Fondo de Cultura Económica. México, 1938. Cuarta reimpresión, del año 1973; 90 pp. Traducción al castellano de Antonio Castro Leal.
La Introducción, escrita por el autor mismo,
corresponde a la primera edición del año 1938 ―posteriormente se hizo
otra edición popular y cuatro reimpresiones más―. En ella, el autor
denuncia la confusión producida en el campo de la Economía por algunas
«opiniones de moda»: Creer que todos los economistas estudian las mismas
cuestiones cuando, en realidad, las escuelas rivales están empeñadas en la
resolución de una serie distinta de cuestiones: «Ricardo y Marx, por ejemplo,
estaban interesados en ciertos aspectos de la distribución de la riqueza entre
las clases; Jevons y Pareto, en las condiciones del equilibrio de los precios
en un mercado abierto a la competencia» (p. 7). Otra opinión de moda es pensar
que los economistas clásicos son los rudos artesanos precursores de una ciencia
perfeccionada luego por sus sucesores gracias a unos instrumentos de
investigación más precisos. Esto no es así, afirma Dobb: «muchos de los
conceptos que utilizaban eran diferentes..., trataban de responder a una serie
diferente de cuestiones en forma diferente: cuestiones en parte relacionadas
con la distribución del ingreso nacional entre las clases y, en parte, con las
condiciones del progreso económico máximo» (p. 9).
El libro está dividido en nueve apartados y
una conclusión, en el mismo orden que seguiremos para exponer su contenido.
El nacimiento de la economía política (pp. 10-19)
La economía política nace en el siglo XVIII a
raíz de los cambios sociales, económicos e ideológicos que marcaron la
transición de la Europa Occidental hacia la nueva era burguesa Frente al
antiguo orden autoritario de «derecho divino» ―dice Dobb― se
levantaba el concepto de un «orden natural»,, según el cual la economía
política presentaba un orden económico regido por una ley natural que debería
operar libremente y sin estorbos. El soberano no debía oponerse a dicha ley a
fin de que, a través del ejercicio del derecho que cada. individuo tiene de buscar
su propio interés personal, se fomentara el bien común. «De modo que la
Economía Política tuvo su origen y derivó su fuerza como una franca apologético
del individuo capitalista» (p. 12)., El papel. de la Economía Política fue el
de descubrir y enunciar, esta ley natural.
Los fisiócratas fueron los primeros en
concebir el orden económico como análogo a un organismo natural: la,. sociedad
económica es un sistema de circulación. de la riqueza: el progreso social exige
que el sistema económico produzca el mayor excedente posible con el que el
Estado pueda realizarse. Este excedente, surplus o produit net lo
produce únicamente la agricultura. En efecto, ésta cambia, sus productos, por'
manufacturas para el sostenimiento de la agricultura y de la población agrícola,
pero aún resta un excedente que va al terrateniente en forma de renta. No
sucede así con la industria, que cambia sus productos por los productos
agrícolas que requieren su demanda de materias primas y la subsistencia de sus
obreros, sin que en ello se produzca excedente.
Adam Smith (1723-1790) se preocupó más de
proponer tesis prácticas que de establecer una unidad de conceptos, su defensa
de la nueva filosofía burguesa de libertad económica es mucho más precisa. El
único punto doctrinal de consideración en que, según Dobb, difería de los
fisiócratas era en la afirmación de éstos de que sólo la agricultura era
«productiva».
Ricardo (1772-1823), más en la tradición de
los fisiócratas, se preocupó por establecer un principio unitario que sirviera
para interpretar los fenómenos del sistema económico, preocupándole
especialmente el problema de la distribución de la riqueza. En su exposición,
la renta adquirió el aspecto de una extorsión a las clases trabajadoras en
beneficio de la clase pasiva de los terratenientes. En su teoría del beneficio
presentó virtualmente una segunda especie de produit net, inferencia que
Marx no tardó en desarrollar: el produit net de la manufactura.
La teoría del valor (pp. 20-27)
La preocupación suprema de la economía
clásica fue, afirma el autor, la de buscar una teoría del valor. Así como la
ciencia natural trataba de propiedades tales como la «longitud» y el «peso», la
ciencia económica debería poder descansar sobre el hecho básico del «valor». De
este modo los economistas políticos llegaron a concebir un «valor natural» o
principio de equivalencia económica, que no era necesariamente sinónimo de los
equivalentes del mercado, pero que se daría dejando marchar libremente el
sistema individualista del laissez-faire.
Pero los economistas clásicos ―señala
Dobb― confundieron las nociones de «costo» y «valor», y Marx sería el
primero en señalar esta confusión cuando acusó a Ricardo de confundir el
trabajo como base del valor (el gasto cuantitativo y real del esfuerzo) con los
salarios pagados a los trabajadores (el valor de su fuerza de trabajo). Según
Ricardo el valor normal del mercado debía coincidir con el valor en trabajo.
Esta coincidencia sería válida mientras el capital fijo― (lo invertido en
maquinarias, edificios, etc.) guardara la misma relación con el capital
empleado en salarios en todas las industrias. Pero esto no es así; en la
agricultura, por ejemplo, la relación del trabajo respecto a la maquinaria será
relativamente alta, y en la producción de hierro, por el contrario será
relativamente baja. En este segundo caso, en que una cantidad relativamente
considerable está inmovilizado en máquinas, la necesidad de que este capital
obtenga un tipo normal de beneficio ―pues de otro modo podría emigrar a
actividades más lucrativas― exigirá que estas mercancías se cambien a un
valor más alto por otras mercancías producidas con menos maquinaria. Los
valores del mercado, por consiguiente, no coinciden con el valor de trabajo,
sino que los valores del mercado son iguales a los salarios más el tipo normal
de beneficio sobre el capital empleado.
Ricardo y la renta de la tierra (pp. 28-32)
Según Ricardo la renta de la tierra existe,
no porque la agricultura, en el intercambio del mercado, entregue menos del
equivalente de lo que recibe en cambio. Esto no sería congruente con un «orden
natural». La renta existe debido a la diferencia de fertilidad de los suelos.
En efecto, el trigo se cultiva en terrenos fértiles, pero a medida que la
necesidad lo exige, el cultivo se extiende a suelos de inferior calidad donde
el gasto de trabajo es mayor; el valor, entonces, está fijado por el trabajo
invertido en las zonas marginales. Pero esto da como resultado que el precio
del trigo se eleve por encima del costo «medio» de la producción, dando lugar a
la aparición de la renta. Aún así, esta aparición de la renta no viola el
«orden natural» tan querido para Ricardo: la razón de la elevación de este
precio agrícola era la limitación de los recursos naturales y no la obra
mudable de las instituciones o de las restricciones hechas por el hombre. «El
terrateniente, en su papel de dueño de propiedades naturales limitadas, era un
agente pasivo y no deliberado de dicho proceso, y la aparición de la renta
estaba de acuerdo con el orden natural de relaciones de intercambios o de
valores: no lo violaba» (p. 31). El terrateniente como poseedor de propiedades
naturales limitadas tenía derecho a embolsarse la renta. De todos modos,
siguiendo la teoría de Ricardo, la renta de la tierra aparece como un excedente
obtenido a expensas de las clases industriales y como una carga sobre sus
ingresos.
Según Dobb, es este aspecto lo que más
preocupaba a Ricardo: dejar claramente sentado el antagonismo de clases entre terratenientes
y burgueses; su teoría es, principalmente, un arma teórica lanzada contra los
intereses de los terratenientes y la legislación que los amparaba. Es «el
economista burgués por excelencia que presentó mejor que nadie el orden
económico natural como una unidad conceptual, y el progreso como consistiendo
esencialmente en el proceso de industrialización capitalista. Con él llegó al
cenit la Economía Política burguesa» (p. 32). Sus continuadores, entre ellos
John Stuart Mill, no hacen más que repetir y desarrollar sus ideas.
Después de Ricardo (pp. 33-37)
Ricardo llega ―continúa Dobb― a
un callejón sin salida en su empeño de identificar los valores del mercado con
el costo real. Sus sucesores no aportan ninguna solución, se limitan a evitar
el problema: abandonan virtualmente el concepto de costo real objetivo para
suplantarlo por un costo real asentado sobre una base subjetiva.
Mc Culloch en su obra Principles of
Political Economy definió el valor real como dependiente de la cantidad de
trabajo necesario, pero al mismo tiempo parece haber definido el «afán y pena»
de Smith como medidas por el «sacrificio» de aquellos que realizan el trabajo.
Después de él el costo real se convirtió en algo claramente psicológico. La
«abstinencia» (renuncia a consumir en el presente para invertir en el futuro)
de Senior daba la explicación del beneficio y ya no lo clasificaba en la
categoría de un excedente; el costo real era igual a trabajo más abstinencia;
el costo nominal y el precio eran iguales a salario más beneficio. Pero Senior
encuentra una dificultad ―en opinión de Dobb insuperable― para
fijar los límites del concepto de abstinencia: ¿Había sacrificio o costo real
implícito en el préstamo de bienes, que habían sido heredados, como en el de
bienes acumulados por nuestras rentas? ¿Es lo mismo prestar un ferrocarril que
una parcela de campo? Para Dobb el «sacrificio»,resulta sencillamente una
función de las oportunidades que se presentan y no constituye nada fundamental.
De aquí en adelante, la búsqueda de la teoría
del valor se convierte en una compilación de las causas inmediatas de las
variaciones del precio en el mercado. Además, desaparecido un sistema adecuado
de costo real, no existe base para distinguir entre producto bruto y producto
neto y el concepto de excedente no tiene ya ningún sentido aplicable.
Marx y la plusvalía (pp. 38-43)
La tradición que venía desde los fisiócratas
a través de Ricardo no pasó a los sucesores de éste ―afirma Dobb―,
sino a Marx (1818-1883), quien tomó el sistema de Ricardo, lo despojó de su
armazón de «ley natural» y coronó el edificio clásico de la economía política.
Y lo coronó de la misma forma que en su interpretación materialista de la
historia hizo con Hegel: poniéndolo sobre los pies cada vez que lo encontró
cabeza abajo.
Para Marx, el capitalismo no constituía el
punto final del progreso económico, no era un sistema basado en un «orden
natural», sino una etapa histórica transitoria. No le interesaba identificar
los precios del mercado con el costo real. El trabajo en su sentido objetivo
―el gasto de energía humana de músculos y nervios― constituía el
valor. Bajo ciertas condiciones (que oscuramente Marx llamó «una sociedad de
producción de mercancías simples») los precios del mercado coincidirán con los
valores; se cambiarían equivalentes por equivalentes. Y aquí insiste Dobb en
que, por no haber comprendido exactamente que lo expresado anteriormente no
sucedería «de ningún modo bajo toda clase de condiciones» se originaron las «monstruosas
equivocaciones» que influyeron sobre los críticos de Marx (p. 39). No hay
contradicción alguna ―sigue afirmando Dobb― cuando Marx, en el
volumen III de El Capital, declara expresamente que en las condiciones
del capitalismo moderno, las mercancías no se cambian por sus valores, sino por
lo que él llama su «costo de producción». Esta última cantidad es igual a los
salarios más el beneficio del capital empleado; el cual difiere del «valor»
según sea la «composición orgánica del capital» (relación de salarios sobre
maquinaria) (p. 40).
No puede haber contradicción ―juzga
Dobb― porque a Marx no le movía el deseo de identificar los precios del
mercado con el costo real; su problema era determinar la significación
social del beneficio capitalista: ¿cómo aparecía? Marx toma una «sociedad
de mercancía simple» (sin la complicación de las diversas composiciones del
capital) y en su investigación ―según Dobb―, comprueba que el
beneficio no puede aparecer en el cambio, porque éste es un cambio de equivalentes;
debe provenir de otra parte: de la fuerza de trabajo. El trabajo
(mercancía que se paga a su justo valor) tiene la propiedad de producir mayor
valor que el que el trabajo en sí mismo tiene. Este mayor valor es el que se
apropia el capitalista. Esta propiedad cualitativa es lo que Marx denomina con
el término de plusvalía.
Pero como la fuerza de trabajo figuraba sólo
como una mercancía, comprada y vendida en el mercado de trabajo bajo una serie
de condiciones históricas ―la aparición de un proletariado sin bienes,
por una parte, y de una clase propietaria por la otra― el beneficio, por
tanto, no podía ser una categoría natural: era una categoría de ingreso propia
de una particular etapa histórica.
En las etapas finales de su análisis, Marx
presentó las condiciones que eran la causa de que los precios del
mercado difirieran de los equivalentes del valor. La primera de éstas es la
necesidad que tiene el capital de «derramarse» de modo que produzca un interés
igual por unidad monetaria. Esto hacía que las mercancías, producidas con una
proporción relativamente grande de capital fijo respecto al trabajo, fueran
vendidas por encima del equivalente de su valor, y los que tenían una
proporción baja de maquinaria respecto a la de salarios, se vendiesen por
debajo del equivalente de su valor. En este momento, sin más explicaciones,
Dobb afirma «pero esta divergencia no era de tal naturaleza que invalidara su
ecuación central, que cambiara el carácter de plusvalía que tenía la utilidad.
Provocaba una distribución distinta del excedente entre las diversas líneas de
la industria y cambiaba las proporciones de la producción en las diversas
líneas, pero no afectaba la magnitud de la plusvalía en el conjunto de ellas»
(p. 43).
La nueva economía (pp. 44-45)
En las tres últimas décadas del siglo XIX la
economía política sufrió una transformación importante. Por una parte la
escuela austríaca', con Menger, Böhm-Bawerk y Wiesser; en Inglaterra, Jevons, y
por otra parte la escuela de Lausana con Walras y Pareto y Marshall en Inglaterra,
construyeron el nuevo armazón dentro del cual, según el autor, la economía se
mueve desde entonces.
Las diferencias más notables con la vieja
escuela son:
a) Se
desplaza la atención, antes puesta en la oferta y el costo― hacia la
demanda del consumidor y la utilidad como determinante del valor de cambio. El
valor ahora viene determinado por la capacidad de una mercancía de dar
satisfacción a los consumidores (es decir: por su utilidad). Esto representa
para Dobb adoptar una posición psicológica y hedonista ante― él problema.
b) Subrayan
el efecto de los cambios en el margen: la Importancia que tiene la utilidad
marginal en la determinación del valor.
c) Ya no
interesa encontrar la clave para el problema de la equivalencia, sino que la
investigación es más empírica: las causas de las variaciones en los valores del
mercado. Pierde sentido el concepto de valor absoluto.
En el resto del capítulo, el autor explica
superficialmente y en plan de vulgarización, utilizando sobre todo a Jevons,
los fundamentos de esta nueva economía, para llegar a la conclusión de
que las complicaciones les hacen debatirse inútilmente en un callejón sin
salida.
El «costo real» subjetivo (pp. 56-65)
La primera serie de complicaciones de la
nueva economía comienza cuando los economistas descubren que lo que realmente
interesa, en el mundo comercial moderno, no es la utilidad directa que para el
vendedor tienen las mercancías, sino que su determinación de vender depende del
costo de ellas. Es, pues, necesario un análisis del costo; el problema se
reduce a determinar el valor de los factores de producción: tierra, trabajo y
capital. Según Dobb, esta costumbre de los economistas de designar por la
palabra «distribución» esta parte de la investigación, ha sido fuente de
confusiones, pues los clásicos con la misma palabra se referían a otra
cuestión: la participación del producto total que tocaba a las diversas
clases sociales.
A continuación el autor enuncia brevemente la
«teoría de la productividad marginal»; el concepto de los «coeficientes
técnicos» de Walras y de Cassel; luego pasa a Jevons y su función de
desutilidad para llegar a la conclusión de que «tales escritores han
declarado categóricamente que el único costo es la pérdida de las utilidades que
un factor pudo haber producido si se hubiera aplicado a un uso distinto de
aquel al que se aplicó en la práctica. Costo es sencillamente el otro 'lado del
escudo' de la utilidad: se compone sencillamente de utilidades de las que nos hemos
privado al adoptar cierto modo de acción» (p. 65).
Equilibrio general y parcial (pp. 66-67)
La segunda serie de complicaciones aparece
cuando de un caso simplificado de intercambio de dos mercancías pasamos a
consideraciones más complejas de equilibrio en el mundo real, en donde se
realiza un intercambio de gran variedad. Por ejemplo: una mercancía como el
trigo, que debemos considerar como si se intercambiara por la masa total de las
demás mercancías (debido a la importancia que ocupa el trigo no sólo en el
gasto medio de los consumidores, cuanto en el empleo de uno o más factores de
producción), su demanda no puede ser considerada en función solamente de la
utilidad marginal del dinero de los compradores. Son necesarios métodos más
complejos como los de la Escuela de Lausana (Walras y Pareto). Parte Dobb del
supuesto que el lector conoce estos métodos y, sin mediar más explicaciones,
advierte que por haber desdeñado las limitaciones esenciales de un análisis del
equilibrio parcial, las divisiones en «elasticidad de la demanda», «utilidades
crecientes», etc., tan familiares a los libros de texto, resultan trampas para
los incautos (cfr. p. 67).
La economía como una apologético (pp. 68-86)
Los exponentes de la «teoría de la utilidad»
señalaron por qué el equilibrio, basado en la competencia, representa el
sistema de precios que produce la mayor utilidad a las parte interesadas. Ya no
interesaban los problemas que habían ocupado a los economistas cien años antes,
pues el capitalismo industrial triunfó sobre la vieja sociedad terrateniente.
La nueva economía subjetiva consiguió justificar el nuevo orden burgués y
proporcionó, con su análisis del precio de mercado, una técnica más adecuada
para los problemas que ocupaban el espíritu de los servidores del capitalismo.
Pero en realidad esta apología del laissez-faire
no es más que una prestidigitación verbal (cfr. p. 70); si se saca una
conclusión ―dice Dobb― es porque las condiciones para sacarla ya
estaban implícitamente contenidas en los supuestos de que se partía. Sólo así
pueden seguir aceptando como principio general el laissez-faire, el
cual, de todos modos, carece cada vez más de sentido debido al nuevo
capitalismo monopolístico que reemplaza al capitalismo de competencia del siglo
XIX.
Sin embargo, ―añade Dobb―, frente
a los ataques proletarios, todavía tiene éxito como apologético, con su teoría
de que las ganancias del trabajo y del capital corresponden ―son las
compensaciones necesarias― a los «esfuerzos y sacrificios» realizados. Cassel,
incluso, pretende demostrar, por el principio de escasez, que el interés
tendría que existir aún en un estado socialista.
Dobb recalca que la nueva economía no trata
las mismas cuestiones que la economía clásica. Esta buscaba juicios normativos,
como es el caso de su teoría del valor. Aquélla no es más que una teoría de los
precios del mercado, que no puede por sí misma suministrar norma alguna. Pero
―sigue diciendo Dobb― la nueva economía no se resigna a dicho papel
y busca una base para ofrecer esa norma.
Esa base pretendió darla el hedonismo: si
suponemos que la demanda de ciertos artículos es un índice cierto de alguna
satisfacción fundamental, existirá, por tanto, una norma que permitirá decir si
una sociedad económica, basada en el sistema de precios y mercados es preferible
―desde el punto de vista económico― a una sociedad comunista. Más
modernamente se tiende a cortar la relación entre la Ciencia Económica y el
«hedonismo», y definir la utilidad como medida por el deseo de una
persona hacia una mercancía, de tal modo que el precio resulta entonces un
reflejo o consecuencia de las preferencias de los consumidores. Pero tampoco
consiguen otra cosa que no sea la de dar datos para una teoría del equilibrio
del mercado. Pues estas selecciones, hechas por el consumidor en base a sus
deseos, no son necesariamente el reflejo de nada final: pueden ser arbitrarias
o efímeras; pueden ser el resultado de un capricho pasajero o de una publicidad
eficiente.
Exactamente el mismo reproche hace Dobb a
Marshall y Jevons, que intentan conservar la vieja noción de utilidad en su
sentido de satisfacción de las necesidades, y convertir así la economía
en una ciencia normativa del bienestar económico.
Por razones algo semejantes, el intento de
basar una teoría de la distribución en una concepción subjetiva del costo
real (es decir: considerado como esfuerzo y sacrificio) en sustitución de
los viejos conceptos clásicos del costo real objetivo parece tener poca
consistencia, pues ¿cómo se mide el sacrificio? ¿es un sacrificio igual
ahorrar una herencia (caída del cielo) o ahorrar un ingreso que era esperado?
Por otro lado, si usamos los términos «sacrificio» o «abstinencia» en algún
sentido que sea fundamental, entonces el sacrificio no está en los hombres
ricos, sino en los de ingresos menores y es el consumo estrecho del
proletariado que permite a las clases propietarias gozar de sus rentas
privilegiadas.
La economía moderna, indudablemente, ha
desarrollado una técnica. La concepción de la ecuación funcional y de los
incrementos en el margen, permiten una precisión de pensamiento imposible de
alcanzar antes. Pero la Ciencia Económica, por sus supuestos, debe limitarse a
esto: a una investigación restringida a las condiciones de equilibrio del
mercado dado por las preferencias de los consumidores y por la oferta por parte
de los factores de producción. Sin embargo, los economistas ―o por lo
menos sus oyentes lo imaginaron― pensaron que respondían al tipo más
amplio de cuestiones que eran el tema de la Economía Clásica: cuestiones tales
como la relación entre las clases y los méritos comparativos de los diversos
tipos de sistemas económicos.
Conclusión (pp. 87-90)
Es posible que el cálculo diferencial y las
ecuaciones del equilibrio del mercado hayan dicho todo lo que podían y que la investigación
del porvenir radique en este tipo de estudios concretos y experimentales. Pero
lo que resulta claro a Dobb es que no aportará ninguna solución a los problemas
de la distribución general de la riqueza y a los resultados comparativos de los
diversos sistemas económicos; este grupo de cuestiones probablemente serán
contestados con los conceptos que usaron Ricardo y Marx.
Aunque la cita sea un poco extensa, recogemos
textualmente el final de esta obra de Dobb, pues de este modo queda fielmente
reflejada la conclusión a la que quiere llegar: «Es discutible que, en todas
las ramas del saber, sólo puedan tener sentido aquellas cuestiones que sean
reducibles a términos de acción, y la acción implica un individuo,
arbitrariamente escogido, que inicia la acción. Por lo menos parece ocioso
pretender que podamos estar lejos de la batalla de la historia contemporánea en
un estudio tan íntimamente ligado a los problemas prácticos como la Economía
Política. Es cierto que muchos economistas, lamentando el desdoro tan vulgar
del partidismo, han tratado de salvar la Economía Política haciéndola más
formal, exigiendo exclusivamente un interés en la economía como una técnica
matemática. Por este camino podrán, sin duda, llevar su ciencia hacia una
pureza de claustro; pero lo harán evadiendo, más que resolviendo, las
cuestiones que eran la razón de ser de la Economía Política, por lo menos en su
forma clásica. Además, aquellos que más alto se jactan de su formalismo, son
los que de hecho presentan más frecuentemente, como corolarios de sus teoremas,
los juicios más dogmáticos sobre los negocios prácticos. Es raro encontrar que
el partidarismo radique en la diferencia de las respuestas a una misma
cuestión; radica más bien en la forma en que las cuestiones se plantean, en que
se distribuyen, y combinan y en la exclusión de otras cuestiones. He sugerido
que la Economía Política nació como una apologético de cierto orden social y
que hoy continúa siendo una apologético. Y parece que la Economía Política
tendrá que ser necesariamente una apologética (si no una contra-apologética)
mientras las cuestiones que constituyen su fundamento no se planteen en una
forma práctica. El considerar a la Economía Política en sí misma como una parte
de la historia, en nada la hará menos esclarecedora. Es indudable que el tratar
el pensamiento como a los demás factores históricos asignándole un lugar en la
batalla de la historia contemporánea
―dejar que afirme claramente una parcialidad que desde antes
llevaba implícita― el único modo de salvarlo de caer en un cerrado
escolasticismo y de hacer que sus cuestiones y sus respuestas tengan algún
sentido» (pp. 88-90).
No deja de ser sorprendente que una
introducción a la economía, tal como el título de esta obrita insinúa, se
limite a unas divagaciones sobre un único tema: la teoría del valor. No trata,
a lo sumo lo hace de pasada, principios fundamentales de la economía política
(factores de producción, empresa, etc.); ni de los elementos que constituyen el
engranaje de lo económico: el mercado, precio, interés, el comercio, dinero y
crédito, el salario. Como veremos más adelante, lo que interesa al autor, más
que introducir al estudiante en la economía política, es crear una actitud o
postura ante el tema.
En la exposición de la teoría del valor llega
a varias conclusiones:
a) Marx
completa a Ricardo coronando la teoría clásica. Es posible que Marx pretendiera
perfeccionar la teoría ricardiana del valor basada en el trabajo, pero lo que
consiguió fue llevarla a un absurdo; la utilizó para fundamentar lo que sería
la piedra angular de su sistema económico social: la plusvalía. Ricardo subrayó
expresamente que las cuestiones fundamentales de la economía no están necesariamente
unidas con la teoría del valor (1); Marx
va mucho más lejos que Ricardo, pues mientras éste sugiere que los bienes se
cambian en proporción al trabajo utilizado en su producción, aquél
considera al trabajo como la esencia del valor (2).
Aunque la teoría ricardiana del valor era errónea, entusiasmó a Marx porque le
daba pie para lo que deseaba demostrar: el régimen capitalista es un régimen
basado en la explotación. A partir de la teoría de la valoración del trabajo
sigue el hilo de su razonamiento ―chocando con la realidad
continuamente― hasta el final; un final que ya conocía de antemano: desde
1848 cuando redactó el Manifiesto Comunista. Nadie cree seriamente que la
teoría del valor de Marx sea el fruto de una investigación imparcial (3).
A pesar del escándalo que producen a Dobb las
supuestas contradicciones que los economistas encuentran en Marx, es preciso
reconocer que la contradicción con la realidad es permanente desde el punto de
partida, no así ―siempre por lo menos― con su propio razonamiento,
lo que lleva a la impresión de que todo el sistema no es más que una pura
construcción mental sin asidero en la realidad, a menos que lo real sea su
propio pensamiento y lo otro mera apariencia como más de una vez da a entender
Marx (4).
Así como Dobb cuida de que sea una exposición
crítica la que hace de los economistas anteriores y posteriores a Marx, al
referirse 'a éste cambia totalmente de tono e intenta dar la impresión de
exponer no ya una teoría, sino la verdadera explicación ante los problemas de
la economía política. Para una exposición imparcial, y coherente por otro lado,
quizá hubiera sido conveniente no omitir algunas contradicciones de la economía
elaborada por Marx. Sin ir más lejos no demuestra nunca su teoría de la
valoración del trabajo, la expresa como una creencia, con unas características
poco compatibles con el espíritu científico y realista del que presume. En el
volumen III de El Capital abandona cuantas veces no le ofrece la
solución adecuada, su teoría del valor para recurrir a las condiciones de
oferta y demanda del mercado. Incluso autores abiertamente simpatizantes tienen
sus objeciones: «Marx tenía poca razón, incluso en términos de su propio
sistema teórico, para suponer una tasa constante de plusvalía junto con una
creciente estructura orgánica del capital» (5),
pues si así fuera, los salarios reales tenderían a aumentar (una elevación de
la estructura implica mayor productividad), pero si los salarios permanecieran
constantes como Marx afirma, no puede ser cierta la ley de los beneficios
decrecientes (otra afirmación de Marx).
En la página 42, Dobb alude a la igualación
de la tasa de beneficios; constata que los precios difieren del valor
―trabajo, pero afirma que ello no cambia el carácter de plusvalía que
tiene la utilidad, sin más demostraciones. En realidad no hubiera podido
demostrar nada porque el mismo Marx, al encontrarse con esta realidad, renuncia
en sus explicaciones a la teoría del valor trabajo (sin cuya teoría es
imposible sustentar la de la plusvalía) (6).
b) Las
teorías de la utilidad marginal, asegura Dobb, deben desecharse como
irrelevantes.
Es verdad que los brillantes razonamientos de
los teóricos de la teoría subjetiva del valor no logran aclarar el problema de
la formación de los precios, pero sí explican por qué se efectúa el cambio y
aclaran la causa de la elasticidad de la demanda, etc. También ―aunque no
sea esto considerado por Dobb precisamente como un servicio a la ciencia
económica― rechazaron con argumentos científicos contundentes la teoría
del valor basada en el trabajo.
c) La
teoría del valor es la que suministra la norma necesaria para que la economía
exprese los juicios normativos a los que frecuentemente esta ciencia
debe llegar.
La opinión de muchos economistas es muy otra.
Para citar uno de ellos:
«l.º El centro de la teoría económica es la teoría del precio no del
valor. La teoría del valor nunca puede sustituir a la del precio, aunque ayuda a su
construcción. 2.º Para la, explicación del precio no es indispensable la teoría
del valor. 3.º La última raíz de todos los fenómenos del precio, como de todo
lo económico, es representación subjetiva del valor; pero ―y aquí
comienzan las diferentes opiniones― tiene que incluir la electrotecnia en
su investigación el estudio del calor solar, ya que toda energía se refiere
finalmente a él? Seguramente no. Tiene su objeto de conocimiento propio. ¿No se
puede decir algo análogo de la relación entre la teoría del valor y la economía
política?» (7).
Para Dobb, la economía es una apologético (o,
en su caso, una contraapologética) de un cierto orden económico. Se sitúa así
en una línea rigurosamente marxista: para Marx la economía de los clásicos
estaba ligada esencialmente a la enajenación (alienación) existencias del
trabajador. Respecto a la economía clásica, lo que Marx quiere poner de relieve
'es «el carácter ilusorio» de esta pseudociencia' (8)
A continuación, Dobb redondea su idea aclarando que la economía debe ser partidista.
Una de las características especiales de la filosofía marxista es su
postura del partidismo; toda teoría económica ―también, por supuesto,
filosófica o social― refleja los intereses de una clase. La pretendida
filosofía ―o la economía en nuestro caso―, apartidista, natural, «objetiva
burguesa, no existe; no es más que la justificación teórica para defender los
intereses de clase. Sólo el partidismo proletario es un verdadero objetivismo,
porque en él, y solamente en él, coinciden los intereses subjetivos del
proletariado con el objetivo proceso de la evolución histórica. La filosofía y
la ciencia ―sea cual sea el tema del cual ésta se ocupe― debe ser
partidista, y por ello todo proceder neutral, objetivo y apolítico es
rechazado; pero el partidismo comunista, contrariamente al burgués, es idéntico
a una consideración objetiva de la naturaleza del conocimiento» (9).
La justificación teórica del partidismo se
encuentra en el Materialismo histórico, que es una parte de la visión marxista
del universo y cuya crítica no es el caso aquí realizar. De todos modos, caben
ciertas consideraciones acerca de la economía que situarán a la misma en un
plano totalmente distinto del que pretende Dobb.
Podemos estar de acuerdo en que el economista
no debe limitarse a describir fenómenos y expresar su relación legal. Debe
orientar, aconsejar, entre varias soluciones posibles la que sea más adecuada a
la situación concreta.
Es cierto que la verdad tiene exigencias
prácticas que hay que asumir: las actitudes de compromiso y eclecticismo son
antifilosóficas (10). Se puede admitir
también que la «economía clásica» sea en parte expresión de un cierto sistema
filosófico y se pueden abandonar muchos de sus postulados y construcciones
―sin pedirle, como hizo Marx, que nos sirva de sustento para otro sistema―
por encontrarla enraizada en un naturalismo amoral que es falso: rechazamos la
pretendida organización de la economía como un saber de la naturaleza, que
trae como lamentable consecuencia «que no se establecen en la conducta
económica otros fines que los de la satisfacción de las necesidades materiales
y la discusión queda reducida a si éstos deben ser individuales o colectivos» (11).
Solamente un contexto marxista puede limitar
la economía a un papel apologético, que responda además a los presupuestos filosóficos
o sociales de los que parte: si nace de la filosofía naturalista e
individualista de un Rousseau tendremos la economía clásica; en manos de Marx
se convierte en el instrumento de trabajo de un sistema materialista absoluto y
revolucionario.
La economía es una ciencia práctica, su
conocimiento se ordena a procurar un bien al hombre; es un saber que orienta la
acción, para lo cual necesita ―como es natural― una información
experimental, un conocimiento amplio de los hechos y de todos los términos del
problema, y para eso solicita el auxilio de otras disciplinas. Su objeto
material son los bienes materiales: el formal ―el punto de vista desde el
cual considera estos bienes― es la recta producción y uso de esta riqueza
en orden al bien común. No tiene, por tanto, fundamento la pretensión de los
economistas liberales de reducir la economía a una «física», ni, como los
nuevos economistas, a una ciencia abstracta de tipo matemático, pero tampoco es
una simple apologético de un determinado orden como sugiere Dobb. Ha habido una
economía que ―desconociendo la función de la libertad en el quehacer
económico― ha ignorado la moral. Marx no corrigió esta herencia, sino que
la radicalizó; no sólo ignoró la moral, sino que quiso reducirla a economía, por
haber reducido antes al hombre a un proceso de producción-satisfacción de
bienes materiales; y así disolvió la moral y deformó la economía.
La economía tiene, como hemos visto, su
objeto propio. Tiene claramente definido su lugar dentro del ordenamiento de
las ciencias: es una ciencia práctica, subordinada a la ciencia del obrar, ética
o filosofía moral (distinta de las ciencias del hacer), que la coloca al
servicio del hombre. Al ser su objeto lo útil y estar éste regido en
última instancia por la Filosofía moral la economía está subordinada a la recta
noción de las leyes morales. Podemos definir la economía como la ciencia que
estudia y dirige las acciones humanas tendientes a procurar riqueza en orden al
bien común.
M.F.G.
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internos (del Opus Dei)
(1) Cfr. Adolf Weber, Compendio de Economia
Política. Lbor, Madrid,
1949, p. 95.
(2) Cfr.
George N. Halm, Sistemas Económicos, Rialp, Madrid, 1964, p. 171.
(3) Cfr. E. Böhm-Bawerk citado por G.N. Halm, ob. cit., p. 181.
(4) Cfr. Engels en una carta a Conrad Schmidt del 18-III-1895 señala que la teoría de la valoración del trabajo es sólo un «concepto» y que «como tal no puede corresponder a la realidad» citado por G. A. Wetter, La Ideología Soviética, Herder, Barcelona 1964, p. 300.
(5) Cfr. P. M. Sweezy, citado por Halm, ob. cit., p. 188
(6) Cfr Para este tema puede consultarse la obra citada de Halm, páginas189 a 194
(7) A. Weber, ob. cit., p. 99.
(8) Cfr. André Plettre, Marx y Marxismo, Rialp, Madrid, 1962, p. 93
(9) I. M.
Bochenski, El Materialismo Dialéctico, Rialp, Madrid, 1958. p. 193
(10) I. K Bochenski, ob. cit., p. 199.
(11) H.
Bernardo, Para una Economía Humana, Frontispicio, Buenos Aires, 1949, p.
65.