CASTELLS, Manuel

Lotte urbane

Marsilio Editore, 1975.

(Orig.: «Luttes Urbaines», París, 1973).

CONTENIDO DE LA OBRA

Se trata de un pequeño libro —algo más extenso que un simple folleto—constituido por seis capítulos que se desarrollan a lo largo de 100 páginas, más una introducción de N. Braulin y G. Scudo:

1. Lucha de clase y condiciones urbanas: El nacimiento de los movimientos sociales urbanos en el capitalismo monopolista.

2. Estructura de un movimiento social urbano. La lucha contra la «renovación-deportación», en la ciudad de París.

3. Reivindicación urbana y acción política en los comités ciudadanos de Montreal.

4. Mixtificación ideológica y contradicciones sociales: El movimiento de acción ecológica en los USA.

5. De la conquista de la ciudad a la conquista del poder: Lucha urbana y lucha revolucionaria en el movimiento de los pobladores en Chile.

6. La conclusión está en la calle.

Evidentemente —basta ver los títulos con que se introducen estos apartados— nos encontramos ante un alegato de tipo político, dirigido a promover la lucha de clases en el interno de las «ciudades capitalistas», a conducir a los ciudadanos menos favorecidos a la guerrilla urbana, pues Castells piensa que «la conclusión está en la calle». La base teórica de la obra se desarrolla casi exclusivamente en el primer capítulo, mientras que los cuatro siguientes harían el papel de motivador emocional para conducir a los lectores a obtener «por sí mismos», la conclusión enunciada en el último capítulo.

En la introducción de la versión italiana, aparece un texto de S. Amin (Elogio de socialismo, en «Monthly Review», octubre 1974), en el que también se resume de algún modo el contenido del libro: «Con la abolición del valor de cambio, desaparecerá también la contradicción entre lo social y lo individual, y por lo que se refiere al espacio, la oposición entre ciudad y campo, entre espacio «colectivo» y espacio «privado» Resultará que el socialismo es algo muy diferente del capitalismo sin capitalistas, que es aquello a lo que ha sido reducido por la socialdemocracia, por el economicismo y por la experiencia de la Europa oriental» (p 12). Es decir, se pretende la implantación de un comunismo total, entendido como la absoluta negación del derecho a la propiedad privada (en este caso, propiedad del suelo), supuesta causa de las «contradicciones del mundo capitalista», que —también se supone— desaparecerán con la llegada del socialismo marxista.

Castells comienza su obra en tonos «proféticos»: habría llegado ya la hora de la crisis total del capitalismo, anunciada por Marx: «Este conjunto de fenómenos forma un todo. No son hechos diversos de una civilización en crisis. Constituyen un proceso social estructural, cuya lógica y unidad derivan del desarrollo progresivo de nuevas contradicciones sociales en la sociedad capitalista» (p. 17).

Ante esta situación general de crisis del capitalismo, los urbanistas «burgueses» sólo encuentran una solución: el establecimiento de reformas, encaminadas a disminuir el alcance y gravedad de esos conflictos. «Frente al desarrollo de este nuevo arco de contradicciones, se asiste a un intento de gestión y previsión de estos problemas, mediante un conjunto de medidas, instituciones, modos de obrar, que forman lo que se puede llamar el sistema de planificación urbana, con el que el aparato estatal pretende resolver las fallas, superar las contradicciones y reducir los conflictos, en nombre de una racionalidad técnica en condiciones de conciliar intereses sociales divergentes» (p. 19).

Estas medidas «reformadoras» serían propias de una mentalidad «reaccionaria» como la de los socialdemócratas, que piensan que el «socialismo es igual que el capitalismo sin capitalistas». No se trata de reformar la sociedad capitalista —dirá Castells— sino de destruirla, para después construir —sobre sus ruinas— la nueva sociedad socialista.

De este modo, Castells propone un nuevo enfoque para el urbanismo y para las demás ciencias sociológicas: no basta con la actitud teórica del que comprueba la existencia de problemas sociales y simplemente propone unas reformas encaminadas a solucionarlos; por el contrario, sería necesaria una actitud de carácter estrictamente político-revolucionario: el urbanista debe colaborar en la promoción de la lucha de clases. El autor pretende justificar estas afirmaciones mediante las teorías marxistas del Estado como órgano opresor de las clases proletarias, y la supuesta existencia de la lucha de clases en toda sociedad burguesa. Así, pese a la existencia de análisis concretos para solucionar los problemas de planificación urbana, sería imposible su puesta en práctica por ir en contra de situaciones sociales de carácter privilegiado, o de intereses políticos, económicos, ideológicos, etc... de la burguesía contra el proletariado. Por tanto —concluye el autor—, la planificación urbana es un instrumento más de dominio, de integración y de regulación de las contradicciones, en manos de la clase dominante (cfr. p. 20).

De aquí su crítica al urbanismo burgués: «Ahora bien, si todos están de acuerdo en reconocer la importancia y la actualidad del problema, las ‘ciencias sociales’ están ausentes en gran medida del estudio de esta problemática, porque siendo dependientes de las instituciones políticas y de los intereses económicos, se han interesado sobre todo por formular recetas técnicas para los planificadores. o por el análisis de los ‘problemas humanos’, originados por la integración social de las divergencias y de las reacciones, interpretadas como simples «resistencias a la transformación» de personas inadaptadas a la vida moderna... En esta mezcolanza de tecnocracia y de asistencia social, queda muy poco espacio para una problemática política...» (p. 22).

En un plano más teórico, afirma que las ciudades son reflejo fiel de las luchas de clases y de la marcha dialéctica de la historia. Este origen, que para él es evidente, no vendría señalado por los manuales de urbanismo, debido —el autor lo repite incansablemente— a su servidumbre respecto a la clase dominante: «He aquí el porqué —cuando se parte de la hipótesis de que las ciudades son hechas por los hombres, es decir por las clases sociales, o que son producidas mediante procesos socialmente determinados— nos encontramos frente a un vacío total de referencias teóricas y de investigaciones científicas, y arrollados por una oleada de vida y de calor, por una verdadera y propia marea de luchas y de situaciones que exigen, con su presencia, un balance y una divulgación, un intercambio de experiencias y un análisis que permitan llevarlas a un nivel de conciencia más alto» (p. 22). Castells niega un origen «natural» a las ciudades: su causa radicaría en la lucha de clases. A este respecto, es interesante observar el apresuramiento con el que el autor identifica a los individuos con las clases, al decir que «las ciudades son hechas por los hombres, es decir por las clases sociales». Se trata de infundir en el lector —también mediante este subterfugio— su «conciencia de clase».

En los cuatro capítulos centrales, se narran episodios relativos a las relaciones entre ciudad, sociedad y territorio, en cuatro regiones diversas: Paris, Montreal, Estados Unidos y Chile. De hecho, esta parte del libro constituye un panfleto propagandístico de algunos grupos de activistas revolucionarios de esas ciudades, que el autor sigue usándolos como filtro para la exposición de la teoría marxista. Se trata, por lo general, de grupos constituidos no por miembros de la «clase oprimida», sino por pequeño-burgueses, por usar el conocido término marxista: estudiantes o profesores universitarios, afiliados a un marxismo de tipo anarquista.

Así, de París, el autor describe el período de resistencia a la renovación urbana durante los años 1965 a 1971 (cap. 2); de Montreal se habla a propósito de las actividades del FRAP (Frente de acción política) y de los CAP (Comités de acción política) que desarrollan una actividad terrorística a nivel de barriada entre 1963 y 1972 (cap. 3). En el capítulo dedicado a los Estados Unidos (4), se refiere a los conflictos entre los ambientes medio-culto y culto en este país Y de Chile (capítulo 5) describe los fenómenos de agregación de núcleos sociales bajo la denominación de «campamentos» durante 1971, dentro de las grandes áreas urbanas chilenas.

Estos capítulos carecen de valor científico: su presencia se debe a un motivo político: se tratarían de «pruebas» aducidas en favor de lo que Castells ha afirmado en el primer capítulo: la incapacidad de la «urbanística burguesa», para eliminar las contradicciones sociales, y su carácter de instrumento de opresión en manos de la clase dominante. Además, también sirven como introducción para el último capítulo en el que se afirma la necesidad de unir la lucha urbana a la lucha política: «Los movimientos urbanos no son tan sólo un tema de investigación. Nacen y se desarrollan en hechos de cada día, haciendo surgir nuevos problemas y lanzando nuevos desafíos en un grito de vida y de lucha que hace temblar los mitos tecnocráticos de la racionalidad urbana. Un grito que recuerda violentamente que el poder urbano, también el poder urbano, está en la calle» (p. 98).

VALORACIÓN TÉCNICA

El autor pretende unificar todos los problemas enmarcándolos en un cuadro unitario: la ciudad actual como expresión de la lucha de clases. Pero, de hecho, los mismos episodios que narra constituyen un rotundo mentís para esta pretensión: la diversidad de zonas geográficas, de tradiciones, de clima económico y social son tan patentes, que hacen imposible, de hecho, la posibilidad de asignar una causa única y común para todas ellas. También el autor se da cuenta de esta dificultad, pero piensa que logra desembarazarse de ella afirmando simplemente que sus consideraciones se mueven en un plano distinto. En la conclusión afirma: «es evidente que no se puede hablar de lucha 'urbana' en general, porque este término funde y confunde problemas extremadamente diversos, y su capacidad de poner en entredicho las leyes generales de una sociedad varía completamente en relación al contenido de la llamada reivindicación urbana» (p. 95).

El modo forzado en que el autor quiere incluir en un único cuadro los episodios narrados, se debe a la extensión que da al término «capitalismo», que es concebido como una especie de fenómeno macroscópicamente unitario, omnipotente y con una especie de lógica interna capaz de descender hasta los más particulares fenómenos urbanos, apropiando además al mismo fenómeno unas facultades que sólo son atribuibles a los individuos. En definitiva, se trata de la clásica falsificación marxista que pretende privar a los individuos concretos de su estatuto ontológico propio.

Una vez que se ha individualizado en el capitalismo al protagonista negativo, el enemigo, ya es posible definir el protagonista positivo: los diversos grupos revolucionarios. Esto permitirá al autor construir analogías entre los diversos territorios, y entre los diversos capítulos que no pueden darse en la realidad. La única justificación para el establecimiento de estos paralelismos radica en la confianza ciega que Castells tiene en la revolución, y en la esperanza de que su manifestación futura mostrará que estos episodios son sólo «aparentemente» distantes y, por el contrario, constituyen el anuncio de la total y unitaria conversión futura al socialismo.

Por otra parte, es constante la superficialidad con que se refiere a los ámbitos disciplinares de las ciencias urbanas, tanto respecto a las argumentaciones ecológicas, como a propósito del urbanismo. Esta obra no consigue superar los límites de una descripción panfletaria y de una lectura de los hechos mantenida constantemente a nivel de praxis política. Por eso se refiere exclusivamente a lo que se podría denominar «praxis profesional urbanística» (la solicitud de que el urbanismo abandone su postura aséptica y adopte una actitud revolucionaria), sin dedicar la más mínima atención a los estudios propiamente científicos.

Debido a esta visión fuertemente politizada, Castells falsea la objetividad de los problemas realmente existentes en una sociedad moderna, por lo que se refiere al territorio. Apresuradamente, aparta la atención del objeto territorio, para concentrarla sobreabundantemente en el sujeto sociedad, sin considerar que las mismas sociedades revolucionarias que han sido implantadas por los partidarios de su misma línea ideológica, no han sido capaces de resolver los problemas urbanísticos, a pesar de disponer de todos los medios —la sojuzgación de los individuos— para implantar la «sociedad comunista». Basta recordar el caso de la U.R.S.S. para darse cuenta de que no basta con la simple medida de suprimir la propiedad privada de las viviendas, para solucionar los problemas cuyo origen se achaca a la «sociedad capitalista»: en Rusia, un decreto de contenido indirectamente urbanístico, de 20-VIII-1918 (por tanto, antes de que se produjera la supuesta «desvirtuación» del marxismo soviético, escapatoria habitual en los neo-marxistas para tratar de paliar las contradicciones del propio sistema), transformó todas las propiedades privadas urbanas en propiedades nacionales o municipales: pero tres años más tarde, la ley del 28-XII-1921, anulaba prácticamente esta medida al admitir la propiedad privada de las casas unifamiliares.

Por otra parte, una mayor atención a la temática urbanística habría indicado al autor, por ejemplo, cómo permaneciendo a la escala de barrio (que es el nivel en que se mueven los episodios que narra), los problemas entre sociedad y territorio no pueden estudiarse con la necesaria amplitud de desarrollo que los hace significativos.

La breve anotación con la que liquida el problema de la industrialización en el campo de la construcción, muestra de nuevo su tendencia reductivista para toda temática que no sea de praxis política, y su selectividad argumentativa, aunque con ellas se pudiera lograr solucionar los problemas de escasez de viviendas, que constituyen las necesidades de que trata en sus capítulos. Además, con su habitual superficialidad respecto a lo que es realmente científico, no es capaz de captar que la industrialización se mueve en la amplia temática de la «movilidad» en el territorio, que hace que los actuales problemas de viviendas se sitúen en condiciones completamente distintas a las del pasado y, más en concreto, a los del urbanismo decimonónico, en cuyo clima quiere Castells introducir sus valoraciones urbanísticas.

Su subvaloración del objeto territorial y la acentuación impropia del sujeto sociedad por motivos de praxis política, minan su valor científico y, despreciando el carácter científico de la sociología, la urbanística o la ecología, oscurecen la posibilidad de una colaboración interdisciplinar donde los problemas reales podrían encontrar un respiro mucho más amplio que va ligado a soluciones de demagogia política.

VALORACIÓN DOCTRINAL

Es patente, con lo que se ha visto en los párrafos anteriores, que Castells —y el urbanismo marxista, en general— no pretende reformar las ciudades —según la justicia, para hacer las más niveladas y «humanas»—, sino la total revolución política y social para la instauración del socialismo, que a su vez no sería más que la fase de transición al comunismo integral: una sociedad sin propiedad privada, sin clases, sin Estado, sin religión, etc.

Por la concepción dialéctica, esto no podría lograrse más que por la violencia revolucionaria, que a su vez necesita de una efectiva polarización burguesía-proletariado. En consecuencia, la crítica marxista al urbanismo burgués no se dirige a aliviar o resolver dignamente las cuestiones urbanas que pesan sobre los estamentos menos dotados económicamente, sino a todo lo contrario: a provocar la real oposición de clases, procurando hacer artificialmente un proletariado homogéneo, desposeído y exasperado contra el resto de la sociedad.

La crítica radical y definitiva de la visión marxista sobre el urbanismo no puede ser otra que la crítica del materialismo histórico en toda su generalidad: como método y como «ciencia de la historia». Concretamente, la crítica a la negación marxista del derecho de propiedad sobre el suelo es la crítica a su negación de la propiedad privada en general. No entramos aquí en esas cuestiones de fondo, pues pueden encontrarse en la bibliografía crítica general del marxismo. Interesa, en cambio, señalar algunos elementos que muestran el falseamiento de la realidad que se sigue de la aplicación de esos principios generales, también en este terreno del urbanismo.

No cabe duda que toda gran ciudad presenta desigualdades notables en la calidad de viviendas, barrios, etc., y que esas desigualdades tienen un origen preferentemente económico, derivado del lugar que las personas ocupan en la sociedad: obreros, directivos, empleados, funcionarios públicos, empresarios, etc.

Pero, una vez comprobado el simple hecho, el marxismo lo interpreta a partir del materialismo histórico. El resultado de esa aplicación —de un principio erróneo a un hecho real— es una falsificación de la realidad misma, y un programa práctico rechazable, tanto desde el punto de vista técnico como —sobre todo— desde el punto de vista moral.

1. La «polaridad dialéctica» burguesía-proletariado, y su manifestación urbana.

La consideración de las ciudades como productos de la oposición clasista, constituidas por zonas «burguesas» y ghettos proletarios, puede tener el atractivo de toda simplificación que presente un fenómeno complejo de modo sencillo y aparentemente «científico», adornado además por la fácil demagogia de una literatura de tipo panfletario orientada a excitar emocionalmente al lector.

Sin embargo, se trata de eso: de una simplificación que, además, falsifica la realidad. Basta ver cualquier ciudad actual, en la que no existe, generalmente, esa «polaridad dialéctica espacial» entre barrios burgueses y barrios obreros. En realidad, hay toda una gama variadísima de zonas urbanas, que se funden unas con otras, de ordinario sin límites definidos.

Los fenómenos urbanos muestran todo lo contrario de lo que pretende hacer creer el marxismo. Si se quiere hablar de «dirección o tendencia» de esos fenómenos, ésta es precisamente la de un progresivo alejamiento de esa supuesta polaridad: expresión urbana de la tendencia social general de aleja miento de ]a polaridad burguesía-proletariado, de la que dan constancia evidente las ya extendidas, crecientes y variadas entre sí clase medias, y también la progresiva y generalizada desaparición de zonas urbanas de miseria.

2. Sobre la finalidad de la crítica marxista.

El marxismo no pretende «eliminar el lado malo», sino provocar la lucha de los opuestos: no trata de resolver el problema de la vivienda en una sociedad capitalista (en general, no socialista), sino provocar y agudizar cada vez más una lucha intestina en esa sociedad.

Hay que decir que semejante lucha no es algo natural y espontáneo: para provocarla, el marxismo se empeñará precisamente en «crear las condiciones necesarias», inculcando en las masas una «conciencia de clase»; es decir, en hacer creer al obrero que todo aquello que, en realidad, son elementos positivos de su vida personal y social, son «alienantes» en cuanto le impiden sentirse simplemente átomo de una supuesta masa indiferenciada de explotados (el proletariado). De ahí la crítica que los autores marxistas dedican a las asociaciones recreativas, a las parroquias, a los fines de semana, etc.: se trata de eliminar todo aquello que lleva consigo el reconocimiento y expresión de la individualidad personal. Los obreros o, más en general, todos los que según el materialismo histórico formarán el proletariado en la Revolución, merecen la atención del marxismo sólo en cuanto masa, nunca en cuanto personas.

Por otra parte, aún en el caso de una determinada situación urbana que constituya una grave injusticia, promover el odio es absolutamente rechazable desde el punto de vista moral, mientras que la escasez material no es un mal absoluto, sino relativo. Para evitar esto —para pensar que se va a evitar— es un crimen conducir el alma humana hacia el pecado de odio.

Además, y es importante no olvidarlo, no toda diferencia social es injusta: los hombres son iguales en su dignidad de personas, pero no lo son de hecho por sus talentos, por sus méritos, por su sentido de responsabilidad, por la importancia de su servicio a la comunidad civil, etc. Por eso, el absoluto igualitarismo social no es que simplemente no pueda perseguirse con medios ilícitos, sino que en sí mismo es injusto.

La persona humana no es un simple elemento de la masa: es libre y responsable, con un ámbito de autonomía que nadie puede quitarle (el de su libre voluntad interior). De ahí que, personas distintas, en igualdad real de oportunidades, no cooperen igualmente al bien común y, en consecuencia, sea justa —justicia distributiva— una diversificación de contrapartidas por parte de la sociedad. Que de hecho existan desigualdades injustas, es otra cuestión muy diferente; pero no es con el marxismo como se resuelven esos problemas; y aún en el supuesto —inaceptable— de que se resolvieran, no sería lícito el camino marxista —fundado en el pecado— para obtener la solución.

El marxismo no busca la justicia en la sociedad —el mismo Marx lo dijo repetidas veces—, sino su destrucción, para construir la pretendida sociedad socialista que, por simple transición, conduciría a la sociedad comunista. La justicia, como cualquier otro elemento ético, no tiene sentido alguno para el marxismo, aunque la táctica obligue a nombrarla con frecuencia. Marx decía expresamente que el «intento de eliminar el lado malo)» (es decir, la injusticia social) no es «dialéctico», «sino moral pura y simple» (Miseria de la filosofía), con el desprecio que lo «moral» le provocaba.

Aparte de que es precisamente la moral la que impide provocar el odio y la violencia de clases e impulsa a buscar la concordia y la justicia verdaderas; la misma experiencia histórica muestra que allí donde el socialismo marxista ha sido establecido, no se han eliminado las desigualdades sociales, tampoco en lo que se refiere al urbanismo (el ejemplo de Rusia es paradigmático); sí se han conseguido en cambio planificaciones urbanas en las que se tiende a masificar y despersonalizar a quienes no pertenecen a la élite (altos funcionarios del Partido, del Ejército, etc.). Con esa masificación, más aún que en las ciudades «capitalistas», se ha encerrado a los proletarios en unos límites infranqueables, sea la que sea la calidad de su cooperación al bien común.

La concepción masificante, materialista, que el marxismo tiene de la sociedad, tiene también su expresión en sus proyectos y realizaciones urbanísticas, en los países socialistas y también en las ciudades —de otros países— donde han conseguido el control municipal o el de las Escuelas o Facultades de Arquitectura. Esos proyectos y realizaciones son, de una parte, consecuencia de aquella concepción del totalitarismo materialista; y de otra, se utilizan como elemento «educador». Las características son bastante conocidas: se tiende a la destrucción de la familia como unidad natural, favoreciendo o imponiendo la promiscuidad; se conciben unidades urbanas completamente indiferenciadas —en su interior y en relación a otras— para fomentar la conciencia de que el hombre es sólo un «ser social», formando verdaderas colmenas humanas; se destruye la posibilidad misma de un ámbito privado, de intimidad personal (que es antagónico a la concepción marxista); y todo queda en función de la categoría económica radical producción-consumo. Para el marxismo, el hombre no es ni siquiera un animal, sino un átomo —fugaz e indiferenciado— de la materia en devenir. Sus arquitectos y urbanistas sacan las consecuencias, tanto para la fase negativa (la Revolución) como para la positiva de construcción del socialismo.

L. V. y D. E.

BIBLIOGRAFÍA:

Recensiones a obras marxistas, especialmente a Engels: Condición de la clase obrera en Inglaterra; Marx. Manuscritos de 1844; Lefebvre: La sociología de Marx; e Introducción general a esas Recensiones.

 

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