BUSTO
SAIZ, José Ramón
Cristología para empezar
Editorial Sal Terrae, Santander 1995, 154 pp. (4ª edición)
INTRODUCCIÓN
Obra de divulgación, para un público general sin preparación teológica, con la pretensión de salvar en parte la distancia entre los exégetas teólogos y el cristiano “de a pie”, sobre cuestiones dogmáticas esenciales alrededor de la figura de Cristo. En la contraportada del libro se puede leer: “El objetivo de este libro es ayudar a compensar ese desfase poniendo al alcance de todos –con toda claridad, pero con todo rigor- una parte (mínima pero esencial) de lo que hoy ya es perfectamente normal en Cristología. Se trata, entre otras cosas, de recuperar la plena humanidad de Jesús para poder acceder a su plena divinidad; para poder proclamar con conocimiento de causa la afirmación ‘Jesús es el Cristo’, que constituye el centro de la fe cristiana”.
En el año de la publicación de este texto, José Ramón Bustos Saiz (Burgos, 1950), es profesor de Exégesis del Antiguo Testamento y de Teología Bíblica en la Universidad Pontificia de Comillas. El libro nace como consecuencia de unas conferencias impartidas por el autor a educadores de la Provincia de Castilla de la Compañía de Jesús.
A lo largo de estas páginas se señalará lo más relevante que el autor expone en el libro y, en notas a pie de página, se harán comentarios que tienen por objeto contrastar las explicaciones, -mejor sería decir, interpretaciones- que da el autor. Al final se encuentra una valoración del libro, desde diferentes ángulos, especialmente desde los puntos de vista doctrinal y pedagógico, ya que como se ha dicho es una obra de divulgación sin grandes pretensiones científicas, aunque se invoca el rigor por parte del autor.
CONTENIDO DE LA OBRA
El texto consta de introducción y cinco capítulos:
1. La investigación moderna sobre Jesús de Nazaret: esbozo histórico de la investigación exegética sobre la figura de Cristo. Se trata de un capítulo de primordial importancia. Establece de partida una fuerte contraposición entre la Cristología previa al Concilio Vaticano II y la posterior. Hace una breve historia sobre las diferentes etapas por las que ha pasado la investigación histórica de Jesús, para terminar con los resultados conseguidos.
2. La historia de Jesús de Nazaret: se plantea qué sabemos sobre Jesús, su mensaje y sus obras.
3. Aproximación histórica a la causa de la muerte de Jesús: intenta dar luz acerca de lo que fue la causa última del rechazo, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
4. La resurrección de Jesús: se centra en los testimonios literarios y en la fe de los primeros discípulos.
5. La fe en Jesucristo: termina su obra tratando la fe en la divinidad de Cristo, Hombre verdadero, Hijo de Dios, Nuestro Hermano Mayor, perfecto Dios y perfecto Hombre y, Salvador del pecado, la ley antigua y la muerte de todo el género humano.
Introducción
El autor acude a Kasper[1] para afirmar con él que la profesión “Jesús es el Cristo” es el resumen esencial de toda la fe cristiana. La Cristología sería la explicación concienzuda de esta profesión de fe. Después de afirmar la absoluta centralidad de la Cristología dentro de la Teología, y de señalar que se trata de un tratado pacíficamente admitido en el mundo teológico, acude a Fabris[2] para hacernos llegar un resumen de todo el trabajo de investigación de las tres últimas décadas y, de las tesis planteadas, que ahora son aceptadas. Fabris publicó su obra en 1983.
Capítulo Primero: La investigación moderna sobre Jesús de Nazaret
Afirma que en la historia de la cristología se ha producido un hiato, de manera que nos encontramos:
- una cristología -anterior al Concilio Vaticano II- que, olvidando en Jesús su ser Hombre, se centra en su Divinidad. Dios en Jesús nos salva, y esta salvación “en la práctica valía sólo para la otra vida” (p.14); “dejábamos en la penumbra que era hombre” (p.15), lo que califica de “criptoherejía” o “herejía inconsciente” en palabras de Rahner. Esto produce –según el autor- un decaimiento en la fe de nuestros contemporáneos para los cuales resultan irrelevantes los atributos divinos, “ya que para creer en Dios era preciso que Dios fuera creíble” (p.16). Así, de admitir hasta el siglo XVIII que “la verdad que nos transmiten los evangelios (...) era siempre estricta verdad histórica” se pasa en los siglos siguientes a la investigación historico-crítica que pretende decantar el dato histórico verdadero abandonando la “siempre estricta verdad histórica” que en palabras del autor “no era así, ni podía serlo, y en ello estaban implicados problemas de tipo histórico, literario y teológico” (p.16).
- la cristología actual, con estos fundamentos expuestos, ha sido calificada de “genética”, frente a la anterior que recibe el nombre de “deductiva”. Genética, porque no nos situamos en el punto de partida, “Jesús es Dios” y de ahí deducimos quién es Jesús, sino que se sigue un proceso inverso en el que a partir del dato histórico iremos reconstruyendo el itinerario de fe que lleva a Pedro a afirmar “Jesús es el Cristo”. Esto tiene una fundamental consecuencia: en esta nueva cristología, Jesús de Nazaret no sólo nos revela a Dios, sino que nos revela al hombre “porque el hombre que Jesús realiza es nuestra salvación” (p.19).
Termina este apartado haciendo el siguiente resumen: “el cambio más importante en cristología es que nos hemos enterado de manera más radical y concreta que Jesús fue hombre. Si fue hombre, tuvo una historia humana. Esa historia humana puede y debe investigarse históricamente, y además esa historia es relevante para nuestro conocimiento de Dios y del sentido último de nuestro ser hombres” (p.19)[3].
Dentro de este primer capítulo, en un segundo apartado, el autor hace una breve historia sobre el curso de la investigación histórica sobre Jesús. A los evangelios podemos acercarnos desde tres ángulos diversos:
a) como fuentes históricas: los evangelios no pueden ser considerados sin más obras históricas, en el sentido de que todo lo que cuentan haya sucedido tal cual lo transmiten. El autor fundamenta esta tesis en “las múltiples contradicciones que encierran” (p.21). Pone dos ejemplos de lo que afirma: el día de la muerte de Jesús es distinto si acudimos al cuarto evangelio que si lo hacemos a los sinópticos; y, en segundo lugar, las dos generaciones de Jesús que nos ofrecen Mateo (1,1-16) y Lucas (3,23-38). Conclusión: “al menos a primera vista, su testimonio histórico no es de fiar” (p.22);
b) como obras literarias: el autor se pregunta, después de afirmar el valor literario de los evangelios, cuestiones como: ¿cuáles son los autores?, habida cuenta de que ninguno de los evangelios está firmado; los autores, ¿fueron testigos oculares de lo que cuentan?; ¿cómo se explican las contradicciones?; ¿dispusieron de fuentes?, ¿cuáles?, ¿cómo las utilizaron?; ¿para que lectores escribían?;
c) como obras teológicas: el autor afirma: “La ‘pura historia’, como la ‘pura realidad’, no existe ni en el caso de Jesús ni en ningún otro. La historia y la realidad son siempre historia y realidad interpretadas. Los evangelios nos transmiten la historia de Jesús interpretada por la comunidad creyente, y el creyente ve en esa interpretación el testimonio de la misma interpretación de Dios acerca de esa historia” (pp.23-24)[4].
Dice el autor: “el creyente cristiano siempre ha visto en ellos una palabra autoritativa sobre su fe y su vida” (p.20).
El autor hace un breve repaso del desarrollo de la exégesis, que divide en cuatro etapas, a saber: etapa precrítica: “la verdad de los evangelios se identifica con la verdad histórica” (p.24). Aparecen Reimarus, y su discípulo Lessing que, en 1978 publica algunos fragmentos de la obra de su maestro (texto conocido como “el anónimo de Wolfenbüttel): “Jesús fue un rebelde contra los romanos al que éstos lograron apresar y ajusticiar” (p.26). Cristo es un político que fracasó. Sus discípulos roban el cuerpo, y la pretendida liberación política deviene en una liberación espiritual. El verdadero Jesús histórico fue secuestrado y lo que nos llega es fruto de las confesiones cristianas, pero que nada tienen que ver con lo real.
En segundo lugar, la etapa liberal: se desarrolla en el ámbito protestante alemán a lo largo del siglo XIX. Jesús es un maestro de vida moral. La pregunta esencial a la que da respuesta Jesús es, ¿qué tenemos que cumplir?. Las teorías se multiplican y el balance es claramente negativo. Schweitzer y Harnack son sus representantes más importantes. La conclusión a la que llegan estos autores es que nada podemos saber de Jesús de Nazaret. Harnack publica un libro con un título bien elocuente: “Vita Iesu scribi nequit”.
Una tercera etapa sería, la teología existencial cuya afirmación fundamental estriba en decir que no importa no saber nada de Jesús, pues lo verdaderamente esencial es la fe en Jesucristo, la sola fe, que no necesita apoyarse en la historia de Jesús. Es fruto de la herencia que le deja la etapa liberal y la impronta de la filosofía existencialista. Su precursor es Kähler, y su máximo representante, Bultmann. “Para Bultmann, los evangelios contienen lo que podíamos llamar ‘unidades de predicación’ de la Iglesia primitiva. Los Evangelios no son la historia de Jesús, sino el hilvanado de las formas literarias por medio de las cuales la Iglesia primitiva predica a Jesús. Por tanto, la fe es algo que se juega, no en el ámbito de la historia (pasada y, por tanto, inexistente), sino en el ámbito de la propia existencia (presente y, por tanto, real). Cada unidad de predicación, forma literaria, cada parte del evangelio que oigo en la liturgia de cada domingo o leo en privado, es una llamada a un cambio en mi existencia, una llamada a mi conversión” (pp.29-30).
Y, por último, la teología postbultmaniana, etapa iniciada por Conzelmann –discípulo de Bultmann- en el año 1954, y cuya principal afirmación es: “los evangelios no son tanto obras históricas que nos cuenten la historia de Jesús, para que sepamos lo que hizo, cuanto escritos para que creamos en él” (p.30).
El autor hace una crítica acertada de los planteamientos de Bultmann que, expresa del siguiente modo: “Desde el punto de vista teológico, lo que hoy tenemos claro, contra Bultmann, es que la historia de Jesús es relevante para nuestra fe. Si, como opina Bultmann, no importa si no sabemos nada o muy poco de Jesús, en ese caso toda la fe sería un mito. De alguna manera, una fe inventada” (p.31).
Termina el autor este primer capítulo analizando los resultados de la investigación sobre los evangelios y recordando los principales criterios de historicidad. Comienza diciendo: “Para hacer Cristología, nuestra principal fuente no puede ser otra que los evangelios” (p.31) Esta afirmación clara y contundente es explicada del siguiente modo: importa, y mucho, conocer como se redactaron los evangelios. Afirmado que los evangelios son norma de nuestra de fe, establece una separación radical entre la predicación de Jesús y, la predicación de los apóstoles junto a la vida de la primitiva comunidad cristiana. “Jesús enseña; son las ‘palabras de Jesús’. Jesús actúa; son los ‘hechos de Jesús’. Esas palabras y hechos se pronuncian y realizan respectivamente en un contexto determinado (...) Tras la muerte de Jesús tiene lugar la fe de Pedro, la fe de los apóstoles, la fe de la primitiva comunidad, y empieza la predicación, que nos testifica la intervención escatológica de Dios en Jesús. La predicación se va a desarrollar, pues, a partir del año 30” (p.32)[5].
Comienza ahora el proceso de redacción, que nace de lo que el autor llama una serie de “formas (pre) literarias”, unidades de predicación, aisladas unas de otras, independientes entre sí, en las cuales se encuentra contenido el mensaje entero de Jesús. “Quien lea un capítulo del evangelio no sabe, en último término, menos de Jesús que quien ha leído los cuatro evangelios. Porque cada ‘forma literaria’ es una unidad de predicación” (p.33). Estas unidades se irán desarrollando entre los años 30 y 65 y extendiéndose geográficamente. Son unidades que no pretenden transmitir la historia de Jesús, sino lo relevante de su historia, de su vida y de sus enseñanzas. Las frecuentes citas del Antiguo Testamento en los evangelios obedecen a que a los judíos hay que demostrarles que Jesús es el Cristo tomando con punto de partida el Antiguo Testamento. Las distintas comunidades donde se predican estas unidades tendrán sus características particulares, sus conflictos y tensiones, y de este modo en esas unidades de predicación habrá que transmitir las soluciones que a la luz de las enseñanzas de Jesús esos conflictos requieren y esto se hará poniendo en labios de Jesús esas enseñanzas: “¿cómo hubiera solucionado el Señor este problema? Y transmitirán esa enseñanza poniéndola en sus labios” (pp.34-35).
Ahora comienza una segunda etapa necesaria, pues van desapareciendo en el tiempo los testigos oculares de Jesús, y habrá que proceder a una redacción. Estas redacciones serán de sus enseñanzas y de sus hechos y así tendremos la génesis de los cuatro evangelios. Por último señala con todo lo dicho, que se nos ofrecen dos posibilidades al leer el evangelio: bien, “ir de los evangelios a Jesús de Nazaret” o, por otro lado, “descender desde la historia de Jesús de Nazaret a los evangelios” (p.36). El autor seguirá esta segunda vía a través del siguiente camino: partir de los evangelios que tenemos, y así llegar a lo más importante de la historia de Jesús, para después ver cómo se desarrolló la predicación de esa historia en la comunidad primitiva hasta alcanzar los evangelios que hoy tenemos. Acerca de este camino nos dice el autor: “nos permite caminar desde la historia de Jesús, a través de su confesión como Cristo en la comunidad primitiva, hasta la confesión y el pensamiento teológico de cada uno de los evangelistas. Esta segunda es la etapa propiamente exegética, pues en ella alcanzamos el objetivo de toda exégesis: comprender el texto que se lee; en este caso, cada uno de los evangelios" (p.36).
Si utilizáramos la primera vía habría que contar con unos criterios de historicidad que el autor resume en tres:
1º) la atestación múltiple, es decir, lo que más veces está atestiguado tiene más garantía de historicidad;
2º) coincidencia con el contexto histórico y social, así tendrá mayor probabilidad de historicidad lo que esté de acuerdo con el contexto en el que Jesús se mueve;
3º) discontinuidad o desemejanza, que explica así el autor: “Deben considerarse auténticos los elementos evangélicos –dichos o hechos de Jesús- que sean irreductibles al ambiente judío de aquel tiempo y a las concepciones de la primitiva Iglesia, particularmente cuando la tradición judeocristiana posterior ha vuelto a judaizar algunos dichos aparentemente demasiado audaces. Por ejemplo, corresponde a la verdad histórica la expresión ‘abba’ en boca de Jesús para referirse al Padre” (p.38). Y añade en nota a pie de página: “Téngase en cuenta que la norma de nuestra fe no es lo que Jesús dijo, sino lo que los evangelios dicen que dijo. La norma de nuestra fe es el ‘canon’, el resultado escrito del testimonio de la Iglesia primitiva, escrito precisamente para que nosotros creamos” (nota 9, p.38)[6].
Capítulo Segundo: La historia de Jesús de Nazaret
El autor afirma que aborda el tema desde la perspectiva de la crítica histórica. Señala: “creo que todo lo que sigue es ‘conservador’” (p.41). A la pregunta, ¿qué sabemos de Jesús de Nazaret?, responde centrándose en tres datos: el primero es su nacimiento. Jesús nace en Belén o Nazaret, el año 6 antes de Cristo probablemente, hijo de María, “nació de ella de forma extraña” (p.43); Lucas y Mateo dirán que se trata de un nacimiento virginal. El segundo dato es que Jesús fue discípulo de Juan Bautista; afirmación que apoya en que fue bautizado por el Bautista. En este tiempo, junto a Juan, Jesús va descubriendo su propia vocación, y añade el autor: “Es decir, Jesús no sabía de su futuro más de lo que nosotros sabemos del nuestro. Si lo hubiera sabido, no habría sido hombre igual en todo a nosotros menos en el pecado (cf. Hebreos, 4,15)” (p.44). Y, por último, el tercer dato es sobre el contenido de su predicación, cuyo punto esencial será la inminencia de la venida del Reino de Dios. “Jesús no predicó un código de virtudes que tengamos que ejercitar. Jesús sólo predicó que la llegada del reino de Dios era inminente: ‘No desaparecerá esta generación sin que todo esto suceda’ (Mateo 24,34)” (p.45)[7].
En cuanto al mensaje dice el autor: “Me interesa mucho subrayar lo siguiente: el Reino de Dios es Dios. Es un genitivo epexegético, es decir un genitivo explicativo (...) El Reino de Dios es Dios mismo; Dios mismo desde un punto de vista concreto: el de su actuación en este mundo y en esta historia nuestra. La cuestión planteada a los contemporáneos de Jesús, especialmente a los imbuidos de la mentalidad apocalíptica, es si Dios actúa en este mundo y en esta historia o no; y si actúa, cuándo lo hace o lo va a hacer y bajo que condiciones” (p.46).
Pasa a señalar las características de ese Reino de Dios:
1ª “el Reino de Dios está vinculado a la persona de Jesús” (p.47). Los judíos le piden signos (señales, pruebas) de la realidad de su mensaje. La respuesta de Jesús es su filiación divina: “Podemos decir que Jesús sabía que era Hijo de Dios” (p.47). Filiación, de la que Jesús Hombre va teniendo conciencia de un modo progresivo.
2ª “el Reino de Dios llega para todos y llega gratuitamente” (p.48). Y añade: “La idea de Jesús es que Dios nos quiere independientemente de cual sea nuestra actuación (...) es amor incondicionado. De lo cual no se puede deducir que dé lo mismo cuál sea nuestro comportamiento. Al revés: precisamente (...) es por lo que nosotros nos sentimos apremiados a corresponder con todas nuestras fuerzas al amor incondicionado de Dios” (pp.48-49).
3ª “los primeros destinatarios del Reino de Dios, según Jesús, son los pobres. Por ‘pobres’ hay que entender (...) los que no tienen dinero” (p.47). Y esto es así porque en la tradición veterotestamentaria la riqueza es una bendición de Dios, de modo que el pobre carece de esa bendición. “Pobres son también los enfermos (...), los marginados de la sociedad (...) el huérfano menor de doce años, la viuda sin hijos (...), las prostitutas (...), los publicanos” (pp.49-50)[8].
En cuanto a la actuación de Jesús, el autor repara en la oración, las parábolas, los milagros, las comidas, los discípulos y el conflicto que se establece entre Jesús y las autoridades judías.
Oración: es frecuente e intensa en Jesús. Sus discípulos lo advierten y le piden que les enseñe a rezar. Jesús les enseñará el Padrenuestro, comenzando porque den a Dios el nombre de Padre. Osadía que puede pasar por nuestra parte desapercibida. “No afirmo que todo el Padrenuestro, tal como lo rezamos, saliera de labios de Jesús. Probablemente influyó en su composición también la necesidad de la comunidad primitiva de tener una oración que marcara su identidad frente a otros grupos judíos. Sin embargo, sí digo que invocar a Dios llamándole Padre es algo que Jesús nos enseñó, y que esa enseñanza es una forma de expresar la concepción de Jesús y de sus seguidores de que Dios es Amor incondicionado” (p.52). De su interpretación del Padrenuestro, el autor saca la siguiente conclusión: “La vida cristiana ha de ser, pues, una vida basada en la relación con Dios, o sea una vida de fe. Ha de ser una vida volcada en el logro de la justicia, la verdad y la libertad en la comunidad humana. Y ha de ser una vida dedicada a la producción y reparto equitativo de los bienes de este mundo. Los tres son aspectos del Reino de Dios. No debe darse un aspecto sin los otros. Omitir cualquiera de los tres es mutilar la actuación de Dios” (p.55).
Las parábolas: se afirma su autenticidad. Señala tres tipos de parábolas, a saber, las que parten de realidades de la vida y de los hombres “para ilustrar con ellas la actuación de Dios” (p.57); las que son inventadas por Cristo aunque verosímiles; y, por último, las parábolas en las que Jesús busca como fin enseñarnos una manera de actuar concreta. “Las parábolas han pasado también por las tres etapas de transmisión y, en consecuencia, de reelaboración que han sufrido los demás pasajes de los evangelios. Es decir, las parábolas narradas por Jesús luego fueron recontadas en la comunidad primitiva para iluminar situaciones distintas y, por fin, fueron integradas en la teología propia de cada evangelista que las narra. Eso explica el que algunas de las parábolas, que con toda probabilidad en labios de Jesús enseñaban una sola idea, hoy las podemos leer en los evangelios no ya como parábolas, sino como verdaderas alegorías en las que se nos dan enseñanzas sobre el misterio de Cristo o sobre la Iglesia. Eso ha pasado, por ejemplo, con las parábolas del sembrador (Mateo 13,1-23) y de los viñadores homicidas (Mateo 21,33-46)” (p.59)[9].
Los milagros: “Jesús realizó en su vida acciones entendidas por sus contemporáneos como milagros” (p.59). Pero añade el autor: “No se trata –por si alguien lo piensa así- de que Jesús quiera manifestarse como Hijo de Dios y lo demuestre con acciones que rompen las leyes de la naturaleza” (pp.59-60). Y añade: “Ahora bien, es preciso notar que milagros los hacía casi todo el mundo. El milagro es algo sociológicamente frecuente. La mayoría de nosotros no somos conscientes de haber visto un milagro en toda nuestra vida. En nuestro mundo explicamos las cosas de otra manera, de forma que los milagros no existen; es decir, que no existen porque no los vemos, porque no los interpretamos como tales” (p.60)[10].
Las comidas: el autor concede mucha importancia a las comidas realizadas por Jesús, y además de señalar su frecuencia en comer con pecadores, nos muestra como hemos de entender las multiplicaciones del pan: “De alguna de esas comidas se ha guardado un recuerdo maravilloso de fraternidad y de abundancia. A pesar de la escasez de alimentos con que empezó la comida, la palabra de Jesús invitando a compartir lo que cada uno tenía logró que hubiera para todos y aún sobrara. Evidentemente, cada uno que contó a otro el episodio lo fue narrando de una manera más maravillosa. Más tarde en la comunidad primitiva el relato adquirió dimensiones eucarísticas que ya no reflejaban sólo la anécdota ocurrida, sino la misma presencia de Jesús en la primitiva comunidad cristiana (Marcos 6, 30-44 y 8, 1-10)” (p.62). Lógicamente hace una referencia a la Ultima Cena: “La Eucaristía es para los cristianos la reiteración de esa comida última de Jesús. Es su memorial, precisamente porque en ese banquete tenemos la quintaesencia de lo que fue su mensaje y su vida. Lo esencial de su mensaje quedó plasmado en la Eucaristía, porque con sus comidas, de las que nadie era excluido –al contrario de lo que ocurría en la comunidad escatológica y santa de Qumran, o en los círculos fariseos cumplidores de la ley-, Jesús mostraba cómo era Dios, que acoge en su amor a todos, también a los pecadores. La quintaesencia de su vida fue el haber estado entregada al anuncio del amor incondicionado de Dios, anuncio que de tal manera las estructuras de pecado del mundo no pueden soportar que le costó la vida” (p.63)[11].
Los discípulos: Jesús escogió a unos discípulos que serán signo de la comunidad del nuevo Israel; grupo íntimo, de número doce; las listas que nos han llegado no siempre coinciden. “Quizá esas listas se han visto influidas por motivos surgidos en la primitiva comunidad y dependen también de quiénes fueran personas relevantes en los grupos cristianos de los primeros momentos. Sin embargo, también es posible que los ‘doce’ no fueran a lo largo de la predicación de Jesús siempre los mismos, sino que hubiera quienes, después de seguir a Jesús durante un cierto tiempo, luego –desilusionados o contrariados en sus expectativas, especialmente al anunciarse el conflicto con las autoridades religiosas- se alejaran de él” (p.64)[12].
El conflicto con las autoridades judías: el éxito de Jesús en el comienzo de su predicación, unido a los signos que realiza, se ve rápidamente truncado por las consecuencias de su doctrina, entre las que el autor destaca: la llegada del Reino de Dios supone el fin de la estructura político y religiosa que tenía el pueblo de Israel; Jesús no consiguió convencer a las autoridades judías de la legitimidad de su mensaje y de su misión; y, por último, la gratuidad del Reino de Dios ofrecido a todos. Jesús, afirma el autor, asume el conflicto cuando decide subir a Jerusalén. Sabe que allí va a morir. Pero también sabe que el Mesías ha de manifestarse en Jerusalén. Su muerte es querida por él: “mi vida nadie me la quita; yo la doy voluntariamente” (Juan 10,17-18)[13].
Capítulo tercero: Aproximación histórica a la causa de la muerte de Jesús
El autor nuevamente deja de lado la dimensión teológica para centrarse en la histórica, pero según su opinión “todo cuanto profundicemos en el primer punto de vista (histórico) nos hará comprender mucho mejor la muerte de Jesús desde la perspectiva teológica” (p.67).
Estudia con cierto detenimiento el hecho de la expulsión de los mercaderes del templo, pues en él verá el motivo central, desde un punto de vista histórico, de la condena a muerte de Jesús, por su relación con la realidad del Templo, lo que éste representaba y era para los judíos. Se trata de un relato “bien atestiguado en los evangelios y lo tenemos puesto en relación con la muerte de Jesús: ‘desde entonces querían matarlo’” (p.70). Jesús es acusado de que había dicho que destruiría el templo “y en tres días lo reedificaré” (Mateo 26, 61); de nuevo en la Cruz, alguna de las burlas que recibe Cristo recuerdan su afirmación sobre la destrucción del templo. Jesús profetizó esa destrucción (cf. Lucas 19, 44; 21, 6 y par.). El autor acude también a Hechos 6, 14 y Apocalipsis 21, 22 para reafirmar la centralidad de este pasaje.
Concluye: “En resumen: tenemos muy atestiguada a lo largo de todo el Nuevo Testamento la unión de estas tres palabras: ‘Jesús-templo-destrucción’. De acuerdo con el primer criterio de historicidad, hay que mantener que Jesús tuvo algo que ver con la idea de la destrucción del templo” (p.72).
El autor no admite como histórica la explicación habitual a la actuación de Jesús: “Mi casa será llamada casa de oración”, sino que esta interpretación de la pretendida “purificación” del templo, intenta eliminar el aspecto negativo de la actuación de Jesús, que en realidad fue un auténtico “golpe de mano” (p.76), por el que Jesús “lo que hace es impedir el funcionamiento del sistema cultual judío” (p.75). En definitiva: “Lo que Jesús hace es un gesto profético con el cual viene a pronunciarse así: este sistema cultual no es el sistema cultual que Dios quiere y, por lo tanto, no podéis seguir ofreciendo sacrificios a Dios de esta manera” (p.76).
El autor en base a las citas del Antiguo Testamento que aparecen en los evangelios[14], elabora y fundamenta su postura:
“Cuando en la cita de los evangelios se dice: ‘mi casa es casa de oración y no cueva de bandidos’, se está diciendo: el verdadero culto a Dios exige que no haya distinción entre judíos ni extranjeros, entre hombres y mujeres, entre sanos y no sanos, es decir, entre gente que se supone que tiene la bendición de Yahvé y gente que no la tiene. Lo que no puede ser es lo que estáis haciendo: haber convertido el templo en cueva de bandidos.
¿Quiénes son los bandidos? ¿Los que estaban en el patio vendiendo palomas y cambiando dinero? No; los bandidos son los que van a rezar al templo. Pero no por ir a rezar, sino porque el ir a rezar es la forma de tranquilizarse ante Dios después de haber matado, adulterado y oprimido al pobre antes de entrar allí” (pp.79-80).
Más adelante añade el autor:
“Zacarías anuncia, pues, que en el día mesiánico las ollas de cualquier casa serán sagradas. Así pues, su profecía da a entender que, cuando tenga lugar la venida del Mesías, no habrá ya realidades sagradas y profanas, sino que Dios lo llenará todo, y entonces todo será sagrado. (...) El mundo entero será sagrado. Cuando el evangelista Juan hace esta cita, está diciendo: en el tiempo mesiánico Dios lo llenará todo; una persona no será santa porque venga a rezar al templo, sino que su santidad se hará presente en la vida ordinaria. Recordemos el pasaje del Apocalipsis (21, 22-23) donde se habla de la nueva Jerusalén: ‘No vi santuario en ella’, pues el Señor todopoderoso, y el Cordero, era su santuario. Y aquella ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna para que la alumbren, pues el esplendor de Dios la ilumina, y el Cordero es su lámpara’” (pp.82-83).
Caifás, por tanto, al juzgar a Jesús se encuentra, según el autor, en una disyuntiva ante la cual tiene que optar: por un lado, él piensa que el templo funciona según el querer de Dios en su ley; Jesús dice que hay que cambiar ese sistema. Si Jesús es un verdadero profeta hay que seguir su indicación, el sistema de funcionamiento está caduco y debe cambiarse; pero si Jesús es un falso profeta, no tiene razón en lo que dice y, además, si es un falso profeta la ley exige su muerte (“si un profeta tiene la presunción de decir en mi nombre una palabra que yo no he mandado decir y habla en nombre de otros dioses, este profeta morirá”, Deuteronomio 18, 18-20). “Así pues, en el juicio y condena a muerte de Jesús, el sanedrín trata de demostrar que Jesús es un profeta falso” (pp.84-85). El autor afirma que la blasfemia que entiende Caifás, en la que incurre Jesús, es por su predicación, es decir, por lo que predica: “que Dios ama a todos los hombres, que Dios está a favor de los pobres, aunque éstos no cumplan la ley; que el Reino de Dios ha llegado; que el que quiera entrar en el Reino tienen que convertirse, es decir, empezar a actuar como digno hijo de ese Padre que ama incondicionalmente a todos; que mi prójimo es cualquier samaritano; etc. Caifás entiende que eso que Jesús dice de Dios es blasfemia” (p.86)[15]. Después el sanedrín presentará el caso de Jesús ante Pilato como una cuestión política –la realeza de Jesús-, dejando de lado el verdadero motivo que es el que hemos detallado. Pilato se da cuenta de la inocencia de Jesús y de la injusticia que comete al condenarlo, pero cede ante la presión judía.
El capítulo termina con una alusión al asesinato de los jesuitas de la UCA en El Salvador, fuera de lugar y no merecedora de comentario.
Capítulo cuarto: La resurrección de Jesús
El autor lo aborda desde el mismo punto de vista que los dos anteriores capítulos: desde una perspectiva histórica-literaria. “Vamos a hablar un poco de los testimonios literarios de la resurrección de Jesús y cómo los podemos entender, para hacer al final una primera aproximación a lo que significa la frase ‘Jesús ha resucitado’, que es el centro de nuestra fe” (p.91).
El Nuevo Testamento no añade sobre el Antiguo más que la afirmación “Jesús ha resucitado”, que es la que pretendemos estudiar. Encontramos cuatro tipos de testimonios literarios: 1) confesiones de fe; 2) himnos cristológicos primitivos; 3) relatos sobre la tumba vacía; y 4) relatos de apariciones.
Con respecto a los primeros, las confesiones de fe, “son frases breves que testimonian la resurrección de Jesús (...) servían para expresar el sentimiento y la convicción de la primitiva comunidad” (p.92). Señala que las más antiguas son Romanos 10,9 y 1Corintios 15,3-5. También añade Lucas 24,34[16].
En cuanto a los himnos, cita Colosenses 1, 15-20 y Filipenses 2, 6-11[17]. “Estos himnos son composiciones poéticas que la Iglesia primitiva usaba en las celebraciones de la Eucaristía y otras liturgias (...). Con frecuencia están influidos por especulaciones de tipo filosófico o sapiencial y por otras diversas tradiciones judías” (p.94).
Tenemos también los relatos sobre la tumba vacía, que en palabras del autor, “en la investigación historicocrítica (...) se han venido a entender como leyendas sacras (...) una leyenda sacra es una legitimación literaria de un lugar como lugar sagrado” (pp.94-95). Carecen de fiabilidad histórica, son tardíos, aunque con ellos se nos transmite un convencimiento de la primitiva comunidad. “La exégesis historicocrítica, en este punto, parte de un presupuesto racionalista, que es el siguiente: no es necesario que el cuerpo de Jesús desempeñe ningún papel en la resurrección” (p.95). El motivo es que Cristo no revivió, sino que resucitó, es decir, no volvió a nuestra vida sino a la vida de Dios. Esto es lo más estrictamente tradicional en la fe de la Iglesia, señala el autor, y así ha sido expresado frecuentemente. Cristo ya no muere más. Si el cuerpo de Jesús hubiera permanecido en la tumba, esto no habría tenido repercusión alguna en la verdad de la resurrección. “El cuerpo de Jesús es, pues, en principio, innecesario para la resurrección. (...) no tuvo de hecho, ninguna parte en ella (en la resurrección)” (p.96). Estos relatos son entendidos como leyendas. Ahora bien, el autor se plantea un problema: cuando se visita una tumba, lógicamente ésta ha de estar ocupada, carece de sentido una tumba vacía. Junto a esto, está la incredulidad de Pedro, el que las mujeres fueran las primeras en ser testigos de la resurrección. “En resumen: todo lo relativo a la tumba vacía que tenemos en los evangelios es dudoso desde un punto de vista histórico. Cuando digo ‘dudoso’, quiero decir que es dudoso y discutido, es decir, que hay críticos y teólogos que mantienen que la tumba vacía se dio y fue un signo de la resurrección del Señor, y hay exégetas que mantienen que la tumba vacía no se dio, sino que es una mera leyenda sacra, una forma literaria para expresar el anuncio de la resurrección del Señor” (pp.98-99).
El autor defiende la tesis de que la tumba vacía, se diera o no se diera es “innecesaria” y, a la vez “insuficiente”. Lo primero, porque el cuerpo no entra en la resurrección; lo segundo, porque ante la tumba vacía se pueden dar otras explicaciones, cosa que además, según el autor, los mismos evangelios dejan ver. En definitiva: “la resurrección es la entrada de Jesús en la vida de Dios, y la entrada de Jesús en la vida de Dios no es demostrable” (p.100)[18].
Por último se aborda el tema de los relatos de las apariciones. Aparecen en los cuatro evangelios: son seis unidades, a saber dos en Marcos, una tanto en Mateo como en Lucas y otras dos en Juan. Difíciles de concordar entre ellos. Hay contradicciones, y esto se pone a favor de su historicidad. Señala el autor: “Los relatos de las apariciones son la forma que los primeros testigos de la resurrección del Señor tienen de contarnos su experiencia” (p.101)[19]. Se trata de experiencias místicas. “‘Místico’ no quiere decir ‘falso’, no quiere decir ‘irreal’ y no quiere decir ‘subjetivo’. ‘Místico’ quiere decir ‘encuentro con Dios’” (p.101). El autor distingue entre la percepción de un objeto, en la que se da una dualidad objeto-sujeto, y lo que ocurre en la experiencia que los testigos tienen de la resurrección: “una visión del Señor resucitado no es idéntica a la visión que yo tengo de una persona con la que hablo” (p.102). Más adelante afirma: “El Señor resucitado tiene que ser reconocido con los ojos de la fe. ¿No nos hemos preguntado alguna vez por qué Jesús nunca se aparece a nadie que no sea creyente?” (p.104)[20].
Ahora pasa a explicar el significado de la fe en la resurrección del Señor. Para el autor se trata de encontrar el contenido de la afirmación “Jesús ha resucitado”. Lo articula en cuatro puntos. Primero, significa que Dios es fiel, es decir que del mismo modo que Jesús muere porque quiere cumplir la misión recibida, Dios es fiel cuando le resucita: “Al decir ‘Jesucristo ha resucitado’, estamos respondiendo que sí, que no hay nadie más fiel que Dios. Desde un punto de vista bíblico, el hombre es inmortal, no tanto porque posea un alma inmortal, es decir, no tanto porque sea algo debido a su naturaleza, cuanto porque la fidelidad de Dios no puede permitir que quien le ha sido fiel experimente la corrupción” (pp.106-107)[21]. En segundo lugar, respecto al hombre Jesús de Nazaret, estamos diciendo este hombre vive, no ha acabado, no está muerto: “vive en el Ser de Dios” (p.107). Tercero, Jesús tenía razón, es decir, Dios es -como decía Jesús- amor incondicionado. Y, por último, significa que el sentido de la historia de la humanidad está en ser como Jesús. “Afirmar que el Señor ha resucitado expresa que estamos aquí para morir como Jesús y resucitar como Jesús. Este es el sentido de nuestra vida. Esta es nuestra esperanza. Por eso Cristo nos ha salvado. Nos ha salvado, porque ha hecho posible que nosotros reproduzcamos la imagen de Dios que es él mismo” (pp.108-109).
El capítulo concluye con la afirmación de que es esta fe en Jesús resucitado lo que funda la Iglesia. “La idea es que Jesús resucitado congrega a la Iglesia. La Iglesia es el grupo de personas que confiesan que el Señor vive y que orientan su existencia sobre los cuatro puntos –no hacen falta muchos más- que acabo de formular: Dios nunca abandona, aunque a veces pueda parecer lo contrario, al hombre justo; merece la pena ser como Jesús y realizar en nuestra vida su mismo itinerario, convencidos de que en ese itinerario de Jesús es donde está el sentido del mundo y el sentido de la historia” (p.110).
Capítulo quinto: La fe en Jesucristo
Comienza haciendo una crítica a la cristología deductiva, objeto de estudio en capítulos anteriores. El fundamento del rechazo de esta cristología no es más que afirmar que no sabemos ni quién es Dios, y a la vez nuestro conocimiento del hombre también deja mucho que desear. Así podemos leer: “el camino no es ir haciendo deducciones a partir de nuestra idea de Dios para llegar a conocer a Jesús, sino que el camino correcto es llegar a conocer a Dios a partir del desvelamiento de Dios que tiene lugar en Jesús” (p.112). Jesús nos revela al Padre (cf. Juan 1,18 y 14,9). Respecto de nuestro desconocimiento del hombre, sabido que somos imagen y semejanza de Dios (cf. Gén. 1,26), será Jesús quien nos revele al hombre, ya que gracias a la unión hipostática “al ver a Jesús vemos la verdadera imagen de Dios, la imagen de Dios mejor realizada. (...) seremos hombres en la medida en que realicemos en nosotros la misma imagen de Jesús” (p.114). Así lo afirma San Pablo (Rom. 8, 29).
El autor estudia la afirmación “Jesús, Hijo de Dios”, para lo cual comienza diciéndonos que las afirmaciones del Credo, las formulaciones de los concilios, indican “que más allá de Jesús de Nazaret no hay pasos posteriores en el descubrimiento de Dios. Dios no está detrás de Jesús, está en Jesús. No hay un trecho que recorrer desde Jesús hasta Dios. En Jesús hemos llegado al Padre” (pp.115-116). Ahora bien lo que Jesús nos desvela de Dios no es sólo su eternidad, su ser todopoderoso, etc., su grandeza en definitiva, que son conceptos previos, ya contenidos en el Antiguo Testamento y, que se nos revelan en la resurrección de Jesús, sino sobre todo, Jesús nos desvela al Padre con su vida, en definitiva en su debilidad. El autor afirma de modo contundente: “quien cree tan sólo que Dios es eterno y todopoderoso será un hombre religioso, sí, pero no será cristiano. El cristiano, además de pensar a Dios como eterno y todopoderoso, piensa a Dios como débil” (pp.117-118). Ahí están las tentaciones de Jesús, la tentación del poder, que Jesús rechaza pues Él nos desvela no al Dios del poder sino al de la debilidad; así también lo vemos en la Cruz o en Belén, en ambos casos a merced de la actuación humana. Termina el autor: “En resumen: ‘Jesús es el Hijo de Dios’ quiere decir que el Dios Eterno, Todopoderoso, Principio y Fin de todas las cosas, ha ‘perdido’ su poder y está a nuestra merced para que nosotros le ayudemos en la historia. Dios se ha unido a nuestro destino y queda afectado por nuestra situación. Es Dios entregado por el Amor. O sea, que el Dios revelado en Jesucristo no es tanto el Dios del Poder cuanto el Dios del Amor” (p.122). La pregunta siguiente es clara: si Dios carece de poder, ¿Dios actúa en nuestra vida? La respuesta es: “la actuación de Dios en la vida del hombre es una actuación que tiene lugar desde la inmanencia” [22](p.123).
A continuación el autor, siguiendo el trabajo que se ha marcado, pasa a estudiar la afirmación “Jesús, nuestro Hermano mayor”. Y comienza afirmando: “Según el Concilio de Calcedonia, en Jesús no hay persona humana, lo cual no necesariamente quiere decir que Jesús no sea una persona humana. Como se ve, he utilizado equívocamente la palabra ‘persona’. Jesús es una persona humana; y esto, en contra de lo que a primera vista pudiera parecer, no es ninguna herejía. Otra cosa es que en Jesús no haya, por utilizar la palabreja del concilio, ‘hipóstasis’ humana” (p.123). El autor a partir de este momento utilizará la categoría ‘persona humana’ para referirse a Jesús. Pero va más allá en su discurso, pues eleva la unión hipostática en Jesús, la unión personal en Jesús, a una categoría que afecta a toda la humanidad y a toda la creación: “puesto que toda la humanidad está unida a la humanidad de Jesucristo, que por ser humanidad de Dios ha sido hecha absoluto, toda la humanidad es en cierta manera absoluto. Algo análogo podemos decir de la creación. Toda la creación ha sido asumida en la humanidad de Jesús, de tal manera que toda la creación ha sido hecha absoluto en Jesús. La creación entera es Cuerpo de Cristo”. Y añade a renglón seguido: “La persona de Cristo mantiene, no obstante, su singularidad, pues ya dicen las fórmulas clásicas que la humanidad y la divinidad se unen en Jesús ‘sin mezcla ni confusión’” (pp.124-125). Más adelante sacará la siguiente conclusión: “La relación con Dios es relación a través de la realidad creada, a través de las cosas, animales y personas. Y, al revés, la relación con la realidad no queda al margen de la relación con Dios, porque la creación es el Cuerpo de Cristo. Así pues, desde el punto de vista cristiano no hay realidad sagrada y realidad profana. No hay un ámbito para Dios, un ámbito de lo divino, de la fe y del culto, y otro ámbito de la realidad secular, del mundo, donde se actúa de forma independiente de Dios (...) porque en el fondo es lo mismo”[23] (pp.130-131).
Jesús en su vida nos revela quién es el hombre: “Hemos visto más arriba que la persona humana de Jesús es la imagen más perfecta de Dios que pueda pensarse, precisamente porque su hipóstasis es la imagen eterna e increada del Padre. La esencia del hombre (...) consiste en ser imagen de Dios. En consecuencia, quien de verdad realiza la esencia del hombre es Jesús. Por eso Jesús nos revela en qué consiste realmente ser hombre” (p.125). Y, ¿cuál es ese hombre que nos revela Jesús? El hombre que vive para hacer la voluntad de Dios, amar incondicionalmente. “La vida de Jesús es, pues, realizar la voluntad del Padre. O sea, corresponder al amor del Padre. Pero la persona de Jesús, como decíamos antes, asume como cuerpo suyo a toda la humanidad y toda la creación. Así pues, en él toda la humanidad y toda la creación han realizado ya su objetivo, su fin y su sentido: han correspondido al amor libre, incondicional y gratuito de Dios” (p.127). A continuación, el autor se plantea: ¿Jesús es verdaderamente hombre sin pecar? La contestación es la siguiente: “El pecado es lo que nos impide ser hombres cabales, es lo que hace que seamos hombres imperfectos. Consigue que no realicemos correctamente nuestra propia naturaleza, nuestra propia esencia, nuestro propio ser. Porque nuestro ser hombres consiste en corresponder libre y gratuitamente al amor gratuito que Dios nos tiene, y pecar es, precisamente, dejar de corresponder a ese amor. En la medida en que somos pecadores somos menos personas humanas, menos hombres. Por eso Jesús es el hombre más perfecto, porque no pecó nunca” (p.128).
Por último, el autor aborda el tema de la salvación obrada por Cristo. La teología clásica explica la salvación del género humano partiendo de la ofensa infinita infringida por el hombre a Dios, y salvada por la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Esta es la tesis de San Anselmo, siglo XI, que recogerá Santo Tomás y que todos conocemos. El autor hace la siguiente valoración: “San Anselmo basa su explicación en algunos textos del Nuevo Testamento donde se habla de la entrega de Jesús, de su sacrificio; y se basa también en la concepción feudal de la sociedad jerarquizada, donde el honor, las ofensas y las reparaciones son conceptos muy significativos que estructuran esa sociedad” (p.135). El autor, después de esta valoración, afirma que esta tesis teológica adolece de “varios fallos” (p.135):
1º Dios es un ser que exige la muerte de un inocente para la reparación de una ofensa; imagen de un Dios sádico que es inaceptable;
2º consecuencia de esta concepción de la redención: la encarnación no se habría producido si no hubiera existido el pecado de Adán; y, por último,
3º con sus propias palabras: hay una dicotomía en esta teoría entre lo que Jesús es y lo que Jesús hace. En el fondo, Jesús es el instrumento de una obra que es la obra de la reconciliación. Pero la unión entre lo que Jesús hace y lo que Jesús es aparece débil y sólo extrínsecamente establecida” (p.136). Termina el autor su crítica diciendo: “La explicación de San Anselmo es una teoría teológica respetable, tradicional, pero puede ser sustituida por otras explicaciones. Además, probablemente con ventaja. Es lo que vamos a intentar ahora” (p.136).
“¿Qué es la salvación? Desde un punto de vista cristiano, podemos afirmar que la salvación es la realización del sentido de la vida humana” (p.137). Para el autor la salvación es la correspondencia al amor gratuito de Dios tanto del hombre particular como de la humanidad entera, en consonancia con todo lo dicho anteriormente. Correspondencia que ha de ser libre. Como Cristo nos ha salvado, esto significa “que la creación ha alcanzado ya su realización” (p.138). “Este sería el primer punto. Que Jesús nos ha salvado significa, entonces, que en Jesucristo la humanidad entera y la creación en su conjunto han alcanzado su realización. Jesús muere para salvarnos, precisamente porque el pecado ataca, y a veces mata, a quienes aman a Dios con todas sus consecuencias” (p.141).
Esa salvación obrada por Jesús, supone la liberación del pecado, pero el autor no la entiende como algo extrínseco, lo que achaca a la tesis anselmiana, sino como algo ya ofrecido por Dios que es amor incondicionado. “Fijémonos en la Carta a los Efesios (2,6), se dice que estamos sentados a la derecha del Padre. Ya hemos sido reconciliados, ya hemos sido perdonados. Por eso nosotros, a partir de Jesús, podemos vivir como quien no está en pecado. Y es que no lo estamos en verdad, porque en Jesús la creación entera y nosotros en ella hemos sido transformados” (p.142). El autor deja claro que esto no significa que el pecado no exista, lo que parece que algunos defienden, sino que precisamente si el pecado es lo contrario al amor, la salvación del pecado lleva consigo reconocernos pecadores, y en la medida en que con mayor hondura así nos reconocemos menos pecadores somos. De aquí que los santos se saben grandes pecadores, y no es falsa humildad sino efecto de su gran amor a Dios. Por el contrario, el que no ama a Dios, no se ve como pecador, es más, el pecado ha desaparecido del horizonte de su conciencia, y precisamente ahí radica la fuerza del pecado.
Jesús nos ha salvado también de la ley, y no sólo del pecado. Lo dice San Pablo en la Carta a los Romanos, pero dejando bien claro, y por dos veces que la salvación de la ley no significa poder pecar (6,1 y 6,15). ¿Cómo entiende esta salvación el autor? Nos lo dice con claridad: “No hay diez mandamientos para el cristiano: eso pertenece al Antiguo Testamento. No hay ni diez ni ninguno. No hay mandamientos ni leyes ni prescripciones que nos puedan marcar como podemos corresponder al amor de Dios. Si nuestro amor es verdadero, nos pasará lo que dice Jesús en un pasaje de su evangelio: ‘Cuando hayáis hecho lo que teníais que hacer, decid: siervos inútiles somos y sin provecho, hemos hecho lo que teníamos que hacer’ (Lucas 17,10)” (pp.146-147). Y más adelante añade: “no nos salvamos por lo que hacemos, sino que hacemos lo que el amor de Dios nos pide, porque estamos salvados” (p.147).
Y, por último, el autor aborda la salvación de la muerte. Dejando en primer lugar claro que pecado y muerte están relacionados en la tradición bíblica, pasa a decirnos que “‘salvados de la muerte’ significa, (...) que el final de nuestra vida terrena no es el fin de nuestra existencia (...) el amor de Dios al hombre es más fuerte que la muerte (...) el fin de nuestra vida no es el final” (p.149). Más adelante añade que “salvados de la muerte” significa también que “la muerte no es chantaje. Si el horizonte de nuestra vida es la muerte, si ésta fuera la última palabra que nos espera, habría que hacer todo lo posible para librarse de ella. Ahora bien, si, puesto que Jesús ha vencido a la muerte, la muerte ya no tiene poder sobre nosotros, si la muerte es sólo un paso hacia el amor de Dios definitivo, entonces estar liberados de la muerte significa, ante todo y sobre todo, ser libres para corresponder al amor gratuito de Dios. Ser libres precisamente para realizar nuestro sentido, que es vencer al pecado” (p.153).
El libro termina con una advertencia importante ante todo lo que se ha dicho, y es que todo esto que Dios me ha otorgado en su amor infinito salvándome, “ahora ha de ser realizado en mi propia existencia (...) yo no he perdido mi propia individualidad personal ni mi libertad. Todo lo de Jesús tiene que irse realizando en mí, y conmigo en todos los que están a mi lado: el resto de la humanidad” (p.154).
VALORACIÓN DOCTRINAL[24]
El libro, aunque editado en 1995, se inscribe plenamente dentro de la cristología que se desarrolla en los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II, en la que puede apreciarse una fuerte reacción frente a la cristología anterior al concilio, llamemos clásica. El autor lo dice explícitamente en las primeras páginas del libro (pp.14-19).
Para establecer el marco donde se origina esta teología hay que decir, que se pretenden subsanar deficiencias de distinto carácter –doctrinal, metodológico, etc.- que se daban en los manuales clásicos, para lo cual es necesario:
1º abandonar el esquema de estudio de los manuales clásicos, en los que se estudiaba primero la “cristología” propiamente dicha, es decir, la constitución ontológica de Cristo, y después la “soteriología”, la acción redentora de Cristo y su muerte salvífica;
2º exponer la doctrina de fe con una nueva hermenéutica sobre la reinterpretación del dogma;
3º tratar de llevar la doctrina en su expresión, en su formulación, a la mentalidad del hombre moderno, acudiendo al pensamiento actual, de manera especial a la antropología y a la historia.
Así se puede afirmar que la cristología que Bustos enseña en su libro, no tiene como punto de partida “el misterio del hombre-Dios, ni su estructura ontológicamente teándrica, sino la figura concreta de Jesús de Nazaret, en la concreción de su actuación histórica y de su obra salvífica” (Introducción, pp.16-17). Esto se ve en los dos primeros capítulos del libro. Se trata de un presupuesto necesario de la cristología que el autor llama “genética”, frente a la clásica que denomina “deductiva”. Hay que partir del Jesús histórico. Esto no es más que la consecuencia de “la intención precisa de recuperar en plenitud la humanidad de Cristo, al afirmar que Jesús es “persona humana”, y sobre la base de la concepción moderna de la persona, propia de la fenomenología y la psicología, reducir la “personalidad divina” de Cristo a la autoconciencia y autopresencia que Jesús poseía de la experiencia de Dios (Introducción, p.18).
Aunque esta tesis aparece de modo explícito en el quinto y último capítulo del libro, es el origen y meta de todo lo que el autor expone en los capítulos tercero y cuarto, es decir, la explicación última de la Pasión y Muerte de Jesús y, el estudio de la Resurrección de Cristo. Se puede señalar que aunque “se toma como punto de partida la consideración bíblica e histórica del Jesús terreno (...) en realidad, el principio que guía toda la reflexión es una previa y predeterminada autocomprensión del hombre, que se aplica a la humanidad de Jesús, para concluir que no se podrá decir nada sobre su divinidad que no sea comprensible en este horizonte de pensamiento” (p.18).
En el libro de Bustos no aparece con claridad la subsistencia eterna del Verbo como punto de partida necesario de toda Cristología. Más bien habría que decir que, sin negarlo doctrinalmente, se niega como punto de partida ya que el hombre contemporáneo no lo aceptará. Lo esencial de la reflexión del libro se centra en lo que el autor designa con recuperar la plena humanidad de Jesús, llegando a afirmar que Jesús es persona humana, quedando oscurecida la divinidad de Cristo, única Persona, nacida desde la eternidad de Dios Padre y, en el tiempo, de María Santísima. En este sentido, se entiende todo el desarrollo de la necesidad y, su carácter exclusivo, del estudio histórico crítico de los textos sagrados para descubrir la personalidad humana de Jesús (capítulo primero).
Igualmente la historia de Jesús, donde el autor a pesar de afirmar que es conservador en todo lo que dice, sorprenden por ambiguas o erróneas las afirmaciones que hace, desde la concepción virginal de Jesús, que califica de extraña, hasta el valor que concede a la predicación de Cristo o la interpretación de sus milagros (capítulo segundo).
Finalmente, en consonancia con la intención del autor, se afirma como causa última de la Muerte de Jesús un conflicto de carácter cultual, social y político, en el cual para nada se habla de la acusación de blasfemo que recibe el Señor cuando afirma la realidad de su divinidad -cf. nota 15- (capítulo tercero).
Llegados a este punto estudia el hecho de la Resurrección de Jesús (capítulo cuarto). Reduce y descalifica las confesiones de fe y los himnos, para entrar con más detalle en los relatos sobre la tumba vacía y de las apariciones: en consonancia con su intención de partida acerca de la afirmación de la persona humana de Jesús, es necesario afirmar que el cuerpo de Cristo no desempeña papel alguno en la resurrección. La resurrección es entendida como la entrada de Jesús en la vida de Dios, una vida que carece de punto de contacto con la vida humana. El Catecismo de la Iglesia Católica deja bien claro el papel fundamental del testimonio de la tumba vacía así como del cuerpo de Jesús, pues no puede interpretarse la resurrección de Cristo como un hecho “fuera del orden físico” (n.643), y que la fe de los apóstoles en la resurrección nace de la acción de la gracia junto a la “experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado” (n.644). Jesús invitó a sus discípulos, y así lo narran los relatos de las apariciones, a que “comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos (...)es el mismo que ha sido martirizado y crucificado” (n.645). Esta es la explicación de la Iglesia, su doctrina acerca de esta verdad central de la fe cristiana, que nos llena de esperanza.
Es en el último capítulo donde aparecen las mayores dificultades: la afirmación de la debilidad de Jesús, contraponiendo el Dios Todopoderoso de la Antigua Alianza, frente al Dios que se nos revela en Jesús, débil, a merced nuestra, comprometido en nuestra historia; la persona humana de Jesús; la crítica a la noción clásica de la salvación del hombre realizada por Cristo, calificada de extrínseca, frente a la salvación que propone el autor, por la que Dios actúa en el hombre y en la historia desde la inmanencia, que ya hemos aclarado a lo largo de la exposición (notas 22 y 23).
La Declaración “Misterium Filii”, expresa como erróneas las siguientes tesis, en lo que al misterio de la Encarnación del Verbo se refiere:
“No sería revelado y conocido que el Hijo de Dios subsiste desde la eternidad en el misterio de Dios, distinto del Padre y del Espíritu Santo” (cf. Declaración, n.3).
“Debería abandonarse la noción de la única persona de Jesucristo, nacida antes de todos los siglos del Padre, según la naturaleza divina, y en el tiempo de María Virgen, según la naturaleza humana” (cf. Declaración, n.3).
“La humanidad de Jesucristo existiría, no como asumida en la persona eterna del Hijo de Dios, sino, más bien, en sí misma como persona humana y, en consecuencia, el misterio de Jesucristo consistiría en el hecho de que Dios, al revelarse, estaría de un modo sumo presente en la persona humana de Jesús” (cf. Declaración, n.3).
“Los que piensan de semejantes modos –sigue precisando el Documento- permanecen alejados de la verdadera fe en Jesucristo, incluso cuando afirman que la presencia única de Dios en Jesucristo hace que Él sea la expresión suprema y definitiva de la Revelación divina; y no recobran la verdadera fe en la unidad de Cristo, cuando afirman que Jesús puede ser llamado Dios por el hecho de que, en la que dicen su persona humana, Dios está sumamente presente” (cf. Declaración, n.3).
En la Declaración, señala Ratzinger, “lo que se quiere reafirmar es que la enseñanza cristológica de la Iglesia, fijada especialmente en Nicea y Calcedonia, conserva un valor definitivo e irrenunciable” (Introducción, p.21).
Señala tres grandes deficiencias en las que incurre esta cristología, en la que entra de lleno nuestro autor:
a) Reducir la teología a cristología: “La investigación contemporánea, tomando como punto de partida la vida histórica del Jesús terreno y considerándola desde el punto de vista del método crítico, mantiene poder concluir que la idea de la preexistencia del Verbo de Dios desde la eternidad y la distinción de la tres personas divinas en una única esencia o naturaleza perfecta, son el fruto de una reflexión especulativa o mítica. En estas teorías, el dogma de Nicea y del Símbolo Constantinopolitano se evapora, y la originalidad de Jesucristo se explica sobre todo en el sentido de que Él conservaría una trascendencia en relación con el mundo y con la historia, gracias a una particularísima experiencia de la presencia de Dios en Él” (Introducción, p.23).
b) Reducir la cristología a antropología: “El presupuesto de esta posición es la introducción en la teología de un nuevo principio de comprensión, el principio antropológico. Aplicado a la interpretación del misterio salvífico, este principio actúa en el sentido de que se considera como fin preferente de la Redención la plena humanización del hombre, y no su divinización, es decir su participación por la gracia en la vida divina”. Después de tratar el tema del rechazo de la metafísica en la actual filosofía, reduciendo “la actividad de la razón (...) al plano de los conocimientos particulares o parciales y al plano de una praxis absolutizada”, termina diciendo: “El problema crucial que de ello se deriva es el de la relación entre la llamada ‘cristología ontológica’ (el autor le ha llamado deductiva) y la ‘cristología funcional’ (le ha llamado genética). La primera sería el resultado de una traducción contingente del mensaje cristiano a las categorías de la cultura metafísica helénica; la segunda, en cambio se interpretaría como auténticamente bíblica” (Introducción, p.24).
c) La dificultad de acceder al sentido clásico de las nociones de naturaleza y persona: “Para muchos, naturaleza humana no indica una esencia inmutable y común a todos los hombres, sino una complejidad de fenómenos reconducibles a un esquema general. La noción de persona es definida más en términos psicológicos o fenomenológicos, olvidando el aspecto propiamente ontológico.
Además, la exigencia de afirmar la plena humanidad de Cristo conduce a reconocer en Él una persona humana y a interpretar todos los demás enunciados del misterio del Verbo hecho hombre de tal modo que no comprometa el dato fundamental de la verdadera personalidad de Jesús.
El resultado –al menos tendencial- de esta reinterpretación de la figura de Cristo es subrayar de tal manera la humanidad de Jesús que se hace del Salvador solamente el hombre más perfecto.
Así pues, la dificultad de orden doctrinal que surge de este planteamiento teórico se puede expresar así: Si Jesucristo no es Persona divina, ¿cómo se podrá precisar la identidad singular de Jesucristo respecto a la de cualquier hombre que no es Jesús? ¿cuál es el proprium de Jesucristo respecto a la estructura de lo humano en general?” (Introducción, p.24).
F.J.B. (1999)
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[1] W. KASPER, Jesús, el Cristo, Ed. Sígueme, Salamanca 1976.
[2] R. FABRIS, Jesús de Nazaret, Ed. Sígueme, Salamanca 1985.
[3] Sin negar la parte de verdad que pueden tener las afirmaciones que hace el autor, no se pueden dejar de hacer los siguientes interrogantes: ¿qué valor se concede en estos planteamientos a las Fuentes de la Revelación?; ¿es cierto que estábamos tan ajenos al sentido último del misterio de la Encarnación y su implicación en la vida del cristiano corriente?; ¿carece de valor alguno la afirmación de fe de la teología clásica sobre la mediación de Cristo, único y perfecto mediador entre Dios y los hombres, para lo cual es esencial su ser hombre?; ¿tiene en cuenta el autor la Tradición, los escritos de los Santos Padres contra las herejías, por ejemplo, contra el docetismo?; y, por último, ¿cuál es el valor y el alcance de los evangelios como fuentes históricas que nos dicen la verdad sobre Cristo, su mensaje y sus obras?
[4] De todo lo dicho habría que señalar que las dificultades planteadas desde un punto de vista histórico han sido estudiadas y aclaradas convenientemente. Desde un punto de vista literario hay unos estudios exhaustivos en los que más que plantear interrogantes, el autor debería ofrecer al lector certezas. Según sean escritos teológicos, ¿con qué fundamento se ha dado todo el peso de lo que transmiten los evangelios a la fe en la primitiva comunidad cristiana? Este último texto del autor (en pp.23-24), señalado en la redacción, parece de suma importancia para todo lo que posteriormente desarrollará: no existe la realidad sino la realidad interpretada. No existe la historia objetiva, sino la historia interpretada. Y en este supuesto, si así fuera, cabría preguntarse, ¿quién tiene la misión de interpretar esos textos y con qué luz cuenta para hacerlo? En toda la obra no se habla para nada de la Tradición, si no es para rechazarla más o menos explícitamente, ni del Magisterio de la Iglesia.
[5] El autor no fundamenta la ruptura que establece entre la fe de los apóstoles antes y después de la muerte de Cristo, concretada en la figura de Pedro.
[6] Según estas tesis, que siguen las líneas fundamentales de la teología postbulmaniana, en cuanto al proceso de redacción, la distancia entre lo que Jesús hizo y enseñó y lo que a través del Evangelio nos ha llegado, es tan enorme -en los evangelios aparecen en labios de Jesús cosas que nunca dijo-, que se justifica el análisis historicocrítico –que por otro lado, nos parece necesario- como única vía de encontrar a Cristo. El “canon” es el elenco de libros sagrados aprobados por la Iglesia, donde se contiene la Revelación. Estos libros son inspirados, luego nos transmiten con exactitud y rigor divino la revelación de Dios. En los Evangelios se recogen las enseñanzas, vida y obras de Jesús que constituyen norma de fe. Además, como se verá más adelante, todo lo que se afirma es sólo y únicamente en base a lo que aporta ese análisis historicocrítico.
[7] A pesar de que el autor afirme que es “conservador”, no dejan de extrañar la mayoría de las afirmaciones que hace sobre Jesús, desde su nacimiento, su concepción virginal, ser discípulo del Bautista, su desconocimiento del futuro acerca de su misión, hasta la reducción de su predicación, en lo que al contenido se refiere. El autor olvida todo el contenido del Sermón de la Montaña, por ejemplo, o bien, implícitamente está diciendo que es producto, no de la enseñanza de Jesús, sino de una posterior elaboración cuyo autor sería la primitiva comunidad cristiana.
[8] La noción de “pobre” está reducida a una realidad humana material. Para nada aparece la pobreza entendida como indigencia natural y espiritual, como actitud de humildad ante Dios. Se trata, según el autor, de una cuestión meramente humana material.
[9] Esta afirmación mutila y quita valor a la Sagrada Escritura como Fuente de la Revelación.
[10] Se trata de una afirmación de claro corte racionalista. Con esta interpretación no se entienden los reproches que Jesús lanza contra la incredulidad de las ciudades donde frecuentemente había actuado: Corazaín, Betsaida y, de modo especial, Cafarnaún (cfr Mateo 11,16-24). Es muy revelador el episodio de la curación del ciego de nacimiento que nos narra San Juan (9,1-23), así como la incredulidad de los fariseos (cfr Juan 9,24-41). Por último, cabe preguntarse qué sentido tienen las palabras de Jesús: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras” (Juan 10,37-38).
[11] No fundamenta la interpretación que hace del milagro de la multiplicación de los panes. En la Ultima Cena sólo están los íntimos. Prima el carácter de “banquete” frente al de “sacrificio”. Jesús acoge a todos, pero ¿con qué exigencias?, podríamos preguntarle al autor.
[12] Los estudios escriturísticos no apoyan esta afirmación del autor, que por otro lado tiene consecuencias dogmáticas fundamentales.
[13] El texto dice, “por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo. Este es el mandato que he recibido de mi Padre” (Juan 10,17-18).
[14] “Así dice Yahvé:
Velad por la equidad y practicad la justicia, que mi salvación está para llegar
y mi justicia para manifestarse. Dichoso el mortal que tal haga, el hombre que
persevere en ello, guardándose de profanar el sábado, guardando su mano de
hacer nada malo. Que el extranjero que se adhiera a Yahvé no diga: ‘Ciertamente
Yahvé me separará de su pueblo’. No diga el eunuco: ‘Soy un árbol seco’. Pues
así dice Yahvé: Respecto a los eunucos que guardan mi sábado y eligen aquello
que me agrada y se mantienen firmes en mi alianza, yo he de darles en mi Casa y
en mis muros, monumento y nombre mejor que hijos e hijas... En cuanto a los
extranjeros adheridos a Yahvé para su ministerio, para amar en nombre de Yahvé
y para ser sus siervos, a todo aquel que guarda el sábado sin profanarlo, ...
yo les traeré a mi monte santo y les alegraré en mi casa de oración. Sus
holocaustos y sacrificios serán gratos sobre mi altar, porque mi Casa será
llamada Casa de oración para todos los pueblos” (Isaías 56,1-7).
“Palabra que
llegó de parte de Yahvé a Jeremías: Párate en la puerta de la casa de Yahvé y
proclamarás allí esta palabra. Dirás: escuchad la palabra de Yahvé toda Judá,
los que entráis por estas puertas para postraros ante Yahvé. Así dice Yahvé
Sebaoth, Dios de Israel: Mejorad de conducta y de obras y yo haré que os
quedéis en este lugar. No os fiéis de palabras engañosas diciendo: ‘Templo de
Yahvé, Templo de Yahvé es éste’. Porque, si mejoráis realmente vuestra conducta
y obras, si realmente hacéis justicia mutua y no oprimís al forastero, al
huérfano y a la viuda y no vertéis sangre inocente en este lugar, si no vais
tras dioses extraños para vuestro mal, entonces, yo permaneceré con vosotros en
este lugar, en la tierra que di a vuestros padres desde siempre hasta siempre.
Pero he aquí
que vosotros os fiáis de palabras engañosas que de nada sirven, para robar,
matar, adulterar, jurar en falso, incensar a Baal y seguir a otros dioses que
no conocéis. Luego venís y os quedáis ante mí en esta Casa llamada por mi
nombre y decís: ‘Estamos seguros’, para seguir haciendo todas esas
abominaciones. ¿En cueva de bandidos se ha convertido a vuestros ojos esta
casa que se llama por mi nombre?” (Jeremías 7,1-11).
Estas dos citas
son las que utilizan los sinópticos y de aquí saca el autor su interpretación.
San Juan hará una interpretación distinta, en este caso basada en Salmo 69,9-10 (“el celo de tu casa me devora”) y, Zacarías 14,21. “En aquel día se hallará en los cascabeles de los caballos: ‘consagrado a Yahvé’, y serán las ollas en la casa de Yahvé como copas de aspersión delante del altar; y toda olla de Jerusalén y Judá estará consagrada a Yahvé Sebaoth. Todos los que quieran sacrificar vendrán a tomar de ellas y en ellas cocerán. Y ya no habrá comerciante en la casa de Yahvé Sebaoth en el día aquel” (Zacarías, 14,20-21).
[15] El autor
parece olvidar textos tan fundamentales, reiteradamente atestiguados, como los
que inciden en el interrogatorio a Jesús sobre su Divinidad, como causa última
de la condena por parte del sanedrín: “‘Te conjuro por el Dios vivo que nos
digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios’. Jesús le respondió: ‘Tú lo
has dicho. Además, os digo: a partir de ahora veréis al Hijo del hombre
sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo’.
Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras y dijo: ‘¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?’ Ellos respondieron: ‘¡Es reo de muerte!’” (Mateo 26, 63-66). Igualmente puede verse: Marcos 14,61-64 y Lucas 22,66-71. Ciertamente San Juan no recoge un texto paralelo, aunque sí el interrogatorio de Anás, primero y luego Caifás (Juan 18,12-14, 19-24 y 28), pero sí trae con enorme detalle la conversación de Jesús con Pilato en el que Cristo afirma su reinado y el carácter divino del mismo (Juan 18, 28-38).
[16] “Porque si
confiesas con tu boca: ‘Jesús es el Señor’, y crees en tu corazón que Dios lo
resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Romanos 10,9).
“Porque os he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez he recibido: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y que fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas y luego a los doce” (1Corintios 15,3-5). Y por último: “El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón” (Lucas 24,34).
[17] “Él es la
imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura, porque en él fueron
creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles,
ya sean los tronos o las dominaciones, los principados o las potestades. Todo
ha sido creado por él y para él. Él es antes que todas las cosas y todas
subsisten en él. Él es también la cabeza del cuerpo de la Iglesia. Él es el
principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea él quien tenga la
primacía en todo, ya que (Dios) se ha complacido en que toda la plenitud
habitase en él, y en que por él se reconciliasen consigo todas las cosas,
pacificando por la sangre de su cruz tanto las de la tierra como las del cielo”
(Colosenses 1,15-20).
“El cual, teniendo la forma de Dios, no consideró rapiña el ser igual a Dios. Por el contrario, se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y toda lengua confiese: ‘Cristo Jesús es Señor’ para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2,6-11).
[18] El Catecismo
de la Iglesia Católica nos dice que, “el misterio de la resurrección de Cristo
es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente
comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento” (n.639). En lo que se
refiere al sepulcro vacío, añade que se trata del “primer elemento que
se encuentra (...) No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo de
Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (cfr Juan 20,13; Mateo
28,11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un
signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el
reconocimiento del hecho de la Resurrección” (n.640).
En los números
643 y 644, el Catecismo afirma algunas consideraciones que no se pueden
compaginar con lo que mantiene el autor acerca del carácter innecesario e
insuficiente de la presencia del cuerpo de Jesús en la resurrección:
“Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo
fuera del orden físico” (n.643). “Tan imposible les parece la cosa que, incluso
puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía
(cfr Lucas 24,38): creen ver un espíritu (cfr Lucas 24,39). (...) Tomás
conocerá la misma prueba de la duda (cfr Juan 20,24-27) (...) Por esto la
hipótesis según la cual la resurrección habría sido un ‘producto’ de la fe (o
de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su
fe en la resurrección nació –bajo la acción de la gracia divina- de la
experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado” (n.644).
A continuación señala el Catecismo, en lo que se refiere al estado de la Humanidad Santísima resucitada: “Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cfr Lucas 24,39; Juan 20,27) y el compartir la comida (cfr Lucas 24,30.41-43; Juan 21,9.13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cfr Lucas 24,39), pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos mismos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cfr Lucas 24,40; Juan 20,20.27). Este cuerpo auténtico y real –añade el texto- posee, sin embargo, al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso...” (n.645).
[19] Según lo dicho en la nota (18), no puede mantenerse que se trate de una experiencia mística sin más. Esto sería una reducción que carece de fundamento en la Escritura. Efectivamente una experiencia mística no puede calificarse de falsa o irreal, pero es evidente que se trata de algo subjetivo, en el sentido de individual, íntimo, circunscrito a la propia persona que lo experimenta. El autor más tarde negará que se trate de una percepción objeto-sujeto, negando esta dualidad, que aparece con toda claridad.
[20] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica n.645, in fine.
[21] La fe de la Iglesia afirma que el alma es inmortal; el cuerpo sufre la corrupción en el sepulcro después de la muerte, y al final de los tiempos tendrá lugar la resurrección de la carne.
[22] En esta afirmación, y especialmente de aquí en adelante, el autor es deudor de González Faus (cf. GONZÁLEZ FAUS, José Ignacio, La humanidad nueva. Ensayo de Cristología, Ed. Sal Terrae, col. “Actualidad teológica española”, Madrid 1975, 682 páginas; Acceso a Jesús, Ed. Sígueme, Salamanca 1979). Sostiene el principio de negar toda dualidad, no con el fin de afirmar la unidad en Cristo, pues no acepta la fórmula calcedoniana, de dos naturalezas, divina y humana, en una única persona divina, sino en el sentido por el cual lo divino no debe ser considerado fuera de lo humano, sino en lo humano. Este es el sentido del texto, “la actuación de Dios en la vida del hombre (...) desde la inmanencia”. Dios se da en el hombre y no fuera de él.
[23] Esta afirmación, es consecuencia de sostener el principio “universalidad de Jesús”. La individualidad de Jesús no es limitada, sino que incluye a toda la humanidad. Así, “esto significa que es posible universalizar a todo el hombre aquello que la cristología nos enseña sobre Cristo. Y no sólo posible, sino, en cierto modo necesario”, dirá González Faus (La humanidad ..., p.626). Esto no puede interpretarse en el sentido en que lo dice el Concilio Vaticano II: “el Hijo de Dios, por su Encarnación, se unió de alguna manera con todos los hombres” (Const. Past. Gaudium et spes, n.22), sino en un sentido muy diverso. La unión de Cristo por la Encarnación con toda la humanidad, implica que todo hombre, por el simple hecho de ser tal hombre en la economía presente, es decir por haber recibido su humanidad en una historia en la que ha tenido lugar la Encarnación, poseyera ya todo lo que la Encarnación trae consigo, en definitiva, lo que hace poseer la intimidad con Dios, que se nos da a conocer en Cristo, no sería tanto el proceso de fe y de conversión cuanto el hecho de ser hombre, la humanidad en cuanto tal. Y además podemos añadir con sus propias palabras, “la divinización que Cristo revela se da en la humanidad, forma parte de la humanidad (...) La entera realidad es “cuerpo del Resucitado”, cuerpo vivificado por el Espíritu de Dios”. Y añadirá: “En términos más concretos, amor a Dios y amor al prójimo se identifican sin residuos y no cabe distinguir entre una esfera de lo sagrado y otra de lo profano, entre lo temporal y lo espiritual” (La Humanidad..., pp.629-637). Todo lo dicho, tiene sabor panteísta, y está abocado a un monismo ontológico.
[24] Para una correcta valoración doctrinal se ha acudido a la Introducción a la Declaración Mysterium Filii Dei (21 de febrero de 1972), hecha por el Cardenal Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe que publicó este documento con el nombre: Declaración para la salvaguardia de la fe en los misterios de la Encarnación y de la Trinidad de algunos errores recientes. A pesar de la fecha de publicación, el documento junto a lo que señala el Cardenal Ratzinger en la Introducción, tiene perfecta actualidad, como se puede comprobar en estas últimas páginas. Se ha utilizado la edición: El misterio del Hijo de Dios, Declaración y Comentarios, Ed. Palabra, Madrid 1992, 119 páginas).