CULLMANN, Oscar

Christus und die Zeit (Cristo y el tiempo)*

EVZ Verlag, Zurich 1946.

Heil als Geschichte (La salvación como historia)*

J.C.B. Mohr, Tubingen 1964.

 

CONTENIDO DE “CRISTO Y EL TIEMPO”

El subtítulo del libro expresa bien su contenido: “La concepción del tiempo y de la historia en el cristianismo primitivo”. Intenta mostrar todo el trasfondo teológico que hay debajo del hecho, aparentemente sencillo, de que el cristianismo haya introducido la costumbre de contar los años, tanto hacia adelante como hacia atrás, a partir de Cristo, con cuyo nacimiento se identifica el año 1.

En la primera parte, titulada “La continuidad de la línea de la salvación”, Cullmann analiza la idea de oikonomia. Los primeros cristianos —es decir, los de la época apostólica, cuya vida se refleja en los escritos neotestamentarios— tenían una concepción lineal del tiempo. La contraposición que ellos establecían no era entre el aquí y el más allá, sino entre el ahora y el después. El tiempo no era nunca concebido de manera abstracta, sino que era visto siempre en relación con la historia de la salvación. Dios es Señor de los tiempos, es decir, establece los momentos de la historia según su voluntad. Y, entre todos esos momentos, uno ocupa un lugar central: Cristo.

Si la idea del tiempo lineal distingue el pensamiento cristiano del griego, que tiende a una visión cíclica del tiempo, la centralidad de Cristo distingue el cristianismo del judaísmo. El judaísmo distingue en el tiempo dos etapas fundamentales: el eón o época presente, y el eón futuro, que será instaurado por la venida del Mesías. Cristo no niega esa división, pero al presentarse a sí mismo como el Hijo del hombre, como el Siervo de Yavé, como el Mesías, hace ver que el centro de la historia no se encuentra en el tránsito del eón presente al futuro, sino en medio de este eón presente. En otras palabras, mientras la esperanza judía estaba totalmente proyectada hacia el futuro, la cristiana se ordenaba a la vez hacia el futuro y hacia el pasado, e incluso hay que decir que se ordena hacia el futuro en la medida en que antes se ha ordenado hacia el pasado: esperamos que vendrá la plenitud de los dones divinos, porque Dios se nos ha dado ya en Cristo. La actitud característica del cristiano es la de poseer las arras de la plenitud, y esperar a la vez su completa manifestación: es decir —con frase que Cullmann gusta de repetir— la tensión entre lo .ya dado y lo todavía no completamente actualizado.

En la segunda parte trata de lo que llama el carácter único de las diferentes épocas de la salvación, del una vez para todas o ephapax bíblico. La concepción antes descrita supone que cada tiempo, cada momento, tiene un valor. Eso es lo que ahora quiere comentar Cullmann. En primer lugar hay que afirmar el valor central de Cristo y aceptar el escándalo de que la salvación nos viene a través de unos acontecimientos históricos que, en apariencia, mirados con ojos humanos, parecen insignificantes. De ahí, afirma, que la herejía anticristiana por excelencia sea el docetismo, al intentar juzgar a Cristo a partir de una idea preconcebida y recortarlo para hacerlo coincidir con ella (de ahí que el docetismo no sea tanto una herejía concreta, cuanto una tendencia con muchas manifestaciones, tanto antiguas como modernas: entre éstas, la exégesis existencial de Bultmann).

A partir de Cristo han de ser juzgados los demás tiempos, que en Cristo nos revelan su verdadero valor: el pasado y la historia de Israel que se nos aparece así como promesa, anticipación y preparación de Cristo; el futuro o estado escatológico definitivo, que es el momento en el que las fuerzas de Cristo se manifestarán con plenitud; el presente (o momento de la historia en que ahora nos encontramos), caracterizado por ser el tiempo de la Iglesia, el tiempo del reinado de Cristo.

Para precisar el sentido que da Cullmann a la expresión tiempo de la Iglesia, hay que tener en cuenta que él coloca su postura entre lo que llama protestantismo extremo (que ve simbolizado en Kierkegaard), que supone una depreciación total de la historia, y que pide al cristiano que niegue su tiempo para ser contemporáneo de Cristo; y lo que llama posición católica que, mediante su doctrina sobre la tradición y sobre los sacramentos como actualización de las acciones de Cristo, lleva a una valoración muy profunda del acontecer histórico. Para Cullmann el tiempo presente es sobre todo el tiempo de la misión: el tiempo del anuncio de lo sucedido en Cristo, el tiempo de la proclamación del reinado de Cristo.

Es necesario señalar una idea exegética para acabar de perfilar la postura de Cullmann. En su concepción es fundamental marcar la importancia del tiempo presente, como tiempo querido y previsto por Dios. De ahí que, frente a la escuela escatologista de Schweitzer y también frente a Bultmann, tiene que mostrar que Jesús ha previsto un tiempo entre su muerte y la parusía. Así lo afirma y lo muestra analizando los textos evangélicos; concede, sin embargo, a esas otras escuelas que el tiempo previsto por Jesús fue muy breve, unos años apenas. Esta admisión tiene, además, una importante consecuencia: la afirmación de una cierta solución de continuidad entre el tiempo apostólico y el postapostólico, lo que se manifestará en la teoría de Cullmann sobre las relaciones entre Escritura, canon y tradición, tal como la expone en otras de sus obras, y en su negativa a aceptar un magisterio infalible en la Iglesia.

En la tercera parte trata de las relaciones entre la historia de la salvación y la historia universal. La afirmación de que la salvación depende de unos acontecimientos históricos concretos, no supone —continúa Cullmann— que la comunidad cristiana se cierre en sí misma. Al contrario, su fe consiste en afirmar que esos acontecimientos tienen un valor universal. La línea de la salvación que culmina en Cristo, y que se continúa en la Iglesia, afecta a toda la humanidad. Cristo reina sobre todo, tanto sobre la Iglesia como sobre el mundo, aunque de manera distinta.

Esas ideas llevan a Cullmann a intentar perfilar cuál debe ser la actitud cristiana frente a los valores temporales, el mundo, el estado. Todo poder —dice— ha sido vencido por Cristo, pero esa victoria aún no se ha manifestado en toda su plenitud. El cristiano rechaza y niega el mundo, en cuanto sabe que pasará; pero al mismo tiempo lo afirma en cuanto que sabe que Dios quiere que el eón presente dure todavía, que sea el ámbito del período actual de la historia de la salvación.

El libro se cierra con una cuarta parte, más breve, sobre la historia de la salvación y el individuo. El individuo, cada hombre, se salva en cuanto que se incorpora a la historia de la salvación, a los planes y acciones de Dios. De ahí la importancia de la fe, por la que nos vinculamos al acontecimiento de Cristo. Pero esa fe nos lanza hacia el presente, mostrando la importancia de la misión de anunciar a Cristo, de vivir cada situación juzgándola según la relación que tiene con el plan de Dios. Y, en otra dimensión, encamina hacia el futuro, pero —y en esto insiste— no de tal manera que desconozcamos la historia, sino que la valoremos (idea ésta que expresa criticando fórmulas como paso a la eternidad, inmortalidad de las almas, etc.).

CONTENIDO DE “LA SALVACIÓN COMO HISTORIA”

El objetivo del libro es mostrar que la historia de la salvación es el elemento central del mensaje cristiano. Si en Cristo y el tiempo ha intentado describir el plan de esa historia, aquí en cambio busca más bien cómo los autores neotestamentarios se vieron llevados a creer en una historia de la salvación y pensar según esas categorías. Es decir, se trata de una obra que busca más que nada fundamentar esas ideas, y está escrita teniendo presente el auge de la escuela postbultmanniana, y su reducción de la predicación cristiana a una interpelación existencial que prescinde o coloca entre paréntesis la realidad histórica de Cristo. La polémica con Bultmann está de hecho presente en casi todas las páginas de este libro, cuya primera parte, titulada Prolegómenos, tiene por finalidad la de precisar esas intenciones y la de situarlas en el conjunto de la evolución de las discusiones exegéticas desarrolladas en el seno del protestantismo a lo largo de este siglo.

El libro propiamente dicho comienza así en la segunda parte, que trata de la génesis de la concepción histórica de la salvación. La Escritura —comienza Cullmann— nos narra una historia, pero no es una enumeración de hechos, sino una historia interpretada. Dios interviene en la historia, y al mismo tiempo revela a los hombres el sentido de los acontecimientos. Ese juego entre acontecimiento y revelación es el núcleo de la historia bíblica. Hay que tener en cuenta además —sigue— que cada nuevo acontecimiento va así precisando el plan divino, y que por tanto a partir de él es necesario volver a considerar toda la historia anterior para verla a la luz de ese sentido más pleno que Dios va revelando. La historia bíblica presupone así la fe y se explica a partir de ella.

Esa sucesión de acontecimientos e interpretaciones la encontramos a través del Antiguo Testamento, y también en el Nuevo, con una diferencia: los apóstoles saben que Cristo es el acontecimiento definitivo; no habrá pues otros acontecimientos que lo superen, sino que Cristo constituye el punto central de referencia para interpretar cualquier realidad. Estas ideas de la primera parte se completan con algunas referencias al problema de las relaciones entre contingencia y libertad, a la naturaleza de la fe (como adhesión a una revelación y no como simple autocomprensión humana, a lo que tiende a reducirla Bultmann), y a la importancia de la tipología y su primado sobre la alegoría.

La tercera parte estudia los caracteres fenomenológicos de la historia de la salvación, es decir, las características que presenta esa historia que nos narra el Nuevo Testamento. Cullmann considera tres temas:

a) la historia de la salvación y los métodos de investigación histórica. Las narraciones bíblicas se caracterizan porque en ellas, junto a elementos verificables mediante los medios ordinarios de la investigación histórica, hay otros inverificables; entre estos últimos, dos se pueden señalar especialmente: la creación del hombre y el pecado original, y la consumación final. Esos datos inverificables, a los que designa con el nombre de mitos, están íntimamente unidos con los otros, de manera que resulta imposible separarlos. En ese sentido —sigue Cullmann— tiene razón Bultmann cuando frente a la teología liberal se niega a practicar una exégesis que consista en ir separando unos elementos de otros para dar una versión razonable del Evangelio; pero se equivoca cuando deduce que lo que hay que hacer es desmitologizar todo el Nuevo Testamento. Lo oportuno en cambio —dice Cullmann— es advertir que esos mitos se hallan en la Escritura, historizados, es decir: las narraciones del origen y del fin no pretenden negar la historia, sino al contrario mostrar el valor de absoluto de todos los acontecimientos.

b) historia de la salvación e historia profana. Aquí Cullmann se sitúa en el terreno de la historiografía, es decir, concibe la historia no como la sucesión de los hechos en sí, sino como lo narrado o investigado por el historiador. Afirma que la historia profana y la historia de la salvación tienen elementos comunes (ambas son narraciones de sucesiones de hechos), pero tienen elementos distintos. Sobre todo subraya que la historia de la salvación es fruto de una selección de hechos, de manera que tiene lagunas, es decir, deja en oscuro o pasa por encima de etapas incluso largas. Así se manifiesta la consecuencia de ser una historia hecha desde la revelación: recoge unos hechos sí y otros no, según que sirvan o no para revelar el plan de Dios.

c) el presente y el futuro. En este apartado Cullmann comenta su exposición de la tensión entre lo ya dado y lo no todavía, que ya había expuesto en Cristo y el tiempo, insistiendo especialmente en la necesidad de reconocer el valor de cada momento histórico y a la vez en aceptar, porque es fundamental en la Biblia, la idea de unos “acontecimientos últimos” o novísimos.

La cuarta parte tiene por título: Los principales tipos de la historia de la salvación en el Nuevo Testamento, y en ella Cullmann va examinando cómo la presentan los diversos libros del N.T. La idea fundamental del autor es mostrar que hay una continuidad entre Cristo y los apóstoles y entre todos los escritores neotestamentarios entre sí. De ahí que estudie primero la predicación de Cristo. Jesús —dice— ha previsto un tiempo, aunque breve, entre su muerte y el advenimiento de la etapa definitiva del Reino, y ha concedido a ese tiempo un valor: como lo manifiestan sus invitaciones a la vigilancia, sus mandamientos sobre cómo deben comportarse los discípulos, las parábolas mismas sobre el Reino.

La escuela de la escatología consecuente había afirmado que Jesús y los primeros cristianos pensaban en un inminente fin del eón presente, de manera que excluyen una historia de la salvación como idea primaria y la admiten sólo, si acaso, como una invención de la comunidad, para salir de la crisis provocada por el retraso de la parusía. Frente a esa escuela, Cullmann quiere poner de manifiesto que la idea de un tiempo intermedio está desde el principio en el mensaje cristiano y en la predicación de Jesús mismo. De ahí que —continúa‑ no hubo una “crisis por el retraso de la parusía”. Lo importante para los cristianos no era el problema de la fecha de la consumación final, sino el hecho de que Cristo era el Salvador. Como ya hemos dicho, concede que al principio los cristianos pensaban en un fin inminente, pero insiste en que eso era algo marginal, de manera que con naturalidad y sin crisis van, ante el curso de la historia, aceptando la idea de una dilatación de ese tiempo, hasta llegar así a San Lucas, en el que está claramente expresada la convicción de que el tiempo de la Iglesia tendrá una duración indefinida.

Cullmann dedica unos capítulos especiales al estudio del tema en San Pablo y en San Juan, deteniéndose sobre todo en este último, ya que Bultmann lo ha presentado como un modelo para su <<exégesis existencial”, al sostener que en el Evangelio de San Juan la historia es un mero cuadro y no una realidad aceptada y con valor en sí. Frente a él, Cullmann demuestra la importancia que para San Juan tienen los kairoi o momentos concretos de la vida de Jesús, y cómo en su Evangelio la historia de la salvación está constantemente presente. Una de las ideas fundamentales de San Juan es en efecto la de poner de relieve que Cristo es lo central y cómo, en los acontecimientos concretos de su vida, se consuma todo lo precedente y se anuncia y anticipa lo futuro.

Como resumen de esta parte puede decirse que Cullmann acepta el método de la Formengeschichte, si bien con mucha más moderación que Bultmann y su escuela, defendiendo siempre la historicidad de Cristo y afirmando que la predicación y la fe apostólica no han deformado la realidad histórica de su vida.

La quinta y última parte trata de algunas perspectivas dogmáticas. Es decir, de algunas líneas en las que podría prolongarse la reflexión para exponer algunos de los temas relacionados con la actual etapa de la historia de la salvación o tiempo de la Iglesia. Los temas que considera son: las relaciones entre canon, Escritura y tradición; el culto; la decisión ética del cristiano; fe y exégesis.

VALORACIÓN CIENTÍFICA

Como puede verse por el resumen que se acaba de hacer —y que intenta sólo seguir la línea central de las dos obras, y deja por tanto fuera las cuestiones más marginales—, los dos libros son escritos de teología bíblica. En ellos, Cullmann no realiza un trabajo de exégesis o comentario, sino que busca señalar las que, a su juicio, son las líneas fundamentales del Nuevo Testamento con respecto a los problemas que trata.

El aspecto más importante de esas obras es lo que constituye su objetivo principal: poner de relieve la importancia de la idea de historia de la salvación en el mensaje cristiano. Todo intento de comprensión del cristianismo debe pasar a través de esa admisión de la realidad de la intervención de Dios en la historia. Quizá entre las páginas mejores de esos libros estén las destinadas a mostrar que todo intento de vaciar el escándalo de la cruz, y de la vida toda de Jesús y de la Iglesia, con el pretexto de hacer el Evangelio más aceptable, es en realidad una traición al Evangelio mismo: ese escándalo es esencial a la fe cristiana.

Algunos de los rasgos que, en esa dirección, están especialmente bien captados y comentados por Cullmann, son:

a) la centralidad de Cristo, como realización y revelación suprema de los planes de Dios. Cristo es a la vez el revelador y lo revelado, el que nos da a conocer los planes de Dios y el contenido de esos planes. Toda la realidad pues debe ser interpretada desde El y hacia El: tal fue la actitud de los primeros cristianos, y por tanto la norma de nuestra fe;

b) la consideración del tiempo actual, o tiempo de la Iglesia, como un tiempo caracterizado por la tensión entre lo ya dado y lo no realizado plenamente todavía. Esa forma de expresar la actitud cristiana es bastante gráfica y feliz. Se puede advertir no obstante que, cuando llega el momento de hablar de las realidades terrenas, Cullmann no es del todo consecuente, ya que tiende a ver la historia profana como mero ámbito o telón de fondo de la historia de la salvación; advierte el problema y señala los límites a esa tendencia, pero no acierta a encontrar una formulación completa;

c) la forma en que explica las relaciones entre fe y esperanza, mostrando cómo la esperanza cristiana se fundamenta sobre la fe: porque Cristo ha venido, podemos estar seguros de su triunfo final. Y, paralelamente, la insistencia en que la fe cristiana no consiste de una manera primaria en la comprensión de sí mismo, sino en el conocimiento de los planes divinos y en la adhesión a ellos; es decir, la primacía la tiene constantemente la acción de Dios: la salvación es primariamente un acto divino y sólo luego una participación del hombre a esa acción. O, desde otra perspectiva, la consideración de que la ética presupone la revelación: el Evangelio contiene partes exhortativas, pero esas partes siguen siempre a otras que anuncian un plan que en cuanto tal es distinto del sujeto al que se dirige, aunque le afecte hasta lo más hondo de su ser; o sea —con la frase que suele emplear— en la Escritura el indicativo (Dios es el Salvador) precede al imperativo (debemos decidirnos según el espíritu evangélico).

Toda esta temática, en torno a la cual desarrolla gran parte de la polémica frente a Bultmann, constituye uno de los leit motiv de la obra de Cullmann.

Con esos aciertos se mezclan en estas obras afirmaciones incorrectas doctrinalmente. Tiene también límites claros desde un punto de vista científico. Algunos afectan a la misma idea de historia de la salvación que unas veces es considerada por Cullmann desde un punto de vista gnoseológico; otras, en cambio, es vista desde una perspectiva ontológica. La no clara distinción entre esos dos planos da origen a algunas ambigüedades.

Para una valoración de estos libros tienen más interés aquellos otros aspectos del trabajo científico que dicen, ya en cuanto al mismo método, alguna relación con las cuestiones doctrinales. Será pues más útil tratar de ellos al considerar este punto.

VALORACIÓN DOCTRINAL

Podrían mencionarse bastantes afirmaciones en puntos concretos que resultan inaceptables para un católico, y otras que son al menos imprecisas. Nos centraremos aquí en algunos aspectos de fondo que afectan a toda la obra.

Quizá deba mencionarse en primer lugar, ya que es tal vez lo que tiene una influencia mayor en su pensamiento, la forma en que Cullmann concibe y expone la distinción entre época apostólica y los momentos siguientes de la vida de la Iglesia. Es obvio que entre esas dos etapas hay una diferencia (la doctrina católica ha enseñado siempre que la revelación se cierra con los Apóstoles), pero Cullmann llega a establecer casi una ruptura o, al menos, una neta solución de continuidad. Esa idea tiene muchas implicaciones. Una de ellas es especialmente marcada por Cullmann: la que afecta al problema de las relaciones entre Escritura, Tradición y Magisterio. De ahí que Cullmann reconozca una capacidad normativa a la primitiva Iglesia, que culmina con la formulación del canon; y se la niegue en cambio a la Iglesia de las épocas posteriores, no aceptando por tanto la existencia de un magisterio infalible.

La debilidad científica de esta postura ha sido señalada repetidas veces, ya que supone introducir un corte brusco en la historia de la Iglesia, del que no hay ningún rastro en esa historia, ni ningún fundamento en la propia Escritura. Se trata en realidad de algo afirmado en virtud de su condición de miembro de una confesión protestante. Trasciende los límites de una nota crítica alegar los fundamentos de la noción católica de la Tradición y del Magisterio, que son por lo demás suficientemente conocidos. Quizá sea oportuno en cambio subrayar las implicaciones que esa opción tiene con respecto al método del trabajo teológico, ya que engendra un problematicismo excesivo y una actitud que, de una manera más o menos clara, tiende a afirmar que una verdad no puede ser sostenida con claridad mientras no haya sido documentada mediante un método historiográfico. Debajo de esa actitud no hay un rigor crítico y científico, sino una falta de profundización en las exigencias de la fe y en los problemas ontológicos.

Con respecto al uso del método de la Formengeschichte, Cullmann procede de ordinario con moderación, si bien en ocasiones va más allá de lo aceptable para la fe (sobre este tema, ver las indicaciones dadas por la Pontificia Comisión Bíblica, el 21-IV-1964).

La consecuencia más grave del problematicismo al que antes se aludía, es lo que afecta a la admisión por parte de Cullmann de que los primeros cristianos, y Jesús mismo, incurrieron en un error sobre la fecha de la parusía. La atribución a Cristo de un error equivale a negar su divinidad o, al menos, a sostener una interpretación de la kénosis o humillación de Dios, que es incompatible con la doctrina católica (cfr. DS 419, 474-476); afirmarlo con respecto a los primeros cristianos es poner en duda o negar el hecho de la inspiración de los escritos apostólicos (cfr. DS 3628-3630: esas declaraciones se refieren concretamente a San Pablo, pero su substancia se aplica al resto de los escritos neotestamentarios).

Es importante subrayar que la hipótesis de un error escatológico en los primeros cristianos, es por lo demás una hipótesis carente de apoyo científico. Los autores que la sustentan lo que hacen es tomar algunos pocos textos neotestamentarios, aislarlos de su contexto (deformando por tanto su trascendencia y su sentido) y, a partir de esa hipótesis artificialmente construida, reinterpretar el resto del mensaje cristiano. Cullmann mismo denuncia muchas veces, en estas dos obras, el error en que caen las escuelas de Schweitzer y Bultmann cuando proceden de esa forma. Frente a ellos muestra muy claramente que la idea predominante en los primeros cristianos no es en modo alguno la expectativa de un fin inminente: lo que llena la mente de la comunidad cristiana primitiva es, al contrario, la admiración y la alegría producidas por la vida, muerte y resurrección de Cristo. Su mente está vuelta en primer lugar hacia el pasado, hacia lo realizado en Cristo; si se vuelven hacia el futuro es precisamente a partir de ese hecho fundamental: si Cristo, muriendo y resucitando, nos ha salvado, podemos estar seguros de que no nos abandona y de que vendrá al fin de los tiempos para manifestar la plenitud de su victoria. Cualquier presentación de la comunidad cristiana como una comunidad animada por un escatologismo exaltado es desconocer lo esencial del mensaje evangélico. Una vez establecido esto, Cullmann concede que los cristianos, de hecho, pensaban que el fin sería cercano; pero que ese pensamiento no era para ellos lo fundamental, sino algo dicho como de pasada y a lo que no se presta verdadero interés.

Como puede verse, se trata de una concesión hecha por razones que podríamos llamar tácticas; es decir para conceder algo al adversario durante una polémica. Sólo que, al obrar así, Cullmann procede de una manera indebida, ya que si bien es cierto que conocer con exactitud la fecha del fin del mundo es algo marginal a la fe cristiana, no lo es —por las razones ya dichas— atribuir un error a los Apóstoles y a Cristo mismo. Se puede quizá observar que esa concesión por parte de Cullmann es la consecuencia de una actitud defensiva frente a los ataques de una crítica racionalista, que él no comparte, y que incluso combate, pero sin ir del todo al fondo de la raíz que esa crítica supone.

Otra manifestación de esa actitud puede encontrarse en la postura que adopta frente al proyecto bultmanniano de la desmitologización. Lo rechaza y combate, y en ocasiones con eficacia (es de hecho una de las finalidades fundamentales de “La salvación como historia”), pero otras páginas no son tan claras. Concretamente las destinadas a hablar del mito, del que da un concepto muy vago: lo define como lo no verificable según los métodos de la investigación histórica. Esa definición, y las reflexiones que la siguen, suponen atribuir un privilegio indebido y acientífico a un determinado tipo de conocimiento, que corre el riesgo de producir un grave confusionismo y de llevar a pensar que lo no verificable mediante una investigación de ese tipo no es verdadero. Cullmann nunca afirma esto, pero no cierra la puerta que podría llevar a esa afirmación. Las consecuencias de una falta de claridad en este punto pueden ser graves, ya que la fe cristiana incluye, como datos fundamentales, muchos elementos no verificables según la definición dicha: el fin de la historia (que, precisamente porque no se ha producido aún, no puede ser verificable historiográficamente), el pecado original, la virginidad de María, etc. La verdad es que la distinción entre lo verificable y lo no verificable (historiográficamente) es absolutamente inadecuada para estudiar este problema, y conduce o al racionalismo o al fideísmo. Si se quiere plantear adecuadamente el tema, hay que estudiar lo que es un testimonio y hablar de acto de fe y de juicio de credibilidad, lo que supone un trasfondo muy distinto y mucho más profundo.

Ese no llegar a la raíz intelectual de algunos problemas, está probablemente relacionado con la misma forma de concebir Cullmann las finalidades del trabajo teológico. Cullmann tiende a concebir su trabajo como dirigido a poner de relieve el mensaje que la Biblia nos trasmite, subrayando que ese mensaje es sobre todo la narración de las obras de Dios; se propone una finalidad predominantemente descriptiva sin intentar profundizar en aspectos del mensaje, explicitar implicaciones, etc. En un primer momento esa postura es muy tajante, y llega hasta excluir todo intento de otro tipo (recuerda, por ejemplo, las invectivas de Lutero y Calvino contra los que intentaban plantearse el problema de la compatibilidad entre la eternidad de Dios y la temporalidad del mundo). Posteriormente, advierte que esa postura no se sostiene, y admite que, junto a una teología bíblica de tipo descriptivo, debe existir una teología dogmática, que se ordene a profundizar en cuestiones ontológicas, aunque se trate de problemas que sólo de una manera inicial estén planteados en el texto bíblico. Paralelamente a esa evolución, reconoce cada vez más explícitamente (pueden compararse el texto de Christus und die Zeit, el prólogo a la tercera edición de esa obra, y el texto de Heil als Geschichte) que en la Escritura, aunque se hable sobre todo de las obras de Dios, se trata de Dios en sí, y que, por tanto, la Biblia da el fundamento para una posible teología dogmática.

Podría observarse que esas ideas equivalen a una presentación de la teología bíblica y de la teología dogmática como dos disciplinas ajenas entre sí, con el riesgo de fideísmo a que ya se hacía referencia. El punto más importante es, probablemente, el otro: es decir, lo referente al carácter descriptivo u ontológico de la revelación. Cullmann se manifiesta como incapaz de superar la contraposición entre verdad e historia, tal como la entendieron los pensadores racionalistas del siglo XVIII, y por tanto se debate entre racionalismo y fideísmo sin conseguir superar ninguno de los dos.

Frente a un pensamiento de tipo idealista, tiene razón en sostener que la historia tiene un valor y que no debe ser desconocida. Pero, en la medida en que no profundiza en lo que la revelación nos dice sobre la Encarnación, se ve conducido a presentar la historia como una mera sucesión de hechos, y por tanto, a no responder al racionalismo que trata de superar.

Cullmann sigue prisionero de la falsa antítesis entre fe y razón establecida por Lutero y, si bien el auge de los autores postbultmannianos le ha llevado a repensar en parte sus posiciones y a advertir la existencia de un problema, no acaba de dar el paso que le permitiría poner de manifiesto todas las implicaciones intelectuales de la fe. Admitir en suma que la fe es racional, que engendra razón: que la obediencia a la fe lleva a una fides quaerens intellectum, juzgando desde la fe toda la realidad, y tomándola, de una manera radical y plena, como un punto de partida de toda la vida, también de la vida intelectual. Como ya se ha dicho, es éste un punto en el que Cullmann ha evolucionado; es posible que progrese en el futuro: su posición actual, sin embargo, está aún a mitad de camino.

Se puede decir, en resumen, que se trata de dos libros que contienen ideas acertadas, intuiciones sugerentes y datos de interés, pero que contienen también afirmaciones inaceptables para la fe católica.

J.L.I.

 

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* Estas dos obras de Cullmann plantean, aunque desde diversas perspectivas, una misma problemática y hay entre ellas una gran continuidad. De ahí que resulte útil considerarlas al mismo tiempo, sobre todo por lo que se refiere a la valoración crítica.