(t. o.: Leben
des Galilei). Trad. Oswald Bayer. Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1972.
INTRODUCCIÓN
Bertolt Brecht nació en Augsburgo
en 1898. Murió en Berlín oriental en 1956. Brecht está considerado como uno de los
literatos de lengua alemana de tendencia marxista más conocidos y de mayor
influencia. Su obra de teatro Vida de Galileo, escrita en 1938-39,
durante el exilio en Dinamarca, fue inspirada por la noticia de prensa sobre el
éxito alcanzado por el físico Otto Hahn en la fisión del núcleo de uranio. La
primera versión de la obra tuvo su representación inaugural en Zürich en 1943.
Después, Brecht corrigió el primer texto y lo fijó definitivamente. El estreno
de la obra con el texto definitivo tuvo lugar en el Coronet Theatre, en
Beverly Hills, en 1947.
La obra está considerada como una
de las más importantes y más conocidas de Brecht. Los números entre paréntesis,
después de algún párrafo citado textualmente o no, corresponden a las páginas
de la obra según la edición que hemos utilizado.
En la primera parte damos
sumariamente un resumen de lo que Brecht dice en esta obra. Lo hacemos por dos
caminos paralelos; por un lado se describe el proceso de los acontecimientos y
curso de la acción; por otro, el desarrollo interior de las ideas con ocasión
de los sucesos. En la segunda parte de nuestro estudio tratamos de examinar
crítica y metodológicamente el pensamiento del autor. La tercera parte es una
valoración de la obra en cuanto a su contenido de fondo.
Nuestro trabajo no tiene por
objeto hacer una crítica literaria de la obra, ya que el aspecto
estético-formal no nos interesa aquí directamente. Por otra parte está claro
que, dado que el contenido y la forma no son dos aspectos completamente
heterogéneos, y como quiera que constituyen algo más que una síntesis en el
sentido kantiano o schilleriano, ya que forman un todo, tomamos siempre
postura, de modo implícito, sobre el elemento estético-formal.
CONTENIDO DE LA OBRA
Primer acto:
Desde el año 1592 el sabio florentino
Galileo Galilei es profesor de matemáticas en Padua. La representación empieza
en su cuarto de trabajo. Galilei se está lavando, afeitando, etc., cuando entra
Andrés, de once años; trae leche y pan. De las palabras que se cruzan se
desprende que Galilei apenas tiene dinero. Vive encerrado en la ciencia con el
convencimiento de que una nueva edad histórica acaba de empezar, en la que por
fin el dinero no tendrá ningún valor. Andrés, el hijo de la casera, está
entusiasmado con los descubrimientos de Galilei y pide que le descifre los
secretos. Los conocimientos de Galilei hacen tambalear la concepción del
Universo de Ptolomeo, que hasta ahora ha sido considerada como válida. «En el
año —así se encabeza la introducción— 1609 / brilló clara la luz del Saber. /
En Padua, en una pequeña casa, / el sol está parado, / la tierra se mueve de su
sitio.»
Un astrolabio (p. 97) como modelo
del sistema de Ptolomeo, con esferas fijas, da ocasión al comentario de Andrés:
«Pero nosotros estamos tan encerrados...» (p. 98). A lo que responde Galilei:
«Sí. Es lo que yo sentí también cuando vi el armatoste por primera vez. Algunos
lo sienten» (p. 98). Lo que aquí interesa al Galilei creado por el autor son
cuestiones de principio y no sólo los cuerpos celestes: «El Papa, los cardenales,
los príncipes, los eruditos, capitanes, comerciantes, pescaderas y escolares
creyeron estar sentados inmóviles en esa esfera de cristal. Pero ahora nosotros
salimos de eso, Andrés. El tiempo viejo ha pasado y estamos en una nueva
época... Pues donde la fe reinó durante mil años, ahora reina la duda. El mundo
entero dice: sí, eso está en los libros, pero dejadnos ahora mirar a nosotros
mismos. A la verdad más festejada se la golpea hoy en el hombro; lo que nunca
fue duda, hoy se pone en tela de juicio. Se ha originado una corriente de aire
que ventila hasta las faldas bordadas en oro de príncipes y prelados, tornando
visibles piernas gordas y flacas, piernas que son como nuestras piernas.
Ha quedado en descubierto que los cielos están vacíos y ya se escuchan alegres
risotadas por ello» (pp. 98-99).
El giro copernicano se utiliza
aquí intencionadamente como un acto de desmitologización: «El Universo entero
ha perdido de la noche a la mañana su centro, y al amanecer tenía miles, de
modo que ahora cada uno y ninguno será ese centro. Repentinamente ha quedado
muchísimo lugar» (p. 100).
Entra el Secretario de la
Universidad (p. 105). La conversación que tiene lugar caracteriza la coyuntura
de la época en el sentido del autor. Galilei pide más dinero, la Universidad no
quiere dárselo. Los de la Universidad son de la opinión que con protegerlo
contra la Inquisición está ya bien pagado. Con ello puede desarrollar con
libertad sus ideas y teorías. Pero si quiere aún más, entonces tiene que
descubrir otra vez algo práctico y de utilidad, como anteriormente el «compás
militar» (108), con el que incluso gente ignorante puede resolver problemas
matemáticos y con el que se pueden «extraer raíces cuadradas» (p. 108). Galilei
cede, por fin, engañando a la Universidad y dándole como suyo el proyecto de un
telescopio; en realidad ha recibido la idea hace poco tiempo de un discípulo
suyo holandés, Ludovico.
La actitud de Galilei en este
caso es digna de ser tenida en cuenta, porque caracteriza el motivo dominante
en el campo ético de Brecht: mientras y en cuanto el científico sirve al
progreso general de la Humanidad, el fin justifica los medios. Según Brecht,
Galilei hace cualquier concesión a las estúpidas fronteras de la mentalidad
retrógrada para conservar de este modo su potencia creadora y poder ayudar así
al progreso (moral marxista). Especialmente en el decimotercer acto se repetirá
esta actitud.
El Secretario se marcha. Galilei
se queda sólo con Andrés. El maestro da a su alumno el consejo de no hablar en público
de sus opiniones comunes: «La Superioridad lo ha prohibido.» « ¡Pero si es la
verdad!» (p. 109). Por tanto, ha prohibido igualmente la verdad. En este
momento desarrolla Galilei sus principios sobre la teoría del conocimiento, en
lo que se refiere a la verdad de hipótesis aun cuando todavía no hayan sido
verificadas experimentalmente.
Segundo acto:
En un acto solemne, en la sala
del gran Arsenal de Venecia, entrega Galilei al Dux y a la Signoria su
telescopio. Con profundas inclinaciones y de modo complicado y artificial,
cumplimenta Galilei a los grandes Señores del Consejo de la República. Sagredo,
amigo de Galilei, le dice al oído que de seguro recibirá por todo ello dinero y
así «podrá pagar al carnicero». El Secretario de la Universidad se levanta y
alaba el telescopio. La hija de Galilei, Virginia (quince años), trae el
telescopio sobre un cojín de seda y lo entrega al Dux Federzoni. La escena se convierte
intencionadamente en una farsa. Galilei habla a su amigo de «carnaval».
Virginia presenta a su padre al colegial Ludovico, que le quiere felicitar.
Ludovico había traído la receta desde Holanda. Galilei dice a Ludovico: «Mejoré
el modelo.» Ludovico: «En efecto, Señor. Ya lo veo. Usted le puso un estuche
rojo. En Holanda era verde» (p. 113). Con esto se subraya solamente cómo
Galilei toma el pelo a la Signoria. El Secretario garantiza una subida
de sueldo de 500 escudos.
Con una insinuación sobre la
amistad de Virginia y Ludovico termina el acto. Virginia a Ludovico: «¿Qué te
pasa?» Ludovico: «Nada, nada... Creo que un estuche verde hubiera sido lo
mismo.» Virginia: «Me parece que están todos contentos con papá.» Ludovico: «Y
a mí me parece que ya empiezo a comprender ahora algo de lo que es la ciencia»
(p. 113).
Tercer acto:
«10 de enero de 1610. Por medio del
telescopio, Galilei realiza descubrimientos en el cielo que demuestran el
sistema de Copérnico. Prevenido por su amigo de las posibles consecuencias de
sus investigaciones, Galilei manifiesta su fe en la razón humana» (p. 114).
Los descubrimientos de Galilei
son ideologizados desde el primer momento. Galilei habla con su amigo Sagredo
sobre sus descubrimientos de cordilleras en la luna, sistemas de estrellas,
lunas de Júpiter. Galilei deduce de ello: «Lo que tú ves, es que no hay
diferencia entre el cielo y la tierra... La Humanidad asienta en su diario: hoy
ha sido abolido el cielo» (p. 115). Esta tesis se sugiere en general, no sólo
astronómicamente. La relatividad de los cuerpos celestes se convierte en
relatividad del Universo, también moralmente. El Secretario de la Universidad
aparece repentinamente en el escenario y protesta sobre el fraude del
telescopio, pues «en este momento un carguero holandés está descargando en el
puerto quinientos de esos anteojos» (p. 116). El monopolio comercial con el
invento —aparentemente veneciano— de Galilei se ha esfumado. Priuli, el
Secretario, se ve defraudado. Galilei no reacciona. El negocio que ha hecho justifica su
fraude, porque se le ha pagado todavía menos que al cochero que les transporta los
barriles de vino (p. 117).
Brecht intercala en este contexto
una apología de Giordano Bruno; limita las ideas de éste a la afirmación de que
entre tierra y luna realmente no existe ninguna diferencia, y sobre un
firmamento entendido cósmicamente no hay lugar físico para Dios. Por eso fue
quemado en Roma, hace diez años, por la Inquisición, pues a fin de cuentas
había afirmado esa tesis, sin poderla probar (la figura histórica de Bruno es
totalmente diferente de la que aquí sugiere Brecht). El descubrimiento de
Galilei de los sistemas de estrellas, etc., le lleva a llamar, lleno de
entusiasmo, a Andrés. El niño, sin embargo, duerme. La señora Sarti, que viene
corriendo, no quiere sacar de la cama a su hijo por las ideas locas de Galilei.
El núcleo del diálogo entre
Galilei y su amigo Sagredo se concreta a la pregunta de éste: «—Entonces sólo
hay astros. ¿Y dónde está Dios? Galilei: —¿Qué quieres decir? Sagredo: —¡Dios!
¿Dónde está Dios? Galilei (colérico): —¡Allí no! De la misma manera como no lo
encontrarán si lo buscan los de allá, si es que allá hay seres vivientes.
Sagredo: —Y entonces, ¿dónde está Dios? Galilei: —No soy teólogo. Soy
matemático. Sagredo:—Ante todo eres un hombre y yo te pregunto: ¿dónde está
Dios en tu sistema universal? Galilei: —¡En nosotros mismos o en ningún lado!
Sagredo (gritando): —¿Como lo dijo el condenado a la hoguera? Galilei: —Sí,
como lo dijo el condenado a la hoguera» (p. 119). Sagredo echa de ver que
Galilei ha enseñado siempre hasta ahora a sus alumnos la concepción del mundo
de Ptolomeo, «que la Iglesia predica y que las Sagradas Escrituras comprueban»
(p. 120). Galilei da como razón que hasta el momento no ha tenido pruebas que
demuestren la falsedad del sistema; él confía en la razón e inteligencia del
hombre. Ahora hace llamar a Andrés. Andrés no aparece. Se le sublima como el
tipo del hombre racional del futuro, como discípulo de Galilei por antonomasia.
Al mismo tiempo se sublima también como fuerza política el Gran Duque de
Florencia —que acaba de cumplir nueve años— y cuya educación se quiere confiar
a Galilei. Al margen del desarrollo de la acción, presenta Galilei a su amigo y
a su hija Virginia la petición al Gran Duque para ir a Florencia y proseguir
allí su ciencia —en relación con poderes liberales y jóvenes— bajo «el sol
naciente que ilumina nuestra era» (p. 123).
Cuarto acto:
En el cuarto de estudio de
Galilei, en Florencia. Cosme, el Gran Duque de Toscana, de nueve años de edad,
llega en compañía del Mariscal de Corte para ver, a través del telescopio de Galilei,
la constelación que en su honor se ha denominado Medici; es decir, para ver el
recién descubierto satélite de Júpiter. La escena tiene lugar en dos pisos, uno
encima de otro, lo cual es, por cierto, un medio estilístico que Brecht utiliza
frecuentemente. En el espacio superior está Andrés, junto al telescopio. Cosme
baja. Después de una serie de frases corteses iniciales, que manifiestan las
diferencias de posición social, se produce pronto una pelea entre los dos
jóvenes en torno a un juego de madera del sistema de Ptolomeo. El modelo se
rompe. Andrés resulta vencedor en la pelea. La intención socio-política es
clara.
Galilei regresa a casa desde la
Universidad. También los sabios del Gran Duque se reúnen. Se sube del piso de
abajo al de arriba. En vez de mirar a través del telescopio y convencerse,
discuten con Galilei, citando (falsamente) a Aristóteles, sobre si tales
satélites pueden existir o no, y sobre si es necesario encontrar argumentos
para ello. La petición de Galilei, de mirar a través del telescopio, no es
seguida. El baile de corte, que está a punto de empezar, obliga a interrumpir
la disputa.
Quinto acto:
Galilei, Virginia, la casera
Sarti, lacayos, monjas y una mujer ocupan la calle y el foyer de la
casa. Pánico. La peste ha estallado. Los primeros cadáveres son arrastrados a
las afueras de la ciudad. La señora Sarti se va; parece que está enferma de
gravedad. Con excepción de una vieja, todos huyen, menos Galilei. Se procura
mantener alejados los gérmenes de la peste con ruidos mágicos. Galilei se
mofa. Andrés vuelve
procurando no ser visto y halla a Galilei en su trabajo, quien le aclara sus
últimos descubrimientos sobre Venus.
Sexto acto:
El Colegio Romano, centro de
investigación del Vaticano. Un grupo de monjas y prelados caricaturescos
charlan en la antecámara, ante una puerta cerrada, detrás de la cual el
astrónomo papal Petrus Clavius examina los experimentos de Galilei. Los
clérigos bromean, arrogantes, diciendo que tienen miedo de resbalar de la
tierra cuando ésta gire. Entre ellos, un fanático llama la atención sobre un
pasaje de la Biblia en el que se dice que el sol se paró hasta que los
israelitas alcanzaron la victoria. Como la Biblia no miente, Galilei es un
hereje. Un cardenal muy viejo apuesta y sostiene que la tierra está en el punto
medio del Universo. «Yo camino sobre la tierra firme, con pasos seguros» (p.
145). El muy viejo cardenal, achacoso y de paso nada seguro, choca con Galilei.
Repara en el llamativo parecido con Bruno, quemado años atrás. Por fin sale
Clavius por la puerta. Todos esperan en vilo. «Es exacto», dice, y da la razón
a los conocimientos de Galilei (p. 146). Galilei respira hondo: la razón ha
vencido (p. 146).
Séptimo acto:
En un aparte de un baile de las
familias ilustres de Roma en honor de Galilei y por el compromiso matrimonial
de Virginia con Ludovico, los cardenales Belarmino y Barberini entran en
conversación con Galilei. Barberini se interesa por la astronomía y considera
las tesis de Galilei como difíciles de roer. Belarmino puntualiza: «Nosotros
desaprobamos sólo las teorías que contradicen las Escrituras» (p. 149). Se
organiza un duelo galante de palabras con citas salomónicas. Barberini sugiere
a Galilei que sería mejor si se guardara su sabiduría para él. Galilei replica
con la Escritura y exige que la verdad sea propagada.
Belarmino ve amenazado el rumbo
del mundo, puesto que ahora se atribuyen a Dios las deficiencias astronómicas.
Ha costado un esfuerzo interminable traer «un poco de sentido al mundo. ¿Y no
es éste, acaso, aborrecible? Piense usted en la barbarie de aquellos que mandan
azotar a los labradores semidesnudos en sus propiedades de la Campania. Y
piense usted en la estupidez de esos míseros que en agradecimiento les besan
los pies... Por eso nosotros imputamos a un ser más superior la responsabilidad
por esos hechos que constituyen al fin la vida, y que nosotros no podemos
comprender. Por eso decimos que ese ser superior persigue ciertas intenciones y
que todo se desarrolla según un plan premeditado. Eso no quiere decir que caigamos
en un absoluto conformismo. Pero es que usted acusa ahora a ese ser superior de
no ver claro el movimiento del Universo, algo que usted sí ve claro. ¿Es sabio
pensar así?» (p. 150). Mientras Belarmino se ponía una máscara de oveja y
Barberini una de paloma, éste, vuelto a Galilei, resumía después de una
conversación más larga: «También a usted le hubiera convenido más venir
disfrazado de doctor formal y conformista, mi querido amigo. Es mi disfraz el
que hoy me permite un poco de libertad. En un atavío semejante puede usted
oírme murmurar: si no hay Dios, hay que inventarlo. Bien; pongámonos otra vez
las máscaras. ¡El pobre Galilei no tiene ninguna!» (p. 152).
Los dos cardenales dieron a entender
a Galileo que el Santo oficio había puesto en el Indice la doctrina de
Copérnico por necia, absurda y herética (p. 151). El, Galilei, puede seguir con
sus matemáticas en paz, pero debe echar por la borda como sistema doctrinal su
sistema heliocéntrico. Barberini a Galileo, amigablemente: «No derrame el agua
de la tina con niño y todo, amigo Galilei. Nosotros tampoco lo hacemos porque
lo necesitamos más que usted a nosotros» (p. 152).
Al final, una conversación
galante y diplomática, a la vez que cordial, del cardenal inquisidor con
Virginia, pone de relieve la represiva prudencia de gobierno de la curia romana
(p. 154).
Octavo acto:
Un monje visita a Galileo y le
aconseja vivamente callar su teoría, porque ésta conmociona al universo. El
proviene de un ambiente campesino, y sabe que el orden de los cielos y sus
esferas da un sentido al yugo miserable de los campesinos y ennoblece su
trabajo agotador. Este monje, que también es astrónomo, tiene los mismos puntos
de vista que Galileo. Como sacerdote quiere dejarlos de lado, ya que el orden
de las cosas exige renunciar a la sabiduría terrena en bien de las almas. «¿El
orden en este país es sólo el orden de un arca vacía? ¿La llamada necesidad
significa trabajar hasta reventar? ¡Y todo esto entre viñedos rebosantes, al
borde de los trigales! Sus campesinos de la Campania son los que pagan las
guerras que libra en España y Alemania el representante del dulce Jesús. ¿Por
qué sitúa él la Tierra en el centro del universo? Para que la silla de Pedro
pueda ser el centro de la humanidad. Eso es todo. ¡Usted tiene razón cuando me
dice que no se trata de planetas, sino de los campesinos de la Campania!» (p.
158). Dado que ahora el pequeño monje ya ha gustado de «una manzana del árbol
de la ciencia del bien y del mal» (p. 160), se queda como discípulo de Galilei.
Noveno acto:
«El advenimiento de un nuevo
Papa, que es también científico, alienta a Galilei a proseguir con sus
investigaciones sobre la materia prohibida, luego de ocho años de silencio: las
manchas solares» (p. 161). El pequeño monje, Andrés—entretanto hecho un
hombre—, Virginia y Sarti protagonizan la vida de la casa de Galilei. Virginia
prepara su boda con Ludovico. Galilei,
el monje y Andrés se ocupan en experimentos para determinar el peso específico
del hielo. A un científico, al cual Galilei despacha en la puerta y no quiere
dejar entrar, porque reconoce la verdad, pero no puede mantenerla, le echa en
cara: «Quien no sabe la verdad, sólo es un estúpido; pero quien la sabe y la
llama mentira, es un criminal» (p. 162). ¿Doble moral? ¿Una moral para sí mismo
y otra para los demás? Lo veremos más tarde.
El rector de la Universidad,
Gaffone, dedica un libro sobre las manchas solares «a la más grande autoridad
viviente de la física, Galileo Galilei» (p. 163). Ludovico llega de visita y
cuenta sobre la muerte del Papa; hay que contar con Barberini como sucesor.
Galilei pone su esperanza en una mayor libertad de investigación bajo
Barberini, mientras que Ludovico espera de Galilei su renuncia a nuevos
experimentos sobre el sistema heliocéntrico. Galilei a Ludovico: «—Ahora sé por
qué tu madre te mandó a verme. ¡Barberini en el trono papal! El saber será una
pasión, y la investigación, una voluptuosidad. Clavius tiene razón: esas
manchas solares me interesan. —¿Te agrada mi vino, Ludovico? Ludovico: —Ya se
lo dije, señor. Galilei: —Pero ¿te gusta realmente? Ludovico (tieso): —Sí, me
gusta. Galilei: —¿Serías capaz de aceptar el vino o la hija de un hombre sin
exigir que ese hombre renuncie a su profesión?...» (p. 168). Más tarde, durante
la conversación, Ludovico hace notar: «—Señor Galilei, mi madre y yo vivimos
nueve meses del año en nuestras posesiones en la Campania y podemos asegurarle
que nuestros campesinos no se inquietan por sus tratados sobre los satélites de
Júpiter. El trabajo de la labranza es demasiado pesado. Pero si llegaran a
saber que algunos frívolos ataques a la sagrada doctrina de la Iglesia no son
castigados, eso sí que los perturbaría. No olvide usted que esos seres dignos
de lástima, en su embrutecimiento, podrían llegar a revolverlo todo» (p. 169).
Seguidamente se aclara la relevancia política de los descubrimientos de Galilei
(en el sentido de Brecht). En realidad, Galilei desea dar que pensar a los
campesinos. Hace insinuaciones sobre la fusta para esclavos de los grandes
adinerados rurales, entre los cuales se encuentra Ludovico, que se siente
herido y se va. Virginia vuelve y tiene miedo de que pueda ser para siempre.
Galilei se entrega sin más preocupaciones a los experimentos sobre las manchas
solares. Otra vez quiere poner todos los resultados en discusión y demostrarlos
de nuevo experimentalmente.
Décimo acto:
Los juglares, a los que Brecht es
tan aficionado, aparecen en escena. Algunos trozos significativos de sus
canciones:
«El Todopoderoso, con don
creador,
dar vueltas a la Tierra al Sol ordenó.
Y una lámpara a su vientre colgó
para que girara como un buen servidor.
Porque era su deseo ferviente
que en torno al señor se afanara el
sirviente.
Y entonces los pobres menesterosos
en torno a los poderosos comenzaron a
girar.
Y en torno al Papa giraban los
cardenales.
Y en torno al cardenal giraban
los arzobispos.
Y en torno al arzobispo giraban los
sacristanes.
Y en torno al sacristán giraban los
secretarios.
Y en torno al secretario giraban los
artesaños.
Y en torno al artesano giraban los
servidores.
Y en torno al servidor giraban los
ganapanes, las
gallinas, los pobretes y los canes» (pp.
173-174).
«Llega entonces el doctor Galilei
(tira la Biblia, sacude su
anteojo
y lo dirige hacia el ignoto
universo.)
Y ordena al astro rey detenerse.
Porque la inmóvil «creatio Dei»
debe dar vueltas, girar y
moverse» (p. 174).
«El criado se hará holgazán; la
criada, fresca.
El perro del gendarme engordará.
El monaguillo marchará a la
pesca.
El aprendiz en cama quedará.
¡No, no, no! Con la Biblia,
señores, no hagáis bromas.
La cuerda de la horca se romperá
si no es resistente.
Y una cosa es cierta, hablemos en
nuestro idioma:
¿Quién no sueña hoy con tener su
propio sirviente?» (p. 174).
Continúa con una totalidad
debilitación de la Moral; por ejemplo, de la fidelidad matrimonial en beneficio
del amor libre, etc.
Por último:
«Los que en la tierra sufrís
reuníos todos juntos
y aprended de Galilei
el abecé de la dicha en el mundo»
(p. 176).
Brecht da al final de este acto
algunos avisos sobre la puesta en escena, que reproducimos: «(Entran dos
hombres con harapos, tirando un pequeño carro. Sobre el mismo está sentada, en
un ridículo trono, una figura con una corona de cartón y vestida de arpillera,
que espía por un telescopio. Sobre el trono, un letrero: 'Buscad el disgusto'.
Más atrás vienen cuatro hombres enmascarados que llevan un gran lienzo, con el
que arrojan al aire un muñeco que representa un cardenal. Un enano se ha
colocado a un lado con un letrero: 'La nueva era'. De la multitud sale un
pordiosero que levanta en alto sus muletas y se pone a bailar pataleando en el
suelo hasta que cae con gran ruido. Luego entra un enorme muñeco, que hace
reverencias al público: Galileo Galilei. Delante de él, un niño con una enorme
Biblia abierta, con las páginas tachadas.) El cantor de Baladas: ' ¡Galileo, el
triturador de la Biblia!'» (p. 176).
Undécimo acto:
Galilei y Virginia, en una
antesala del palacio de los Médici en Florencia. Vanni, propietario de una
manufactura, se acerca a Galilei, que está esperando, y le dice: «Arriba están
hablando de usted. Se le hace responsable por los panfletos contra la Biblia,
que hace unos días se vendían por todas partes» (p. 178). Galilei: «De los
panfletos no sé nada. La Biblia y Homero son mis lecturas predilectas» (p.
178). Vanni alaba mucho la toma de posición de Galilei por el progreso, y le
previene al mismo tiempo de las intrigas de la Inquisición. Galilei espera al
Gran Duque Cosme para entregarle su nuevo libro sobre los sistemas del
universo.
El gran inquisidor lo hojea
rápidamente por encima. Virginia tiene miedo. Cosme de Médici aparece en la
escalera y se acerca apocadamente hacia Galilei. «Galilei: —Quisiera presentar
a Vuestra Alteza mis diálogos sobre los dos grandes sistemas universales.
Cosme: —¿Ah, sí? ¿Cómo están sus ojos? Galilei: —No muy bien, Vuestra Alteza.
Si Vuestra Alteza me permite, yo escribí este libro... Cosme: —El estado de sus
ojos me intranquiliza, realmente. Me intranquiliza. Eso demuestra que usted tal
vez emplea su magnífico anteojo con demasiado celo, ¿verdad? (Continúa su
camino sin tomar el libro.)» (p. 180). Poco después aparece un cortesano, y
comunica a Galilei que la Corte florentina no puede dar más largas al
requerimiento de la Inquisición de que Galilei se presente ante ella en Roma.
Duodécimo acto:
El Papa Urbano VIII, antes
cardenal Barberini, está discutiendo con el cardenal inquisidor. Los argumentos
del inquisidor son un resumen de todo lo que se opone a Galilei, pero al final
termina con la contradicción de que el sistema hay que condenarlo, pero
conviene, sin embargo, difundir sus planisferios para la navegación, por razones
económicas. El Papa: —Pero esos planisferios se basan en sus opiniones
heréticas. Se trata precisamente de los movimientos de esas estrellas, que no
tendrían lugar si se rechaza su teoría. No se puede contentar a la teoría y
utilizar los planisferios al mismo tiempo... Al fin y al cabo, el hombre es el
físico más grande de esta época, la luz de Italia, y no un iluso cualquiera. Y
tiene amigos: ahí está Versalles, ahí está la Corte de Viena. Todavía son
capaces de calificar a la Santa Iglesia de sumidero de prejuicios podridos.
¡Que no se le toque un pelo! » (p. 184). Con esto Brecht consigue dar al juicio
del Papa en favor de Galilei un carácter dubitativo de oportunismo político.
La postura del Papa Urbano VIII
también es contradictoria, ya que lo que él busca es un compromiso con el
inquisidor. El inquisidor, sin embargo, le hace notar que no hará falta ir muy
lejos: «Este hombre es carnal, y cederá enseguida» (p. 184). Esta observación
del inquisidor caracteriza a Galilei, que «piensa de puro sensualismo» (p.
184). El Papa cede al final, y no recibe a Galilei; y por lo que se refiere a
la Inquisición: «A lo sumo, que se le muestren los instrumentos» (p. 185), es
decir, los que utiliza la Inquisición para torturar.
Decimotercer acto:
«22 de junio de 1633: Galileo
Galilei revoca ante la Inquisición su teoría del movimiento de la Tierra» (p.
186). En el palacio del embajador florentino en Roma están esperando los amigos
de Galilei, así como sus alumnos, Virginia, el pequeño monje, Federzoni y
Andrés, para ver el resultado de las gestiones del tribunal de la Inquisición
sobre Galilei. Su conversación es angustiosa. En esas conversaciones se sabe
que Galilei ha sido retenido entretanto durante veintitrés días en la cárcel, y
que se le ha exigido que retracte sus teorías. Andrés está convencido de que
Galilei no se retractará, por amor a la verdad, mientras Virginia reza para que
lo haga. Una persona del palacio del Gran Archiduque de Florencia se une al
grupo, y transmite la noticia de que a las cinco sonará la gran campana de San
Marcos si Galilei se retracta. Todavía faltan tres minutos para las cinco.
Andrés y Federzoni se abrazan felices: «No se retractará jamás» (p. 186). «Y
todo se ha ganado cuando sólo uno se levanta y dice: ¡No!» (p. 189). Pero en
este momento resuena la campana, y los amigos quedan como paralizados, mientras
Virginia es feliz. Una voz dice: «Yo, Galileo Galilei, maestro de Matemáticas y
de Física en Florencia, abjuro solemnemente lo que he enseñado, que el Sol es
el centro del mundo y está inmóvil en su lugar, y que la Tierra no es su centro
y no se halla inmóvil» (p. 189). La amargura y la resignación de los amigos se
expansiona; se sienten traicionados; su ideal se ha desvanecido. Andrés grita:
«—Desgraciada la tierra que no tiene héroes» (p. 189). Después de esto aparece
Galilei, demacrado y maltratado. Andrés lo maldice: «—¡Borracho! ¡Tragón!
Salvaste tu tripa, ¿eh?» (p. 189). Galilei: «—No. Desgraciada es la tierra que
necesita héroes» (p. 190). Brecht, al final de la escena, cuando ha caído el
telón, hace que se lea un trozo de los Discursos de Galilei y termina con la
frase: «La opinión general de que las máquinas grandes y pequeñas tienen la
misma resistencia es evidentemente errónea» (p. 190).
Decimocuarto acto:
Han pasado muchos años, Galilei
vive en una casa de campo junto a Florencia, vigilado por la Inquisición. Su
vista ha empeorado mucho. Virginia y el pequeño monje le acompañan todavía.
Galilei escribe sus Discursos, pero la Inquisición recoge las páginas escritas
y las guarda. Federzoni le ha abandonado. Andrés, resentido desde hace años, y
desilusionado, también se ha ido de su lado. Galilei dicta a su hija cartas
ingeniosas a las autoridades eclesiásticas que le vigilan, con comentarios de
ironía refinada sobre concretas citas de la Escritura. De repente aparece
Andrés, no por propio interés, sino más bien para corresponder a los deseos de
Fabrizius, en Holanda, con quien está en contacto y le ha pedido que se entere
del estado de Galilei. Andrés se encuentra de paso hacia Holanda. El espera
poder trabajar allí científicamente, sin ninguna traba. Frente a Galilei se
comporta inicialmente de modo un tanto frío y distanciado. Le cuenta la
resonancia que en todo el mundo ha tenido su retractación, y cómo Descartes,
consecuentemente, no se atreve a publicar sus medidas de la luz, etc. Galilei
le habla de sus Discursos y le descubre dónde se encuentra el escondrijo de su
segundo trabajo, ya terminado. El rostro de Andrés se ilumina. El puede
disponer del manuscrito si carga con la responsabilidad y se compromete a no
descubrir la fuente. Con ello se desarrolla una conversación entre los dos, en
la que Andrés acaba por comprender que la retractación de Galilei ha sido una
bendición para la ciencia. «—¡Y nosotros pensamos que había desertado! ¡Y mi
voz fue la más fuerte contra usted!», comenta Andrés. Galilei: «—Era lo justo.
Yo te enseñé la ciencia y yo negué la verdad.» Andrés: «—Esto cambia todo.»
Galilei: «—¿Sí?» Andrés: «—Usted esconde la verdad. Delante del enemigo.
También en el campo de la ética nos llevaba usted siglos.» Galilei: «—Aclara
eso, Andrés.» Andrés: «—Con el hombre de la calle dijimos nosotros: él morirá,
pero no se retractará. Usted volvió: yo me he retractado, pero viviré. Sus
maños están manchadas, dijimos nosotros. Usted dice: mejor manchadas que
vacías.» Galilei: «—Mejor manchadas que vacías. Suena a realismo. Suena a mí.
Nueva ciencia, nueva ética» (p. 197).
Brecht se sirve aquí de Andrés
para descubrir la Moral que él atribuye a Galilei, que es, por lo demás, la ética
marxista. Sólo que Andrés continúa aquí siendo muy idealista. A lo largo de la
conversación hace ver Galilei que su retractación no se debió a un plan pensado
y científico, sino al miedo frente al «dolor corporal» (198). Los instrumentos
de tortura fueron los que le movieron a ello. Andrés muestra de nuevo sorpresa,
pero luego sabe incluso idealizar esta confesión de Galilei: «La ciencia sólo
conoce un mandamiento: el trabajo científico» (p. 198). A lo que Galilei
responde: «Y lo he cumplido. ¡Bienvenido a la zanja, hermano en la ciencia y
primo en la traición!» (p. 198). Con ello Galilei expone su tesis moral: «Te
gusta el pescado? Yo tengo pescado. El que huele mal no es mi pescado, sino
yo...» El alaba la falta de carácter de la gran ramera de Babilonia, como
prototipo de la humanidad, y termina: «¡Bendita sea nuestra usurera y
blanqueada sociedad, temerosa de morir!» (p. 198). Andrés pretende relativizar
esto y elevar la ciencia a un plano absoluto, a lo que Galilei responde con una
lección sobre las relaciones político-sociales de la ciencia, que son del más
puro carácter marxista. Valoriza la duda como principio del conocimiento
científico, y rechaza el «vaho nacarado de supersticiones y viejas palabras»
(p. 198), bajo cuyo concepto incluye prácticamente todos los dogmas, que no son
otra cosa que argumento y fundamento de relaciones inhumanas de poder. Con
mayor o menor claridad indica que la Iglesia es el prototipo de este orden
social inhumano.
Decimoquinto acto:
En la barrera fronteriza juegan
unos niños, que hablan de una bruja que vive por allí. Andrés deja que los
aduaneros controlen su equipaje, mientras él lee los Discorsi. No se
preocupa de las simplezas que comentan los aduaneros, pues el único libro que,
según las estúpidas ordenanzas, no se debía dejar pasar por la frontera es
precisamente el que Andrés esta leyendo. Una vez levantada la barrera, ya al
otro lado, les explica a los niños sabihondos que se burlan de él: «No se puede
volar montado en un palo; por lo menos tendría que haber una máquina. Pero
todavía no existe una máquina semejante. Tal vez nunca la habrá porque el
hombre es muy pesado. Pero es claro, no lo podemos saber. Nosotros no sabemos
lo suficiente. Estamos realmente en el comienzo» (p. 203). Con Andrés, por
tanto, se extiende la ciencia a otros países.
ANALISIS CRITICO-METODOLÓGICO DE
LA OBRA
1. El método de esta obra es una
repetición constante de la doctrina social histórico-dialéctica de Marx. Más
importante que los caracteres de cada uno de los personajes lo es el desarrollo
global de la acción de Galilei, desde el descubrimiento del movimiento de la
Tierra hasta la emigración de la ciencia —simbolizada en los Discursos— a otros
países. En el estilo hay que observar que no existe ni un solo monólogo.
Incluso el bardo y su mujer —que, según la forma poética, podrían haberse
expresado en forma de monólogo— actúan en una plaza pública con mucha gente,
detrás de una caravana carnavalesca, de forma que todo se convierte en un
diálogo con las masas y, naturalmente, con los espectadores. Incluso en las
escenas en las que son pocas las personas que hablan entre sí, se hace que los
caracteres particulares formen parte de un proceso social expuesto con
frecuencia como contrapunto; así, por ejemplo, la disputa entre Cosme y Andrés (cuarto
acto) o la discusión entre el Papa y el inquisidor (duodécimo acto), etc. No
hay ninguna figura que actúe de un modo personal. Todas están tipificadas;
incluso cuando actúan de acuerdo con sus convicciones, son movidas, como piezas
de ajedrez, por fuerzas sociales, lo cual se nota en cada una de las acciones y
de las frases de la obra. Un ejemplo sería el encuentro entre Galilei,
Barberini y Belarmino en el séptimo acto. Galilei se encuentra, casi
casualmente, en una conversación con los secretarios, que están jugando al
ajedrez. «¿Cómo pueden todavía seguir jugando al viejo ajedrez? Muy limitado es
eso, muy limitado. Ahora se juega de manera que las piezas mayores puedan
moverse en todas las casillas. La torre, así (les muestra), y el alfil, así, y la
dama, así y también así. Ahora se tiene espacio y se pueden hacer planes» (p.
148).
El mismo Galilei es también
solamente un tipo, el tipo del científico con significado político-social. Esta
tipificación se hubiera podido lograr también en la persona de Descartes,
Fabrizius o Bruno (cfr. la conversación con Andrés, p. 189). Las personas
reciben un nombre individual sólo por razones de conveniencia; cuando ésta
falta, entonces los personajes son anónimos: «un monje muy delgado», «un
cardenal muy viejo» o simplemente «un individuo» (p. 90). Este método tiene
validez incluso para el círculo más reducido de los amigos de Galilei;
por ejemplo, en los avisos para la dirección escénica se habla siempre del
«pequeño monje», un discípulo de Galilei; aunque su nombre es citado en alguna
conversación, se da como olvidado inmediatamente. Cada una de las personas
solamente interesa al autor como caracterización de una funcionalidad social,
no individualmente. Un signo de esta indiferencia hacia las personas es la forma
frecuente de presentar a Galilei, que rechaza con ironía y como algo
impertinente los sentimientos que se insinúan en su alma; deja a un lado los
sentimientos para dedicarse a su ciencia. Esto se ve claramente en sus
relaciones con Virginia y también con Ludovico. Cada una de las personas
desempeña una función, un papel:
a) el científico-productor, o
sencillamente el hombre promotor del progreso social, el hombre del progreso y
del futuro; este papel lo juega: Galilei, como tipo intelectual; Federzoni y también
cada vez más la señora Sarti, como tipo práctico. El científico idealista, que
cada vez se va ideologizando más, está caracterizado en Andrés;
b) el hombre político realista y
prototipo del poder, que sabe conocer las exigencias de su época y desea el
progreso, pero sometiéndolo al poder con el que se identifica y quiere
conservar, es Barberini (Urbano VIII). El ideólogo reaccionario se personifica
en Belarmino y todavía más claramente en el inquisidor. La insustancialidad
inofensiva y bobalicona retrasada en todos los sentidos es expuesta en
Virginia, mientras lo romántico, idealista y finalmente fanático, en Ludovico,
la persona que representa la contrapartida de Andrés, como Virginia, en cierto
modo, representa el contrapunto de Galilei;
c) junto a éstos aparecen, en
ambos bandos, los espíritus encogidos y empequeñecidos: de parte de Galilei,
por ejemplo, Vanni, y de la parte de Barberini, el «viejísimo cardenal».
También es importante el situar al lado de Galilei al bardo, que goza de todas
las simpatías del autor y por quien habla Brecht en cada verso, mientras en la
otra parte (Barberini) se encuentran los oportunistas y las marionetas, como,
por ejemplo, entre otros, Cosme, el curador, etc.;
d) las figuras de los indecisos
están caracterizadas en el sabio Mucius, que va a visitar a Galilei, pero es
despreciado por éste porque ha traicionado a la verdad; en Gaffone, que al
principio está de parte de Galilei, pero más tarde no se atreve a declararse
por él; y en el «pequeño monje», que al fin consigue sobreponerse y termina
situándose del lado de Galilei.
2.
El materialismo histórico se manifiesta en la obra a través de la
generalización ideológica de la sustitución de la cosmología geocéntrica por la
visión cósmica heliocéntrica. El proceso de las ciencias naturales, sacado de
sus márgenes, lo utilizará el autor socio-políticamente; y así el adelanto
científico es el propulsor de la emancipación del hombre, propugnada por el
socialismo. El progreso de las ciencias naturales se presenta, desde el ángulo
del conocimiento, como empirismo racionalista. «Mi intención no es demostrar
que yo he tenido razón hasta ahora, sino buscar si estoy verdaderamente en lo
cierto. Y os digo: despojaos de todas vuestras esperanzas los que ahora
comenzáis con las observaciones. Tal vez sean vapores, tal vez sean manchas,
pero antes de que nosotros las aceptemos como manchas —lo cual sería muy
oportuno— las consideraremos colas de peces. Sí, antes de comenzar volveremos a
poner todo en duda. Y no andaremos con botas de siete leguas, sino milímetro
por milímetro. Y lo que hoy encontraremos, mañana lo borraremos de la pizarra,
y cuando volvamos a encontrar lo mismo, entonces sí que lo anotaremos... Nos
pondremos a observar el Sol con el decidido propósito de demostrar la inmovilidad
de la Tierra. Y cuando fracasemos en esa empresa, cuando seamos derrotados por
completo y estemos lamiendo nuestras heridas en el más lamentable de los
estados, entonces sí que comenzaremos a preguntarnos si en verdad no habíamos
tenido razón antes, es decir, que la Tierra se mueve» (pp. 171-172).
La retractación de Galilei como
consecuencia del poder represivo no es formalmente una jugada táctica, pero
dentro de la mecánica de la evolución histórica se convierte en un elemento estructural
del progreso: el pactar con las fuerzas antitéticas, el aparente someterse a
sus exigencias, el engaño para ello, todo esto no significa para un marxista
contradicción alguna. Al contrario, en el camino del desarrollo revolucionario
hay que servirse del rival, ya que situándose frente a él es más fácil
presentar lo propio como un progreso (cfr. la expansión de la ciencia en la
escena final, Andrés al otro lado de la barrera). Por eso, una contemporización
con el adversario por algún tiempo está ideológicamente justificada. Aquí
corresponden las serviles lisonjas de Galilei con el Duque, con Cosme y con los
cardenales, así como la correspondencia con los de la Inquisición.
El hecho de que esta acción no
sea una cosa prevista según un plan, es decir, la espontaneidad de la acción,
muestra su carácter estructural. Galilei mismo, y esto es muy significativo, no
se da cuenta inicialmente de la motivación de su modo de actuar. También él es
una pieza de ajedrez, un mandado. Sólo en el momento en que Andrés le deja
entrever en esa acción una ejemplaridad ética (decimocuarto acto), señala
Galilei la dirección en la que puede encontrar sus motivaciones. Sin embargo,
incluso contra esto se rebela, y no quiere reducir su actuar a una ejemplaridad
ética, rompiendo con saña todo tabú ético (p. 198). El miedo ante los dolores
físicos le sirve para desmitologizar la acción en cualquier sentido, ya que no
hay por qué ser héroes. Con esto Brecht consigue —casi no se puede resistir la
tentación de decir «metafísicamente»— situarse más allá de los principios, ya
que la motivación de todo es la pura materialidad sensitiva. Ni el espíritu, ni
la moral, ni cosa por el estilo; únicamente las realidades materiales y el
hombre como catalizador de las mismas, al verificar el progreso, son las leyes
del actuar y la palanca para transformar las teorías sobre el universo.
UNA VALORACIÓN DEL CONTENIDO
La crítica, en realidad, se
deriva de la exposición de la obra y del resumen de las ideas principales.
Brecht tiene la ventaja, como
escritor y poeta, de que puede servirse de licencias poéticas para crear sus
personajes. La crítica con ello no puede acentuar demasiado la falta de
seriedad histórica.
Con todo, si la licencia poética,
en realidad, se utiliza solamente para calumniar y para difamar personajes
históricos o instituciones con un pasado histórico, pero con una realidad
presente, esta libertad del poeta es seriamente criticable. En la obra de
Brecht ocurre esto, sobre todo, con la Iglesia.
La tipificación de los personajes
es para el autor un medio para caracterizar a las instituciones. El fin que
persigue es —sobre esto no cabe más claridad— el ataque para la remoción de las
instituciones de acuerdo fielmente al programa revolucionario del marxismo. La
figura ridícula de Cosme (décimo acto) caricaturiza lógicamente al poder
político opuesto al proletariado; el cardenal, perfectamente delineado como un
muñeco, sirve para describir el sistema podrido que para Brecht es la Iglesia.
La sutileza de la propaganda
contra la Iglesia, que persigue toda la obra, se descubre en el cuidado que se
ha puesto en distinguir perfectamente cada uno de los caracteres de los
personajes claves: Barberini, Belarmino, el inquisidor, el pequeño monje, el
viejísimo cardenal. Ninguno de ellos es un militante brutal del corrupto
sistema. Barberini se presenta incluso como una persona ilustrada, y el pequeño
monje como fiel discípulo. El acaparamiento de la ciencia por parte de la
institución proporciona a ésta ocasionalmente incluso un atisbo de grandeza:
«Nosotros... lo necesitamos más que usted a nosotros» (p. 152). Por otra parte,
la imagen de la Iglesia se deshace interiormente, o mejor, en sus
representantes, ya que, por una parte, por ejemplo, en las ponencias
ideológicas de Belarmino, se expone una sabiduría de hombre de Estado
maquiavélico, junto a una cierta moral humanitaria de benévola trascendencia, y
por otra parte, una elegancia lasciva y frívola, discretamente expuesta en el
fino gusto del inquisidor en su trato con mujeres, que no se conjuga con su
celibato (séptimo acto). También ocasionalmente, la insinuada gula de Barberini
persigue el mismo efecto. La consecuencia de esto sólo puede ser una simpatía
por una imagen volteriana de la Iglesia. El odio, atribuido a Galilei, hacia la
institución y hacia la religión, de acuerdo fielmente con los criterios
marxistas, lo fundamenta en la frase clave de Barberini, el futuro Papa: «Si no
hay Dios, hay que inventarlo» (p. 152). De esta forma se hace de la religión un
elemento nocivo que actúa por intereses puramente egoístas y de lucha por el
poder político: «Ahora la mayoría de la población es mantenida en un vaho
nacarado de supersticiones y viejas palabras por sus príncipes, sus hacendados,
sus clérigos, que sólo desean esconder sus propias maquinaciones» (pp.
198-199). Para Brecht, la religión es desnaturalización, y objetivación y
consolación por medio de la salvación, que se fija en las esferas cristalinas
del cielo. La lucha por el movimiento de la Tierra, la lucha por el sistema
solar, es una lucha por descuartizar ese cielo. «La lucha por la mensurabilidad
del cielo se ha ganado por medio de la duda; mientras que las madres romanas,
por la fe, pierden todos los días la disputa por la leche... Una humanidad
tambaleante en ese milenario vaho nacarado, demasiado ignorante para desplegar
sus propias fuerzas, no será capaz de desplegar las fuerzas de la naturaleza...
Mi opinión es que el único fin de la ciencia debe ser aliviar las fatigas de la
existencia humana» (p. 199).
Lo que interesa a Brecht, por lo
que se ve, es el derrocamiento del cielo, la emancipación del poder humano como
consecuencia del saber y la revolución social del proletariado.
En esta construcción es falso, en
primer lugar, la absolutización del hombre —al que se concibe colectivamente—,
que existencialmente no puede superar su limitación histórica. Como es sabido,
la deificación del hombre y las fuerzas por él desatadas en la naturaleza
constituyen en el proceso laboral la dialéctica del círculo, tal como se
entiende el hambre de felicidad del hombre, puramente inmanentista y terrena.
Este mensaje es el mensaje del marxismo, que se diferencia de las otras formas
de neopaganismo en la deificación del hombre y del mundo en un proceso
colectivo y funcional. De ahí la falta de interés por parte del autor por las
personas en sí mismas, ya que sólo le sirven para una valoración de su función
social, etc. La autoidolatría del hombre excluye toda otra religión o más bien
considera el fenómeno religioso como un timo, del que algunos sacan ventajas,
ejerciendo por medio de la religión una fuerza mágica, que frena el proceso
evolutivo de la humanidad.
En tanto este proceso evolutivo
tenga caracteres revolucionarios, es decir, se rebele contra el actual estado de
cosas, necesita de esa situación para poderse organizar frente a las mismas. La
necesidad del estado de cosas hay que entenderla como la necesidad de tener un
adversario, un objeto de los ataques, para poder desarrollar así la dinámica de
agresión propia de la energía evolutiva. No sería conveniente el superar al
adversario de tal forma que no se le diese la posibilidad de recuperarse, a fin
de poder encauzar las agresiones; por eso conviene protegerlo de vez en cuando.
Esta indulgente actitud se pone de manifiesto exteriormente en la aparente
disposición de aceptar compromisos y de ceder en algo. Aquí se descubre el
abismo de la falaz moral de Brecht y la justificación de la retractación de
Galilei: «¡Bienvenido a la zanja, hermano en la ciencia y primo en la
traición!» (p. 198).
Todo esto no desarrolla ni
siquiera una ética negativa, ya que incluso la actitud primaria
metódico-estructural de aceptar compromisos, es decir, el «mejor manchadas que
vacías» (p. 197), se convierte un segundo después en algo que se niega, que se
revoca: «Si yo hubiese resistido, los estudios de las ciencias naturales
habrían podido desarrollar algo así como el juramento de Hipócrates de los
médicos, la solemne promesa de utilizar su ciencia sólo en beneficio de la
humanidad... Yo entregué mi saber a los poderosos para que lo utilizaran, para
que no lo utilizaran, para que abusaran de él; es decir, para que le dieran el
uso que más sirviera a sus fines» (pp. 199-200). La deificación del hombre
produce no sólo un acto amoral, sino la disolución de la moral y de su reverso,
la inmoralidad; hay que destruir totalmente tanto a una como la otra.
Lo amoral de la posición de
Brecht responde a los principios de la teoría del conocimiento de la duda
fundamental. Según Brecht, Galilei va aquí mucho más allá de lo expuesto por
Descartes. «Un comerciante en lanas, además de comprar barato y vender caro,
debe tener la preocupación de que el comercio con lanas no sufra tropiezos. El
cultivo de la ciencia me parece que requiere especial valentía en este caso. La
ciencia comercia con el saber, con un saber ganado por la duda. Proporcionar
saber todo y para todos, y hacer de cada uno un desconfiado, eso es lo que
pretende» (p. 198). «Nuestro nuevo arte de la duda encantó a la gran masa. Nos
arrancó el telescopio de las manos y lo enfocó contra sus torturadores. Estos
hombres egoístas y brutales, que aprovecharon ávidamente para sí los frutos de
la ciencia, notaron al mismo tiempo que la fría mirada de la ciencia se dirigía
hacia esa miseria milenaria, pero artificial, que podía ser terminantemente
anulada si se los anulaba a ellos» (p. 199). El principio de la duda en la
teoría del conocimiento es algo inmanentemente encauzado hacia la acción, es la
teoría de la revolución y no otra cosa. La revolución misma es un acto amoral.
Su fracaso exige autocrítica, tal y como la practica Galilei; su triunfo podría
fundamentar una nueva moral, pero a lo mejor no, ya que el progreso de la
ciencia, como también el progreso de la humanidad, podría ser en un determinado
momento tan grande, «que las exclamaciones de júbilo por un invento cualquiera recibirán como eco un
aterrador griterío universal» (p. 199).
Con esto, Brecht se ha metido en
un laberinto sin salida. «La humanidad asienta en su diario: hoy ha sido abolido
el cielo» (p. 115): cosa terrible para Sagredo. Pero el poeta no da una
solución tranquilizadora.
K.M.B.
Volver al Índice de las Recensiones del Opus Dei
Ver Índice de las notas bibliográficas
del Opus Dei
Ir a Libros silenciados y
Documentos internos (del Opus Dei)