DÍAZ GARCÍA, Elías
Estado de derecho y sociedad democrática
Ed. Cuadernos para el diálogo, S.A., 4ª ed., Madrid 1972.
ÍNDICE DE LA RECENSIÓN
A. Contenido de la obra
B. Valoración técnica y metodológica
ÍNDICE GENERAL DEL LIBRO
Nota Preliminar a la 4ª edición
Introducción
I. Estado liberal de derecho
1. Precedentes históricos
2. Liberalismo y Estado de derecho
3. Caracteres generales del Estado de derecho
II. Fascismo y Estado totalitario
4. Rasgos fundamentales de la ideología fascista
5. El organicismo social y el "Stato etico" en la doctrina del fascismo italiano
6. La idea de comunidad y el Führerstaat en la doctrina del nazismo alemán
III. Estado social de derecho
7. Del Estado liberal de derecho al Estado social de derecho
8. Tecnocracia e ideología en el "Welfare State"
9. Neocapitalismo y Estado social de derecho
IV. Estado democrático de derecho
10. Del Estado social de derecho al Estado democrático de derecho
11. Sociedad de masas y sociedad democrática
12. Hegel-Marx: precedentes filosóficos y científicos del socialismo. El socialismo actual y el Estado democrático de derecho.
Apéndice bibliográfico
Bibliografía sobre el Estado de derecho
Otras referencias bibliográficas.
A) CONTENIDO DE LA OBRA
INTRODUCCIÓN
El autor comienza su exposición planteando el problema de qué es un "Estado de derecho". No todo Estado, por el simple hecho de crear y utilizar el derecho es un "Estado de derecho"; lo es solamente aquel que está "sometido al derecho, o mejor, el Estado cuyo poder y actividad vienen regulados y controlados por la ley" (p. 13). El Estado de derecho se caracteriza, pues, por el imperio de la ley: tanto los gobernantes como los gobernados están sometidos a ella. Advierte que por "ley" entiende "la expresión de la voluntad general". Este "imperio de la ley", que es el máximo control sobre la actividad del Estado de que hasta el presente han dispuesto los ciudadanos, comenzó históricamente al declinar los Estados Absolutos con la Revolución Francesa. Tal control legal se perpetuó en Occidente mediante el Estado liberal, montado precisamente, sobre la fórmula del "imperio de la ley". Actualmente, superado el Estado demoliberal, el problema que se plantea es el de saber si con la desaparición de este Estado desaparecerá también la llamada "soberanía de la ley". "Se trataría, escribe este autor, de analizar si la fórmula Estado de Derechos, sin que se desvirtúe y cobre un perfil ambiguo, puede ser también válida, y en qué modo, para sociedades como las actuales, donde parece no tener ya vigencia plena el sistema ideológico y económico del liberalismo. Más en concreto, el tema es... el de la compatibilidad entre sociedad democrática y Estado de Derecho" (p. 15).
Pero lo que parece que va a ser un estudio de la vigencia del Estado de derecho, resulta inmediatamente modificado cuando el autor plantea su verdadera intención: "En definitiva, lo que se ha querido plantear en este libro es el tema de la conexión socialismo-democracia, y en seguida el análisis de la posibilidad de que una sociedad democrática se institucionalice y funcione a través de un Estado de Derecho... La comprobación de ambas cuestiones implicaría, claro está(?), la plena validez y posibilidad de un futuro Estado democrático de Derecho, la afirmación del paralelismo y correspondencia entre Estado de Derecho y sociedad democrática y socialista" (p. 17).
Aclarado el concepto que el autor tiene del "Estado de Derecho", y vista la finalidad que persigue el libro, examinaremos el contenido de la obra.
I. EL ESTADO LIBERAL DE DERECHO
1. Precedentes históricos (pp. 19-23)
El Estado de derecho se institucionaliza de modo coherente tras la Revolución Francesa, en los Estados liberales del siglo XIX. Reconoce el autor que el control jurídico no ha sido el único control presentado frente al poder estatal: "habría que referirse al tipo de Estado cuyo poder aparece limitado por un determinado sistema de creencias religiosas o de exigencias morales... El absolutismo del príncipe, suele decirse, estaba limitado por el respeto y la obediencia a unos preceptos religiosos, a la ley eterna de Dios, a la ley moral, incluso a la ley jurídica natural... pero ¿autorizan estos controles a hablar en dichas situaciones de Estado de Derecho? La contestación debe ser evidentemente negativa" (p. 14). "Se trata —insiste más tarde— siempre de limitaciones y controles de carácter más bien ético-religioso y yusnaturalista que no autorizan, en modo alguno, a hablar todavía de Estado de Derecho" (p. 20).
Esta idea la refuerza indicando que "No hay Estado absoluto, es cierto, en la Edad Media, pero hay señores feudales y estamentos dotados, con respecto al pueblo, de un poder absoluto" (p. 21). No puede existir Estado de derecho, además, porque faltan los presupuestos sociológicos necesarios para que pueda existir tal tipo de Estado. (No explica en qué consisten tales presupuestos).
Los documentos medievales que establecían una protección de algunos derechos considerados como fundamentales eran concesiones otorgadas unilateralmente por los soberanos. Esta es la característica fundamental de documentos tales como el Decreto de Alfonso IX en las Cortes de León, a fines del siglo XII, o la Carta Magna del monarca inglés Juan-sin-tierra de 1215, tradicionalmente citados como precedentes de las modernas Declaraciones de Derechos del Hombre.
"Precisamente ese carácter de concesión unilateral otorgada es el que va a resultar superado en los documentos que, ya en el contexto del pensamiento político liberal, encontramos en la Edad Moderna" (p. 23): es decir, en primer lugar el Bill of Rights inglés de 1689, que se nos presenta como un pacto entre el Rey (Guillermo) y el pueblo representado en el Parlamento, en los Comunes más concretamente. Otros pasos más en esta línea de democratización de los textos legales fundamentales los constituyeron la Declaración de Derechos del Estado de Virginia en 1776 y la Declaración Francesa de los derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que son declaraciones emanadas del pueblo, considerado como el único soberano. Estas tres etapas conducirán, precisamente, a la formalización del sistema político liberal en términos de "Estado de derecho", proceso que comienza a realizarse en el siglo XIX, tras la Revolución Francesa.
2. Liberalismo y Estado de Derecho (pp. 24-29)
E. Díaz señala la importancia que la escuela racionalista del Derecho natural ha tenido en cuanto antecedente directo del imperio de la ley; en efecto, la dignidad, derivada de la racionalidad, que los iusnaturalistas atribuyeron al ius naturale influyó en una mayor valoración del derecho positivo del siglo XIX, que estaba hecho en buena medida sobre los libros iusnaturalistas de los siglos XVII y XVIII.
La Revolución Francesa, que considerada sociológicamente fue una revolución de la burguesía, marca el paso desde una sociedad estamental a una sociedad clasista. Jurídicamente, se generalizó en ella lo que después se llamó el "Estado de derecho"; en efecto, en los artículos 3 y 6 de la Declaración de Derechos del Hombre de 1789 se proclamó la absoluta primacía de la ley que "es expresión de la voluntad general". La ley prevalece, así, sobre todos los demás actos estatales (administrativos, judiciales y legislativos de rango inferior), que a partir de ahora deben subordinarse a ella.
De la Revolución Francesa surge el "Estado de derecho" que, a pesar de sus insuficiencias centradas especialmente en el individualismo político y en su apoyo a la sociedad capitalista) debe ser valorado positivamente "en cuanto símbolo de espíritu moderno frente al absolutismo de todo tipo" (p.26). El concepto de "Estado de derecho" se vincula, pues, en su origen, al Estado liberal, pero no se agota en éste. Las insuficiencias del Estado liberal se encuentran ya en las mismas Declaraciones de Derechos francesas, en las que se consagra la propiedad privada como "derecho inviolable y sagrado", lo que llevó a una protección insuficiente de los ciudadanos que no eran propietarios. Esto se muestra en la división de los ciudadanos en dos tipos, unos con capacidad para votar, y otros sin ella, en razón de su capacidad económica.
La superación del liberalismo no llegó con la Contrarrevolución, sino mediante "su prolongación a través de un proceso de ampliación que conduce precisamente a la democracia y al socialismo" (p. 27). En consecuencia, "Se trata de intentar seguir utilizando el esquema institucional del Estado de derecho, en cuanto se considera a éste como conquista histórica todavía válida". La razón reside en que "Dicho esquema, si bien surge con el liberalismo, no se agota en él" (p. 28). "Ahora bien, esa posibilidad de utilizar la fórmula del Estado de Derecho con relación a diferentes contextos socio-económicos e ideológicos... obliga necesariamente a una clarificación de lo que por Estado de Derecho deba entenderse" (p. 28).
3. Caracteres principales del Estado de Derecho
Díaz señala como exigencias necesarias para todo Estado de derecho cuatro notas:
a) el imperio de la ley es la nota primaria y fundamental del Estado de derecho. "Por ley debe entenderse la formalmente creada por el órgano popular representativo... como expresión de la voluntad general" (p. 30). Tal tipo de leyes sólo comienzan a existir después de la Revolución Francesa, y no parece que ni siquiera hoy existan en su plenitud, ya que una de las insuficiencias del liberalismo era la de que la ley no era expresión de la voluntad general, sino de la burguesía dominante, lo que no obsta para que pueda considerárselas como el punto de arranque del Estado de derecho.
b) el segundo requisito consiste en la división clásica de poderes, es decir, la independencia mutua y respectiva entre los poderes legislativo, judicial y ejecutivo. El control de cada uno sobre los otros no se opera tanto "como si las diferentes funciones y poderes de un mismo estado constituyeran compartimentos aislados, totalmente incomunicables entre sí. Al contrario, se trata de una distribución o división de funciones y poderes, necesitada de una serie de relaciones, controles e intervenciones mutuas y recíprocas" (p. 32).
La división de poderes ha sido una conquista histórica en la lucha contra el absolutismo propio del siglo XVIII, ha supuesto, fundamentalmente, evitar toda la concentración del poder en unas mismas manos. Los tres poderes separados, limitándose mutuamente, constituyen una garantía frente a las dictaduras. "La trama de'pesos y contrapesos' que equilibran el régimen de división de poderes puede resumirse del modo siguiente: primacía del poder legislativo, creador del derecho, frente a los poderes ejecutivo y judicial, aplicadores del mismo". El poder legislativo estaría limitado, a su vez, por la fiscalización que ejercen sobre él los poderes ejecutivo y sobre todo, judicial.
Además, cualquiera de estos poderes está permanentemente vigilado por lo que es propio del funcionamiento de un sistema democrático: la crítica que ejerce la opinión pública, la libertad de prensa, de expresión, los partidos políticos de la oposición, elecciones periódicas y libres, etcétera.
Concede cierta atención a la importancia de la independencia del poder judicial, con declaraciones imprecisas; de lo que el autor expone, resulta que ya estaba reconocida la exigencia de tal independencia en tiempos del Concilio VIII de Toledo, en el siglo VII. Acaba este apartado con una breve referencia a la actuación de la Administración pública, que debe estar regida por la ley.
c) legalidad de la Administración : actuación según la ley y suficiente control judicial. "... a diferencia de lo que ocurría en el antiguo régimen absolutista, la actuación de la Administración está fiscalizada jurídicamente a través de un sistema de recursos contencioso-administrativos atribuidos a favor del particular contra las posibles infracciones legales de la Administración; esto es por lo que se refiere a los que son actos reglados de la Administración. Los actos discrecionales y los actos políticos o de gobierno tienden a reducirse en los estados de derecho a sus justos términos, ampliándose al propio tiempo las posibilidades de fiscalización jurídica en ambas esferas" (p. 36). El control jurisdiccional de las posibles infracciones a la ley por parte de la Administración cuajó en el "régimen jurídico de la Administración" o "Justicia administrativa", que se concreta en la existencia y funcionamiento de una jurisdicción especial que enjuicia los actos de la Administración pública sospechosos de violar la ley, y que es llamada "jurisdicción contencioso-administrativa". De esta forma, toda la actividad de la Administración pública queda sometida al imperio de la ley gracias a este peculiar control judicial.
Parte importante de la vigilancia por la legalidad de la actuación administrativa es el control de los poderes normativos de la Administración, es decir, el control de la legislación delegada y de los reglamentos. En este sentido, la doctrina de las materias reservadas a la ley formal (votada en el Parlamento y sustraída al poder de la Administración) contribuye en gran medida al control antes mencionado.
d) la garantía jurídico-formal y la efectiva realización de los derechos y libertades fundamentales de la persona. Precisamente éste es el objetivo básico del Estado de derecho. El establecimiento de estos derechos humanos fundamentales aparece como el eje del Estado de derecho: éste pretende, frente al antiguo régimen absoluto, y frente a cualquier totalitarismo, "la protección, garantía y realización de los derechos humanos y de las libertades fundamentales a aquéllos conexionadas" (p. 39). La legitimidad de un Estado se basa, precisamente, en la protección de tales derechos.
El autor analiza a continuación, y desde su punto de vista, la insuficiente garantía que supone el liberalismo clásico para la protección de los derechos y libertades de todos los hombres. "En efecto, en la ideología del Estado liberal y en el orden social burgués los derechos naturales o derechos humanos se identifican, sobre todo, con los derechos de la burguesía, derechos que sólo de manera formal y parcial se conceden también a los individuos de las clases inferiores. En el sistema económico capitalista que sirve de base a ese orden social se protegen mucho más eficazmente la libertad y la seguridad jurídicas (ambas, por otra parte, imprescindibles) que la igualdad y la propiedad se entiende, la propiedad de todos" (p. 39).
Adelantando tesis en las que luego insistirá, se detiene en la defensa que, de los ya mencionados derechos fundamentales, hace el Estado social de derecho: "Una ampliación de la zona de aplicabilidad de esos derechos —pero sin alterar substancialmente los supuestos básicos económicos— se produce con el paso al Estado social de derecho; constituido éste como intento de superación del individualismo a través de la intervención estatal y de la atención preferente a los llamados derechos sociales, lo que pretende es la instauración de una sociedad o estado de bienestar" (p. 39).
Tras haber adelantado estas tesis, y reconocer que pese a sus insuficiencias el liberalismo supuso un punto de arranque en el reconocimiento y protección de los derechos humanos, señala, esquemáticamente, los derechos cuya protección considera más necesaria en un Estado de derecho, aquéllos cuya falta o arbitraria limitación impide la existencia de un auténtico Estado de derecho. Son éstos (pp. 41 y 42):
Derecho a la vida y a la integridad física.
Respeto a la dignidad moral de la persona.
Derecho a la libertad de pensamiento y de expresión.
Derecho a una información veraz.
Derecho a la libertad religiosa y de creencias, con posibilidad de manifestación externa de culto, etcétera.
Derecho a la libertad de reunión y asociación (partidos políticos, sindicatos, etcétera).
Derecho a la libertad de circulación y residencia e inviolabilidad de domicilio, correspondencia, etcétera.
Derechos económicos y sociales tendentes a una efectiva nivelación e igualdad socioeconómica (derecho al trabajo, seguridad social, huelga, etcétera).
Derechos políticos tendentes a la institucionalización de la democracia y del Estado de derecho (intervención y fiscalización efectiva en las funciones de gobierno, elecciones libres, etcétera).
Derecho efectivo de todos los hombres a una participación igualitaria en los rendimientos de la propiedad, que tenderá, así, a adoptar formas de carácter colectivo.
Derecho de igualdad ante la ley.
Derecho de seguridad y garantía de la administración de la justicia, concebida ésta independientemente de toda instancia política (derecho a no ser detenido arbitrariamente, a no ser objeto de malos tratos, a un proceso dotado de las garantías suficientes, derecho a contar con recursos jurídicos adecuados, etcétera).
II. FASCISMO Y ESTADO TOTALITARIO
La primera parte de este segundo capítulo está dedicada al régimen fascista que, en cierto modo, es como una introducción general a los totalitarismos; pasa luego a examinar algunos aspectos del Estado de Mussolini. La segunda parte del capítulo se ocupa del nacional-socialismo.
4. Rasgos fundamentales de la ideología fascista (pp. 45-47)
Comienza explicando que el Estado totalitario se presenta como el superador de las insuficiencias del Estado liberal. "La crítica llevada a cabo por el fascismo se dirige así de modo inmediato contra dos puntos que, desde esa perspectiva, se consideran centrales en el liberalismo: el individualismo de la sociedad y el abstencionismo del Estado. En la concepción fascista, el individualismo liberal es sustituido por un transpersonalismo y organicismo social; paralelamente, el abstencionismo estatal viene, a su vez sustituido por un Estado de estructura totalitaria" (p. 45).
Mantiene, a continuación, la tesis de que el fascismo (incluyendo los demás totalitarismos) no supuso una auténtica superación del liberalismo sino un enmascaramiento del capitalismo. La razón de este juicio reside en el presunto hecho de que el fascismo no intentó superar lo que era realmente esencial en el capitalismo; en realidad, supuso un paso atrás en lo que de liberal existía en el capitalismo, "a causa de la evolución y apertura de los sistemas liberales hacia la democracia y el socialismo. Evolución y apertura impuestas, en gran parte, por las exigencias de la nueva clase, el proletariado(...). Por ello, no se entiende el fascismo si se le entiende exclusivamente en su contraposición al liberalismo. Por debajo de ésta (...), la ideología fascista aparece, sobre todo,como oposición al socialismo". Sucede que "La burguesía, que era liberal (...), cambia estas bases por otras no liberales, sino totalitarias, cuando aquéllas resultan insuficientes para la defensa a toda costa del sistema capitalista (...) mientras no hubo peligro, el capitalismo fue liberal; cuando surge el socialismo... la burguesía abandona el formalismo liberal (...) y no duda en organizar totalitariamente la defensa del capitalismo. Esto es fundamentalmente el fascismo: 'capitalismo organizado totalitariamente'" (pp. 46-47).
Es preciso advertir sobre un posible equivoco terminológico: el término "fascismo" será utilizado, como es normal hacerlo, no sólo para referirnos al sistema concreto de Mussolini, sino en un sentido más general que comprende todos los movimientos totalitarios no marxistas.
En función de estas consideraciones generales se puede entender mejor lo que es el fascismo, concretándolo en algunas proposiciones que sintetizan sus rasgos fundamentales:
a) Ruptura con el Estado liberal y defensa del Estado totalitario que es lo diametralmente opuesto a lo que E. Díaz ha caracterizado como "Estado de derecho". Por ello, el lugar del imperio de la ley es ocupado por la voluntad "carismática" de un dictador que convierte la norma en una decisión irracional. Faltan las garantías jurídicas frente al poder ejecutivo, y desaparece la garantía de la independencia del poder judicial. El discurso del autor adquiere un tono demagógico y fácil cuando añade: "Y todo ello, aunque no se diga, claro está en nombre de la defensa del capitalismo, que es a lo que realmente y en última instancia se dirige la ideología fascista. Desde esta rígida dirección capitalista totalitaria se suprimen por la la fuerza todas las instituciones y mecanismos que en el Estado de derecho posibilitan una convivencia humana capaz de legitimar la discrepancia y el pluralismo: elecciones libres, partidos políticos, sindicatos libres, libertad de expresión, etc." (pp. 48-49).
b) El uso y la exaltación de la violencia y el terror como sistema de control, así como la eliminación de las minorías disidentes, de todo tipo. En cuanto a la política exterior,exaltación del belicismo y del militarismo, "entendido éste como la extralimitación de la recta función militar" (p. 49).
c) Configuración transpersonalista y organicista de la sociedad, en la que el hombre individual queda absorbido en el gran Todo que es la Nación o el Estado. De ahí que el nacionalismo sea característica central de los diversos fascismos.
d) Explícita defensa de las filosofías irracionalistas Desprecio por la razón y por los "inútiles intelectualismos". Exaltación de lo emotivo, lo vital, lo romántico.
e) Conexión íntima y profunda con el capitalismo. En este dato el autor insiste una vez más, pretendiendo exponer la última razón del fascismo: cuando los privilegios de la burguesía están en peligro porque no basta el liberalismo para defenderlos entonces el capitalismo pasa a ser fascista, utilizando para ello la violencia.
f) Carácter antidemocrático de la ideología fascista, que se inspira en una concepción elitista y aristocrática de la sociedad y de la historia. Se distingue, en efecto, entre "élite" y "masa"; la función de esta última parece ser la de aclamar y dejarse gobernar.
"Resumiendo brevemente esta enumeración de características fundamentales del fascismo (totalitarismo, violencia y belicismo, transpersonalismo y nacionalismo, irracionalismo, capitalismo y aristocraticismo) podemos llegar a sintetizar la definición del mismo en la mencionada fórmula: Fascismo es capitalismo más totalitarismo, es decir, capitalismo que organiza su defensa totalitariamente, (también, totalitarismo al servicio del capitalismo" (p. 52).
Después de señalar estas notas fundamentales del "fascismo", emprende una larga argumentación para mostrar la conexión que, a su juicio, existe entre fascismo y nazismo, por un lado, y capitalismo, por otro. Fundamenta esta "demostración" en ideas de Harold Leski expuestas en el libro "El liberalismo europeo", y también en las de Paul Sweezy ("Teoría del desarrollo capitalista"), a los que cita profusamente. El resumen de ambas posiciones coincidentes puede hacerse en la conocida frase de Sweezy: "Los capitalistas desde sus posiciones dentro de la ciudadela del poder del Estado abren las puertas y dan entrada a las legiones fascistas. Una vez en el poder, el fascismo emprende con despiadada energía la destrucción del equilibrio de clases que está en la base de la decisión y de la parálisis de la República popular. Los sindicatos y partidos políticos de la clase obrera reciben— los primeros y más duros golpes; sus organizaciones son aplastadas y sus líderes asesinados, encarcelados o arrojados al exilio. Viene enseguida el establecimiento del Estado fuerte y por último, tomadas estas medidas preliminares necesarias, el viraje hacia los preparativos en gran escala para una nueva guerra de redivisión".
5. El organicismo social y el "Stato etico" en la doctrina del fascismo italiano (pp. 57-58)
Los dos puntos restantes del capítulo se destinan a exponer algunos aspectos paralelos de las teorías sobre la sociedad y el Estado en las doctrinas del fascismo italiano y del nacional-socialismo alemán: "la visión del Estado como organismo ético es quizá la idea central del primero, mientras que la noción de comunidad se constituye en el segundo como eje de su construcción del Estado totalitario".
La explicación del primero de los citados puntos se inicia con una detallada exposición de la concepción organicista de la sociedad y del Estado.
"La teoría de la sociedad que sirve de base y fundamento a los fascismos presenta un claro sentido transpersonalista y organicista", indica el autor en la p. 57. El organicismo equipara la sociedad y el Estado a un organismo suprapersonal, en el que las personas individuales cumplen el papel de miembros de ese organismo. El riesgo de que ese "gran Hombre" que provoca la concepción organicista anule la libertad de sus miembros, convirtiéndolos en meros instrumentos suyos, es evidente. "Para el transpersonalismo, ese "hombre en grande" que es la sociedad y el Estado, se configura como un organismo que, al igual que el hombre individual mismo, estaría compuesto por un elemento corporal (dato que se hace resaltar en el organicismo biológico) y uno anímico o espiritual (en el cual insiste especialmente el organicismo ético).
La tesis del Estado ético en el fascismo italiano y la idea de Comunidad entendida al modo del nazismo alemán serían, como hemos dicho, concreciones históricas de esa hipostatización o entificación de la sociedad y del Estado, de esa auténtica sustentación de lo colectivo que llevan a cabo las concepciones organicistas y transpersonalistas" (p. 58).
Señala a continuación que la idea organicista no es nueva en la historia del pensamiento político; alude al Código de Manú, a Platón, Aristóteles, Marsilio de Padua, Althusio,etc... Pero es a partir del siglo XIX cuando la comparación metafórica entre sociedad y organismo humano —que es legítima mientras no se exagere, es decir, mientras no se pase de la metáfora a la rigurosa identificación— se distorsiona y entra en la fase del organicismo que conduce a la absorción del pequeño organismo (el hombre individual) en el gran organismo (la sociedad, el Estado).
El organicismo moderno, liberado de estas exageraciones,tiene su portavoz principal en Worms, en su obra "Organisme et societé", a la que hace extensas referencias. Para Worms, el"tipo sociedad" es más complejo que el "tipo organismo", pero los grandes rasgos de éste se encuentran en aquél. La anatomía, fisiología, la patología de las sociedades reproducen la de los organismos. "La sociedad —concluye— está compuesta de individuos que son organismos, así como el organismo mismo está compuesto de individuos de orden inferior que son las células (...). Los cuerpos vivientes modifican su contenido en cada momento. Son en modo constante sede de un doble movimiento de asimilación e integración, y de desasimilación y desintegración; en todos los momentos el organismo crece y decrece".
Sobre esos supuestos, Worms explica cómo dichos atributos existentes en el organismo vivo, pueden reconocerse también en la sociedad. La estructura no geométrica, sino variable, del organismo, corresponde también a la de la sociedad. El doble movimiento de asimilación (entrada) y desasimilación (salida) del organismo, se da también en la sociedad, en la que entran y salen bienes, individuos, etc. Así concibe también Worms la existencia de una anatomía, fisiología, patología, higiene, etc. de la sociedad.
En la explicación del organicismo es clásico señalar —así lo hace el autor— las teorías que trazan analogías entre el sistema circulatorio y nervioso del hombre y la red de comunicaciones y transmisiones de un país, entre la Bolsa y el corazón, o la conocida metáfora que lleva a comparar el corazón con la capital de un estado, que nuestro autor no cita, quizá para no hacer mención de Ruiz del Castillo, su divulgador. "Este organicismo ingenuo y primitivo resultó superado por un neoorganicismo posterior, también de carácter biológico, pero fundado en una noción más depurada del organismo, noción que (...) sólo ha sido posible obtener gracias a los avances modernos de la química biológica" (p. 61). En la línea neoorganicista cita a Gini ("Il neoorganicismo"), que define el organismo como "un sistema de equilibrio estacionario dotado de autoconservación". Del examen del neoorganicismo deduce el autor la importancia del factor equilibrio y la no aparición del factor "conflicto" en la definición que proporciona Gini de la sociedad como organismo: "un sistema que normalmente se encuentra en equilibrio estacionario, evolutivo o involutivo, y que está dotado de poderes de autoconservación y de reequilibrio".
"En cualquier caso lo que parece cierto tanto en ese organicismo como en el neoorganicismo, es la idea de que las partes del organismo son —claro está— simples miembros de él, miembros subordinados por entero al todo orgánico. Y otra cosa bastante importante: que dichos miembros no están situados todos en un mismo plano de igualdad sino, al contrario, en estructura rígidamente organizada" (p. 62).
El traslado de ambas ideas (subordinación y jerarquización) desde el organismo humano a la sociedad y el Estado, a juicio de Díaz, significa un total sometimiento de los hombres individuales a la sociedad y, además, una diferenciación jerárquica de los ciudadanos, diferenciación que hace adquirir a la sociedad un carácter elitista y antidemocrático.
A continuación analiza la conexión organicismo-totalitarismo. Dicha conexión no se efectúa bajo el aspecto orgánico-biológico, sino en la dimensión más depurada: organicismo ético-espiritualista. "La sociedad se concibe entonces como un ente moral y un organismo espiritual dotado de fines sustantivos propios, transpersonalistas, diferentes de los fines a que aspira la mayoría de ellos (se refiere a los ciudadanos). La colectividad se sustancializa, se entifica, ética y espiritualmente, exigiendo así como instrumento de esa uniformidad el ejercicio de un poder y de un Estado de carácter verdaderamente totalitario" (p. 63).
"En esa perspectiva, la conexión entre organicismo social y Estados totalitarios parece, como decimos, indudable. Lo orgánico en los Estados totalitarios y autoritarios —el individuo como miembro de organismos naturales— se sustituye y se impone de modo absoluto a lo inorgánico... Las ideas centrales de esas concepciones organicistas tienen, en efecto, aplicabilidad (...) para esos totalitarismos políticos, tanto para la teoría estatal del fascismo italiano (tema objeto de este apartado) como para la organización política del nacional-socialismo alemán" (tema que desarrollará en el apartado próximo) (p. 65).
Centrado ya en el fascismo, cita, en primer lugar, el artículo primero de un documento fundamental del Estado fascista italiano: la "Carta di Lavoro": "La nación italiana es un organismo que tiene unos fines, una vida y unos medios de acción superiores en potencia y duración a los de los diferentes individuos y grupos de individuos que lo componen".
Analiza a continuación el "Estado ético", que antes del fascismo había propugnado Adolfo Ravà (Diritto e Stato nella morale idealística. Lo Stato come organismo etico), y el Estado mussoliniano. Ravà había escrito: "El concepto al que hemos llegado es el de un organismo que no es ya simple asociación para la coexistencia jurídica, sino que tiene fines éticos propios y del cual los individuos no son más que miembros". Pese a que Ravà al cabo del tiempo ha negado conexión alguna entre su "Estado ético" y el Estado fascista, "es indudable, prosigue Díaz, que la tesis (...) propugnada por Ravà sirvió como antecedente del Estado fascista y esto en cuanto en el sistema de aquél, el peso concedido al Estado ético significaba de hecho una negación o, al menos, una ilegítima disminución del Estado de derecho" (p. 69).
A continuación hace referencia a la distinción que algún sector de la doctrina más o menos filofascista elaboró entre Estado de derecho y Estado jurídico. Ejemplo del primero sería el estado liberal, y del segundo el estado fascista. Rechaza tal distinción, porque en definitiva, "Estado jurídico" es el que actúa a través de un ordenamiento jurídico, es decir, posee un cuadro de normas jurídicas que utiliza para su funcionamiento. Tal "Estado jurídico", concluye este autor, no es sino una tautología: todo Estado es jurídico, pero no todo estado es "Estado e derecho".
Su análisis del fascismo termina con una referencia a un teórico importante d este movimiento: Gentile. Tras dudar de su ortodoxia en la interpretación de Hegel, del que Gentile se considera seguidor, critica Díaz la oposición del teórico italiano al liberalismo, individualismo y parlamentarismo, así como su influencia sobre el fascismo, en especial sobre la doctrina del "Estado ético". En frase de Mussolini "el Estado tal como el fascismo lo concibe y lo actúa es un hecho espiritual y moral". Gentile, por seguir a Hegel y estimar, en consecuencia con las tesis hegelianas, que el Estado es la instancia ética suprema, pasó a ser el filósofo que necesitaba el fascismo, y así Mussolini pudo afirmar: "Queremos unificar la nación en el Estado soberano que está sobre todos y puede estar contra todos, porque representa la continuidad moral de la nación en la historia".
Termina su análisis del fascismo indicando: "A esto conduce realmente toda la retórica filosófica y espiritualista del Estado ético fascista: a un Estado totalitario y dictatorial donde los derechos y libertades humanas quedan prácticamente anuladas y totalmente sometidas al arbitrio de un poder político omnipotente e incontrolado, en el cual toda participación popular viene sistemáticamente negada en beneficio de una minoría que controla el poder político y económico" (p. 77)
6. La idea de comunidad y el "Führerstaat" en la doctrina del nazismo alemán (pp. 78-94).
"Paralelamente a la tesis del Estado ético referido al Estado fascista italiano, la idea de Comunidad aparece en la filosofía política del nacionalsocialismo alemán como el elemento transpersonalista sobre el que se levanta la estructura totalitaria del Führerstaat".
Cita como precedentes los movimientos organicistas historicistas e irracionalistas del siglo XIX, que desembocan —según Díaz— en el totalitarismo reaccionario nazi, reconociendo las importantes transmutaciones habidas en el paso desde un eslabón a otro. Cita a Freyer para señalar que "lo que verdaderamente impulsa y sustenta el proceso histórico —en el nazismo— no son las decisiones o las creaciones de los individuos, sino las fuerzas del espíritu popular en su actuación constante y silenciosa".
En el romanticismo y en la Escuela Histórica del Derecho se encuentran los precedentes de la idea de que las verdaderas unidades orgánicas del mundo histórico son los pueblos" concebidos como organismos vivientes en los que se manifiesta, a través de lo inconsciente, un alma colectiva, el espíritu nacional o popular, el Volksgeist conceptualizado por primera vez por Hegel en su tesis doctoral de 1793" (p. 80). La Nación es el organismo biológico (raza, sangre...) y el organismo espiritual es el Volksgeist. La Nación es una entidad mística, casi religiosa; todo ello en el ámbito del irracionalismo político.
Traza luego el itinerario de la evolución del concepto de "Estado" en Schelling, Fichte y Hegel. La idea central del neohegelianismo alemán es la de "comunidad": Este concepto de comunidad, interpretado de manera muy restrictiva para la libertad en el neohegelianismo alemán, se intentará vincular después en el nazismo, acentuando los rasgos irracionalistas, al otro concepto de carácter étnico y biológico que, apoyándose en concepciones racistas dieron Chamberlain, Rosemberg y los antropólogos oficiales del Führerstaat hitleriano" (p. 85).
Los presupuestos de la "comunidad", en sentido nazi, son dos: la noción de pueblo, concebido como unidad étnica, basado en principios de carácter racista, y la entificación de pueblo: la existencia de una total comunión entre quienes participan del espíritu del pueblo a través de su encarnación con el ser superior y real llamado "comunidad". El paso del espíritu del pueblo a la esfera del poder político se realiza a través de la figura del Führer, que asume la dirección del pueblo, y que realiza su función a través de dos principales instrumentos: el Partido y el Estado, ambos en íntima vinculación. La figura del Führer es la cúspide y centro de todo el sistema y está dotada de un carácter carismático. El Führerstaat aparece como un Estado totalitario, ajeno al "Estado de derecho". La fuente originaria del Derecho según la doctrina del nazismo, se encuentra en el espíritu popular. Al Führer, en cuanto que encarna perfectamente ese espíritu, corresponde formular y promulgar el Derecho" (p. 89).
Muestra Díaz las diferencias que separan a esta doctrina sobre el origen del derecho con la teoría de Savigny y su Escuela Histórica, que consideran el derecho como algo histórico, producto del espíritu del pueblo, en abierta oposición al racionalismo. En efecto, mientras que para Savigny el fundamento del derecho es la costumbre, para el nacionalsocialismo el derecho se encarna directamente en el Führer: será derecho, en definitiva, lo que decida el Führer. Las garantías de que el Führer ejerce bien su función están en él mismo, en su capacidad. Sólo es responsable ante la comunidad popular, y él en nombre de ella para realizar la justicia.
"Quizá sea importante hacer observar que, por supuesto, estas concepciones totalitarias no manifiestan nunca explícitamente esa intención de total sometimiento del individuo a los intereses económicos representados en el Estado. Lo que hacen es intentar enmascarar esa real negación del hombre con formulaciones teóricas que, al contrario, muy frecuentemente se presentan como pretendiendo revalorizarlo a través precisamente de su vinculación y dependencia absoluta con respecto al Estado" (p. 91).
III. EL ESTADO SOCIAL DE DERECHO
7. Del Estado liberal de derecho al Estado social de derecho (pp. 95-105)
Examinado el Estado totalitario, negación del Estado de derecho, analiza a continuación el llamado "Estado social de derecho", nacido del afán de los sistemas democrático-liberales de evolucionar desde si mismos y adecuar sus estructuras as nuevas necesidades sociales y económicas. Se trata de un intento de solución que evita los males del liberalismo, y que l mismo tiempo se aleja de la solución totalitaria, y que fue puesta en práctica por los Estados democráticos tras la primera guerra mundial, iniciándose con la Constitución de Weimar alemana de 1919. Después de la segunda guerra mundial se impone en la mayoría de las naciones occidentales desarrolladas. Los puntos del liberalismo que revisa fundamentalmente el "Estado social de derecho" son: el individualismo y el abstencionismo estatal.
"Lo que se propugna en el Estado social de derecho es un Estado decididamente intervencionista, un Estado activo, un Estado, se repite, dotado de un ejecutivo fuerte. Esta primacía del ejecutivo dará lugar en seguida a una cierta crítica del parlamentarismo... y también a una cierta crítica de la función de los partidos políticos y de otras instituciones consideradas básicas en el sistema liberal, autocríticas todas ellas que han contribuido muy poderosamente al perfeccionamiento de la democracia en nuestro tiempo" (p. 97).
Reconoce el autor el paso importante que ha supuesto el "Estado social de derecho", que reúne todas las condiciones para poder ser calificado como tal: imperio de la ley, formalizada en un órgano popular representativo, que es el Parlamento; separación y distribución de los tres poderes; legalidad de la Administración, y garantía de los derechos y libertades fundamentales. Por esto, el "ejecutivo fuerte" no quiere decir "ejecutivo absoluto".
Luego —a modo de preparación de su tesis final— añade: "El Estado social de derecho es un auténtico Estado de derecho. Aún situado en la vía hacia la democracia, puede, no obstante, decirse que no se alcanza con él todavía la fase evolutiva que hoy exige una sociedad realmente democrática. El Estado de derecho —afirma en frase importante— al igual que la democracia, aparece, como puede verse, en esta concepción, no como esencias y conceptos cerrados, sino como procesos siempre abiertos a posibles y necesarios perfeccionamientos" (pp. 98-99).
Precisa después que el calificativo de "social" referido a esta nueva forma de Estado resulta poco preciso, y a veces meramente retórico. Para que exista verdaderamente un Estado de derecho no es suficiente el que el Estado se autocalifique como tal, sino que ha de cumplir los requisitos que anteriormente ha mencionado.
Trata, a continuación, de los problemas que plantean el aumento poder de la Administración pública, que ha de armonizar con lo que constitutivamente exige el Estado de derecho. Parece, pues, necesario que exista una fiscalización del poder de la Administración, y que tal fiscalización se haga desde la ley, de modo que el electorado aparezca no solamente como fuente primaria de la legislación sino como instancia final del control del poder político.
8. Tecnocracia e ideología en el "Welfare State" (pp. 105-116)
"Lo característico del Estado social de derecho es, sin duda alguna, el propósito de compatibilizar en un mismo sistema dos elementos: uno, el capitalismo como forma de producción; y otro, la consecución de un bienestar social general(...). Caracteriza al Welfare State (...) un predominio de la Administración sobre la Política, un predominio de la Técnica sobre la Ideología (...). En esta perspectiva, la Política y la Ideología constituyen, se afirma, cosas ya completamente superadas, estorbos y, además, estorbos anacrónicos" (p. 106).
El resumen de su crítica al Estado social de derecho es éste: analizar las posibilidades de compatibilidad entre bienestar general y capitalismo. La creencia en esa posibilidad, la creencia en que desde el neocapitalismo puede llegarse a un bienestar general constituye la base de apoyo del Welfare State (...) que quiere apoyarse en una prioridad de la técnica(...). Indudablemente la técnica nivela. Pero no es menos cierto que la nivelación tecnocrática está muy lejos de la verdadera democracia. El neocapitalismo (...) produce la nivelación en los aspectos más superficiales de la vida social (...). Aumenta la producción, aumenta el consumo (...), pero subsisten decisivas y radicales desigualdades que aquél parece incapaz de salvar (sobre todo si planteamos el problema a escala internacional)" (pp. 108-110).
Critica la tesis del fin de las ideologías anunciadas por los tecnócratas, que es una consecuencia de la despolitización de la vida colectiva. "La Administración y la burocracia sustituyen a la política —escribe Díaz—, los 'expertos en medios'sustituyen a los 'expertos en fines', dando por sentado que el fin a lograr —el bienestar— no precisa ya de mayor clarificación ni concreción". Por esto, añade que esta apariencia neutralista (que, en realidad, encubre una ideología conservadora) impide la concurrencia de otras ideologías que no sean la dominante. En un mundo caracterizado por el pluralismo y el fraccionamiento, las ideologías tienen plena vigencia. En realidad, la idea misma de "despolitización" ya es ella misma una forma de ideología que pretende, ante todo, la conservación del sistema político vigente; tal despolitización es, por tanto, condenable aunque —reconoce E. Díaz— es menos perniciosa en un Estado de derecho que en un país autoritario o subdesarrollado económicamente.
Las mayores resistencias a la desideologización y despolitización provienen de las distintas concepciones acerca del bienestar, así como de los medios que deben ponerse para alcanzar tal bienestar; la elección de los medios, por otra parte, determina la forma del pretendido "bienestar". La crítica a la tesis de la despolitización y desideologización pretende, precisamente en nombre de la razón y de la ciencia, evitar la deificación como ciencia de lo que en última instancia, no es sino ideología conservadora.
Recoge a continuación una larga cita de Tierno Galván en la que este autor señala qué es lo que entiende por "bienestar" en la sociedad neocapitalista: retroceso de las enfermedades y de la mortalidad; descenso de las dificultades en el manejo de los instrumentos, es decir, comodidad; nivel de consumo mínimo para todas las clases, a fin de que la clase explotadora tenga tranquila la conciencia; cierto nivel de consumo estético y de ocio; finalmente, "confianza en los poderes de este mundo" (¿?). Concluye: "Apoyándose en el hecho del crecimiento constante del bienestar, se configura un hombre occidental trivializado por la facilidad y el nivel de consumo. En otras ocasiones lo hemos llamado el consumidor satisfecho" (p. 115).
Alude, después, a una idea que expuso Aranguren según la cual "económicamente, el Welfare State supone y significa la culminación del capitalismo" que, por requerir una tecnología y una masa de capital muy alta no es aplicable como modelo político a los países subdesarrollados. La reprobación ética del Estado de bienestar occidental aparece también en J.L. López Aranguren, que explica que "el modelo del consumidor satisfecho es más materialista que el modelo marxista del proletario revolucionario.
Cierra este capítulo con otra cita, esta vez de Raúl Morodo, según la cual "bienestar significa algo concreto: nivelación u homogeneización de los estratos o grupos sociales. Sin nivelación socio-económica no hay libertad, no hay paz social. La nivelación exige planificación" (p. 117).
9. Neocapitalismo y Estado Social de Derecho (pp. 117-126).
Definido el Welfare State como el intento de compatibilizar capitalismo y bienestar, dedica el último epígrafe de este capítulo al estudio del concepto de "neocapitalismo", para concluir que no constituye un sistema de bienestar, democrático. "Los modelos de organización neocapitalista están lejos de haber creado una sociedad verdaderamente democrática (...), sobre todo considerando el problema a escala internacional (...). La democratización económica, social y política debe ser propuesta hoy como meta de alcance universal, cosa realmente difícil de lograr con el imperialismo económico que parece inevitablemente derivar del neocapitalismo propio de los más desarrollados Estados del bienestar. Se ha puesto de manifiesto desde esta perspectiva el paralelismo existente entre el capitalismo individualista operando a nivel nacional y el neocapitalismo 'social' operando a nivel internacional" (p. 121).
En este sentido, se ha llegado a plantear la cuestión de saber si el neocapitalismo no está, en realidad, encubriendo una forma mucho más refinada del fascismo, que se ha llamado "neofascismo". Sobre este punto, el autor indica que "Desde luego, no pueden hacerse sin más, coincidentes los términos neocapitalismo y neofascismo" pero dado que en el interior de los sistemas ideológicos y económicos del neocapitalismo imperan tendencias y grupos de fuerte poder, tales tendencias y grupos con todo rigor se califican de neofascistas" (p. 122).
La explicación sería la siguiente. Acabada la II Guerra Mundial no se superó el sustrato ideológico y económico del gran capitalismo que —según Díaz— había apoyado el auge del fascismo. Eso impidió la superación total del fascismo como fuerza social operativa. Ahora el gran capital se vino a refugiar en las estructuras demoliberales constituyéndose como protagonista del Welfare State. La tendencia del capitalismo a la utilización de métodos políticos totalitarios, para evitar eventualidades "realmente socialistas", persiste en el Estado social de derecho, aunque institucionalizada. De este modo conecta el autor fascismo y Estado social de derecho, a pesar de lo que ha indicado pocas líneas antes. "Con la expresión neofascismo se hace especial referencia a un cierto tipo de fascismo tecnificado, dotado de mucha menor carga ideológica y romántica que quiere, sobre todo, justificarse por razones de eficacia pero que, en última instancia, apelaría sin duda al poder totalitario (...) para la defensa a toda costa del sistema capitalista y de los 'valores' de él dependientes. Es un fascismo adaptado a las condiciones de la sociedad del bienestar (...) del que ha podido decirse que con la misma mentalidad —de absoluto desprecio al ser humano— ha pasado de la dirección de los 'viejos campos de concentración' del nazismo a la dirección de los nuevos 'campos de consumición' del neo-capitalismo (p. 124).
Alude sumariamente a los partidos y grupos neonazis y neofascistas de Alemania, Italia, EEUU y Sudáfrica, y condena globalmente a todas estas direcciones políticas y al Welfare State (¿?) por ser los máximos obstáculos para lograr un "Estado democrático de derecho".
IV. EL ESTADO DEMOCRÁTICO DE DERECHO
10. Del Estado social de Derecho al Estado Democrático de Derecho (pp. 127-139)
La última parte del libro —la más importante— está destinada al estudio de lo que E. Díaz llama el "Estado democrático de derecho", que es la forma de convivencia política que patrocina él.
Dentro del tono de adoctrinamiento político que cobra el libro, especialmente a partir de este capítulo, el autor alude a las razones del tránsito desde el Estado social de derecho al Estado democrático de derecho: "El análisis y comprensión de las insuficiencias y contradicciones del sistema económico, del sistema ideológico que deriva del neocapitalismo marca, puede decirse, el sentido teórico de la superación del Estado social de derecho: el paso al socialismo será así paralelamente el paso al Estado democrático de derecho" (p. 127).
A continuación repite la tesis central del libro: "Cada vez aparece más claro que la democracia política exige como base la democracia socioeconómica. Sin ésta, aquélla es insalvable, y las decisiones se hacen, en esa situación, antidemocráticas en los dos sentidos: vienen adoptadas por la oligarquía capitalista y responden a intereses predominantes de esa oligarquía (...). Frente a la imposibilidad de compatibilizar coherentemente democracia y neocapitalismo, la correspondencia entre los términos democracia y socialismo puede hoy estimarse, creo, con, o algo mucho más concorde con la realidad. El encuentro entre los problemas de la democracia y los problemas del socialismo constituye de este modo la base para el entendimiento y la transformación real e ideológica de la sociedad actual" (p. 128).
Analiza después la posible equivalencia entre el Estado democrático de derecho y el "Estado de justicia" de que habla López Aranguren. Pese a la similitud de ambos conceptos, el autor prefiere el primero de ambos, que es el que usa definitivamente en esta obra. Aunque afirma que trata de huir de llegar a una síntesis apresurada de la historia, lo cierto es que su visión de lo que él llama el "Estado democrático de derecho es como una culminación definitiva de la justicia en la historia.
Examina el posible modo de acceso al "Estado democrático de derecho" desde el "Estado social de derecho", que ya aparece irremisiblemente condenado y desechado, así como desde las llamadas democracias populares, con especial referencia a la URSS.
Desde el "Estado social de Derecho" no se pasa "naturalmente" al "Estado democrático de derecho". Para entender su pensamiento es preciso tener en cuenta un mito que arranca de Marx-Engels, clave en el pensamiento marxista: la "socialización" que se producirá en el Estado democrático de derecho "es diferente esencialmente a la ya existente en el "Estado social de derecho": "de un nivel y otro (es importante insistir en ello) hay un salto cualitativo y real de primer orden" (p. 131).
¿Cómo surgirá, o se llegará, al Estado democrático de derecho?, se pregunta Díaz. Indica que las respuestas que se han dado a esta pregunta han sido muy diversas; descarta las actitudes pesimistas y las que recaban una revolución violenta. El único método eficaz para llegar al Nuevo Estado es el que pasa por las vías llamadas "evolutivas, pacíficas y democráticas ".
Por lo que se refiere a las democracias populares, "resulta curioso e importante observar (...) que la teoría soviética del Estado establece teóricamente, como exigencias fundamentales de la legalidad socialista, un cuadro muy similar al que hemos mencionado aquí como propias del Estado de derecho"(p. 134). Estas exigencias que se encuentran en el ordenamiento jurídico soviético son, fundamentalmente: la supremacía de la ley sobre los poderes ejecutivo y judicial, elección democrática de los "representantes directos en el órgano supremo del poder estatal", la protección de los derechos de los ciudadanos, el carácter universal del poder de la ley, ya que ésta vincula teóricamente en la URSS a todos los ciudadanos. El respeto efectivo de los derechos de los ciudadanos —prosigue Elías Díaz citando a un autor soviético— por parte de la Administración, está conseguido en la URSS a través de la Prokuratura, que es el organismo que controla el cumplimiento efectivo de las leyes.
Por todo esto, se suele reservar el término "Estado de derecho" para los estados occidentales, y algunos autores reservan para las democracias populares el término "Estados de justicia". Díaz, de todos modos, no es partidario de una identificación absoluta entre las expresiones "Estado de justicia y Estado democrático-popular.
Si retornamos al punto de partida de esta digresión, es decir, a cómo se llegará al "Estado democrático de derecho" desde los sistemas políticos actualmente vigentes, E. Díaz no contesta al interrogante. Se limita, al final de este epígrafe, a escribir que "La base democrática viene dada en todo caso por el socialismo, pero éste y aquélla han de actuarse dentro de las exigencias que marca siempre un auténtico Estado de derecho" (p. 139). A continuación pasa a estudiar, sin más, con fines pretendidamente aclarativos, lo que debe entenderse por democracia y por socialismo.
11. Sociedad de masas y sociedad democrática (pp. 139-150)
Hoy nos encontramos ante una sociedad de masas que desea una participación mayor en la vida colectiva. Toda sociedad actual es sociedad de masas, pero no todas son democráticas. La democracia, en efecto, exige participación real de las masas en vida colectiva. "Puede en esta perspectiva definirse la sociedad democrática como aquélla capaz de instaurar un proceso de efectiva incorporación de los hombres, de todos los hombres, en los mecanismos de control de las decisiones, y de real participación de los mismos en los rendimientos de la producción (p. 141).
¿Qué sucede realmente en las sociedades industriales modernas? Díaz reconoce que "la técnica nivela y que la sociedad industrial desarrollada democratiza" (p. 143). Pero el problema sigue en pie: ¿Qué grupos son los que orientan el desarrollo tecnológico e industrial? Explica que "ni la técnica ni el desarrollo industrial aseguran ya, por sí solos, la democracia. Lo decisivo es el sistema que oriente y dirija el desarrollo industrial y tecnológico, sistema que, claro está, no deriva de preferencias psicológicas ideales, sino de la organización real de las fuerzas y elementos de la producción".
La caracterización de la democracia como una participación real en los mecanismos de decisión le lleva a distinguir entre democracia real y democracia ficticia. El capitalismo —explica— requiere el apoyo de las masas, ya que sin ellas no se puede gobernar; por esta instrumentalización de las masas, todo sistema capitalista es una democracia ficticia, en la que las masas vienen utilizadas contra sus propios intereses.
Rompe en este punto bruscamente su argumentación, para seguir con el tema que dejó planteado en el apartado anterior: cómo llegar desde la democracia aparente y ficticia del Estado social de derecho a la democracia verdadera del Estado democrático de derecho. "El paso del capitalismo al socialismo parece una vez más como el paso de la democracia formal a la democracia real. Lo decisivo es, en efecto, el sistema concreto de relaciones de producción: éste es quien configura las formas de organización social y política" (p. 145). Hace unas fugaces alusiones a las relaciones entre técnicas de producción e ideología que las sustenta, que no encajan en el contexto. Prosigue indicando que la sociedad industrial moderna "en modo alguno se sitúa a suficiente nivel democrático sobre todo —insistimos— considerando el problema desde una perspectiva internacional (...). El neoliberalismo —escribe siguiendo una cita de L. A. Rojo—, es una ideología de lujo. Es, puede decirse, la ideología de los países ricos desarrollados, ideología de evidente sentido clasista" (p. 147).
Sucede que el neocapitalismo, al contrario que el capitalismo liberal antiguo, no tiene "horror a las masas". Ello se debe a que las ha degradado a "utilización económica", a consumidores satisfechos. En tales circunstancias,"la alienación se hace más sutil y refinada (...), pero en el fondo resulta casi tan intolerable como la explotación del capitalismo clásico" (p. 148). El elitismo sigue siendo lo fundamental en la sociedad capitalista. "Hay, en efecto, toda una literatura épica asentada sobre la idea de que, en definitiva, el mundo se compone de dos clases de gentes: unos los selectos, los egregios, la élite, la aristocracia; otros, los adocenados, el rebaño, la horda, el populacho, la masa irracional y estúpida (...). A las masas se les proporciona ex profeso una cultura "adormecedora", alienadora, nunca una cultura que clarifique racional y críticamente" (p. 147).
"No querría hacer fácil demagogia a costa de esas filosofías elitistas (...) ni tampoco habría que mitificar —populistamente— a las masas: éstas pueden ser instrumentalizadas para objetivos nada progresivos ni democráticos" (p. 149). Concluye con un largo discurso contra el "elitismo", tendencia que, según este autor sólo pretende hundir cada día más en la miseria a las masas. A continuación pasa, sin más, a otro epígrafe, que titula:
12. Hegel-Marx: precedentes filosóficos y científicos del socialismo. EL socialismo actual y el Estado democrático de derecho (pp. 151-180).
"Una comprensión de fondo del problema de la participación real de las masas, es decir del problema de la democracia, reenvía indudablemente (...) al tema clásico de la conexión individuo-sociedad". Esta afirmación parece precisa, efectivamente, pero este calificativo resulta de más dudosa aplicación al resto del párrafo introductorio: "tema que en su planteamiento actual —prosigue Díaz— tiene en verdad como bases fundamentales la crítica de Hegel al individualismo y la posterior superación de éste llevada a cabo por Marx a través del socialismo" (p. 151).
Consecuentemente con lo antedicho, examina, en primer lugar, la figura de Hegel. Expone la distinción hegeliana entre sociedad civil y Estado. Veamos: en Hegel existen tres momentos del espíritu, dialécticos y sucesivos. En primer lugar, está el de la edad civil, que es el momento del libre despliegue de la libertad de cada cual: "el interés de los individuos como tal es el último fin", indicaba Hegel; a este momento corresponde el "derecho" (abstrakte Recht): es el momento de la propiedad privada y del pacto.
El segundo momento en el despliegue del espíritu es el de la moralidad, que es esencialmente subjetivo, opuesto al anterior. El tercero es el del Estado, que es el momento de la"eticidad". Elías Díaz contrapone sociedad civil y Estado; la primera representa el egoísmo individual y el segundo los intereses de la colectividad, es decir, la "racionalidad" que se opone a los intereses egoístas. Por ello, frente a la"sociedad civil", que representa a la sociedad capitalista, se opone el Estado, que supone "la superación del liberalismo individualista: es el paso del 'hombre privado' al ciudadano" (p. 154).
De Hegel salta a exponer tesis marxistas que se corresponden en cierta medida con el pensamiento hegeliano: la sociedad civil se autodestruirá por el progresivo e imparable aumento del proletariado, cada vez más miserable. Ante la indigencia de las masas, cada sociedad civil se ve obligada a recurrir al extranjero, a pueblos menos desarrollados, creándose de este modo el capitalismo colonial. De acuerdo con la concepción hegeliana de "superación", desde la sociedad civil se pasa al Estado, que aparece como algo contrapuesto esencialmente a ella. El problema es: ¿cómo debe producirse esta superación hegeliana de la sociedad civil?
Tres son, fundamentalmente, las interpretaciones que ha recibido esta doctrina de Hegel: la liberal, la absolutista o reaccionaria y la que ve en ella un antecedente valioso de la similar tesis marxista (construida sobre las teorías de Hegel).
La interpretación liberal de Hegel es debida en buena medida a Rosenzweig, que considera a Hegel un defensor de la monarquía constitucional británica; Díaz la rechaza a causa del desacuerdo que han puesto de relieve algunos autores entre "comunidad" en sentido hegeliano y la sociedad liberal propia del constitucionalismo británico.
La segunda interpretación fue la desarrollada por el neohegelianismo, que establece una conexión entre Hegel y los totalitarismos de nuestro siglo. En España, Luis Legaz y Lacambra ha sido uno de los más importantes defensores de tal conexión, que dicho autor sitúa entre Hegel y el nacional-socialismo, de modo que el filósofo prusiano habría sido el teorizador y fuente ideológica del II Reich. Díaz rechaza por completo tal interpretación. Apoyándose en Sabine y Lukacs, a quién cita extensamente, estima primero que es dudosa la procedencia y origen del neohegelianismo, pero que en todo caso dista mucho de derivar de Hegel (!), y, en segundo lugar, afirma que más que el neohegelianismo, la corriente intelectual que realmente influyó en las doctrinas fascista y nazi fue el irracionalismo del siglo pasado. Concretamente, en el caso fascista sólo puede sospecharse un entronque con el neohegelianismo a través de Gentile, un neohegeliano en cuya filosofía tuvo que alojarse Mussolini con urgencia cuando trató de dar a su movimiento una base filosófica.
En cualquier caso —según Díaz— hay que poner de relieve lo incorrecto de la derivación hegeliana en lo que se refiere al fascismo. "El punto de llegada parece ser, pues, doble: primero, el irracionalismo constituye la base ideológica principal de los fascismos, siendo el neohegelianismo la filosofía complementaria de aquel (...). Segundo, el neohegelianismo, en virtud de todos estos presupuestos, resulta ser más bien una visión parcial y superficial de Hegel y en modo alguno, su interpretación más profunda y auténtica" (p. 165).
La tercera interpretación, que es la que el autor adopta, es la marxista, centrada fundamentalmente sobre el desarrollo del concepto de dialéctica que ha llevado a cabo el marxismo. El tránsito de Hegel a Marx es el paso del idealismo al materialismo. Marx se desplazó, indica Díaz siguiendo una tesis marxista antigua, desde el espíritu al hombre. Hegel, escribe Díaz apoyándose con largas citas en una obra de Bloch, conserva dentro del "Estado" los modos de producción capitalistas, ya que le sobró idealismo y le faltó concreción económica en su filosofía.
Por tanto, no hay en Hegel una superación real de la "sociedad civil", es decir, del egoísmo individual. La superación real de la sociedad burguesa sólo se opera con Marx, quién sustituyó el espíritu por el hombre social en su vida económica despojando así a la dialéctica de todo lo que tenía de "fantasmal".
Fue preciso, pues, que Marx diera la vuelta a la filosofía de Hegel, poniéndola sobre los pies y no sobre la cabeza como estaba aún en Hegel. A continuación hace Díaz unas consideraciones vulgarizadoras sobre el pensamiento político-social de Marx, con el fin de mostrar que sólo en este autor se ha superado realmente el egoísmo propio de la sociedad civil hegeliana; no añade nada substancialmente nuevo a lo ya dicho hasta aquí.
La superación marxista de Hegel lleva también a una participación real del hombre en las decisiones comunitarias, porque en la sociedad actual, capitalista, es una élite la que decide por todos, de forma que la "comunidad" social de hoy no puede ser considerada como una comunidad real; en ella, los lazos sociales que no sean los de la explotación no pasan de ser ilusorios y ficticios.
El sistema capitalista, concluye E. Díaz, después de este examen de Hegel, no puede llevar a una auténtica democracia; sólo construye democracias ficticias y aparentes que ocultan la atomización y disolución individualistas de la sociedad; el único Estado democrático posible ha de tener estructura económica socialista: sin esto no hay democracia. El Estado social de derecho neocapitalista no logra ni superar la alienación de las masas, ni frenar la desigualdad social, sobre todo a nivel internacional.
Dado que el capitalismo ha evolucionado, hoy serían poco útiles las estrategias sindicalistas que se usaron en el siglo pasado. Antes de abordar este tema (sacado a última hora quizá para no dejar de aludir a un tema de tanta trascendencia de partido como el sindical), el autor se pregunta acerca de la caracterización más adecuada del capitalismo. Recurre, para resolver este problema, a una ponencia de Shigeto Tsuru en un symposium de economistas. "Capitalista" es, de acuerdo con Tsuru, todo aquel sistema económico-social en el que el excedente o plusvalía va a parar a manos de unos pocos. En el socialismo, en cambio, "el excedente asume la forma de un fondo social; y entre los límites marcados por las condiciones tecnológicas, su volumen está en manos del control social... La participación real en ese fondo social excedente y la decisión sobre las inversiones a través de una planificación democrática constituyen, junto con la socialización flexible de los medios de producción, las características centrales mínimas de socialismo económico" (Tsuru, en p. 175).
Concluye este epígrafe, y con él el libro, afirmando en tono enfático como posible la futura existencia de un Estado democrático de derecho que resultará de una convergencia de las superaciones del Estado social de derecho y de las llamadas "democracias populares". Con todo, no se trata —reitera varias veces— de alcanzar un Estado perfecto para siempre: "Lo importante, creemos, es no perder de vista el objetivo y no salir ni dar marcha atrás en el proceso".
B) VALORACIÓN TÉCNICA Y METODOLÓGICA
Estamos ante un libro destinado al público universitario. El fin que pretende —vulgarizar en un sector amplio unas tesis concretas— hace que esté escrito en un lenguaje asequible y sencillo, en ocasiones brillante.
Es difícil caracterizar el nivel epistemológico de esta obra. No se trata de una exposición filosófica; su autor pretende ser marxista, como ha dejado claro en las últimas "Reuniones de Profesores de Filosofía del Derecho" españoles y, por tanto, la Filosofía es para él una "alienación" que sólo sirve para hacer más fácil la explotación del hombre por el hombre. Esta tesis la mantienen abiertamente en diversas publicaciones sus discípulos y colaboradores más directos. Elías Díaz, en su afán de aparecer como investigador y político moderado no la sostiene abiertamente, pero su marxismo fácil es tan ingenuo que se pueden entender sin dificultad los fundamentos y el conjunto de su pensamiento a la luz de las tesis marxistas fundamentales tal como son entendidas vulgarmente.
No se trata tampoco de una obra científica, a pesar de sus pretensiones. El libro está dividido en dos partes: en la primera critica el pensamiento político no socialista, y en la segunda propone su ideal social, que llama "Estado democrático de derecho". En la primera parte podría haber una pretensión razonable de cientificidad si no incurriera continuadamente en apriorismos y contradicciones que pueden ser desvelados fácilmente a la luz de la lógica formal. En la segunda parte, además de estos defectos indicados, lleva a cabo una unión silenciosa entre los conceptos de democracia y de socialismo, de forma que la una se justifica por el otro y viceversa; se trata de lo que en Lógica se llama un juicio analítico, o también tautología. No posee, por tanto, esta otra parte tampoco ningún valor científico: falta una exposición razonable de los sistemas no-socialistas, de acuerdo con la bibliografía existente y no fundamenta o justifica de ningún modo su opción personal.
Dentro de la estructura externa indicada, proporciona una abigarrada multitud de ideas apoyada en una cantidad notable de referencias bibliográficas que, en su mayor parte, no parece haber leído. Por estos motivos y especialmente por la falta de orden con que expone, mejor que una crítica genérica de sus análisis y conclusiones, parece preferible examinar sus tesis paso a paso. Conviene tener en cuenta, además, que E. Díaz es un gran polemista acostumbrado a hablar en público, de dialéctica muy ágil. Por esto, además, la demostración de las insuficiencias de lo que en cada momento concreto expone parece el mejor camino.
La crítica de este libro, como la de la obra de este autor tomada en su conjunto, es fácil; no requiere emplear a fondo una preparación fuerte de filosofía política. La sencillez de la crítica va, por tanto, de la mano de las trivialidades que contiene el libro.
I. EL ESTADO LIBERAL DE DERECHO
1. Precedentes históricos
El comienzo de esta exposición es muy impreciso. A pesar de que reconoce la vigencia efectiva de "la ley jurídica natural" en las formas políticas medievales, afirma que, en la Edad Media no se puede hablar de "Estado de derecho".
Esto conduce a situaciones confusas; si él mismo acepta la vinculación del gobernante medieval a una ley jurídica común a él y a sus súbditos, ¿por qué razón niega a estos sistemas políticos cualquier calificación de Estado de derecho? Quizá por simples apriorismos doctrinarios. De todos modos, de lo que él expone resulta claro que en la Edad Media existió una cierta vinculación del príncipe al derecho, fuera éste natural o positivo.
Quizá para paliar su benevolencia para con la Edad Media (para un marxista todos los sistemas políticos premarxistas son absolutamente negativos, al servicio de la explotación del hombre) expone reflexiones sobre esta época que contienen valoraciones falsas; así sucede, p.e. cuando indica que en aquel tiempo existían "señores feudales y estamentos dotados, con respecto al pueblo, de un poder absoluto" (p. 21). ¿Cómo puede ser compatible la existencia de poder "absoluto" con la vinculación a una ley jurídica natural?
En otras ocasiones, es extremadamente impreciso cuando alude a la naturaleza de las formas políticas medievales; así, cuando habla de los límites jurídicos del poder del príncipe medieval emplea expresiones tales como "concesiones otorgadas por los soberanos" (p. 23). Parece claro, y este ejemplo es sólo una muestra, que desconoce la realidad de la praxis política de la Edad Media; el término "soberano" no puede ser aplicado a esta época, ya que posee una serie de connotaciones que sólo fueron reales en el estado absoluto de la Edad Moderna. Pero este tipo de matizaciones —fundamentales— no parecen tener importancia para Elías Díaz, más atento a las resonancias afectivas que pueden suscitar las líneas que escribe que no al rigor histórico.
II. FASCISMO Y ESTADO TOTALITARIO
4. Rasgos fundamentales de la ideología fascista
La caracterización que hace del origen y caracteres fundamentales del Estado fascista responde a una visión socialista-marxista cargada de apriorismos. El comunismo de los años 30, en efecto, en el afán de encontrar un enemigo que sirviera como agente omnipotente gracias al cual se pudieran explicar —desde un ángulo comunista— las principales insuficiencias de los propios sistemas socialistas, eligió el fascismo de Mussolini para esta función. Por este hecho, la visión de estas formas de gobierno está dominada por un absoluto maniqueismo: en el fascismo todo debe ser malo, reprobable. Al acabar la guerra continuaron con el mito de los estados "fascistas"; todo divergente del comunismo marxista fue calificado de "fascista", adjetivo que perdió, de esta forma, su precisión conceptual.
Por lo demás, la presentación que los marxistas hicieron en su día del fascismo es apriorística y doctrinal: su caracterización como refugio del capitalismo o como forma sublimada de éste se debe a la propaganda política, no a estudios económicos serios que muestren las relaciones entre el gran capital y Mussolini.
El afán maniqueo del autor, tan típicamente marxista, se muestra claramente cuando desciende a exponer los rasgos concretos del sistema político fascista, p.e., cuando indica que en el Estado de Mussolini "se carece, por supuesto, de la necesaria garantía jurídica frente a las actuaciones del ejecutivo y de las autoridades administrativas" (p. 48). El profesor Díaz olvida que el Estado fascista italiano fue el primero en la historia en crear un cauce jurídico para una específica fiscalización de los actos del poder ejecutivo mediante la creación de la jurisdicción "contencioso-administrativa", cuya estructuración sirvió de modelo a los Estados liberales.
Son curiosas, por otra parte, las alusiones que hace en tonos dramáticos a la falta de libertad en el Estado fascista. Además de exageradas (pese a los innegables defectos del fascismo italiano) llama la atención que tal crítica apenas aparezca cuando trata de los sistemas políticos socialistas, mucho más radicales en lo referente a la negación de la libertad que el fascismo italiano.
La retórica demagógica continúa en la presunta segunda nota que este autor atribuye al Estado fascista. Aunque es sobradamente sabido que tal Estado fomentó el militarismo y abusó de la violencia es también ampliamente conocido que fue el primer Estado que institucionalizó jurídicamente la protección de las minorías. Este hecho también lo olvida Díaz, quien alude en este apartado al III Reich; debería haber dejado este rasgo de la praxis totalitaria para el "Führerstaat", que estudia más tarde.
5. El organicismo social y el "Stato etico" en la doctrina del fascismo italiano
Sus apuntes sobre la evolución de las teorías organicistas de la comunidad política son también muy imprecisos. Especialmente chocante es la frecuencia e insistencia exclusivistas que establece entre doctrinas organicistas y Estado fascista. Parece olvidar que el precedente más importante de los totalitarismos del siglo XX es el que proviene de Hegel, quien disuelve la libertad personal del hombre (que él llama abstraktes Recht) y su esfera de libertad personal espiritual (la Moralität) en una síntesis superior (Sittlichkeit) en la que el hombre prescinde de sus libertades físicas y espirituales, según el esquema de Hegel, para someterse al superior arbitrio del Estado, única fuente de "eticidad" o Sittlichkeit.
Los teóricos marxistas, que forzosamente han de defender a Hegel por haber sido el precedente más importante de Marx, jamás aluden a este filósofo prusiano como teorizador del Estado totalitario moderno, a pesar de que los filósofos de tales Estados hicieron referencias muy explícitas a Hegel. Todo esto se pasa por alto en esta imprecisa caracterización de las teorías organicistas de la sociedad ocultando su conexión con el fundamento doctrinal del Estado marxista. Con una breve referencia a la doctrina de Gentile se quita de encima este enojoso tema, explicando que este autor hizo una interpretación errónea de Hegel.
Es sumamente irritante que no aluda en ningún momento a la conexión histórica entre el partido socialista italiano y el fascismo, al menos en sus orígenes. Pasa por alto la militancia socialista de Mussolini, que tanta influencia tuvo en el Estado fascista.
6. La idea de comunidad y el Führerstaat en la doctrina del nazismo alemán
Lo más destacable de este epígrafe es la frescura con que Díaz escamotea a la obra de Hegel su condición de fundamento filosófico-doctrinal del estado nacional-socialista y que se muestra, entre otras cosas, en la terminología misma (hegeliana) que usa Elías Díaz para caracterizar los fundamentos doctrinales del III Reich. Tal sucede con la visión de conjunto que emplea al final de la página 91, en donde indica que el estado nazi enmascaró la real negación del hombre con formulaciones teóricas que "frecuentemente se presentan como pretendiendo revalorizar al individuo a través precisamente de su vinculación y dependencia directa y absoluta con respecto del Estado". Esto fue, justamente, lo que proclamó Hegel con su juego dialéctico que pone en primer lugar, como tesis, la libertad física del hombre (abstraktes Recht), mediante la cual los hombres pueden violentar la libertad de los demás imponiéndoles normas coactivas o limitar su libertad recíprocamente mediante pactos.
Como unas normas impuestas al hombre por la fuerza no son adecuadas ni suficientes para regir toda la vida, social y personal, del hombre, el abstraktes Recht es negado por su antítesis, que es el momento de la Moralität. Pero la moralidad sólo proporciona normas que Hegel, de acuerdo con las doctrinas morales dominantes en su tiempo, caracterizó como individuales, es decir válidas solamente si son creadas o aceptadas por cada individuo; por tanto, si el hombre sólo se rigiera por normas morales, la sociedad quedaría fraccionada en tantos fragmentos como individuos existen.
Es, pues, preciso superar la fase de la Moralität, y se produce un tercer momento dialéctico en el que resultan superados tanto el "derecho abstracto" como la moral en favor de un único y nuevo sistema de normas morales-jurídicas que constituyen el momento de la eticidad o Sittlichkeit: es la síntesis final. Estas normas éticas no provienen de la fuerza bruta de los hombres ni de la conciencia personal de cada individuo: las crea el Estado, única fuente de la Ética de ahora en adelante.
El Estado es, pues, la única instancia que puede legislar normas que vinculen de cualquier modo al hombre. Obsérvese la dignidad que recibe el Estado en la doctrina hegeliana: es el Deus in terris y ha de ser obedecido porque en él llega el Espíritu a su plenitud. En la práctica, Hegel consideró como ejemplar el Estado prusiano del primer tercio del siglo XIX, es decir, el Estado que él conoció. Ninguna doctrina política ha llegado tan lejos en la exaltación del Estado. No es, por tanto, extraño que, a partir de la difusión de la "Filosofía del derecho" y de los estudios sobre filosofa de la historia, de Hegel, el espíritu europeo estuviera doctrinalmente preparado para aceptar totalitarismos estatalistas inimaginables por los liberales, por ejemplo, del siglo XIX. Por ello, Mussolini y Hitler encontraron en Hegel su más seguro fundamento filosófico, y los filósofos del derecho "oficiales" —piénsese en Karl Larenz— fueron convencidos hegelianos.
Como puede verse, son muchos los extremos que E. Díaz olvida al tratar de los fundamentos doctrinales del fascismo y, sobre todo, del Estado nacional-socialista. La obra de Larenz gozó de especial prestigio oficial en la España de los años 40.
8. Tecnocracia e ideología en el "Welfare State"
Las imprecisiones y las verdades a medias afectan a casi todo lo expuesto en este apartado. El autor concentra cierto esfuerzo en demostrar que en el "Welfare State" no existe una actitud humanista que oriente la actividad política; en este sistema político el hombre, por definición, sólo puede ser un "consumidor", mantiene Díaz.
"Por otra parte, sigue escribiendo, subsisten desigualdades que se muestran en el pluralismo y fraccionamiento" de la sociedad (p. 111). Estas vienen a ser las críticas fundamentales contra el "Welfare State".
El primer punto, relativo a la falta de ideas políticas humanistas, al rebajamiento de la condición del hombre a mero consumidor, y a la supuesta ideología conservadora que fundamenta esta forma de ver la sociedad, es excesivamente unilateral y parcial. Ciertamente, mucho de esto hay en los sistemas políticos "capitalistas", pero también existen ideas éticas fundamentales que han cuajado en multitud de instituciones que aseguran y dignifican la vida humana. Pensemos, p.e., en los modelos de "Seguridad social" que existen en este tipo de sociedades, en las legislaciones (y realidades) laborales y sindicales. Pero quizá lo más importante sea el hecho de que en estos Estados la función fundamental de la administración pública consista en hacer posible el libre despliegue de la personalidad de cada hombre, que es considerado un fin en sí mismo. Quizá tampoco sea éste el ideal político óptimo, pero parece preferible al de los regímenes que se llaman a sí mismos "democracias populares".
Tanto Tierno Galván, al que cita, como E. Díaz ven con cierto desagrado esta orientación del mundo no comunista. Estos autores, tocados por el marxismo, pretenden una utopía cuyo último fin es la unidad real-ideal de todos los ciudadanos en una libertad e igualdad comunes a todos ellos. Ven, por tanto, con desagrado la real proliferación de opiniones distintas, porque conducen a ese fraccionamiento social que se suele designar con el nombre de "pluralismo".
Conviene tener presente para entender ésta actitud anti-democrática (de acuerdo con lo que vulgarmente se entiende por "democracia") de Tierno y Díaz que ellos, siguiendo ideas difusas en los neomarxistas actuales —Habermas, Adorno, Fromm, Marcuse, etc.—, no conciben la democracia como la expresión de la libertad real, es decir, "de hecho" de cada hombre, sino como la sujeción de todos a unos planteamientos "verdaderamente racionales", que deben ser elaborados por ellos y sobre los que aún no se han puesto de acuerdo. Díaz no hace referencia expresa a estos autores, conocidos comúnmente como "Escuela de Frankfurt".
El problema de la explotación a nivel internacional es otro mito especialmente extendido en la literatura marxista de la postguerra. Sucede que al no ser tan evidente la explotación del trabajador en las sociedades occidentales, la necesidad doctrinal marxista de la existencia de una "explotación pasó desde el proletariado occidental al llamado "Tercer Mundo". Tampoco parece que existan estudios económicos serios que demuestren que la prosperidad de las naciones desarrolladas se deba fundamental o exclusivamente a la opresión que estas ejercen sobre los Estados económicamente subdesarrollados.
9. Neocapitalismo y Estado social de derecho
El adoctrinamiento marxista se vuelve especialmente agresivo en este apartado. Efectivamente, ya califica, sin más demostraciones, a los sistemas políticos no-socialistas como "neofascismos". El fundamento para esta calificación lo encuentra Díaz en el hecho de que "en el interior de los sistemas ideológicos y económicos del neocapitalismo imperan tendencias y grupos de fuerte poder".
¿En qué sociedad no existen grupos con "fuerte poder"? Y no sólo existen de hecho, sino que es perfectamente legítima su existencia, fruto de la libertad de asociación.
En cambio, el sistema de grupos que funciona en los llamados benévolamente países "socialistas", aparece como rechazable por cualquier persona que pretenda que sea respetada la libertad de todos. En efecto, en estos países, el grupo que acapara todo el poder es el Partido Comunista y, dentro de él, se impone, a su vez, una tendencia que es la que designa (a espaldas de la población) al "secretario", que es el jefe visible de cada P.C.
Resulta especialmente estrepitosa —porque choca con la evidencia— la equiparación que hace en la p. 124 entre los Estados sociales de derecho actuales y los campos nazis de concentración. No parece que esto merezca más comentarios; es, sencillamente, ridículo.
IV. EL ESTADO DEMOCRÁTICO DE DERECHO
10. Del Estado social de derecho al Estado democrático de derecho
Aquí establece con relativa precisión las tesis o postulados sobre los que está montado este libro: que democracia y neocapitalismo son realidades incompatibles y que, por ello, aún no se ha conseguido una verdadera democracia. Lo más destacable es, quizá, la defensa apasionada que hace de una tesis central marxista: que estado democrático de derecho es esencialmente distinto del Estado neocapitalista; para mantener esto hace referencia a un presunto "salto cualitativo" desde uno al otro tipo de Estado.
La idea del salto "cualitativo" fue expuesta por Marx y Engels en el siglo pasado; estos autores aplicaron la dialéctica hegeliana a su teoría política y reclamaron un cambio social que vendría a constituirse del modo siguiente:
TESIS: en la sociedad capitalista, la inmensa mayoría de los hombres está dominada y explotada por unos pocos. Los explotadores son los "burgueses" y los explotados constituyen el "proletariado". El proletariado fue caracterizado con trazos absolutamente negativos; en él no hay ni el más mínimo resquicio para la esperanza: sólo existe una miseria forzosamente creciente, completa y absoluta.
ANTÍTESIS: desde la situación descrita como "tesis" se salta a la opuesta. Para conseguir esto es necesario que se produzca una revolución (los neomarxistas mantienen que no ha de ser forzosamente violenta) por la que se niega la situación anterior y se produce un estado de cosas nuevo que es el diametralmente contradictorio con la tesis. No se trata, pues, de un mejoramiento de la situación anterior sino de una superación (Aufhebung) de aquella que es llamada superación "dialéctica".
En consecuencia, esa inmensa mayoría de los ciudadanos que constituye el "proletariado", que son radicalmente infelices y miserables en la sociedad capitalista, gracias al salto "dialéctico" se convierten en lo absolutamente opuesto a lo que eran antes, es decir, pasan de la absoluta miseria a la absoluta riqueza, de la total infelicidad a la total felicidad, etc...
Las afirmaciones de Díaz sobre el llamado salto "cualitativo" han de ser entendidas bajo la luz que arrojan las tesis marxistas. En cualquier otra filosofía política resultan inexplicables: son "postulados" doctrinarios que chocan con las conclusiones de cualquiera de las ciencias que estudian al hombre.
El estudio que nuestro autor realiza de las "democracias socialistas" es, en cambio, amable. Díaz concentra su atención únicamente en lo declarado en la Constitución soviética, que consagra todo tipo de derechos, y la igualdad económica. Quizá la mayor parte de las declaraciones positivas de la Constitución de la URSS han sido las calcadas de las leyes fundamentales de los Estados occidentales. No hace ninguna alusión a la praxis política de la URSS que, por lo demás, describe en tono idílico.
El punto fundamental de este epígrafe (cómo se ha de pasar desde el Estado social de derecho al Estado democrático de derecho) queda sin explicar. Incurriendo en una tautología inadmisible, explica el autor que "la base democrática viene dada por el socialismo", con lo cual equipara, sin más, socialismo y democracia. El socialismo es, pues, lo único relevante; él lleva en sí la democracia.
Conviene advertir que, llegados a este momento, Elías Díaz no ha explicado aún qué es lo que entiende por socialismo y por democracia. La indeterminación de estos conceptos es la base de su juego retórico.
11. Sociedad de masas y sociedad democrática
Aquí aparece por primera vez, una cierta descripción de lo que entiende por democracia: un sistema político que permita a todos los hombres acceder a los mecanismos de control de las decisiones y a una participación real en los rendimientos de la producción.
Esta descripción plantea problemas insolubles si seguimos lo que él mismo expone. Efectivamente, ya en cualquier sociedad democrática capitalista los ciudadanos participan realmente en los actos fundamentales de gobierno mediante las elecciones periódicas previstas en cada constitución.
Ciertamente, existen esferas de poder que no se someten a las urnas: pensemos en los Consejos de Administración de las sociedades anónimas. Pero no es menos cierto que cualquiera de esos centros de poder neocapitalistas posee una fuerza mucho menor que cualquier P.C. de un Estado socialista.
¿Qué es lo que propone, en concreto, Elías Díaz? Con respecto a la "participación real en los rendimientos de la producción", salta, ante todo, a la vista la imprecisión de esta frase, que él no explica más. Deliberadamente, suponemos, no ha tenido en cuenta fórmulas socialistas muy conocidas como, p.e., la "participación igual para todos", la "participación de cada cual según sus necesidades", etc... Es obvio que no quiere compromisos con fórmulas ya antiguas, desacreditadas por la praxis política de los Estados socialistas. A cambio no ofrece nada: sólo una declaración ambigua que se puede hacer referir a cualquier orden económico-político, sea capitalista o socialista.
Poco después, alude al problema de la dirección tecnológica de una sociedad industrialmente avanzada. Se pregunta: ¿quién ha de dirigir la investigación tecnológica y la aplicación de los resultados de esta investigación? La respuesta a este interrogante es, fundamentalmente, misteriosa: "lo decisivo es el sistema que oriente y dirija el desarrollo industrial y tecnológico, sistema que, claro está, no deriva de preferencias personales psicológicas ideales, sino de la organización real de las fuerzas y elementos de producción".
¿Qué quiere decir "organización real de las fuerzas"? ¿En razón de qué se impone esta objetividad que no depende de las preferencias personales reales?
"Lo decisivo —indica más adelante— es, en efecto, el sistema real de las relaciones de producción: éste es quien configura formas de organización social y política". Díaz está realizando unos juegos de palabras de los que parece desconocer su alcance. La expresión "estructura real de los medios de producción" proviene de Marx, quien contrapone la estructura "ideológica" de la sociedad (es decir, el Derecho, las teorías económicas, la Filosofa, la Religión) que sólo sirve para encubrir y legitimar la explotación, a la estructura "real", que es la lucha de clases y la explotación descrita en los libros marxistas.
¿Quiere decir esto que Díaz propone el rechazo absoluto —al estilo marxista— de todas las doctrinas económicas, jurídicas, filosóficas y religiosas?, puesto que sólo sirven para hacer más fácil la explotación del proletariado. Esto lleva a afirmar que Filosofía, Derecho y Religión dejarán de existir en el "Estado democrático de derecho" que propugna este autor. El no contesta expresamente a esta pregunta, que debiera plantearse para ser mínimamente coherente con sus propios planteamientos. Afortunadamente, lo discípulos de E. Díaz han explicado el alcance de estas tesis. Por lo que se refiere al Derecho, su más inmediato colaborador y persona de confianza, J.R. Capella publicó hace ya algunos años un folleto sobre la extinción del Derecho y la desaparición de los juristas. En lo relativo a la Filosofía, los profesores que trabajan en el Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, F.J. Laporta, L.L. Hierro y V. Zapatero dieron a la imprenta sus ideas en una publicación conjunta que apareció en los "Anales de la Cátedra Francisco Suárez", vol 15 (1975). Sostienen, efectivamente, que en el Estado democrático de derecho desaparecerá también la Filosofía.
Sin Derecho ni Filosofía, ¿qué queda como orientación ética en el "Estado democrático de derecho" de Díaz? ¿Qué ideas guiarán el ejercicio del poder y el progreso tecnológico?
A continuación vuelve a clamar contra el imperialismo internacional que llevan a cabo los países desarrollados; no le era necesario, desde el punto de la vista de la adoctrinación, hacer esta declaración: ya la hizo anteriormente, en el epígrafe 8.
Las referencias que cierran este apartado, referentes al "elitismo" son vulgares, declamatorias, de poco gusto. Por lo demás, olvida indicar que el máximo elitismo alcanzado desde la supresión de la sociedad estamental es el que existe en los Estados socialistas, donde los integrantes del Partido Comunista local son los únicos que, por ser la "vanguardia del proletariado", deciden por los demás.
12. Hegel-Marx: precedentes filosóficos y científicos del socialismo. El socialismo actual y el Estado democrático o de derecho.
Al llegar al final del libro, Díaz busca una explanación filosófica que cierre con brillantez su exposición. A este fin, adopta la filosofía social de Hegel, cuya validez y adecuación a la realidad considera evidentes. En un segundo momento,opta por la interpretación hegeliana que mejor conviene a la teoría marxista; las interpretaciones neohegelianas que sirvieron como fundamento teórico de los fascismos las descarta, sin más, afirmando que son visiones parciales y superficiales de la filosofía de Hegel.
Con la inversión que realizó Marx de la filosofía de Hegel, afirma el autor, se produjo, en el plano teórico, la verdadera liberación del hombre. La razón reside en el hecho de que la estructura materialista del razonamiento marxista lleva a una superación real de las alienaciones económicas y políticas; en consecuencia, esta superación marxista de la visión hegeliana de la sociedad conduce a una participación real del hombre e las decisiones comunitarias. Tal participación —sigue explicando Díaz— no puede existir en las sociedades capitalistas, que forzosamente (como por definición) son elitistas.
Toda esta argumentación está montada sobre juicios apriorísticos cuya única nota en común es, quizá, su oposición a la evidencia de la praxis política. Díaz, en efecto, no muestra cómo se llegará a una verdadera democracia —que para él es una sociedad no-elitista— desde la interpretación marxista de Hegel: estamos ante otro a priori marxista. Pero cuando su tesis resulta especialmente chocante es cuando se la confronta con las realidades históricas en que ha cuajado el pensamiento marxista. Las "democracias populares" constituyen, efectivamente, la mejor muestra de lo que son sistemas políticos antidemocráticos y elitistas.
Ya, a punto de terminar, vuelve a aludir y a condenar el "atomismo" o pluralismo propio de la sociedad capitalista, que califica de "disoluciones individualistas". ¿Qué es lo que propone Díaz como alternativa al pluralismo? El busca una ética que, a causa de su socialismo y carácter democrático, sea de bondad tan evidente que tenga asegurada una aceptación social unánime. Rechaza el pluralismo decididamente una vez más; en páginas anteriores ha condenado el pluralismo social por ser una consecuencia de la tecnocracia (pp. 48-49), y ha reprobado un mundo caracterizado por el pluralismo y el fraccionamiento" (p. 111).
Vuelve, pues, el autor sobre un tema que ya trató anteriormente, sin añadir nada nuevo. Todo lo éticamente admisible ha de tener, según él, una fuente democrática, y la democracia —afirma en estas últimas páginas— sólo puede surgir del socialismo. Estamos ante un juego retórico en el que la democracia se hace válida por su fundamento socialista, y el socialismo basa su legitimidad en la democracia. El recurso de última hora a Hegel y Marx no basta para romper este círculo vicioso.
Aparentemente, las ideas de Elías Díaz podrían conducir a un positivismo absoluto: al puro imperio de lo que desee la voluntad mayoritaria. Pero no es ésta la tesis de fondo de este autor: para él, la democracia es verdadera cuando se opta por el socialismo; si la opción es otra —pensemos que Hitler subió al poder mediante las urnas— entonces no ha existido verdadera democracia. En última instancia, el dogmatismo socialista se impone sobre las consideraciones "democráticas", y en este libro se percibe claramente la nostalgia por una forma de gobierno socialista que, suprimiendo (¿violentamente?) a los enemigos del socialismo, instaure una sociedad que será "verdaderamente" democrática por ser socialista.
Concluye el libro deseando una convergencia del socialismo económico de las "democracias populares" con una actitud democrática (¿?). Rechaza expresamente la tesis que afirmara la existencia de la libertad democrática en los Estados occidentales; no propone, pues, una convergencia de la libertad propia de los países capitalistas más desarrollados con los sistemas económicos de las democracias populares, sino una convergencia de algo que no existe aún con los sistemas económicos de la URSS, etcétera.
Resulta, pues, un concepto de democracia que se demuestra inaferrable e inexplicable. Tal democracia, que debe conducir al socialismo, sólo puede surgir desde una base ya socialista. Esta argumentación tautológica es la idea dominante en estas últimas páginas y, gracias a ella, consigue una cierta brillantez externa en su exposición.
F.C. (1981)
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