CAMUS, Albert

La chute

(Castellano: "La caída", Edit. Losada, Buenos Aires, 1956, 123 páginas).

 

1. RESUMEN

La chute, última novela de Camus, sitúa su acción en Holan­da. Algunos críticos dan a esta novela un valor autobiográfico.

Jean‑Baptiste Clamence, un misterioso "juez‑penitente", co­mo a sí mismo se denomina, se dirige —en un soliloquio que va en primera persona desde la primera a la última línea de la novela— a un interlocutor imaginario, que en realidad es el lector.

El hecho de que Camus ambiente este relato en Holanda supo­ne un cambio importante en su trayectoria vital. Hasta ahora, eran las islas griegas, Sicilia y África los paisajes evocados como símbo­los de la juventud perdida. En su lugar, Camus nos presenta en La Chute "el más bello los paisajes negativos": ve en Holanda el país de la "ensoñación de oro, en que miles de Lohengrinn, deslizándo­se pensativos sobre sus negras bicicletas de altos manillares, cual cisnes fúnebres, rodean sin tregua" el Zuiderzee, "mar muerto o casi muerto. Con sus orillas chatas, perdidas en la bruma, no sabe uno dónde comienza, dónde termina. De manera que nos move­mos sin tener ningún punto de referencia y no podemos apreciar nuestra velocidad. Avanzamos y nada cambia. Esto no es una na­vegación, sino un ensueño" (p. 83). Son varias las descripciones paisajísticas de la novela, todas ellas con connotaciones negativas, que contribuyen a situar al lector en el estado de ánimo de Cla­mence: "Horizontales sólo; ni un resplandor; un espacio incoloro, una vida muerta. ¿No es ésta la esfumación universal, la nada ofrecida a los ojos?". Luego, Amsterdam encorsetada por canales concéntricos, de los que puede aspirarse "el vaho de aguas enmo­hecidas, el olor de hojas muertas que se maceran". Finalmente, en Amsterdam, el bar de marineros Mexico City constituye el centro de este relato.

Sólo en una ocasión, a lo largo de la novela, Camus evoca un paisaje mediterráneo, con un tono poético: "En el archipiélago griego, tenía yo la impresión contraria. Nuevas islas aparecían sin cesar en el círculo del horizonte. Sus lomos sin árboles marcaban el límite del cielo, sus costas rocosas se recortaban nítidamente en el mar. Allí no había ninguna confusión. En medio de la luz precisa, todo era punto de referencia. Y de una isla a la otra, continuamen­te en nuestro barquito que se deslizaba, tenía yo empero la impre­sión de saltar, noche y día, sobre la cresta de breves olas frescas, en una travesía colmada de espuma y de risas" (p. 83).

El cambio de paisaje denuncia, según Moeller[1], una revolu­ción interior: Clamence, a lo largo de su monólogo, nos hace pasar del "haz" de una vida inicialmente cobijada bajo el signo de la inocencia y del éxito, al "envés" de una conciencia que se despier­ta a la experiencia moral.

Dejemos que el propio Clamence, gran abogado de lo crimi­nal, que defendía a las viudas y a los huérfanos, se presente: "Co­mencé por cerrar mi bufete de abogado; salí de París y viajé. Pro­curé establecerme con otro nombre en algún lugar en que no me faltara ocasión de practicar mi oficio. Hay muchos de esos lugares en el mundo, pero el azar, la comodidad, la ironía y también la ne­cesidad de cierta mortificación me hicieron elegir una capital de aguas y de brumas, rodeada de canales, ciudad particularmente po­pulosa y visitada por hombres llegados de todo el mundo. Instalé mi despacho en un bar del barrio de los marineros. La clientela de los puertos es muy variada. Los pobres no van a los barrios lujo­sos, en tanto que la gente de calidad termina siempre por ir a parar una vez al menos, y usted bien lo ha visto, a lugares de mala fama. Acecho especialmente al burgués, al burgués que se extravía; con él alcanzo mi pleno rendimiento (...). Ejerzo pues mi profesión en el Mexico City, desde hace algún tiempo" (p. 116).

Aunque el libro aparece dividido en capítulos —que no llevan numeración ni título, sino una mera separación gráfica— todo él es, según se ha dicho, la confesión de Clamence. En lo que sigue, se tratará de recoger y comentar brevemente los hitos de esa "con­fesión" nocturna. La autodenominación de "juez penitente" ("Ahora soy juez penitente", p. 11) cuadra perfectamente a Cla­mence, como se verá.

En el capítulo 1, páginas 7 a 17, Clamence se presenta breve­mente a un interlocutor invisible (el lector), se describe sumaria­mente el contexto urbano en que va a transcurrir la casi inexistente acción y se perfilan algunos rasgos de la personalidad de Clamen­ce, alguno de ellos en clave.

En el segundo capítulo Clamence sigue proporcionando al interlocutor‑lector más datos sobre su vida, a través de sutiles y acertadas descripciones psicológicas. He aquí una muestra:

"Pero bien puede juzgar ya cuál era mi satisfacción. Gozaba de mi propia naturaleza y todos sabemos que en eso estriba la feli­cidad, aunque para aplacarnos mutuamente fingimos a veces que condenamos esos placeres tildándolos de egoísmo. A lo menos go­zaba de esa parte de mi naturaleza que reaccionaba con tanta regu­laridad ante viudas y huérfanos, de suerte que a fuerza de ejercitar­se terminaba por dominar toda mi vida. Por ejemplo, me encanta­ba ayudar a los ciegos a cruzar las calles. Cuando desde lejos des­cubría un bastón vacilante en la esquina de una calle, en un segun­do me precipitaba hacia allí, me adelantaba a veces a la mano cari­tativa que ya se tendía, libraba al ciego de toda otra solicitud que no fuera la mía y con mano suave y firme lo conducía por el pasaje claveteado, entre los obstáculos de la circulación, hacia el puerto tranquilo de la acera donde nos separábamos con mutua emoción. Del mismo modo siempre me gustó dar indicaciones a los transeún­tes, ofrecerles fuego, ayudar a empujar carritos demasiado pesa­dos, a empujar un automóvil detenido por algún desperfecto, com­prar el periódico que vendían los del Ejército de Salvación o las flores que ofrecía alguna vieja, aun sabiendo que ella las había ro­bado en el cementerio de Montparnasse. También me gustaba, ah, y esto ya es más difícil de decir, me gustaba dar limosnas. Un gran cristiano amigo mío reconocía que el primer sentimiento que uno experimenta cuando ve que un mendigo se acerca a su casa es desa­gradable. Bueno, pues, en mi caso era peor: yo desbordaba de jú­bilo. Pero dejémoslo.

Hablemos más bien de mi cortesía, que era célebre, y sin em­bargo indiscutible. La urbanidad me deparaba, en efecto, grandes alegrías. Si ciertas mañanas tenía la suerte de ceder mi lugar en el ómnibus o en el subterráneo a quien visiblemente lo merecía, si re­cogía algún objeto que una vieja señora había dejado caer y se lo devolvía con una sonrisa que yo sabía muy bien exhibir, o si senci­llamente cedía mi taxi a una persona que llevaba más prisa que yo, mi jornada se hacía luminosa (...), eran otras tantas hazañas que yo cumplía con mayor frecuencia que otros, porque prestaba más atención a las ocasiones de hacerlas, ya que de ellas obtenía place­res más sabrosos. (...)

Nunca tuve necesidad de aprender a vivir. Sobre ese punto ya lo sabía todo al nacer. Hay gente cuyo problema consiste en prote­gerse de los hombres o por lo menos en acomodarse a ellos. Para mí, la acomodación era cosa ya hecha. Familiar cuando el caso así lo requería, silencioso si era necesario, capaz tanto de desenvoltura como de gravedad, no encontraba obstáculos en parte alguna. Y lo cierto es que no estaba mal hecho. Me mostraba a la vez bailarín infatigable y erudito discreto; conseguía amar al mismo tiempo, lo cual en modo alguno es fácil, a las mujeres y la justicia; practicaba deportes y cultivaba las bellas artes. Vaya, aquí me detengo, para que no piense usted que me complazco a mí mismo. Pero le ruego que me imagine usted en la flor de la edad, de salud perfecta, gene­rosamente dotado, hábil en los ejercicios del cuerpo, así como en los de la inteligencia, ni pobre ni rico, que dormía bien y que esta­ba profundamente contento de mí mismo, sin mostrarlo más que por una sociabilidad feliz. Admitirá entonces que bien puedo ha­blar, con toda modestia, de una vida lograda. (...) A decir verdad, a fuerza de ser hombre, con tanta plenitud y sencillez, terminaba por sentirme un poco superhombre. (...)

Verdad es que me hallaba satisfecho de todo. Pero al mismo tiempo, satisfecho de nada. Cada alegría me hacía desear otra. Iba de fiesta en fiesta. Ocurría que ocasionalmente bailaba varias no­ches seguidas, cada vez más cautivado por la vida y los seres. Y en esas noches, ya tarde, cuando la danza, el alcohol ligero, mi desen­freno, el violento abandono de todo el mundo, me lanzaban a una embriaguez cansada y plena al propio tiempo, me parecía a veces que, en el extremo de la fatiga y en el espacio de un segundo, com­prendía por fin el secreto de los seres y del mundo. Pero el cansan­cio desaparecía al día siguiente, y con él el secreto. Y entonces yo volvía a lanzarme de nuevo. Y así corría yo, siempre colmado, nunca saciado, sin saber dónde detenerme. Hasta un día, o mejor dicho, hasta una noche en que la música se interrumpió de pronto y las luces se apagaron. La fiesta en la que yo había sido feliz... Pero, permítame llamar a nuestro amigo el primate. Incline la ca­beza para agradecerle y, sobre todo, beba conmigo, pues tengo ne­cesidad de su simpatía".

Continúa Clamence manifestando sus sentimientos acerca de la amistad, del amor humano. Queda bien patente su egoísmo o, mejor, egocentrismo, que le lleva a estar por encima de los demás, a desentenderse de sus vidas, a rehusar todo compromiso, todo es­fuerzo en servicio del prójimo.

De pronto, un acontecimiento interrumpe la vida dichosa de Clamence. El mismo lo cuenta:

"Caía la noche. (...) Yo iba por la orilla izquierda del río ha­cia el puente de las Artes. (...) Estaba contento, había tenido un buen día: un ciego, la reducción de una pena que yo esperaba para un reo, el cálido apretón de manos de mi cliente, algunos actos de generosidad y, durante la tarde, una brillante improvisación frente a algunos amigos sobre la dureza de corazón de nuestra clase diri­gente y la hipocresía de nuestra élite.

Yo había subido hasta el puente de las Artes, desierto a aque­lla hora, para contemplar el río que apenas se adivinaba en medio de la noche que ya había caído. Frente al Vert‑Galant dominaba la isla. Sentía ascender en mi interior un vasto sentimiento de poten­cia y, ¿cómo podría decirlo?, de realización, que dilataba mi pe­cho. Me erguí y me disponía a encender un cigarrillo, el cigarrillo de la satisfacción, cuando en ese preciso instante detrás de mí esta­lló una carcajada. Sorprendido, me volví bruscamente. A mis es­paldas no había nadie. Me llegué hasta el parapeto. Ningún bote, ninguna barca. Me volví hacia la isla y, de nuevo, oí la carcajada a mis espaldas. Un poco más lejos, como si fuera descendiendo por el río. Me quedé allí clavado, inmóvil. La risa iba disminuyendo de punto, pero la oía aún distintamente detrás de mí y no podía venir de otra parte, sino de las aguas. Al mismo tiempo sentía los latidos precipitados de mi corazón. Entiéndame bien; aquella risa nada te­nía de misterioso. Era una risa franca, natural, amistosa, lo cual volvía a poner las cosas en su lugar. Al cabo de un rato ya no oí nada más. Retorné a los muelles, tomé por la calle Dauphine, com­pré cigarrillos que no necesitaba. Me sentía aturdido, respiraba con dificultad. Esa noche llamé a un amigo, que no estaba en su casa. Vacilaba en salir, cuando de pronto oí una carcajada bajo mis ven­tanas. Abrí. En la acera vi en efecto a unos jóvenes que se separa­ban alegremente. Torné a cerrar las ventanas encogiéndome de hombros. Después de todo, tenía que estudiar un expediente. Fui al cuarto de baño para beber un vaso de agua. Mi imagen sonreía en el espejo, pero me pareció que aquella sonrisa era doble..."

Refiriéndose a este suceso de la vida de Clamence, apostilla Moeller[2]: "se trata de una caída, de un juicio implacable, que al­canza a Clamence como a los demás (...). Clamence ya no descu­bre la desdicha, sino el mal dentro de sí mismo". "Ha de saber us­ted —dice Clamence al interlocutor ficticio— que pensé un poco en aquella carcajada durante algunos días y que luego la olvidé. De cuando en cuando me parecía escucharla en alguna parte de mí mismo" (p. 39).

Tercer Capítulo (pp. 39‑62)

A propósito del paisaje urbano de Amsterdam, de los anun­cios, etc., va haciendo consideraciones, unas más generales, otras en tono más personal y confidencial, en la que va quedando paten­te el egocentrismo morboso del juez penitente: "Ya sé que no po­demos prescindir de dominar o de que nos sirvan. Cada ser huma­no tiene necesidad de esclavos como del aire puro. Mandar es res­pirar. Y hasta los más desheredados consiguen respirar (...). En su­ma, que lo esencial es enojarse sin que el otro tenga derecho a res­ponder" (p. 41).

El episodio de la carcajada que antes relató le alertó de tal ma­nera, que a partir de ese momento Clamence va a reconocer en sí mismo su doblez: "un rostro doble, un encantador Jano. (...). En mis tarjetas se leería: 'Jean‑Baptiste Clamence, comediante'.

Mire usted, poco después del atardecer de que le hablé, descu­brí algo. Cuando abandonaba a un ciego en la acera a la cual lo había ayudado a llegar, lo saludaba. Evidentemente, ese sombrera­zo no estaba destinado a él, puesto que no podía verlo. ¿A quién, pues, se dirigía? Al público. Después de desempeñar el papel, vie­nen los saludos. No está mal, ¿eh?, (...).

Debo reconocerlo humildemente, querido compatriota: siem­pre reventé de vanidad. Yo, yo, yo; ése era el estribillo de mi cara vida. Estribillo que se extendía a todo cuanto decía. Nunca pude hablar sin vanagloriarme. Sobre todo si lo hacía con esa estrepitosa discreción cuyo secreto yo poseía. Verdad es que siempre viví como hombre libre y poderoso. Sencillamente me sentía liberado con res­pecto a todos, por la excelente razón de que no reconocía ningún igual mío. Siempre me estimé más inteligente que todo el mundo, ya se lo dije, pero también, más sensible y más hábil, tirador exce­lente, conductor incomparable, mejor amante. Hasta en aquellos terrenos en que me resultaba fácil verificar mi inferioridad, como en el tenis, por ejemplo, juego en el que yo no era sino un conten­diente mediocre, me era difícil no creer que, si tuviera tiempo de entrenarme, estaría entre los campeones. En mí no admitía sino su­perioridades, lo cual explicaba mi benevolencia y serenidad. Cuan­do me ocupaba de los demás, lo hacía por pura condescendencia, con toda libertad, y el mérito era todo mío: subía en un grado el amor que sentía por mi mismo".

A continuación relata una aventura ridícula, un embrollo de circulación, una riña entre conductores, que había acabado en una bofetada no devuelta por él. No pudo digerir esta escena, que le había hecho sentirse un "pobre hombre". Clamence descubrió en­tonces que quería dominar a los demás siempre y en todo: "Episo­dio sin importancia, dirá usted. Sin duda. Sólo que me llevó mu­cho tiempo olvidarlo. Ahí está lo importante del asunto" (p. 48).

Clamence se confiesa incapaz de ver en el amor algo más que la sensualidad: "Desde luego que el amor verdadero es excepcio­nal. Sobrevendrá más o menos dos o tres veces por siglo. En lo res­tante del tiempo lo que hay es vanidad o tedio. (...). La sensuali­dad y únicamente la sensualidad reinaba en mi vida amorosa. Bus­caba sólo objetos de placer y de conquista" (pp. 51‑52).

El tormento de Clamence consiste —como dice Moeller—, en no saber amar y en no ser amado. Pero éstos no eran aún más que signos precursores de un descubrimiento más radical. Este descu­brimiento, que ocupa el centro de su memoria, lo relata Clamence así:

"La cosa ocurrió así: aquella noche de noviembre, dos o tres años antes del atardecer en que creí oír unas carcajadas a mis es­paldas, dirigiéndome a mi casa iba hacia la orilla izquierda del río por el puente Royal. Era la una de la madrugada. Caía una lluvia ligera, más bien una llovizna, que dispersaba a los raros transeún­tes (...). En el puente pasé por detrás de una forma inclinada sobre el parapeto, que parecía contemplar el río. Al acercarme distinguí a una joven delgada, vestida de negro. (...) después de vacilar un instante, proseguí mi camino. Al llegar al extremo del puente tomé por los muelles en dirección de Saint Michel, donde vivía. Había recorrido ya unos cincuenta metros más o menos, cuando oí el rui­do, que a pesar de la distancia me pareció formidable en el silencio nocturno, de un cuerpo que cae el agua. Me detuve de golpe, pero sin volverme. Casi inmediatamente oí un grito que se repitió mu­chas veces y que fue bajando por el río hasta que se extinguió brus­camente. El silencio que sobrevino en la noche, de pronto coagula­da, me pareció interminable. Quise correr y no me moví. Creo que temblaba de frío y de pavor. Me decía que era menester hacer algo en seguida y al propio tiempo sentía que una debilidad irresistible me invadía el cuerpo. He olvidado lo que pensé en aquel momen­to. "Demasiado tarde, demasiado lejos...", o algo parecido. Me había quedado escuchando inmóvil. Luego, con pasitos menudos, me alejé bajo la lluvia. A nadie di aviso del incidente. (...). Ni al día siguiente ni en muchos otros días leí los periódicos".

Clamence no se había conocido bien antes de ese minuto noc­turno en que no tuvo valor para socorrer a un ser que se ahogaba voluntariamente: "Lo comprendía todo de golpe el día en que me asaltó la sospecha de que tal vez yo no era tan admirable" (p. 67). Tuvo conciencia de que en él "había algo que juzgar" (p. 68). En­tonces descubrió que se amaba de un modo exclusivo, que estaba marcado por "un gran amor de sí mismo", que "todo resbalaba sobre él", que "nunca había pensado más que en sí mismo".

El acontecimiento de aquella noche tendrá para él el valor de una llamada: "A partir de la noche en que se me llamó, porque en verdad fui llamado" (p. 72). Clamence ha caído de las "cumbres" en las que "reinaba".

Sólo se atreve a dar una excusa para justificar su actitud: "nunca pude creer profundamente que los asuntos humanos fue­ran cosas serias" (p. 74).

La intensidad de la sacudida que supuso para Clamence tal "llamada" nocturna queda bien patente en las frases que siguen:

"En ese momento el pensamiento de la muerte irrumpió en mi vida cotidiana. Comencé a calcular los años que me separaban de mi fin. Buscaba ejemplos de hombres de mi edad que ya estuvieran muertos. Y me atormentaba la idea de que no tendría tiempo para cumplir mi misión. ¿Qué misión? No lo sabía. Y pensándolo bien, ¿valía la pena que continuara haciendo lo que hasta entonces? Pe­ro no era exactamente eso. En efecto, me perseguía un temor ridí­culo. Me parecía que no era posible morir sin haber confesado an­tes todas las mentiras; no a Dios ni a uno de sus representantes. Yo estaba por encima de todo eso, como usted puede figurárselo. No; se trataba de confesarlas a los hombres, a un amigo, o a una mujer amada, por ejemplo. Si no lo hacía así, una sola mentira que per­maneciera oculta en mi vida sería definitiva por obra de la muerte. Nunca ya nadie conocería la verdad sobre ese punto, puesto que el único que la conocía era precisamente el muerto, dormido sobre su secreto. Este asesinato absoluto de una verdad me daba vértigo. Hoy, dicho sea entre paréntesis, me procuraba más bien delicados placeres. La idea, por ejemplo, de que soy el único que sabe dónde está lo que todo el mundo busca y de que en mi casa guardo un objeto que ha hecho correr de aquí para allá a tres agentes de poli­cía, me resulta sencillamente deliciosa. Pero, dejemos esto. En aquella época, no había encontrado aún la fórmula y me atormen­taba".

Quinto Capítulo (pp. 83‑100)

Sigue la confesión de Clamence. Cuenta cómo va a buscar en las mujeres un medio de hacer callar la risa burlona que le recuerda su pasado. Fracasa en un breve intento de amor, porque descubre que no es más que un "veleidoso de la pasión": "Busqué, pues, en otra parte el amor prometido por los libros, amor que en la vida yo nunca había encontrado. Pero me faltaba entrenamiento. Hacía más de treinta años que me amaba exclusivamente a mí mismo. ¿Cómo esperar que pudiera perder semejante costumbre?" (p. 86). Renuncia, por tanto al amor, y sigue diciendo: "Me di cuenta por fin que todavía me quedaba el libertinaje, (el desenfreno) que reemplaza muy bien al amor, que acalla las risas, restablece el si­lencio y, sobre todo, confiere la inmortalidad (...). En cierto senti­do, yo había vivido siempre en el libertinaje y nunca había dejado de querer ser inmortal. ¿No era ése el fondo de mi naturaleza, y no era también un efecto del gran amor que me tenía a mí mismo?" (p. 87). "El verdadero libertinaje —sigue confesando Clamence— es liberador, porque no crea ninguna obligación. En el libertinaje uno no posee sino su propia persona. Es, pues, la ocupación prefe­rida de los grandes enamorados de sí mismos. El libertinaje es una selva virgen, sin futuro ni pasado y, sobre todo, sin promesas ni sanciones inmediatas" (p. 88).

Viviendo de esa manera, la vida —dice— se le torna menos dolorosa, porque el desenfreno no es más que un largo sueño: "Cada exceso disminuye la vitalidad y por tanto el sufrimiento" (p. 89). "Quería hablarle —sigue Clamence— de la ventaja que obtuve con aquellos meses de orgía. Vivía en una especie de niebla en que las risas se amortiguaban hasta el punto de que yo termina­ba por no oírlas. La indiferencia, que ocupaba ya tanto lugar en mí, no encontraba ya resistencia y extendía su esclerosis. ¡Ya no sentía emociones! Mi estado de ánimo era regular, parejo; o, me­jor dicho, no tenía ningún estado de ánimo (...). Engordé un poco y por fin pude creer que la crisis había terminado. Ahora se trata­ba sólo de envejecer" (pp. 90‑91).

"Sin embargo, un día, en el curso de un viaje que ofrecí a una amiga, sin decirle que lo hacía para celebrar mi curación, encon­trándome a bordo de un trasatlántico y, naturalmente, en el puente superior, de pronto divisé a lo lejos un punto negro en el océano color de hierro. Aparté inmediatamente los ojos y mi corazón se puso a latir precipitado. Cuando me obligué a mirar otra vez, el punto negro había desaparecido. Iba a gritar, a pedir estúpidamen­te ayuda, cuando volví a verlo. Se trataba de uno de esos restos que los barcos dejan detrás de sí. Con todo, no había podido resis­tir mirarlo. En seguida había pensado en un ahogado. Comprendí entonces sin rebelión alguna, que uno se resigna a una idea cuya verdad conoce desde hace mucho tiempo, comprendí que aquel grito que años atrás había resonado en el Sena a mis espaldas, no había cesado de andar por el mundo (...) aquel día comprendí definitiva­mente que no estaba curado, que continuaba oprimido y que tenía que arreglármelas como pudiera. Había terminado mi vida glorio­sa, pero habían terminado también la rabia y los sobresaltos. De­bía someterme y reconocer mi culpabilidad, debía vivir en la maz­morra estrecha".

Hace a continuación algunas reflexiones sobre Dios y sobre la muerte de Jesucristo. Criticando la doctrina y la vida de la Iglesia, con unos planteamientos típicos del racionalismo radical. Muestra una vaga admiración filantrópica por Jesucristo y algunas enseñan­zas del Evangelio, pero rechaza decididamente la divinidad del Señor así como el carácter sobrenatural de la Iglesia. Los ataques frontales a la Jerarquía —acusada, en bloque, como opresora e in­misericorde— son fruto de una deformación caricaturesca de la verdad de las cosas.

Sexto Capítulo (pp. 101‑123)

Desde la cama, en donde se encuentra con un poco de fiebre, continúa Clamence relatando algunos hechos de su vida durante la segunda guerra mundial, entremezclados con confesiones, digresio­nes, juicios, etc., todo ello con un contenido simbólico y ético —de la ética peculiar de Camus—, cada vez más acentuado: que detenido por los alemanes e introducido en un campo de concen­tración, cerca de Trípoli, en donde le eligieron "Papa"; confía lue­go a su interlocutor que en el ropero de su habitación tiene en de­pósito uno de los paneles del famoso retablo de Van Eyck El Cor­dero Místico, Los jueces íntegros, que le ha llegado a través de un parroquiano del bar Mexico City.

Seguidamente, Clamence va a ir proporcionando a su lector-interlocutor las claves para la interpretación de la novela. Queda patente que este relato, como otros de Camus, posee —por su ca­rácter fuertemente simbólico— varios niveles de interpretación (re­cuérdese, por ejemplo, a este respecto, La peste, 1947). Es también en estas últimas páginas de La caída donde queda más perfilado el pensamiento personal de Camus. Como, según se ha dicho ya, el relato carece de argumento, lo más útil será reproducir los textos más significativos del final del libro:

"Mi punto de partida, mi principio, consiste en no admitir nunca excusas para nadie. Niego la buena intención, el error esti­mable, el paso equivocado, la circunstancia atenuante. Yo no ben­digo, no distribuyo absoluciones. Sencillamente lo sumo todo y luego digo: "Este es el monto. Usted es un perverso, un sátiro, un mitómano, un pederasta, un artista, etc.". Así mismo. Secamente. En filosofía, lo mismo que en política, soy pues partidario de toda teoría que niega la inocencia del hombre, y de toda práctica que lo trata como culpable. En mí está viendo usted, querido amigo, un partidario ilustrado de la servidumbre.

La sentencia que lanzamos sobre los otros termina por volver­se derechamente contra nuestro rostro y no deja de producir sus estragos. ¿Entonces?, pregunta usted. Pues bien, éste es mi rasgo genial. Descubrí que mientras aguardamos el advenimiento de los amos y de sus varas, deberíamos, como hizo Copérnico, invertir el razonamiento para triunfar. Puesto que no puede uno condenar a los otros sin juzgarse en seguida, era menester que uno mismo se abrumara, para tener el derecho de juzgar a los demás. Puesto que todo juez termina un día siendo penitente, había que hacer el cami­no en sentido inverso y ejercer la actividad de penitente para poder terminar siendo juez. ¿Me sigue usted? Bien. Pero para ser aún más claro, voy a decirle cómo trabajo. (...)

Ejerzo pues mi profesión en el Mexico‑City, desde hace algún tiempo. Consiste primero, como usted ya vio, en practicar una confesión pública, con la mayor frecuencia que sea posible. Me acuso larga y ampliamente. Eso no es difícil; ahora tengo memo­ria. Pero fíjese usted bien, no me acuso groseramente golpeándo­me el pecho, no; navego con suavidad, multiplico los matices, tam­bién las digresiones y adapto mi discurso al oyente. Voy mezclando cosas que me conciernen con otras que se refieren a los demás. To­mo los rasgos comunes, las experiencias que hemos tenido juntos, las debilidades que compartimos, el buen tono, en fin, el hombre del día tal como se da en mí y en los otros. Con todos esos elemen­tos compongo un retrato que es el de todos y el de nadie. Una máscara, en suma, bastante parecida a las del carnaval, que son a la vez fieles y simplificadas, y frente a las cuales uno se dice: ¡Va­ya, a éste ya lo he visto antes! Cuando el retrato queda terminado, como esta noche, lo muestro lleno de desolación: "Mire, ay, lo que soy". Y así termina la fase requisitoria. Pero, al mismo tiem­po, el retrato que tiendo a mis contemporáneos se convierte en un espejo.

Cubierto de ceniza, arrancándome lentamente los cabellos, mostrando la cara arañada por mis uñas, pero con la mirada pene­trante, me expongo a la humanidad entera, mientras recapitulo mis vergüenzas, sin perder por ello de vista el efecto que produzco, y digo: "Yo era el último de los hombres". Entonces, insensiblemen­te, paso en mi discurso del yo al nosotros. Cuando llego a declarar "Esto es lo que somos", el juego está hecho y entonces puedo de­cirles la verdad. Yo soy como ellos, desde luego. Todos estamos hechos de la misma tela. Sin embargo, tengo una superioridad, la de saberlo, y esa superioridad es la que me da derecho a hablar. Estoy seguro de que aprecia usted la ventaja. Cuanto más me acu­so más derecho tengo a juzgarlo a usted. Más aún, lo proceso a que se juzgue usted mismo, lo cual alivia mi trabajo. ¡Ah, querido amigo, somos extrañas, miserables criaturas! Y por poco que exa­minemos nuestra vida anterior, no nos faltan ocasiones de asom­brarnos y de escandalizarnos nosotros mismos. (...) ¿Y por qué ha­bría de cambiar si encontré la felicidad que me conviene? En lugar de afligirme, acepté la duplicidad. Me instalé en ella y en ella en­contré el bienestar que busqué toda mi vida. En el fondo, me equi­voqué al decirle que lo esencial era evitar el juicio. Lo esencial es poder permitírselo todo, aun a costa de declarar, de cuando en cuando y a voz en cuello, la propia indignidad. De nuevo vuelvo a permitírmelo todo; y esta vez sin risas. No cambié de vida, conti­núo amándome y sirviéndome de los demás. Sólo que la confesión de mis faltas me permite volver a comenzar con mayor facilidad y gozar dos veces, primero de mi naturaleza y luego de un encanta­dor arrepentimiento.

¿No somos acaso todos parecidos? ¿No hablamos sin cesar y a nadie? ¿No nos hallamos siempre frente a las mismas preguntas, aunque sepamos de antemano las respuestas? Vamos, cuénteme us­ted, se lo ruego, lo que le ocurrió una noche en los muelles del Se­na y cómo logró no arriesgar nunca su vida. Pronuncie usted mis­mo las palabras que, desde hace años, no han dejado de resonar en mis noches, y que por fin oiré por su boca: "Oh, muchacha, vuel­ve a lanzarte otra vez al agua, para que yo tenga una segunda oportunidad de salvarnos los dos". Una segunda vez, ¡ejem..., qué imprudencia! Supóngase usted, querido doctor, que se nos tomara la palabra. Habría que hacerlo. ¡Brr...! ¡El agua está tan fría! ¡Pe­ro tranquilicémonos! Ahora es ya demasiado tarde, siempre será demasiado tarde. ¡Felizmente!

2. VALORACIÓN LITERARIA

La caída es, para los diversos críticos, la obra de Camus que posee un carácter más ético y menos estético. Desde el punto de vista literario, resalta sobre cualquier otra característica la sencillez del estilo, la sobriedad de recursos literarios, el uso de un lenguaje directo y funcional. Sólo una nota, de carácter lingüístico, merece destacarse en la lengua de esta narración camusiana; nota —por lo demás— a la que el mismo autor hace referencia en el propio texto de la narración: el uso de formas verbales en imperfecto de subjun­tivo que, aunque es una forma correcta, no es usual en el lenguaje conversacional: "¡Ah, advierto que le choca ese pretérito imperfec­to de subjuntivo! Confieso mi debilidad por ese modo y el lenguaje correcto y elegante en general" (p. 9).

3. VALORACIÓN DOCTRINAL

En La caída Camus analiza la culpabilidad humana, una cul­pabilidad desesperada, total, a la que no da solución alguna, al descartar al perdón divino. La descripción de la debilidad moral del hombre, realizada a través de la confesión personal de Clamen­ce, es el núcleo del relato. La culpabilidad viene simbolizada por esa voz de petición de ayuda, por esa risa que acusa, a la que nada ni nadie puede acallar.

En la confesión de Clamence, la visión de la maldad humana es tan aguda, que hasta la posibilidad de llegar a ser "santo" pare­ce irrisoria: "El hombre no puede amar sin amarse a sí mismo", dice Clamence casi al principio de su confesión; y añade al final: "No he cambiado; sigo amándome y utilizando a los demás".

La amistad verdadera, para Clamence, se muestra "en un hombre cuyo amigo había sido encarcelado y que todas las noches se acostaba en el suelo de su habitación para no gozar de una co­modidad que se había quitado de aquel a quien amaba". La única cuestión seria es, pues, ésta: "¿Quién se acostará en el suelo por nosotros?". Sólo aquí estaría la salvación. Clamence no ha tenido el valor de "acostarse en el suelo por los otros". Ha temido morir; esa es la angustia que cruza todo su relato: "Hablemos claro: amo la vida; he ahí mi verdadera debilidad". Esta confesión viene in­mediatamente después del relato de la llamada oída desde el puen­te, cuando se ahogó la mujer joven. Esta obsesión sigue ya de pá­gina en página.

Las últimas frases de la confesión de Clamence muestran una solución "de sencillez diabólica" —como dice Moeller— al pro­blema del egoísmo humano. "Puesto que todo juez acaba en peni­tente —comenta, el mismo autor—, ya que no se puede condenar a los otros sin juzgarse al mismo tiempo a sí mismo, era preciso in­vertir el movimiento: condenarse primero a sí mismo, acusarse pú­blicamente, para poder, luego, juzgar a los otros y escapar así al juicio de éstos (...). Así, pues, Clamence vuelve a reinar, pero, ahora, para siempre"[3], juzgando a todo el mundo.

La actitud de Clamence es la de un cobarde que conoce su co­bardía, la de un espíritu superficial que se gloría de serlo, un cóm­plice burlón que grita su sarcasmo, al que se detesta, pero en quien reconocemos nuestro semejante[4].

La única solución para la vida de Clamence, solución que Ca­mus no da, es la existencia de un Dios que perdona verdaderamen­te; sólo el arrepentimiento ante Dios puede librar de los errores pa­sados.

La obra es una "confesión" de Clamence: una confesión no hecha a Dios, ni realmente arrepentida. Es más bien un alegato, no contra la conducta de un hombre concreto sino contra todo hom­bre. Como en otras obras de este autor, los problemas radicales del hombre abocan hacia el absurdo —consecuencia de su existencia­lismo—, quedando como único rector de la conducta y de la vida el destino —un inexorable y ciego destino, sustitutivo de un Dios rechazado reiteradamente por Camus—, tiñéndose en consecuencia la vida humana de un pesimismo ético demoledor.

Todo este planteamiento y, en concreto, este pesimismo mo­ral, se opone radicalmente a la verdad cristiana, que describe al hombre herido ciertamente en su naturaleza, pero capaz de obrar con rectitud y —con la ayuda de la gracia— meritoriamente. En Camus, aunque el individuo originariamente fuese bueno, estará irremisiblemente abocado al egoísmo.

Hay un "camino", según Camus, de salvación —una difusa salvación—, que nada tiene que ver con la salvación cristiana: el papel que en otras obras camusianas juega la muerte, como libera­dora del mal moral obrado en la vida —por ejemplo, en Les Justes—, aquí lo juega un reconocimiento ante sí mismo, cerrado a la trascendencia, de las propias faltas: una especie de autoabsolu­ción, sin Dios y sin premio. Por tanto, no sólo yerra en el conteni­do de la salvación, sino también en el modo: quien salva —según Camus— no es Dios —no puede serlo, pues rechaza reiterada­mente su existencia—, sino el mismo hombre, coincidiendo en esto con otras concepciones ateas.

El autor, en varios momentos, proclama abiertamente su ateís­mo por boca de Clamence, y una aversión no disimulada hacia la Iglesia, que le lleva a caricaturizar con sarcasmo sus instituciones y los Sacramentos —por ejemplo, la Confesión—; por otra parte, con cierta frecuencia deja caer alusiones y comparaciones entre la conducta ética de creyentes y no creyentes, dejando en mal lugar a aquéllos y permitiendo al lector que juzgue la moral cristiana como fuera de la realidad y tendente al fariseísmo.

Su pensamiento sobre Jesucristo se aparta igualmente, y con decisión, de la fe cristiana: niega su divinidad, y por tanto el auténtico valor sacrificial, redentor, de su Pasión y Muerte.

No extraña, por todo lo anterior, que otros temas morales —por ejemplo, los relacionados con el amor y la castidad— sean tratados con crudeza y sin una recta valoración ética.

M.C. y J.M.

 

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[1] Charles Moeller, Literatura del siglo XX y Cristianismo, tomo I, Ed. Gredos, Madrid 1960, p. 110.

 

[2] Ibidem.

 

[3] Ibidem, p. 131.

[4] Ibidem, p. 135.