CELA, Camilo José
La Colmena
Noguer, 32ª ed.,
Barcelona 1978, 293 pp.
I. Introducción; II. Resumen del argumento; III. Personajes más
importantes; IV. Valoración literaria y técnica; V. Valoración moral.
I. Introducción
Camilo José Cela se dio a conocer con La familia de Pascual Duarte,
novela que sugirió el término "tremendismo", aplicable a buena parte
de la producción de su autor: truculencias, gusto por los aspectos más sórdidos
de la existencia, muestra desencantada de la vida. Esto coincide con algunos
aspectos propios del naturalismo literario de signo materialista, del siglo
pasado.
A) Una novela de protagonista colectivo
Según declara el autor, "su acción discurre en Madrid, en
1942". En el Madrid inmediatamente posterior —dato relevante— a la guerra
civil terminada en 1939. Eran momentos de dificultades económicas graves, de
bajo nivel general de vida, con los recuerdos y las consecuencias terribles de
la situación anterior. Es, pues, un ambiente difícil para la mayoría de los
personajes, muchos de ellos afectados en sí o en sus familias por los
acontecimientos bélicos.
Hay una fidelidad absoluta a la topografía urbana, que permite seguir,
incluso con detalle, los desplazamientos de los personajes. Se mencionan
numerosos nombres, reales, de calles y estaciones de Metro. Naturalmente, estos
datos pueden resultar significativos, relevantes o no, para el lector, según
sus conocimientos previos. Pero, en todo caso, denotan una actitud por parte
del autor. Esta objetividad resulta plena en cuanto que Cela no proporciona
ninguna descripción o caracterización de los lugares que menciona. Salvo en un
solo caso: cuando Martín Marco viaja en Metro, la lectura de los nombres de las
estaciones le evoca las características sociales, nivel económico, ambiente,
etc., de los correspondientes lugares de la superficie urbana.
Si este bullir de personajes por la ciudad —cruzándose, coincidiendo,
entrechocando, hurtándose— justifica (especialmente cuando se conocen sus
móviles) la denominación de la novela, la impresión se acentúa cuando la acción
se desarrolla en interiores. El Café de doña Rosa (lugar en que se inicia la
narración) constituye un escenario excelente —el más reiterado— para congregar
personajes diversísimos. Igualmente cumple esta función, con más eficacia aún,
la casa de numerosa vecindad. La visión en simultaneidad de las distintas
viviendas, con impresionante variedad de tipos y situaciones domésticas,
recuerda las celdillas colmeneras, y alcanza su clímax en la reunión de todos
los vecinos en el piso de uno con motivo del asesinato de una anciana de la
casa.
No resulta preciso avanzar mucho en la lectura para encontrar la
justificación del título. La Colmena presenta un tropel de personajes
cuyas peripecias vitales se entrecruzan ampliamente, en la misma ciudad,
durante algunos momentos de "tres o cuatro días".
Son 296 los personajes creados por el autor, según consta en un censo
final. No todos tienen intervención directa en el desenvolvimiento de la
novela; pero aun descartando aquellos sólo presentes por la referencia de otros
o por su relación con otros, es imposible fijar, en una simple apreciación,
cuántos se insertan efectivamente en la acción. Algún crítico ha contado hasta
45. Respecto de éstos, tampoco es posible determinar prioridades según el grado
de protagonismo, porque, en realidad, ninguna individualidad prevalece
abiertamente como centro activo o pasivo de la narración.
La Colmena es una novela en la que aparecen muchos personajes, sin un argumento
unitario. Está formada por la articulación, muy estudiada, minuciosamente
establecida, de diversos relatos cortos. Cada uno se ve fragmentado por los
demás en numerosos episodios de mínima extensión; a veces, visiblemente
inconclusos, aun sin mostrarse así, para completarse o cerrarse en un momento
posterior. Una muestra concreta: en intervalos separados, y aun distorsionados
temporalmente, conocemos que la dueña del Café pide a un camarero que expulse a
un parroquiano insolvente y le golpee en la calle; el camarero asegura a su ama
que ha cumplido exactamente —lo detalla— su cometido; al reproducir en el
capítulo siguiente la escena de la expulsión, se ve que, sin ejecutar los
golpes, se presenta al escritor Martín Marco como arrojado de un Café por no
pagar, etc.
B) La estructura del relato
La Colmena se configura como novela abierta: podría aligerarse o
incrementarse la materia narrativa, el número de episodios, la nómina de
personajes, etc., sin menoscabo de su identidad literaria. Esta se alcanza con
la estructura del relato, con el modo de establecer la sucesión o simultaneidad
de acciones variadas o idénticas llevadas por personajes diversos, tanto como
por la manera de establecer relaciones entre tales personajes.
El procedimiento que emplea Cela para individuar a los personajes es
el siguiente: descripción física, en la que subraya uno o dos rasgos muy característicos,
a menudo caricaturescos; nombre y dos apellidos; lugar de nacimiento; ocupación
habitual o profesión, y referencia a algún acontecimiento biográfico muy
acusado.
Merced a una estudiada disposición ("su arquitectura es compleja,
a mí me costó mucho trabajo hacerla"), aplicada al abigarrado tropel de
existencias humanas, el autor logra su propósito, bien conocido por sus
explícitas declaraciones (acaba de citarse una), que han ido acumulándose en
los preliminares del libro y a medida que se sucedían las ediciones: "Los
personajes que bullen —no corren— por sus páginas me han traído durante cinco
largos años por el camino de la amargura". Resultaría relativamente
sencillo simplificar la novela. Pero en La Colmena la estructura se
complica a propósito con las múltiples vicisitudes que ligan a los personajes.
Cada uno toma parte en la vida de varios otros, sin que éstos conozcan todas
las relaciones, de modo que no forman una cadena lineal de eslabones, sino que
siempre son varios los que se imbrican. Algún caso: Petrita, criada de Filo,
ama silenciosamente a Martín, hermano de su señora; pero es novia del guardia.
Este y Martín se relacionan por frecuentar la misma taberna, la de Celestino, a
quien también conoce Petrita como clienta, etc. Eloy es hermano de Paco y
empleado de Vega, quien pretende a Victorita, novia de Paco, etc.
Las vinculaciones entre los personajes pueden ser aún más sutiles. Si
uno pierde una cantidad de dinero, otro la encuentra; los problemas así
causados al primero, se compensan, en la colmena humana, con la solución para
los del segundo. También en este minúsculo episodio resplandece el sentido
colectivo que gravita en la concepción de la novela y la cuidadosa técnica del
autor, fértil en recursos de este orden.
II. Resumen del argumento[1]
Todos los episodios de la novela transcurren en un período de tres
jornadas. Los seis primeros capítulos ocupan dos días y el "Final" se
sitúa en la mañana de tres o cuatro días más tarde. La distribución sería:
— CAPITULO I: Tarde del primer día.
— CAPITULO II: Anochecer del primer día.
— CAPITULO III: Sobremesa y primeras horas de la tarde del segundo
día.
— CAPITULO IV: Noche del primer día.
— CAPITULO V: Tarde del segundo día.
— CAPITULO VI: Mañana (primera hora) del segundo día.
— FINAL: Mañana de "tres o cuatro días después" (tercer
día).
Esta deliberada concentración temporal es, aún más notable si
consideramos que no se trata de días completos sino de fragmentos de jornada, a
veces, realmente breves.
Los capítulos I, II y IV se refieren a un lapso de aproximadamente
seis horas. Los capítulos VI, III y V ocupan un indeterminado, pero breve,
momento del amanecer y la sobremesa y la tarde del segundo día (quizá otras
seis horas). El Final transcurre durante un período máximo de tres horas de la
mañana del tercer día. La reducción temporal es, por tanto, todavía más acusada
de lo que a primera vista parece.
Por otra parte existe una deliberada transgresión del orden
cronológico lineal. La disposición lógica de los capítulos sería: I, II, IV,
VI, III, V, Final. Esta alteración del tiempo no es gratuita, depende de los
espacios y de los temas, y afecta a la estructura y al sentido global de la
novela.
Se da también alguna superposición: el tiempo de un capítulo invade
el tiempo de otro, como puede comprobarse en algunos episodios de los capítulos
I, II y IV. Además, muchos otros episodios transcurren en el mismo tiempo
narrativo, simultaneidad que es muy acusada en los capítulos IV, VI y
Final.
Capítulo I
El autor presenta los comportamientos de unos cuantos personajes —que
forman el paisaje humano— reunidos en un Café —paisaje físico— durante un
determinado segmento del día: la tarde. Lo reducido del espacio favorece el
contacto entre la dueña y los empleados, por un lado, y los clientes por otro.
Se hace referencia a que el Café:
— tiene dos pisos —en el superior se hallan los "billares"—,
cocina, retrete, tarima para los músicos (pianista y violinista) y en él
atienden un cerillero y un limpiabotas;
— los veladores son de "costoso mármol"; su descripción es
ya una muestra del carácter mezquino de la dueña, pues muchos de los mármoles
de los veladores han sido antes lápidas en los cementerios;
— alguno de sus elementos denotan cierta "riqueza":
respaldos de peluche, dorados en el techo, lámparas, algún espejo, teléfono, un
diván, donde se sientan los pensionistas, y un reloj.
Este paisaje físico está poblado de seres humanos que llenan el
recinto con sus miradas, con el humo de sus cigarrillos, con sus
conversaciones; con sus vidas, en suma. El autor presta una gran atención a la
descripción de este ambiente. En él se enmarcan los episodios que se refieren a
la personalidad de doña Rosa, sus ideas y sus relaciones con los empleados y
las secuencias que tienen a los clientes del café como protagonistas.
El autor dedica varios pasajes a la descripción del aspecto exterior
de la dueña, que produce repulsión física:
"Doña Rosa va y viene por entre las mesas del Café, tropezando a
los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia "leñe"
y "nos ha merengao". Para doña Rosa, el mundo es su Café, y alrededor
de su Café, todo lo demás (...). A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus
arrobas, sin más ni más, por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando
está a solas, y bebe ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que
se acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se sienta en la
cocina, en una banqueta baja, y lee novelas y folletines, cuanto más
sangrientos, mejor: todo alimenta. Entonces le gasta bromas a la gente y les
cuenta el crimen de la calle de Bordadores o el del expreso de Andalucía (...).
Doña Rosa tiene la cara llena de manchas, parece que está siempre mudando la
piel como un lagarto. Cuando está pensativa, se distrae y se saca virutas de la
cara, largas a veces como tiras de serpentinas. Después vuelve a la realidad y
se pasea otra vez, para arriba y para bajo, sonriendo a los clientes, a los que
odia en el fondo, con sus dientecillos renegridos, llenos de basura (...).
Lleva vestido negro y mandil, y su voz es insoportable: parece el chasquido de
un timbre con la campanilla partida" (p. 21).
A su aspecto físico doña Rosa añade un carácter irascible, que le
lleva a proferir insultos continuamente. Se alude expresamente a su poderío
económico: "es riquísima". Entre otras cosas es accionista de un
banco donde trae de cabeza a todo el consejo y, según dicen por el barrio,
guarda baúles enteros de oro tan bien escondidos que no se los encontraron ni
durante la guerra civil. Hay una referencia significativa a su pasado cuando se
comenta que el reloj fue un regalo de un marquesito tarambana y sin blanca que
anduvo cortejando a doña Rosa allá por el 905. El marquesito, que se llamaba
Santiago y era grande de España, murió tísico en El escorial. El perfil humano
de doña Rosa está ligado a sus ideas, extraordinariamente
"conservadoras": entre otras cosas es partidaria de Hitler.
En resumen, la dueña del Café se presenta como un personaje grotesco,
casi esperpéntico, y su riqueza y sus ideas reaccionarias ofrecen un contraste
con las miserias de sus empleados, que ante doña Rosa se rebajan aduladores:
"Los camareros, mirando para el suelo, procuran pasar
inadvertidos.
—Y vosotros, a ver si os alegráis. ¡Hay muchos cafés solos en esas bandejas!
¿Es que no sabe la gente que hay suizos, y mojicones, y torteles? No, ¡si ya lo
sé! ¡Si sois capaces de no decir nada! Lo que quisierais es que me viera en la
miseria, vendiendo los cuarenta iguales. ¡Pero os reventáis! Ya sé yo
con quienes me juego la tela. ¡Estáis buenos! Anda, vamos, mover las piernas y
pedir a cualquier santo que no se me suba la sangre a la cabeza.
Los camareros, como quien oye llover, se van marchando del mostrador
con los servicios. Ni uno solo mira para doña Rosa. Ninguno piensa, tampoco, en
doña Rosa" (p. 40).
"El camarero (Pepe) hace gestos con la cabeza y llama al echador.
Luis, el echador, se acerca hasta la dueña.
—Señorita, dice Pepe que aquel señor no quiere pagar.
—Pues que se las arregle como pueda para sacarle los cuartos; eso es
cosa suya; si no se los saca, dile que se le pegan al bolsillo y en paz. ¡hasta
ahí podíamos llegar!
La dueña se ajusta los lentes y mira.
—¿Cuál es?
—Aquel de allí, aquel que lleva gafitas de hierro.
—¡Anda, qué tío, pues esto sí que tiene gracia! ¡Con esa cara! Oye, ¿y
por qué regla de tres no quiere pagar?
—Ya ve... Dice que se ha venido sin dinero.
—¡Pues sí, lo que faltaba para el duro! Lo que sobran en este país son
pícaros.
El echador, sin mirar para los ojos de doña Rosa, habla con un hilo de
voz:
—Dice que cuando tenga ya vendrá a pagar.
Las palabras, al salir de la garganta de doña Rosa, suenan como el
latón.
—Eso dicen todos y después, para uno que vuelve, cien se largan, y si
te he visto no me acuerdo. ¡Ni hablar! ¡Cría cuervos y te sacarán los ojos!
Dile a Pepe que ya sabe: a la calle con suavidad, y en la acera, dos patadas
bien dadas donde se tercie. ¡Pues nos ha merengao!" (pp. 40 y 41).
La actitud de doña Rosa ante sus empleados se extiende también a los
clientes del Café. La dueña suele hablar con ellos y frecuentemente se arroga
el derecho de opinar o intervenir en sus vidas.
Con unos cuantos trazos Cela nos ofrece, sintetizados, los rasgos que
predominan en el modo de vivir de estas gentes:
"Los clientes de los cafés son gente que creen que las cosas
pasan porque sí, que no merece la pena poner remedio a nada. En el de doña
Rosa, todos fuman y los más meditan, a solas, sobre las pobres, amables,
entrañables cosas que les llenan o les vacían la vida entera. Hay quien pone al
silencio un ademán soñador, de imprecisa recordación, y hay también quien hace
memoria con la cara absorta y en la cara pintando el gesto de la bestia ruin,
de la amorosa, suplicante bestia cansada: la mano sujetando la frente y el
mirar lleno de amargura como un mal encalmado" (p. 22).
A través del camarero, Pepe, y del echador, Luis, hemos visto que hay
un cliente que no quiere pagar (p. 41). El "hombrecillo" ofrece todo
cuanto tiene e intenta dejar un libro como aval. Pero, finalmente, es expulsado
del Café. Su aspecto denota la falta de recursos: "es un hombrecillo
desmedrado, paliducho, enclenque, con lentes de pobre alambre sobre la
mirada" (p. 42). Sin embargo, como preludio a la importancia que adquirirá
(se trata de Martín Marco) se dice de él: "El hombre no es un cualquiera,
no es uno de tantos, no es un hombre vulgar, un hombre del montón, un ser
corriente y moliente; tiene un tatuaje en el brazo izquierdo y una cicatriz en
la ingle. Ha hecho sus estudios y traduce algo el francés. Ha seguido con atención
el ir y venir del movimiento intelectual y literario y hay algunos folletines
de El Sol que todavía podría repetirlos casi de memoria. De mozo tuvo una novia
suiza y compuso poesías ultraístas" (p. 42).
Poco antes, el novelista había fijado la mirada en varios clientes más
del café: el señor Suárez, y las pesimistas doña Matilde y doña Asunción.
El señor Suárez es un cliente distinguido: "Lleva traje a la
moda, de color clarito y usa lentes de pinza. Representa tener unos cincuenta
años y parece dentista o peluquero. También parece, fijándose bien, un viajante
de productos químicos". Se adivina su condición de homosexual por su modo
de hablar (p. 39).
Doña Matilde y doña Asunción son dos mujeres de aspecto repugnante.
Doña Matilde es "gorda", sucia y pretenciosa, y huele mal. Doña
Asunción, por su parte, "tiene un condescendiente aire de oveja".
Representan la hipocresía social. Critican a "la Elvirita" cuando su
descendencia nada tiene que envidiarle: doña Matilde tiene un hijo imitador de
estrellas; y doña Asunción, una hija, Paquita, que cohabita en Bilbao con un
catedrático.
"La Elvirita" es retratada por Cela con trazos degradantes y
momentos de compasión: se trata de una mujer de la vida, venida a menos. Tuvo
la oportunidad de prosperar, si hubiera aceptado a don Pablo, el marido de doña
Pura, pero le rechazó por "baboso y repugnante". Todavía hoy atrae la
atención de algún señor. Por su afición al tabaco mantiene una especial
relación con Padilla, el cerillero.
"La señorita Elvira llama al cerillero.
—¡Padilla!
—Bueno.
Padilla sacó los dos tritones y se los puso a la señorita Elvira sobre
la mesa.
—Uno es para luego, ¿sabes?, para después de la cena.
—Bueno, ya sabe usted, aquí hay crédito.
El cerillero sonrió con un gesto de galantería. La señorita Elvira
sonrió también.
—Oye, ¿quieres darle un recado a Macario?
—Sí.
—Dile que toque "Luisa Fernanda", que haga el favor.
El cerillero se marchó arrastrando los pies, camino de la tarima de
los músicos" (p. 49).
La vida de Elvira está marcada por un pasado lleno de infortunio. Al
padre le dieron garrote por haber asesinado a su mujer con una lezna de
zapatero. Entonces, huérfana, se fue a vivir con su abuela, pero no pudo
soportar las bromas de las muchachas del pueblo y se largó con un asturiano que
la maltrataba bestialmente. En el momento presente, Elvirita es un ser
desgraciado, lleva una vida marcada por el hambre. "La pobre —dirá Cela—
no come lo bastante para ser viciosa ni virtuosa".
En el café de doña Rosa, Elvira llama la atención de uno, que le
regala una cajetilla de tabaco completa: el señor se llama don Leoncio
Maestre, que desde entonces dedicará a Elvira todos sus pensamientos: casi
le mata un tranvía por pensar en ella y en lo hermoso que es su nombre.
En el capítulo I, aparecen también otros clientes del café de doña
Rosa:
— Don Mario de la Vega: fuma un puro descomunal, en contraste
con los humildes cigarrillos —"tritones"— que fuman otros clientes.
La riqueza de don Mario le lleva a humillar a los demás: a un hombre que afirma
que le gustaría fumarse un puro como el suyo le espeta: "¡Pues trabaje
usted como trabajo yo"! Don Mario ofrece trabajo en su imprenta como
corrector a "un bachiller", con quien dialoga.
— Don Leonardo Meléndez: encarna las pretensiones sociales y el
abuso. Le gusta decir "nosotros los Meléndez", utiliza palabras del
francés como madame y cravate; y plantea negocios que nunca salen
adelante.
— Don Jaime Arce: pidió un crédito que no pudo pagar y se queja
de los bancos y los notarios. Usa bien el lenguaje aunque a veces dice "la
monda y el despiporrio".
— Doña Isabel Montes: viuda de Sanz, es una señora silenciosa,
sobre todo desde que se le murió un niño, Paco, de meningitis.
— Don José Rodríguez: escribiente de juzgado, viudo, que bebe
ojén como doña Rosa y que humilla a sus semejantes. Le tocaron ocho duros en la
Lotería:
"Don José Rodríguez de Madrid está hablando con dos amigos que
juegan a las damas.
—Ya ven ustedes, ocho duros, ocho cochinos duros. Después la gente,
habla que te habla.
Uno de los jugadores le sonríe" (p. 48).
— Don Pablo: en opinión de doña Rosa, con quien mantiene
relaciones "es un culebrón, siempre riéndose por lo bajo". Don Pablo
cuenta como se ensañó con madame Pimentón.
— Un joven poeta: mientras intenta componer un poema titulado
"Destino", sufre un mareo.
— Don Trinidad García Sobrino: prestamista, se dedicó "a
los negocios y al buen orden y acabó rico". Quiso ser diputado en los
partidos de Gil Robles y Lerroux antes de la guerra. Asiste con su nieto al
café y auxilia al poeta enfermo.
— Mauricio Segovia: empleado de telefónica, es el personaje que
se rebela contra la prepotencia de doña Rosa y la indolencia de los empleados
en el episodio de la expulsión del hombrecillo que no pudo pagar: "yo no
sé quien será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o esta partida de
gaznápiros" (p. 38).
— Unos niños que juegan al tren representan el tedio y la monotonía
que se vive en el café. Comentan que a cierto señor "le huele mal la
boca".
— Un gato que molesta a una señora se ofrece como contraste con otros
personajes, porque "es un gato gordo, reluciente; un gato lleno de salud y
de bienestar; un gato orondo y presuntuoso" (p. 47).
Capítulo II
En lo que afecta al tiempo, el capítulo es continuación del anterior.
Narra en el anochecer del primer día la historia de varios clientes del café de
doña Rosa, que emprenden el regreso a sus lugares de descanso, y la de otros
personajes que aparecen por vez primera.
La narración se concentra fundamentalmente en:
1. un personaje (Martín Marco) y su entorno vital, lo que permite al
autor dibujar —en escenarios múltiples y con referencia a muchos personajes—
una gran variedad de historias; y
2. un sucedido, el asesinato de doña Margot, que el autor aprovecha
para adentrarnos en los rincones de una casa de vecinos.
Al iniciarse el capítulo se desvela el nombre, Martín Marco, del
"hombrecillo que no quiere pagar". Comprobamos que, en contra de lo
que le dijo a doña Rosa, Pepe, el camarero, no le expulsó violentamente del
café.
Al salir del café, Martín vaga por diversas calles de Madrid. Su
obsesión es la falta de dinero y las desigualdades sociales; la contemplación
de una tienda de lavabos y retretes le conduce a una serie de consideraciones sobre
la injusticia social y sus deseos de reforma de la humanidad: "Con lo que
unos se gastan para hacer sus necesidades a gusto, otros tendríamos para comer
un año" (p. 76).
En la entrada del metro que hace esquina a Hermanos Alvarez Quintero
reflexiona sobre el rechazo del que son objeto esos autores teatrales por parte
de la crítica: "Le trastorna que no haya rigor en la clasificación de los
valores intelectuales, una ordenada lista de cerebros" (p. 80).
Más adelante viaja en metro pensando en los ocupantes de los retretes
de las casas que hay encima de las estaciones que recorre: reflexiona sobre el
alto nivel de vida de los habitantes del barrio de Salamanca de Madrid
(estaciones de Colón, Serrano, Velázquez y Goya). Se acerca a ver si puede
cenar en casa de su hermana Filo:
"La Filo es su hermana, la mujer de don Roberto González —la
bestia de González, como le llamaba su cuñado—, empleado de la Diputación y
republicano de Alcalá Zamora.
El matrimonio González vive al final de la calle de Ibiza, es un pisito
de los de la Ley Salmón, y lleva un apañado pasar, aunque bien sudado. Ella
trabaja hasta caer rendida, con cinco niños pequeños y una criadita de
dieciocho años para mirar por ellos, y él hace todas las horas extraordinarias
que puede y donde se tercie; esta temporada tiene suerte y lleva los libros en
una perfumería, donde va dos veces al mes para que le den cinco duros por las
dos, y en una tahona de ciertos perendengues que hay en la calle de San
Bernardo y donde le pagan treinta pesetas. Otras veces, cuando la suerte se le
vuelve de espaldas y no encuentra un tajo para las horas de más, don Roberto se
vuelve triste y ensimismado y le da el mal humor" (p. 84).
Aprovechando que su cuñado, con quien se lleva mal, está fuera, Martín
cena un huevo y una taza de café. Luego pide dinero a su hermana; ésta sólo
puede darle dos pesetas.
"—Pan no hay. Hasta tenemos que comprar un poco de estraperlo
para los niños.
—Está bien así, gracias; Filo, eres muy buena, eres una verdadera
santa.
—No seas bobo.
A Martín se le nubló la vista.
—Sí; una santa, pero una santa que se ha casado con un miserable. Tu
marido es un miserable, Filo.
—Calla, bien honrado es" (p. 85).
Algunas veces Filo le guarda las sobras de su comida, y la criada,
Petrita, se las baja a la puerta de la calle: existe una intensa afectividad
entre ambos hermanos y también entre Martín y Petrita.
Martín baja por la escalera mientras su cuñado sube en el ascensor.
Luego se encamina hacia el bar de Celestino Ortiz, en la calle Narváez, donde
estaba citado con un amigo que debía entregarle un paquete. En el bar, Martín
pide un café. Surge de nuevo el problema de la pobreza: ya debe allí 22 pesetas
que no puede pagar:
"Ortiz trajina un poco con la cafetera, prepara la sacarina, el
vaso, el plato y la cucharilla, y sale del mostrador. Coloca todo sobre la
mesa, y habla. Se le nota en los ojos, que le brillan un poco, que ha hecho un
gran esfuerzo para arrancar.
—¿Ha cobrado usted?
Martín lo mira como si mirase a un ser muy extraño.
—No, no he cobrado. Ya le dije a usted que cobro los días cinco y
veinte de cada mes.
Celestino se rasca el cuello.
—Es que...
—¡Qué!
—Pues que con este servicio ya tiene usted veintidós pesetas.
—¿Veintidós pesetas? Ya se las daré. Creo que le he pagado a usted
siempre, en cuando he tenido dinero.
—Ya sé.
—¿Entonces?
Martín arruga un poco la frente y ahueca la voz.
—Parece mentira que usted y yo andemos a vueltas siempre con lo mismo,
como si no tuviéramos tantas cosas que nos unan.
—¡Verdaderamente! En fin, perdone, no he querido molestarle, es que,
¿sabe usted?, hoy han venido a cobrar la contribución" (p. 97).
Antiguo comandante del anarquista Cipriano Mera durante la guerra
civil y lector de Nietzsche, del que suele recitar párrafos de memoria a sus
clientes, Celestino Ortiz añade:
"—Con sermones yo no pago el impuesto.
—¿Y eso le preocupa, grandísimo fariseo?
Martín lo mira fijamente, en los labios una sonrisa mitad de asco,
mitad de compasión.
—¿Y usted lee a Nietzsche? Bien poco se le ha pegado. ¡Usted es un mísero
pequeño burgués!" (...)
"Celestino se queda perplejo, sin saber qué hacer. Piensa
romperle un sifón en la cabeza, por fresco, pero se acuerda: 'entregarse a la
ira ciega es señal de que se está cerca de la animalidad'. Quita su libro de
encima de los botellines y lo guarda en el cajón. Hay días en que se le vuelve
a uno el santo de espaldas, en que hasta Nietzsche parece como pasarse a la
acera contraria" (p. 98).
Celestino manifiesta, al lado de este barniz cultural, algunas
bajezas, tanto en su aspecto (usa dentadura postiza que, cuando le molesta
mucho, deja sobre el mostrador), como en su comportamiento con los clientes, a
los que no perdona las deudas.
Martín se levanta y "sale a la calle con paso de triunfador"
(p. 98). Al encontrar en la calle a su amigo Paco se queja del comportamiento
de Celestino y le comenta que ese mismo día le han echado "a patadas de
otro café". Su amigo le entrega un libro.
En el capítulo II, el escritor Martín Marco actúa como elemento
vertebrador de muchas de las historias que se cuentan. Varios personajes tienen
especial relación con él y malviven o luchan por sobrevivir. Sus peripecias
dominan la segunda parte del capítulo, centrada en el asesinato de doña Margot.
Antes de él ya se nos presentan dos: el gitanito y la castañera.
El gitanito es avistado por Roberto González desde el tragaluz de la
tahona cantando delante de una taberna una tierna canción flamenca para ganarse
la vida. Una "golfa borracha" le da una coz, pero el niño la soporta
bien y sigue cantando. La descripción del gitanillo es lírica y desgarrada y
pone el acento sobre la miseria: "que nació de milagro, que come de
milagro, que vive de milagro y que tiene fuerzas para cantar de puro
milagro" (p. 83).
En la última secuencia del capítulo, un gitanito simpático canta la
misma canción ante un grupo reunido en la calle, se calla respetuosamente
cuando sacan de la casa el cadáver de doña Margot.
La castañera vende unas castañas a Martín Marco y a la señorita Elvira
("la cena"), que se dirige a dormir a su fonducha. La vendedora
permanece en la calle hasta las once de la noche.
"A las once viene a buscarla su hijo, que quedó cojo en la guerra
y está de listero en las obras de los Nuevos Ministerios. El hijo, que es muy
bueno, le ayuda a recoger los bártulos y después se van, muy cogiditos del
brazo, a dormir. La pareja sube por Covarrubias y tuerce por Nicasio Gallego.
Si queda alguna castaña se la comen; si no, se meten en cualquier chigre y se
toman un café con leche bien caliente. La lata de las brasas la coloca la vieja
al lado de su cama, siempre hay algún rescoldo que dura, encendido, hasta la
mañana" (p. 96).
Don Leoncio Maestre, sentado en un baúl de su casa, intenta entonar
con la música de La donna è mòbile la letra ¡Oh bella Elvirita! Mantenía
los ojos entornados y no dejaba ni un instante de pensar en ella. Don Leoncio
decide salir a buscarla.
El señor Suárez (Julián Suárez Sobrón, alias "la Fotógrafa",
el homosexual del café de doña Rosa) llega en taxi a su domicilio. Su madre es
doña Margot. Llama muchas veces a la puerta diciendo repetidas veces
"¡Mami! ¡Mami!", pero la madre no contesta. Suárez toma otro taxi y
se va a la Carrera de San Jerónimo, enfrente del Congreso. Más adelante, llega
a un café de la calle del Prado, donde se reune con Pepito el Astilla.
El pintoresco Don Ibrahím de Ostolaza y Bofarull, ensaya ante el
espejo un pedante discurso académico, lleno de verbosidad. El discurso resulta
cómico no sólo por su contenido, sino porque don Ibrahím declama con una voz
que suena solemne como la de un fagot.
Un inesperado suceso altera la suerte de los tres personajes
anteriores —Leoncio Maestre, Suárez y Don Ibrahím—, donde se comprueba sus
relaciones de vecindad: mientras don Ibrahím ensaya su discurso, llama a la
puerta —pálido—, don Leoncio Maestre que le da la noticia de que doña Margot ha
muerto ahorcada con una toalla.
El resto de las secuencias del capítulo ofrecen un irónico y ácido
contraste: a pesar de estar preocupado por su madre, el señor Suárez permanece
junto a Pepe el Astilla, que le trata despectivamente por la calle del Prado
arriba, y en un bar de la calle Echegaray. Mientras, don Ibrahím, con la ayuda
de varios vecinos del inmueble, intenta esclarecer el asesinato de doña Margot
ante el juez.
Pero en el abigarrado mundo de La Colmena el autor no olvida
reseñar la trayectoria de otros personajes. Los tres primeros estaban ya en el
café de doña Rosa.
Se insiste de nuevo en la carencia de recursos de la señorita Elvira.
Sólo cena una peseta de castañas y sonríe ("la costumbre") ante la
conversación de un novelista con una persona que tiene aspecto de jurado
literario. Mientras lee en la cama el folletín Los Misterios de París,
medita sobre si debe volver con don Pablo. Durante la noche da vueltas,
"está desazonada".
Don Mario de la Vega invita a cenar y a tomar café al bachiller, Eloy
Rubio Antofagasta, para ofrecerle trabajo en su imprenta. Le pagará 16 pesetas.
Al despedirse están formando parte del grupo reunido a la puerta de la casa de
doña Margot, donde canta el gitanillo.
Mauricio Segovia, el empleado de la telefónica que no puede aguantar
el mal trato que doña Rosa da a sus empleados, sale del café irritado. Cena con
su hermano Hermenegildo. Tras la cena, se marchan "de bureo". En uno
de los bares contiguos a la calle Echegaray descubren a "la
Fotógrafa" con Pepe el "Astilla".
Por último, a través de doña Rosa sabíamos que "la Visi", su
hermana, se dejaba engañar por su marido. Ahora se nos ofrece un apunte de sus
ideas. Doña Visi cree que para mejorar la vida de los trabajadores, los señores
de la junta de damas han de organizar concursos de pinacle. "Los obreros
también tienen que comer, aunque muchos son tan rojos que no merecerían tanto
desvelo" (p. 91).
Capítulo III
Las primeras horas de la tarde del segundo día transcurren
principalmente en espacios interiores. Los cafés, como en el capítulo I —aunque
esta vez sean varios— y las viviendas familiares, como en el capítulo II, le
sirven al autor para relacionar entre sí las historias —función conectiva— y
recoger en lugares cerrados aquellos personajes que antes estuvieron dispersos
en el espacio novelesco. Desde los primeros episodios de este capítulo Cela
sigue ofreciendo noticias de sus pequeños personajes.
Padilla, el cerillero, intenta convencer a los clientes de la superioridad
del tabaco de cuarterón sobre el tabaco de colillas.
Alfonsito, el niño de los recados, lleva la carta de un señor para una
señorita, con esta contraseña: "Napoleón Bonaparte, apréndetelo bien y si
ella te contesta sucumbió en Waterloo, tú vas y le das la carta. ¿Te enteras
bien?" (p. 131).
Petrita, la criada de Filo Marco, llega al bar de Celestino para
comprar sifón. Celestino le comenta que Martín debe 22 pesetas, y Petrita le
atrae a la trastienda donde se entrega a él para saldar la deuda. El autor
intenta resaltar la generosidad de la acción con estas palabras: "Por la
trastienda del bar de Celestino Ortiz pasó como un ángel que levantase un
huracán con las alas" (p. 138).
Martín encuentra a su amigo Ventura Aguado, opositor, novio de Julita; Ventura le ofrece más dinero del que le pide el escritor. Después, Martín y su antigua compañera de estudios Nati Robles rememoran los tiempos pasados y el escarceo amoroso que hubo entre ambos. Nati le da diez duros.
Marujita Ranero (Tomelloso) antigua novia de Consorcio López —de cuya
relación nacieron gemelos—, llega, con aspecto de gran señora, al café de doña
Rosa con la intención de comprarlo. Consorcio, sorprendido y azarado por su
presencia e intenciones, derrama el contenido de algunas botellas y es
recriminado con tono humillante por doña Rosa.
En una llamada telefónica posterior, Marujita le cuenta a Consorcio
que su marido (con el que no ha tenido hijos) va a morir y que ella tiene una renta
de cinco millones, y le da una cita de amor en el hotel donde se hospeda.
Seoane, el violinista, se despide de Sonsoles, su mujer:
"Seoane sale de su casa. Todas las tardes, a las seis y media,
empieza a tocar el violín en el café de doña Rosa. Su mujer se queda zurciendo
calcetines y camisetas en la cocina. El matrimonio vive en un sótano de la
calle de Ruiz, húmedo y malsano, por el que pagan quince duros; menos mal que
está a un paso del café y Seoane no tiene que gastarse jamás ni un real en tranvía.
—Adiós, Sonsoles, hasta luego.
La mujer ni levanta la vista de la costura.
—Adiós, Alfonso, dame un beso.
Sonsoles tiene debilidad en la vista, tiene los párpados rojos; parece
siempre que acaba de estar llorando. A la pobre, Madrid no le prueba. De recién
casada estaba hermosa, gorda, reluciente, daba gusto verla, pero ahora, a pesar
de no ser vieja aún, está ya hecha una ruina. A la mujer le salieron mal sus
cálculos, creyó que en Madrid se ataban los perros con longanizas, se casó con
un madrileño y ahora que ya las cosas no tenían arreglo, se dio cuenta de que
se había equivocado. En su pueblo, en Navarredondilla, provincia de Avila, era
una señorita y comía hasta hartarse; en Madrid era una desdichada que se iba a
la cama sin cenar la mayor parte de los días" (pp. 142 y 143).
Macario, el pianista, se cita con su novia, Matildita, en "el
cuchitril de la señora Fructuosa", tía de Matildita y portera de la calle
Fernando VI:
"Macario es un chico muy fino que todos los días da las gracias a
la señora Fructuosa. Matildita tiene el pelo como la panocha y es algo corta de
vista. Es pequeñita y graciosa, aunque feuchina, y da, cuando puede, alguna
clase de piano. A las niñas les enseña tangos de memoria, que es de mucho
efecto.
En su casa siempre echa una mano a su madre y a su hermana Juanita,
que bordan para fuera.
Matildita tiene treinta y nueve años" (p. 143).
Varios vecinos se reúnen en casa de don Ibrahím para costear entre
todos los funerales por el alma de la finada. La pedantería de don Ibrahím
brilla de nuevo. Se enumeran los vecinos que acuden a la casa, y resultan
significativas las ausencias de:
— Don Leoncio Maestre, descubridor del cadáver de doña Margot, que
"está preso por orden del juez".
— El señor Suárez, "la Fotógrafa", está retenido con el
Astilla "en los sótanos de la Dirección General de Seguridad". Fue
detenido sin razón aparente y manifiesta una constante preocupación por su
madre.
— Don Ignacio Galdácano, "que el pobre está loco". (¿Posible
asesino?).
— Don Antonio Jareño, "que está de viaje".
En un café de lujo detrás de la Gran Vía, Laurita le hace a Pablo una
escena de celos que hace reflexionar a éste: "se empezó a dar cuenta de
que se aburría al lado de Laurita. Muy mona, muy atractiva, muy cariñosa,
incluso muy fiel, pero muy poco variada" (p. 129).
Doña Asunción y doña Matilde, pensionistas, celebran la buena
"colocación" de sus hijos. Doña Asunción recibe una carta en la que
su hija Paquita le cuenta que si logra quedar embarazada, se podrá casar con el
catedrático de psicología, lógica y ética, don José María Samas, ya que la
mujer de éste ha fallecido. Al hijo de doña Matilde, Florentino del Mare
Nostrum, le ha salido un trabajo en un salón del Paralelo de Barcelona; el
espectáculo se llama "Melodías de la Raza".
Doña Ramona Bragado adquirió su negocio de lechería en la calle
Fuencarral por la manda de un marqués metido a político, del que había sido
amante al menos veinte años. Doña Ramona es, además, una celestina
"correveidile". Ahora acosa a Victoria, empaquetadora de una imprenta,
para atraerla a su lechería con intención de prostituirla. Victorita, personaje
lleno de ternura cuya vida está marcada por la crudeza, tiene un novio tísico
llamado Paco, al que intenta curar como sea.
Doña Celia, tiene su casa de citas cerca de la plaza de Chamberí.
Desde la muerte de su marido, don Obdulio, se dedica a estos menesteres. El
autor señala que el retrato de don Obdulio preside toda esta actividad con
mirada dulce, pues permite que coma su viuda.
Algunos asiduos de la casa de doña Celia asisten, después de comer, a
una tertulia del café de San Bernardo. Son don Francisco Robles, padre de Nati
Robles, la amiga de Martín Marco y don Roque Moisés Vázquez, marido de doña
Visi y cuñado de doña Rosa.
También frecuentan la tertulia don Pablo, antiguo pretendiente de
Elvirita y marido de doña Pura, don Emilio Rodríguez Ronda, yerno de don
Francisco Robles, don Tesifonte Ovejero, capitán de veterinaria y huésped de la
pensión de doña Matilde, y el señor Ramón, dueño de la tahona cuya contabilidad
lleva don Roberto González, el cuñado de Martín Marco.
Mientras juegan al ajedrez o al dominó conversan sobre sus familias:
Don Roque confiesa que odia a su cuñada doña Rosa y que la aguanta porque el
café "la Delicia", entre otras muchas cosas, será algún día de sus
hijas. La familia de don Roque Moisés tiene una gran importancia en la novela.
Doña Visi y su amiga doña Monserrat, beatas, creen en los milagros de
cierto cura bilbaíno. En "El querubín misionero" se reflejan las
contribuciones de doña Visi y sus tres hijas para bautizar chinitos. Las hijas
ponen a los bautizados los nombres de sus respectivos novios: Ventura, Manuel y
Agustín. Mientras charlan, don Roque mantiene relaciones con Lola, criada de la
pensión de doña Matilde.
También se habla detenidamente de las hijas de don Roque y doña Visi,
y de sus respectivos novios:
a) El novio de Julita, la mayor, se llama Ventura Aguado. Prepara
oposición a notario, y lleva siete años, sin contar los de la guerra, sin tener
éxito alguno. Ventura acudirá con su novia Julita a la casa de citas de doña
Celia. Es amigo de Martín Marco y le presta dinero.
b) Visitación, segunda hija de don Roque, sale desde hace una semana
con Alfredo Angulo Echevarría, su séptimo novio. La tía de Alfredo, doña Lolita
Echevarría de Cazuela, y su marido don Fernando son vecinos de don Ibrahím.
c) Esperanza "ligera como una golondrina y tímida como
paloma", es novia de Agustín Rodríguez Silva, dueño de una droguería en la
calle Mayor. Agustín escribe una carta (corregida por el autor) —que incluye
todos los tópicos populares del género epistolar— invitando a su madre a Madrid
para que conozca a su novia Esperanza.
Capítulo IV
La acción transcurre en
alcobas o en lugares exteriores, en los que se contempla la vida de un personaje
colectivo (los noctámbulos), la de Martín Marco y la de otros personajes de
menor importancia (el guardia y el sereno, por ejemplo).
Como en otros capítulos, el autor esboza unas consideraciones
generales acerca del comportamiento de los habitantes del período del día
durante el cual transcurre la acción. En este caso, se trata de los
noctámbulos, que pueden ser: noctámbulos puros ("los que salen por
salir") o trasnochadores accidentales (el público de los cines).
Entre los noctámbulos puros, sobresale el escritor Martín Marco, que
deambula por Madrid en un largo periplo narrativo. Se encuentra con la
Uruguaya, pupila del burdel de doña Jesusa, a la que "llaman así porque es
de Buenos Aires". Su descripción ("una mujer repugnante") es uno
de los fragmentos más crudos de La Colmena. Va acompañada de un señor, y
le invitan a un café.
Martín anda sin rumbo fijo y le gustan los paseos solitarios, las
cansadas caminatas por las calles anchas de la ciudad o sentarse en un banco a
liar un cigarrillo con papel de sobre que ya no sirve. Los bancos callejeros
"son como la antología de todos los sinsabores y casi todas las
dichas" (p. 201). Al llegar a una esquina, le dan el alto, le cachean y le
piden la documentación. En secuencias alternas se cuenta que Martín se asusta
mucho. Su miedo responde a causas políticas; arguye que trabaja en la Prensa
del Movimiento; el policía se porta bien y le deja ir. Martín intenta
tranquilizarse mientras jadea y reflexiona cómicamente: el policía que le dio
el alto tenía un diente de oro, mientras que él sólo quiere comer y comprar una
cajetilla de tabaco para no fumar colillas. La histeria le invade; sus
pensamientos son entrecortados y vacilantes. Aún no se le ha quitado el pavor,
pero habla con el sereno de lo bien que se ha portado la policía. Al fin
encuentra el sosiego. Va al burdel de doña Jesusa.
El guardia, Julio García Morrazo, fue herido en la guerra; ahora
"es una autoridad" que se dedica a prender estraperlistas. Le cuenta
al sereno detalles de su pasado, también sus relaciones con Celestino Ortiz, el
dueño del bar "la Aurora", y con Petrita, criada de Roberto y Filo y
"protectora" de Martín Marco. Petrita quiere mucho al guardia, es su
primer novio.
El resto del capítulo, se dedica a describir escenas de alcoba, que se
desarrollan simultáneamente, intercaladas con descripciones de la noche en
soledad que viven otros personajes, en diálogo con sus propios pensamientos.
Así, por ejemplo:
A la hora de la cena su familia recrimina a Victorita que tenga un
novio tísico. Ella contesta airadamente y su madre le da dos tortas antes de
irse a la cama (cfr. p. 171). Después, llora amargamente por el mal ambiente de
su casa y la enfermedad de Paco, su novio (puede curarse "con mucha comida
y con inyecciones"). No sabe qué hacer. La muchacha piensa que tal vez lo
mejor sea echarse a la calle, a ver si encuentra algún señor con dinero. Su
amiga Pirula, empaquetadora también, encontró hace un año a un caballero rico y
ahora vive como una duquesa, la llama todo el mundo señorita y tiene un piso
con radio.
Mientras tanto, don Mauricio de la Vega, impresor enriquecido, anda en
tratos con doña Ramona Bragado para atraer a Victorita a su lechería (cfr. p.
174). Más adelante sabemos que Eloy Rubio Antofagasta, el bachiller que trabaja
en la imprenta, es hermano de Paco, el novio tuberculoso de Victorita.
Por otra parte, en su peculiar alcoba (duerme en un jergón de la
trastienda del bar) Celestino lee, antes de dormir, romances antiguos y
quintillas. Uno de ellos versa sobre las últimas palabras del cabo Pérez ante
un piquete de fusilamiento y ofrece una visión irónica del heroísmo humano. En
el sueño, arenga a sus soldados con vehemencia, y entre asentimientos (¡Muy
bien!, repiten constantemente los soldados) les pide que se sacrifiquen y cumplan
con su deber para acabar con los explotadores o repartir el oro del Banco de
España.
Capítulo V
El capítulo narra el anochecer del segundo día. Si la novela siguiera
un orden temporal, iría a continuación del capítulo III, también por su
contenido temático. Son relevantes tanto la historia como el tiempo. El autor
distribuye las escenas de forma caprichosa. Alterando la linealidad del relato
y rompiendo las secuencias en fragmentos, consigue ofrecer la impresión de un
rompecabezas temporal.
Seleccionando los principales episodios, tenemos:
a) El incidente de las veinticinco pesetas, entre Martín Marco y
Seoane, dibujado en cuatro secuencias:
— Seoane, violinista del café de doña Rosa, busca en una droguería
unas gafas "de tres duros" para su mujer, Sonsoles, que "tiene
los ojos cada vez peor". Pero las gafas más baratas cuestan dieciocho
pesetas y Seoane "decide" no comprar.
— Martín Marco llega al café de doña Rosa, con la intención de reparar
su honor por la expulsión de que fue objeto —por no pagar— el día anterior. Hoy
lleva dinero porque su amiga Nati Robles le dio nada menos que diez duros. Paga
el café del día anterior, pide otro y deja la vuelta para el camarero; va luego
al retrete y saca de un pañuelo el dinero sobrante; al regresar, utiliza el
servicio del limpiabotas, compra tabaco al cerillero y se permite, ante la
estupefacción de doña Rosa, despreciar el café que le sirven, porque sabe a
"malta". Después sale a la calle satisfecho, pensando que
"verdaderamente se acaba de portar como un hombre".
— Seoane encuentra en el suelo del retrete del café de doña Rosa cinco
duros. Casi no se lo puede creer. Al día siguiente va a la droguería y compra a
su mujer las mejores gafas.
— Martín Marco llega ufano a casa de Rómulo, librero, que también vende
grabados. Busca un grabado para Nati. Encuentra uno, pero al ir a pagar se da
cuenta de que ha perdido cinco duros.
El episodio resalta hasta qué punto —incluso por casualidad y en medio
de la miseria— los personajes se necesitan unos a otros.
b) El encuentro casual de don Roque, y su hija Julia en la casa de
citas de Doña Celia. Don Roque había ido allí para encontrarse con Lola, criada
de Matilde, y Julita con Ventura Aguado, su novio. Esta historia es relevante
por su contenido, pero también por el tratamiento narrativo y el juego que
realiza el autor con el tiempo.
c) Otras escenas.
En la lechería de doña Ramona Bragado, Victorita muestra una enorme
decisión. Doña Ramona se enfada por la desfachatez de la muchacha. Al salir a
la calle, Victorita es abordada por don Mario de la Vega. La muchacha se va con
él, pues quiere curar a su novio y no se anda con rodeos para conseguir dinero.
Don Francisco Robles, médico —que se dedica, entre otras cosas, a las
enfermedades venéreas— tuvo once hijos. Su vida se narra con detalle:
"En la casa, en una habitación interior, doña Soledad, su señora,
repasa calcetines mientras deja vagar la imaginación, una imaginación torpe,
corta y maternal como el vuelo de una gallina. Doña Soledad no es feliz, puso
toda su vida en los hijos, pero los hijos no han sabido, o no han querido,
hacerla feliz. Once le nacieron y once viven casi todos lejos, alguno perdido.
Las dos mayores, Soledad y Piedad, se fueron monjas hace ya mucho tiempo,
cuando cayó Primo de Rivera; aún hace unos meses, desde el convento, tiraron
también de María Auxiliadora, una de las pequeñas. El mayor de los dos únicos
varones, Francisco, el tercero de los hijos, fue siempre el ojito derecho de la
señora; ahora está de médico militar en Carabanchel, algunas noches viene a
dormir a casa. Amparo y Asunción son las dos únicas casadas, Amparo con el
ayudante del padre, don Emilio Rodríguez Ronda; Asunción con don Fadrique
Méndez, que es practicante en Guadalajara, hombre trabajador y mañoso que lo
mismo sirve para un roto que para un descosido, que lo mismo pone unas
inyecciones a un niño o unas lavativas a una vieja de buena posición, que
arregla una radio o pone un parche a una bolsa de goma.
(...) Después, en la familia de don Francisco y doña Soledad, viene
Trini, soltera, feucha, que buscó unos cuartos y puso una mercería en la calle
de Apodaca" (pp. 232-233).
La catadura moral del médico don Francisco se nos muestra en que no
receta medicinas eficaces, para que los enfermos le duren más, como clientes:
"Don Francisco es un poco tramposillo, el hombre tiene a sus
espaldas un familión tremendo.
A los enfermos que, llenos de timidez y de distingos, le preguntan por
las sulfamidas, don Francisco los disuade, casi displicente (...):
—Haga usted lo que quiera, pero no vuelva por aquí. Yo no me encargo
de vigilar la salud de un hombre que voluntariamente se debilita la sangre.
Las palabras de don Francisco suelen hacer un gran efecto.
—No, no, lo que usted mande, yo sólo haré lo que usted mande"
(pp. 231-232).
En este capítulo también encontramos a don Ricardo pidiendo en casa de
don Pedro Pablo Tauste, dueño de la clínica del Chapín y vecino de don Ibrahím.
Después lleva a un café a su novia Maribel, muchacha de familia pintoresca y a
la que don Ricardo mata de hambre. Don Ricardo, que es amigo de Martín Marco,
espera a un poeta, también acomodado, Ramón Maello, que está delicado de salud
y que no llegará a aparecer. Se trata del mismo poeta que se indispuso en el
café de doña Rosa en el capítulo primero, y del que se cuenta lo siguiente:
"El poeta de la vecindad es un jovencito melenudo, pálido, que
está siempre evadido, sin darse cuenta de nada, para que no se le escape la
inspiración, que es algo así como una mariposita ciega y sorda pero llena de
luz, una mariposita que vuela al buen tuntún, a veces dándose contra las
paredes, a veces más alta que las estrellas. El poeta de la vecindad, en
algunas ocasiones, cuando está en vena, se desmaya en los cafés y tienen que
llevarlo al retrete, a que se despeje un poco con el olor del desinfectante,
que duerme en su jaulita de alambre, como un grillo" (p. 233).
Otro episodio habla de don José Sanz Madrid (chamarilero): tiene dos
tiendas de ropa y objetos de arte y alquila smokings y chaqués. Por la tarde va
al cine con Purita (pupila de doña Jesusa y amiga de Martín Marco). Purita le
pide que la ayude a ingresar a su hermano en la guardería de Auxilio Social.
Don José promete ayudarla pensando en aprovecharse de ella. La situación de la
familia de la muchacha es patética: sus cinco hermanos viven en un sotabanco
pasando por grandes dificultades; al padre le fusilaron "por esas cosas
que pasan" y la madre murió tísica y desnutrida.
Don Pablo permanece en su domicilio, malhumorado por tener que
soportar a dos sobrinos de su mujer que han venido de Zaragoza en viaje de
novios y no poder salir a tomar chocolate.
El señor Ramón ríe feliz un chiste del agradecido don Roberto
González. Es un chiste sobre "olores" y marca el contrapunto a la
secuencia siguiente.
Don Tesifonte Ovejero charla en la pensión de doña Matilde con Ventura
Aguado, novio de Julita. Don Tesifonte es muy tímido con las mujeres, y emplaza
a Ventura para que cuente con él algún día y le anime.
Don Emilio Rodríguez Ronda es ayudante de don Francisco, su suegro, y
se encuentra en el consultorio.
Doña Juana, vecina de don Ibrahím, introduce un tema pendiente: el
asesinato de doña Margot. Doña Juana está muy impresionada. Es viuda de
Sisemón, y muy inocente: su marido murió en un prostíbulo de tercera clase,
pero los amigos le dijeron que había muerto mientras hacía cola para rezar ante
una famosa imagen. La viuda charla con doña Asunción, preocupada sólo porque su
hija Paquita pueda casarse con el catedrático de Bilbao.
Doña Monserrat, a la que roban el bolso en la iglesia mientras reza,
sólo piensa en milagros.
En el capítulo se cuenta, además, un extraño suceso. La secuencia
contrasta con la anterior —el regocijo de don Ramón ante un chiste de
"olores"— y su comienzo resume el suceso: un hombre que estaba
enfermo y sin un real, y que se suicidó porque olía a cebolla. No se dice nada
más pero el pasaje expresa de forma contundente el sinsentido de la existencia
humana, cuyas consecuencias son la locura y el suicidio.
Capítulo VI
El capítulo refiere los modos del comportamiento humano tras el
despertar. La acción transcurre en la mañana del segundo día y es continuación
del capítulo IV.
Tras el incidente con el policía (cap. IV) Martín se refugia en el
burdel de doña Jesusa, donde está Purita Bartolomé. Martín alegra el despertar
de Purita con la lectura de unos versos de Juan Ramón Jiménez. Ella le agradece
su compañía invitándole a desayunar.
La patética vida de Dorita, una de las planchadoras del burdel, pone
el contrapunto. En tiempos, abusó de ella un seminarista de su pueblo. Dorita
tuvo un hijo y la echaron de casa. La muchacha anduvo vagando por los pueblos.
La criatura murió en una cueva, pero nadie se enteró porque Dorita le colgó
unas piedras al cuello y lo tiró al río, a que se lo comieran las truchas. En Madrid,
un ricachón, don Nicolás de Pablo, se casó con ella por lo civil. Le nacieron
tres hijos, todos muertos. De don Nicolás no se supo más, desde que se marchó
de España en el 39, "porque decían si era masón". Dorita recaló en
casa de doña Jesusa donde trabaja como planchadora por las mañanas cobrando
tres pesetas. Por las tardes acompaña (por dos pesetas) a una señora impedida,
gruñona e insoportable.
La vida de esta muchacha, marcada por la desgracia, resulta tan
rutinaria como la del resto de los personajes del capítulo, reflejada a través
de múltiples detalles psicológicos y sociológicos.
Más noticias de otros personajes: el señor Ramón mete la cabeza en un
caldero de agua fría. Se encuentra fuerte. Desde que es rico, ya no se asoma al
horno de pan, y es complaciente con sus clientes.
Victorita, que "tiene una tosecilla ligera, casi
imperceptible", se levanta renegando de su madre que siempre le pregunta
cuando va a dejar a su novio tísico. La muchacha corre a trabajar. En la
imprenta le espera un duro trabajo: "todo el santo día de pie". A
veces, siente "una ganas inmensas de llorar".
Doña Rosa va todos los días a misa; desayuna churros con ojén. Piensa
en la guerra "que, ¡Dios no lo haga!, van perdiendo los alemanes", y
en la autoridad que tiene sobre sus empleados; "por la mañana temprano,
siente que el café es más suyo que nunca".
Don Roberto González siempre va al trabajo a pie, para ahorrar.
Desayuna malta con leche y media barra de pan, y guarda la otra media para el
bocadillo de más tarde.
El niño que canta flamenco "duerme debajo de un puente, en el
camino del cementerio", y "tiene un pie algo torcido". Doña
Margot reposa en el depósito de cadáveres. La señorita Elvira, por contraste,
está como muerta en vida. No madruga: se demora y piensa en sus cosas o lee Los
misterios de París, folletín que concuerda en parte con su trayectoria
vital.
El capítulo termina con el siguiente comentario:
"La mañana sube, poco a poco trepando como un gusano por los
corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con
mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren
horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones.
La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin
embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa
colmena..." (p. 271).
Desde la cama, Martín Marco percibe los sonidos de una mañana
habitual: ruidos de carros de caballos, voces de vendedores, bocinas, gritos de
niños. La actividad de los habitantes de la mañana es, pues, la misma que la de
otros días: todo tiene un aire recurrente, de normalidad. Todas las vidas son
repetitivas y monótonas.
Final
El capítulo presenta algunas notas que lo diferencian de los
anteriores:
1. La acción transcurre durante la mañana, "tres o cuatro días
después". La acción de los capítulos anteriores se concentra en dos días.
El lapso transcurrido indica que no ha sucedido nada especialmente reseñable y
el autor efectúa un salto temporal hasta encontrar una historia de relieve.
2. Lleva el título "Final" (y no el de capítulo VII) por un
doble sentido : a) parece un guiño implícito del autor, que nos anuncia que es
suficiente lo que ha narrado y el fragmento que resta; y b) tiene una intención
irónica, ya que este llamado Final no es el desenlace. La novela permanece
abierta al no desvelar el elemento que genera la intriga de este capítulo, ni
ofrecer el desenlace de determinadas historias.
3. La trama gira en torno a una amenaza que pesa sobre Martín Marco
sin que éste lo sepa. Por el contrario, la amenaza es conocida por otros
personajes, que se movilizan para ayudar a Martín. En este sentido, es
importante la selección que hace el autor al situar en torno al elemento
vertebral —Martín Marco— a los que son, probablemente, los personajes más
importantes del relato.
Adquiere relevancia un rasgo que permanecía latente en algunos
comportamientos: la solidaridad. Hasta ahora, pequeños gestos de hombría de
bien conseguían paliar la mezquindad individual, las consecuencias de una
situación social y política marcada por la pasada guerra civil.
La narración presenta dos procesos simultáneos que se relacionan entre
sí:
— Martín Marco, ignorante de lo que puede sucederle, visita la tumba
de su madre y hace planes para el futuro.
— El resto de los personajes descubren en los periódicos "un mal
asunto" que afecta a Martín Marco y se movilizan en su auxilio.
El periplo de Martín Marco se relata en seis secuencias. Al comienzo,
el autor aprovecha el viaje en tranvía para describir la fauna humana que
transporta. Estamos cerca de la Navidad.
Ante el silencio del cementerio, "Martín siente un bienestar
inefable" (p. 287), el sosiego le invade ante el nicho de la madre. Lee
los nombres de las tumbas aledañas. Intenta rezar un Padre Nuestro pero no consigue
recordarlo e improvisa una oración que, en cambio, le sale muy bien. Al
regresar del cementerio, Martín piensa:
"—Sí, me voy a organizar. Trabajar todos los días un poco es la
mejor manera. Si me cogieran en cualquier oficina, aceptaba. Al principio, no,
pero después se puede hasta escribir, a ratos perdidos, sobre todo si tienen
buena calefacción. Le voy a hablar a Pablo, él seguramente sabrá de algo. En
Sindicatos se debe estar bastante bien, dan pagas extraordinarias" (p.
290).
Martín entiende que debe buscar trabajo y sopesa varias opciones.
Consigue —prestado— un periódico, para consultar ofertas de empleo. Pero antes,
sin prisa, sentado en un banco lee otras secciones: las noticias sobre la
guerra mundial, "las crónicas internacionales, el artículo de fondo, el
extracto de unos discursos, la información teatral, los estrenos de los cines,
la Liga..." Pliega el periódico, se levanta y echa a andar. Es feliz,
sobre todo porque "hoy sabe más cosas que nunca" (p. 292).
Vuelve a ilusionarse con un posible trabajo. Palpa el periódico en el
que puede "haber una pista". Todavía le faltan por leer tres
secciones: los anuncios, los edictos y el racionamiento de los pueblos del
cinturón. La secuencia (y la novela) terminan así con un inocente y optimista
Martín Marco.
Mientras tanto, y en paralelo, los que le conocen van descubriendo en
el periódico un edicto que cita a Martín Marco para que comparezca ante el
juez. Don Roberto lo lee en el desayuno y piensa que han de hacer algo
"por ese chico". Filo, su mujer, tiene "los ojos llenos de
lágrimas". No se lo quiere contar a Petrita porque no podría comprenderlo.
Pablo Alonso observa que Martín salió de su casa temprano, y que al salir pidió
una corbata negra. Tras doblar el periódico, comenta con Laurita: "¡Pobre
desgraciado! ¡lo único que le faltaba!". Pablo decide salir en busca del
escritor para prevenirle. Paco, el amigo de Martín Marco, le comunica la
sorpresa a Celestino Ortiz.
Mientras contemplan a un perro atropellado por un taxi, doña Jesusa y
Purita hablan en la calle de "lo de Martín":
"En la calle de Torrijos, un perro agoniza en el alcorque de un
árbol. Lo atropelló un taxi por mitad de la barriga. Tiene los ojos suplicantes
y la lengua fuera. Unos niños le hostigan con el pie. Asisten al espectáculo dos
o tres docenas de personas.
Doña Jesusa se encuentra con Purita Bartolomé (...)
—¿Y ahora?
—Pues no sé, hija, me temo que nada bueno. ¿Lo has visto?
—No, no lo he vuelto a ver.
Unos basureros se acercan al grupo del can moribundo, cogen al perro
de las patas de atrás y lo tiran dentro del carrito. El animal da un profundo,
un desalentado aullido de dolor, cuando va por el aire. El grupo mira un
momento para los basureros y se disuelve después. Cada uno tira para un lado.
Entre las gentes hay, quizás, algún niño pálido que goza —mientras sonríe
siniestramente, casi imperceptiblemente— en ver como el perro no acaba de
morir..." (p. 284).
Ventura Aguado se cita por teléfono con Julita y luego le cuenta lo
que ha descubierto. La insta a ir a casa de Filo:
"... He pensado que vayas a ver a la hermana, vive en la calle de
Ibiza.
—¡Pero si no la conozco!
—No importa, le dices que vas de parte mía. Lo mejor era que fueses
ahora mismo. ¿Tienes dinero?
—No.
—Toma dos duros. Vete y vuelve en taxi, cuanto más prisa nos demos es mejor. Hay que
esconderlo, no hay más remedio.
—Sí, pero... ¿No nos iremos a meter en un lío?
—No sé, pero no hay más remedio. Si Martín se ve sólo es capaz de
hacer cualquier estupidez" (p. 285).
Rómulo, el librero de viejo descubre el asunto leyendo las noticias de
la segunda Guerra Mundial y comenta: "¡los hay gafes!".
Todos los personajes buscan una solución para este "mal
asunto" y el autor pone en relación a algunos de ellos.
Don Roberto no ha ido a trabajar a su negociado y recurre al señor
Ramón. El dueño de la tahona accede a esconder al escritor por unos días. Luego
planea con don Roberto lo que procede hacer: Martín "se presentaría
acompañado del capitán Ovejero, don Tesifonte, que no es capaz de negarse y que
siempre es una garantía" (p. 283).
Julita llega a casa de Filo, que, llorando, justifica a Martín:
"Mi hermano no hizo nada (...); eso debe ser una equivocación, nadie es
infalible, él tiene sus cosas en orden". A la hermana se le ocurre como
solución "rezar a la virgencita del Perpetuo Socorro, que siempre me sacó
de apuros" (p. 283).
En suma, todos los personajes buscan activamente el modo de evitar la
amenaza que pesa sobre Martín, mientras él deambula por la ciudad ajeno a todo.
El final de la novela es, pues, abierto. No llegamos a conocer ni la naturaleza
de la amenaza, ni el futuro de Martín Marco.
III. Personajes más importantes
Martín Marco
El personaje más importante en toda la novela —aunque no "el
protagonista"—. En este sentido presenta dos rasgos fundamentales:
a) Es el carácter individual más definido de la novela. Llama la
atención el relieve que Martín Marco alcanza dentro de la que es una novela de
protagonista colectivo. Aparece en 31 secuencias y es el único personaje
presente en todos los capítulos.
Lo más definido del perfil de Marco son sus ideas políticas y
sociales. Tiene una concepción utópica de la igualdad entre los hombres y la
reforma de la humanidad: comparte muchas cosas con Celestino Ortiz (lector de
Nietzsche y excombatiente anarquista); no se siente seguro cuando la policía le
pide la documentación; y sus amigos temen por él al saber que "un mal
asunto" —sin duda de carácter político— amenaza su futuro.
En su figura se encarnan los temas centrales de la novela: la
incertidumbre de su vida se manifiesta en la falta de oficio y vivienda
—penuria económica—, y en la amenaza que pesa sobre él; es objeto de la caridad
de otros personajes (Petrita, su hermana Filo, Nati Robles, Martín Alonso); reúne
cualidades humanas diversas (ternura hacia Filo y Purita, odio hacia su cuñado
Roberto González, miedo ante el policía, orgullo ante doña Rosa y Celestino); y
atrae la solidaridad de otros personajes ante el asunto que le amenaza.
b) Actúa como elemento vertebrador de varios espacios y personajes de
la novela. Su condición de bohemio le convierte en personaje itinerante por lo
que cumple una importante función estructural. Sus periplos sirven de nexo
entre las diversas zonas de Madrid. Algunos espacios (el burdel de doña Jesusa,
la casa de Pablo Alonso, la librería de Rómulo) alcanzan, casi, su razón de ser
por la presencia de Martín Marco.
En torno a él se teje una tupida red de historias personales: por
ejemplo, Martín es amigo de Ventura Aguado que, a su vez, es novio de Julita
Moisés, de cuya familia pasan a relatarse diversos sucedidos. A veces, como en
el Final, la historia se centra en Martín, que pasa a ser, además de un
elemento "estructural", el eje de la narración.
Doña Rosa
De las 21 secuencias en que aparece doña Rosa, 15 pertenecen al primer
capítulo; el único capítulo donde no figura es en el IV. Se trata de un
personaje monolítico marcado por la repulsa que causa. Su admiración por Hitler
constituye una verdadera metáfora del poder dictatorial, basado en la
prepotencia y en la humillación, que ejerce en el café. Su vida se ofrece como
contraste: es el paradigma de la seguridad frente a la incertidumbre; de la
suficiencia frente a las carencias de otros personajes, etc.
Roberto González y Filo Marco
Roberto González y Filo Marco aparecen en 13 y 12 secuencias
respectivamente. Representarían "el único aspecto verdaderamente positivo
de la obra" por su afirmación de la vida. Ambos son modelo de abnegación
(Roberto es pluriempleado y Filo cuida de cinco hijos y de su hermano Martín
Marco); sus conversaciones están llenas de lirismo y ternura; su vida es una
mezcla de aceptación de la realidad y confianza en sí mismos; por ello no les
importaría tener un nuevo hijo a pesar de las dificultades.
Los Moisés y Ventura Aguado
Estos personajes alcanzan su mayor relieve en el capítulo V, en
relación con el tema de la hipocresía de las relaciones familiares. La vida de
cada uno de ellos es desconocida para los demás miembros de la familia.
Don Roque Moisés, el padre, desprecia e ignora a su mujer y es un
vividor. Su mayor preocupación es que sus hijas hereden el Café de su cuñada,
doña Rosa.
Doña Visi es una beata, lectora de revistas religiosas, asistente a la
"junta de damas" e ilusionada pintorescamente con el futuro
matrimonio de sus hijas.
Julita, que para su madre es una inocente muchacha, mantiene
relaciones con su novio en una casa de citas, donde encuentra casualmente a su
propio padre. Su novio es Ventura Aguado, eterno opositor a notarías, amigo de
Martín Marco y experimentado con las mujeres.
IV. Valoración literaria y técnica
A) Lenguaje y estilo
Por la índole social de la mayoría de los protagonistas y en
correspondencia con ella y con las situaciones concretas, el autor usa la
lengua coloquial y aun vulgar, con grandes efectos expresivos. Pero sabe
adecuar el registro lingüístico oportuno a la condición de cada personaje y a
la intencionalidad perseguida en cada momento: narración, descripción,
reflexiones por parte del autor, etc.
Es en los fragmentos correspondientes a las citadas modalidades donde
se manifiesta más patente la voluntad estilística del autor por procedimientos
claramente tipificados: repeticiones, series adjetivales graduadas
semánticamente, paralelismos sintácticos.
Idéntica voluntad se manifiesta también en la construcción y relación
de las unidades temáticas. En este aspecto, Cela gusta de los contrastes
llamativos. Así, mientras don Ibrahím ensaya su pomposo discurso académico,
suenan unas voces en el piso contiguo, donde hay una niña enferma. Cuando el
académico cesa en su solemne perorata, puede oír: "¿ha hecho caquita la
nena?". De modo análogo la contemplación de un establecimiento de aparatos
higiénicos, minuciosamente descrito ("retretes de dos tapas y de ventrudas
y elegantes cisternas", etc.) sugiere a Martín colocar sobre ellos libros
bien encuadernados de Hölderlin, Keats, Valéry...
B) La función del espacio
Una terminología muy extendida en crítica literaria, que parte de W.
Kayser, distingue tres tipos de novela: de acción (evidentemente, no es
este el caso); de personaje, "caracterizada por la existencia de un
personaje central, que el autor diseña y estudia morosamente, y al cual se
adapta todo el desarrollo de la novela"; y de espacio, que "se
caracteriza por la primacía que concede a la descripción del ambiente histórico
y de los sectores sociales en que discurre la trama"[2]. En base a esta clasificación, las
peculiaridades de La Colmena se adaptan más a la denominada novela de
espacio, de forma que la expresión "novela de personajes" podría
prestarse a equívocos.
C) La función del tiempo
La brevedad del tiempo, unida a la limitación del espacio urbano (y
más aún, a la de los interiores), la densidad de figuras (protagonismo colectivo)
y multiplicidad de incidencias (muchas de ellas análogas), contribuyen a crear
el ambiente de agobio, de fatalismo, en que se mueven los personajes.
D) Realismo
Es cierto, y la crítica suele admitirlo, que La Colmena no es
una novela totalmente realista, y tiende a considerársela más como
precedente que como modelo típico del llamado "Realismo social",
característico de la novela de los años 50. Es indiscutible que el autor no
muestra toda la realidad del momento, sino que realiza una selección en la que
pone de relieve lo mas sórdido de esa realidad. Ahora bien, este hecho se da en
casi todas las novelas consideradas realistas; los autores suelen seleccionar
unos determinados sectores de la realidad, los más adecuados a la concepción
del mundo que desean transmitirnos: unos destacan lo más sórdido y
desagradable, mientras que otros lo soslayan para ofrecer una visión amable —a
veces incluso un poco "idílica"— de la vida. Por supuesto, detrás de
cada selección hay una determinada intención del novelista. Sin embargo, la
parte de la realidad que Cela presenta en esta obra tiene cierto fundamento en
la sociedad española de la época que trata y no hay en ella nada imposible o
inverosímil. Lo que no impide calificarla de tendenciosa moral e ideológicamente.
En cuanto a la técnica realista, hay, en esta novela, junto a
fragmentos elaborados con una técnica objetiva, otros en los que se da una
clara intervención del narrador omnisciente, a semejanza de lo que ocurría en
las novelas realistas decimonónicas y que no se dará en las más típicas novelas
del Realismo social. Este es uno de los factores por los que no se incluye de
modo pleno a La Colmena en dicho movimiento literario.
También hay algún rasgo poco realista en la caracterización de algunos
personajes, vistos con ironía por el autor; se trata de rasgos deformados,
reminiscencia de la técnica esperpéntica de Valle-Inclán, que convierte a
ciertos personajes en "peleles burlescos o trágicos". En efecto, este
procedimiento disminuye el realismo de la novela, pero no lo anula, ya que no
se da en la mayor parte de los personajes, especialmente en aquellos que
alcanzan una cierta relevancia.
V. Valoración moral
En uno de sus prólogos, Cela desarrolla la tesis de que "el
hombre sano no tiene ideas. A veces pienso que las ideas religiosas, morales,
sociales, políticas, no son sino manifestaciones de un desequilibrio del
sistema nervioso". Por todo lo dicho, la afirmación inicial del autor
desde la nota a la 1ª edición: "Mi novela (...) no es otra cosa que un pálido
reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa
realidad", sólo puede aceptarse entendiendo que el autor escoge la parte
así determinada, intencionadamente delimitada, de la realidad social y
personal. Y abiertamente contradice su principio de que la vida no se puede
disfrazar con la literatura, que el mal "no puede ser combatido con los
paños calientes del conformismo, con la cataplasma de la retórica y la
poética", puesto que la novela responde a una esforzada, delicada labor de
engranaje de sus componentes, a una retórica constructiva (véase más adelante)
muy cuidada, a fin de alcanzar el deseado efecto de dar una determinada visión
del mundo: "la vida es lo que se vive —en nosotros o fuera de nosotros—,
nosotros no somos más que su vehículo, su excipiente, como dicen los
boticarios". No hay por qué dudar de que ésa es la idea propia de Cela.
A) Arquetipos de conducta
Dentro de la amplia variedad de condición social, económica,
profesional, de edad, etc., que exhibe la muchedumbre de tipos creados por
Cela, todos o casi todos responden a una misma concepción del hombre y vienen a
ser iguales, en cuanto que les guían las mismas intenciones, combinadas en
dosis diversas de acuerdo con la citada variedad. "La cumbre y la tradición
del hombre, como la cultura y la tradición de la hiena o de la hormiga,
pudieran orientarse, sobre una rosa de tres solos vientos: comer, reproducirse,
y destruirse. La cultura y la tradición no son jamás ideológicas y sí, siempre,
instintivas".
Se entiende así que cada personaje vaya a vivir "su momento"
con el máximo egoísmo. Son personas, en su mayor parte, mezquinas o mediocres,
de turbios anhelos, de inseguro proceder, de actitud asustadiza y recelosa. Más
que elegir libremente una vida acertada y adecuada a su naturaleza humana
racional y espiritual, se arrastran por ella, eludiendo sus golpes, tratando de
no ser arrollados, apurando las posibilidades del momento presente. Se ha
dicho, con razón, que La Colmena es una novela behaviorista, que sus
protagonistas constituyen arquetipos de conducta. Y, en efecto, por su conducta
los conocemos (aunque en pocos casos el autor traza epopeyas): por lo que
anhelan, hacen, sufren en cada instante.
De acuerdo con el ideario trazado por Cela, sus personajes buscan el
alimento como fin único de su vida. Los que ya lo tienen asegurado, la
satisfacción sexual. Y si, ciertamente, ninguno parece querer destruirse
(tercer punto del programa), se sienten abocados a la muerte sin ningún
horizonte de más allá, sin que ni siquiera conciban algún modo de sobrevivencia
puramente humano como honor, gloria, fama, prestigio,
etc. No buscan destruirse, pero lo sienten fatalmente. Así lo enuncia Filo, uno
de los poquísimos personajes de honrada y abnegada actitud: "Esperar a que
los hijos crezcan, seguir envejeciendo y después, morir. Como mamá, la
pobre".
Hay, pues, en el común de todas estas figuras una clara nota de animalidad,
en el sentido estricto del término, que se manifiesta en cómo reaccionan ante
los estímulos del medio. Por el instinto, no por la razón, ni siquiera por
sentimientos nobles. Con muy pocas excepciones, el amor humano no existe. No
hay más que la atracción instintiva, nunca se atiende (el autor jamás la
describe) al afecto de la belleza femenina; se desea, sin más explicaciones, a
determinada mujer. Esta, a su vez, se entrega de modo análogo, sin ternura, sin
afecto, sin pasión. Como por pura fuerza natural, cuando no es simple venta de
su cuerpo.
B) Predominio de lo sórdido
Aun aceptando la realidad de la parcela social y humana acotada por el
autor, y la caracterización de cada personaje (sin considerar ahora los
esperpénticos), resulta enormemente significativo el hecho de que casi todos
los personajes sean socialmente anodinos, torpes o chapuceros en su profesión,
con enfermedades físicas o taras morales, envueltos en problemas familiares,
siempre cansados y abrumados, con apuros económicos o deseos insatisfechos.
Según Cela la novela no quiera ser "más —ni menos, ciertamente— que un
trozo de vida narrado paso a paso, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la
vida discurre, exactamente como la vida discurre". Sin embargo, tal
afirmación sólo es válida si se circunscribe a una determinada vida particular,
no cuando se pretende describir la vida humana en general.
La sordidez que domina todo el cuadro —salvo alguna excepción— queda
acentuada por la hipocresía que domina a todas las figuras. El autor explota
esta vertiente en situaciones hábilmente presentadas, como el encuentro de
padre e hija de respetable familia cuando el uno sube y la otra baja por la
escalera de una casa de citas. Ambos fingen sus excusas y se esfuerzan por
aceptar las del otro.
C) El dinero
Son continuas las referencias, especialmente en la primera parte del
libro: precio de los productos de primera necesidad, costo de los servicios,
racionamiento de los alimentos, estraperlo,...
Varios personajes pasan hambre o sufren las consecuencias de la falta
de dinero en situaciones primarias: Seoane no podrá comprarse ni las más
baratas gafas del mercado; don Roberto ha de pedir un anticipo para costear una
magra celebración familiar; Victoria se prostituye para alimentar a su novio
enfermo. Hay gentes sin empleo; quienes lo consiguen se humillan hasta el
envilecimiento para conservarlo.
La estrechez económica es general y frecuente la miseria. Las
relaciones laborales son abusivas por parte del patrón (doña Rosa, don Mario)
y, en conjunto, a los hombres y mujeres con necesidades elementales
insatisfechas no les quedan, en la novela, tiempo ni fuerzas para atender a
otros bienes del espíritu.
A la escasez se le da, a veces, un tratamiento burlesco. Una breve
escena recoge una visita de cumplido entre dos damas pacatas. La despedida,
llena de fórmulas de cortesía, la remata Cela con una frase que disuelve la
atmósfera de delicadeza, que resulta haber sido sólo aparente: "Oígame,
Visitación, no se me olvide usted que me prometió dos pastillas de jabón
Lagarto a buen precio".
D) La religión
Los pocos personajes que muestran en la novela una actitud religiosa
son beatas tipo "no-sé-dónde-vamos-a-parar" ("Yo estoy hecha una
laica. En fin, ¡que Dios no me castigue!", dice con falsa sinceridad doña
Visitación), de una religiosidad que se adivina como hecha exclusivamente de
prácticas externas. Cela trata con distanciamiento irónico a casi todos sus
personajes literarios, pero a las personas "piadosas" se puede decir
que las trata burlonamente.
Un comportamiento aberrante es el de doña Asunción, que menciona
repetidamente el nombre de Dios para que favorezca sus planes deshonestos;
refiriéndose a su hija soltera, que es la querida de un profesor: "—Ahora,
¡si Dios quisiera que se quedara embarazada! ¡Eso sí que sería suerte! (...) Yo
he ofrecido ir a pie al Cerro de los Angeles si la niña se queda en estado".
Es notable el relativismo moral de la madre...
La única persona de quien, de pasada, nos enteramos que oye Misa a
diario es la repugnante doña Rosa, explotadora de sus empleados. Como dato
complementario y en el mismo contexto, doña Rosa es partidaria del nazismo de
la II Guerra Mundial, en curso durante la acción de La Colmena. Lo mismo
sucede en otros casos: todas las referencias a la religión son negativas,
ridículas, o incluso repelentes.
E) Matrimonio. Sexualidad
La atracción sexual, presentada de varias maneras, está tan presente
en el libro como el tema, antes comentado, del dinero (en el "Resumen del
argumento" se ha omitido gran parte de las referencias a este tema). La
mayoría de los personajes que aparecen en la novela, casados o no, tienen o desean
tener relaciones ilegítimas. Acerca de este hecho, no hay juicio moral alguno a
lo largo de las páginas, ni por parte del novelista ni por parte de los
personajes de ficción. Por más que los comportamientos apuntados son moralmente
censurables, y en muchos casos especialmente aberrantes.
De las mujeres que aparecen en la novela, bastantes son prostitutas;
otras conviven con hombres; etc. Se ha mencionado ya a Victorita, ramera
"por necesidad"; merece citarse, en esa línea, Petrita, que lo es
"por compasión". Esta muchacha, chica de servicio, engaña a sus
señores, de la misma forma en que Julia, que es también una chica oficialmente
honesta, engaña a sus padres. La necesidad, siguiendo el camino iniciado, lleva
a una viuda "decente", doña Celia Vecino, a convertir su vivienda en
una casa de citas vergonzante.
Se presentan también personas casadas, pero la vida conyugal y
familiar aparece, lo mismo que las restantes situaciones noveladas, cubierta por
la capa de la rutina y el cansancio, encarada sin sentido trascendente. En la
mayor parte de los casos, cuando se habla de la vida conyugal, se refiere a los
momentos de desencanto.
El efecto seductor, y el posible escándalo de las situaciones eróticas,
está en cierto modo suavizado por la vulgaridad y falta de entusiasmo con que
todas las cosas son hechas. Según un crítico, en esta novela "hasta el
sexo es cosa sin gracia, más obsesiva que agradable"[3].
Varias redacciones de La Colmena fueron rechazadas para ser
publicadas en España por los informes de la censura. De ahí que se editara en
Buenos Aires, en 1951. Algunos la calificaban de pornográfica. Ciertamente, hay
bastantes pasajes escabrosos, alusiones a actos sexuales o próximos, pero sin
llegar a describirlos. Con frecuencia, se sugieren por una serie de
manifestaciones o indicios previos, sin llegar a una mención explícita. Se
trata de una inmoralidad que tiende a repugnar más que a seducir, pero que en
cualquier caso no deja de ser degradante.
Los autores de manuales de literatura son conscientes de las
limitaciones de La Colmena: "muestrario microscópicamente detallado
de las mezquindades y desventuras de la vida de la capital"[4]; "... presentación de ciento sesenta
personajes en un Madrid hambriento de pan y sexo"[5]. Son juicios, sin duda alguna, acertados.
J.D. - R.F.
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[1] El "Resumen del argumento" y "Personajes más importantes" de esta recensión, se han redactado siguiendo la obra de Domingo Gutiérrez, Claves para la lectura de "La Colmena", ed. Daimon, Madrid 1986, 293 pp.
[2] Aguiar e Silva, Teoría de la literatura, 2ª ed. Gredos, Madrid 1979, p. 207 s.
[3] G. Gullón, Insula, oct. 76, p. 14.
[4] Brown, Historia de la literatura española, tomo 6, Ariel, Barcelona 1974, p. 223.
[5] Del Río, Historia de la literatura española, tomo 2, Holt, Rinehart and Winston, New York 1963, p. 370.