DOBB, Maurice

Argumentos sobre el socialismo

Tercera edición, Madrid, Editorial Ayuso, 1976, 109 pp. Biblioteca de Textos socialistas.

CONTENIDO DE LA OBRA

Este pequeño libro del economista británico M. DOBB (1901-1977) presenta –en forma popular y sin demasiadas pretensiones científicas– unos cuantos argumentos (quince) en favor del socialismo, agrupados en cuatro apartados que constituyen los cuatro primeros capítulos. El último, muy breve, se titula «La transición hacia el socialismo» y, supuesta la necesidad de conducir la sociedad humana hacia las metas socialistas, discute los diferentes procedimientos que se presentan para llevar a cabo esa transición.

Los ocho primeros argumentos se limitan tan sólo a poner de relieve la imposibilidad del capitalismo de argumentar lógicamente a su favor. Los siete restantes son ya argumentos positivos –a juicio del autor– en favor del socialismo.

Estas son, en forma resumida, las quince razones que –según Dobb– apoyan el proyecto socialista:

1 .   El capitalista no puede argüir que sólo la propiedad privada y no la pública consigue que la utilización de la propiedad sea eficiente, ya que, en la mayoría de los casos, la relación entre la propiedad capitalista y la forma de su uso es tan remota, por lo menos, como la que se da en las formas socialistas de apropiación.

2.    El capitalista no argüirá tampoco que sólo la propiedad privada garantiza la independencia y la libertad de las personas, si se tiene en cuenta que el capitalismo se caracteriza justamente por la superlativo concentración de la propiedad en las manos de unos pocos.

3.    Mucho menos se atreverá a argüir el capitalista que sólo la propiedad y la empresa privada cuentan con los poderosos incentivos de la competencia, del afán de lucro y de la recompensa de la destreza de cada cual, ya que, a medida que se desarrolla el capitalismo se hace menos y no más competitivo; que –al menos en la era de los monopolios– igual se obtienen beneficios restringiendo la producción que incrementándola, y que la retribución capitalista no depende de la contribución que cada uno aporta con su destreza o habilidad personal, sino –manifiestamente– de las ventajas económicas que disfrutan los que la perciben.

4.   Es inútil que el capitalista arguya que su sistema promueve la expansión y el progreso económico al dar libre curso a la creación de fortunas personales y al facilitar amplios márgenes de ahorro, ya que si se suprimiera la posibilidad de crear esas fortunas, la inversión y el consiguiente progreso económico se llevaría a cabo de una forma más apropiada y con mucho menos despilfarro.

5.   Ni siquiera puede argüir el capitalista que sólo en su sistema se da aquel ininterrumpido proceso de ajuste que los economistas llaman «situación de competencia perfecta» y según el cual es imposible que los recursos del sistema ‑y, señaladamente, la fuerza de trabajo– se vean empleados durante largo tiempo en la obtención de un producto menos rentable que los demás, ya que    –aún en el caso de que los resultados de la competencia perfecta o mercado libre fueran los más deseables (cuestión sumamente problemática desde el momento en que la renta se halla distribuida en forma desigual)– la competencia puede suponer un verdadero derroche de medios y un mayor coste para lograr aquellos resultados.

6.   Todo lo anterior, con ser importante como argumento en contra del capitalismo, no es, sin embargo, lo decisivo. Lo decisivo es esto: que el capitalismo no puede evitar el reproche de haber sido –y seguir siendo el principal responsable del irritante estado de desigualdad social y económica que caracteriza la presente situación del mundo. Esta desigualdad consiste, especialmente, en que unos pocos poseen la propiedad de los medios de producción, mientras que otros no tiene nada. Lo que significa: 1.º, que cualquier capitalista puede vivir sin trabajar mediante la compra de la fuerza de trabajo de los demás, y 2.º, que los desposeídos pierden con este sistema una parte considerable de su libertad, a saber, la libertad de poderse ganar la vida independientemente. (Este es –como se sabe– el contenido de la noción marxista de explotación).

7.   Por si fuera poco, tampoco puede evitar el capitalismo la fría acusación de ser el principal responsable de los «neocolonialismos» del mundo contemporáneo y de las matanzas y guerras innumerables que son su siniestra y desoladora consecuencia.

8.   Podría intentar el capitalismo, para desembarazarse de estos desagradables reproches y acusaciones, llegar a una situación de compromiso, sea propiciando la desconcentración y la difusión de la propiedad, sea optando por la implantación de una economía mixta. Pero tampoco esas correcciones neo-capitalistas pueden valer como argumento, ya que es imposible admitir la propiedad individual sin que se produzca otra vez la desigualdad y es imposible también que la coexistencia de dos organizaciones distintas (privada y pública) en un mismo sistema económico dé lugar a una forma de sociedad duradera y estable.

9.   Frente a todas estas vacilaciones, equivocaciones y desajustes, se presenta el socialismo como el sistema social y económico que puede poner término a lo que es, en realidad, la causa profunda de todos los males de la convivencia humana en nuestra época: la explotación de la fuerza de trabajo por parte del capital y las formas específicas de desigualdad que lleva consigo la concentración de la propiedad.

10. El socialismo puede argüir en su favor que con la planificación económica centralizada (al menos por lo que se refiere a los objetos esenciales) desaparecen, en primer lugar, los inconvenientes derivados de la tendencia característica de los monopolios a conseguir el máximo beneficio; pueden ser atendidas, sin imprudentes omisiones, todas las necesidades humanas que exige el bienestar de una comunidad y, finalmente, el esfuerzo industrial puede experimentar las evidentes ventajas de la coordinación de las decisiones.

11. También puede argumentar el socialismo en su favor que la Planificación económica –en el sentido de expropiación de los propietarios existentes y posterior administración de los medios de producción socializados– no sólo es indispensable en los países subdesarrollados o en vías de desarrollo, sino que es mías necesaria aún en los países desarrollados y más todavía en la era de la automación, si se quiere evitar la aparición de una nueva y numerosa clase de hombres desocupados.

12. El socialismo puede presentar también el argumento de tener la clave para el dilema fundamental de nuestra época, a saber, el dilema entre la organización de la producción en cada fábrica y la anarquía de la producción en la sociedad en su conjunto, lo que produce una ilegítima contradicción entre el carácter social de la producción moderna y la apropiación capitalista individual.

13. Podría reprocharse al socialismo la responsabilidad en el fomento de un aparato económico excesivamente centralizado, peligrosamente inclinado a la burocratización, a la acumulación de poderes y al totalitarismo, pero fácilmente el socialismo puede defenderse de esos reproches, puesto que su modelo económico es un modelo de centralización en la dirección y en los objetivos esenciales, y de descentralización en la adopción de decisiones concretas.

14. Uno de los argumentos más categóricos que puede utilizar el socialismo en su favor es que, al contrario de lo que sucede con el capitalismo, en una sociedad socialista el obrero no trabaja para otro individuo o para otra clase social y económicamente diferente y tampoco trabaja para sí mismo, sino para otros obreros, para la comunidad o colectividad de los trabajadores. Dicho con otras palabras, el socialismo establece las bases de una actitud totalmente distinta hacia la producción y contribuye a la creación de un espíritu colectivo, democrático y, por fin, verdaderamente fraternal en la industria.

15.  Con todo, el argumento supremo en favor del socialismo es lo que muchos le achacan como una limitación o una deficiencia, a saber, su carácter utópico. El socialista puede asegurar que en una sociedad racionalmente planificada –y, por cierto, sólo en ella– podrá conseguirse en el futuro una completa satisfacción de las necesidades humanas, es decir, la instauración o, al menos, el preludio de un verdadero paraíso en la tierra. Tal consecución es, indudablemente, una utopía, pero una utopía realizable y completamente necesaria.

Decíamos al principio que esta colección de argumentos no está presentada en el libro en la forma lineal en que acabamos de consignarla, sino que los diferentes argumentos se agrupan y distribuyen en cuatro capítulos distintos. Hemos preferido, no obstante, exponerlos primero en esta forma para hacer ver sintéticamente la unidad y la progresión de la argumentación socialista. Pero si queremos reflejar más fielmente la estructura del libro, deberemos ahora referirnos a la mencionada distribución por capítulos. Estos son:

1. Por qué el capitalismo (contiene los cinco primeros argumentos).

2. Por qué no el capitalismo (los dos siguientes: seis y siete).

3. ¿Puede transformarse el capitalismo? (argumentos número ocho).

4.             Por qué el socialismo (argumentos nueve a quince).

Al comienzo de cada uno de los respectivos capítulos, el autor justifica la distribución de sus quince argumentos de la siguiente manera:

1. Capítulo primero. Por qué el Capitalismo.

«A veces resulta útil, antes de entrar a examinar cuáles son los principales argumentos en favor de algo, comenzar por plantearse el supuesto contrario e indagar los motivos que nos inducen a rechazar dicho supuesto» (pág. 9).

A continuación, en este capítulo se incluyen (como ya sabemos), los cinco primeros argumentos:

el argumento así llamado del tendero,

«Hay quien opina que cuando se tiene algo en propiedad, ya sea tierras o capital, y se utiliza dicha propiedad en la producción o en los negocios, el que lo hace posee un interés directo en que tal utilización sea eficiente, interés que nunca podría tener quien se hallase privado de una relación tan personal y directa» (pág. 9);

el argumento de la libertad, aquel argumento «según el cual nadie puede ser libre e independiente a menos que posea algo en propiedad. Según dicha versión, la propiedad y la empresa privadas serían la base de una auténtica libertad» (pág. 11);

el argumento de la competencia,

«Quien dirige un negocio privado se halla sometido al acicate de la competencia que le espolea constantemente induciéndole a obtener el favor de los clientes, a introducir nuevos productos y nuevos métodos que abaraten la producción y reduzcan los precios, todo ello en beneficio del consumidor» (pág. 12);

el argumento del ahorro,

«a los ricos les sobra tanto por encima de lo que pueden gastar que pueden permitirse el lujo de ahorrar, de donde se desprende que el ahorro totaliza una cifra superior a la que habría alcanzado si la misma renta hubiera estado repartida entre más individuos» (pág. 16),

y, finalmente, el argumento de los economistas,

«como resultado de la tendencia por parte de los consumidores a satisfacer sus necesidades en grado óptimo –entendiendo la palabra óptimo en el sentido de que el modelo de producción y, por tanto, de consumo, sea tal que haga máxima la utilidad o bienestar que es capaz de proporcionar una cantidad de recursos dada– se instaurará en la totalidad de la industria, y del mundo, el sistema denominado de "competencia perfecta"». (pág. 19).

A juicio de Dobb, ninguno de estos argumentos es consistente:

por lo que se refiere al argumento del «tendero».

«lo que hemos denominado "tendero" existe, si bien en forma marginada, es decir, al margen o en la periferia de nuestro sistema económico. Pero en las principales industrias y sectores de éste, el capitalismo se presenta esencialmente bajo la forma de grandes compañías, complejos e instalaciones comerciales, organizados en sociedades colectivas y anónimas, con centenares, miles y decenas de miles de accionistas, que emplean a su vez a centenares, miles y decenas de miles de trabajadores sometidos a un sistema de salario o sueldo. ¿Hasta qué punto puede decirse que existe una relación entre la mayor parte de los accionistas de dichas compañías y su "propiedad" o la forma de hacer uso de la misma? (...). Lo que hemos dado en denominar "argumento del tendero" apenas encaja en el moderno mundo de los grandes negocios, que es en lo que esencialmente consiste el capitalismo de hoy día» (pág.11);

o al de la libertad,

«¿cómo puede esgrimiese un argumento de este género para justificar un sistema que se caracteriza por un grado superlativo de concentración de propiedad en manos de unos pocos? (Como dijo Marx, la propiedad capitalista se basa en el despojo de la mayoría en beneficio de una minoría privilegiada)» (pág. 11);

o al de la competencia y la retribución de la destreza,

«Bernard Shaw, en una polémica sostenida con un escritor conservador (W. S. Mallock) pulverizó, hace ya tiempo, el mito de que los ingresos percibidos son una recompensa por la destreza de cada cual (...). Frente al argumento convencional, B. Shaw opuso el "hecho patente de que la mayor parte de la gente que percibe un interés por acciones u obligaciones sería incapaz de inventar una carretilla, y no digamos una locomotora", para tildar acto seguido de "ignorancia pueblerina la idea de que la gente que actualmente gasta en automóviles, fines de semana en lujosos hoteles o vacaciones en Suiza, la Riviera o Argelia buena parte de sus ingresos, ha sido alguna vez capaz de inventar algo, de dirigir algo o incluso de decidir sus propias inversiones sin la ayuda de un corredor de Bolsa o de visitar al menos una sola vez las industrias que le producen sus propios ingresos"» (pág. 15);

o al del ahorro,

«si mediante la abolición de las grandes fortunas se consiguiera eliminar las extravagancias de los ricos y de todos aquellos que procuran imitarles, la inversión se llevaría a cabo, con toda probabilidad, de una forma mucho más apropiada y con menos despilfarro» (pág. 17);

o al de los economistas,

«el modelo de consumo al que se adapta la producción en la forma más efectiva posible dependerá, no sólo de los deseos y gustos de los consumidores, sino de aquellos cuyos gustos pueden ejercer una mayor influencia en el mercado por estar respaldados por una renta más elevada. Si la renta se halla distribuida en forma muy desigual, los bienes de lujo tendrán prioridad sobre los artículos de primera necesidad, y el champaña y los diamantes, por ejemplo, se ofrecerán con preferencia al pan que reclaman las masas famélicas» (pág. 22).

2. Capítulo segundo. Por qué no el capitalismo.

«Planteémonos ahora la cuestión de por qué los socialistas de diversas tendencias han rechazado el capitalismo –al que, a veces, especialmente en su primera época, denominaron "industrialismo", "sistema industrial" o "sistema asalariado"– y se han propuesto su abolición. Hay en ello una mezcla de razones de índole religiosa, moral o ética –a veces también estética– y económica; y a pesar de que, tanto la presente obra como su autor se hallan identificados principalmente con estas últimas, no sería justo ignorar las primeras, aunque sólo fuese porque son las que más tiene en cuenta constantemente determinada gente y que, en uno u otro momento, en una medida u otra, ejercen cierta influencia sobre la inmensa mayoría» (pág. 29).

Aquí, los argumentos que se incluyen son el sexto y el séptimo:

Sobre la desigualdad y la explotación,

«la idea de que existan enormes desigualdades sociales y económicas ha repugnado siempre a los socialistas, tanto de nuestro siglo como de los anteriores: tal aversión ha contribuido en todo momento en gran medida a la oposición de éstos al sistema que estamos considerando. La desigualdad se muestra particularmente odiosa cuando llega hasta el extremo de dividir al género humano en dos clases o estratos sociales distintos entre los que se mantiene una relación de superior a inferior, (...) la que confiere a un hombre poder sobre otro hombre, incluyendo en dicho poder el de hacer que éste último tenga que entregar al primero una parte del fruto de su trabajo. (...). Lo que irrita profundamente a la mayoría de la gente es que determinados individuos –de hecho toda una clase social– obtengan unas grandes rentas por pasar toda o la mayor parte de su vida sin trabajar a cambio de ello, sin ganárselo mediante una u otra forma de actividad humana, física o intelectual» (pp. 29, 34 y 35);

y en cuanto a la expansión colonial y las guerras,

«aunque desde que finalizó la segunda guerra mundial la protesta contra tal sistema se ha extendido entre los pueblos coloniales e Inglaterra y Francia se han visto obligadas a retirarse de algunas de las colonias adquiridas con anterioridad, ha surgido una nueva ola de lo que ha venido a denominarse "neocolonialismo", inspirado principalmente por los Estados Unidos como fuerza dominante del mundo capitalista contemporáneo; un neocolonialismo responsable de guerras y matanzas, ruina, desolación y sufrimientos indecibles: ayer en Corea, hoy en Vietnam, y ayer, hoy y mañana en Africa» (página 45).

3. Capítulo tercero. ¿Puede transformarse el capitalismo?

«Aún admitiendo –escribe Dobb– que se pueden hacer severas críticas al capitalismo, de ello no se desprende forzosamente que el socialismo haya de ser la alternativa más adecuada. En primer lugar, puede haber otras alternativas; en segundo lugar, no existe, hasta el momento, razón alguna que nos permita suponer que el socialismo haya de ser mejor. Echemos, pues, una mirada a las diversas alternativas posibles» (pág. 49).

Estas alternativas se consideran conjuntamente en el argumento número ocho. La primera de ellas es la desconcentración y la difusión de la propiedad individual,

«con ello, se afirma, existiría una gran cantidad de pequeños accionistas en lugar de unos pocos que poseyesen grandes paquetes de acciones, mientras que la dirección y la gerencia de las empresas en cuestión seguirían estando centralizadas. De esta forma, todos los trabajadores y empleados se convertirían, en mayor o menor medida, en accionistas, con lo que desaparecería la división de clases en capitalistas y obreros quedando conjurado el problema capital-trabajo» (páginas 53 y 54);

la otra alternativa es la implantación de la economía mixta,

«término con el que se denomina un sistema en el cual los elementos de empresa pública o estatal estarían mezclados o asociados con la empresa capitalista privada tal como existe en nuestros días. Por supuesto, dicha asociación sería susceptible de adoptar diferentes formas: una de ellas podría consistir en que determinadas industrias y servicios –probablemente una minoría– fuesen propiedad del Estado, que sería quien las dirigiese, mientras que el resto constituiría un terreno acotado de la empresa privada; otra forma de asociación posible consistiría en la existencia de grandes empresas públicas que tuviesen participación en buen número de industrias, incluso coexistiendo con empresas privadas en la misma industria. Podremos preguntarnos si tal solución de compromiso no serviría para combinar las ventajas de ambos tipos de sistemas, evitando al propio tiempo, la mayor parte de sus desventajas, al concentrarse, por un lado, en aquellas actividades en que sus virtudes fuesen más aparentes, representando por otro lado, una especie de celoso guardián que defendiese la entrada o como mínimo un competidor potencial» (páginas 59 y 60).

Pero tampoco, a juicio del autor, pueden defenderse esas correcciones o transformaciones del capitalismo.

En cuanto a la difusión de la propiedad individual,

«la tendencia de las sociedades de pequeños propietarios a perder rápidamente su carácter igualitario resulta casi inevitable, a menos que se adopten desde un principio rigurosas medidas destinadas a contenerla. (...). Pero existe, además, una seria dificultad de índole política. ¿Quién se supone que va a adoptar las medidas encaminadas a conseguir la igualdad o a mantenerla? Con toda seguridad, el Estado: un estado elegido por la comunidad de pequeños propietarios y representante de los intereses de los mismos. ¿Y cabe esperar que una comunidad de semejantes características quiera realmente mantener en toda su pureza una situación de igualdad entre sus miembros? ¿No supone concederles una mentalidad demasiado idealista el pensar que se esforzarían todo lo posible por hacer que tales medidas se aplicasen hasta el límite»? (pp. 57 y 58).

Y en cuanto al sistema de economía mixta,

«Resulta evidente que la noción de economía mixta como forma duradera y estable de coexistencia de dos organizaciones sociales distintas en un mismo sistema económico, no es más que una ilusión. Existe todo tipo de razones para poder suponer que semejante coexistencia constituye un compromiso sumamente inestable, tras el que se halla latente un agudo conflicto que, con toda seguridad, se irá exacerbando progresivamente hasta que una de las partes consiga imponerse, reduciendo a la otra a un papel secundario, por no decir subordinado» (pág. 63).

El anterior conjunto de consideraciones conduce al autor al capítulo más significativo del libro, donde quedan recogidos los siete últimos argumentos.

4. Capítulo cuarto. Por qué el socialismo.

«Con la desaparición de la propiedad privada sobre los medios de producción, tendrá lugar la desaparición de la clase propietaria que vive a expensas de los ingresos procedentes del capital y de la utilización de la fuerza de trabajo ajena (lo cual, como hemos visto, viene a ser lo mismo, ya que sin capital no puede emplearse mano de obra en gran escala). Con ello, tocará a su fin la posibilidad de explotación de la fuerza de trabajo por parte del capital y las formas específicas de desigualdad que lleva consigo la concentración de la propiedad» (pp. 71 y 72).

Los siete argumentos que se recogen en este capítulo –ya señalados– no son sino la explicitación de la tesis contenida en las anteriores palabras.

El libro de Dobb acaba con un breve capítulo –la transición hacia el socialismo– en el que se consideran los distintos procedimientos mediante los que puede llegarse a la implantación del socialismo en el mundo, adoptando con frecuencia un tono panfletario:

«El paso del capitalismo al socialismo representa la mayor revolución social que haya conocido al historia de la humanidad ya que, como hemos visto, supone el fin de la propiedad individual sobre los medios de producción y la transferencia de éstos a manos de la comunidad. Resulta ingenuo imaginar que ello pueda conseguirse fácilmente y sin un gran esfuerzo, mediante un lento proceso legal o a través de hábiles intrigas "de pasillo" en el Congreso. El hecho de que se vea afectada una serie de poderosos intereses –los intereses de toda una clase social– hace que los resultados sean muy escasos sin una intensa lucha política –fuera y dentro del Congreso– a cargo de las distintas organizaciones del movimiento obrero que habrán de ejercer una fuerte presión de masas y dirigir una intensa propaganda contra la prensa millonaria. Existe sobrada experiencia histórica de que las clases dirigentes no ceden fácilmente el poder o la posición que detentan y de que son capaces de recurrir sin escrúpulos de ningún tipo a toda clase de maniobras y estratagemas (desde la intriga parlamentaria hasta el asesinato o los métodos policíacos) a fin de proteger sus privilegios. (...). Para que el socialismo tenga posibilidades de sobrevivir desde un principio y para resguardarle de todo ataque de la reacción, es preciso que las organizaciones obreras y el movimiento popular en general estén resueltos a hacer frente a todo trance a los batallones del viejo orden» (pp. 99 a 101).

Ahora bien,

«Si la socialización de los monopolios y de las grandes concentraciones financieras ha de consistir en una sola acción revolucionaria o, al menos, en una serie de acciones íntimamente ligadas entre sí, lo que suscitaría una amplia resistencia, ¿podría ello tener lugar sin lucha y derramamiento de sangre o incluso, quizá, sin una guerra civil?» (pág. 105).

Dobb es categórico en su respuesta:

«Gran parte del éxito depende de las reacciones de la propia clase dirigente: de si se la puede persuadir de que acepte la voluntad democrática (para lo cual nada mejor que compensar a los que así lo hagan mediante una renta vitalicia o algo semejante) o si, por el contrario, reacciona con actitudes ilegales o con la resistencia organizada. Ante esta última eventualidad, el movimiento obrero y socialista debe estar preparado y vigilante a fin de no dejarse sorprender por culpa de su exclusiva preocupación por las formas legales y los procedimientos constitucionales. (...). Ante la rebelión o el sabotaje por parte del capital, los sindicatos han de estar preparados para una respuesta contundente: por ejemplo, mediante comisiones obreras que ocupen las fábricas y oficinas, incluyendo entre éstas las de la prensa millonaria; o, si los ataques se llevasen a cabo contra las oficinas de los sindicatos o de las cooperativas o contra los círculos obreros o las sedes de los partidos políticos, mediante una adecuada acción defensiva de iniciativa local, como podría ser la rápida formación de comités de vigilancia popular, comités de acción o milicias obreras» (pp. 106 y 107).

VALORACION TECNICA Y METODOLOGICA

En este pequeño libro se presentan, en forma popular y sin demasiadas pretensiones científicas, los más conocidos argumentes en favor del socialismo. Este carácter popular de la discusión se manifiesta, sobre todo, en la despreocupación por los matices y en el tono excesivamente simplificador de algunas afirmaciones, que requerirían mayor rigor y una más cuidada fundamentación histórica y sistemática.

Sin pretender un estudio comparativo del capitalismo y del socialismo, pueden apuntarse algunos aspectos para hacer ver que los problemas son más complejos y que, en todo caso, no pueden despacharse sin tener en cuenta la experiencia de los países socialistas.

El estímulo que la propiedad privada supone para una administración eficaz de los bienes es claro en el caso de los pequeños propietarios, que forman un sector no desdeñable de la economía. En las grandes empresas, donde la propiedad no está unida necesariamente a la gestión, los managers tienen también una serie de intereses (crecimiento de la firma, el prestigio de una buena dirección, aventajar a sus competidores), que constituyen un estímulo para una administración eficaz. En último caso, una mala gestión les acarreará la pérdida de confianza de los accionistas. Precisamente, uno de los mayores problemas económicos de los países socialistas es encontrar un sistema eficaz de incentivos. Sus reformas han ido en la línea de ampliar la esfera privada en la pequeña empresa y de aumentar los incentivos materiales.

Dobb desfigura, para criticarlos mejor, los argumentos que se refieren a la competencia, a la producción óptima o al ahorro. Así, lo que se discute no es el grado de inteligencia de los accionistas, sino el estímulo que la competencia proporciona al sistema de mercado para reaccionar con prontitud ante la aparición de nuevas necesidades y tecnologías. Respecto a la producción óptima (argumento de los economistas), lo que se defiende es que el mercado es un sistema más eficaz de asignación de recursos que la planificación central, donde con frecuencia lo importante es cumplir los objetivos sin tener en cuenta los costes. No es casual que los países socialistas vayan incorporando elementos del mercado en sucesivas reformas de su sistema. Tampoco el ahorro depende exclusivamente de las grandes fortunas, sino de que el sistema económico sea suficientemente eficaz para crear y repartir una riqueza que permita ahorrar a muchos.

La difusión de la propiedad y el respeto de la iniciativa económica pueden ampliar la independencia y la libertad de las personas. Aunque la propiedad esté desigualmente repartida, y no garantice la misma independencia a todos, menor es la capacidad de autonomía en un sistema donde el Estado es el único patrón: el trabajador está indefenso, pues no sólo puede perder su empleo en una empresa, sino encontrarse que no le dan trabajo en ninguna, como les ocurre a los disidentes en los países socialistas; y el consumidor no tiene posibilidad de optar por otros productos, si no estima adecuados los producidos en virtud de la planificación.

Con todo, el escollo más importante –atestiguado por la experiencia de los países socialistas– es que la concentración de todos los medios de producción en manos del Estado sofoca también las libertades cívicas. El Estado tiene así un control absoluto no sólo en el plano económico, sino en todos los aspectos de la vida social, pues la misma lógica de la planificación central lleva a privar al ciudadano de su capacidad de elegir.

En cuanto a la desigualdad bajo el capitalismo, Dobb incurre en una división maniquea, ajustada a la doctrina marxista pero alejada de la realidad. Todo se reduce a la división entre capitalistas, que lo poseen todo, y proletarios, que no tienen nada. De hecho, la evolución social no ha confirmado esta polarización entre dos clases, sino que ha producido múltiples situaciones intermedias. Los factores de desigualdad no se reducen a la posesión de capital, pues también hay situaciones desiguales entre trabajadores que no son capitalistas.

Habría que distinguir también entre la igualdad de oportunidades y la igualdad de resultados. Es cierto que en una sociedad en régimen de competencia las oportunidades abiertas al pobre son menores que las que tiene el rico. De ahí la necesidad de reducir esta desigualdad de oportunidades hasta donde sea posible. Pero aunque el punto de partida fuera el mismo, los resultados dependerán de las dotes de cada individuo, de su trabajo, de las metas que se fije y hasta de la suerte. La igualdad absoluta sólo sería posible al precio de la pérdida de la libertad. De otra parte, Dobb olvida el importante aspecto de redistribución de rentas a través del sistema fiscal y de los servicios sociales.

El paso del capitalismo al socialismo tampoco parece ser la panacea para acabar con el dominio de lo s países fuertes sobre los más débiles. La URSS ha extendido su dominio sobre Europa del Este y otras partes del mundo, y ha intervenido militarmente cuando algunos de estos países han intentado seguir su propio camino (Hungría, Checoslovaquia). Y los enfrentamientos entre países socialistas para ampliar su área de influencia han dado lugar también a guerras (Vietnam, Camboya, China).

La opinión de Dobb sobre la incapacidad de transformación del capitalismo es una buena muestra del estilo trasnochado de su argumentación. En realidad, parece suponer que las condiciones sociales de hoy –y las del futuro mientras no llegue el socialismo– son las mismas que bajo el capitalismo salvaje de la Revolución industrial. Por ejemplo, niega la posibilidad de una economía mixta, que es ya una realidad en el mundo industrializado de Occidente. En los países de la OCDE la media del gasto público en relación al Producto Interior Bruto supera el 40 por 100. El Estado ha nacionalizado o tiene amplia participación en sectores importante (telecomunicaciones, energía, ferrocarriles, siderurgia, líneas aéreas ... ) y controla la iniciativa privada mediante múltiples reglamentaciones. Evidentemente, para Dobb no habrá verdadera transformación hasta que los medios de producción estén en poder del Estado. Por eso, la atención científica a los resultados obtenidos en el terreno social, resulta postergada por el dogmatismo ideológico. Lo importante para Dobb no son las condiciones de vida de los trabajadores, sino que los resultados se obtengan con medios conformes a la ideología socialista.

Esta actitud se confirma en todos los argumentos (9 a 15) que da a favor del socialismo. Todos responden a una postura típica socialista: esquivar las dificultades, describiendo un proceso no por los mecanismos que permitirían su funcionamiento, sino por las cualidades que debería poseer. Se parte del supuesto de que el origen de todos los males es la propiedad privada, para asegurar que todo se resolvería con la socialización (se acabaría la explotación, habría planificación pero no burocracia, se trabajaría por altruismo, se atenderían todas las necesidades, reinaría la abundancia (...). De paso, se hace caso omiso de la experiencia real de los países socialistas.

En general, puede decirse que, desde un punto de vista estrictamente lógico (es decir, independientemente de la discusión sobre los contenidos) la argumentación de Dobb adolece del defecto de contraponer los males y desventajas –por lo demás evidentes– del capitalismo, no a los correspondientes males y desventajas del socialismo, sino exclusivamente a sus supuestos aciertos y a sus bienes. Esto no es obstáculo para que, al final de su argumentación, Dobb pretenda haber «demostrado» racionalmente la superioridad ética y económica del sistema socialista. Es importante advertir, por el contrario, que, al final de esa argumentación, nada queda demostrado.

Quizás influye en esta apresurada pretensión la sorprendente teoría del economista británico (que no llega a exponer en este libro) acerca del carácter partidista que, según él, debe ostentar siempre la Ciencia económica: la actitud teórica neutral, no-beligerante y apolítica debe ser rechazada; la economía ha de ser partidista. Pero, entendiéndolo bien: ha de tratarse de un partidismo proletario porque, contrariamente al burgués, el partidismo proletario es –según Dobb– un verdadero objetivismo, ya que en él coinciden los intereses subjetivos del proletariado con el proceso objetivo de la evolución histórica.

Con un punto de partida semejante, que toma los errores del capitalismo por auténticos errores y los errores del socialismo por «inevitables accidentes en el curso histórico de una idea liberadora», no saben demasiadas dudas acerca del resultado de la discusión, pero tampoco puede evitarse la sospecha de que la tal discusión no ha estado del todo gobernada por la lógica.

VALORACION DOCTRINAL

Las consideraciones que acaban de ser hechas a propósito del método preparan el camino para el enjuiciamiento doctrinal y sistemático de las tesis dobbsianas.

Este enjuiciamiento no se hace –en manera alguna– desde el punto de vista del capitalismo o de uno u otro de los sistemas filosóficos que lo fundamentan. Se hace, exclusivamente, desde el punto de vista de la razón natural, confirmado por el Magisterio de la Iglesia.

Pues bien, desde este punto de vista es preciso decir que la argumentación presentada por Dobb –aunque se ciñe preferentemente al aspecto económico del socialismo– no tiene suficientemente en cuenta o, incluso, claramente rechaza verdades que la recta razón y el Magisterio de la Iglesia afirman, en cambio, de manera inequívoca. ¿Cuáles son estas verdades?

1. Para Dobb, el socialismo es, fundamentalmente un proyecto económico. Cuando se dice que «el socialismo no es una cuestión de propiedad, sino de igualdad social» (A. Lewis), o que «la planificación de la economía y la centralización del poder han dejado de ser objetivos socialistas» (R. Crossman), a juicio de Dobb, se tergiversa la auténtica inspiración de ese proyecto que –siempre según él– tiene como metas la implantación de la igualdad y la eliminación de la desigualdad por el único procedimiento que puede garantizar el resultado: la expropiación de los individuos y la transferencia al Estado de los medios fundamentales de producción.

Es esta radicalidad de la propuesta socialista lo que no resulta compatible con la afirmación de la propiedad privada como uno de los derechos humanos fundamentales. El derecho básico de todos y cada uno de los hombres a disfrutar de los bienes de la tierra –que es, en última instancia, el que fundamenta todas las formas de propiedad, pública y privada– no puede nunca articularse mediante la desaparición de toda forma de propiedad privada, incluida la de los instrumentos de producción. Constituir al Estado en único dueño «del pan y del trabajo» es un atentado flagrante a los derechos de la libertad. «Los nuevos aspectos de la economía moderna –escribía Juan XXIII en la encíclica Mater et Magistra– han contribuido a divulgar la duda sobre si en la actualidad ha dejado de ser válido o ha perdido, al menos, importancia un principio de orden económico y social enseñado y propugnado firmemente por nuestros predecesores; esto es, el principio que establece que los hombres tienen un derecho natural a la propiedad privada de bienes, incluidos los de producción. Esta duda carece en absoluto de fundamento. Porque el derecho de propiedad privada, aún en lo tocante a los bienes de producción, tiene valor permanente, ya que es un derecho contenido en la misma Naturaleza, la cual nos enseña la prioridad del hombre individual sobre la sociedad civil y, por consiguiente, la necesaria subordinación teológico de la sociedad civil al hombre» (Mater et Magistra núms. 108 y 109).

2. Estas últimas palabras conducen a la segunda observación crítica que cabe hacer a las tesis dobbsianas. El socialismo es, en efecto, antes que nada, una propuesta económica. Pero esto no quiere decir que su doctrina quede limitada o pueda reducirse exclusivamente al mero orden económico. Por el contrario, parte de supuestos filosóficos y tiene implicaciones éticas que llevan consigo una concepción del hombre contrario a la enseñada por la doctrina católica.

El más importante de estos supuestos –para el enjuiciamiento doctrinal que ahora nos ocupa– es el colectivismo, es decir, la afirmación, nunca abandonada por el socialismo y presente también de modo implícito en la argumentación de Dobb, acerca de la primacía absoluta de la sociedad sobre el individuo.

Para el socialismo, la persona humana singular es siempre algo secundario –derivado–, respecto de la colectividad, la humanidad o el grupo, que constituyen –en cambio– la realidad primordial. La persona humana singular es «resultado de la sociedad», «producto de ella», «condición de sobrevivencia de las organizaciones», titular de los derechos que la colectividad tenga a bien otorgarle. Es una contradicción categórica de los análisis de la recta razón y de las declaraciones del Magisterio de la Iglesia: «La responsabilidad estatal en orden al bien común no lleva consigo un poder tan extenso sobre los miembros de la comunidad que en virtud de él sea permitido a la autoridad pública determinar de propia iniciativa el desenvolvimiento de la acción individual o el modo de sus movimientos físico, moral, espiritual, en oposición con los derechos y deberes personales del hombre» (Pío XII, Radiomensaje de Pentecostés, 1941, pág. 12).

La persona humana no es subordinable a la sociedad. El fin de la sociedad es el bien de las personas singulares, y la sociedad misma es sólo el medio para conseguir ese fin. La sociedad está, pues, subordinada al individuo, al servicio de los individuos y, por tanto, de los derechos de cada uno. En consecuencia, la sociedad debe proteger el derecho a la propiedad privada.

Sin embargo, este derecho no es absoluto, sino que debe ceder ante otros más primarios. Pero cuando el bien particular debe ceder ante el bien común no quiere decir que se subordine la persona humana, en cuanto tal, a la sociedad, sino precisamente lo contrario: que la sociedad debe hacer posible el bien de todos los que la componen –el bien común–, no sólo el de unos pocos con exclusión de otros. Lo que se está subordinando es un bien inferior a otro superior.

3. Por último, la objeción más de fondo, se plantea en torno a la noción misma de bien común. Para el socialismo marxista de Dobb, el bien común es sólo el bien común material, porque no considera la dimensión espiritual del hombre: desconoce su origen divino y su destino eterno. Por esto, en la perspectiva colectivista, la sociedad no es transcendida por el hombre, sino que es todo para el hombre: su origen y su destino. De aquí que, en contra de las apariencias con que a veces intenta mostrarse, este socialismo sea radicalmente inhumano.

«El socialismo –dice Pío XI en la encíclica Quadragesimo Anno–, completamente ignorante y descuidado del sublime fin del mundo y de los hombres, pretende que la sociedad humana no tiene otro objetivo que el puro bienestar material». «Cae así en el error –añade Pío XII– de afirmar que el fin propio del hombre en la tierra es la sociedad, que la sociedad es fin en sí misma, que el hombre no tiene otra vida fuera de la que termina aquí abajo» (Radiomensaje de Pentecostés, 1941).

Y, finalmente, enseña el Concilio Vaticano II: «Si la autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras» (Constitución Gaudium et Spes núm. 36).

J.M.D. y I.A.

 

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