ENGELS, Friedrich

El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado

Ed. Fundamento, Madrid, 1970. En esta reseña se cita de acuerdo con la traducción y páginas de esta edición).

(t.or.: Der ursprung der familie, des privateigentums und des staats 1884, 1891).

CONTENIDO DE LA OBRA

Como indica el autor en el prólogo a la primera edición de la obra (1884), ésta «viene a ser la ejecución de un testamento. Karl Marx había reservado para sí mismo la misión de exponer los resultados de los trabajos de Morgan»[1]  referentes a los estadios primitivos de las instituciones familiares y sociales. Engels —utilizando notas de Marx, y aportando personalmente nuevos elementos (especialmente de teoría económica)— vertebra aquellas «conclusiones» de Morgan dentro del esquema marxista, utilizándolas en abono de algunas de las principales tesis de este pensamiento (marxista).

Aunque el esquema e ideas subyacentes sean los mismos —y aunque la temática se implique—, cabe distinguir dos grandes argumentos en el libro:

A. Cuestiones sobre la familia. A ellas se refieren de modo especial:

— El prólogo a la cuarta edición, 1891, corregida y aumentada (pp. 15-30).

— El epígrafe II, titulado «La familia» (pp. 41-105).

B. Cuestiones acerca de la organización social y origen del Estado (sobre la base de las ideas en torno a la familia expuestas anteriormente). A estos temas se refieren:

— El prólogo a la primera edición (pp. 11-13) y los epígrafes:

— III, «La gens iroquesa» (pp. 107-124).

— IV, «La gens griega» (pp. 125-135).

— V, «Génesis del estado ateniense» (pp. 137-150).

— VI, «La gens y el estado en Roma» (pp. 151-163).

— VII, «La gens entre los celtas y entre los germanos» (pp. 165-182).

— VIII, «La formación del estado de los germanos» (pp. 183-196).

— IX, «Barbarie y civilización» (pp. 197-223; este epígrafe tiene carácter de resumen conclusivo acerca de todas las cuestiones sociales y políticas, aunque también incluye numerosas referencias al tema familiar).

A pesar de la diferencia en el número de epígrafes, se observa que el tema de la familia y las otras cuestiones —políticas— se reparten aproximadamente a partes iguales la extensión del libro[2].

A. LA FAMILIA[3]

El prólogo de Engels a la 4.a edición (1891) constituye una apología global de Morgan frente a otros autores de su época, que abordan el tema de la familia en la antigüedad. Arranca de un supuesto, que será fundamental en todo el libro: el carácter evolutivo de la institución familiar (en función, concretamente, de factores económicos). Hasta 1860, «bajo el influjo exclusivo de los cinco libros de Moisés» (p. 16), se habría tenido un concepto estático, como si las diversas formas familiares —monogamia, poligamia, poliandria, matriarcado, patriarcado, etc.— hubieran coexistido, en vez de sucederse (en determinado orden) según una serie histórica, que se comienza a sospechar hacia 1860, que Morgan establecería definitivamente, y que Engels hace suya.

Enfrenta la obra de Morgan a la de dos autores: el alemán Bachofen y el británico Mac Lennan. Sobre pasajes de la literatura de la antigüedad clásica, el primero señala una evolución matrimonial desde la promiscuidad sexual (con hegemonía femenina —ginecocracia—, al ignorarse la paternidad) hasta la monogamia (con predominio del «derecho paterno»); Engels alaba esas intuiciones, aunque critica el «misticismo de los conceptos» (p. 20) de Bachofen, que interpreta esa evolución al filo de las ideas religiosas prehistóricas, lo que resulta inadmisible para Engels —y «de poco provecho» (p. 19) estudiar las explicaciones de ese autor—, por cuanto equivaldría a considerar «la religión como palanca principal de la historia del mundo» (ibid.), cosa que carecería de sentido. Menos benévolo es aún Engels hacia Mac Lennan, quien hace coexistir tribus «endogamas» y «exogamas» —lo que se opone a la uniforme evolución universal— y sugiere para la exogamia (matrimonio con personas forzosamente de otras tribus) razones diversas a las de Morgan. Las premisas de éste —formas de parentesco entre los indios iroqueses— son argüidas contra Mac Lennan por Engels, quien lamenta que el británico exija a Morgan «la prueba formal y jurídicamente valedera de cada palabra que (...) pronuncie» (p. 25), y se duele de la conspiración del silencio que, por nacionalismo, habría en Inglaterra frente al americano (tendrían que «darse de puñadas en la frente, y exclamar: ¿Cómo hemos podido ser tan pazguatos, para no haber encontrado esto nosotros mismos desde hace muchos años?») (p. 29).

Para Engels, Morgan ha hablado de la transformación familiar «en términos que hubieran podido salir de labios de Karl Marx» (ibid.); sus teorías evolutivas «tienen para la historia primitiva la misma importancia que la teoría de la evolución de Darwin para la biología, y que la teoría del exceso de precio de Marx para la economía política» (p. 27). En efecto —de modo análogo a las universalizaciones darwinistas y marxistas—, se aplicará el modelo iroqués a todas las latitudes, ya que —afirma Engels— la concepción básica de dicho modelo (comenzando por el «matrimonio por grupos»), «según toda verosimilitud, ha existido en todas partes en un momento dado» (p. 26).

El epígrafe II, titulado «La familia», presenta un estilo mixto de exposición, valoración y proyección de futuro, que se solapan e influyen de modo constante. De la mano de Morgan —aunque alejándose de él en cuanto parece disentir del esquema histórico marxista— se ofrece un panorama evolutivo, que sería universal. Se orienta a desautorizar el carácter natural de la familia monogámica —descrita como una degeneración— y a sentar las bases de lo que habrá de ser la familia tras la revolución proletaria (fase última y superior). Dicho proceso se describe como dependiente de la evolución de las fórmulas económicas, de manera que el progresivo establecimiento de la monogamia responde al proceso degenerativo que es la instauración de la propiedad privada (incluso de mujeres).

El argumento que se aduce para exigir esas formas primitivas de familia —y que constituye la base sobre la que se edifica todo el libro— es la necesidad de explicar el origen de la terminología familiar utilizada por los indios iroqueses (parecida a la de algunos otros primitivos): «El iroqués no sólo llama hijos e hijas a los suyos propios, sino también a los de sus hermanos; y los hijos del segundo llaman padre también al primero. Por el contrario, llama sobrinos y sobrinas a los hijos de sus hermanas, los cuales le llaman tío. Inversamente, la iroquesa, a la vez que a los propios, llama hijos e hijas de ella a los de sus hermanas, quienes le dan el nombre de madre. Pero llama sobrinos y sobrinas a los hijos de sus hermanos, hijos que la llaman tía. Los hijos de hermanos se llaman entre sí hermanos y hermanas, y lo mismo hacen, por su parte, los hijos de hermanas. Los hijos de una mujer y los del hermano de ésta se llaman mutuamente primos y primas» (pp. 41-42). Para Morgan (y Engels) esta nomenclatura —que entienden ha de tener un significado real y no sólo honorífico, como quisiera Mac Lennan— remite a una forma familiar «que ya no podemos demostrar en ninguna parte, pero que ha debido necesariamente existir, puesto que sin eso no hubiera podido nacer el sistema de parentesco que le corresponde» (p. 43); es la que llaman: «familia punalúa» (de la que se habla más adelante) y que, a su vez, ha debido estar precedida por otras fases:

1. «Comercio sexual sin obstáculos, de tal suerte que cada mujer pertenecía igualmente a todos los hombres y cada hombre a todas las mujeres» (p. 44). Resulta poco grato para Engels no encontrar vestigios de esto en los vertebrados superiores (de los que, sin dudar, hace venir al hombre): lo explica diciendo que —para poder subsistir— el hombre naciente necesitaba formar hordas, «que es la forma más elevada de la sociabilidad» (p. 48), y para ello carecer de celos —que, pese a encontrarse en los animales superiores, en el hombre sólo serían un «sentimiento que se ha desarrollado relativamente tarde» (p. 49)—; eso es algo necesario para un «matrimonio por grupos (...) en que grupos enteros de hombres y grupos enteros de mujeres se poseen recíprocamente» (ibid.). También faltaría «la invención del incesto» (p. 50), de forma que el ayuntamiento de padres e hijas «no sería más horripilante que el habido entre otras dos personas que pertenecieran a generaciones diferentes» (ibid.). Para Engels no podría esto calificarse con categorías morales, por tratarse de un «comercio sexual sin reglas» (ibid.); las reglas se establecerían más tarde.

2. «La familia consanguínea ha desaparecido» (p. 52), pero ha debido existir como fase intermedia (antes de la «punalúa»): aquí «los ascendientes y los descendientes, los padres y los hijos, son los únicos que están excluidos» (p. 51) del comercio carnal (aunque no se den las razones para tal exclusión).

3. La familia «punalúa», clave y «punto de partida de todas las investigaciones de Morgan» (p. 58), debería haber surgido «en cuanto brotó la idea de la inconveniencia de la unión sexual entre hijos de la misma madre» (p. 53, idea que se habría afincado al comprobar la pujanza de las tribus donde se excluía ese comercio; hay que advertir que Engels no indica cómo pudo surgir esta exclusión). Se aduce como argumento el ejemplo hawaiano de «hermanos entre sí» (el nombre «punalúa» —compañero íntimo— se toma de Hawai); en este tipo de familia —con paternidad incierta— consideran Morgan y Engels que se justificaría la nomenclatura familiar de los iroqueses, y Engels concluye: «Allí donde se encuentre este sistema de parentesco, tuvo que hallarse establecida la familia punalúa, o una forma análoga» (p. 55). De esta familia punalúa surgiría la organización gentilicia —«gens»— primitiva, de derecho materno: su forma esquemática sería la de dos grupos descendientes cada uno de una madre; cada miembro de un bloque sería esposo —o esposa— potencial, o efectivo, de todos y solos los del otro bloque o gens (exogamia): los hijos pertenecerían a la gens de la madre, y se unirían con personas de la gens opuesta (la de su propio padre). Engels da la vuelta a esta teoría y la convierte en argumento universal, y explicación única, para todos los usos exogámicos: «Si encontramos que la gens nace necesaria y naturalmente de la familia punalúa, nos vemos muy cerca de admitir como casi cierta la existencia anterior de esta forma de familia en todos los pueblos donde se puede demostrar la institución de la gens» (pp. 57-58). En un principio, la organización gentilicia significaría matrimonio —indiferenciado— por grupos entre todos los miembros de una gens con los de otra. Posterior sería el matrimonio, también fuera de la propia gens, pero individual; esta fase correspondería a la llamada

4. Familia «sindiásmica», que sería «la forma característica de la barbarie, como el matrimonio por grupos lo es del salvajismo» (p. 69). Por selección natural —sin más explicaciones— se habría operado una «exclusión cada vez más grande de los parientes consanguíneos del lazo conyugal» (p. 63) hasta hacerse «imposible, en la práctica, toda especie de matrimonio por grupos» (ibid.) Pero las uniones individuales serían todavía demasiado frágiles e inestables —gran libertad sexual— como para poder originar un «hogar doméstico particular» (p. 64): subsistiría el «comunista» (cuya vida imagina Engels detalladamente calificando a muchas usanzas históricas —licencia sexual, ius primae noctis, etc.— como «vestigios», «restos», «recuerdo» de este período, aunque posteriormente aparezcan «disfrazadas de costumbres religiosas»), (p. 67). Subraya el autor que la fragilidad de la familia «sindiásmica» es institucional, y de ningún modo interpretable como infidelidad, adulterio, prostitución, etc., que serían conceptos nacidos con la posterior familia monogámica. Antes de aparecer ésta habría tenido lugar una revolución —«una de las mayores que la humanidad ha visto» (p. 73)—, aun cuando «nada sabemos respecto a cómo y cuándo hubo esta revolución en los pueblos cultos, puesto que se remonta a los tiempos prehistóricos» (ibid.): se trata del paso de la gens matriarcal —sucesión, herencia, etc., por consanguinidad femenina, única cierta— a la patriarcal, cuando la importancia de los rebaños y cultivos —y consiguientemente de los esclavos— hace que las riquezas empiecen a tener un peso que no tenían en el salvajismo (caza y pesca). Engels explica ese supuesto paso como consecuencia del deseo de los maridos de ser heredados por sus hijos (cosa imposible en la gens matriarcal, pues allí los hijos pertenecen a la gens materna, y no podrían heredar bienes de sus padres). Con la gens de sucesión masculina «la mujer fue envilecida, domeñada, trocóse en esclava (...) y en simple instrumento de reproducción» (p. 74); y perdieron «las antiguas relaciones sexuales» —por grupos, sin celos, etc.— «su candoroso carácter primitivo» (p. 69) como consecuencia de ese «desarrollo de las condiciones económicas» (ibid.). Conviene advertir, aunque sea incidentalmente, que todas las suposiciones e interpretaciones anteriores se orientan a afirmar este carácter degenerativo de la «patriarcalidad», en que los hombres ricos pueden incluso ser polígamos: situación, para el autor, inferior a la poliandria «nacida del matrimonio por grupos, y (...) de mucho mejor estilo que la poligamia» (pp. 78-79); ésta —la poligamia— correspondería a la misma fase que

5. La familia monogámica. Como queda dicho (y adviértase que se afirmó a modo de conjetura), en la época de la «barbarie superior», para asegurar la herencia paterna de los hijos, se habría exigido una paternidad cierta, lo que habría traído el matrimonio patriarcal de vínculos fuertes (sólo disolubles a iniciativa del varón, único a quien, además, se le permite la infidelidad). Esta monogamia —que «sólo es monogamia para la mujer» y que «en la actualidad aún tiene ese carácter» (p. 80)— va unida a la esclavitud: Engels lo ilustra con mitos y ejemplos de la Grecia «heroica». Para él la monogamia es «el triunfo de la propiedad privada individual sobre el comunismo espontáneo primitivo. Preponderancia del hombre en la familia, y procreación de hijos que sólo pudieron ser de él y destinados a heredarle» (p. 83); con ella nacería «el primer antagonismo de clases que aparece en la historia» (ibid.: opresión de las mujeres por los hombres) y también «dos constantes y características figuras sociales, desconocidas hasta entonces»: el amante de la mujer y el marido traicionado (p. 85); el adulterio —antes inexistente, por no haber riguroso matrimonio— «llegó a ser una institución social irremediable junto a la monogamia» (pp. 85-86), hasta el punto de que «si la Iglesia Católica ha abolido el divorcio, es probable que sea porque habrá reconocido que contra el adulterio, como contra la muerte, no hay remedio que valga» (p. 89). Nada tendría que ver con la monogamia el «amor sexual individual» (p. 83), que sería un lirismo medieval. Ejemplifica Engels sobre la novela francesa y alemana para incluir que «todo matrimonio se funda sobre la posición social de los contrayentes» (p. 90), y es una prostitución en que la mujer «sólo se diferencia de la cortesana ordinaria en que no alquila su cuerpo a ratos, como una asalariada, sino que lo vende de una vez para siempre como una esclava» (ibid.) Al margen del teórico libre consentimiento y de la teórica igualdad jurídica de los contrayentes, «la mujer se convirtió en la criada principal» (p. 92) que no puede participar en la vida de la sociedad: «La familia individual moderna se funda en la esclavitud doméstica (...). El hombre es en la familia el burgués; la mujer representa en ella el proletariado» (p. 93). Desde la aparición de la familia monogámica, en ella —dice Engels— «podemos estudiar ya la naturaleza de las contradicciones y de los antagonismos, que se prolongan y crecen plenamente en esta sociedad» (p. 84), y la «manumisión de la mujer exige (...) que se suprima la familia individual como unidad económica de la sociedad» (p. 94). Ese será el próximo paso:

Futuro: la familia tras la revolución proletaria. Aquí tenía puestas Engels todas sus miras, y a esto se orientaban todas las exposiciones anteriores (hacia el fin del epígrafe sobre la familia dirá: «Volvamos a Morgan, de quien muchísimo nos hemos alejado» (p. 104); reconoce así el carácter personal —condicionado por la ideología— de sus construcciones: si éstas se edificaban sobre conjeturas «de pasado», la fuerza les venía de una «convicción de futuro»).

«Caminamos en estos momentos hacia una revolución social en que las bases económicas actuales de la monogamia desaparecerán tan seguramente como la prostitución, complemento de ella. La monogamia nació de la concentración de las riquezas en las mismas manos, las de un hombre; y el deseo de transmitir esas riquezas por herencia a los hijos de este hombre (...). Pero la revolución social inminente, transformando por lo menos la inmensa mayoría de las fortunas inmuebles hereditarias (los medios de producción) en propiedad social, reducirá al mínimo todos esos cuidados de transmisión hereditaria (...): desaparecen el salario, el proletariado y, por consiguiente, la necesidad de que se prostituyan por dinero cierto número de mujeres (...). En cuanto los medios de producción pasan a ser de propiedad común, la familia individual deja de ser la unidad económica de la sociedad. La guarda y la educación de los hijos se convierten en asunto público; la sociedad cuida con el mismo esmero de todos los hijos, sean legítimos o naturales» (pp. 95-96).

¿Se «volverá» al matrimonio por grupos?, ¿al «amor libre»? Desde luego, para Engels, en este estado de cosas «desaparece el cuidado de las consecuencias (posibles hijos), que es hoy el motivo esencial (...) que impide a una joven soltera entregarse sin miramiento al hombre que ama» (p. 96). Conviene advertir, sin embargo, que —en esta materia, como en todos los órdenes: social, económico, laboral, etc.— opera sobre Engels, al igual que sobre todo marxista, la convicción de que lo que antes había que calificar como malo ahora será bueno (v. gr. el trabajo —explotación— de las mujeres en la sociedad capitalista será tras la revolución una «vuelta de todo el sexo femenino a la industria pública», y con ello su liberación) (p. 94). Por ese mecanismo mental, Engels considera enriquecedores —aunque sean tardíos— los inventos del «amor individual» y del «libre consentimiento», que en la nueva sociedad podrán ser auténticos; así prevé una nueva monogamia que será «una realidad, hasta para los hombres» (p. 95). En ella habrán desaparecido por completo:

— «las consideraciones económicas accesorias, que aún ejercen tan poderosa influencia sobre la elección de los esposos» (p. 102);

— «la preponderancia del hombre» (p. 103);

— sobre todo desaparecerá «la indisolubilidad del matrimonio (...), consecuencia de la situación económica de donde salió la monogamia» (ibid.). «Si el matrimonio formado en el amor es el único moral, sólo podría serlo donde el amor persista. Pero la duración del acceso de amor sexual es muy variable según los individuos, particularmente entre los hombres... (ibid.); y «debe ahorrarse a las gentes patalear en el inútil fango de un pleito de divorcio» (p. 104), para lo cual es necesario suprimir la indisolubilidad;

— también desaparecerá la presión de las consideraciones sociales moralizantes, ya que esas gentes «se dictarán a sí mismas su propia conducta, y crearán una opinión pública basada en ella» (p. 104).

(No hace falta insistir en el carácter contradictorio que todo esto tiene respecto a lo anterior: el amor como único criterio «moral» (?); la mujer que se trataba de liberar, dejada al capricho momentáneo del hombre, etc. Se trata únicamente de halagar los instintos de posibles revolucionarios).

B. EL ESTADO

La segunda mitad del libro —epígrafes III a IX— tiene un planteamiento análogo a la sección referente a la familia: Engels orienta todo su discurso —entreverado de juicios de valor— a mostrar la índole antinatural, y también degenerativa, del Estado (cuyo establecimiento —como el de la familia monogámica— responde, según él, al deterioro en los planteamientos económicos: propiedad privada y opresión clasista).

Todos los epígrafes con pretensión histórica —III-VIII— presentan una dinámica parecida: demostrar la precedencia de la gens (tal como queda descrita al hablar de la familia, y concibiéndola —según se expuso— como una fase ligada originariamente al pretendido matriarcado universal) sobre el Estado; y esto en todos los pueblos históricos, ya que Morgan habría «hallado en las asociaciones de raza de los indios de América del Norte la clave que nos permite descifrar los enigmas más importantes, e insolubles hasta ahora, de la historia de las antigüedades griegas, romana y germánica» (p. 13).

— La «gens» iroquesa (siguiendo las exposiciones de Morgan) sería el modelo universalmente aplicable. Sobre la base evolucionista —cada situación tiene que ser una fase de un proceso— describe las etapas de la organización social primitiva: -Gens, -Fratría, -Tribu, -Federación de tribus. Hay que advertir que para Engels nada de todo eso puede calificarse como organización «estatal» ya que, de antemano, se utiliza el concepto de «estado» como algo separado de la sociedad, degenerado, y que presupone la división clasista: «El Estado supone un poder público particular, separado del conjunto de los respectivos ciudadanos» (p. 120). El ejemplo iroqués tiene que ser universal: siempre que en un pueblo hallemos la gens como unidad social, debemos también poder buscar una organización de la tribu semejante a la que hemos descrito» (p. 121). El capítulo está lleno de valoraciones «líricas»: « ¡Admirable constitución ésta de la gens, en toda su juventud y con toda su sencillez! Sin soldados, cuadrilleros ni corchetes, sin prisioneros ni procesos, todo marcha con regularidad...» (p. 122). Únicamente se califican negativamente «sus pueriles ideas religiosas» (p. 123). Esta sociedad bucólica quedaría minada por los posteriores «intereses más viles, la baja codicia, la brutal avidez por los goces, la sórdida avaricia, el robo egoísta de la propiedad común», que «son los que inauguran la nueva sociedad civilizada», la cual «no ha sido nunca más que el desarrollo de una ínfima minoría a expensas de la gran mayoría de los explotados y oprimidos; y eso es hoy más que nunca» (p. 124).

— La «gens» griega se describe sobre la base de Grocio —leído por Morgan—, un paralelo al esquema iroqués, del que se echa mano para llenar las lagunas. Se describe la sociedad griega prehistórica —«cuándo y por qué sucedió esto no lo dice la historia griega» (p. 130)—, constituida por gens, fratrías y tribus (interpretando así el «recuerdo» de los tiempos heroicos narrados por Homero); como la iroquesa, se trataría de una sociedad feliz —democrática, etc.—, por no ser estatal: se pone particular énfasis en negar carácter regio al basileus (para ello se invoca la autoridad de Marx, a quien se cita: «Los sabios europeos, en su mayoría lacayos natos de los príncipes, hacen del basileus un monarca» —p. 132—; entre esos sabios estarían «el untuoso Gladstone» —ibid— y otros); se hace análogo hincapié en restar valor argumentativo a las creencias religiosas (también aquí se invoca y cita la autoridad de Marx: « ¡Los pazguatos gazmoños han deducido y aún deducen que genealogías imaginarias crearon gentes reales! » —p. 129—). «El comienzo de la ruina» de esta sociedad habría venido con la acumulación de riquezas y el consiguiente «derecho paterno con herencia de la fortuna por los hijos» (p. 135); para asegurar este derecho surgiría «una institución que no sólo perpetuase la naciente división de la sociedad en clases, sino también el derecho de la clase poseedora de explotar a la que no poseyese nada (...). Y vino esa institución. Y se inventó el Estado» (ibid.). Sobre el prejuicio evolutivo a partir del matrimonio, todo se orienta a establecer la conclusión indicada en las últimas líneas citadas.

— La génesis del Estado Ateniense se describe, también dentro de la concepción evolutiva, a partir de la gens, pero —y esto se admite— alejándose de las exposiciones de Morgan, porque Engels adopta para su interpretación un planteamiento exclusivamente económico. En ese sentido, este capítulo se limita a describir —atribuyéndolas a Atenas— las tesis marxistas sobre la alienación económica, social y política (vid. INTRODUCCION GENERAL): aparición de las «mercancías», noción que separa al productor de su producto; producción mercantilista; división del trabajo y de la población; creación —por parte de «los nuevos grupos constituidos por la división del trabajo» (p. 143)— de «nuevos órganos» estatales «para la defensa de sus intereses» (ibid.). De forma que la Antigua Atenas, como «hasta ahora, todas las revoluciones han sido en favor de un género de propiedad y en contra de otro género de la misma (...) y de hecho, desde la primera hasta la última de esas pretensas revoluciones políticas, todas ellas se han hecho en defensa de una especie de propiedad» (p. 144). De todas formas, aun tratándose de una institución política, Engels no condena la democracia característica de Atenas, ya que, según él, «no fue la democracia la que condujo a Atenas a la ruina, como lo pretenden los pedantescos quitamoscas de los príncipes europeos» (p. 150). En cualquier caso —y aunque el capítulo sea, más que una exposición histórica, la exposición valorativa de una tesis—, este epígrafe tiene a los ojos de Engels gran importancia, ya que —dice— «la formación del Estado entre los atenienses es un modelo notablemente típico de la formación del Estado en general» (p. 150). (Habría que advertir que Engels atribuye ese carácter típico al caso de Atenas «en último término, porque estamos suficientemente enterados de sus particularidades» —p. 150—, no porque existan datos fehacientes que induzcan a aplicar su ejemplo a otros casos).

— La «gens» y el Estado en Roma constituyen el tema del epígrafe VI. Aunque «dada la gran oscuridad en que se encuentra toda la historia primitiva tradicional de Roma (...) es imposible decir nada positivo acerca de la fecha, del curso o de las circunstancias de la revolución que dio fin con la antigua constitución de la gens» (p. 161), eso no es obstáculo para que Engels describa la organización gentilicia que —de acuerdo con la tesis general de la evolución social, según el modelo iroqués y a la luz de la teoría marxista— debió existir en tiempos anteriores a los históricos. En este sentido, y habida cuenta de que los primeros datos que se poseen (por ejemplo el derecho hereditario por vía masculina), no coinciden con lo que —a priori— deben ser inicios sociales, se afirma que la gens romana corresponde a una fase posterior: «Excepto el paso al derecho paterno» —que según la tesis de Engels no puede ser originario—, «también aquí se trasluce de una manera evidente lo iroqués» (p. 154), por ejemplo en la figura de los «dos jefes militares (cónsules) con iguales poderes en sus funciones (como entre los iroqueses)» (p. 163); de manera que «aun admitiendo que las curias y tribus no fuesen en parte sino formadas artificialmente, no por eso dejaban de hallarse constituidas con arreglo a los verdaderos modelos espontáneos de la sociedad» (p. 160): hay que pensar que se trata de «modelos espontáneos» según el criterio de Engels; el subrayado no es del autor). En la descripción conjeturada de esa sociedad se utilizan los factores económicos como dominantes: factores conocidos, o imaginarios si faltan los datos (v. gr.: «Rómulo fue quien debió hacer el primer reparto de tierra a los individuos», p. 153; «La propiedad territorial parece que estaba distribuida con bastante igualdad entre el pueblo y la plebe», p. 161; etc.); estos factores económicos debieron ser —de acuerdo con la teoría general utilizada— los que condicionaron que quedara «suprimido así el antiguo orden social, fundado en los vínculos de sangre, y los sustituyó una verdadera Constitución de Estado basada en la división territorial y en las diferencias de fortuna» (p. 163).

— La «gens» entre los celtas y los germanos se describe, igualmente, con arreglo al esquema evolutivo indicado para todo el mundo. Concretamente pasa revista a los bárbaros de Escocia, Gales, Irlanda, Germanos, Rusia, etc., aunque —por fuerza de los datos históricos— debe reconocer que estas sociedades eran monogámicas y patriarcales, como en el caso de Roma se afirma que ello es debido a que se trata de una fase posterior en la que «el derecho materno había sido reemplazado por el derecho paterno» (p. 173). Sobre tal base cualquier dato —por ejemplo la necesidad de un período de siete años para consolidar las nupcias en algunas tribus, o el «ius primae noctis», o el respeto a la mujer, o cualquier otra institución— se interpretará como «un vestigio de la familia punalúa (p. 169), «una reliquia viva de la gens organizada con arreglo al derecho materno» (p. 172), como algo que «nos recuerda los tiempos del derecho materno» (p. 170). Para que la tesis quede indemne se prescinde de datos o conclusiones que pudieran considerarse argumentos en contra; así, por ejemplo, tras analizar los «vestigios» semánticos maternos, cuando un término ofrece dificultades para ser encajado, se ignora: «Sibja (pariente) parece poderse dejar a un lado» (p. 171); o —después de apoyarse en la autoridad científica de Kovalevski— se le desautoriza cuando «pretende que la situación descrita por Tácito suponía, no la comunidad de marca o de localidad, sino la comunidad doméstica; de esta última es de quien, a juicio suyo, saldría más adelante la comunidad local, por efecto de la población» (p. 177); pero esto resulta inaceptable si se quiere mantener la hipótesis de la originalidad del «matrimonio por grupos». Conviene de todas maneras señalar la trivialidad de la conclusión que se persigue en este capítulo (aparte de insistir en negar la «naturalidad» del matrimonio): se busca afirmar algo perfectamente admisible, y que hubiera requerido pequeña argumentación; afirmar que «se acabó la gens el día en que la sociedad salió de los límites dentro de los cuales era suficiente esa constitución» (p. 182) parece cosa incuestionable, sin necesidad de haber inventado o manipulado una serie de pseudo-argumentaciones.

— La formación del Estado de los germanos se estudia en relación con la caída del Estado romano, que «se había vuelto una máquina gigantesca y complicada, con el exclusivo fin de explotar a los súbditos» (p. 186) y de negar las «diferencias de nacionalidades; no más galos, íberos, ligures, nórdicos, todos eran romanos» (p. 185). Con las invasiones desaparecerá la organización de los bárbaros según gens —desaparición que Engels valora negativamente—, hasta el punto de que hacia el siglo VIII la situación se describe como análoga a los tiempos de la caída de Roma; de todas formas, habrían tenido los bárbaros un «misterioso sortilegio por el cual trasfundieron (...) una fuerza vital nueva a la Europa agonizante» (p. 195); así, por ejemplo, habría que agradecerles la supresión de la antigua esclavitud (en lo que la Iglesia nada habría influido, puesto que —para Engels— «el Cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver en la extinción progresiva de la esclavitud. La ha practicado durante siglos en el Imperio Romano, y más adelante jamás ha impedido el comercio de esclavos de los cristianos, ni el de los alemanes del Norte, ni el de los venecianos en el Mediterráneo, ni más recientemente la trata de negros» (p. 188). Esas aportaciones bárbaras serían debidas a «sencillamente... su barbarie, su constitución gentil» (p. 195), aunque hubieran perdido esa constitución al invadir el Imperio. «¿Qué les hizo capaces de eso sino su barbarie, sus hábitos de gentiles, herencia viva de los tiempos del derecho materno?» (p. 195). Por más que no existan datos sobre la originaria «matriarcalidad» germana, hay que suponerla, y habrá —según el esquema de Engels— que valorar positivamente todo lo que puede entenderse como una «vuelta» a aquella época, todo lo que suponga oponerse a la degeneración que es la civilización —el Estado, sobre todo—: «La fuerza y la animación vitales que los germanos aportaron al mundo romano, era barbarie (...). Así se explica todo» (p. 196). «Todo» se explica por un único criterio, asentado en razones ideológicas: la primacía de la barbarie sobre la civilización, a la que Engels dedica el último epígrafe, que se titula cabalmente de este modo:

— Barbarie y civilización. Independientemente de los datos históricos (que, por cierto, no se aportan, sino que se suponen), y limitándose a reproducir las tesis marxistas —«El Capital, de Marx, nos será tan necesario aquí como el libro de Morgan» (p. 197)—, sintetiza aquí Engels toda la ideología que ha servido como hilo conductor a lo largo del libro, y que se ordena a fundamentar lo que será la sociedad post-revolucionaria. Para ello conjetura «las condiciones económicas generales que en el estadio superior de la barbarie minaban ya la organización gentil» (p. 197), hasta desembocar en la civilización. Señala tres grandes revoluciones prehistóricas, ligadas —claro está— a otros tantos factores económicos: a partir de la presunta propiedad común:

1. «Las tribus de pastores se destacaron del resto de la masa de los bárbaros: primera gran división social del trabajo» (p. 199). Aparece el cultivo de los huertos, los primeros descubrimientos industriales (metalurgia) y oficios manuales; con todo ello «nació la primera gran escisión de la sociedad en dos clases: señores y esclavos, explotadores y explotados» (p. 201), y, sobre todo, la sumisión de la mujer. (Aunque lo utiliza como postulado inconmovible, Engels tiene que reconocer el carácter conjetural de todo esto: «Nada sabemos hasta ahora de cuándo y cómo pasaron los rebaños de ser propiedad común de la tribu o de la gens a serlo de los jefes de familia» (p. 201)).

2. «La segunda gran división del trabajo; el oficio manual se separó de la agricultura» (pp. 203-204): «La esclavitud (...) llega a ser entonces un elemento esencial del sistema social» (p. 204), y aparecen la producción mercantilista, el comercio y la diferencia entre pobres y ricos (ibíd.). Este «paso a la propiedad privada completa se realiza poco a poco y paralelamente al tránsito del matrimonio sindiásmico a la monogamia» (ibíd.).

3. Una tercera división del trabajo (...) crea una clase que no se ocupa de la producción, sino únicamente del cambio de los productos, los mercaderes» (p. 206), explotadores, parásitos, miseria social (p. 207). Surge también la propiedad inmobiliaria, y «así como el hetairismo y la prostitución pisan los talones a la monogamia, de igual modo, a partir de este momento, la hipoteca se agarra a los faldones de la propiedad inmueble» (p. 208).

Con todo eso —la civilización—, «la gens había dejado de existir. Fue destruida por la división del trabajo, que escindió en clases a la sociedad, y fue reemplazada por el Estado» (p. 211), que sería un «poder nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se le hace cada vez más extraño» (p. 212), «una fuerza de la clase más poderosa, de la que impera económicamente» (p. 214), «un organismo para proteger a la clase que posee contra la desposeída» (p. 215), «una máquina esencialmente destinada a tener a raya a la clase reprimida y explotada» (p. 220).

Engels pone todas estas consideraciones acerca del Estado —producto de aquella degeneración que habría sido la civilización— en relación con el otro tema del libro (la familia): «La forma de familia que corresponde a la civilización y vence definitivamente con ella es la monogamia, la supremacía del hombre sobre la mujer» (p. 219). Pero, al igual que en el caso de la familia, tras la revolución asegura una forma superior que —con palabras de Morgan— «será una reviviscencia de la libertad, igualdad y fraternidad de las antiguas gentes, pero bajo una forma superior» (p. 223).

El propio Engels ofrece sintéticamente un resumen de la tesis que —por lo que se refiere al Estado— buscaba establecer en este libro: «El Estado no existe desde toda la eternidad. Hubo sociedades que se pasaron sin él, que no tuvieron ninguna noción de Estado y de la autoridad del Estado. En cierto grado del desarrollo económico, necesariamente unido a la escisión de la sociedad en clases, esta escisión hizo del Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos a paso de gigante a un grado de desarrollo de la producción en que no sólo ha dejado de ser una necesidad la existencia de estas clases, sino que ha llegado a ser un obstáculo positivo para la producción. Las clases desaparecerán tan fácilmente como surgieron. La sociedad que organizará de nuevo la producción sobre las bases de una asociación libre e igualitaria de los productores transportará toda la máquina del Estado allí donde, desde entonces, le corresponde tener su puesto: al museo de antigüedades, junto al torno de hilar y junto al hacha de bronce» (p. 217), donde —en la primera parte del libro y por idénticos razonamientos— había reservado también una vitrina para la «familia monogámica».

VALORACIÓN TÉCNICA Y METODOLÓGICA

La precedente exposición, en la que se recogen no sólo las ideas propugnadas, sino también la argumentación ofrecida en su apoyo, permite calibrar el alcance metodológico y técnico de la obra. Por eso, las valoraciones que siguen tienen el carácter de comentario sobre lo expuesto.

a) Consideraciones estilísticas.

Por lo que se refiere a las condiciones puramente formales, hay que subrayar dos peculiaridades generales, de tipo estilístico:

1. Ante todo es necesario señalar el carácter híbrido del libro, en el que se acaballan y solapan constantemente afirmaciones de un presunto análisis histórico, junto con valoraciones «moralizantes» (formuladas en atención a una ideología —la marxista— que se da por supuesta), con suposiciones ensayísticas de tipo sociológico y con alegatos de corte político. A todo ello se atribuye idéntico valor científico, y, efectivamente, todo ello es solidario; en este sentido cabe destacar un paralelismo en la estructura de las dos grandes partes del libro (la familia y el Estado): en ambas se ofrece, siguiendo más o menos a Morgan, una historia conjetural de esas instituciones; y en ambos casos dicha exposición tiene el carácter de introducción justificadora para las extensas y sorprendentes diatribas —pp. 83-105 y 197-223, respectivamente—, con que concluye cada una de esas partes.

2. Llama igualmente la atención lo rotundo de las afirmaciones, tajantes, presentadas como indiscutibles por el autor —cuya seguridad en sí mismo resulta análogamente llamativa—, independientemente de la solidez o flaqueza de los argumentos que aduce (v. gr., tras conjeturas más o menos verosímiles, utiliza constantemente expresiones categóricas de gran energía y universalidad: «un orden preciso en la prehistoria de la humanidad», p. 33; «en la época del descubrimiento, los indios de toda la América del Norte estaban organizados en gentes, con arreglo al derecho materno», p. 112-113; «el noventa por ciento de las veces, el noviazgo prolongado es una verdadera escuela preparatoria para la infidelidad conyugal», p. 95; etc.). En ese mismo sentido, con frecuencia el modo de hablar —ingenuidades, insultos, etc.— es chocante, por cuanto se aleja llamativamente de un lenguaje medianamente científico (en la exposición de la obra quedan reseñados algunos ejemplos, que cabe multiplicar; v. gr.: «Mac Lennan, ese escocés pedante...», p. 63; «así sucede en América del Sur, como pueden atestiguarlo todos los que han penetrado algo en su interior», p. 67; «en su origen, la palabra familia no significa el ideal formado por una mezcla de sentimentalismo y disensiones domésticas del mojigato de nuestra época», p. 74; «... la presencia de jóvenes y bellas cautivas que pertenecen en cuerpo y alma al hombre, es lo que constituye desde su origen el carácter específico de la monogamia», p. 80; «... esta parece haber sido la opinión de los hombres hasta que las mujeres les pusieron otra cosa en la cabeza»; «los hombres habían logrado la victoria sobre las mujeres, pero las vencidas se encargaron generosamente de coronar a los vencedores», p. 85; «... lo sabe mejor que nadie el mojigato alemán que ya no puede mantener su soberanía ni en su casa ni en el Estado, y cuya mujer lleva con pleno derecho los pantalones de que él no es digno. Mas no por eso deja de creerse muy superior a su compañero de infortunios francés, a quien más a menudo que a él mismo le suceden cosas mucho más desagradables», p. 86; «... como la clase media en los países protestantes consta en su mayoría de mojigatos. . . », p. 89; «la venta de los hijos por el padre: ¡éste es el primer fruto del derecho paterno y de la monogamia!», p. 140; «durante algunos días de residencia en Irlanda he advertido de nuevo cómo vive aún allí la población campesina con las ideas del tiempo de la gens», p. 168; «la más baja codicia ha sido el alma de la civilización desde sus primeros días hasta hoy: su único objetivo final es la riqueza y siempre la riqueza, pero no la de la sociedad, sino la de tal y cual bellaco individuo», p. 220; etc.).

Pero esta ausencia del más elemental rigor científico no se limita a la naturaleza del libro (mezcolanza de consideraciones históricas, morales, sociológicas, políticas, etc.) o a su estilo (a menudo planfletario), sino que afecta al nervio mismo de toda la obra, comenzando por su

b) Apriorismo metodológico y nocional.

Como suele ocurrir generalmente en las obras marxistas, también ésta se edifica sobre una opción metodológica absolutamente apriorística, que convierte a todo el libro en una descomunal petición de principio: como hipótesis previa —ni siquiera formulada explícitamente, sino dada por supuesta—, se excluye la misma posibilidad de que, v. gr., el matrimonio o el Estado puedan ser instituciones naturales. Todos los esfuerzos argumentativos —más bien habría que decir «ilustrativos»— parten de dicha base: hay que explicar artificialmente la familia y el Estado; y, en ocasiones, esos esfuerzos podrían calificarse de ingeniosos o incluso plausibles (como conjeturas no demostradas), salvo en el supuesto—que de ninguna manera se contempla, sino que se ignora desde un principio— de que tales instituciones (matrimonio y Estado) fueran naturales. La actitud metodológica adoptada es —por definición— ciega para cualquier consideración finalística o moral: de forma que cuando en algún momento surja la gravitación histórica de los valores morales, se desecha sin ser tomada en consideración; no porque se haya refutado argumentativamente el peso de dichos factores, sino porque a priori se excluyó (exactamente lo mismo —y más aún— sucede respecto a cualquier factor religioso que por principio —vid. supra passim— viene calificado de «disfraz»: p.ej., ya se mencionó anteriormente la desautorización que hace de Bachofen por la exclusiva razón de que, a su entender, este autor «lleva en todas partes sus importantísimos descubrimientos hasta un misterio increíble, pues imagina que las relaciones entre hombres y mujeres, al evolucionar en la historia, tienen su origen en las ideas religiosas de la humanidad en cada época y no en las condiciones reales de su existencia», p. 45, cosa que —por definición, no por otro argumento— le resulta inaceptable). Esta opción metodológica a priori se concreta en las grandes coordenadas que vertebran el libro; a modo de ejemplo cabe citar:

1. La construcción sobre el argumento de autoridad: de hecho, según queda señalado, se aceptan acríticamente todas las afirmaciones de Morgan sin ponerlas en tela de juicio; en frase que se cita más arriba, los descubrimientos de Morgan —según Engels— «tienen para la historia primitiva la misma importancia que la teoría de la evolución de Darwin para la biología y que la teoría del exceso de precio de Marx para la economía política» (p. 27), e igualmente a lo que se hace con Marx y Darwin, las tesis de Morgan se tomarán como «principios»: «desde su descubrimiento, sábese cómo y en qué manera se ha de agrupar lo que se encuentre. Y por eso en lo sucesivo se harán en este terreno progresos mucho más rápidos que antes de aparecer el libro de Morgan» (ibíd.). Esta autoridad de Morgan, como instancia absoluta, sólo cederá ante otra instancia aún más autoritaria: la de las tesis de Marx (así, por ejemplo, Engels habrá de modificar a Morgan o añadir a sus «conclusiones» todo lo que sea interpretación económica de la historia: «Morgan expone en sus puntos esenciales las modificaciones de forma; en cuanto a las condiciones económicas productoras de ellas, en gran parte necesitaré añadirlas yo mismo», p. 137; cfr., p. ej., p. 13 y passim). Evidentemente, la autoridad de Marx tiene carácter de dogma (de cuando en cuando se ofrecen citas suyas simplemente aseverativas, con carácter de verdaderos argumentos para desmontar la opinión contraria) y de modelo: la mayor alabanza que se puede hacer de Morgan es decir que sus conclusiones «hubieran podido salir de Karl Marx» (p. 29); las ideas marxistas son el criterio de verdad: «... lo cual encontrábase ya en el Manifiesto Comunista, en cuanto eso es verdad» (p. 100: los hallazgos del jurisconsulto H. S. Maine —citado en este lugar— serán exactos en la medida en que concuerden con el Manifiesto). En este sentido no hace falta repetir que la adopción del criterio económico, como único factor relevante en la historia, es algo que se da por supuesto, sin justificarlo de ninguna manera.

2. Adopción acrítica del esquema evolutivo. En efecto, por principio —con Morgan—, se parte de la hipótesis, tomada como ley, de que las diversas modalidades de familia (frecuentemente sólo conjeturadas) forzosamente tienen que constituir formas sucesivas: no se contempla la posibilidad de una coexistencia o contemporaneidad, ya que —como dice Morgan— «la familia (...) nunca permanece estacionaria, sino que pasa de una forma inferior a una forma superior» (p. 43, aunque —en rigor— para Engels esa evolución, hasta que llegue la familia proletaria, tendrá carácter más bien degenerativo). En este sentido, prácticamente todas las páginas del libro contienen expresiones del tipo «se advierte un vestigio», «una forma ya evolucionada», «una modalidad ya desaparecida», etc., en que se da por supuesta esa evolución hasta el punto de que, si faltan datos históricos o la realidad sólidamente probada es diferente a lo que «debería ser», ello se presenta como «fases posteriores» a la que por fuerza hubo de existir anteriormente. (Respecto a este apriorismo evolucionista, es significativo, p. ej., el carácter de panacea que se atribuye a la «selección natural» cuando faltan explicaciones convincentes).

3. Pero, además, ese modelo evolutivo es uno concreto: el de los indios iroqueses, estudiados por Morgan. Este «habíase convencido de que el sistema de parentesco propio de los iroqueses (...) era común a todos los aborígenes de los Estados Unidos» (p. 27). Y el mismo modelo se extenderá no ya a los Estados Unidos, sino a todo el mundo: de forma que al estudiar, p. ej., la Grecia antigua, Roma, los pueblos bárbaros, etc., se adoptará como una escala para la datación histórica la correspondencia en cada momento de esas culturas con una u otra fase de la evolución iroquesa (que, por cierto, también es en buena medida una reconstrucción hipotética): «la forma americana es la original, siendo la forma greco-romana un derivado ulterior de ella» (p. 107); «la gens de los griegos ya no es de ningún modo la gens arcaica de los iroqueses; el sello del matrimonio por grupos comienza a borrarse muchísimo. La familia materna ha cedido el puesto a la familia paterna» (p. 125: adviértase cómo se presupone que Grecia ha debido seguir el itinerario iroqués, aunque nosotros sólo conozcamos datos que «deben ser» de una fase bastante avanzada): «Si la gens griega es una formación desarrollada de aquella unidad social cuya forma primitiva nos presentan los pieles rojas americanos, esto es verdad también para la gens romana» (p. 152), etc. No hará falta subrayar que esa universalización del modelo iroqués no se justifica en ningún momento: sencillamente se adopta como postulado, sin contemplar siquiera la posibilidad de que otras sociedades hayan seguido una marcha diferente.

4. También tienen carácter de definición apriorística los conceptos utilizados en el libro; concretamente esto sucede con las dos nociones principales que se manejan en la obra: Estado y monogamia. Como quiera que el «Estado» es para Engels una realidad negativa, y que debe destruirse, únicamente se aplicará el concepto de Estado para referirse a organizaciones sociales deterioradas: si a sus ojos —los de Engels— una organización social es positiva, v.gr., la de los iroqueses o la de los bárbaros, de ningún modo se le podrán aplicar categorías propiamente políticas («Estado» es por definición una realidad «separada» de la sociedad, una realidad «opresora», etc.). Lo mismo exactamente sucede con el matrimonio monogámico; también éste por definición es una realidad negativa; en consecuencia, cuando se refiera a sociedades en que —de hecho— la fidelidad conyugal era deficiente, en ningún momento se le ocurrirá a Engels ni pensar en una baja moralidad que destruyera los matrimonios (ya queda dicho que las categorías morales no existen, igualmente por definición): en tales casos se tratará de un «matrimonio sindiásmico», en que institucionalmente se acepta la inestabilidad. (En definitiva, que las dos categorías fundamentales —Estado y matrimonio— no se definen asépticamente, sino que su misma definición incluye una valoración peyorativa: por tanto, se aplicarán sólo a casos que, en la ideología del autor, son peyorativos; para los otros ejemplos se inventarán otros conceptos).

c) «Selectividad argumentativa».

Estas cuatro opciones apriorísticas —aunque son las principales, podrían señalarse muchas otras— explican la sorprendente «selectividad argumentativa» que también caracteriza al libro. Esta selectividad —podría denominarse arbitrariedad— lleva consigo que el autor, en atención a sus a priori, vaya seleccionando los datos, argumentos o «autoridades» que puede aducir en su favor. Los datos, argumentos o «autoridades» que se le oponen son simplemente desechados como carentes de interés o como simples excepciones: lo que le favorece tiene fuerza probativa; lo que le contradice es una anomalía despreciable. Pueden señalarse innumerables ejemplos; he aquí algunos, como muestra:

— Ya queda apuntada más arriba la regresión evolutiva que introduce (pp. 47-50) a propósito de los «celos»: aunque este sentimiento se encuentra en los animales superiores (de los que afirma categóricamente derivarse el hombre), como quiera que ha de sostenerse el principio del «matrimonio por grupos», se negarán los celos al hombre primitivo: posteriormente volverá a recuperar el hombre dicho sentimiento.

— La novela tendrá fuerza argumentativa, como testimonio sociológico, cuando apoye sus tesis: «El mejor espejo de estos dos métodos de matrimonio es la novela; la novela francesa, para la manera católica; la novela alemana, para la protestante» (p. 89). Pero cuando se considere algo que parece contradecir sus principios (v. gr., la existencia de matrimonios por razones no-económicas), dirá despectivamente: «esto sólo pasaba en las novelas» (p. 99).

—Exactamente lo mismo sucede con el empleo de la literatura mitológica: se utiliza profundamente a lo largo de todo el libro (v. gr., p. 51, p. 133...), en la medida en que cabe invocar estos mitos como autoridad. Cuando el mito constituya un ejemplo contrario, se le quitará fuerza probativa: «Porque el encadenamiento de las generaciones, sobre todo desde la aparición de la monogamia, se pierde en la lejanía de los tiempos y porque la realidad pasada aparece como un reflejo nada más en las fantasías mitológicas» (palabras de Marx citadas en la p. 129. Convendría, de todas formas, señalar que en el libro —pese a desautorizarse al mito cuando, como en este caso, no apoya las tesis mantenidas— habitualmente se utiliza como argumento, sin tener para nada en cuenta la naturaleza del «mito» en sus creadores y usándolo como fuente «histórica»).

— Se ha aludido anteriormente al empleo de «autoridades»; así, p. ej., en el epígrafe IV se utiliza a Grocio como autoridad para la historia griega, pero se le despreciará e insultará en cuanto contradiga el esquema marxista (lo que diga fuera de ese esquema se calificará —son palabras de Marx— como «digno de escribas idealistas, es decir, de escritores para su casa», p. 129). Lo mismo se hará con Kovalevski, en cuanto se salga de los carriles, pese a que previamente se le haya tomado por oráculo («Desde que Kovalevski ha demostrado...», p. 176: todo parece marchar..., «pero Kovalevski pretende que...», p. 177); análogo uso se hará del propio Morgan.

— Otro ejemplo es el de los datos que se desprecian o pasan por alto: «La confederación iroquesa presenta la organización social más desarrollada a que llegaron los indios antes de pasar del estadio inferior de la barbarie, excluyendo, por supuesto, a los mexicanos, a los neo-mexicanos y a los peruanos» (p. 119), ejemplos que —a todas luces— tienen suficiente peso específico para no excluirlos como sencillas irregularidades). Ya se ha citado cómo, en medio de un excursus filológico —p. 171—, «deja a un lado» los términos que no le convienen. Tampoco se dará mayor importancia a la coexistencia histórica de instituciones que —según el esquema general— nos podrían ser simultáneas: se dirá, v. gr., que en Roma «la gens era una asociación tan fuerte, que una gens patricia, la de los Fabios, pudo emprender por su propia cuenta, y con el consentimiento del Senado, una expedición...» (p. 158; los subrayados no son del autor).

— En otras ocasiones sí serán tenidos en cuenta los datos «adversos», pero entonces se retorcerán oportunísticamente las categorías habituales del libro. Así, p. ej., a propósito de los germanos dirá: «La forma de las nupcias era el matrimonio sindiásmico, cada vez más aproximado a la monogamia. No era aún la monogamia estricta, puesto que a los grandes se les permitía la poligamia. En general cuidábase con rigor la castidad de las solteras...» (p. 174); pero para escribir ese párrafo —en apariencia concorde con el esquema evolutivo de la familia que trata de ejemplificar universalmente— ha debido utilizar los términos en un sentido diametralmente opuesto al empleado en el libro: la poligamia permitida a los grandes y el cuidado de la castidad de las solteras, de ningún modo pueden calificarse —dentro de la terminología de Engels— como factores que llevan a considerar esos matrimonios como «sindiásmicos» y aún no «monogámicos»; por el contrario, en el resto de la obra la poligamia de los grandes y la castidad de las solteras se describen como rasgos específicos de lo que llama «monogamia». (En el mismo pasaje se retorcerá igualmente otra «constante» utilizada en el libro: «si los germanos fueron en sus bosques esos excepcionales caballeros de la virtud, poquísimo contacto con el exterior necesitaron para ponerse al nivel del resto de la humanidad europea», p. 175; con ello se aplica un factor extrínseco a la «evolución natural para homologar el caso germano a todos los demás, pero reconociendo —implícitamente— que la «libertad sexual» tiene carácter degenerativo: en contra de toda la tesis mantenida).

— En este aspecto de las excepciones minusvaloradas llama poderosamente la atención lo que se escribe a propósito de los romanos: «... Tales eran los rasgos característicos de una gens romana. Excepto el paso al derecho paterno, realizado ya, son la imagen fiel de los derechos y deberes de una gens iroquesa» (p. 154); y sorprende esa excepción, citada como algo trivial, cuando dicho «paso» constituye para Engels, entre todas las revoluciones, «una de las mayores que la humanidad ha visto» (p. 73).

Pero este último ejemplo de «selectividad argumentativa» nos lleva a ponderar ya el tipo mismo de argumentación que caracteriza al libro; se trata, ordinariamente, de una

d) Argumentación conjetural.

Según se puso de manifiesto al exponer el contenido de la obra, sus líneas maestras se perfilan sobre la conjetura, que es el género argumentativo utilizado no para detalles secundarios, sino precisamente en los pasajes más decisivos del libro: «debió ser...», «tuvo que existir...» y expresiones análogas se utilizan constantemente para establecer presuntas realidades prehistóricas (que, sin embargo, se describen con todo lujo de detalles). A modo de ejemplo, cabe señalar este género de «argumentación» por lo que se refiere:

— A la misma base del libro: la «gens matriarcal» de los iroqueses (relacionada con la llamada «familia punalúa») es el «hallazgo» fundamental que utilizará Engels como clave para la interpretación de la historia de toda la humanidad. Pero, al margen de la universalización a priori que en ello se encierra, sucede que esa misma gens se establece sobre una «deducción» conjetural; no ha existido ninguna experiencia de dicha gens, sino que se trata del esquema ideado para solucionar un problema de terminología familiar: el parentesco de los iroqueses, que se supone —sin fundamento— ha de significar algo estricto. (Convendría, de paso, advertir que el esquema familiar escogitado ni siquiera da razón cabal de dicha nomenclatura: no explica por qué la iroquesa llama «hijos» a los hijos de sus hermanas —ni, consecuentemente, por qué esos hijos de hermanas le llaman a ella «madre»—, toda vez que la iroquesa «no por eso deja de distinguir a sus propios hijos entre los demás», p. 56; la gens matriarcal dejaría, efectivamente, incierta la paternidad, pero de ningún modo la maternidad. En cualquier caso, no es esto lo que tal vez se deba subrayar más, sino la misma naturaleza conjetural del discurso, en su momento crucial).

— La misma índole de «construcciones hipotéticas» tienen todos los principales «pasos» del itinerario familiar que se describe sobre dicha «base»: según queda indicado, el autor reconoce que no existen datos en el matrimonio por grupos; tampoco justifica el tránsito a lo que denomina «familia consanguínea» —no explica el porqué de la exclusión de comercio sexual entre padres e hijos—, familia que reconoce igualmente ser objeto de experiencia; ya se ha dicho que la gens correspondiente a la familia punalúa es igualmente una reconstrucción supuesta (vid. párrafo anterior); a la selección natural, sin más explicaciones, se atribuye el paso a la llamada familia sindiásmica (sin explicar de ningún modo el porqué de los impedimentos matrimoniales de consanguinidad) y dentro de esa familia «sindiásmica» también tienen carácter conjetural la negación de valores morales, así como el importantísimo paso constituido por el tránsito a la patriarcalidad. (Conviene resaltar que esos momentos son precisamente todos los hitos definitorios de la evolución matrimonial descrita por Engels.)

— Otro tanto hay que decir en materia política, especialmente por lo que se refiere al ejemplo tomado por Engels como «modelo típico»: el del nacimiento del Estado en Atenas. Precisamente en ese epígrafe fundamental se aleja expresamente de Morgan y, sin aducir un solo documento histórico, conjetura —contradiciendo, por cierto, establecidos datos históricos (a los que luego se aludirá)— lo que «debió ser» la génesis de aquel Estado. A partir de ahí —sobre ese modelo conjeturado— articulará los otros ejemplos: es en este sentido llamativa la índole hipotética de su discurso sobre Roma (donde a cada momento recurre al artificio de declarar «formas ya evolucionadas» todos los datos que estudia).

Además de las características «técnicas y metodológicas» que se han indicado, es fácil aplicar a este libro las consideraciones comunes que pueden hacerse, normalmente, de todas las obras marxistas (varias de las observaciones metodológicas hechas aquí, son a su vez aplicables a esas otras obras).

e) Algunas otras consideraciones metodológicas, comunes a otras obras marxistas.

Habida cuenta de que estas consideraciones se apuntan en la Introducción General y aparecen en otras reseñas críticas, aquí se insinúan —brevemente— sólo dos aspectos habituales en la literatura marxista y que se advierten con gran claridad en este libro:

— Lo infundado de las esperanzas puestas en las bucólicas formas familiares y sociales previstas para después de la revolución proletaria. Efectivamente —y pese a la insistencia puesta en afirmar el carácter determinante de las condiciones económico-sociales—, el proceso de degradación que se describe únicamente se atribuye, en concreto, a la codicia, egoísmo y violencia, introducidos por las personas que dieron origen a las citadas condiciones económico-sociales. Ahora bien: si no fueron las condiciones las que llevaron a esa «degradación» (puesto que la degradación de las condiciones fue consecuencia de aquellos vicios personales), nada puede garantizar que —tras la revolución proletaria— no vuelva a iniciarse el mismo proceso «degenerativo», sobre la base de idénticos sentimientos humanos. (Las cuasi paradisíacas circunstancias en que vivía el salvaje —e incluso el bárbaro—, según se pintan en el libro, de ningún modo justifican la aparición de los sentimientos antisociales: todo lo contrario. Por muy bucólicas que sean, en consecuencia, las circunstancias post-revolucionarias, nada permite asegurar la aparición de esa especie de «nuevo hombre» que vive en una «forma superior de matrimonio» o en una «forma social superior»).

— La solidaridad metodológica de teoría histórica e incitación política permite —como sucede igualmente con todo el marxismo— aplicar sin injusticia el criterio de la praxis a las argumentaciones ofrecidas: en este sentido, la realidad de los países en que se ha efectuado la revolución marxista es un mentís a las teorías sobre la desaparición de la familia (es conocido el caso de la URSS, donde bien pronto —en 1936— se volvió a formas tradicionales de familia, y donde —en todo caso— la política familiar se rige por criterios completamente ajenos a las teorías expuestas por Engels; algo semejante cabe decir de la disciplina matrimonial en China, donde se experimentó el carácter artificial de las formas antifamiliares que se trataron de imponer por la fuerza). Por lo que se refiere a la desaparición del Estado, la hipertrofia política de esos países —hipertrofia que tal vez no encuentra paralelo en toda la historia— proporciona un contra-argumento que no necesita comentario.

VALORACIÓN DE LAS CONCLUSIONES

Ya se ha indicado la ausencia radical de toda fuerza probativa en el libro de Engels. Rigurosamente hablando no cabe referirse a «conclusiones», puesto que tampoco hay demostraciones. En todo caso se podrán valorar las hipótesis afirmadas (independientemente de que se presenten a modo de premisas o de resultados: son afirmaciones).

Únicamente cabe hacer una excepción y tratar como «conclusiones» a las proyecciones de tipo programático que se busca asentar con esta obra. A este respecto se impone una observación: aunque la evolución histórica descrita —no demostrada— fuera exacta, de ahí no cabría deducir conclusiones de tipo «definitorio» ni «normativo»; los avatares históricos de una institución natural significan sólo una factividad, y —como mucho— llegarían a individualizar la vis a tergo determinante de su proceso; pero en ningún caso facilitan «causa final» (en la que se proyecta la «forma», que encierra la «definición» natural de esas instituciones). Dicho de otro modo: en un proceso histórico pueden darse avances y retrocesos (respecto a un término que no tiene carácter cronológico); y nada asegura que las fases primitivas de ese proceso ostenten en plenitud la naturaleza realizada de dichas instituciones (realización plena —equivalente a la definición— que muchas veces es una meta moral, alcanzable poco a poco. A propósito del tema familiar resulta interesante, a modo de ejemplo, la «Digresión sobre la prohibición del incesto», que incluye J. Maritain en la séptima de sus Neuf leçons sur les notions premières de la Philosophie Morale, Ed. Tequí, París). Si de las oscilaciones históricas no se puede concluir la naturaleza de una institución, mucho menos aún cabe tomarlas como fuente de normatividad moral.

Al margen de eso, y de incidentales dislates concretos (como el que se aludió sobre la Iglesia Católica y la esclavitud; o como los abundantes asertos infundados que se han ido señalando), por lo que se refiere a las afirmaciones de Engels:

1. Desde un punto de vista histórico, puede —entre otras cosas— decirse que:

a) Respecto al tema familiar, es cierto que los historiadores y etnólogos admiten la existencia del «matriarcado» en algunos grupos primitivos. Lo que de ninguna manera puede sostenerse es la universalidad de dicha forma (mucho menos aún la «licencia sexual» que afirma el autor) ni la pretensión de uniformidad en la historia de la humanidad: para desmontar la arquitectura del libro —establecida sobre las experiencias etnológicas de Morgan, experiencias tamizadas por el a priori de la evolución universal—, bastaría aducir algunos ejemplos de primitivos actuales que nada tienen que ver (como los «paleolíticos» Tasaday —descubiertos en 1967 al sur de Mindanao, en Filipinas—, de organización monogámica) con aquella arquitectura; o el mismo carácter documental-histórico de la Sagrada Escritura (incluso si se toma sólo como fuente de historia antigua) que el autor desprecia injustificadamente; cabría asimismo aducir innumerables datos históricos: v. gr., la consideración del adulterio como gravísimo delito en la antigua Grecia «gentilicia» (vid. L. SUAREZ FERNANDEZ, Manual de Historia Universal. Tomo II: «Edad Antigua», p. 103. Ed. Espasa-Calpe. Madrid, 1973) y otros análogos. Por otro lado (cfr., por ejemplo, CH. DAWSON, La dinámica de la Historia Universal. Ed. Rialp, Madrid, en su epígrafe «La familia patriarcal en la historia», pp. 122-129), es preciso reconocer el carácter históricamente previo de la familia respecto a cualquier otro vínculo social, y advertir —también históricamente— la índole de factor de pujanza que la estabilidad y fidelidad familiar han presentado en todas partes (lo contrario es, cabalmente, lo que se manifiesta vinculado a la degeneración de los pueblos).

b) En cuanto a la institución estatal, es evidente que el Estado —tal como se comprende hoy esa noción— es posterior a otras formas de organización social más elementales, como respuesta a una creciente población y complejidad de los problemas (en este sentido sólo cabe calificar de absurda la afirmación que hace el autor en la página 122: en la sociedad gentilicia iroquesa «no hace falta nuestro estorbo de aparato administrativo, tan vasto y complicado, aun cuando hay entonces muchos más asuntos comunes que arreglar que en nuestros días»). Pero esa posterioridad cronológica de las formas estatales complejas (en sentido amplio cabe hablar de Estado allí donde hay una sociedad civil jurídicamente organizada) nada tiene que ver históricamente con el sentido que gratuitamente se le atribuye en el libro; para centrarnos en el caso que el autor toma como típico —el de Atenas— se imponen abundantes reservas a sus conjeturas: hay que comenzar por decir —contra lo sostenido en el libro— que el basileus de la primitiva Grecia tiene un papel importantísimo que decrece, precisamente, a medida que va decayendo la gens; por otra parte, de ningún modo cabe sostener el carácter originariamente plutocrático de la polis; ese carácter es posterior, pero la evolución política ulterior es concretamente opuesta a la línea señalada por Engels: el desarrollo de la institución estatal corresponde a la liberación de la plutocracia (sustituida por la democracia), hasta el punto de que de ninguna manera es posible ejemplificar las tesis marxistas sobre el Estado —opresor y consagrador de opresiones— con el modelo ateniense que, antes bien, contradice aquellas tesis (vid. p. ej., la obra de SUAREZ citada o G. H. SABINE, A History of Political Theory, Ed. Holt, Rinehart and Wiston Inc. New York, 1937).

Con estas consideraciones —y las que se han apuntado anteriormente— parece quedar manifiesto el carácter «doctrinario» de las afirmaciones (no conclusiones) contenidas en el libro.

2. Clara es su valoración a la luz de la doctrina cristiana y de la razón natural —que la doctrina cristiana confirma e ilustra— respecto a las instituciones que se contemplan en la obra. (En Das Naturrecht, de J. MESSNER, Verlagsanstalt Tyrolia, Gesellschaft, Innsbruck —trad. castellana «Etica social, política y económica a la luz del derecho natural». Ed. Rialp. Madrid, 1967—, se tratan con amplitud los temas aludidos; sobre todo en la Parte Primera —La Familia— del Libro Segundo, y en el Libro Tercero, Ética estatal. Por lo que se refiere a la doctrina de la Iglesia respecto a la familia, es valiosa la selección de textos magisteriales que, como apéndice documental, se insertan al fin de la obra Comunismo y educación familiar, de J. L. GARCÍA GARRIDO. Ed. Magisterio Español. Madrid, 1969). Aunque sean evidentes, de modo sucinto pueden señalarse algunos de los principales errores doctrinales contenidos en el libro que se comenta:

— Se sitúa en una perspectiva materialista, sin lugar alguno para la trascendencia (todo es economía y todo termina en economía).

— Su naturalismo inmanentista es por definición ateo; contrario a toda religión (ni siquiera reconoce operatividad a las ideas religiosas, aunque fueran equivocadas), y negador de cualquier valor moral (incluso natural).

— La concepción de sociedad que utiliza es absolutamente cerrada a cualquier meta o factor espiritual.

— Pervierte —o mejor, niega— la misma posibilidad de una consideración ética en torno a la sexualidad.

— Es inadmisible su concepción del matrimonio: niega su origen natural —y divino—, su carácter sagrado, elevado por Cristo a la condición de sacramento.

— Desvincula del matrimonio su fin primario de procreación y educación de los hijos (encomendada esta última a la sociedad civil).

— Niega expresamente las dos notas principales del matrimonio: unidad e indisolubilidad.

— Ignora el amor y fidelidad conyugales, y relaja toda forma de autoridad familiar.

— Al desconocer la distinción natural entre varón y mujer, opera con una noción de «emancipación» femenina, que arrebata a la mujer casada su principal misión en la familia (como madre y alma del hogar).

— Encierra una concepción de la sociedad en la que desaparece por completo la dignidad de la persona humana (se considera exclusivamente al «grupo»).

— Niega, y condena manifiestamente, todo derecho a propiedad privada (más aún la sucesión hereditaria), abundando con ello en la postergación —ontológica y de finalidad— de las personas y familias respecto a la sociedad, y eliminando esa condición para salvaguarda de la libertad.

— La conclusión revolucionaria a que apunta todo el libro resulta incompatible con los valores humanos y cristianos de cooperación y caridad.

— La caricatura de «Estado» con que trabaja el autor niega la índole natural de cualquier orden político-jurídico, imprescindible para el desarrollo de la persona, en cuya naturaleza —según el orden previsto por Dios— se funda la comunidad política y su autoridad (al margen de las formas concretas), ordenadas al bien común (conceptos todos ellos desconocidos —o negados expresamente— en el libro).

J.M.P.S.

 

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[1] Especialmente el libro Ancient Society, or Researches in the lines of Human Progress from Savegery, through Barbarism to Civilisation (Mac Millan and C., Londres 1877), de Lewis H. Morgan, etnólogo evolucionista norteamericano que estudió las formas familiares y sociales de los aborígenes USA (especialmente irokeses, con quienes pasó gran parte de su vida), atribuyendo alcance universal a sus comprobaciones e hipótesis.

[2] El epígrafe I —«Estados prehistóricos de la cultura» (pp. 33-40)— es como una introducción general, en la que establece una división de períodos (que utilizará a lo largo de todo el libro). Siguiendo a Morgan, divide la prehistoria «según los progresos realizados en la producción de los medios de existencia» (p. 33), en:

1. Salvajismo, «en que predomina la apropiación de productos naturales enteramente formados» (p. 40). Con tres estadios:

— Inferior (vida sobre los árboles, alimentación con frutos, etc.), período del que no existen pruebas, «pero admitiéndose que el ser humano ha salido del reino animal, no hay más remedio que aceptar» (p. 34).

— Medio (equivalente al paleolítico); pescado y fuego, que deben ir juntos «porque sólo el fuego permite hacer comestible de modo perfecto la pesca» (p. 34). Es el período en el que los hombres se difunden por la tierra. Antropofagia.

— Superior (arco, flecha, caza; algunas cosas de madera).

2. Barbarie, «período de la ganadería y de la agricultura y de adquisición de métodos de creación activa de productos naturales por medio del trabajo humano» (p. 40). Comienza con la alfarería; y se divide en:

— Inferior (domesticación, y cultivo de cereales; se inicia la diferenciación entre continente oriental y occidental).

— Medio (en occidente, cultivos hortícolas y casas de adobe y piedra; para el oriente señala en este período los caracteres que había definido como propios del estadio inferior: pastoreo).

— Superior (corresponde a la época heroica griega, fundación de Roma, normandos, etc.), que se inicia con la fundición del hierro —permite arados y progreso agrícola— y concluye con el alfabeto, que se situará en el tránsito a la

3. Civilización (elaboración de «productos artificiales (...) por medio de la industria (...) y del arte» (p. 40). Más adelante, en el libro, adopta un concepto diverso de civilización: más sociológico, y preñado de valoración (negativa).

[3] Todo este epígrafe tiene un estilo afirmativo, sin aducción de ningún dato o prueba. Se fundamenta en las ideas de Morgan, y se construye a base de conjeturas; por ejemplo, la vida sobre los árboles en el «salvajismo inferior» sería «la única explicación de que pudiera continuar existiendo —el hombre—  en presencia de las grandes fieras» (p. 34). De todas formas, contiene —sobre esa base—  numerosas aserciones tajantes, v.gr.: «Jamás hubo pueblos exclusivamente cazadores, como se dice en los libros (...), porque el producto de ésta es harto inseguro» (p. 35).