultado
configurante sobre el modo de sentir. No es acertado afirmar que antes del
pecado las pasiones estaban "sujetas" y que después se
"desataron". Originariamente la sensibilidad no tenía una propia
forma opuesta al espíritu. Fue el pecado, como acto libre, que le confirió una
forma distorsionada, generando la inclinación afectiva que denominamos
"concupiscencia".
El pecado produce una fractura en la unidad
de la persona —que de algún modo Freud percibe con su teoría de la estructura
anímica— y trabaja interiormente cuando se asumen actitudes inspiradas en el orgullo
y en el egoísmo. No son tendencias esencialmente "anteriores" a la
voluntad, porque ésta es el origen de los actos libres. Se puede decir que Adán
modeló de modo negativo las disposiciones afectivas, pero después cada hombre
puede orientar su vida en un sentido o en otro sin estar predestinado por las
malas disposiciones heredadas o acumuladas en el curso de su existencia
individual.
La sensibilidad sufrió un remodelamiento como
consecuencia del pecado original: aunque no sea de modo consciente ni reflexivo,
el deseo de placer se antepone como fautor de una gnosis panteísta. Esa
tendencia es la marca del pecado original: el impulso concupiscente, cuyo eco
puede considerarse la teoría de Freud sobre la libido.
Satanás había deslizado la sospecha de que Dios
coarta la libertad, que el bien y el mal no deben estar opuestos sino unidos en
una gnosis panteísta. Cayendo en este engaño, el hombre frustró la oportunidad
de establecer una relación positiva con Dios, y comprobó el fraude satánico,
pues el mal no constituye ninguna conquista: es la pérdida del bien.
Si el hombre se deja seducir por el orgullo,
herencia del pecado original, intentará dominar o destruir a los demás,
absorbiendo toda alteridad real en un único principio subjetivo.
En Jesucristo Dios ofrece la salvación a toda
la humanidad, renueva el ofrecimiento de una alianza de Amor. Si el hombre lo
acoge, también se acepta a sí mismo y adquiere la libertad de entablar
relaciones auténticamente humanas con sus semejantes.
Característica de la persona es la capacidad
de anudar relaciones libres de íntima participación en el ser. En el libre
juego de las relaciones se actualizan sus mejores posibilidades. Por el
contrario, sobre la base de la libido freudiana que fluye sin libertad, las
personas no pueden entrar en un vínculo verdaderamente humano.
En la comunión de Amor con Dios todo es
gratuito y el hombre no necesita afirmarse a sí mismo, porque acepta la
afirmación creadora que Dios le brinda. Pero cuando la rechaza, queda
esclavizado en el ansia de afirmarse contra Dios y sobre los demás: entonces,
el ansia de ser amado también esconde el deseo de autoafirmación, y se debate
en la alternativa de dominar o ser dominado, sugestionar o sufrir la sugestión.
Así ya no es posible la comunión entre las personas.
Cuando se opone a Dios, el hombre se hincha
con el deseo imposible de alcanzar la plenitud por su propio empeño. En el
marco de un panteísmo autoevolutivo, erige su voluntad en único principio de
donde nacen todos los connatos autorredentores, que no pueden desprenderse de
la típica mezcla de fatalismo y desesperación paganos. Es el mundo alucinante
que genera el pecado, un frenesí vacío de realidad; es la imposición de las
fuerzas condicionantes que no hacen justicia a la persona, porque ésta sólo puede
emerger en el amor, acogida incondicionalmente.
Con su llamamiento, Dios pone al alcance del
hombre la más alta posibilidad de ejercer la libertad, en el don de sí, pues
para poder entregarlo debe asumir del todo el propio ser. Si se niega, hace un
absoluto de la subjetividad y se pierde en la dispersión.
Freud se ubica en la antítesis del
cristianismo, al calificar a la religión como la peor de las ilusiones. En
cambio, la verdadera fe es todo lo contrario de una "proyección" de
deseos humanos: es apertura a Dios, infinitamente más de lo que el hombre pueda
querer o desear.
Para el monismo freudiano, la alteridad del
Dios trascendente se reduce a un simple desdoblamiento del Yo. Toda distinción
de personas se diluye en la identificación. Pero si fuera así, el hombre no
podría relacionarse con nadie, no escucharía su nombre de la boca de Quien lo
conoce eternamente, sería un extraño, para siempre alienado de la maravillosa
novedad del encuentro.
G.E. (1996)
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[1] El Yo y el Ello p. 265, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[2] "Pegan a un niño" en Psicología de la vida erótica p.249, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[3] "Aportaciones a la psicología de la vida erótica", en Psicología de la vida erótica, p.92, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[4] "Apéndice", en Psicología de masas y análisis del Yo, p. 368, en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid 1924.
[5] Moisés y la religión monoteísta, p. 158, Losada, Buenos Aires 1945.
[6] "Apéndice", en Psicología de masas y análisis del Yo, p. 368, en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid 1924.
[7] "Cristo Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre" (Filip. 2, 6-11).
[8] "La sexualidad en la etiología de las neurosis", en Psicología de la vida erótica, p. 14, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[9] "Concepto psicoanalítico de las perturbaciones psicógenas de la visión", en Psicología de la vida erótica, p. 192, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[10] Moisés y la religión monoteísta p. 149, Losada, Buenos Aires 1945.
[11] "La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna", en Psicología de la vida erótica, p. 34, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid, 1929.
[12] El Yo y el Ello, p. 270, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[13] Psicología de masas y análisis del Yo, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[14] "La guerra y la muerte", en Psicoanálisis aplicado, p. 289, en Obras completas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1943.
[15] Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 81, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[16] Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 75, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[17] Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 79, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[18] Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 80, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[19] Psicoanálisis aplicado, p. 304, en Obras completas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1943.
[20] Totem y tabú, p. 106, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[21] "Apéndice", en Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 357, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[22] "Más allá del principio del placer", en Una teoría sexual y otros ensayos, p. 345, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[23] "Más allá del principio del placer", en Una teoría sexual y otros ensayos, p. 376, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[24] "Apéndice", en Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 331, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[25] Una teoría sexual y otros ensayos, p. 112, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[26] "Apéndice", en Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 355, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[27] "Apéndice", en Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 356, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[28] Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 86, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[29] "Comunicación de un caso de paranoia contrario a la teoría psicoanalítica", en Psicología de la vida erótica p. 186, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[30] "Apéndice", en Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 331, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[31] "Generalidades sobre el ataque histérico", en Psicología de la vida erótica p. 147, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[32] "Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina", en Psicología de la vida erótica p. 215, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[33] "La organización genital infantil", en Psicología de la vida erótica, p. 130, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[34] "Sobre las transmutaciones de los instintos y especialmente del erotismo anal", en Psicología de la vida erótica, p. 156, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[35] "Más allá del principio del placer", en Una teoría sexual y otros ensayos, p. 349, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[36] "Sobre los tipos de adquisición de la neurosis", en Psicología de la vida erótica, p. 292, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[37] "El psicoanálisis", en Una teoría sexual y otros ensayos, p. 215, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[38] "El psicoanálisis", en Una teoría sexual y otros ensayos, p. 214, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[39] "Apéndice", en Psicología de masas y análisis del Yo, p. 363, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[40] "Neurosis demoníaca", en Psicoanálisis aplicado, p. 274, en Obras completas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1943.
[41] "Metapsicología", en Psicología de masas y análisis del Yo, p. 192, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[42] Moisés y la religión monoteísta p. 113, Losada, Buenos Aires 1945.
[43] WAELDER, Robert: Anatomía de la mente y objeto del psicoanálisis, en el pensamiento vivo de Freud, Editorial Losada, Buenos Aires 1947, p. 164.
[44] El Yo y el Ello, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[45] Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 88, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[46] Moisés y la religión monoteísta p. 158, Losada, Buenos Aires 1945.
[47] El Yo y el Ello, p. 271, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[48] El Yo y el Ello, p. 292, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[49] WAELDER, Robert: Anatomía de la mente y objeto del psicoanálisis, en el pensamiento vivo de Freud, p. 171, Editorial Losada, Buenos Aires 1947.
[50] Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 88, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[51] El Yo y el Ello, p. 296, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[52] Lo siniestro, en Psicoanálisis aplicado, p. 216, en Obras completas, ed. Sudamericana, Buenos Aires 1945.
[53] WAELDER, Robert: Introducción general al psicoanálisis, en el pensamiento vivo de Freud, p. 144, Editorial Losada, Buenos Aires 1947.
[54] Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 179, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[55] El Yo y el Ello, p. 262, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[56] El Yo y el Ello, p. 295, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[57] El Yo y el Ello, p. 295, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[58] "Más allá del principio del placer", p. 364, en Una teoría sexual y otros ensayos, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[59] "El porqué de la guerra", p. 325, en Psicoanálisis aplicado, en Obras completas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1943.
[60] "Aportaciones a la psicología de la vida erótica", p. 118, en Psicología de la vida erótica, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[61] "Más allá del principio del placer", en Una teoría sexual y otros ensayos, p. 365, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[62] "El porqué de la guerra", p. 325, en Psicoanálisis aplicado, en Obras completas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1943.
[63] "Más allá del principio del placer", en Una teoría sexual y otros ensayos, p. 378, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[64] "Pegan a un niño", en Psicología de la vida erótica, p. 250, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[65] "El porqué de la guerra", p. 327, en Psicoanálisis aplicado, en Obras completas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1943.
[66] "Pegan a un niño", en Psicología de la vida erótica, p. 250, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[67] El Yo y el Ello, p. 292, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[68] "Más allá del principio del placer", p. 378, en Una teoría sexual y otros ensayos, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1922.
[69] Psicología de masas y análisis del Yo, p. 141, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[70] Psicología de masas y análisis del Yo, p. 142, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[71] "Metapsicología", en Psicología de masas y análisis del Yo, p. 227, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[72] Psicología de masas y análisis del Yo, p. 225, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[73] "Neurosis demoníaca", en Psicoanálisis aplicado, en Obras completas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1943.
[74] "La aflicción y la melancolía", en Psicología de masas y análisis del Yo, p. 225, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[75] El Yo y el Ello, p. 267, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[76] Psicología de masas y análisis del Yo, p. 84, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[77] "La aflicción y la melancolía", en Psicología de masas y análisis del Yo, p. 225, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[78] "Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad", en Psicología de la vida erótica y otros ensayos, p. 280, en Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[79] "Aportaciones a la psicología de la vida erótica", en Psicología de la vida erótica, p. 82, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[80] "Algunos tipos caracteriológicos", en Psicoanálisis aplicado, p. 139, en Obras completas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1943.
[81] "Pegan a un niño" en Psicología de la vida erótica, p. 247, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[82] "Pegan a un niño", en Psicología de la vida erótica y otros ensayos, p. 244, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1929.
[83] "Metapsicología", en Psicología de masas y análisis del Yo, p. 213, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[84] "Metapsicología", en Psicología de masas y análisis del Yo, p. 165, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[85] "Metapsicología", en Psicología de masas y análisis del Yo, p. 165, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[86] "Algunos tipos caracteriológicos", en Psicoanálisis aplicado, p. 161, en Obras completas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1943.