Alianza Editorial —Sección Humanidades—, primera edición, 1969; segunda edición, 1971.
(Aquí se cita por la segunda edición, con nota previa del autor fechada en noviembre de 1970[1].)
El libro, en este caso «libro de bolsillo», de 200 páginas, incluidas las veinte de bibliografía, notas e índice, se inscribe en el ya largo catálogo de publicaciones que, desde la década del 60, sobre todo, pretenden descubrir la subyacente comunidad científica del psicoanálisis y el marxismo tratando de superar su patente carácter unilateral y reduccionista.
El esfuerzo del autor en esa pesquisa de puntos comunes apunta,
especialmente, a un objetivo tan moderno en su expresión definitoria como
superado en su entidad filosófica: la constitución de la llamada «antropología
dialéctica», lo que no impide que comience por afirmar categóricamente en la
primera página de la nota preliminar que «el marxismo se ofrece como la hasta
ahora más satisfactoria interpretación dinámica de la Historia; (y) el
psicoanálisis como la hasta este momento más lúcida intelección de la dinámica
personal». Conviene aclarar desde el primer momento que tanto esta como todas
las afirmaciones y propósitos contenidos en el texto, se nutren de «la
necesidad, existente hoy con carácter perentorio, de obtener, desde una
perspectiva exclusivamente racional, una explicación suficiente de la
dinamicidad del comportamiento». Lo cual supone, de entrada, que el
comportamiento es siempre dinámico —hipótesis ni siquiera verificada por
el psicoanálisis— y que la única forma de entender la realidad humana es la razón.
El volumen está compuesto con seis ensayos, cuyo denominador común no se reduce simplemente a la reflexión sobre temas comunes al psicoanálisis y al marxismo. Es cierto, de algún modo, como afirma Castilla, que «ambos convienen en ofrecer una teoría de la motivación». El esfuerzo analítico desplegado a lo largo de todos y cada uno de los ensayos es notorio. Evidentemente, dada la extensión de los mismos no podía ser exhaustivo, pero sí resulta suficiente para acreditar que la pretensión de una «antropología dialéctica» se ha convertido, lo mismo en Castilla que en tantos otros autores, en la situación límite del ideologismo racionalista.
El índice es el siguiente:
1. Psicoanálisis y marxismo.
2. La axiología en Marx y Freud.
3. El pensamiento dialéctico en la teoría y en la práctica psicoanalítica.
4. Psicoanálisis y sociedad.
5. La inflexión del pensamiento de Marcuse en la antropología freudiana. (Escrito para prologar la traducción castellana de «Psicoanálisis y política» de Herbert Marcuse.)
6. Reificación y neurosis.
El autor previene de entrada que en modo alguno ha tratado de divulgar, «sino todo lo contrario: plantear y tratar de resolver alguno de los problemas constituidos por las relaciones psicoanálisis-marxismo, cuya comprensión exige, cuando menos, conocimientos básicos en una y otra esfera del saber». Creemos en la sinceridad del propósito: de hecho cualquier especie dialéctica surgida del ideologismo filosófico transita tan por fuera de la realidad que, una de dos: o se simplifica convirtiéndose en la definición de un propósito, o flota, como mera peripecia intelectual, en la más etérea de las abstracciones. En rigor, la capacidad de arrastre de las ideas no depende tanto de su lógica como de la seducción contenida en el principio o en algún corolario de las mismas.
Cuando Ortega y Gasset afirmaba que «las ideas se tienen, en las creencias se está» tal vez no advirtiese que, en la prevalente significación socio-histórica de las ideologías —en el sentido de las «ideas» de este hombre o aquel—, lo que se contenía era una forma de creencia, sustentada, fundamentalmente, en la negación de toda realidad auténticamente metafísica. De donde resulta evidente que si no se participa de tal o cual actitud, en nuestro caso el que, en definitiva, sustenta el Psicoanálisis o el Marxismo, la comprensión de sus discursos puede resultar poco menos que imposible. Algo de esto le ocurrió al propio Freud con el marxismo, respecto del cual, según escribe Castilla, «el error de Freud consistió en simplificarlo mediante la conocida suplantación del factor principal por el único factor. La fuerza del marxismo —dice Freud— no estriba manifiestamente en su interpretación de la historia ni en la predicción del porvenir que en ella se funda, sino en la demostración perspicacísima de la influencia coercitiva que las circunstancias económicas de los hombres ejercen sobre sus disposiciones intelectuales, éticas y artísticas. Con ello se descubrió toda una serie de relaciones y dependencias ignoradas hasta entonces. Y, al objeto de mantenerse fiel a sus propios hallazgos, añade lo siguiente: pero no se puede admitir que los motivos económicos sean los únicos que determinan la conducta de los hombres en la sociedad. Por eso, para Freud, es preciso introducir otros factores, los cuales no invalidarían el acierto, en su sentir parcial, de Marx: Si alguien pudiera indicar al detalle cómo estos distintos factores, la disposición instintiva, generalmente humana, sus variantes raciales y sus mutaciones, se conducen bajo las condiciones de la ordenación social, de la actividad profesional, y de las posibilidades adquisitivas; si alguien pudiera hacerlo así, completaría el marxismo, haciendo de él una verdadera sociología. Freud excusa el posible mal entendimiento de la doctrina no sólo por la ignorancia de sus tesis (naturalmente yo no sé en qué medida aciertan y en qué otra yerran; no estoy muy seguro de haber comprendido exactamente estas afirmaciones), sino también por la índole intrínseca de las mismas (tengo oído que tampoco es cosa fácil para los mejor enterados)» (p. 59).
Si insistimos en la cuestión de si es posible o no divulgar, tanto el contenido doctrinal del Psicoanálisis y el Marxismo, como el intento discursivo de estos ensayos, es para llamar la atención sobre el hecho, patente a lo largo del libro, y en particular en sus capítulos 4 y 5, de que el psicoanálisis, a pesar de sus errores e insuficiencias en el campo de la antropología resulta, de suyo, tanto en sus aspectos teóricos como en los prácticos, más asequible que el marxismo. La afanosa labor de Castilla por «corregirlo» y «complementarlo», en la busca de una síntesis con el marxismo, sólo podía llevarse a cabo intentando asumirlo bajo la especie de axiología comparada de Marx y Freud, desde una postura más afín al primero que al segundo, a pesar de la aparente neutralidad con que contempla el pesimismo freudiano, tan ampliamente ilustrado a lo largo del texto, y el «optimismo» marxista. Se censura a Freud su «resignación» a que los cambios en el sistema de valores «devengan por sí solos, al margen de cualquier operación transformadora», mientras se interpreta el optimismo marxista como intento consentido y advertido de la «necesidad de que sean los hombres que habitan en un determinado régimen de producción los que se planteen, a su vez, la necesidad histórica de transformar su mundo». (pp. 56-57).
* * *
En el primer capítulo se plantea el problema de la relación entre marxismo y psicoanálisis. Ciertamente las cosas se simplificarían «si se diferenciaran bien los varios niveles en que debe ser planteado». Pero ahí está precisamente la cuestión. A lo largo del capítulo el único nivel sometido a análisis resulta ser, de hecho, el de la racionalidad de las correspondientes teorías mostrando la precariedad teórica del Psicoanálisis desde una perspectiva sociológica. Lo que legitimaría al psicoanálisis sería la actitud freudiana de confiar al progreso científico-natural la sustitución de sus conceptos básicos, hipotéticamente constituidos, por otros de objetividad suficiente. Y en este momento, típicamente dialéctico, descubre el autor el parentesco radical con el marxismo, puesto que éste sería «una concepción del mundo que ha de sustentarse no en una filosofía, sino en las ciencias positivas, reales». No deja de ser curioso que, mientras se postula el marxismo como realismo sociológico, interpretando las «ideologías» y «dogmatismos» como mecanismos de defensa alienantes, puesto que pretenden explicar a través de un proceso de racionalización teorética, lo que aún es inexplicable, cerrándose así a lo que puede ofrecer nuevos datos para una síntesis racional, se dogmatice sobre la incondicional validez del dato socio-económico o se prescinda del dato histórico cuando no conviene a la óptica del analista. Afirma el autor que, por lo que a él respecta «la doctrina contenida en el materialismo dialéctico es independiente por completo del uso que de ella se haga, y la alienación suscitada por el llamado ‘culto de la personalidad’ no sustrae un ápice de validez a su contenido real». La contradicción se acentúa cuando admite la existencia de una sociología de el marxismo afirmando que nada tiene que ver con la sociología del marxismo.
En resumen y por lo que se refiere al tema propuesto, el distanciamiento entre el psicoanálisis y el marxismo no se habría producido —según Castilla— si la doctrina psicoanalítica hubiera encaminado su desarrollo «hacia su complementariedad por el materialismo dialéctico», y, por parte de la doctrina marxista el distanciamiento sería debido al dogmatismo derivado de su utilización como ideología.
* * *
En el segundo capítulo, después de un análisis por separado de la axiología en Marx y en Freud, se acomete el propósito de establecer las analogías y diferencias entre una y otra.
Es interesante la observación del autor acerca del riesgo de inevitables equívocos cuando el estudio no se limita a los textos originales, lo que reconoce y prueba la evidente dificultad de alcanzar concordancias válidas en las interpretaciones doctrinales hechas por los seguidores.
En la exposición de la axiología en Marx, el ensayo no hace sino subrayar, desde una actitud de total adhesión, los aspectos decisivos de la teoría del valor del Marx; a saber: a) la trascendencia de la tesis del plano estrictamente económico al de una teoría general del valor; b) la cualidad subjetiva de todo valor, y c) la relatividad histórica de los valores. Su desarrollo sigue netamente el método dialéctico, por ser él «inherente a la dialecticidad en que se expresa en el mundo real al uso de los valores» (p. 26). Descubre, sin embargo, la cautela de Marx en elevar a teoría antropológica su teoría del valor: «algunos se esfuerzan en borrar o confundir todas las diferencias históricas formulando leyes del hombre en general» (cita de La contribución a la crítica de la economía política, trad. francesa, I, 15, recogida por el autor), y reconoce «que en verdad ésta no puede hacerse sin caer en una contradicción con sus propios resultados» (p. 34). Pero Castilla lo supera, aprovechando ejemplarizaciones del propio Marx que convierte, más allá de la intención declarada en el texto, en formulación positiva; así, por ejemplo: «Al hombre le ocurre, en cierto modo lo mismo que a las mercancías...» (de El Capital, I, 19, nota al pie recogida y comentada por el autor, para quien en la relación interpersonal el proceso es aún más análogo al de la mercancía de lo que el propio Marx deja entrever). Y si Marx afirma (en su sexta tesis sobre Feuerbach, según la traducción aproximada que ofrece Castilla), «que la esencia humana no es una abstracción que mora en el interior de cada individuo» si no que, «en su realidad es el conjunto de las relaciones humanas», Castilla aprovecha afirmaciones y metáforas para crear analogías y elaborar identidades teoréticas (pp. 36 y 187-188), para concluir que «la axiología de Marx es, pues, legítimamente transferible desde el plano del análisis concreto de la crítica económica en el que a conciencia se circunscribe, al más general, pero concreto también, de la superestructura del sistema» (pp. 36-37); (el subrayado es mío). No importa que luego se diga —lo que está en contradicción con los fines de este y tantos ensayos semejantes— que «pretender la sistematización de una antropología ‘definitiva’ sería darle a ésta un valor, hacer de ella misma un fetiche, caer de esta forma en una contradicción con nuestras propias aseveraciones» (p. 39). Bastarían estas palabras para formar un juicio crítico del capítulo y del libro entero.
El análisis de la axiología freudiana resulta ser un salir al paso de las ya consabidas críticas sobre el psicoanálisis con argumentos que o no están en Freud o apenas se insinúan en sus escritos con otra significación. Por ejemplo: que la concepción de la persona en Freud no puede estar más lejos de la imagen de un sistema estratificado, cuando es bien sabido que el «aparato psíquico» freudiano no sólo se inspira, sino que pretende convertirse en algo más que un modelo de las concepciones estratiformes de la persona (s. Nicolai Hartmann y Hoffman) y de la neurofisiología de H. Jackson. Y también cuando se pretende matizar el concepto psicoanalítico de la catarsis en el sentido de que «no se trata tanto de liberar lo reprimido, como en una visión simplista y malintencionada por parte de una conciencia burguesa se le ha pretendido atribuir. Para Freud bastaría saber el cuantum de lo reprimido, al objeto de liberar el sobreexceso de inhibición que una hipertrofia del Super-Yo o una sobreestimación de la realidad externa conllevan necesariamente» (p. 49), invocando formulaciones freudianas que nada tienen que ver con este aspecto concreto si no con sus reflexiones sobre la educación; así: la misión de la educación es «buscar su camino entre el dejar hacer y el escollo de la prohibición...» «la educación tiene que cohibir, prohibir y sojuzgar...» «se tratará, pues, de decidir cuánto se puede prohibir, en qué época y con qué medios», etc.; reflexiones que el autor empalma con las suyas propias acerca de la resignación y el pesimismo freudianos sobre las posibilidades del psicoanálisis como sistema educacional y aun como método terapéutico. Véanse las citas que el propio autor aduce: «Si estamos convencidos de los defectos de nuestras actuales instituciones sociales, no estará en modo alguno justificado poner a su servicio a la educación, orientada en sentido psicoanalítico. El fin de la misma será otro y más alto, liberado ya de las exigencias sociales dominantes. Pero, a mi juicio, un tal argumento está aquí fuera de lugar... Sin contar con que el psicoanálisis se verá negado de toda posibilidad de influir sobre la educación en cuanto confiese intenciones inconciliables con el orden social vigente». «La educación psicoanalítica tomaría sobre sí una responsabilidad innecesaria, proponiéndose hacer de su educando un agitador. Su misión se limita a hacer de él un hombre sano y capaz. Contiene en sí misma factores revolucionarios suficientes para garantizar que su educando no se situará luego al lado de los enemigos del progreso». La actitud del fundador del psicoanálisis sobre sus ideas y su alcance parecen suficientemente claras, para no sacarle de su quicio ni enmendarle. Pero el mismo Freud, puesto que se trata de leerle directamente, dirá en la misma serie de citas: «Hay tres tareas imposibles: gobernar, curar, educar». «Sabéis, quizá —escribió en 1932—que nunca he sido un entusiasta de la terapia». Y hacia el final de su vida se pregunta: «¿Existe algo que pueda llamarse terminación natural de un análisis? ¿Existe la posibilidad de llevar un análisis hasta el final?» Freud contempla al hombre y considera su entorno, «pero en la medida que hace visible la dialéctica sujeto-realidad, sin que de ello derive la posibilidad de una transformación radical de la realidad como contexto socio-histórico, el pensamiento freudiano queda frenado por sus propias limitaciones internas» (afirmación del propio Castilla, p. 52). Y, a continuación, la crítica decisiva: «Freud queda así dentro de la línea de los grandes racionalistas, de los desmitificadores, pero en sí mismo su pensamiento, su doctrina, contiene el germen de la «adaptación»... Freud no es radical en la medida en que se detiene —con su escepticismo—en la antesala misma de la raíz que entrevé» (pp. 52-53).
¿Cómo encontrar analogías? ¿Cómo establecer diferencias? Naturalmente que hay analogías: «En Marx y en Freud los valores resultan subjetividades» (p. 53). Pero adviértase en seguida que el valor subjetivo se hace coincidir significativamente en el «valor de uso» y, por consiguiente, «en orden a la satisfacción de las necesidades de ahora; más todavía: como «en las formas desarrolladas de relación, el objeto más necesitado es el colectivo y, en consecuencia, las necesidades más elementales —individuales— se reprimen y suplantan por la necesidad inherente a las relaciones de intercambio», resulta para Castilla que hay en ellos (Marx y Freud) «una comunidad en lo que respecta al carácter concreto del valor». Así, con esta reducción de la cualidad del valor, se establece la analogía con la sola distinción que las categorías de Marx son inherentes al «régimen» y las de Freud a la «cultura».
Las diferencias revelan en este punto, cómo a lo largo del libro la precariedad psicoanalítica que, al cerrarse psicológicamente en la práctica, deja la ventaja al radicalismo marxista que, más allá del individuo o del grupo, salta revolucionariamente señalando el punto en donde el sistema puede ser conmovido y suplantado. Esto para nuestro autor más que optimismo marxista, revolucionario, vis a vis del pesimismo freudiano, no es tal, sino puro «logicismo».
Con lo expuesto y comentado no merecería la pena insistir para formar
criterio sobre el empeño, estilo y metodología de esta serie de ensayos. Los
cuatro capítulo que siguen no hacen sino apurar el esfuerzo por injertar el
psicoanálisis, a fuerza de retoques en la corriente del materialismo
dialéctico. Justamente en el ensayo 3, el más extenso de todos, se aborda la
cuestión del pensamiento dialéctico en la teoría y en la práctica
psicoanalitica.
* * *
Comienza por afirmar que «Freud no entendió suficientemente qué cosa era la dialéctica en tanto que método y en tanto que interpretación». Y parece que Freud no lo entendió, por cuanto «la dialéctica conserva —dice Castilla— para él, en la propia doctrina marxista, un residuo de aquella filosofía hegeliana». Aquí estriba lo que, a pesar de todos los intentos, resultará insalvable. Castilla atribuye, como Marx, el carácter de ley general a la dialéctica y, en consecuencia, el materialismo histórico se convierte en «teoría de la historia». Freud considera a este como una aportación y a aquella —la dialéctica— como algo teleológico, verificable de acuerdo con su interpretación de determinados trastornos psíquicos. Pero, a pesar de todo, se da el argumento que permite asumir al fundador del psicoanálisis. Es este: Freud es materialista y evoluciona desde un mecanicismo positivista a un materialismo naturalista «en el que ya no se soslaya en momento alguno la complejidad dada de los procesos psicosociales» (p. 60). Y este otro: «el hecho de que Freud hace dialéctica sin saberlo, precisamente a partir del momento en que el psicoanálisis toma cuerpo como doctrina y se constituye en freudismo».
Ello ocurre, según Castilla, de un modo inevitablemente dialéctico. Se es dialéctico al afirmar la unidad en la contradicción, implícitamente enunciada por Freud como «la transformación en lo contrario», tal es el caso de los sentimientos de amor y de odio; así, como lo demuestra el movimiento psicoanalítico, elevándose, en su hermenéutica, de particularidades a totalidades —de técnica terapéutica, a teoría psicopatológica, a antropología y a concepción del mundo—, queda probada su metodología dialéctica, aun cuando inevitablemente, por tratarse de totalidades siempre parciales, siendo más amplias, «la corroboración de las afirmaciones encuentra un margen fácil para la duda» (p. 64).
Efectivamente, Freud encontró motivaciones en tantos campos de la actividad humana, partiendo de modelos, hipótesis o instrumentos de trabajo —que él mismo consideró provisionales— tratando de liberar al hombre de condicionamientos, que el marxismo calificaría como determinantes estructurales.
Al referirse a la dialéctica de los instintos y de los procesos psíquicos en general, que el psicoanálisis desde sus primeras formulaciones hasta las últimas interpreta como psicodinámica y no de otra manera, Freud afirma que «la teoría de los instintos es, por decir así, nuestra mitología. Los instintos son seres míticos, magnos en su indeterminación»... «principio básico, convencional, todavía algo oscuro, pero del que no podemos prescindir en psicología», «... y con ello ni un sólo instante estamos seguros de verlos claramente».
Esto obligó a Freud a desarrollar su ideología, que lo es ciertamente en el sentido negativo que tantos pensadores y el mismo Castilla atribuyen al vocablo, al hilo de hipótesis en la que la ambigua estructura dialéctica del discurso se agota en formulaciones parciales incapaces de constituir una teoría general. Pero quienes ahora están interesados en sacarle del atolladero no dudarán en convertir sus advertidas conscientes «mitologías» en realidades fundamentales del ser psíquico, y así se aprovechan las correcciones del mismo Freud para introducir en sus modelos relacionales de oposición (necesidad-satisfacción, por ejemplo) la noción de dialecticidad, y ello a pesar del insistente empeño psicoanalítico de hacer una psicología que se apoye menos en lo biológico que, para Freud como para todo el mundo es algo inevitablemente dado. Sirva como ejemplo la relativización del pansexualismo psicoanalítico inicial interpretado como resultado, a través de la hipótesis de los instintos del yo, como una elevación dialéctica de las relaciones sujeto-objeto al plano social.
Como quiera que sea, lo válido de Freud para Castilla puede concretarse en el siguiente texto: «No discutiré aquí si en realidad la investigación analítica es científica o no lo es, pero en todo caso es evidente que Freud tuvo la pretensión de hacer ciencia en el sentido de aceptación de la realidad, en su carácter de adecuación de hechos». En este sentido, la concepción de la ciencia en Freud se sujeta, con independencia de que en la práctica lo consiga o no a los postulados que preconizara Marx y, por supuesto, a los de la investigación científico-positiva (p. 89). Si no hizo más fue porque «como no podía ser de otro modo, también Freud responde a la ley de que son las condiciones sociales las que determinan la conciencia y no a la inversa. En este respecto, Freud cae a veces en la edificación de una ideología, apartándose precisamente de su consideración estricta del quehacer científico...» «Una estimación dialéctica precisamente por su carácter general, tiene perfecto derecho a denunciar en qué momento Freud da el salto desde una interpretación fáctica a una especulación totalizadora» (p. 94). (Los subrayados son míos.)
En un punto de su discurso —es interesante hacerlo notar— se sitúa el autor contra las objeciones frente a la tesis del sentido que justamente caracteriza los fenómenos psíquicos, objeciones que atribuye, no «al pensamiento marxista rectamente entendido», sino a «muchos que se dicen marxistas». De hecho, no es que «se ha pretendido», sino que se ha planteado en alternativa la investigación de la Reflexología con la analítica freudiana. Castilla dice bien cuando afirma que se trata de ámbitos distintos y que llamar ciencia exclusivamente a la neurofisiología (que, por supuesto, no es sólo la reflexología de Pavlov), la Física o la Química es excluir a la conducta social o individual de la posibilidad de serlo. Sin embargo, argumentar que la diferencia estriba en que «una cuestión es el «mecanismo» neurofisiológico y otra, en efecto, el «uso» (individual y colectivo, es decir, psicológico y social) que de tal mecanismo se hace» (cfr. pp. 94 y ss.), supone, más allá de toda tarea auténticamente comprensiva, convertir la psicología en un capítulo de la teoría marxista del valor, soslayando, sin más, la realidad de que los mecanismos (s/ la acepción del contexto) son algo integrado en la propia naturaleza humana, sin que pueda predicarse de tales mecanismos un uso. Nadie utiliza un «reflejo» de la misma manera, por ejemplo, como el martillo que lo desencadena en su caso, si no es, precisamente, con carácter heurístico o experimental. Evidentemente «la comprensión o incomprensión de determinada conducta o fragmento de conducta ha de hacerse desde las coordenadas del sujeto del cual la conducta es expresión»; pero ni es legítimo el eje de coordenadas del psicoanálisis, realidad que no pasó desapercibida al propio Freud, ni lo son tampoco, por la misma razón, aún más acá del materialismo dialéctico, los parámetros socio-económicos de cualquier situación personal.
En relación con tan grave cuestión, Castilla trata de resolver la del acientifismo del psicoanálisis. Naturalmente no en orden a la práctica (es decir, como método terapéutico), sino como doctrina. Aquí el argumento de Marx de que «la verdad o falsedad de un pensamiento se prueba en la praxis, y fuera de ella la discusión sobre las mismas es puramente escolástica», parece que debería zanjar el asunto. El autor desarrolla a continuación todo un discurso, por demás conocido, acerca de la imposibilidad de confirmar o refutar, desde fuera, el cerrado círculo argumental de la hermanéutica psicoanalítica. Y agrega: «De aquí a la implantación de un dogma no hay más que un paso, o quizá ninguno. Y de la sistematización dogmática a la creación de un secta —por supuesto, arreligiosa; la aclaración es superflua—, como concreción institucionalizada de esos mismos dogmas, las probabilidades son muchas».
Sigue: «Estoy lejos de pensar que en la práctica no haya ocurrido así. Es sabido de todos la historia del movimiento psicoanalítico, su incapacidad para la internalización de las desidencias forzosamente progresivas (...), el totalitarismo doctrinal del propio Freud, el carácter sectario que asimismo posee aquel conocido hecho del reparto de anillos entre los fieles. . .».
¿Cómo resolver entonces la cuestión? «Ha de revisarse. Pero no volviendo a Freud y a sus interpretaciones tan sólo, sino dejando a un lado sus postulaciones, mucho menos cogiéndole la palabra, como si realmente fuera a Freud al que hay que aceptar o rechazar en el todo o en la parte. . . ». «Frente a Marx, que poseyó como nadie —hasta nuestra perspectiva de hoy— la capacidad para equivocarse mínimamente, en Freud se encuentran innumerables rectificaciones de afirmaciones previamente hechas, infinidad de afirmaciones apodícticas, no apofánticas».
Después de lo dicho, la revisión propugnada se refiere a tres órdenes de sectores:
a) Si en realidad los hechos de que se ocupa poseen calidad de tales. Respuesta: «efectivamente, éstos se encuentran aún en un estadio precientífico en el que la formalización de sus enunciados exige de antemano la adopción de los sistemas de referencia que asimismo implican». Aparte de la excepcional licencia concedida al fundador del psicoanálisis, resulta evidente el prejuicio de que lo que se ve y toma como hecho o dato no es ya una interpretación.
b) Si la teoría es todavía válida o ya no lo es. Nuestro autor se limita a responder con una pregunta comparativa: ¿No nos hace, cuando menos, próximos los síntomas y la modificación misma de la persona una interpretación? Naturalmente, al psicoanálisis le basta tomar las interpretaciones por hechos.
c) Qué significación tiene la teoría misma enunciada por Freud. Pues se trata como piensa Castilla de un «modelo» de personalidad y, como afirmaba Freud, de «representaciones auxiliares que nos ayudan a conseguir una aproximación a algo desconocido; es decir, que los sistemas de la persona, su propia teoría de los instintos, son sólo ‘ficciones’; (...)no responden a enunciados de identidad» (p. 106).
En resumen, que es en el terreno de las investigaciones particulares donde el psicoanálisis puede superar su actual etapa precientífica. Está por hacer la conversión legal de lo ilógico en lógico.
* * *
He aquí el planteamiento del IV ensayo: Psicoanálisis y sociedad (pp. 109 y ss.).
«El psicoanálisis se ha constituido en un componente más de nuestra cultura»... «el lenguaje psicoanalítico es ya un ingredientes más del lenguaje de uso». No es sólo «el uso lingüístico de vocablos de raigambre inequívocamente psicoanalítica (...), la publicidad contiene señales cuya revolución fue destacada en la teoría psicoanalítica» ... «pienso que la utilización de lo erótico como un medio masivo de evasión se verifica sobre moldes que se deben en parte a la primacía concedida —y reconocida ya como un hecho— por la investigación freudiana a las instancias sexuales más o menos encubierta». Y dicho así, inmediatamente una aclaración que es una auténtica rectificación: «la satisfacción-incitación de las necesidades eróticas, se lleva a cabo, en última instancia, bajo inspiración psicoanalítica», lo que evidentemente es verdadero en parte. Siguen los datos:
Experiencia como psiquiatra: «... cada vez se desplaza el montante de diagnósticos hacia el polo de las neurosis y situaciones de conflictos aún más nítidas»... «es una necesidad social, en la acepción sentida por la comunidad»; «... el lenguaje mismo de uso en la consulta se ha enriquecido en los últimos años. La comunicación psiquiatra-paciente o psiquiatra-familia del paciente es más fácil, sobre la base precisamente de ese uso relativamente común de los modos lingüísticos».
Se trataría de una incorporación cultural difusa.
Luego el planteamiento se marxistiza: «Una estructura social determinada fuerza a hacer una praxis psicoanalítica (...) la estructura social crea sus propias situaciones de conflicto y, por tanto, la praxis analítica habrá de dirigirse, por razones evidentes, a la solución de los mismos».
Se presentan aquí dos series de argumentos sobre hechos que no sólo han de tratarse con distinto método, sino que, en sí mismos, tampoco son congruentes. Aparte de que la difusión de un error no lo transforma en una verdad, para probar que el lenguaje se psicologiza en sentido psicoanalítico habría que verificar la proporción de vocablos y expresiones incorporados al lenguaje cotidiano en orden a su procedencia y, sobre todo, en el caso de «lo psicoanalítico», verificar la significación que las gentes atribuyen al psicoanálisis y demás términos psicológicos. Un asunto son las modas y modismos verbales y otro, bien distinto, la integración cultural de una teoría. Es como si a la socorrida expresión «todo es relativo», se le atribuyese relevancia cultural a causa de la «relatividad» de Einstein. Es evidente que una cierta idea, tan vaga como diluida entre el psicologismo, panacea justificadora de todo, es manejada por las gentes; pero en el plano académico y cultural, la misma psicología en sus múltiples versiones sigue siendo cuestión debatida. Pero no es esto lo importante del ensayo que ahora comentamos.
La segunda serie de argumentos sí que versa sobre algo decisivo en orden al propósito del libro. Se da por real la correlación estructura social-disturbio psíquico. Y aquí, a la hora de las citas de autoridad, el autor prefiere la reflexión sociológica a la clínica, considerando perfectamente estimable el método comparado que propugna Klineberg. La dolencia o disturbio propuesto como término comparativo es la «neurosis» (p. 114). «Hay que demostrar: si la neurosis es morfológicamente distinta de una cultura a otra; si es, a su vez distinta en la misma cultura, de acuerdo a las variaciones históricas de la estructura social dada...» etc. Sin embargo, una vez definidos los condicionamientos a verificar como «factores determinantes que son netamente de carácter extrapersonal, esto es, social», lo que se presenta como datos para iniciar la demostración son dos cuadros de Hollingshead y Redlich, relativo el primero a la correlación entre clases sociales y enfermedades mentales en general y, el segundo, a la distribución entre neurosis y psicosis según las mismas clases sociales.
Del primer cuadro se desprende que el porcentaje global de enfermedades mentales es netamente superior entre los obreros no cualificados y los habitantes de suburbios. El estamento medio (clase III de obreros calificados y empleados) constituye el 46 por 100 de la población total —prácticamente igual al de cualquier país desarrollado— y su porcentaje de enfermos, 13,2, es también el mismo. Las diferencias entre los extremos I-II (ricos): 11,2 por 100 de la población, con 7,7 de morbilidad y los IV y V: 39,8 por 100 de la población con 74,4, ha de interpretarse, como lo hacen Hollingshead y Redlich y la generalidad de los sociólogos en forma binómica. Es decir: a) que difícilmente progresan las estirpes con una carga genética tan negativa como la que suponen, por ejemplo, la oligofrenia y la epilepsia; la sociedad actúa no tanto nocivamente, cuanto condicionando selectivamente los individuos que, por más aptos, son capaces de mayores rendimientos, y b) que, en niveles de mejor protección económica las posibilidades de prevención, tratamiento y rehabilitación son más numerosas. El problema, en cualquier caso, no es tanto de estructura morbígena como de exigencia de ampliar y mejorar la base de la propia organización asistencial.
El segundo cuadro es más significativo y vale la pena reproducirlo:
Clases |
Neurosis |
Psicosis |
I |
52,6 |
47,4 |
II |
67,2 |
32,8 |
III |
44,2 |
55,8 |
IV |
23,1 |
76,9 |
V |
8,4 |
91,6 |
El autor deduce de aquí «que la pertenencia a una clase social elevada protege de alguna manera de la aparición de disturbios psíquicos que son sustancialmente más graves, como la psicosis». El argumento no es exacto por varias razones de fácil verificación clínica. La primera, ya aludida (vid supra), de que, si se incluyen entre las psicosis anomalías prematuramente severas como la oligofrenia y las psicosis epilépticas, tales pacientes por no poder estar en las clases altas han de estar en las bajas. La segunda, que la tabla no distingue las llamadas personalidades psicopáticas, las cuales suponen, según estadísticas generalmente aceptadas, más de un 10 por 100 de la población total. Es de suponer que tales trastornos hayan sido agregados al capítulo de las neurosis. Y la tercera, y más importante, es que Hollingshead y Redlich, el primero jefe de Departamento de Sociología de la Universidad de Yale y el segundo jefe del Departamento de Psiquiatría de la misma Universidad investigando sobre la población de New Haven (Connecticut) llegaron a las cinco siguientes conclusiones:
lª Varía la proporción de los diferentes tipos de transtorno mental y emocional según las clases sociales en cuanto al momento de su aparición.
2ª El hecho de que las facilidades de atención psiquiátrica difieran de un nivel social a otro parece estar relacionado con la diferente distribución de las correspondientes dolencias. Justamente los esquizofrénicos (psicosis muy grave) extremadamente deteriorados son vistos rara vez en los hospitales privados.
3ª Más que la especie de enfermedad, lo que reflejan las condiciones sociales de los pacientes son los contenidos de la misma (exactamente igual que en las personas sanas).
4ª La sensibilidad frente a la salud es más alta en los estamentos más productivos, lo que permite una terapia precoz con todas sus ventajas.
5ª Observadas las relaciones entre las variables socio-culturales en igualdad de condiciones de tratamiento, no puede establecerse firmemente que la etiología de los trastornos tenga relación esencial con el nivel social.
A través de éste y otros estudios semejantes, se confirma la impresión de que, a menudo, los diagnósticos psiquiátricos adolecen de ciertos convencionalismos. Cuando se aplican a personas incluidas en los Seguros Sociales hay menos reserva para formular diagnósticos severos, puesto que así el trabajador queda más protegido; mientras que, por el contrario, tales diagnósticos tienden a soslayarse en las clases menos necesitadas[2].
Es, pues, evidente la relevancia del factor genético-hereditario para las psicosis que, sin duda, tiene una incidencia mayor que el de la llamada «inmovilidad de clase» a que luego se refiere el ensayo, cuyo discurso ulterior olvida por completo la reflexión sobre la correlación estructura social neurosis, para incluir un cuadro en el que, a pesar de la llamativa insuficiencia de datos en torno a la correlación de las formas clínicas de la esquizofrenia, la clase social y la pertenencia a un grupo etnorreligioso, resulta ser que los judíos y protestantes de clase baja ofrecen mayor morbilidad que los irlandeses e italianos de la misma clase, lo que obligaría a preguntarse, en tal caso, si no tendría más valor de cobertura una religiosidad de mayor rango normativo. Pero todo esto ni siquiera se plantea. El problema en términos socio-históricos y culturales desborda al autor, como desborda a cualquiera. De ahí que, luego, trate de contraer «lo social patógeno» a la familia, donde, efectivamente, Castilla como todo clínico con mediana experiencia, puede manejar datos más fehacientes, aunque con su manipulación dialéctica habitual trate de interpretar la marginación del miembro-hijo como mecanismo de defensa de la subestructura familiar amenazada por la aspiración del hijo-problema a fines distintos a los «internalizados». Y esto referido a la hipótesis de las llamadas familias esquizofrenógenas, cuyo neologismo se deriva de una concepción exclusiva y excluyentemente psicológica (no psiquiátrica) de la esquizofrenia que el autor difumina introduciendo matices donde lo predicado específicamente de una parte, de manera por lo demás subjetiva, acaba convirtiéndose en premisa indiscutible. Así «... parece claro que una práctica psiquiátrica en sentido amplio, y concretamente una práctica psicoterapéutica, que las más de las veces es de corte psicoanalítico, ha de tener muy en cuenta, en primer plano, la estructura social que compone el ‘hábitat’ del paciente» (p. 118). (Los subrayados son míos.) O sea que, en definitiva, la prueba ha de surgir de la práctica psicoanalítica, no de otra especie psicoterapéutica, ni de otros aspectos de la práctica psiquiátrica. Y aún así, resulta ser que «la investigación familiar tal y como se lleva a cabo en la psiquiatría europea (salvo en Inglaterra y países escandinavos) es de mala o escasa significación para nuestro propósito». Se trata, y aquí está otra vez la inevitable marxistización de la alicorta psicodinamia familiar freudiana, de no ver en la familia «más que la concreción como grupo de un grupo social más amplio —la clase—». «Las normas de la familia son en conjunto expresión de la ideología de la clase a que se adscribe». «Hay que huir de la simplificación que impone el subsumir la familia en la clase bajo un denominador común. El proceso a seguir es inverso: de la clase a la familia, de la familia a la persona». De donde se concluye, en el apartado siguiente, «Sociedad del bienestar y psicoanálisis teórico-práctico», que se ha de ampliar al campo operativo —la actividad psicoanalítica— más allá del modelo fixista, sobre el que trabajó Freud en Viena, modificando teoría y práctica, aun contra el «escaso entusiasmo de Freud mismo». Se critica por falta de «totalización» la doctrina de la sexualidad. Freud precisamente ha convertido el sexo en un fetiche; por eso «la liberación sexual no ha llevado consigo la deserotización», lo que se persigue «en la consideración de la persona como mero sexo (...) es la imposible satisfacción en el valor de un fetiche».
Lo notable es el hecho de que el pansexualismo freudiano fue desde sus primeras formulaciones la causa de las más sonoras haterodoxias (Adler y Jung, por ejemplo) y de los juegos dialécticos y semánticos iniciados por el propio Freud acerca del significado, origen y alcance de la llamada libido. Pero más allá de esta cuestión, lo que nuestro autor pretende, apoyándose incluso en la incapacidad terapéutica de ciertos analistas, es que la estructura social sea integrada tanto en la teoría como en la praxis, saltando sobre la asepsia psicoanalítica que, según él, no pasa de ser «pretendida asepsia» aduciendo como argumento que ya Freud había advertido «que tras el análisis, el paciente, en el mejor de los casos estará ya del lado del progreso, es decir, de la subversión de los pseudovalores» (p. 130). Una vez más, como puede verse, la interpretación libre de un argumento insuficiente. Y como la asepsia de los analistas es disfrazada complicidad, porque el respeto a los valores del sujeto «no es otra cosa sino el temor a la sociedad que los sustenta»; frente a esta forma de «politización implícita», Castilla propugna la «explícita politización»... «porque política es todo, en el momento en que se convierte en objeto social, es decir, de más de uno». Y aclara que «la explícita politización no es otra cosa sino la conciencia de la dialecticidad de las relaciones interpersonales, conflictivas o no». «El objetivo del psicoanálisis es la desalienación de la conciencia de sí por el camino de la desalienación de la conciencia social».
El último punto tratado en este ensayo es una reflexión sobre las posibilidades del psicoanálisis en orden al objetivo señalado. El psicoanálisis se encuentra entre la efectividad y la resignación. Con esta afirmación y la advertencia de que el problema es muy complejo, resulta muy paradigmática de la metodología seguida a lo largo del libro, la aceptación del hecho advertido por Lagache «que los simples cambios del medio no lleven implícito una modificación estructural de la personalidad», «... tan sólo cambia el contenido de las instancias». En este mismo ensayo, ya ha podido leerse, como prueba a favor del estructuralismo, todo lo contrario.
* * *
En Reificación y neurosis comienza analizando el concepto de «alienación» que ha venido a convertirse en una categoría sociológica, sustantivo que denomina una serie procesal: «alteración de la conciencia de sí secundaria a una peculiar relación del sujeto con el objeto producido que ha alcanzado una ambigüedad que, al propio tiempo que es expresión de la fecundidad del concepto, le ha hecho perder la precisión exigible para su validez científica» (p. 159).
Marx la sustituye —suplanta y enriquece, según Castilla— por fetichismo. Los problemas que plantea conceptualmente el sustantivo alienación proceden de la ideologización que con él se realiza. Una vez más, nuestro autor atribuye las deficiencias sociológicas y de entendimiento del marxismo a su conversión en ideología, perdiendo su entidad dialécticomaterialista, en cuanto tal o cual concepto (alienación, por ejemplo) «se generaliza y se convierte en categoría abstracta, pierde su concreta relación a una situación, o, para decirlo en una expresión un tanto forzada, se desdialectiza» (p. 160). Si en vez de hablar de alienación no hablemos de alienaciones de acuerdo con específicas relaciones sujeto-objeto, concibiendo el «objeto» como expresión de una actividad humana, se cae, según Castilla, en esa forma de abstractismo, «mediante la cual parece legítimo hablar de felicidad, libertad o, contrariamente, alienación, como reclamos que no pueden satisfacerse o superarse, precisamente por la inespecificidad del objeto».
Se revela una vez más una metodología o actitud de denuncia del peligro de todo quehacer científico: caer en el abstractismo, la generalización, la ideología, riesgo consumado por no pocos marxistas y, por supuesto, por la generalidad, sin excepción, de los psicoanalistas clínicos. Y esto es lo que de una manera tenaz se empeña en esclarecer Castilla en el último ensayo de su libro.
Distingue con Quine la realidad de la situación. La primera es «lo que hay», la segunda es la operación del sujeto con esa realidad. Ciertamente no toda la realidad pasa a constituirse en situación —sólo se opera «con aquellas partes de la misma con las cuales, por las razones que sean, el sujeto se relaciona—». Pero inmediatamente aparece el planteamiento dialéctico del estructuralismo, según el cual, formando parte el sujeto de esa realidad va a agregar a la estructura, junto con él —como tal sujeto—, la conciencia de la relación. De esta manera, la cualidad más eminente de la subjetividad: el tender hacia lo real para asumirlo de algún modo, es totalmente relativizada. Así, cuando afirma que «la subjetivación del objeto traduce, evidentemente, una alienación de la realidad», y como consecuencia la «rigidificación cosificante» de la misma.
La explicación y alcance de este hecho se desarrolla del modo siguiente:
Junto al reconocimiento de que «fuera de la experiencia psicológica y psicopatológica se puede jugar con categorías tales como mutabilidad de la realidad, carácter permanentemente móvil del sujeto y el objeto, etc». Siendo «todo ello verdad y de carácter axiomático», el autor se contrae al por él formulado «orden de la mera empiria», en el cual todo ocurre de tal forma «como si» nada variase, de suerte que la previamente reconocida cambiante realidad, deviene «situación constante» por el mero hecho de que el elemento común a todas las situaciones posibles, produce en el sujeto la analogía de las mismas. Este elemento común no es ni más ni menos que la «conciencia» del propio sujeto.
La prueba aducida como ejemplo de la petrificación o rigidificación del «yo», es decir, la llamada «reificación», la ofrece la neurosis. Lógicamente el concepto de neurosis que aquí se maneja es el psicoanalítico, según el cual el núcleo etiopatogénico de los trastornos así llamados resulta de condicionamientos ambientales; hipótesis que, aunque no fuese más que por discutida (y lo ha sido y lo sigue siendo dentro de la Psiquiatría clínica), no puede elevarse a la categoría de dato, ni mucho menos de realidad analógica. El propio Freud fue claramente consciente de la insuficiencia de su teoría general de la neurosis y del riesgo que en su tiempo entrañaba su insuficiente formulación científica. Castilla recuerda a este propósito la advertencia de Freud de que, a veces, el calificativo neurótico entraña toda suerte de ambigüedades. Pues bien, a pesar de su insuficiencia, el hecho de que en la doctrina freudiana de la neurosis se declare la noción de «ventaja en la enfermedad», sigue legitimando tal modelo al interpretarse dialécticamente dicha noción «como defensa del yo frente a algo más temible que la propia alienación: la acción sobre la realidad» (p. 174). De ahí que se estimen positivamente «fantasías» y «evasiones» no sólo como actitudes de denuncia de una realidad calificada como alienante, sino también en tanto como «factible de operar lo suficiente en el mundo de la realidad» (p. 178).
Es obvia la insuficiencia de cualquier modelo neurótico o psicótico para entender la alienación en esa forma evolucionada de reificación. Dicha insuficiencia resulta insuperable a pesar del esfuerzo analógico del capítulo terminal del libro. Por eso el autor se sitúa una vez más en su preferente perspectiva sociológica: «según pienso, la relación entre alienación y neurosis se plantea claramente si se realiza sobre los mismos patrones de normal y anormal». «Resulta, entonces, que en la sociedad alienada es normal el trabajo alienado». «El hombre normal puede hacer, cuando menos, el trabajo alienado; excepcionalmente, además otro trabajo (escribir, leer, hacer política, etc.)».
En efecto, si esto es así, aún cuando se admitiese una total alienación, la realidad cotidiana de la clínica resulta ser la prueba más convincente de la imposibilidad de elaborar una teoría antropológica sobre la base de una serie de formulaciones hipotéticas y precientíficas en torno a esa realidad tan compleja como innegable del enfermar de la mente. Es aquí precisamente, donde la revisión del freudismo, la luz de la metodología marxista, queda imposibilitada. Los datos reales interceptan la comunicación, y más aún la fusión de dos ortodoxias ideológicas, de dos entelequias.
Justamente el penúltimo ensayo del volumen —la inflexión del pensamiento de Marcuse en la antropología freudiana—, cuyo comentario he dejado para el final, es la mejor prueba de esta aseveración.
Como advierte Castilla, «no se comprende de manera exacta la significación del pensamiento de Herbert Marcuse en el contexto freudiano si a su vez no se alcanza, de la manera más precisa, la distinción existente entre psicoanálisis y freudismo. Con otras palabras, si de antemano no se tiene en consideración la obra de Sigmundo Freud como un proceso histórico que se inicia en un optimismo psicológico (más exactamente: terapéutico) para concluir en un pesimismo histórico (cultural, humanístico)». Una vez más, para saber lo que se considera permanente del psicoanálisis se postula la exigencia de una reinterpretación estructural de la obra de Freud. Pero Freud luchó, como es bien sabido, sacrificando lecturas e informaciones, «para ceñirse a sí mismo y sus propios logros» (p. 142). Este encerramiento se produjo igualmente en relación con la ortodoxia marxista. Desde las respectivas ortodoxias no cabe, en el orden de las aproximaciones, más que el cisma frente a una o frente a otra. Los hombres, evidentemente pueden aproximarse y unir lo que quieran, pero para ello se requiere una determinada disposición o actitud. Las ideas solas no sirven. Y si, además, las ideas tratan de sistematizarse de una manera genérica y abarcativa, caerán en el riesgo tan reiteradamente denunciado por el autor del libro: convertirse en ideologías excluyentes de cualquier saber científico. El propio Marcuse comporta, «pese a sus protestas pragmáticorrealistas, una secuela de idealismo».
El corolario que ofrece esta colección de ensayos puede deducirse, sin más, de esta última cita de su autor. «La llamada Revolución de Mayo ofrece una prueba de hasta qué punto, junto a la necesidad imperiosa de la protesta, falló la conciencia teórico-práctica de la misma, y esto alcanza a la totalidad de la oposición, cualquiera fuera la forma que ésta adoptase —desde la oposición meramente teórica al sistema hasta la que adoptó modos suficientemente activos—. En nombre mismo de la tradición marxista en la que Marcuse se encarna, es exigible la precisión de la praxis tras la formulación teórica. Creo ver que ella se inicia de algún modo si atiendo a estas palabras suyas, fechadas en 1964: Frente a una sociedad en la que el bienestar va acompañado por una creciente explotación, el materialismo combatiente adopta una actitud negativa y revolucionaria; su idea de felicidad y de liberación sólo puede realizarse mediante la praxis política, cuyo objeto, desde el punto de vista cualitativo, es la creación de nuevas formas de existencia humana».
Metodológicamente Psicoanálisis y Marxismo no sólo no va más allá de su empeño, sino que muestra la formidable aporía que, en orden a un cabal entendimiento del comportamiento humano, provoca cualquier especie de especulación dialéctica de la realidad[3].
Desde un punto de vista meramente teorético, nada agrega, a pesar de su rotunda crítica de las ideologías y autoritarismos de tantos intelectuales marxistas, incluido Marcuse, que merezca una especial atención. Castilla no proclama nada nuevo. Da por hecho que no hay más ciencia base que el marxismo, y esto ni más ni menos que por contener la esencia del materialismo dialéctico, aún cuando, como es sabido, en rigor ni el propio Marx, ni ninguno de sus seguidores, hayan logrado a nivel teorético superar la quiebra analógica entre «materialismo» y «dialéctica»[4]. En Marx y en los teóricos del marxismo el error nuclear condenado por el Magisterio de la Iglesia estaba en el materialismo negador de todo principio espiritual, y su correlativo ateísmo[5]. La tan invocada «dialéctica», como método se encuentra consiguientemente en otro plano que, no por sustantivamente distinto, puede escapar a la reprobación cuando, como acontece en los ensayos aquí contemplados, se nutre de un causalismo estructuralista.
En relación con el psicoanálisis el punto de partida del autor es semejante. Da por válido indiscutible y culturalmente legitimado, lo que en Freud y los psicoanalistas que se han librado del terminar pesimismo freudiano, se contiene, aunque sea en nivel precientífico, de doctrina racional acerca de la dinámica del comportamiento humano. Luego, consecuente con su adscripción al marxismo científico, Castilla ensaya incesantemente sus teorías correctoras de la insuficiencia dialéctica del psicoanálisis. Como hemos advertido, tales intentos (el de Castilla no es el primero ni será el último), realizados de ordinario por gentes insatisfechas —ateórica o prácticamente— del psicoanálisis, tropiezan de manera inevitable, con los límites, perfectamente definidos por la ortodoxia freudiana, de su propio subproducto filosófico[6].
Por otra parte la insatisfacción aludida, no sólo ha confirmado la precaridad psicológica y terapéutica del psicoanálisis, sino que se ha convertido en prueba clara de la carencia de ideas y de oficio indispensables para que una serie de interpretaciones hipotéticas acerca de tales o cuales hechos humanos pueda articularse en una verdadera sistemática antropológica. Lo cual justifica tanto las heterodoxias de los primeros colaboradores y las disidencias condicionadas de los actuales como el rechazo total o parcial de la mayoría de los clínicos. Acaso sean estos también los motivos que, entre otros, han hecho innecesaria, hasta el momento, una condenación explícita del psicoanálisis como cuerpo de doctrina por parte de la Iglesia católica.
Pero aunque Castilla no contemple directamente las formulaciones religiosas del psicoanálisis, remitiendo a las citas de Marcuse (Eros y Civilización, Cultura y Sociedad), Lagache (Los modelos de la personalidad en Psicología), Adorno (La revisión del psicoanálisis), Osborn y Strachey, ya citados, de sí mismos en La Culpa (Madrid, 1968), Rosner, Darkheim, etc., y despache en los apartados sobre «la relatividad del valor» y «el fetichismo del valor» (pp. 44 y ss.), lo referente a la carencia de fundamento objetivo de la conciencia moral, los juicios de Freud sobre el tema quedan positivamente sancionados. Véase la selección del ideario freudiano, de Totem y Tabu (1912-13), El porvenir de una ilusión (1915) y El malestar de la cultura (1930) especialmente, aportada por nuestro autor.
Refiriéndose a la religión que no debe verse «como algo soberano, superior a toda actividad intelectual humana», sería la forma adoptada para «compensar la necesidad de protección del niño inerme y débil, y derivando sus contenidos de los deseos y necesidades de la época infantil, continuados en la vida adulta». «... las religiones han podido imponer la renuncia absoluta al placer terrenal con la promesa de una compensación en una vida futura». «... Sería la neurosis obsesiva de la colectividad humana». «La conciencia moral es la percepción interna de la repulsa de determinados deseos».
No puede por menos de chocar la falta de referencia al conocido discurso dedicado por Freud a la religión católica y a la interpretación particularmente mítica del hecho central del cristianismo. Se resume a continuación:
La primera forma de la sociedad fue la horda primitiva, sometida a un macho despótico y poderoso, dominador de los otros machos y monopolizador de las mujeres integrantes de la misma. Un día, los hijos se rebelaron, mataron al padre, lo descuartizaron y se lo comieron, dando así por terminada la existencia de la horda paterna. El devorar al padre, fue en parte una consecuencia del deseo de identificarse con él y apropiarse de su fuerza (no debe olvidarse que el padre era una figura temida, pero también admirada) y, en parte, un acto lógico en salvajes caníbales. La comida totémica, quizá la primera fiesta de la humanidad, sería la «reproducción conmemorativa de ese acto criminal y memorable que constituyó el punto de partida de las restricciones morales y la religión». Los impulsos hostiles y la conciencia de culpabilidad, repetía Freud, no desaparecen jamás en el desarrollo ulterior de las religiones. Pero el cristianismo mostraría otro camino para mitigar la sensación de culpabilidad y Cristo fue el primero en seguirlo. Sacrificando su propia vida, redimió a todos sus hermanos del pecado original. En el mito cristiano, decía Freud, el pecado original de los hombres es un pecado contra el Dios Padre. Conforme a la Ley del Talión, si Cristo redime a los hombres del pecado original sacrificando su propia vida, hay que pensar que el pecado era un asesinato, ya que según dicha ley el asesinato sólo puede ser redimido con el asesinato.
«Así, pues, en la doctrina cristiana, confiesa la humanidad más claramente que en ninguna otra, su culpabilidad emanada del crimen original, puesto que sólo en el sacrificio del Hijo se ha hallado expiación suficiente. La reconciliación con el Padre es tanto más sólida cuando que simultáneamente a este sacrificio se proclama la renuncia a la mujer, causa primera de la rebelión. Pero aquí se manifiesta una vez más la fatalidad de la ambivalencia. Con el mismo acto con el que ofrece al Padre la máxima expiación, alcanza el Hijo su máximo triunfo ya que se convierte en Dios e inaugura una religión que reemplaza a la primera. Como signo de esa sustitución, se resucita la antigua comida totémica, esto es, la comunión, en la que la sociedad de hermanos consume la carne y la sangre de Dios identificándose con él.»
Evolucionable o no, lo mismo si se toma el psicoanálisis como Freud lo mantuvo siempre, en el sentido de una doctrina compacta, que en determinados aspectos teóricos o del método como terapia o investigación, sus ideas y sus aplicaciones prácticas se encuentran tácitamente condenadas en virtud de las limitaciones derivadas de los principios criteriológicos de orden natural. En cuanto a los referidos principios el Magisterio Pontificio es inequívoco. En el discurso al V Congreso de Psicoterapia y Psicología Clínica de 15 de mayo de 1953, Pío XII, recogiendo la doctrina de alocuciones y escritos anteriores sobre «conciencia y moral» (23 de marzo y 18 de abril de 1952) y de la Encíclica Pascendi, de San Pío X, se declara, a propósito de las principales cuestiones clave de toda psicoterapia, la siguiente:
1º En cuanto a la unidad del ser psíquico personal: «Las diversas facultades y funciones psíquicas se encuadran en el conjunto del ser espiritual y se subordina a su finalidad...». «Lo que constituye el hombre es principalmente el alma, forma sustancial de su naturaleza. De ella dimana en último lugar la vida humana; en ella radican todos los dinamismos psíquicos con su propia estructura y su ley orgánica; a ella es a quien la naturaleza encarga el gobierno de todas las energías, hasta tanto que ellas no hayan adquirido aún su última determinación. De este dato ontológico y psíquico se deduce que sería apartarse de la realidad querer confiar, en teoría o en práctica, la función determinante del todo a un factor particular, por ejemplo, a uno de los dinamismos psíquicos elementales, y entregar así el timón a una potencia secundaria. Estos dinamismos pueden estar en el alma, en el hombre; sin embargo, ellos no son ni el alma ni el hombre».
2° En relación con la unidad y libertad del control de las propias acciones, aun admitidos los dinamismos científicamente invocados no se puede conceder sin reserva la autonomía del hombre, añadiendo al mismo tiempo que en la realidad de la vida dicho principio aparecen con frecuencia fracasado o reducido a la mínima expresión. No se puede sustituir la autonomía de la libre voluntad con la heteronomía del dinamismo instintivo. «El Creador no ha formado así al hombre». «El combate moral para permanecer en el recto camino no prueba la imposibilidad de seguirlo y no autoriza a retroceder».
3° El hombre es una unidad estructurada. Si al tomar como objeto de estudio al hombre existencial en función de sus disposiciones naturales, de las influencias del ambiente y de la educación, etc., se olvida de que este «yo» personal no obedece hasta en el menor detalle a las leyes ontológicas y metafísicas de la naturaleza humana, lo deshumaniza inevitablemente.
4° La dimensión social del hombre toca también a la moralidad. «Las conclusiones de la moral afectan a las de una Psicología y Psicoterapias serias». Se yerra al afirmar que la extraversión del «yo» constituye la ley fundamental del altruísmo congénito y de sus dimensiones. «Existe una defensa, una estima, un amor y un servicio de sí mismo, no solamente justificados, sino también exigidos por la Psicología y la Moral. Esto es de evidencia natural y además una lección de fe cristiana».
El otro error se deriva de ciertas prácticas psicoterapéuticas: «toca un interés esencial de la sociedad: la salvaguardia de los secretos que la utilización del psicoanálisis pone en peligro»... «hay secretos que es absolutamente necesario callar, incluso al médico, aún a pesar de graves inconvenientes personales».
5.° Tanto la conciencia como su inherente sentimiento de culpabilidad, confundidos en la teoría y en la práctica por ciertas psicologías profundas, pertenecen a la naturaleza humana. Sin duda que, en ocasiones, ciertos sentimientos de culpabilidad deben considerarse patológicos por su desproporción su intemperancia. En cualquier caso, los problemas que aquí se plantean nunca pueden resolverse con criterio infalible por la ética ni por la psicología, «porque el proceso de conciencia que engendra la culpabilidad tiene una estructura demasiado personal y demasiado sutil». «El fenómeno es principalmente de carácter religioso». «En todo caso, es seguro que la culpabilidad real no se curará con ningún tratamiento psicológico. Aun cuando el psicoterapeuta la niegue, puede ser que de muy buena fe, ella perdura»[7].
Es indudable, pues, que tanto una antropología dialéctica como una psicoterapia simplemente analítica son, en su estructura teorética y en su praxis incompatibles con la fe cristiana.
En lo que se refiere a la íntima afinidad entre psicoanálisis y marxismo —que Castilla sostiene, como Marcuse y otros— hay que decir que la pretensión no deja de tener algún fundamento. Es cierto, como ya decía Aristóteles, que los errores difieren entre sí además de oponerse a la verdad: en este sentido, la «ortodoxia» freudiana y la «ortodoxia» marxista encuentran insalvables dificultades para componerse entre sí, además de oponerse las dos a la fe cristiana, a la recta razón natural y a numerosos datos de experiencia clínica y de experiencia común. Pero pueden encontrarse textos de Freud y textos de Marx de curiosa coincidencia, que muestran una raíz común, probablemente en el reduccionismo materialista de Feuerbach[8]. Parece oportuno aquí transcribir unas recientes palabras del Santo Padre: «Aludimos a la tentación más grave de nuestro tiempo, a la de detener nuestra complacencia en la esfera ‘horizontal’, como se dice ahora, descuidando, olvidando y finalmente negando la esfera ‘vertical’; es decir, fijando nuestro interés en el campo visible, experimentable, temporal, humano y abdicando de nuestra vocación al Reino de Dios, invisible, inefable, eterno y sobrenatural. El ateísmo moderno tiene en esta elección —exclusivamente positiva, por las cosas de este mundo; y radicalmente negativa de lo religioso, y específicamente de lo cristiano— su más seductor y más peligroso origen. Ciertamente conocéis las expresiones, altaneramente concretas y desgraciadamente totalitarias, a las que ha llegado esta aberración del pensamiento moderno, cuando ha afirmado con agresiva virulencia que el ‘hombre es para el hombre el ser supremo’ (Marx), que la antropología debe sustituir a la teología (Feuerbach), que en el lugar del Ser supremo se debe colocar a la humanidad (Comte), que ‘Dios ha muerto’ para el hombre moderno (W. Hamilton, etc). La religión ya no tiene razón de ser para estos profetas del materialismo, del positivismo, del fenomenismo social»; (Pablo VI, Discurso 17-VII-1974, en L'Osservatore Romano, 18-VII-74, p. 1).
J.M.P.A.
Volver al Índice de las Recensiones del Opus Dei
Ver Índice de las notas bibliográficas
del Opus Dei
Ir a Libros silenciados y
Documentos internos (del Opus Dei)
[1]Las obras de Freud citadas, cuyo título no consta expresamente en el libro de Castilla, se recogen en sus textos y extractos de la edición de Obras completas publicadas por Ed. Sudamericana de Buenos Aires en 1943, menos los tomos XIX al XXII editados por Rueda en 1955. El último «Esquema del Psicoanálisis» es de Ed. Nova (Buenos Aires, 1952).
[2]El trabajo original de Hollingshead y Redlich fue publicado en 1958 con el título Social class and Mental lllness, a community study siendo comentado y recogido por Silbermann en el Tratado de Psiquiatria de Freemann y Kaplan en 1939. En esta línea y recogiendo conclusiones semejantes, se encuentra el estudio sobre el grupo de los Hutteritas realizado por Eaton y Weil en Mental lllness and Social Processes (New York, 1967).
[3]Cfr. Wetter, G., El materialismo dialéctico, Taurus, Madrid, 1963.
[4]Cfr. Ibáñez Langlois, J.M., El marxismo, visión crítica, Rialp, Madrid, 1973.
[5] Cfr. Noce, A. del, Il problema dell´ateismo, Ed. Il Mulino, Bolgna, 1970.
[6]He aquí una breve nómina. W. REICH fue de los primeros
y constituye un ejemplo del mayor interés. Por su posición marxista es
expulsado del grupo psicoanalítico inicial. Publica en 1929, en Moscú, un artículo
titulado Materialismo dialéctico y Psicoanálisis. Según extracto
publicado en «Cuadernos de Psicología» (diciembre 1973) se dice en él: «Como el
Psicoanálisis no es ni puede desarrollar una Weltanschaung, tampoco
puede sustituir a la concepción materialista de la historia»... «Como cualquier
fenómeno social, el psicoanálisis está ligado a una determinada etapa del
desarrollo histórico y de los medios de producción. Producto de la época del capitalismo, surge como reacción
ante las condiciones culturales y morales en las que vive el individuo
socializado, especialmente las condiciones sexuales surgidas de las ideologías
religiosas», etc.
Entre otros, el
antropólogo americano SAPIR, partidario de la síntesis entre Psicoanálisis,
Sociología y Antropología, objeta a REICH. Este replica en 1969.
POLITZER hace una crítica de los fundamentos de la Psicología y del Psicoanálisis, pero Castilla del Pino cita a ALTHUSSER que considera dicha crítica como error genial. También cita a ADORNO como revisionista del Psicoanálisis. Y a OSBORN, cuyo libro Marxismo y Psicoanálisis le interesa más por el prólogo de STRACHEY, gran admirador de ENGELS, etc.
[7]Los extractos del texto pontificio se citan por la 6ª. edición de la Colección de Encíclicas y Documentos pontificios de A.C.E. (Madrid, 1962). El discurso se publicó en L'Osservatore Romano, II, núm. 26 (78, 1953); el texto de la traducción argentina es coincidente.
[8]«De esta antropología (la de FEUERBACH) que es el humanismo ateo positivo, parten sucesivamente diversas corrientes, que han sido tomadas como formas de `giro antropológico de la teología´ primero entre los protestantes y luego, por desgracia, también entre algunos católicos. Hemos intentado agruparlas de algún modo, sin pretender una clasificación exhaustiva (...): a) la desviación psicológica pansexualista y, en general, hedonista; b) la superación de la línea psicológica en la sociología de Marx, y c) la superación a su vez del marxismo en la antropología existencialista heideggeriana. Naturalmente todo esto es muy complejo y tiene innumerables matices en los diversos autores...» (L. CLAVELL, Raíces filosóficas de la Teología Antropológica, en Studi Cattolici, agosto 1974).