FONTANA LÁZARO, Josep
La quiebra de la monarquía absoluta. 1814-1820
Ed. Ariel, Barcelona 1987, 393 pp.
Obra considerada básica para los estudiantes de historia tanto en las especialidades de Historia Moderna del siglo XVIII como de Contemporánea del XIX.
El libro es un análisis desde el punto de vista marxista de la historia española entre 1814 y 1820.
Ya en el prólogo a la tercera edición el autor nos explica su objetivo: demostrar que si bien la dirección de los cambios sociales, e incluso sus líneas más generales, están determinados por las transformaciones en la base económica, la forma que adoptan en su momento y en un lugar determinados es el resultado único e irrepetible alcanzado a través de la mediación de las luchas de clases. Así, el libro plantea una opción marxista frente a otra: la preeminencia de la lucha de clases sobre las transformaciones económicas a la hora de analizar la historia. Su punto de partida es una frase de Marx: "La historia de todas las sociedades que han existido hasta hoy es la historia de las luchas de clases".
La pretensión primera del autor es estudiar cambios económicos, relacionados entre los hombres, formación de conciencias de grupo y traducción de esos planos en hechos políticos.
Ante la posibilidad de que parezca que da la mayor importancia a los cambios económicos, el autor aclara en el prólogo a la tercera edición que el meollo del libro está en la tercera parte (III. Tensiones en la sociedad española del Antiguo Régimen) y en el prólogo a la segunda edición que el proceso económico ha influido en los hechos políticos a través de la mediación de los enfrentamientos de clases y de la formación de unas concepciones ideológicas articuladas sobre ellos que marcan con su signo las actitudes de los grupos humanos.
Cuando trata al clero en cualquier aspecto, su visión es siempre negativa.
Es frecuente la cita de autores de distinta ideología que la propia del autor, a los que desautoriza en su mayoría de modo sistemático y por el simple hecho citado de la diferencia ideológica.
En cuanto al contenido del libro, el autor nos introduce en un marco de crisis económica general, destacando como especialmente importante la pérdida de los mercados coloniales, aunque la única salida válida era para Fontana "un camino de transformaciones revolucionarias, del tipo de las que se habían producido en Francia a fines del XVIII, que hiciese posible remover los obstáculos que el latifundio y la persistencia de formas de explotación señoriales oponían al crecimiento de la producción agraria." (p. 385)
Sin embargo, dice Fontana, esta salida estaba descartada desde el comienzo por el equipo gobernante, "formado por las fuerzas más conservadoras del Antiguo Régimen" (p. 385) y se optó por una solución paralela: una reforma de la hacienda, pero sin cambiar las bases de la sociedad, lo cual, para el autor, era imposible.
Fontana considera que la hacienda es importante pero que está a su vez condicionada por la sociedad, de la que depende en último término. Esta sociedad es analizada de modo simplista, como un enfrentamiento entre el grupo privilegiado (sobre todo el clero) por un lado, y el campesinado oprimido y una burguesía perjudicada y con cada vez más conciencia de clase, por otra. Así pues, lo básico para Fontana sería la lucha de clases.
Según esto, las personas individuales no tendrían prácticamente ninguna influencia. El fracaso en las reformas se debió a que no se cambió la estructura social, y no a la mejor o peor gestión de los hombres al frente de la hacienda. Su misión, dice Fontana, era vencer el estancamiento económico, pero esto no se podía hacer sólo con reformas administrativas. Así lo comprendieron los liberales, que pretendieron en primer lugar la eliminación del latifundio eclesiástico y del régimen señorial.
ÍNDICE
— Prólogo a la tercera edición.
— Prólogo a la segunda edición.
I. DESARROLLO ECONÓMICO Y CRISIS DEL ESTADO DEL ANTIGUO RÉGIMEN
Capítulo I. Desarrollo económico, crisis del Estado y transformaciones de la sociedad: planteamiento del problema.
— Desarrollo económico, crisis de la hacienda y transformación de la sociedad.
— El modelo británico.
— El modelo francés.
— La coyuntura económica internacional.
Capítulo II. España: Situación económica y problemas de la hacienda.
— Los problemas de la hacienda.
— El planteamiento de este trabajo.
II. RESTAURACIÓN Y REFORMA. (1814 — 1818)
Capítulo III. La restauración del Antiguo Régimen.
— La crisis de 1815 y la convocación del Consejo de Estado.
— Las memorias sobre arreglo de la hacienda.
— El sistema de hacienda de Escoiquiz y la contrarreforma de agosto de 1815.
Capítulo IV. Miseria y humillación del Estado español.
— Crisis de gobierno de enero de 1816.
— Un panorama de impotencia.
— La abolición de la trata.
— Amnistía y hacienda: los dos grandes problemas nacionales.
— El decreto de amnistía.
Capítulo V. Los intentos de reforma.
— Los intentos de reforma.
— Martín de Garay: el hombre y su fama.
— La gestación de un nuevo sistema de hacienda.
— El sistema de hacienda de 30 de mayo de 1817.
— El problema de la deuda pública.
III. TENSIONES EN LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DEL ANTIGUO RÉGIMEN.
Capítulo VI. El trono y el altar: alianza y enfrentamientos.
— La agravación de la crisis.
— Los decretos de venta de bienes eclesiásticos de 1805-1807.
— Las dificultades de los años de guerra.
— El proceso de decadencia y ruina de la economía doméstica.
Capítulo VII. Burguesía y liberalismo: proceso de una toma de conciencia.
— La situación de la burguesía española al término de la guerra de la Independencia.
— La toma de conciencia de la burguesía.
— La burguesía contra el antiguo Régimen: su participación en los movimientos revolucionarios del periodo 1814-1820.
Capítulo VIII. La doble crisis del campesinado español en la etapa de 1814-1820.
— La crisis estructural : el capesinado contra el régimen señorial.
— La crisis coyuntural: el colapso de la agricultura comercializada.
IV. REFORMA Y CRISIS (1818-1820)
Capítulo IX. La crisis política de 1818.
— La gestión de Vázquez Figueroa y el asunto de los barcos rusos.
— La caída de Pizarro y el negocio sucio de las concesiones en la Florida.
— Fracaso y sustitución de Garay.
— Para una interpretación general de las Crisis de 1818.
Capítulo X. Marasmo económico y colapso del sistema de hacienda.
— El problema triguero.
— La exportación de moneda y la deflacción.
— Fracaso definitivo del sistema de hacienda.
Capítulo XI. La quiebra de la monarquía absoluta.
— El desmoronamiento del régimen visto desde dentro.
— La rendición del rey y la caída del régimen absoluto.
— La quiebra del gobierno absoluto visto por los liberales.
Prólogo a la tercera edición
El libro es parte de un proyecto que el autor empezó hace unos veinte años y que aún no ha concluido. Tiene una doble dimensión: por un lado, proponer un modelo explicativo de la forma en que se produjo el tránsito del feudalismo al capitalismo en la península; por otro, ahondar en un problema metodológico, mostrando que, si bien la dirección de los cambios sociales, e incluso sus líneas más generales, están determinados por las transformaciones en la base económica, la forma que adoptan en un momento y en un lugar determinados es el resultado único e irrepetible alcanzado a través de la mediación de las luchas de clases.
Frente a los que reducen la historia a poco más que discurso sobre los modos de producción, el autor propone como "canon marxiano" esta frase de Marx: "La historia de todas las sociedades que han existido hasta hoy es la historia de las luchas de clases."
A continuación critica a los que reducen la historia a un esquema materialista teórico (estructuralismo althusseriano, Hindess y Hirst) y se olvidan de las situaciones históricas reales, arrojando fuera de la ortodoxia tanto a Engels como a Marx.
Considera que en España no se dan estas formas extremas, pero se extrapolan algunos rasgos del modelo marxista encontrados en parcelas concretas para dar una explicación global. El autor considera haber empleado un método muy distinto, puesto que implica partir de un cuadro teórico general y usarlo como guia para desenmarañar las complejidades de una realidad histórica concreta. Pretende estudiar cambios económicos, relaciones entre los hombres, formación de conciencias de grupo y traducción de estos planos en hechos políticos.
Finalmente, el autor considera que el meollo del libro está en la tercera parte, donde se intenta analizar las relaciones de clase en las circunstancias históricas por las que atravesó la monarquía española entre 1814 y 1820.
Prólogo a la segunda edición
El autor defiende que no pretende hacer ver al lector que los condicionamientos de la hacienda determinaran los acontecimientos políticos, aunque piensa que la evolución económica ha determinado hasta cierto punto el curso de los acontecimientos políticos; el autor se refiere al largo proceso de base que ha hecho surgir la revolución industrial y ha producido la crisis de las economías agrarias del Antiguo Régimen. Este proceso económico —dice— ha influido en los hechos políticos a través de la mediación de los enfrentamientos de clase y de la formación de unas concepciones ideológicas articuladas sobre ellos que marcan con su signo las actitudes de los grupos humanos.
I. DESARROLLO ECONÓMICO Y CRISIS DEL ESTADO DEL ANTIGUO RÉGIMEN
Capítulo I. Desarrollo económico. Crisis del Estado y transformaciones de la sociedad: planteamiento del problema.
El crecimiento económico no se puede explicar en términos estrictamente económicos, sino que va asociado a cambios sustanciales en la organización de la sociedad.
La investigación histórica demuestra que una economía capitalista no puede desarrollarse plenamente en el marco de una sociedad feudal; es decir, que para que cambie la economía ha de haber un cambio previo o paralelo de la sociedad.
Este trabajo centra su atención en el estado —a través del cual los grupos dominantes se aseguran el disfrute del poder— y en la importante función que ha desempeñado la hacienda al condicionar sus posibilidades de actuación; también, mostrar los nexos que enlazan los distintos planos de la realidad histórica que aquí se consideran: cambio económico a corto y largo plazo, formación de unas conciencias de clases y estructura y organización del estado.
Desarrolla económico, crisis de la hacienda y transformación de la sociedad
Las monarquías centralizadas de la edad moderna tropezaron desde un primer momento con la resistencia de las clases privilegiadas, que dificultaba la percepción de los ingresos que necesitaban para atender unos gastos crecientes. Las diversas soluciones dadas a este problema de la hacienda diversificaron también el desarrollo económico y social de los países.
Los problemas de la hacienda pudieron manifestarse más o menos esporádicamente en los siglos XVI y XVII, pero a fines del XVIII cobraron caracteres agudizados.
La lucha contra la revolución francesa y contra Napoleón, con la formación de grandes ejércitos nacionales, obligó a los gobiernos a mantener unas fuerzas armadas mucho más crecidas que las que habían requerido hasta entonces, tropas que hubieron de mantenerse para aplastar la revolución allí donde surgiera, con sus posibles riesgos de contagio, o para combatirla en el interior del propio país. Todo ello contribuyó a aumentar enormemente los gastos del estado, y fue obligado buscar fuentes de ingresos regulares y constantes. De este problema ya eran conscientes los contemporáneos.
Ya el 10 de abril de 1826 el propio consejo de Estado de España, que contaba en su seno con la plana mayor del absolutismo más reaccionario, se dirigía a Fernando VII señalando la necesidad de disponer de abundantes recursos económicos para mantener un ejército permanente.
El aumento cuantitativo de las necesidades produjo, además, un cambio cualitativo en los términos en que se planteaba el problema, ya que no bastaba con acabar con los privilegios fiscales para aumentar los ingresos, sino que había que aumentar la riqueza nacional, y para ello acabar con unas formas de utilización de la tierra poco rentables, tanto por parte de la nobleza como del clero.
El crecimiento de la riqueza nacional adoptó modalidades distintas en cada país. En estos momentos sólo dos países habían resuelto el problema: Gran Bretaña, a través de un modelo evolutivo; y Francia, a través de un modelo revolucionario.
El modelo británico
El modelo explicativo que se propone pretende enlazar tres factores distintos —desarrollo económico; crisis de la hacienda y transformaciones de la sociedad— y cargar el acento sobre las interacciones entre ellos.
En Gran Bretaña, donde la revolución del siglo XVII había despejado en buena parte las trabas que el Antiguo Régimen oponía al surgimiento de una nueva sociedad y de una economía de signo industrial y capitalista, no se produjo otra subversión violenta del viejo orden, sino que el gran salto económico de la revolución industrial permitió ciertas transformaciones sociales, mientras que, por otra parte dio al estado la fuerza suficiente para reprimir las tendencias revolucionarias que trataban de impulsar a las masas obreras más allá de los cambios que se habían producido por un pacto tácito entre aristocracia y burguesía.
Gran Bretaña nos ofrece una muestra de tránsito del Antiguo Régimen a la sociedad burguesa que se produjo sin subversión violenta. Era lo que hubiesen querido realizar los políticos españoles absolutistas.
Fue una evolución sin revolución, entendiendo ésta como transformaciones súbitas y profundas, traumáticas, de la estructura económico-social, tales como la liquidación de la gran propiedad nobiliaria.
Estudiando los ingresos ordinarios del estado británico entre 1761 y 1880 y su composición, se puede concluir que la gran expansión de los ingresos del estado británico que se produjo de fines del XVIII a comienzos del XIX, y en la cual las guerras napoleónicas desempeñaron el papel de cebador, tuvo lugar sin que se modificara en lo sustancial una estructura tributaria basada en los impuestos sobre el consumo, según los esquemas propugnados por el liberalismo económico. Así, la carga siguió recayendo esencialmente sobre las clases populares. Sin embargo, la guerra obligó a vulnerar estos principios y a crear el impuesto denominado primero INCOME TAX y, más tarde, PROPERTY TAX, impuesto abolido al llegar la paz debido a su enorme impopularidad.
No hubiera sido posible, sin embargo, quintuplicar los ingresos cargando únicamente sobre las "excises" (impuestos al consumo). Es ahí donde el poderoso impulso que la revolución industrial había dado al comercio exterior británico permitió que los ingresos aduaneros mantuvieran un alto nivel de recaudación y cubrieran el 40% de los ingresos ordinarios del estado.
Aunque se agravaron las condiciones de vida de las clases trabajadoras, suscitando la amenaza de un estallido revolucionario, un estado fuerte dispuso de los medios represivos suficientes para evitar que la amenaza llegara a convertirse en realidad.
El modelo francés
Es comúnmente aceptado que la ruina de las finanzas de la monarquía francesa fue una de las causas de su debilitamiento y de su estrepitosa caída.
Tradicionalmente se atribuye esta situación al exceso de los gastos de la monarquía y al egoísmo de los privilegiados, que se resistían a aceptar cualquier medida que intentase hacerles pagar su parte de las cargas del estado, Bosher dice que aunque Luis XVI hubiese podido hacerles contribuir, se habría encontrado igualmente en dificultades, y que por tanto, el problema no era social.
Sin embargo, no se trataba de una mera cuestión de reforma política para conseguir que los privilegiados pagasen impuestos. Era un problema global de la sociedad.
En Francia, el proceso de crecimiento económico estaba bloqueado por la persistencia de una economía campesina ahogada por el régimen señorial. Fue necesaria la revolución para apartar los obstáculos, porque el Antiguo Régimen era incapaz de transformarse desde dentro, como estaba haciendo en Gran Bretaña; la gran revuelta campesina potenció la acción reformista de la burguesía.
Esta doble revolución, urbana y campesina, permitió liberar la tierra de propiedad aristocrática y eclesiástica, deficientemente explotada, y entregarla a los campesinos, lo que supuso un considerable aumento de la producción agraria y de su comercialización, y trajo como consecuencia la formación de un mercado nacional sobre el que pudo asentarse la revolución industrial.
No sólo es clara, pues, la relación existente entre el reparto de la tierra de los grandes dominios de la tierra y el crecimiento de la riqueza, sino la que enlaza este hecho con el aumento de la tributación, problema que no podía ser desdeñado por una Francia que, pese a la paz, seguía gastando tanto como en los momentos culminantes de la epopeya napoleónica. Lo que importa es advertir que tampoco aquí el final de las guerras napoleónicas significó una vuelta a las cifras moderadas de una etapa de paz; los ingresos del estado francés se duplicaron en 50 años y más que triplicaron en 70.
La coyuntura económica internacional
Desde la última década del siglo XVIII apreciamos un alza sostenida de los precios que se mantiene hasta el fin de las guerras napoleónicas y que presenta dos puntos culminantes, el primero entre 1810 y 1814, y el segundo en 1817. Desde este año se inicia una fase de descenso del nivel de precios; los precios siguen a un nivel bajo hasta 1849-1851, momento en que se produce una inflexión y se inicia una nueva fase de ascenso.
Por tanto, los años 1814-1820, que vamos a estudiar se encuentran situados en una fase de descenso de los precios que presenta las características de una crisis de postguerra: a la euforia de los años de contienda siguió una brusca contracción de las actividades productivas.
A continuación se describe esta situación en Gran Bretaña, puntualizando que descripciones como ésta podrían hacerse de Estados Unidos, Francia, Alemania, Austria, Italia, etc.
Capítulo II. España: situación económica y problemas de la hacienda.
Tras el alza de fines del XVIII, que culminó en España con la guerra de la Independencia, se produjo un largo y sostenido descenso que se prolongó hasta 1843. En torno a este año termina la larga depresión iniciada en 1812, que viene a coincidir sensiblemente con la crisis del Antiguo Régimen español, prolongada por la primera guerra carlista. En los años de que vamos a ocuparnos hubo, pues, una coyuntura económica depresiva.
Nos encontramos ante una economía esencialmente agraria y que puede ser descrita globalmente como señorial, o feudal. Esto es algo que se ha discutido con frecuencia, alegando la escasa importancia que tendrían en Castilla los derechos señoriales y las prestaciones personales.
Sin embargo, el modo de producción feudal se puede adaptar a circunstancias cambiantes, y su diversidad de formas es grande Castilla estaría, pues, incluida en él.
Se encuentran rasgos feudales en todas las regiones españolas, incluida Castilla —véase, por ejemplo, el diezmo—, y el sistema en que se integran estos rasgos sólo cobra sentido cuando lo interpretamos dentro de las coordenadas de una economía y una sociedad señoriales. Jurisdicción, enriquecimiento de los señores y estancamiento económico general aparecen indisolublemente unidos.
Una economía de este tipo tiende a perpetuar la concentración de la propiedad, las relaciones señoriales y el estancamiento técnico. La falta de comercialización favorecía una explotación ineficiente de la tierra y dificultaba la introducción de los avances tecnológicos de la revolución agrícola, conocidos desde la década de los 60. El problema es que el campesino carece de excedentes que pueda comercializar para obtener dinero con el que adquirir productos industriales.
Al gran propietario le basta con los ingresos que obtiene explotando sus situaciones de monopolio, de modo que no tiene estímulo alguno para dedicarse a otras actividades productivas.
Como ejemplo de gran propietario tenemos al clero, a la Iglesia, cuya riqueza no se canalizaba en una dirección que pudiese estimular un crecimiento económico de signo moderno: iba de nuevo a la tierra o a la construcción de edificios, se empleaba en gastos suntuarios o en beneficencia. Todo esto actuaba como freno, para el crecimiento económico, al contrario que la fábrica, que creaba unos puestos de trabajo que aseguraban salario y sustento duraderos, a la vez que contribuía a inducir unos fenómenos de crecimiento global que acabarán repercutiendo en otros sectores de la economía.
Es evidente, pues, que en la economía castellana de la etapa final del Antiguo Régimen no se daban las condiciones adecuadas para desencadenar un proceso de revolución agrícola sobre el que hubiera podido edificarse una industrialización de signo moderno: persistencia de unas relaciones de producción de carácter señorial, falta de articulación del mercado interior, producción industrial reducida a una artesanía que provee los mercados comarcales (mientras los grandes mercados urbanos son abastecidos con importaciones), fuertes compras de cereales extranjeros por parte de la periferia...
En la periferia peninsular, existía una situación distinta. Se industrializaba de espaldas a los mercados interiores, contando sobre todo con sus propios mercados regionales y con las ilimitadas posibilidades del comercio colonial. Castilla producía trigo en exceso y compraba tejidos extranjeros; la periferia producía tejidos e importaba grandes cantidades de cereales para su consumo. Así, se producían enormes déficits en la balanza comercial española respecto al extranjero.
Cuando el comercio colonial cayó, a partir de 1814, el equilibrio tenía que venirse abajo.
Estudiando las balanzas de comercio de los años 1792 y 1827, se puede ver que cerca de un 60% del importe de las exportaciones españolas al extranjero (sumando mercancías y dinero) era de procedencia americana.
Vemos también que alrededor de la mitad del comercio exterior de España a fines del XVIII era un mero comercio de tránsito: de reexportación de tejidos extranjeros a América y de reexportación al extranjero de dinero y productos coloniales americanos. La otra mitad estaba integrada, en la relación entre España y el extranjero, por importaciones de cereales y tejidos destinados al consumo nacional y por exportaciones de lana, vino y aguardiente españoles; mientras que en los flujos americanos lo estaba por exportaciones de productos agrarios (harina, vino, aceite y aguardiente) y de algunos productos industriales españoles (como papel y tejidos), y por importaciones de productos coloniales destinados al consumo peninsular (como azúcar, tabaco y cacao).
No es difícil comprender lo que debió significar la pérdida de 108 mercados continentales americanos para esta estructura del comercio exterior. No sólo por desquiciar el comercio colonial, sino el comercio con el extranjero al privar al país de productos coloniales y dinero con que cubrir el enorme déficit de su balanza comercial. En consecuencia, no importamos lo que antes mandábamos a América, y no exportamos lo que nos venía de América; pero la balanza comercial sigue siendo deficitaria. Como no llega dinero de América, falta dinero en el mercado interior y hay deflacción; además, se acumulan los productos que antes eran exportados a América.
La única solución era articular el mercado interior de modo que interior y periferia intercambiaran los productos, y así se disminuyera la importación.
Los problemas de la hacienda
Al estudiar la evolución de los ingresos totales del estado español entre 1785 y 1833 se concluye que:
a) en el período que va desde 1785 a 1807 hubo un aumento constante de los ingresos, forzado por las circunstancias de la política exterior y por las guerras en que se vio envuelta la España de Carlos IV.
b) a partir de 1814 los ingresos del estado quedaron reducidos a unas cifras que eran menos de la mitad del promedio de los años anteriores a la guerra de la Independencia. Este dato es clave para comprender la dimisión de España como gran potencia, cuando los presupuestos de otros estados aumentaban enormemente.
Analizando la composición de estos ingresos, podemos ver que hasta 1806, disminuyen los ingresos tributarios, aumentando los de la Deuda y permaneciendo prácticamente invariables, tendiendo al aumento, los de Indias. Tras la guerra, el estado hubo de contar casi exclusivamente con la recaudación tributaria, pues tras 1814 desaparecen rápidamente los caudales de América y cada vez se hace más difícil recurrir al crédito.
Por otro lado, examinando y comparando los ingresos ordinarios de España y Gran Bretaña entre 1791 y 1880 vemos cómo Gran Bretaña los aumenta tras las guerras napoleónicas y los mantiene hasta 1860, cuando inicia una nueva expansión; mientras que España ofrece un estancamiento que no se supera hasta después de 1850. Esto explica dos trayectorias políticas distintas: ascenso al rango de primera potencia de Gran Bretaña y caída a un papel secundario de España.
Analizando la composición de los ingresos tributarios observamos que entre 1788 y 1837 los procedentes de rentas provinciales y estancadas se mantienen en torno a un 60% y los procedentes de aduanas descienden espectacularmente (de 30% a 8,3%); entre 1803 y 1818 el aumento de rentas decimales compensó la disminución de aduanas, pero desde 1814 vemos declinar los impuestos pagados por el clero, mientras que la presión fiscal sobre el consumo popular llega la máximo.
Respecto al % que los ingresos aduaneros representaron dentro de los ingresos ordinarios, vemos cómo España y Gran Bretaña, partiendo de una cifra semejante (21,7 para España y 20,2 para Gran Bretaña) entre 1791 y 1800, Gran Bretaña los aumenta hasta un 40,8 % y los mantiene entorno a esa cifra, mientras que España los disminuye y mantiene bajos. España se replegaba sobre sus recursos y Gran Bretaña se estaba convirtiendo en "el taller del mundo".
El problema de la hacienda era, pues, grande: el sistema tributario tradicional no se adecuaba a las necesidades de los nuevos tiempos. Esto se conocía desde comienzos del XVIII, y había una preocupación constante por su reforma. La propuesta de una "única contribución", que triunfaba en Cataluña y Aragón, se rechazó en Castilla por la cerrada oposición de los privilegiados, que veían amenazada su situación por un sistema que proponía repartir el peso de las cargas en proporción a la riqueza poseída.
En 1813, cercano el fin de la guerra, las cortes se plantearon la reforma general del sistema tributario con una única contribución; aunque no llegó a implantarse antes del golpe de estado de 1814, los primeros esfuerzos realizados para cobrarla causaron un descontento general y oposición al régimen constitucional.
El planteamiento de este trabajo
De los modelos expuestos (el francés y el británico), ¿cuál de ellos podía seguir España? La pérdida de las colonias hizo inviable la solución británica, ya que acababa con la potenciación de una industria de tipo moderno que comenzaba en Cataluña. Había que arreglar el problema desde dentro, y para ello liberar las potencialidades productivas de la agricultura y facilitar la articulación interior de un mercado nacional, imposible mientras subsistiesen la enorme masa de la propiedad amortizada, el diezmo, los derechos señoriales, etc., que no había voluntad de defenestrar.
Esta contradicción es la que el autor se propone estudiar sabiendo que llevó a la quiebra del estado español.
II. RESTAURACIÓN Y REFORMA (1814-1818)
Capítulo III. La restauración del Antiquo Régimen.
En este capítulo y los dos siguientes el autor se propone examinar los intentos del régimen por solucionar los problemas económicos conservando las bases del orden antiguo.
Cuando su carrera iniciaba el ocaso, Napoleón decidió proponer a Fernando VII, a quien retenía confinado, la negociación de un tratado de paz que le devolvería al trono español. Pero, la actitud de la regencia era contraria; desde entonces, los núcleos que deseaban el fin del régimen constitucional y el regreso del Absolutismo empezaron a tramar el golpe.
Ya en la sesión de las cortes de 3 de febrero el diputado López Reyna se pronunció a favor del absolutismo; paralelamente, el mismo grupo estaba conspirando para cambiar la regencia y colocar en el poder otra, presidida por la infanta Carlota e integrada, además, por los consejeros de estado Villamil y Castaños. La denuncia de una insurrección y el estado de ánimo que suscitó hicieron fracasar el plan de derrocar a la regencia.
En estos momentos ya se estaba fraguando el "Manifiesto de los persas", terminado el 12 de abril y de escasa importancia ideológico-política: no sirvió más que para cohonestar el golpe de estado de mayo de 1814. Es probable que el texto fuera preparado inicialmente para justificar un acto de fuerza, antes de adaptarlo para su presentación al rey, con vistas a servir de pretexto y programa de un golpe efectuado con el apoyo del propio monarca.
El golpe de estado se organizó minuciosamente. Se había nombrado capitán general de Castilla la Nueva a Eguía, a quien se confió la ocupación de Madrid, con el apoyo de las tropas de Elío. Durante la noche del 10 de mayo se procedió a la detención de los liberales proscritos, y al día siguiente se cerraron las cortes y se dio a conocer el decreto del 4 de mayo.
El rey llegó el día 11 a Aranjuez procedente de Valencia, y entró en Madrid con una delirante acogida del pueblo madrileño que había sido preparada a través de la prensa, la propaganda y los oportunos repartos de dinero.
El decreto de Valencia de 4 de mayo declaraba quedar nulos la constitución de 1812 y los decretos de las cortes, pero la anulación efectiva sólo sería parcial y se iría produciendo gradualmente. Es el caso del abandono de la contribución directa, llevado a cabo por la fuerte presión popular, y no por la voluntad del monarca, que sabía de su necesidad. Así, un decreto de 23 de junio de 1814 restablecía oficialmente el sistema de hacienda vigente en 1808. La contribución directa, y las numerosas quejas del pueblo contra ella, será uno de los temas que nutran las acusaciones del régimen absolutista contra las cortes.
Poco a poco, y al mismo tiempo que va siendo restablecida la estructura del Antiguo Régimen, se va devolviendo su vieja fisonomía a la hacienda. Pero la administración parece fluctuante: en menos de nueve meses caen tres ministros de Hacienda.
La crisis de 1815 y la convocatoria del Consejo de Estado
Fue la huida de Napoleón de la isla de Elba en marzo de 1815 la que provocó una nueva situación política que hacía peligrar las fronteras españolas. Los cambios no tardaron en llegar: Ballesteros sustituyó a Eguía en el ministerio de la Guerra, y el rey reinstauró el consejo de Estado, para consultar en materias graves de gobierno. Las funciones que se otorgaban al consejo eran de la mayor importancia. Se le llamaba para discutir los problemas más graves del estado y para proponer soluciones, que serían normalmente aceptadas por el rey.
Pero la incapacidad de los miembros del consejo —los secretarios de estado y alguno más elegido por el rey— era manifiesta, y se ve claro al leer las actas. La razón es que los miembros intelectualmente más valiosos de la aristocracia y del clero han tomado generalmente partido por fórmulas políticas renovadoras, y los que quedan son incapaces de darse cuenta de que el país no puede seguir funcionando en estas condiciones.
Ante la posibilidad de una guerra contra Napoleón, en el consejo se discuten las medidas a tomar; enseguida falta el dinero, y se pide a Inglaterra, que lo niega diciendo que sólo puede ayudar con material de equipamiento. La miseria del estado es tal que no hay dinero ni para pagar a los funcionarios; los consejeros se ven obligados a volver la vista al país como única solución posible de sus males.
Se piensa en pedir dinero a la nobleza y al clero (propuesta del conde de Colomera), y en convocar cortes para ver lo que cada provincia podía aportar (propuesta de Antonio Valdés), pero ambas posturas fueron rechazadas.
Se sabía que los gastos ordinarios anuales superaban a los ingresos; por tanto, el gasto extraordinario de la guerra hundiría aún más al país. Sin embargo, los absolutistas tenían una visión simplista del problema, que sería causado por el empeoramiento de la moral de los funcionarios (según Eguía) ignorando que ha habido una larga y costosa guerra y un proceso de endeudamiento del estado, que han llegado ha ser casi nulas las entradas de metales preciosos procedentes de América, que toda la organización administrativa del Antiguo Régimen se halla en un virtual colapso y que, para colmo de males, nos hallamos en plena crisis política y económica europea. Admitir esto implicaría admitir que hay que adoptar soluciones nuevas, y a Eguía y a quienes piensan como él no les interesaba esto en modo alguno.
Las memorias sobre arreglo de la hacienda
El plan del ex-ministro de Hacienda Cristóbal Góngora se reducía a proponer que se suspendieran hasta enero de 1818 los pagos por suministros hechos al ejército durante la guerra de la Independencia, a cobrar atrasos de impuestos, a que durante dos años se doblaran sus contribuciones a todos los pueblos y a que los nobles y el clero cedieran al estado una décima parte de sus rentas. Otro ex-ministro de Hacienda, Villamil, se adhirió a esta propuesta, pero nada nuevo ni esperanzador había en estos planteamientos.
En la sesión siguiente de las cortes, Escoiquiz propuso un plan de reforma de la hacienda que será aceptado y puesto en práctica a pesar de lo ridículo que era y de que únicamente escamoteaba los problemas.
El sistema de la hacienda de Escoiquiz y la contrarreforma de agosto de 1815
El plan presentado finalmente por Escoiquiz al consejo de Estado en junio de 1815 se componía de dos partes. La primera iba encaminada a resolver el grave problema de la deuda pública, efectuando una desamortización civil: se venderían como bienes nacionales la totalidad de las tierras comunales y parte de los bienes de las órdenes militares, y los compradores pagarían la mayor parte en títulos de la deuda. La segunda, el problema de la hacienda, solucionado a través de una serie de cajas de descuento que emitirían billetes.
La parte referente a la amortización de la deuda se calculó respecto al decreto de las cortes de septiembre de 1813, con el único cambio de no tocar los bienes del clero regular, y a cambio de eliminar todos los bienes comunales.
El plan fue duramente criticado en el consejo, unos por miedo a perder sus privilegios, otros por dudar de que salieran compradores a las tierras comunales. El proyecto fracasó.
Ante este fracaso, el rey y su ministro de Hacienda, González Vallejo, trazaron otro plan, volviendo a la situación anterior a la reforma de 1799, que realizó una modesta centralización, sin darse cuenta que el mundo había cambiado. El proyecto fracasó, y fue anulado definitivamente en noviembre de 1815.
Capítulo IV. Miseria y humillación del Estado español.
Mientras el rey y González Vallejo se estaban preparando para poner toda la administración de las rentas patas arriba, el consejo de estado seguía insistiendo en plantear al monarca su angustia por los problemas de la hacienda. El monarca pensaba en soluciones a largo plazo, y los ministros tenían que esforzarse por resolver los problemas cotidianos, sin disponer de dinero. Para sacar dinero el jefe de Gobierno tenía que estar inventando constantemente sistemas de arbitrios, ya que no podía acudir a la tesorería. Una gran necesidad de dinero provenía de querer parar a los piratas berberiscos, que atacaban a los comerciantes españoles y hacían perder a España grandes sumas de dinero; se necesitaban para ello algunos buques para defender los intereses españoles. Se solicitó a los consulados de comercio un empréstito para acallar al bey de Argel; el estado no pudo después pagarlo. Lo necesario para la flota se pensó en conseguirlo a través de arbitrios, pero el ministro de Hacienda respondió que se podía sacar de los ingresos de aduanas, y así se hizo. Poco después el rey destituía a Vallejo y nombraba en sustitución a Ibarra.
Un nuevo ministro de Hacienda acababa de hundirse, pero la verdad es que el problema no era de hombres, sino que la tarea que se pedía a un ministro de Hacienda de un país arruinado y en bancarrota, exigiéndole que cubriera un presupuesto cuyos gastos militares iban en rápido aumento con unos ingresos de estado de Antiguo Régimen, era algo absurdo e irrealizable.
La crisis de gobierno de enero de 1816
Entre el 24 y el 27 de enero de 1816 se produjo una grave crisis de gobierno que afectó a cuatro ministros. Parecen normales la destitución de Ibarra (por edad y estado de salud) y de Salazar, ministro de marina, que se había gastado al frente del ministerio y al que reemplazaba un marino de prestigio como era Figueroa. Moyano, de Gracia y Justicia, fue sustituido acusado de exoneración, y repuesto en su cargo veinticuatro horas después por tener su sustituto una causa pendiente con la Inquisición (era el Obispo de Michoacan, Abad y Queipo). La destitución de Ceballos, que durante tres días escasos fue reemplazado al frente del gobierno por Lozano de Torres, se debió a las falsas acusaciones de Vallejo, que una vez descubiertas, fue desterrado a Ceuta, cuando hasta entonces seguía gozando del favor del rey a pesar del fracaso de su reforma.
Un panorama de impotencia
La sensación de miseria e impotencia que ofrece el estado español en los primeros meses de 1816 tenía su reflejo en la política exterior del país. D. Pedro Gómez Labrador transmitió en el Congreso de Viena las ideas que Ceballos le transmitió a él: se queja de que las potencias que han negociado el tratado se atribuyan exclusivamente la derrota de Bonaparte, olvidando los méritos de España; de que se haga distinción "entre potencias que tratan y potencias que acceden a lo tratado" y que las primeras adopten respecto a las segundas una actitud de "protección y tutela"; de la cesión del estado de Parma a la archiduquesa Mª Luisa arrebatándolo a una hermana de Fernando VII; de la supresión de la trata de esclavos propuesta por Inglaterra, ya que "no teniendo colonias, nada iban a perder".
Las ventajas de España con el tratado eran tres: el pago por parte de Francia de nuevas indemnizaciones, la seguridad de un Borbón en el trono francés, y la represión de toda revolución en Francia, con mucho la más importante para España, para evitar el contagio. Sin embargo, dada la situación de crisis, no se podría hacer frente a una intervención en Francia.
Ante la imposibilidad de rechazar el tratado —que, restablecía a los Borbones en Francia y formaba una alianza contra la revolución— y el riesgo de firmar y no poder hacer frente a una intervención en Francia, Ceballos buscó un término, accediendo al tratado y protestando a la vez por los derechos vulnerados de Fernando VII y su hermana, la reina de Etruria.
La confesión de motivos no puede ser más clara: debilidad disfrazada púdicamente de escrúpulo de conciencia. Por si faltaba algo se añadía a esto una muestra de mendicidad internacional, en que se suplicaba ayuda para liquidar la insurrección americana con argumentos ridículos y vergonzosos. El atraso y la tolerancia españoles son presentados como un mérito, a la vez que se pretende asustar a los demás con la amenaza del poderío industrial británico. A tal punto había llegado la degradación del estado español.
La posición de Ceballos la apoyó el Consejo en pleno, con la excepción de Salazar; los consejeros del estado ratificaban así la retirada de España de la escena política europea. Y las razones fundamentales que les movían eran de orden interno: pobreza de la hacienda y división de los ánimos de los españoles. Esta actitud de debilidad se manifestó no sólo en el problema de la accesión al tratado de París, sino en la petición de ayuda a Portugal para frenar las recesiones de América y las internas; en el proyecto de acuerdo con Holanda para oponerse a las depredaciones de los corsarios berberiscos; y en el problema de la abolición del comercio de esclavos negros.
La abolición de la trata
En Inglaterra se tenía una baja opinión del gobierno español, simpatía general hacia los liberales españoles, y además, una aptitud de oposición a las persecuciones políticas de Fernando VII y al incremento del tráfico de esclavos. Entre los políticos españoles sólo se pensaba en apaciguar a los británicos, pero sólo se podía ceder en lo referente a la trata.
Así fue como se emprendió una negociación con el gobierno británico, intentando que este pagara una buena indemnización por la supresión del comercio de esclavos, desde marzo de 1816. La negociación se alarga hasta el 23 de septiembre de 1817, fecha en que se firma en Madrid el acuerdo hispano-británico conforme al cual se abolía inmediatamente el tráfico de esclavos en las costas africanas del norte del ecuador, y se ordenaba que cesase en todo el continente a partir de mayo de 1820. La indemnización obtenida fue bastante más modesta de lo que pedía Ceballos. Sin embargo, la abolición resulta ser puramente teórica: el auge de la producción azucarera cubana llevaría a aumentar la africanización de la isla.
Amnistía y hacienda: los dos grandes problemas nacionales
Amnistía y Hacienda eran las dos grandes preocupaciones del equipo gobernante español, dos cosas que consideran ligadas por una multitud de lazos. Con una buena hacienda los súbditos prosperan y son felices y hay, por tanto, calma y tranquilidad. La tranquilidad pública es un elemento decisivo para que el pueblo tenga confianza en el gobierno y coopere con él en la labor de reconstrucción económica, pero para mantener la calma en un país que está profundamente dividido por el espíritu de los partidos, se precisan unas fuerzas públicas considerables que el estado no está en situación de pagar. Esta actitud ante los partidos responde a su neutralidad, no se sienten identificados con ninguno. En cambio, el rey temía tanto a los liberales como a absolutistas intransigentes. No así el infante Carlos, en quien ya pensaban los absolutistas como recambio para Fernando VII por estar decidido a mantener las esencias del antiguo Régimen.
Pero lo que tenían los problemas de Hacienda y Amnistía, problema económico, y problema político, era la concepción que se tenía de la sociedad: una sociedad del Antiguo Régimen y su deseo de no atacar sus pilares para resolver estos problemas.
La existencia de este nexo (se cree) reflejados en la intervención más importante que se produjo en la sesión especial del 2 de marzo 1816, convocada para disentir ambos problemas.
Me refiero a la de José de Ibarra, presidente de la Junta de Hacienda, en la que compara a los liberales con los afrancesados y los distingue alegando que estos no dividieron la opinión del país como aquellos, a los que se debía dejar entrar; en el país, pues mientras estuvieran extrapatriados seguirían trabajando en daño de la patria; seguidamente considera que, teniendo así vigilados a los liberales podría facilitarse un sistema de hacienda conveniente.
El decreto de amnistía
El dictamen de Ibarra impresionó fuertemente a todos los consejeros, y la poca precisión de los términos en que se había referido a la amnistía permitía que todos se sintieran de acuerdo con él y que imitasen a Ceballos. El Infante Carlos rechazaba el perdón general, pero Ibarra le aclara que el indulto solo recae "sobre los procesados por el extravío de su razón en las opiniones, no extensivo a los reos de otros delitos en que se ofendiese a la religión o fuese atacada la soberanía y se aspirase a un gobierno popular y anárquico, u otros semejantes". De acuerdo con este punto de vista fue aprobada la minuta por el consejo, y entonces Ceballos reveló que "la voluntad de S.M. era que en el indulto no se comprendiesen los liberales ya fugados y sentenciados, ni los que se hallaban presos".
Así la "Amnistía general" quedaba casi en nada. Al final el texto del indulto promulgado no tenía que ver nada con la minuta de Ceballos.
Capítulo V. Los Intentos de reforma.
Desde fines de 1816 hasta septiembre de 1818 hubo tres ministros que parecieron formar un equipo coherente y que vinieron a presentar una orientación de relativa moderación, dentro de un contexto ideológico inequívocamente absolutista. Eran Pizarro, Garay, Figueroa y Campo Sagrado, y sus labores se vieron estropeadas al renunciar Pizarro a Gracia y Justicia y sustituirle Lozano de Torres, y al sustituir Eguía a Campo Sagrado en el de Guerra: casi todo lo que era de medidas generales quedó paralizado desde entonces o entorpecido.
Sería un error presentarles como a tres liberales perseguidos. García de León y Pizarro vino a sustituir a Ceballos, que cayó en desgracia por unas razones de política general (su negativa a adherirse a la Santa Alianza, patrocinada por Rusia) y por un error muy concreto y personal: el de haberse opuesto a los matrimonios portugueses del Rey y del Infante Carlos, que habían sido negociados a espaldas del ministro.
Los intentos de reforma
Razones políticas hicieron que se buscase a un diplomático de carrera como Pizarro, y un diplomático que se mostrase dispuesto a convertirse en instrumento del sector más reaccionario de la política española de la época. El propio Pizarro nos ha dicho quiénes le apoyaron: "... parte de los dependientes del influjo ruso, los confidentes de palacio, el capitán de guardias, la parte del partido nacional unido al interés de las bodas...". Esto es la camarilla y los grupos más oscurantistas de la política palaciega.
La gran obra de Pizarro fue el acercamiento a las potencias absolutistas, en especial a Rusia, y la accesión a la Santa Alianza. Ante el consejo de Estado presentó la rectificación de la política de Ceballos, con la accesión al Tratado de París y al de Viena, como un triunfo diplomático.
No se ve, por tanto, que Pizarro pueda considerarse como un liberal llamado a gobernar. Lo que puede haber justificado que se le mire de otro modo es el contraste con dos de sus compañeros de gabinete: Lozano de Torres y Eguía, absolutistas a ultranza.
Martín de Garay: el hombre y su fama
Martín de Garay ha sido el ministro que ha tenido más fama de todos cuantos formaron parte de los gobiernos de Fernando VII en este período de 1814 a 1820. Y fama favorable.
A fines de 1816, con 45 años, cuando era patente la necesidad de desplazar a Araujo de la secretaría de Hacienda, Pizarro y Vázquez Figueroa recomendaron a Garay. Este se resistió a aceptar el cargo pero fue nombrado interinamente el 23 de diciembre de 1816, y en propiedad, tras haber superado el examen que de su gestión inicial haría el rey, el 29 de enero de 1817.
En torno a Martín de Garay se ha forjado una leyenda que le presenta como a un economista liberal a quien Fernando VII se ve obligado a recurrir para que salve al estado de una bancarrota inminente. Creo que la mayor parte de esta interpretación es infundada y no corresponde ni a sus méritos políticos ni a la calidad de su obra de hacendista.
Nada autoriza a etiquetarle como liberal. Se le llama al gobierno en unos momentos en que la política española sigue cauces inequívocamente reaccionarios y seguirá en el ministerio, sin inmutarse lo más mínimo, cuando se produzcan hechos como el fusilamiento de Lacy. El único momento en que se puede hablar de liberalismo en relación con Garay se produce en 1820, cuando este hombre desengañado del absolutismo acepta participar en la dirección del movimiento revolucionario. Nada permite tampoco pensar en él como en un economista o experto en cuestiones de hacienda. Todo induce a exponer que se benefició de un trabajo que hicieron sus subordinados y asesores. Cierto que ha sido intendente durante breves años, pero jamás ha trabajado en el ministerio, de donde suelen salir los funcionarios más preparados.
Cuando Garay llegó al ministerio no llevaba ningún plan consigo. Pero apreciar cómo surgió el sistema de hacienda al que se aplica habitualmente el nombre de Garay, será preciso que retrocedamos en el tiempo.
La gestación de un nuevo sistema de hacienda
Después del ridículo fracaso de la propuesta contrarreforma de González Vallejo, a comienzos de 1816, se constituyó una Junta de Hacienda, presidida por el exministro Ibarra que debía estudiar cómo aumentar los ingresos del estado. La primera gestión —pedir un préstamo a los consulados de comercio— fracasó.
Paralelamente a esta Junta, llamada "de medios", se creó una segunda junta, denominada "de economía", que recibió la misión de fijar el presupuesto, una vez reducidos los gastos de los ministerios haciendo todas las rebajas posibles. A mediados de noviembre de 1816 se fusionaron ambas, siempre bajo la presidencia de Ibarra. La solución que proponía la mayoría de sus miembros era calcular el déficit del presupuesto, una vez reducidos los gastos de los ministerios al mínimo indispensable, y repartir una contribución extraordinaria por el importe de este déficit.
En los mismos días se produjo la caída de López Araujo y el nombramiento de Martín de Garay.
Ante el proyecto de Ibarra presentado al Consejo, Garay se limitó a dar su aprobación, lo que dejó claro que no llegaba al ministerio con ideas propias. Además, cometió el error de confundir una contribución extraordinaria cargada encima de las ordinarias, con un nuevo tributo que subrogara parte de los anteriores y causara el que algunas provincias sobrecargadas de impuestos pagaran menos.
El 6 de marzo Garay presentó al Consejo su dictamen.
El sistema de hacienada de 30 de mayo de 1817
La memoria de Garay sobre el arreglo de la hacienda constaba de tres partes. La primera era una propuesta de fijación de los gastos de cada ministerio. La segunda venía a exponer las líneas generales del plan aprobado por la mayoría de la junta, que proponía cubrir el déficit con una contribución extraordinaria. En la tercera se daba una solución alternativa: la abolición de las rentas provinciales en su sustitución por una contribución general que se repartiría a todas las poblaciones del reino, salvo a las capitales de provincia y puertos habilitados, donde, en lugar de la contribución, se establecerían derechos de puertas para todos los productos que se introdujeran en el casco urbano. Esta solución alternativa, que fue la que finalmente se adoptó, es la que suele conocerse como "sistema de hacienda de Garay". Venía a ser algo así como media reforma tributaria de 1813. Las innovaciones consistían en una contribución directa sobre la España rural y una contribución indirecta sobre la España urbana.
No parece que Garay haya elaborado este plan. Se basa en el informe de la junta, en José Duaso, Antonio Barata, López Ballesteros, José López, Juana Pinilla y otros. Garay ha aportado a este sistema su innegable actividad, su energía y su ambición; pero está muy lejos de ser su autor intelectual.
Apoyado por el monarca, el ministro logró hacer aprobar el plan con escasa resistencia de los consejeros de Estado; fue dado a conocer al público por medio del decreto de 30 de mayo de 1817. Para controlar todo el sistema de hacienda se crearon unas juntas locales, en torno a las autoridades de los pueblos, unas juntas de partido, que debían supervisar y asesorar a las locales, y unas juntas provinciales, presididas por el intendente, en contacto ya con la administración central. El punto débil estaba en las provinciales, integradas por notables de la ciudad, ignorantes de los problemas administrativos de la hacienda, sin interés por el cargo e incapaces de responder a las protestas, consultas y preguntas de las juntas locales.
La implantación del nuevo sistema produjo una gran confusión. No se verificó la rectificación espontánea que Garay esperaba se hiciese cada pueblo para igualar las contribuciones provinciales, y las evaluaciones de la riqueza que debían hacerse y servir de base para un reparto equitativo no aparecieron por ningún lado.
El problema de la deuda pública
Considerando resuelta la cuestión de la hacienda, Garay empezó con la deuda pública. Realizó un nuevo intento desamortizador que había de suscitar las iras de los miembros reaccionarios del consejo, que estaban ahora en franca mayoría. Fernando VII sería el primero en sabotear el plan.
III. TENSIONES EN LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DEL ANTIGUO RÉGIMEN
Capítulo sexto. El trono y el altar: alianza y enfrentamientos.
Que el clero fue uno de los pilares de la sociedad del Antiguo Régimen, en la cual desempeñaba un papel privilegiado, es algo que no necesita repetirse desde el estallido de la revolución francesa. Ni a la monarquía absoluta ni a la Iglesia podía caberles duda alguna de que el triunfo de los liberales significaría un grave quebranto para sus privilegios tradicionales. Y la experiencia de 1808 a 1814 se lo demostró con toda claridad.
Clero y liberales se unieron contra Napoleón en una alianza "antinatural" que se rompió al concluir la guerra, en 1814. Liberales y afrancesados tenían objetivos semejantes, pero hay que dejar claro que la corriente liberal española era totalmente autóctona; ambos grupos pretendían modificar la sociedad del Antiguo Régimen y adaptarla a las circunstancias de su tiempo.
Ante esto, nada podía ser más lógico que la asociación de clero y monarquía contra los liberales, establecida sólidamente desde 1814. Los eclesiásticos aportaron incondicionalmente el golpe de estado, y el rey se lo compensaría con el retorno de los jesuitas.
Sin embargo, la necesidad de que el clero pagara impuestos creó tensiones en la alianza; amparándose en concesiones papales el monarca conseguirá la tributación de los eclesiásticos en 1745. Pero aun así una cosa era dictar leyes desde la corte, y otra conseguir que se cumplieran, y más, sabiendo que resultaban poco gratas a los privilegiados, que controlaban la vida local.
Durante el reinado de Carlos III se luchó encarnizadamente contra la amortización creciente. Campomanes, en su "Tratado de la regalía de amortización" explica con toda claridad cómo las exenciones de que disfrutaba el clero permitían a las manos muertas apoderarse de las tierras, en un proceso que provoca la ruina y la despoblación de los campos españoles.
A esta convicción de que la gran propiedad eclesiástica constituía un grave obstáculo para el progreso de la economía española, se sumaba la de que las órdenes religiosas se hallaban en un grado extremo de decadencia moral.
También había un factor adicional: el contraste que existía entre la opulencia de los conventos y la mísera situación de los párrocos de los pueblos.
Fontana acepta como válido el cálculo de Pierre Vilar sobre la riqueza eclesial en España, basado en el catastro de Ensenada: "... la cuarta parte de los ingresos brutos de la agricultura, ... la décima parte de los de la ganadería; ... las tres cuartas partes de las rentas hipotecarias y casi la mitad de los ingresos inmobiliarios y señoriales..."
La tributación eclesial empezó a encontrar resistencia activa hacia 1760, coincidiendo con una etapa de aumento de la presión fiscal sobre el clero: se constituyó una especie de unión de las comunidades de regulares para defender sus intereses económicos en el plano político.
La agravación de la crisis
Lo que Fontana pretende no es explicar a fondo el aumento de la presión fiscal sobre el clero, sino la reacción de éste contra toda reforma de la hacienda, que acabaría por identificar todo intento de establecer una política tributaria más eficiente con la amenaza ideológica del liberalismo revolucionario. Así se hizo con Godoy cuando las ventas de bienes eclesiásticos de 1789, ventas contra las que los monasterios sostuvieron una lucha incesante.
La siguiente amenaza fue la cédula de 30 de agosto de 1800 que creaba la Caja de consolidación de vales reales y exigía de los religiosos la mitad de las fincas donadas por la corona, o media anualidad de los productos que obtuviesen cada año de ellas. Empezaron las resistencias de mala fe, pero es que la guerra contra los ingleses no suscitaba el mismo entusiasmo que la cruzada contra la revolución.
Los derechos de venta de bienes eclesiásticos de 1805-1807
Se hicieron con la autorización del papa Pío VII. Era un proyecto de desamortización en que las exenciones eran muy escasas, e iba a ser difícil evitar que se vendieran las fincas mejores. Sin embargo, la suma obtenida era apenas nada para solucionar un problema como el de la deuda pública española. Pero para los eclesiásticos resultaba muy grave, puesto que representaba un paso más que conducía indefectiblemente a la desamortización gradual de todos sus bienes, aparte de que sabían por propia experiencia que el estado no iba a hallarse en situación de cumplir su promesa de pagarles los réditos anuales.
Y aún faltaba el golpe más fuerte. En una real cédula de 21 de febrero de 1807, circulada el 3 de marzo, se contenía un nuevo proyecto de venta de bienes eclesiásticos.
En total, se consiguió un 45% de lo que más tarde conseguiría Mendizábal. En su mayor parte correspondía a la venta de 1798. La enajenación de 1805 dio escasos resultados y la de 1807 apenas había llegado a plantearse.
La oposición del clero fue en aumento gradual y no cabe duda de que fue uno de los factores que contribuyeron a producir en 1808 la caída de Godoy y el destronamiento de Carlos IV.
Las dificultades de los años de guerra
El estallido de la guerra de la Independencia iba a significar una nueva etapa de agobios económicos para los eclesiásticos regulares. Por una parte las imposiciones de los franceses; por otra, las cargas con objeto de contribuir a financiar la lucha.
Agreguemos a esto las destrucciones producidas en los bienes de los conventos a consecuencia de la guerra, los efectos de las diversas medidas desamortizadoras y de la contribución directa. Quebranto muy grave fue el que les causó la interrupción de sus ingresos habituales.
La contribución directa impuesta por las cortes les exasperó especialmente. Pero su alegría fue grande cuando el monarca la suprimió a su vuelta al trono en 1814.
El proceso de decadencia y ruina de la economía monástica
Como Fernando VII no suspendió todas las cargas eclesiásticas, la tensión continuó. Estas cargas llevaron al endeudamiento progresivo de las comunidades, endeudamiento que se recrudece en el verano de 1818, con la contribución general de Garay y la mala cosecha de 1817.
Este mismo panorama puede percibirse a partir de sus libros de cuentas.
La estabilidad de los ingresos agrícolas directos ha contenido el descenso de los ingresos durante los años 1800-1801 y 1815-1816, según datos del convento del Socorro, de Ciudadela. En cambio, en 1832, después de haber tenido que vender e hipotecar tierras, la partida está claramente perdida. Según la mayor o menor pobreza de los conventos, la crisis se producirá antes o después. Monserrat, por ejemplo, logra resistir el golpe y hasta aumentar sus ingresos totales.
Esto se ha conseguido gracias a un aumento de los ingresos agrícolas, motivado al parecer por mejoras en las fincas y en sus condiciones de arrrendamiento. Pero el caso de Montserrat es excepcional.
El clero regular no se adaptará a esta situación de nuevas cargas impositivas: incapaz de superar los factores que le dificultan la adaptación a las nuevas exigencias de la vida económica, en abierta decadencia sus explotaciones agrícolas, se encuentra condenado a sufrir la misma suerte con un régimen político que con otro. En pleno dominio del Antiguo Régimen han tenido que comenzar a vender e hipotecar para hacer frente a los impuestos.
Capítulo séptimo. Burguesía y liberalismo: proceso de una toma de conciencia.
Al estudiar la burguesía, el primer problema es que se trata de un grupo social que no tiene conciencia clara de sí mismo. El propio término de burguesía, en su sentido moderno, será importado tardíamente de Francia. A Fontana le preocupa el proceso por el que fue tomando conciencia de su identidad y de los intereses que le contraponían al Antiguo Régimen.
La situación de la burguesía española al término de la guerra de la independencia
Nos encontramos ante una situación de crisis del tráfico colonial y de todo el comercio exterior español, no por falta ni de mercancías ni de barcos, sino por la falta de demanda americana.
Lo más grave era que el gobierno no había sabido enfocar una política adecuada para compensar las consecuencias de esta situación. Hay una deficiente comprensión de la verdadera naturaleza de los problemas económicos en los hombres que rigen los destinos del país. Hubieron de ser los miembros de la burguesía liberal quienes impusieran a los políticos una orientación correcta.
De todo esto resultó una crisis económica a escala nacional. Incluso en Cataluña, la zona peninsular más profundamente integrada en una economía de signo burgués (donde la comercialización de la agricultura había tenido un cierto avance, a la par con el desarrollo del gran comercio y de la industria), la crisis fue patente en los años de 1816 a 1818, agravada por una serie de malas cosechas. La pobreza y la enfermedad aumentaron según lo hacía el número de obreros parados.
La toma de conciencia de la burguesía
La burguesía española sostuvo una alianza tácita con el Antiguo Régimen hasta 1808, con el monopolio del comercio colonial garantizado por el estado. Tras la pérdida de las colonias, obligados a orientar su actividad hacia su propio país, hubieron de tomar partido acerca de la necesidad de efectuar profundas reformas en él. Fueron ellos quienes concibieron en primer lugar una política que facilitase la articulación de un mercado nacional y que fomentase un desarrollo económico integrado, agrario e industrial.
Los defensores del desarrollo industrial habrían de enfrentarse a los seguidores de Adam Smith, que servía para justificar un librecambismo enemigo de la industrialización.
Ya Gonzalo de Luna, escritor castellano que nada tenía que ver con la burguesía industrial catalana replica a Smith en su obra "Ensayo sobre la investigación de la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones", Valladolid, 1819 y pide una política activa de fomento del desarrollo económico nacional, incompatible con la desastrosa gestión de los gobiernos de la época.
Para los miembros de la burguesía liberal española uno de los problemas centrales que había que solucionar en la busca de un crecimiento económico global era el del subdesarrollo agrario. La crisis de la economía española había conducido a la burguesía a preocuparse más activamente por los problemas globales del desarrollo.
En su combate contra las supervivencias señoriales los campesinos habían de encontrar la alianza de la burguesía. Es el caso de Guillermo Oliver, miembro representativo de la burguesía liberal, que propuso rebajar la cuota de diezmos y primicias en razón inversa del aumento de los productos que consigue comúnmente una tierra de secano mejorada con el riego; se dedicaba repoblación, y veía cómo el campesino no podía afrontar el gasto de nuevas técnicas y tecnología, pues unido al de diezmos, primicias y derechos señoriales, le impedía sacar provecho, desalentándole así de emprender unas mejoras que sólo revertirían en provecho ajeno. Oliver manifiesta así conocer claramente la contradicción entre el mantenimiento de las instituciones tradicionales y el progreso del campo español.
Pero los liberales no parecen percatarse de la verdadera naturaleza del problema, que no acabaría con la mera supresión de las instituciones que sustentaban el latifundismo aristocrático.
La burguesía contra el Antiguo Régimen: su participación en los movimientos revolucionarios del periodo 1814-1820
Denominarlos "pronunciamientos" resulta insuficiente, ya que en ningún caso se trató de acciones esencialmente militares.
Se ha sobrevalorado también la participación de la masonería, que no actuaba al margen de los intereses del resto de la sociedad. En la mayoría de estos movimientos podemos observar una considerable participación burguesa; en algunos, también popular. Fontana analiza el de Lacy, de 5 de abril de 1817, en Barcelona, como uno de los peor conocidos.
Había un vasto complot con doble vertiente civil y militar. Una insurrección civil, urbana y popular (aunque sus dirigentes sean burgueses), conectada con un pronunciamiento militar e incluso éste con predominio de suboficiales.
El proyecto falló en todas sus partes por las condiciones de inseguridad que engendra la conspiración en la clandestinidad. Por dos veces se intentó rescatar a Lacy fracasando. Entonces "los colegios, gremios y fábricas de Barcelona" pidieron el perdón de la vida del teniente general al magnánimo Fernando. En el juicio, Castaños le condenaba a muerte pese a no tener certeza de su culpabilidad directa. Ante el peligro de un levantamiento en Barcelona, se le fusiló en Mallorca.
Fontana no pretende otra cosa que poner de relieve el hecho de que en la conspiración de Lacy hubo una amplísima participación burguesa, e incluso popular, algo semejante a otros movimientos revolucionarios de estos años, que tuvieron su origen, y no por casualidad, en lugares como La Coruña, Valencia, Granada, Madrid o Cádiz, los más importantes centros urbanos de España.
Capítulo octavo. La doble crisis del campesinado español en la etapa de 1814 a 1820.
En esta primera etapa del asalto contra el Antiguo Régimen, burguesía y campesinado tienen un propósito común: el de derribar los obstáculos tradicionales que les opone la sociedad estamental-señorial.
La crisis estructural: campesinado contra régimen señorial
Ya los propios sucesos de 1803 tuvieron un tono de revolución antiseñorial en algunos puntos de España, pero estas resistencias se vieron favorecidas y potenciadas por el decreto de 6 de agosto de 1811 de las cortes de Cádiz que ordenaba la incorporación de los señoríos jurisdiccionales a la nación. Una real cédula de 15 de septiembre de 1814 los reintegraba a sus antiguos señores.
Pero aunque los señores tuvieran todo el apoyo de las autoridades y del sistema judicial, no cejaron los pueblos en su resistencia. Antes al contrario, encontramos, por ejemplo, enfrentamientos entre el monasterio de Ripoll y el pueblo de Santa Cecilia de Molló por la reclamación que hacía aquél del "derecho llamado de tasa"; entre los pueblos gallegos de Santa Eugenia de Mougas y San Miguel de Villa de Suso y el monasterio de bernardos de Santa María de Hoya debido a que éste no suspendía las exacciones tras el decreto de 6 de agosto de 1811, expuesto ante las cortes; entre los campesinos de tres pueblos catalanes (Gelida, Masquefa y Lavern) y sus señores, expuesta la queja y elevada al consejo de Castilla, por su oposición a lo que ellos mismos llaman "supervivencias del feudalismo".
Pero poco podían esperar los campesinos de un gobierno controlado en sus más altos organismos por los propios señores. Hablando ante las cortes en 1820 el diputado catalán Guillermo Oliver diría, refiriéndose a los decretos suprimidos con el decreto de 6 de agosto de 1811 y parcialmente devueltos el 15 de septiembre de 1814 que "Estos derechos se mandaron suprimir por dos decretos de las cortes extraordinarias, pero apenas ha tenido efecto esta providencia..."
Un aspecto más de esta vuelta al régimen agrario tradicional lo tenemos en el caso de la Mesta. El 2 de octubre de 1814 se restablecía el concejo de la Mesta, con sus leyes, privilegios, usos y costumbres. El problema más grave que esto producía era el de las roturaciones. Era inconcebible que la Mesta pretendiera anular esta expansión de la superficie cultivada y volver a convertir estas tierras en pastos.
La lucha contra el régimen señorial y sus abusos era el mejor vehículo para la politización del campesinado; para promover su ruptura con el Antiguo Régimen, cuyas formas de vida resultaban cada vez más incompatibles con las necesidades del campo.
La crisis coyuntural: el colapso de la agricultura comercializada
La España del XVIII era un país agrícola atrasado, con una producción agraria de subsistencia y un mercado interior mínimamente desarrollado. El campo castellano producía cereales para su propio consumo, con una escasísima comercialización. Por otra parte, la España marítima debía abastecerse con cereales importados.
El primer sector de la agricultura española que logró comercializar su producción fue el vinícola. Primero los vinos andaluces y canarios; desde mediados del XVIII los vinos de otras zonas y especialmente los aguardientes catalanes.
A los vinos y aguardientes se añadieron, a fines del XVIII, exportaciones de harina castellana hacia los mercados americanos.
La pérdida de los mercados continentales americanos afectó a la exportación harinera de Castilla y a los aguardientes, que se producían sobre todo en Cataluña. Tan sólo el vino, localizado especialmente en Andalucía, había logrado conservar e incluso aumentar el volumen de su comercialización.
El trigo se amontonaba sin salida en los graneros de Castilla; al mismo tiempo proseguían las grandes importaciones de cereales para las provincias periféricas, enviando fuera de España unas considerables masas de metales preciosos, que contribuían a vaciar de moneda el mercado interior español.
La única salida era la de tratar de acabar con las importaciones de cereales extranjeros y procurar suplirlas con trigo nacional; esta fue una de las primeras medidas que adoptarían los gobernantes españoles en 1820. El intercambio de productos entre los puertos del Cantábrico y del Mediterráneo fue para provecho mutuo.
Pero esto, que comprendían muy bien tanto los labradores castellanos como los fabricantes catalanes, no lo entendían los gobiernos de Fernando VII, que no sólo prosiguieron con una política de libertad de importación de cereales extranjeros, sino que hicieron una serie de catastróficas concesiones en relación con los mercados americanos subsistentes (México y las Antillas), agravando así la crisis coyuntural de la agricultura castellana. Es el caso de concesiones a la introducción de harinas extranjeras en Cuba, con el perjuicio de los exportadores de Santander y Palencia, cuyas quejas no fueron escuchadas.
IV. REFORMA Y CRISIS (1818-1820).
Capítulo IX. La crisis política de 1818.
El 14 de septiembre de 1818 fueron súbita e inesperadamente exonerados tres ministros del gobierno español: el de Estado, García de León y Pizarro, el de Marina, Vázquez Figueroa, y el de Hacienda, Martín de Garay. Habían fracasado en sus cometidos y se habían creado numerosas enemistades entre los personajes influyentes de la corte y de la camarilla.
La gestión de Vázquez Figueroa y el asunto de los barcos rusos
El primer objetivo de Figueroa era rehacer la armada para poder llevar a cabo la reconquista americana. Pero como no se le dieron los recursos económicos adecuados, a los dos años de su mandato no lo había conseguido. Fernando VII había llegado al extremo de ofrecer al zar la cesión de Menorca, y éste accedió a venderle parte de su flota: cinco navíos de 74 cañones cada uno y tres fragatas de 44 cañones que estaban en buenas condiciones (no eran viejos, como se cree habitualmente), y se empezaron a pudrir por el abandono de los españoles.
Cuando Fernando VII ordenó se hiciera la expedición a Buenos Aires, Figueroa dijo poder tener lista la flota para febrero de 1819; pareció entre la camarilla que era muy tarde y corrieron rumores sobre su oposición a ella. La suerte del ministro estaba ya decidida a mediados de agosto de 1818. Lo que Fernando VII esperaba de su ministro era que se ocupase de preparar embarcaciones para llevar tropas a América, y en este terreno Figueroa se mostró totalmente ineficaz y hasta falto de interés.
En fin, ni eran buques viejos y podridos, ni resulta verosímil que su compra fuese un "negocio sucio" del rey y de la camarilla. Respecto a Vázquez Figueroa, existían razones sobradas para que el rey se sintiera defraudado por su gestión, y todo parece apuntar a que fueron estas razones las que motivaron su destitución.
La caída de Pizarro y el negocio sucio de las concesiones en la Florida
Según parece, la causa esencial del cese de Pizarro fue la enemistad de Tatischev, el mismo hombre que le había llevado al poder.
A comienzos de 1818 las negociaciones diplomáticas para conseguir ayuda en la reconquista americana marchaban por buen camino. Tras haberse convencido de que no podía esperar un apoyo sustancial de Gran Bretaña, Pizarro optó por la política de conciliación que propugnaba Francia. Esto desagradaba a Tatischev, que tenía empeño en mantener a España dentro de la órbita de influencia rusa.
A esto se sumó un negocio sucio que contribuyó a que se formase una coalición contra Pizarro, y que acabaría provocando igualmente la caída de su sucesor. Se llevaba a cabo la importante negociación de límites e indemnizaciones pendientes entre el gobierno español y el de los Estados Unidos bajo la dirección de Pizarro. Fue muy bien hasta que varios personajes, íntimos del rey, como son Vargas, Puñonrostro y Alagón intervinieron para apropiarse cinco millones de duros en que esperaban contratar con americanos y otros extranjeros las tierras baldías y realengas de ambas Floridas, que artificiosamente habían arrancado a la generosidad del gobierno, ya fuese ponderando servicios, ya figurando proyectos de población y mejoramientos, que estaban tan distantes de su intención como de su posibilidad.
Lo más escandaloso del asunto era que no tenía intención de efectuar las repoblaciones, sino que habían pedido las concesiones conociendo las negociaciones diplomáticas; las tierras de las Floridas se convertían en propiedad privada, sin los condicionamientos de las leyes españolas, y ellos se limitarían a venderlas a traficantes extranjeros. Casa Irujo, que sucedió a Pizarro, acabó tropezando en el mismo problema. Los sujetos de las concesiones se opusieron a la firma del tratado cuando supieron que Estados Unidos no las reconocía, cuando hasta entonces lo había hecho, estando ellos a favor de la firma.
Mientras, Lozano de Torres intrigó para que se procesara a Casa Irujo por querer ratificar el tratado. Lozano de Torres fue uno de los principales animadores del asunto de las concesiones. La revolución de 1820 puso fin a este escandaloso asunto. El 21 de febrero de 1821 se cambiaron las ratificaciones del tratado en Washington y el 10 de julio siguiente se celebró en San Agustín la ceremonia del traspaso.
La caída de Pizarro se debió, pues, a la hostilidad combinada de Tatischev y de un influyente grupo de cortesanos. Al primero le movía el deseo de obstaculizar la política de acercamiento a Francia, que apartaba a España de la órbita rusa; a los segundos el temor de que el ministro cerrase las negociaciones con los Estados Unidos a costa de sacrificar sus preciadas concesiones en las Floridas. Pero la expedición al Río de la Plata fue también determinante, y contribuirá a la caída del régimen absoluto.
Fracaso y sustitución de Garay
El fracaso de la estadística de la fijación de las bases de reparto condujeron a que el "sistema de hacienda de mayo de 1817 no pudiera ser puesto en práctica íntegramente. Esto implicó el descontento popular, al tenerse que recurrir a procedimientos drásticos para asegurar un mínimo de ingresos tributarios.
Ante el fracaso se sustituyó a Garay; pero lo que cayó fue el ministro, no el sistema de hacienda. Garay fue suplido porque no tuvo éxito en su gestión. En la destitución se hablaba de "la quebrantada salud de don Martín'', que no era un mero pretexto, pues cuatro años después moriría de tuberculosis.
Los pueblos pagaron mientras: se halagaron sus esperanzas en el anuncio de reformas y beneficios que nunca llegaron a obtenerse.
Para una interpretación general de la crisis de 1818
Los cambios de ministros entre 1814 y 1820 no se debieron a la ligereza de Fernando VII. Vázquez Figueroa fracasó en la organización de la flota; Pizarro sí que sufrió presiones de la camarilla; Garay se vio falto de fuerzas para sacar adelante su sistema.
La interpretación de Fontana es que fracasaron porque pretendieron la reforma sin tocar el sistema político y social tradicional. Esto no quiere decir que no hubiera ministros corrompidos, pues se ha probado que los hubo.
Capítulo X. Marasmo económico y colapso del sistema de hacienda.
Tras la recesión económica producida al término de las guerras napoleónicas, hubo en 1819 una crisis económica de dimensiones universales: bajas generales de las bolsas, comercio decaído por la abundancia de productos y la escasa demanda, aumento general del número de parados ...
En España pasaba lo mismo: bajaban los precios, pero los productos no se vendían; la industria trabajaba a niveles bajos y aumentaba así el número de parados.
El problema triguero
Es uno de los aspectos cruciales de la economía española en el período 1814-1820. Los precios estaban al mismo tiempo bajísimos en el interior y altísimos en la periferia, lo que revela la ineficacia de la comercialización de los productos agrarios y la falta de articulación del mercado español. Pero lo más grave es que el promedio de todos ellos resultaba algo más bajo que los 36 reales por fanega, lo que no compensaba los costes de producción.
Vemos en Castilla el colapso de las exportaciones harineras agravado por las concesiones de introducción de harinas extranjeras en Cuba; la misma situación se producía en Andalucía, que rebosaba de aceite y de trigo, mientras los puertos se hallaban repletos de cereales importados, especialmente de trigo ruso.
La mayor parte de los países reaccionaban tomando medidas protectoras de su agricultura; España autorizaba la libre exportación y recargaba algo la importación de cereales extranjeros; pero ni tan siquiera esta última medida llegó a ponerse en práctica.
El 7 de marzo de 1820 se vuelve al constitucionalismo. Diputados y agricultores presentan sus quejas en las cortes consiguiendo la promulgación de la ley de 5 de agosto de 1820, que prohibía totalmente la importación de cereales y de harinas extranjeros. Esta medida fue realmente decisiva, y una de las más importantes de la historia económica de la España contemporánea; venía a poner término a una tradición secular y a establecer uno de los principios fundamentales para la articulación del mercado español. Sería esta una de las orientaciones del liberalismo que el absolutismo aceptaría y asimilaría después de la segunda restauración de 1823.
La exportación de moneda y la deflacción
La indiferencia del gobierno, que permitía que el país siguiese abasteciéndose del exterior, tanto de productos industriales como de granos y harinas, provocaba una enorme salida de numerario que, al no ser ya compensada por la importación de metales preciosos americanos, estaba drenando la circulación española y agravaba la crisis económica, al dificultar las transacciones interiores.
Hasta tal punto llegó la escasez de moneda, que en muchos lugares se llegó a la permuta.
La política económica del régimen absoluto fue, en la etapa 1814-1820, no sólo ineficaz, sino absurda y perjudicial.
He querido volver a recordar aquí los mecanismos de la crisis económica que culminó en 1819-1820 para mostrar cuán estrechamente ligada se halla al colapso final del sistema de hacienda de mayo de 1817, y cómo la quiebra del régimen absoluto resultaba previsible.
Fracaso definitivo del sistema de hacienda
Cuando se destituyó a Garay, en septiembre de 1818, el rey le reemplazó por un equipo integrado por quienes habían sido sus colaboradores más cercanos y más capacitados: los tres directores generales de Rentas, uno de los cuales, Imaz, desempeñaría provisionalmente el ministerio, en una interinidad que había de durar un año y medio.
El nuevo equipo corrigió algunos de los defectos que había mostrado el sistema y trató de activar su implantación efectiva. Sin embargo, se estrellaron ante la imposibilidad de completar la estadística de riqueza: los pueblos confesaban su impotencia para descifrar los cuadernos de riqueza que habían de redactar.
La verdad es que, cuando el sistema de hacienda de mayo de 1817 fue derogado, a mediados de 1820 se estaba muy lejos de haberlo implantado efectivamente. En noviembre de 1819 se reemplazó a Imaz por Antonio González Salmón. Una real orden creaba una nueva junta, que debería estudiar y proponer las reformas que conviniese aplicar al conjunto de la hacienda española. Era demasiado tarde. El régimen absoluto hubo de capitular tras la insurrección de Riego, y se iniciaba una nueva experiencia constitucional.
Capítulo XI. La quiebra de la monarquía absoluta
Tras el fracaso de los diversos intentos revolucionarios que se habían producido desde 1814, los liberales prepararon éste de Cádiz con mucho cuidado, aprovechando el descontento de las tropas que aguardaban desde hacía largo tiempo su embarque para las colonias americanas.
Entre los promotores más directos de la conspiración que se gestaba en torno a Cádiz puede verse a los miembros de la gran burguesía mercantil gaditana, los Isturiz, los Bertrán de Lis, los Díaz Imbrechts, Montero,... y Mendizábal, empleado de los Bertrán de Lis.
El pronunciamiento se inició el 1 de enero de 1820 con tres movimientos de tropas al mando de Quiroga, Riego y López Baños, que debían converger sobre Cádiz. El golpe resultó un éxito parcial, ya que se obtuvo la adhesión de los soldados y se pudo detener a los jefes del ejército, pero fracasó en su objetivo final de adueñarse de Cádiz. Riego partió con su columna a Andalucía, pero no encontrando adhesión, la columna acabó por disolverse.
Lo que los hombres de Riego ignoraban era que el eco que no habían hallado en las poblaciones andaluzas se estaba produciendo en otros lugares de España, y condujo a la proclamación de la constitución de 1812 en una serie de núcleos urbanos: el 21 de febrero en La Coruña, el 29 en Murcia, el 5 de marzo en Zaragoza, el 8 en Tarragona, el 9 en Segovia, y, entre el 10 y el 11 en Barcelona, Pamplona y Cádiz. El monarca se había decidido a aceptar la vuelta al régimen constitucional.
El desmoronamiento del Régimen visto desde dentro
Lo que era realmente alarmante para el gobierno no era la fuerza de que disponía Riego, sino el hecho de que pudiera pasearse por los campos y ciudades de Andalucía sin que se levantase un sólo hombre para oponérsele. Más que una vigorosa revolución triunfante hubo la quiebra de un estado, que se desmoronó incapaz de resolver sus graves problemas.
Entre las causas, en primer lugar, la crisis de las finanzas del estado. Un contemporáneo, José Joaquín de Mora, dice: "... el estado del tesoro hubiese bastado para producir la catástrofe..."
La última deliberación que precedió a la aceptación de la vuelta al régimen constitucional por parte de Fernando VII fue la reunión del consejo de Estado del 6 de marzo; en ella todos, con excepción del inquisidor general, se muestran dispuestos a aceptar unas cortes, una constitución y lo que convenga.
En general, se proponía en la sesión acabar con la contribución directa, y convocar cortes como se había prometido; en segundo lugar, una nueva constitución, o examinar la de 1812. Son conscientes empero de que no pueden sobrevivir sin unos ingresos tributarios adecuados.
La rendición del Rey y la caída del Régimen absoluto
El día 7 de marzo, el rey hacía publicar en la Gaceta de Madrid un decreto con su voluntad de celebrar cortes inmediatamente. El día 8, y por miedo a la sublevación de Madrid, otro decreto en que decía: "me he decidido a jurar la constitución promulgada por las cortes generales y extraordinarias en el año de 1812". Durante este día no hubo ningún tipo de exceso.
El día 9, ante la presión del pueblo, se formó un ayuntamiento constitucional, y "A las seis de la misma tarde juró espontáneamente S. M. la constitución en presencia del ayuntamiento constitucional, y dio orden... para que la jurase igualmente el ejército"
La quiebra del gobierno absoluto vista por los liberales
Los propios liberales creían también, como el gobierno de Fernando VII, que el fracaso del sistema de hacienda había sido causa decisiva del descontento de los pueblos y de su despego hacia el régimen, manifestado al producirse la revolución de 1821.
Es curioso comprobar que el mecanismo que favoreció la caída del régimen constitucional en 1814 y determinó el entusiasta apoyo al rey se asemeje tanto al que ahora actúa en sentido estrictamente contrario.
N.N. (1990)
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