(t.o.: Mutter Courage und ihre
Kinder. Suhrkamp, 49, Frankfurt/Main 1963.)
INTRODUCCIÓN
La
acción se desarrolla en Suecia, Polonia y Alemania, entre 1624 y 1636.
La
cantinera Anna Fierling, conocida también como Madre Coraje, camina con sus dos
hijos y su hija a través de Polonia acompañando al ejército sueco, y luego al
lado de los católicos a través de Alemania. Intenta hacer de la guerra un
negocio. En esas circunstancias pierde a sus hijos: a uno de ellos lo matan los
católicos; el otro es fusilado por los protestantes al ser sorprendido
dedicándose al pillaje durante una tregua de la batalla; su hija Kattrin, que
es muda, es asesinada cuando advierte a la ciudad protestante de Halle de un
asalto por sorpresa de los católicos. A pesar de estas tragedias, que no dejan
de conmoverla profundamente, el único objetivo importante para Madre Coraje es
mantener su negocio. Sobre el fondo de importantes acontecimientos históricos,
ella expone su idea materialista-realista de la guerra. Al final, Madre Coraje,
vieja, mísera y sin haber aprendido nada, sigue tirando de su carro.
La
obra comprende doce escenas en prosa (con gran influencia dialectal) y nueve song
(canciones), cuya música compuso Dessau. Colaboradora de Brecht fue
Margarete Steffin.
El
texto fue redactado entre 1938 y 1939.
Se
estrenó el 19 de abril de 1941 en Zurich, bajo la dirección de Leopoldo
Lindtberg.
Las
fuentes de las ideas de Brecht son: en filosofía, la dialéctica de Hegel, y en
la disposición artística, Karl Valentin y quizá Charles Chaplin. En su obra han
dejado también huellas profundas, entre otros, la filosofía oriental, Büchner,
Wedekind, los clásicos alemanes Schiller y Goethe, y la filosofía kantiana. Sin
embargo, lo decisivo es el influjo marxista. El estudio de Marx con los
profesores Karl Korsch y Fritz Sternberg tuvo una influencia preponderante en
el pensamiento de Brecht. Brecht rechaza toda filosofía especulativa, disuelve
la teología en una antropología materialista. De Marx aprendió la crítica de la
religión. En esto no se le puede considerar como un autor original1.
RESUMEN
DEL CONTENIDO
Año
1624. Un sargento y un reclutador charlan sobre la guerra y la moral: «Se nota que
hace demasiado tiempo que no ha habido guerra aquí. ¿De dónde va a venir la
moral?, me pregunto. La paz es un desorden; sólo la guerra crea orden. La
humanidad se sale de madre con la paz»; «sin orden no es posible la guerra».
Esta posición justifica los métodos de engaño y astucia con que se reclutan los
soldados: «lo he emborrachado apaciblemente y ¡ya ha firmado! » (pp. 7-8).
Entonces
aparece Anna Fierling, que llega de Bamberg y es conocida bajo el nombre de
Madre Coraje. La acompañan sus tres hijos: Eilif, Schweizerkas y Kattrin, la
muda; cada uno, hijo de padre distinto.
El
carro de mercancías, del que tiran Eilif y Schweizerkas, es detenido por el
sargento. A la pregunta sobre quiénes son, responde Madre Coraje, que
negociantes; se presenta por medio de una Song, de las que abundan en
las obras de Brecht. En esta canción nos da a conocer su actitud respecto a la
guerra: quiere vivir de ella y espera hacer un buen negocio: «No puedo esperar
que a la guerra le dé la gana de venir a Bamberg» (p. 12).
Sargento
y reclutador intentan que los dos hijos se alisten, pero Madre Coraje no está
de acuerdo y defiende a sus hijos con un cuchillo. Cuando ve que están a punto
de dejarse convencer por los argumentos del reclutador, profetiza al sargento
una temprana muerte en la guerra, con la esperanza de que sus hijos se den
cuenta de los peligros de ir a pelear. Para aterrorizarlos del todo les hace
sacar la «suerte negra», que también predice su muerte.
Ella
quiere seguir adelante, pero el sargento hace como si quisiera comprarle una
hebilla. Durante este negocio el reclutador convence a Eilif, que se va con él.
Al
final de la escena el sargento dice de Madre Coraje: «Quiere vivir de la
guerra, pero también ella tendrá que dar algo a la guerra» (p. 19).
Años
1625-1626. La escena se desarrolla en el campamento sueco. Madre Coraje quiere
vender un capón, y conoce así a un cocinero del campamento.
Un
oficial sueco premia a un joven campesino por su valentía. Es Eilif que,
después de haber asesinado a cuatro campesinos, ha robado sus bueyes. Madre
Coraje reconoce la voz de su hijo, aunque éste no sabe que su madre se
encuentra en el campamento.
Madre
Coraje vende el capón, pues el oficial pide la comida para obsequiar a sus
huéspedes. Entre ellos hay un predicador del campo de batalla. Eilif canta una
canción que es una glorificación del servicio militar en la guerra y a la vez
un aviso preventivo de sus peligros.
Después
de la segunda estrofa, se le une Madre Coraje desde la cocina del campamento.
Eilif corre a la cocina y abraza a su madre, pero ésta le da una bofetada.
Cuando le pregunta la razón, contesta ella: «¡Porque no te rendiste cuando los
cuatro se abalanzaron sobre ti para hacerte picadillo!» (p. 28). No le condena
porque haya asesinado, sino por haberse puesto en peligro.
Año
1629. Madre Coraje pasará del campamento luterano al católico.
La
escena comienza cuando Madre Coraje compra munición a un armero. Aparece
entonces la prostituta del campamento, Yvette Pottier; es atendida por Madre
Coraje, que previene a su hija Kattrin sobre los amoríos. Después de haberse
marchado Yvette, mientras Madre Coraje está charlando con el cocinero y el
predicador, Kattrin se prueba las botas y el sombrero de Yvette, que ésta se ha
dejado allí.
Se
oyen ahora cañonazos y tiros: tiene lugar un asalto. El cocinero huye —dice que
tiene que ir junto al comandante—, pero el predicador se queda con Madre
Coraje. Yvette vuelve, porque «no puedo estar con esta pinta cuando los
católicos lleguen. ¿Qué van a pensar de mí?» (p. 38). Se lleva el sombrero para
«prepararse» a la llegada de los católicos.
Schweizerkas,
que ahora es contador, aparece trayendo la caja del dinero del regimiento, que
le ha sido confiada, para esconderla de los atacantes. Madre Coraje quita del
carro la bandera del regimiento; quiere comprar una bandera «católica». El
predicador, que también ha cambiado de ropa para no ser reconocido como
protestante, acompaña a Madre Coraje a comprar la bandera.
Mientras
tanto llegan dos soplones del regimiento finlandés en el que era contador
Scheweizerkas, que es arrestado porque todavía no ha devuelto la caja.
Cuando
vuelve de la ciudad, Madre Coraje se entera del asunto por Kattrin, y quiere
empeñar su carro para rescatar a Schweizerkas. Madre Coraje recibe de Yvette
Pottier el dinero por el carro, pero tarda demasiado en ponerse de acuerdo
sobre el precio: a lo lejos se oyen las detonaciones del fusilamiento de
Schweizerkas. Para no traicionarse a sí misma, Madre Coraje reniega de su hijo.
Madre
Coraje está sentada delante de la tienda de campaña del capitán de caballería;
quiere quejarse de los destrozos que ha sufrido su carro. El capitán todavía no
está en su tienda, y debe esperar. Aparece un joven campesino, que también
viene a quejarse, pero Madre Coraje lo convence de que no lo haga, y traba una
conversación sobre el peligro de los ataques repentinos de ira. Después de esta
conversación, en la que ella misma recibe claramente una lección, se marcha
también sin quejarse.
Años
1630-1631. Kattrin amenaza a su madre, que se niega a dar al predicador las
camisas de oficial con las que él quiere vendar a los enfermos. Madre Coraje es
empujada a un lado, y el predicador se apodera de las camisas.
Poniendo
en peligro su propia vida, Kattrin salva a un bebé de una casa ardiendo, y lo
hace dormir. Esto no impresiona lo más mínimo a Madre Coraje, que sigue
lamentándose de haber sido despojada de las camisas. Al final de la escena,
Madre Coraje arranca el abrigo de piel a un soldado que ha bebido aguardiente y
no puede pagar; lo hace para «cubrir sus gastos».
Año
1632. Madre Coraje ha alcanzado cierta prosperidad, y hace el inventario del
negocio con su hija. Se habla sobre la duración de la guerra; el predicador
«demuestra» que durará todavía bastante, porque «la guerra siempre encuentra
una salida» (p. 68). La madre envía a Kattrin a la ciudad para que adquiera
nuevas mercancías. Entretanto el predicador hace una proposición de casamiento
a Madre Coraje, que ésta rechaza.
Cuando
Kattrin llega de la ciudad, Madre Coraje ve que, su hija ha sido asaltada;
llega sin mercancías y sangrándole la cara. Kattrin rechaza los zapatos rojos
de Yvette, que su madre conservaba en el carro desde hacía mucho tiempo y que
ahora le ofrece como consuelo. Madre Coraje resume la situación. «Esta
(Kattrin) está medio destrozada; seguro que ya no pesca ningún hombre. Está
muda por culpa de la guerra, porque un soldado le metió algo en la boca cuando
era pequeña. A Schweizerkas ya no lo volveré a ver, y sabe Dios donde estará
Eilif. Maldita sea la guerra» (p. 74).
Madre
Coraje ha cambiado su opinión sobre la guerra. Ahora, en la cumbre de su
negocio, le canta un himno de alabanza porque es la fuente de sus ingresos.
Madre
Coraje y el predicador oyen rumores de que ha llegado la paz. Ella está
rabiosa, pues teme no poder colocar las nuevas mercancías.
Hay
un reencuentro con aquel cocinero del campamento al que le había vendido un
capón. Yvette Pottier, ahora «señora del coronel Starhemberg», visita a Madre
Coraje y reconoce en el cocinero a un antiguo querido suyo. Madre Coraje se
marcha a la ciudad con Yvette para «vender las cosas antes que bajen los
precios» (p. 85).
Poco
después llega Eilif, acompañado por dos soldados con bayonetas. Quiere ver a su
madre otra vez antes de que lo maten a causa de una fechoría, por la que
durante la guerra habría sido premiado. Pero su madre está todavía en la
ciudad, y ya no la ve más.
La
guerra recomienza. Madre Coraje sigue adelante con el cocinero; el predicador
no está ya con el grupo, pues se fue con Eilif cuando se lo llevaron los
soldados.
Año
1634. El cocinero ha heredado una taberna en Utrecht y quiere llevarse con él a
Madre Coraje, pero no a Kattrin. Madre Coraje no está dispuesta a seguir al
cocinero bajo estas condiciones. Kattrin, por su parte, no quiere ser una carga
para su madre y se hace un hatillo con sus cosas. Pero Madre Coraje impide su
fuga y sigue adelante con ella sola.
Año
1635. Una «voz» canta la «canción de la morada», en que se alaban un techo y un
jardín como símbolos del hogar.
Madre
Coraje y Kattrin se detienen para oír la canción; luego siguen adelante sin
decir palabra.
Enero
de 1636. La ciudad protestante de Halle va a ser asaltada. Un campesino y una
campesina, junto a cuya casa ha dejado su carro Madre Coraje mientras hace unas
compras en la ciudad, dicen a Kattrin que rece con ellos por la ciudad. Todos
se arrodillan, pero Kattrin se alza al poco rato. Coge un tambor del carro, se
sube al techo del establo y comienza a tocar el tambor para despertar a los
ciudadanos y avisarles. Kattrin cae de un tiro del tejado, pero por el repique
de las campanas se reconoce que la ciudad está sobreaviso.
Madre
Coraje, que fue a la ciudad por la noche, está ahora arrodillada ante su hija,
sin querer creer que ha muerto. Dice: «Ahora duerme» (p. l07). Los campesinos
la sacuden para que vuelva a la realidad. Ella les da dinero para que entierren
a Kattrin.
La
Coraje se engancha el carro y tira de él sola, siguiendo a la tropa. Por lo
visto abriga todavía esperanza de hacer más negocios (cf. p. l07).
ANALISIS
CRITICO
Brecht
es un autor ateo, con una mentalidad formada en el protestantismo luterano —que
incluso se traduce en el lenguaje— y posteriormente en el marxismo. El ateísmo
es para él un punto de partida. En ningún momento se plantea la cuestión
de la existencia de Dios, que es considerada a priori como un mito. No
se interesa por Dios, sino por el hombre como creador de una «imagen de Dios»
que le sirve para sus intereses. Para Brecht, la fe en Dios es el obstáculo
principal; de la transformación del hombre colectivo, dogmatizado como lo único
necesario. Por esto, la crítica al cristianismo realizada al modo marxista
representa una parte importante de su trabajo literario.
Su
objetivo es la eliminación de todo sentido trascendente de la vida humana.
Según Brecht no existe una trascendencia; la vida no tiene sentido
ultraterreno. La cuestión de la trascendencia es una tentación que llevaría a
escabullirse de la realidad concreta del mundo. Con esto Brecht aplica en forma
literaria el criticismo religioso de Feuerbach y Marx: la fe —para él— es una
superestructura rígidamente dogmática.
Brecht
no considera la realidad trascendente de un Dios personal. Sólo se fija en la
función de la idea de Dios en la vida de algunos cristianos tibios, en relación
con su utilidad o inutilidad práctica. Es una «imagen de Dios» que nada tiene
que ver con el Dios verdadero, y que sólo se valora según el «dominio» que
produce de las condiciones de este mundo. En caso de que la «imagen de Dios» no
ejerza ninguna función para el comportamiento del hombre, no sirve para nada y
la noción de Dios se convierte en algo «sin sentido». Con esta primera crítica,
Brecht trata de ignorar o de ocultar lo más elemental del cristianismo: que la
fe en Dios lleva al cristiano al amor al prójimo, y, por tanto, a no pretender
«dominar» sino a todo lo contrario: a servir.
Sin
embargo, Brecht no sólo no reconoce que es el marxista quien intenta dominar la
sociedad, sino que quiere convencer de que es el cristiano el que intenta
dominarla porque no concibe que el cristiano (y la Iglesia) pueda tener un fin
más alto.
Los
cristianos aparecen en las obras de Brecht como los que perjudican a la
sociedad, pues con sus prácticas religiosas y su imagen de Dios adquieren una
«conciencia inauténtica», o «falseada» que les lleva a no comprometerse en un
mejoramiento del mundo (que él entiende en sentido estrictamente material).
El
presupuesto del cristianismo es —según el— el aferramiento a una razón de ser
de la vida, absoluta y trascendente al mundo, así como a la necesidad de
cumplir unas normas dadas. Estos contenidos se resumen en la creencia en el
«más allá». Para Brecht, en cambio, sólo existe lo visible. Busca un cielo que
se pueda experimentar aquí y ahora, y que al mismo tiempo sea duradero: una
felicidad sensitiva, terrenal, que posea duración. Condena cualquier clase de
esperanza que se eleve sobre lo terreno. Para él, toda felicidad posible es
realizable en este mundo.
La
negación de la eternidad incide a su vez en la problemática de la muerte. Si no
existe el más allá, y, como consecuencia, la vida del hombre carece de un fin
trascendente, es lógico que tampoco exista ninguna esperanza en una existencia
después de la muerte. Por esto, Brecht habla de la falta de sentido del morir y
de la muerte como final absoluto de toda vida. Esto asemeja al hombre a
los demás seres del mundo, al césped, a los árboles, a los animales..., cuya
existencia está marcada por el nacimiento y la muerte. El hombre es introducido
en el sistema circulatorio de la naturaleza, que constantemente produce nueva
vida a través de la descomposición. El hombre se encuentra —para Brecht— a
nivel animal o vegetativo. El difunto es idéntico con su cadáver y se corrompe
como las demás cosas de la naturaleza.
El
más allá es un sueño irrealizable y Brecht quiere prevenir de la «tentación»
que representa.
El
mundo material es para Brecht la única realidad; por eso hay que apurar esta
vida hasta su declive, porque con la muerte se acaba todo. La absoluta
limitación de esta vida por la muerte exige gozar de la vida completamente.
Esto da lugar a una ética de la desesperación materialista y hedonista. El
límite de la muerte pide —según el autor— una ética nueva. El hombre tiene que
realizarse en las alegrías de este mundo y despreciar la muerte como negación
de estos goces; la muerte es un mal, carente de sentido.
Para
Brecht, Dios es una invención del hombre abandonado e indefenso,
que se lo ha construido en su desesperación; es, según la interpretación
marxista, un producto del mismo hombre, un ídolo. La indigencia
sería la que hace que el hombre se ocupe de Dios. La idea de Dios se uniría al
sufrimiento, a la carencia de sentido de la existencia y la muerte.
Según
la dialéctica de Brecht no es posible algo nuevo sin la previa destrucción de
lo viejo. Como Marx, Brecht quiere cambiar el mundo, no interpretarlo de una
manera nueva; es, pues necesario «derribar» a Dios, puesto que es un valor
«inutilizable». Para Brecht la fe en Dios es «lo primitivo» por excelencia y se
encontraría en violenta oposición a la ciencia; por lo tanto, se la considera
como resto de una época ya superada del desarrollo humano, y cuyas últimas
ramificaciones han buscado cobijo en la actualidad.
La
«función de la imagen de Dios» es —como en la vieja concepción de Comte—
rellenar los agujeros del saber por medio de explicaciones que velen los problemas.
La idea de la divinidad impediría la investigación empírica porque dejaría
satisfecho al hombre con una explicación simple que reprime la acción. Esta
función exige del hombre dependencia y entrega a esta «imagen», que rellena
todos los vacíos. La identidad de estos vacíos con Dios, confirma y hace
absoluta su inatacabilidad especulativa. Sólo el conocimiento «liberador» de
esta función alienante de rellenar los vacíos que tiene la «imagen de Dios»,
haría posible la actuación del hombre para dominar el mundo prescindiendo de
Dios. Este conocimiento, es para Brecht la verdadera «ilustración»; es
—conforme a las ideas tradicionales del marxismo— la tarea de «concienciar» de
las ataduras alienantes. En realidad se trata de una confianza ilimitada —y, en
el fondo, irracional— en que la ciencia «rellenará» en el futuro los vacíos de
la ignorancia humana, encontrando una explicación acabada de todo. Pretensión
ésta verdaderamente utópica e irreal, que el autor no tiene más remedio que
admitir, habiendo negado la indigencia del hombre y su dependencia del Creador.
En
definitiva, la «función de la imagen de Dios» consiste —según Brecht— en la
producción y en el mantenimiento de unas determinadas condiciones sociales. El
orden establecido «necesita» de Dios para seguir existiendo. Por eso el ataque
al orden es, al mismo tiempo, un ataque a la «imagen de Dios». La religión
«distrae» al hombre (opio del pueblo); le impide una visión del mundo como
factible de cambio. En todas partes donde el hombre es pisoteado, se encuentra
la idea de Dios legitimando esa opresión.
Como
ya se indicó al inicio, la crítica de Brecht no entra en el núcleo de la
cuestión. No se plantea la existencia de Dios; simplemente la niega. Pretende
que toda la realidad puede explicarse sin acudir a Dios, pero señala que la
muerte es algo sin sentido. De modo análogo tendría que reconocer, si fuera
coherente, que la vida sin Dios es algo sin sentido; y que la misma existencia
del mundo no tiene sentido, si se prescinde de Dios, que es su fundamento.
La
Guerra de los Treinta Años es el ejemplo histórico elegido por Brecht, donde
una cierta «imagen de Dios» desempeña una función que se puede describir
claramente. Brecht sugiere en Madre Coraje y sus hijos la función de la
religión en favor de la guerra. Todo lo injusto que se hace, «se hace por
Dios». Los crímenes de los soldados son declarados como «hechos heroicos» de un
«batallador piadoso» (p. 22). La preparación de los soldados a la lucha se
realiza como si fuera una misión divina. La guerra misma es una lucha «por
Dios» (p. 25).
De
modo significativo Madre Coraje exige a los cristianos que «despierten». Ella
se grita a sí misma y a los cristianos un estribillo que es como un programa de
lo que va a seguir en la obra:
“La primavera llega. ¡Despierta, cristiano!
La
nieve se derrite. Los muertos reposan.
Y
lo que todavía no ha muerto se pone en camino” (p. 9).
¿Por
qué se refiere precisamente al cristiano el estribillo? ¿Por qué se nombra la
muerte? El medio más eficaz para ocultar el verdadero objetivo de la guerra
—quiere decir Brecht— es la religión. Esta idea es apropiada para representar a
una sociedad que se ve obligada a encubrir sus empresas burguesas y mercantiles
bajo la capa de unos ideales religiosos. El encubrimiento lo expresa
precisamente el «predicador», cuando dice que la guerra «es agradable a los
ojos de Dios» porque «se lleva a cabo por defender la fe».
Tan
realista como es la comparación entre la primavera y el despertar, tan seguro
como es que la nieve se derrite en primavera, tan seguro —insinúa Brecht— es
que se introducirá en la conciencia del cristiano la idea de que debe querer la
guerra y fomentarla.
Para
Brecht es la religión —más aún, la fe cristiana— uno de los medios más
utilizados para encubrir los verdaderos objetivos de la guerra y, en general,
la explotación del individuo. En Madre Coraje y sus hijos se contraponen
un cocinero y un predicador. En la guerra, y todavía más en la paz que le
sucede, el cocinero no tiene trabajo; son tiempos en que hay muy poco que
comer. Totalmente distinta es la situación del predicador. Es verdad que se
queja de que no puede ejercer «su estudiada profesión de cura de almas» (p. 71)
y tiene que cortar leña en vez de ello, pero está seguro de su función de apoyo
a la guerra. El la considera con sentido: se ve como instrumento para
transmitir la conciencia de la guerra «agradable a Dios». Esta guerra es sólo
imaginable porque su razón es la religión; sin la religión, no sería posible.
Es más, si siempre existirá esta fe, siempre habrá una explicación para la
guerra: incluso «el emperador y los reyes y el Papa ayudarán (a la guerra) a
salir de su situación comprometida. Por eso la guerra no tiene nada que temer y
se le puede profetizar una larga vida» (p. 66). El predicador —quiere decir
Brecht— tiene una función clara en la guerra (alentar a la tropa), mientras que
el cocinero es mucho menos importante porque apenas hay nada que comer: en la
guerra se relegan a un segundo plano las necesidades «más elementales», exigiendo
a la mayoría «un sacrificio» en nombre de la religión.
Con
la idea de «guerra de religión», no sólo la pelea, sino también la muerte del
soldado recibe una condecoración por parte de un Dios imaginario, según el ateo
Brecht. No son ya un vivir y un morir «vulgares», sino acontecimientos de valor
más elevado. Por medio de la «imagen de Dios», la vida y la muerte tienen un
sentido relativo, no absoluto. Lo único importante es la obediencia exigida en
nombre de Dios. Por eso el predicador puede decir: «Con una arenga soy capaz de
entusiasmar de tal modo a un ejército, que lleguen a considerar al enemigo como
un rebaño de ovejas. No valoran su vida más que si fuera un trapo viejo y
maloliente, que tiran pensando en la victoria final. Dios me ha concedido el
don de mover con la palabra. Predico, y les hago perder su vista y sus oídos»
(p. 71). «Caer en la guerra es una gracia, no una desgracia; ¿por qué?, porque
es una guerra de religión. No una guerra corriente, sino una guerra especial,
que se lleva a cabo por defender la fe y por tanto es agradable a Dios» (p.
34). La función de la «imagen de Dios» consiste aquí en hacer despreciar la
vida y en glorificar la muerte. La relatividad de la muerte no se funda solo en
la exigencia de Dios de despreciar la vida, sino también en la «redención» de
la paga por las acciones criminales. La paga celestial, que se cobra después de
la muerte, libera a los dirigentes de la guerra del respeto que deberían tener
de la vida y de la paga terrena, del sueldo. «En el segundo regimiento parece
que ha habido revueltas porque él (el capitán) no ha pagado el sueldo, sino que
ha dicho que es una guerra de religión, que la tienen que hacer de balde» (p.
65).
Las
manifestaciones más deplorables de la guerra, como incendiar, herir y saquear,
son disculpadas y justificadas porque la empresa es declarada como querida por
Dios. Las palabras del cocinero llevan a reconocerla como un crimen con la
población civil, como ideologización del crimen: «Así es. De algún modo es una
guerra en la que se incendia, se hiere con cuchillo, se saquea, sin olvidar un
poquillo de violación; pero se diferencia de todas las demás guerras, porque es
una guerra de religión: esto está claro. Sin embargo, también produce sed; esto
tiene usted que reconocerlo» (p. 34): la sed sigue siendo sed, incluso aunque
Dios la eleve o la exija. Del mismo modo siguen siendo crímenes las prácticas
diarias de la guerra, como los robos, asesinatos y brutalidades, aunque se
declare que se hacen en nombre de Dios.
Nombrar
la guerra como guerra de religión implica esta «utilidad» de la fe. La
función del calificativo «de religión» es el encubrimiento de las luchas por el
poder político, que son la verdadera razón de la guerra. La «guerra de
religión» sirve a la clase dominante como superestructura ideológica; sería, en
la visión de Madre Coraje, una táctica de las «cabezas dirigentes» para hacer
negocio y ocultar los hechos. El apelativo de «religión» sería el soporífero
para los «insignificantes» (p. 36): «Cuando se oye hablar a las cabezas
dirigentes, parece que hacen la guerra sólo por temor de Dios y por todo lo que
es bueno y justo. Pero cuando uno se fija mejor, se da uno cuenta de que no son
tan idiotas, sino que promueven la guerra para hacer negocio. Pero si no nos
engañaran así, los seres poco importantes como yo no colaboraríamos» (p. 36).
En
toda esta crítica se ve claro el error de Brecht. El no piensa que a la fe vaya
unida necesariamente una moral que permita considerar esos hechos como
crímenes. Sin embargo, la historia demuestra que cuando falta la creencia en
Dios, la opresión a la dignidad humana se hace mucho más dura, pues entonces
desaparece toda moral y no hay ningún resorte que pueda frenar la injusticia.
La acusación de Brecht es escándalo farisaico, porque esos crímenes, cuando
existieron en guerras realmente religiosas, no se debieron a los preceptos
cristianos, sino a la incoherencia de los hombres y a su alejamiento de la
auténtica vida cristiana.
La
fe de la que está hablando Brecht es, en todo caso, la fe fiducial del
protestantismo, que se reduce a confianza en Dios, sin un contenido de
verdades, pero no la virtud teologal de la Fe, que es algo bien diverso. El
objeto de ésta es un conjunto de verdades (Dogma) que lleva inseparablemente
unido un conjunto de normas de vida (Moral); de manera que la fe sin obras es
una fe muerta, insuficiente para la salvación. Brecht, en cambio, piensa que
sería coherente con la fe católica una guerra «de religión» que vaya contra la
justicia. Esto, quizá pueda ser así en el protestantismo, donde fe y obras son
separables, pero es contrario a la verdad católica.
También
el sacrificio es para Brecht una postura equivocada. En realidad, el confiere a
esta palabra un significado torcido.
La
palabra «sacrificio» se encuentra aquí y allá, dondequiera que actúan
cristianos, pero, ¿por qué se sacrifican los cristianos?, se pregunta; responde
diciendo que es la «imagen de Dios» que se han creado la que justifica hacer
cualquier sacrificio por El.
En
realidad, según Brecht, lo que pretenden los cristianos con el sacrificio es
perfeccionarse a sí mismos; perfección que se reduce a sensaciones internas que
fomentan la propia virtud y llevan a aprovecharse del mundo exterior para los
egoístas fines personales. En consecuencia, dice Brecht, los cristianos son
capaces de hacer sacrificios sólo por Dios; si no, no hacen nada: no se mueven
incondicionalmente para lograr el bien de la humanidad.
La
crítica irónica al «sacrificio» se hace desde una ideología marxista y
revolucionaria. Sacrificio e incluso muerte tienen sentido —según esa crítica—
si se los protege con la «imagen de Dios». La «misión ideológicamente
dominadora del sacrificio» adquiere en Madre Coraje una motivación
exclusivamente religiosa. El predicador prepara a los soldados para la muerte
«sacrificial» (por Dios). Exige el sacrificio de hombres por amor de Dios. En
este sentido, la Biblia, y la «imagen de Dios», tienen una «función
adormecedora», que fomenta el afianzamiento de la clase explotadora.
Brecht
afirma que no cambiará su juicio mientras los cristianos perseveren en su
ideología del sacrificio como modo de sometimiento, pues cuando se ofrecen a sí
mismos por Dios, no se preocupan de las «reales» consecuencias sociales.
Como
ya se ha dicho, Brecht entiende mal el significado del sacrificio, que tiene,
efectivamente, una misión de sometimiento, pero no de los demás a uno mismo o a
las propias ideas —como pretende Brecht—, sino sometimiento personal y
voluntario de uno mismo a Dios.
En
la undécima escena de Madre Coraje y sus hijos las tropas imperiales
amenazan a la ciudad de Halle. Llegan a un caserío de labradores y lo someten
al terror. Estos se resignan con su destino. El campesino más joven les deberá
mostrar el camino de la ciudad que van a asaltar por la noche. La ciudad parece
que va a perderse sin esperanza. Los campesinos ven en la oración el último
recurso de hacer algo por los habitantes de la ciudad. Ellos no temen sólo por
la ciudad, sino sobre todo por su propia suerte. Kattrin, la muda, una criatura
indefensa por culpa de la guerra, se queda sola con los campesinos, mientras
Madre Coraje hace unas compras en la ciudad.
«¡Reza, pobre infeliz, reza!» (p. 101). Esta es la petición de la
campesina a la indefensa. «No podemos hacer nada para impedir el derramamiento
de sangre. Si no puedes hablar, por lo menos puedes rezar. El te oye, aunque
los demás no te oigan. Yo te ayudo» (p. l0l). El tono es de callejón sin
salida, de desesperanza, de miedo. La oración aparece como un refugio. Se ha
recurrido a Dios; El atenderá la oración. Esta es para Brecht la confianza de
los que se refugian en lo «invisible», sin haberse preocupado de poner todos
los medios posibles. Confían en que Dios ocupará su lugar y actuará para
rechazar el peligro. Estas ideas se reflejan en el contenido de la oración:
«Padre nuestro que estás en los cielos, oye nuestra oración, no permitas la
destrucción de la ciudad y de todos los que dentro de ella dormitan y no se
imaginan nada de lo que va a pasar. Despiértalos para que se levanten y vayan a
las murallas, y vean cómo se los ataca, cuando llegan con lanzas y cañones
sobre los prados, y bajan por el declive» (p. 101). Todos los habitantes de la
ciudad que se encuentran en peligro son incluidos en esta oración y confiados a
Dios, porque El es el único que los puede ayudar y porque todo está en sus
manos. No se sacan consecuencias para una actuación propia, que están tan a la
vista.
Por
eso, Brecht incluye en el plan un fallo de la ayuda de Dios. La conclusión
lógica de un «no-colaborar» por parte de Dios está al final, en la petición de
perdón por los propios errores: «y perdona nuestras deudas así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores. Amén» (p. l02). La «imagen de Dios» es una coartada para la
propia acción. Con su oración los campesinos quieren ahogar su propio malestar
por la pasividad que demuestran para impedir la destrucción de la ciudad. Su
seguridad es más importante que la de los demás. No quieren reconocer esta
realidad porque la reprimen a favor de un «acomodarse a la fatalidad querida
por Dios».
Antes
de comenzar la oración, la campesina ve a la muda Kattrin parada delante de
ella; se acerca y la mira con reproche: «¡Reza, pobre infeliz, reza!», como si
culpara a la extraña de una imperdonable omisión, una falta de voluntad de
hacer algo. La oración misma era el rumoreo acostumbrado, el sentimiento de
agrado al escuchar la propia voz y las cadencias oídas a los curas, que
expresan el acomodarse a todas las «fatalidades queridas por Dios».
Pero
durante la oración la muda se escapa de allí y, precisamente en el mismo
momento en que los orantes piensan haber hecho todo lo posible por la ciudad,
ella empieza a sonar un remolino de tambores que despierta de su sueño a sus
habitantes, para que se defiendan. La muda es fusilada por los soldados. Ella
había superado el miedo a sí misma a causa de la urgente necesidad de ayuda,
demostrando que la valentía vence al miedo; que el más indefenso puede ayudar,
y que aun en la situación más desesperada es posible la salvación.
En
este punto culminante Brecht utiliza, claro está, un concepto falso de oración:
salvar el pellejo y «rezar» por los demás; dirigir palabras a un ser superior
por los que están a nuestro lado, en vez de hacer «algo concreto» por ellos. El
toque de tambor de Kattrin pone en evidencia que la oración es una coartada de
aquellos que no ponen por obra nada eficaz. Brecht extiende su crítica más aún:
la oración tiene una función ideológica, en cuanto sirve para justificar la
propia inactividad y para cubrir el miedo. Dios debe prestar la ayuda que uno
mismo no está dispuesto a ofrecer.
El
motivo que lleva a practicar la oración —según esta interpretación de Brecht—
es la incapacidad de intervenir en el curso de los acontecimientos, para
impedir o rechazar los abusos. El motivo es el miedo que proviene de un mal
previsible. El miedo a intervenir activamente en los acontecimientos y superar
el mal hace que los hombres busquen refugio en Dios y le pidan en su oración
que sea El quien actúe y remedie las cosas. La oración es un intento de ignorar
la realidad recurriendo a Dios como solucionador de los problemas, o de los
propios fallos. Es también un intento de encontrar consuelo por el rechazo que
uno ha hecho, y por ello una confirmación de que la propia conducta —aunque sea
inmoral— queda justificada. La oración es, pues —según Brecht— una huida a la
esfera de lo extramundano, porque el mundo es demasiado difícil. Es huida a lo
supraterreno, hacia un Dios que no motiva un obrar activo. Su función es
justificar la inactividad humana. La muda demuestra actuando que este modo de
ver las cosas es equivocado y puede superarse. Hasta aquí el pensamiento de
Brecht.
Aparte
de que Brecht no se pregunta por el fundamento real de la fe, es decir, por la
existencia de Dios —él da por supuesto que Dios no existe, que es un producto
de la invención humana—, su crítica se refiere a la fe de los cristianos tal
como él la concibe bajo la influencia del protestantismo. Brecht toma la «fe»
como un recurso emocional frente a circunstancias humanamente difíciles de
superar. La fe se reduce para él a sensaciones interiores y debilita la
disponibilidad para actuar, para llevar a cabo «cambios sociales». Brecht
rechaza la fe en Dios, que implicaría sólo tranquilizamiento, consuelo,
sacrificio y huida del mundo, y que no tendría ninguna importancia social para
conseguir la «humanización» del mundo, sino que, por el contrario, sería una
función de apoyo a la clase explotadora. Humanización significa para Brecht
«amor» al prójimo por su importancia social.
En
el fondo, Brecht quiere decidir la alternativa: o Dios o el hombre. Y la
resuelve «en favor» del hombre, rechazando a Dios radicalmente. No ataca sólo
el «comportamiento» de los cristianos, que resulta de su «imagen de Dios», que
los libra de su actuación social después de haber declinado en Dios toda la
responsabilidad; Brecht ataca la misma idea de Dios, que es, para él, una
metáfora, a la que ni siquiera concede el sentido hipotético positivo de una
«utopía útil» neo-marxista. La interioridad cristiana sería simplemente
resignación frente a las circunstancias externas. La interioridad espiritual
conduciría a los cristianos a retirarse de la realidad, a un lugar sin
problemas. Si se desarrolla esta idea consecuentemente se llega a la conclusión
de que este lugar no puede ser otro que el de la muerte, por la que el
predicador que hace propaganda a favor de la guerra sugiere tan bellas
idealizaciones.
Con
esta idea sobre Dios, es lógico que también se equivoque cuando habla de la
oración, que es trato con Dios (aunque Brecht se refiere sólo a la oración de
petición, porque en su horizonte no caben otras formas). En realidad ataca una
idea desfigurada —la suya— de oración que conduce al quietismo. Pero ésta no es
la oración cristiana, que ha de ir acompañada de las obras que se puedan
realizar para alcanzar aquello que se pide.
Esa
oración de la que habla Brecht puede darse, en todo caso, en una perspectiva
protestante, donde la corrupción de la naturaleza por el pecado es concebida de
tal modo que el hombre no puede obrar ni siquiera parte del bien que le es
debido; se niega así la libertad y se diluye, en consecuencia, la
responsabilidad; por lo que es explicable que el hombre no se sienta capaz de
poner, junto con la oración, todos los medios humanos a su alcance. De ahí el miedo
ante los problemas humanos; el refugio que lleva a la inhibición; y
el consuelo que se dice ser la función ideológica de la oración. Si a
esto se añade que el protestantismo ignora la realidad ontológica de la gracia
que, restaurando la naturaleza humana, devuelve al hombre las fuerzas para
realizar todo el bien que le corresponde por naturaleza (además de otros
efectos en el orden sobrenatural), se comprende mejor que la crítica de Brecht
tiene un cierto fundamento si se refiere a la oración como puede ser entendida
en una perspectiva luterana, pero carece de todo valor si se aplica a la
verdadera oración cristiana. Decimos sólo un cierto fundamento, porque
Brecht reduce las necesidades del hombre a sólo las materiales, pues profesa un
materialismo en el que no hay lugar para la inmortalidad del alma humana. En
cambio, la oración del cristiano va mucho más lejos, abarcando también las
necesidades espirituales del hombre.
La
auténtica oración de petición consiste en pedir a Dios que conceda aquello para
lo que se han puesto los medios humanos que se tiene obligación de poner,
sabiendo que, en último extremo, la eficacia viene de Dios que sustenta todo el
ser y el obrar («Si el Señor no edifica la casa en vano se afanan quienes la
construyen» (Ps. 127,1): es necesaria la ayuda de Dios, pero también es
imprescindible construir la casa). Por esto, el católico sabe que puede y
debe poner los medios para resolver los problemas, y se siente más urgido
que el que no cree a poner esos medios, porque se sabe responsable no sólo ante
los hombres, sino sobre todo ante Dios. Al orar no busca como fin el
«consuelo», sino que acude a la oración con esperanza, virtud que Brecht
desconoce por completo. El, a través de la acción valiente de Kattrin, parece
decirnos que ante los problemas siempre se puede hacer algo externo para
resolverlos; y que cuando se ponen los medios humanos, se resuelven de
hecho. Pero ambas afirmaciones son falsas, como es obvio, y conducen a un
fatalismo pesimista como el que muestra el autor.
Según
Brecht toda virtud tiene que ser «revolucionaria»; por ejemplo, «bondad
revolucionaria». La caridad al prójimo se reduce a «servicio al cliente» (amor
al cliente). Podría hablarse de virtudes de la violencia. Las virtudes,
entendidas en el sentido cristiano, son, para Brecht, inútiles, porque no
resuelven nada. La obra de Brecht se manifiesta en todas sus consecuencias como
un intento de destrucción sistemática del cristianismo y de sus valores.
El
rostro de la virtud es el rostro del estafador, que simula algo que no es. Así
escribe Brecht, porque él no concibe como realidades ni el bien ni el mal; ni
la verdad o la mentira; ni el ser o la falta de ser, sino que todo esto es para
él una triste simulación.
En
Madre Coraje y sus hijos se ocupa detenidamente de las siguientes
virtudes: sabiduría, audacia, honradez, abnegación y temor de Dios. La
presentación de las cuatro primeras es en realidad un ataque a las cuatro
virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Cuando se
relaciona el temor de Dios con las tres virtudes teologales, es para realizar
ni más ni menos que una velada sátira de la idea cristiana del hombre (por
ejemplo, el «Song» de Salomón, pp. 93-96). Los hijos de la Coraje encuentran la
ruina precisamente en sus buenas cualidades: Eilif en su audacia, Schweizerkas
en su honradez, Kattrin en su abnegación maternal; la Coraje misma se pierde a
causa de su sabiduría. La respuesta a la cuestión sobre estas virtudes es evidente:
«Todas las virtudes son peligrosas en este mundo (...). Es mejor no poseer
ninguna virtud y tener una vida más agradable» (p. 93).
La
virtud, según Brecht, es pasajera. La practica de la virtud no conduce a
cambiar el mundo, sino que significa sólo «el sacrificio individual de uno
mismo». De modo significativo el cocinero y la Coraje cantan delante de una
casa parroquial el «Song» de Salomón; piden que les den un plato de sopa y,
sirviéndose de la sabiduría de Salomón, de la audacia de Cesar, de la honradez
de Sócrates y de la abnegación de San Martín, cantan el daño que estas virtudes
hacen a la gente humilde del pueblo: «¡Y así sucede con nosotros! ¡Somos gente
honrada, estamos unidos, no robamos, no matamos, no incendiamos nada! ¡Y así se
puede decir que cada vez nos hundimos más y la canción se realiza en nosotros,
y las sopas son escasas, y si fuéramos de otro modo, ladrones o asesinos, quizá
podríamos estar hartos! ¡Porque la virtud no es nunca un buen negocio, sólo la
maldad; así es el mundo y no tendría que ser así!» (p. 95). También aquí se
reducen las virtudes a las exigencias de Dios:
«Aquí veis gentes honradas
que
guardan los diez mandamientos.
Hasta
ahora no nos ha aprovechado de nada:
¡El
temor de Dios nos ha conducido a estos extremos!
¡Envidiable
el que está libre de él!» (p.
95).
En
este «Song» el espectador se ve obligado a seguir el curso de un pensamiento
dialéctico. Las virtudes de los personajes históricos son inciertas, mientras
que Madre Coraje —que no tiene ninguna importancia histórica— presenta rasgos
notables de valentía, sacrificio y buen corazón; ella renuncia a la suficiencia
que habría podido tener junto al cocinero, por no abandonar a su indefensa
hija. Esto la hace más simpática al espectador, y da fuerza a su papel crítico.
En
ningún momento se aprecia en Madre Coraje el temor de Dios. La función del
«temor de Dios», como un aspecto de la imagen de Dios, sería la legitimación de
los traficantes para hacer su negocio sangriento e inhumano durante la guerra.
La escenificación de la obra, señaló Brecht, debe mostrar «principalmente» que
la guerra, que es una prolongación de los negocios con otros medios, hace que
las virtudes sean perniciosas, también para sus propietarios.
Los
hombres que ejercitan virtudes están encubriendo, según Brecht, lo intolerable
de la situación. Intentan, a través de ello, dar un sentido definitivo a su
vida sin sentido. Suprimen una posible rebeldía contra la dominación, que
exigiría de ellos esfuerzo y acción, y en lugar de esto ponen su atención en
las virtudes individuales. La Coraje quiere condenar esta actitud como
ideologización y apoyo de los dominadores, designando el comportamiento moral
como «peligroso en este mundo» (p. 93).
En
el ataque de Brecht a las virtudes hay que tener presente, como en los aspectos
anteriores, que el autor se refiere a una imagen caricaturesca de las
verdaderas virtudes cristianas (especialmente en lo relativo al temor de Dios).
Esta imagen deformada parece inspirarse también en el protestantismo luterano,
donde se exagera de tal modo la trascendencia de Dios, que resulta inasequible
a la mente humana. En consecuencia, la relación del hombre con Dios está
determinada más por el temor reverencial ante un ser superior, poderoso y
lejano, que por el amor filial propio del catolicismo.
Sin
embargo, el núcleo del ataque de Brecht se centra, en este caso, en el concepto
mismo de virtud como perfección personal, lo cual no cabe en una perspectiva colectivista
como la del autor. Las virtudes, para Brecht, sólo pueden ser
«revolucionarias», transformantes de la sociedad, pues para él la sociedad es
antes que el individuo (no es la sociedad la que tiene como fin el individuo,
sino a la inversa, es el individuo quien tiene como fin la sociedad). Lo que
importa para Brecht no es la perfección individual, sino la «perfección
social». En consecuencia, su ataque al concepto cristiano de virtud es doble.
De una parte, niega a la virtud personal toda fuerza transformadora de la
sociedad, toda «eficacia», lo cual parece contrario a la experiencia misma. En
segundo lugar, niega el carácter de virtud a todo lo que no esté directamente
orientado a la transformación de la sociedad que, en Brecht, es el absoluto que
viene a ocupar el puesto de Dios.
Por
todo esto, la crítica más radical que puede hacerse a las ideas de Brecht sobre
la virtud, es la de que el fin del individuo no es la sociedad o el bien común,
sino Dios, que trasciende a la sociedad. En consecuencia, el cristiano debe
dirigirse, ante todo, a Dios, lo cual exige la práctica de las virtudes. Pero
además el cristiano transforma la sociedad al dirigirse a Dios, pues el
mandamiento del amor al prójimo está inseparablemente unido al del amor a Dios.
En resumen, la virtud es necesariamente personal; pero no es incompatible con
el bien social, sino al contrario, es su condición. La sociedad es el medio en
el que el individuo se perfecciona, pero de su perfección personal forma parte
esencial el amor al prójimo y, en consecuencia, la búsqueda del bien común.
La
discusión entre la Coraje, el cocinero y el predicador es utilizada por Brecht
para tratar sobre la culpabilidad moral en la guerra. Es contradictorio, según
la explicación del cocinero, lo que el predicador expone como justo: el
propósito del rey de conseguir libertad por la coacción: «El rey no ha tenido
indulgencia con ninguno de los que no querían ser libres» (p. 35). Las acciones
«liberadoras» del rey se llevaron a cabo, por ejemplo, con encarcelamientos y
descuartizamientos. Al mostrar esos medios, el cocinero denuncia la
justificación propagandística del rey («la libertad») y la realidad a la que
verdaderamente tiende, el sometimiento por la fuerza, precisamente la falta de
libertad.
Al
final de sus manifestaciones el cocinero reduce este interés del rey por la
libertad a la consabida función legitimadora de la guerra operada por la
«imagen de Dios». «El (el rey) tenía un punto a favor: era la palabra de Dios,
eso era bueno. Porque si no, se habría dicho que lo hacía por propia
conveniencia y utilidad. Así podía tener siempre la conciencia tranquila. Eso
era lo importante para él» (p. 36).
La
palabra «libertad» y la «imagen de Dios» sirven, en la teoría brechtiana, para
tranquilizar la conciencia real y para justificar el sacrificio del pueblo. Los
intereses guerreros y mercantiles son las «reales» intenciones perversas; pero
están ocultas detrás de los medios propagandísticos «divinizados», que son los
únicos que salen a la luz. La religión tiene la misión de ser un sedativo y
conservar la conciencia tranquila.
Sólo
aparentemente Brecht reprocha al rey un comportamiento inmoral, siguiendo en
esto una conocida táctica marxista de crítica social (desautorizar al
adversario atribuyéndole motivos inconfesables). En realidad, el análisis
marxista de Brecht lleva a considerar la actuación del rey, —así como la de
todo «opresor»— como una necesidad histórica, no como una falta moral. El rey
obra opresivamente movido por su conciencia de clase, y su dominio suscitará la
conciencia de la clase oprimida, que tampoco es una conciencia moral.
Ya
hemos visto las ideas de Brecht sobre la relación individual del cristiano con
la «imagen de Dios», y el comportamiento que de aquí se sigue. Otro aspecto del
ateísmo brechtiano consiste en su crítica a la Iglesia, en la que utiliza la
figura de Jesucristo y las palabras de la Biblia —aunque él no crea en ellas—
para zaherir a la Iglesia con un lenguaje lleno de sarcasmo.
A
través del predicador, intenta mostrar con cuánta facilidad se puede manipular
la Sagrada Escritura; con un hábil uso de la misma se puede dar a cada
situación el sentido que más interesa. La Biblia proporciona, por ejemplo, la
justificación del crimen de Eilif. «En sentido estricto, en la Biblia no leemos
la frase "la necesidad no reconoce mandamientos"; pero nuestro Señor
pudo sacar maravillosamente de cinco panes, quinientos. Entonces no había
necesidad, y entonces podía exigirse también que se amara al prójimo, porque se
estaba harto. Hoy día es otra cosa» (p. 24).
El
«pero» del predicador invierte el sentido de la Biblia. La exégesis se
convierte en apología del robo en la guerra. La predicación se relativiza según
circunstancias oportunistas.
La
intervención ejemplar, individual, de Jesucristo se encuentra en casi todas las
obras de Brecht, interpretada según las ideas marxistas del autor. En Madre
Coraje el ejemplo más señalado es el sacrificio de Kattrin por la ciudad
amenazada de Halle. La muda, que se muestra en toda la obra como una criatura
indefensa y castigada, está arrodillada con los campesinos orantes, cuando la
campesina le grita que también los niños pequeños de su cuñado están en la
ciudad amenazada (cfr. p. l0l ss.). La campesina pide a la muda que rece: «¡Reza,
pobre infeliz, reza! ...» (p. 101). La necesidad de la ciudad y el peligro de
los niños que nombra la campesina exigen lo imposible. La indefensa está
dispuesta a ayudar y ofrece su vida por aquellos que ya «sólo» estaban
confiados a Dios. Corre sin hacer ruido al carro, coge el tambor, se sube al
tejado del establo y comienza a tocar sin perder tiempo. El intento de los
campesinos y de los soldados por detenerla fracasa ante su voluntad de actuar
en favor de la ciudad. Alcanzada mortalmente por las balas de los soldados, ha
avisado a la ciudad del peligro. Los cañones suceden al tambor, porque la
ciudad la ha oído. Brecht ha hecho de Kattrin —la inválida, maltratada,
marcada, humillada— el cordero sacrificial. Ella quiere amar. Ya antes había
sacado de una casa que amenazaba hundirse, en contra del predicador que se
niega, un niño pequeño, un niño lactante indefenso, lo sostiene triunfalmente
en sus brazos y está feliz. En este momento se insinúa ya el sacrificio de
Kattrin, cuando la Coraje le previene: «No seas bondadosa, no lo seas, en tu
camino hay también una cruz» (p. 17).
Como
un eco del grito de Nuestro Señor en la Cruz: «Todo está consumado» (Joh. 19,
30), podría interpretarse el grito del soldado como comentario a la entrega de
Kattrin: «Lo ha conseguido» (p. l05). La muda quiere mostrar con su acción la
posibilidad de todos de cambiar situaciones desesperadas. Al mismo tiempo
intenta demostrar a los que no quieren actuar —porque se creen demasiado
débiles, porque piensan que otro es el indicado para ello o que de todos modos
no se puede cambiar nada—, que el más indefenso está capacitado para ayudar y
que por tanto nadie puede tener una coartada para rehusar la ayuda necesaria.
Pero ésta es una llamada a la pura fuerza humana que emergería detrás de la
desesperación religiosa, y es por tanto un nuevo modo de afirmar que sólo el
hombre puede dominar las situaciones de la vida, y que la religión es una
superestructura. Esto es invertir radicalmente el valor y el ejemplo de la Cruz
de Cristo. Cuando la situación lo exige, según Brecht, el individuo tiene que
posponer sus intereses a los de la sociedad, y en último caso tiene que jugar
su vida por salvar la de otros muchos. Pero esta exigencia de heroísmo es
puramente humana, carece de toda consistencia: se «roba» a la religión su carga
de entrega, dándole un giro antropocéntrico, y en consecuencia se priva al
heroísmo de todo verdadero fundamento. Si no hay Dios, el sacrificio de Kattrin
es vano; solamente enmascara la desesperación.
El
rechazo de la Iglesia por parte de Brecht está relacionado con la imagen que
tiene de Jesucristo. La Iglesia, dice Brecht, ha quitado importancia a la
pobreza con que vivió Cristo y ha glorificado el resto de su vida para evitar
cualquier crítica a su riqueza y a su poder. El poder del olvido habría
auxiliado a la Iglesia para ver sólo el nimbo de gloria y no la miseria. La
historia de la Iglesia habría reinterpretado a Jesucristo. Habría pasado por
alto su pobreza, alejándolo así de los pobres, y se habría convertido en un
sistema de explotación, haciendo de la relación personal con Jesucristo el
objetivo de las acciones religiosas. Este objetivo sería, al mismo tiempo,
medio para distraer de las acciones revolucionarias. Por eso la Iglesia estaría
al servicio de formas de dominio capitalista.
Brecht
no considera nunca ni se pregunta por la verdadera esencia de la Iglesia. Se
ocupa solamente de deformar el verdadero sentido de las actividades de la
Iglesia, interpretándolas según el cliché de dominación
capitalista-opresión del pueblo.
Brecht
dedica sus peores críticas a la figura del predicador (y, a través de él, al
sacerdote en general), presentándolo como un parásito de la sociedad, que está
pegado a ella amenazando y exigiendo, distanciándose de la miseria y de la desgracia,
y contemplando las alegrías humanas —de las que no es capaz de ser partícipe—
con desconfianza y envidia. Desde el nacimiento hasta la muerte está pegado al
hombre y no se deja espantar ni expulsar. Vive de los demás, a los que no da
nada, e incluso les estropea la más pequeña alegría que pudieran tener. La
campesina de la escena del tambor ha aprendido su oración —que la exime de
esforzarse— del cura de la iglesia. Su oración expresaría el «acomodamiento a
cualquier desgracia querida fatalmente por Dios».
Toda
esta visión del autor nada tiene que ver con la realidad del sacerdocio
católico. El juicio de Brecht en este tema no es original; es el típico del
marxismo, y por esto no es necesario hacer aquí la crítica. El simplemente
presta su pluma para repetir las caricaturas antirreligiosas que con tanta
profusión germinaron en el siglo pasado. Su crítica no es serena, sino que
muestra la irritación del que no cree, contra Dios; un furor antirreligioso con
tintes panfletarios. Con su lenguaje provocativo, que es al mismo tiempo crudo
y sensual, preciso y descuidado, ostentativo y blasfemo, intenta arrojar a Dios
fuera del ámbito humano.
Brecht
ataca violentamente a la Iglesia, que para el es superflua y dañina en este
mundo, pues no ayuda a desterrar la miseria, y no daría al hombre «liberado» un
mundo mejor. Dice que es un residuo del pasado; un vestigio de la sociedad
feudal. Para Brecht la Iglesia está asociada a los poderes dominadores, es
dependiente de ellos, se apoya en ellos. Según él, hasta las manifestaciones
humanas de servicio más evidentes (escuelas, hospitales, asilos, etc.) que se
dan en la Iglesia no son más que técnicas para implantar eficazmente sus
intereses de poder. Es el monótono análisis marxista contra todo lo que no sea
sociedad comunista. Es penoso comprobar que esa explotación del hombre tan
criticada, sea precisamente un rasgo central de los dictadores marxistas.
A
Brecht le resulta imposible distinguir entre las «imágenes de Dios»
(caricaturas que él mismo ha construido), y el Dios verdadero. El sólo busca la
«funcionalidad de Dios» en la «productividad humana». En consecuencia, si no
cree en Dios ni en una vida después de la muerte, no puede tener sentido para
el una Iglesia que se ocupa de la relación del hombre con Dios y de conducir a
los hombres a la vida eterna; una Iglesia con un fin eminentemente
sobrenatural.
Brecht
reduce el amor de Dios hacia los hombres a una función «dañosa» de «la imagen
de Dios». Se puede hablar de confusión entre Dios e «imagen de Dios», o de un
abuso de la «imagen de Dios» en la obra de Brecht, contra la cual se rebela y
golpea. Estos «golpes de muerte» que pretende dar son, en realidad, golpes
contra molinos de viento. En realidad Brecht no acierta el tiro contra Dios, el
Dios personal y vivo, sino sólo contra una imaginada relación espiritual que él
acomoda según su gusto a luteranos, alemanes del sur, católicos, anglicanos,
etc. Y tampoco acierta a alcanzar con sus dardos al auténtico cristiano, que se
esfuerza en conformarse con Cristo durante su vida sobre la tierra, que vive lo
que dice y a través de ello transforma verdaderamente el mundo.
Pero,
¿qué mundo feliz propone Brecht? El mundo utópico del marxismo, en el que el
hombre queda verdaderamente alienado por el trabajo físico-social, y en el que
la desaparición de Dios trae consigo inevitablemente la ley de la fuerza: el
imperio del más astuto o del más fuerte.
Los
cristianos, según Brecht, no pueden tomar parte en la transformación del mundo
y de la sociedad mientras pertenezcan a la Iglesia; no pueden, porque sus
intereses serían «extrasociales», y su intención no sería el mejoramiento y
transformación de la sociedad como tal, sino el anhelo de una vida individual,
interior y virtuosa sin relación con la correspondiente sociedad. Los
cristianos se enfrentarían con animosidad a la sociedad; no amarían a los
hombres, porque sólo les interesa llevarlos a Dios. Brecht no entiende —o
quiere ocultar— la esencia del cristianismo. Para él el amor a Dios se opone al
amor a los hombres; el fin último (Dios) se opone a otros fines intermedios
(por ejemplo, el bien común temporal). Pero la verdad es justamente lo
contrario. Claro está que históricamente se han dado abusos individuales en
personas que se dicen cristianas, y que con el falso pretexto de su fe, se
desinteresan de la sociedad y no advierten las exigencias de la justicia, o
cuyo pietismo —deformación de la piedad— les hace inactivos y poco
emprendedores. Pero éstos son en realidad fenómenos de degradación de la vida
cristiana. Brecht no intenta corregir esos defectos para que el cristianismo
reflorezca más auténtico; sino que centra su atención en ellos, aumentándolos y
caricaturizándolos, para provocar una reacción de escándalo farisaico que
conduzca al abandono de la fe.
Brecht
propaga en su obra un volverse de la religión católica hacia el mundo, de modo
radical. Impugna la supuesta pasividad, falta de fuerza activa de la posición
cristiana en la Edad Moderna, acusando al cristianismo de reducirse a la
inercia y a pura interioridad. Plantea erróneamente la polaridad entre vida
activa y contemplativa, entre trabajo y oración, oponiéndolos para que se
destruyan mutuamente. El paso a la teología política, a la teología de la
liberación, de la revolución, se insinúa cuando un cristiano admite la postura
de Brecht.
Brecht
quería que la figura de Kattrin en Madre Coraje se pareciera a
Jesucristo en lo que se refiere a su autenticidad. A través de ello deseaba
convertir la acción de esta persona en modelo para una sociedad activa como
piensa Brecht que deberían ser los cristianos, para que fueran «útiles»:
renunciando al amor de Dios.
Brecht
sucumbe ante un error muy extendido cuando piensa —basándose en Marx— que la
eliminación de la religión, de la Iglesia, significa un adelanto en la
«liberación». La religión en el esquema de Brecht desaparece. No queda ni
tiempo ni espacio para practicar la fe. Dios carece de función en la «sociedad
nueva» que Brecht esboza. Al autor le interesa sólo la convivencia social del
hombre en «estructuras libres de clases dominadoras». Para él esta forma es el
socialismo marxista; el objetivo final es el comunismo, la sociedad sin clases.
Como
Brecht sólo tiene presente la sociedad y su transformación, queda excluida de
su planteamiento toda consideración radical del hombre, todo humanismo, porque
él no se ocupa de lo que trasciende la sociedad. El individuo —en el
planteamiento de Brecht— no recibe su valor más que a través de un cierto modo
de actuación externa. Según esto, el individuo actúa bien o mal según se
esfuerce o no en la implantación del comunismo; su función en relación con la
transformación es lo único importante.
De
este modo, el humanitarismo que pretende Brecht, se hace muy endeble, pues ya no
hay ninguna fuerza interior que lleve a los hombres a procurar el bien de los
demás ni al cumplimiento de unas normas de conducta.
Cuando
se prescinde de Dios en la vida social, se oscurece la dignidad del hombre y,
con ella, el fundamento del amor al prójimo, y se abre el camino a toda clase
de atropellos de la libertad y de los derechos más elementales.
H.B. y D.E.
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1 La guerra de los Treinta Años se desarrolló en Europa entre 1618 y 1648. En ella se enfrentaron las potencias protestantes —príncipes luteranos alemanes, Suecia Inglaterra Dinamarca y Holanda— y más tarde Francia, contra las fuerzas católicas representadas por el Imperio germánico y por España. En esta guerra se mezclaron intereses políticos —como la oposición entre Francia, por un lado, y España y el Imperio, por el otro— y motivos religiosos; en Alemania predominó el aspecto religioso. La guerra tuvo numerosas fases en los diversos países europeos. Para comprender la obra de Brecht basta recordar que el ejército sueco, al mando del rey Gustavo Adolfo invadió Polonia y Alemania en apoyo de los príncipes rebeldes contra el Emperador, aunque por fin fue derrotado por los imperiales. En una fase posterior, la guerra acabará con un resultado más favorable a Francia y a los protestantes. La paz de Westfalia señaló el fin de la guerra.