BRECHT, Bertolt
El buen hombre de Sezuan. Una
parábola.
Suhramp, decimoséptima edición,
Berlín, 1975.
(t.o.: Der
gute Mensch von Sezuan)
Mientras que en su comedia
«La vida de Galileo», Brecht presenta literariamente un aspecto concreto de la
teoría marxista, atacando claramente a la Iglesia católica, que equipara a toda
autoridad social, y a su supuesto régimen represivo, en El buen hombre de
Sezuan desarrolla una sutil visión de conjunto de la ética marxista,
nihilista y antirreligiosa.
Brecht excluye totalmente, en esta obra,
el ímpetu pseudoreligioso de ambiciones mesiánico-proféticas, como más o menos
podrían presentarse en la moral de la sociedad sin clases del paraíso
comunista.
Rechazando toda metafísica, a Brecht le
interesa sólo la dialéctica del bien y del mal, aquí y ahora, en un lugar
emblemático suficientemente oculto por los bastidores del lejano oriente, para
ofrecer al público una posibilidad de «meditar» sobre la alienación
desesperante en la que se encuentra el hombre que no ha alcanzado la felicidad
a través de la revolución o del suicidio.
Brecht deja conscientemente en suspenso
el desenlace de la obra, que reclama un imperativo moral. Así cuando dice: «La
única salida de esta desgracia sería / si ellos mismos pensaran en este momento
/ de qué modo se podría el buen hombre / ayudar a llegar a buen fin /
Distinguido público ¡hala!, ¡búscate tú mismo el final! / ¡Tiene que haber un
buen final, tiene que haberlo, lo tiene que haber! ».
Cómo concebía Brecht el desarrollo de las
cosas según la ética marxista, lo expresa él mismo con una frase añadida
posteriormente al manuscrito: «La provincia de Sezuan de la parábola, que
representaba cualquier lugar en el que el hombre es explotado por el hombre,
hoy ya no lo es», debido a la revolución de Mao Tse Tung.
Sin embargo, sería demasiado simple
considerar el carácter de esta obra-parábola como una instrucción ideológica de
partido para la revolución; el ingenuo optimismo de cara al futuro, propio de
la propaganda comunista, es eliminado en una forma típica de Brecht, a través
de la canción programática de San Nuncajamás (Sankt Nimmerleinstag) (p.
91), de modo que el autor mismo —en lo que se encuentra emparentado con el
carácter de Galileo por él concebido— se evade de la «responsabilidad» constructiva
hacia una zona de amoralidad absoluta.
Brecht no quiere ser el héroe de una
revolución que prometa o que de cualquier manera se empeñe en conseguir un
paraíso en la tierra; ni siquiera de un paraíso vago, absurdo o utópico: «El
día de Nuncajamás se convertirá la tierra en un paraíso» (p. 92).
La obra no está hecha de un tirón. Los
primeros proyectos nacieron entre 1930 y 1942, con la colaboración de Ruth
Berlau y Margarete Steffin. La época más importante para su redacción es el
período de Brecht en el exilio danés. En 1939, basándose en las cinco escenas
ya concebidas en 1930 bajo el título de «El amor auténtico», termina, en
Suecia, la primera versión de la obra. Sin embargo, comienza su reelaboración
en junio del mismo año, y en 1941 añade las últimas poesías.
Más tarde, Brecht anota en sus apuntes de
trabajo que, a pesar de los varios intentos de reajuste, es una obra «que
tendría que estar totalmente acabada y no lo está en realidad». Sólo en 1942
abandona definitivamente el trabajo. No lo considera realmente terminado, y
esto no sólo a causa de la estructura interna de la obra, la cual sugiere una
solución fuera de ella misma; ni tampoco porque mantiene la opinión de que «sin
que haya sido sometida a una prueba por medio de una representación, no se
puede acabarla realmente», como anota en su libro de trabajo (ésta es una
consecuencia de la estética marxista en la teoría del teatro, en el sentido de
la relevancia de la praxis). No está terminada, sobre todo, porque esta obra,
comparable solamente con algunos otros pocos textos de Brecht, condensa su
concepción del mundo y de sí mismo, de tal manera que en ella se encuentra el
entero Brecht: cerrado, pero no acabado; terminado e imperfecto al mismo
tiempo.
La obra consta de diez escenas, un prólogo,
un epílogo y siete entreactos. Toda ella posee un carácter reflexivo: en el
escenario sucede relativamente poco; lo importante ocurre fuera de él: se ven
únicamente dioses que vienen y buscan a un hombre bueno, y no encuentran más
que a un personaje híbrido, bueno y malo al mismo tiempo. El entrelazamiento
indisoluble del yo y su posición antagónica, sobre la que los dioses deben
juzgar, les obliga a retirarse a su nada. El resto sirve sólo para reflejar el
ambiente de la obra. Prólogo y entreactos se desarrollan a un nivel imaginario
y ofrecen al mismo tiempo Statements puramente estáticos, por llamarlo
así, mientras que las escenas exponen el desarrollo de la acción.
El 4-2-1943 se representó la obra por
primera vez, en Zurich. Treinta años más tarde experimenta una nueva
representación bajo la dirección de Wekwerth, también en Zurich.
Siegfried Melchinger escribió con
acierto: «La obra más completa de Bertolt Brecht es seguramente El buen
hombre de Sezuan, aunque precisamente —como ya se ha indicado—, el final de
la acción queda en suspenso. ¿Es esto un contraste o sólo una dialéctica de la
representación? Estudiaremos el caso.
En primer lugar, se expondrá lo que
Brecht quiere expresar. Al hacerlo hay que tener en cuenta el desarrollo de la
acción, como también la sucesión de las ideas que acompañan esta acción.
Posteriormente haremos un comentario metódico-crítico de las ideas, y
finalmente intentaremos una crítica valorativa.
Exponemos el pensamiento de Brecht que se
desprende de sus párrafos, que no siempre será literal, a menos que se señale
expresamente.
I. ESBOZO DEL CONTENIDO
Nos vemos trasladados al ambiente medio
europeizado de una calle de la capital de la provincia china de Sezuan. Al
atardecer se presenta el aguador Wang, que realiza un negocio muy fatigoso: en
tiempo de sequía tiene que ir a buscar el agua muy lejos, y cuando llueve no
gana nada. Por todas partes reina mucha pobreza: «Se dice generalmente que sólo
los dioses pueden ayudarnos. Oigo con alegría inexpresable que algunos de los dioses
más importantes están ya de camino y se les espera también aquí, en Sezuan. El
cielo debe estar muy intranquilo ante las numerosas quejas que se elevan ante
él» (p. 7). Wang contempla toda una serie de personas que pasan con la
esperanza de encontrar a los dioses. Por fin aparecen tres hombres: «Se les ve
bien alimentados, no muestran señal de ocupación alguna y tienen los zapatos
polvorientos; vienen por tanto de lejos. Seguro que son ellos» (p. 8). Wang se
arroja a sus pies y se pone a su disposición. Los dioses se asombran de ser
esperados. Wang, que no tiene techo para cobijarse, está convencido de
conseguir un alojamiento para los dioses. Pero todos los intentos de convencer
a la gente fracasan, a pesar de que desde hace años se está hablando de la
llegada de los dioses. Por fin consigue Wang convencer a la prostituta Shen Te
de albergar a los dioses por una noche, aunque para eso tenga que despedir a un
huésped y perder el dinero del alquiler, que tanto necesita. «Ella es la mejor
persona de Sezuan» (p. 10). Al fin y al cabo los dioses han venido a comprobar
si todavía hay hombres buenos, que se atengan a sus mandamientos. Si de hecho
encontraran a algunos, sería la ratificación de que el mundo tiene razón de ser
como es, a pesar de las numerosas quejas, desde hace más de dos mil años, de
que no puede seguir así.
Correspondiendo a su petición y por
agradecimiento, los dioses dejan una cantidad de dinero a Shen Te, que es para
ella su gran suerte. Se compra un estanco para poder vivir mejor en adelante, y
poder ayudar también a los demás. Los dioses dieron la suma sin comprender la
necesidad del capital, que desprecian; pero al fin y al cabo querían mostrar su
reconocimiento de haber encontrado una buena persona.
Todavía no ha acabado Shen Te de instalar
su estanco y ya aparece gente anciana y
decrépita, personas sin trabajo, enfermos... Todos ellos han llegado a esa
situación más o menos sin culpa suya, y están obsesionados por sobrevivir a
costa de los otros, ya que ellos mismos no pueden ganar lo necesario.
Así se aprovechan sin ningún escrúpulo de
Shen Te y de su estanco. Ella los alimenta y cobija. Por si fuera poco aparece
el carpintero (p. 22), que exige el importe de las estanterías que la anterior
propietaria había encargado pero no abonado, mientras que Shen Te había asumido
de buena fe el negocio, como libre de deudas. El carpintero amenaza a Shen Te
con la prisión, si no paga.
La señora Shin, la antigua dueña, que
hasta este momento se encontraba entre los parásitos que viven a costa de Shen Te,
huye (pp. 24-25). La propietaria de la casa, Mi Tzü, exige garantías para el
contrato de alquiler. En una palabra, por una parte Shen Te es explotada, y por
otra se le exige que pague más de lo que puede, y así su pequeño negocio se
encuentra en poco tiempo a las puertas de la ruina.
En este momento, en ausencia de Shen Te,
aparece su primo (p. 32). Llega de lejos, de la ciudad de Shun. Arregla los
asuntos económicos de Shen Te fría y sobriamente, sin dejarse ablandar. Se muestra
como un buen negociante. Shui Ta, que así se llama, entrega a la policía la
retahíla de mendigos que viven a costa de Shen Te. Motivo suficiente para ello
lo ofrecen pequeños robos (pp. 37-38). Acto seguido consolida la situación del
estanco (pp. 39 ss.).
Después de la marcha de Shui Ta, regresa
Shen Te de su repentino viaje (p. 44). Su beneficiencia y bondad, a las que se
siente obligada, llevan de nuevo su existencia al borde del abismo,
especialmente por sus relaciones amorosas con el piloto sin trabajo Yang Sun.
Yang Sun se queja de su destino, ya que no puede volar; sugiere la tragedia del
hombre que no puede alcanzar su ideal (p. 46). Al mismo tiempo exagera no poco
sus cualidades y rendimiento. Shen Te, que lo ama, se deja impresionar. La madre
de Yang hace el juego con su hijo y presiona a Shen Te, que por fin se decide a
vender su negocio para facilitar a Yang Sun la suma de 300 dólares de plata, a
fin de que el consiga por medio de un soborno una plaza de piloto en Pekín (pp.
62 ss.). A consecuencia de esto, dos viejos amigos de Shen Te llegan también al
borde de la ruina.
En realidad Yang Sun es un pobre
desgraciado, a quien sólo interesa el dinero de Shen Te (p. 70). La fecha de la
boda está ya fijada (p. 83). Sun ha recibido 200 dólares de Shen Te, que ella
se ha hecho prestar por sus amigos. Está dispuesta a vender su tienda por amor
a Sun, pero Shui Ta impide la venta, porque Sun en realidad sólo busca su
dinero. La boda no tiene lugar. Sun abandona a Shen Te y desaparece con el
dinero, dejándola embarazada (pp. 96 ss.).
De nuevo se ausenta Shen Te; según hace
creer, se marcha de viaje. Y otra vez aparece Shui Ta (pp. 104 ss.), que funda
una fábrica de tabacos en barracas medio derruidas, trabajando concienzudamente
y sin escrúpulos (pp. 111 ss.). Shui Ta obliga a todos los que han explotado a
Shen Te de alguna manera —incluso a Yang Sun— a trabajar por un sueldo mísero.
Todos sus trabajadores lo odian, pero Shui Ta consigue que el negocio florezca
de un modo insospechado. El odio provoca entre los trabajadores la sospecha de
que Shui Ta, de cuya falta de escrúpulos todo se puede esperar, se haya
deshecho de la cariñosa y bondadosa Shen Te, que habiendo salido de viaje de
repente, de modo inexplicable parece haber desaparecido.
El primo es pues acusado y llevado ante
un tribunal. Los jueces son —cosa rara— los tres dioses que al principio
durmieron en casa de Shen Te y le regalaron un pequeño capital. Shui Ta se da a
conocer ante el tribunal como Shen Te. Se trata de una y la misma persona. Shui
Ta es la antagonía de Shen Te. Shen Te-Shui Ta dice a los dioses: «Vuestro
único mandato, ser bueno y vivir a pesar de ello, me partió por la mitad como
un rayo. Yo no sé cómo sobrevino: ser bueno con los demás y conmigo mismo no me
fue posible. ¡Ayudar a los demás y a mí mismo me resultó demasiado difícil!
¡Ay, vuestro mundo es difícil, hay demasiada necesidad, demasiada
desesperación! » (p. 139).
El dilema de Shen Te (alias Shui Ta) se
encuentra en la máxima moral: «No dejar que nadie perezca, tampoco uno mismo /
llenar a todos de felicidad, incluso a uno mismo / eso es bueno» (p. 81).
Los dioses no saben cómo se puede cumplir
esta máxima. Niegan toda respuesta comprometedora a la pregunta de Shen Te,
sobre cómo puede ser buena con los demás y consigo misma, sobre cómo puede
evitar en su bondad la propia destrucción. Los dioses no emiten tampoco ningún
juicio; en vez de ello se disipan en su nada sonriendo bondadosamente sobre una
nube rosa (p. 142). El epílogo concluye: «Nosotros mismos estamos desilusionados
y nos vemos asustados.» El telón se cierra, y todas las preguntas siguen
abiertas (p. 144).
II. EL HILO DE LAS IDEAS
Paralelamente a la acción, el prólogo y
los entreactos reflejan, como en un espejo, el desarrollo de la temática
interna de la obra. La función del prólogo y los entreactos es como una
antítesis estática del desarrollo diacrónico de la acción en las escenas. La
estática es tal solamente en comparación con la simple cronología de la acción,
pues la superposición de ideas expresadas en el prólogo y los entreactos
contiene una tensión dialéctica.
En el conjunto de las escenas con la
acción, más el prólogo y los entreactos, con sus elementos no raramente
líricos, se reconoce fácilmente la estructura meramente formal que determina el
contenido.
El desarrollo de la acción por medio de
«superposición» de ideas tiene como misión facilitar al espectador la
comprensión «crítica» de la acción, aparentemente tan clara y en la realidad
bastante compleja. Se recurre a la sugestión de canciones moralizantes de sabor
popular1 , que producen una impresión
extraña y familiar, incomprensible y simple.
Fácilmente podrían en esta obra
comprobarse similitudes con los misterios barrocos de carácter pedagógico,
unidas a una cierta despreocupación de Brecht por los plagios lingüísticos.
Esto último se pone de relieve sobre todo en la parodia de las citas bíblicas.
Brecht se divierte destruyendo la ilusión
del espectador de comprender, en cuanto éste considera encontrarse en posesión
de una «verdad» transmitida, ya sea la verdad nueva, ya sea la antigua y
familiar. En el ensayo Repasando mis primeras obras, escrito un año
antes de su muerte, Brecht nombra lo que caracteriza sus obras de juventud: su espíritu
de contradicción. Sigue afirmando, sin embargo: «Evito el deseo de emplear
aquí las palabras juveniles, porqué espero poseerlo todavía hoy en la
misma medida»2.
El espíritu de contradicción permanece
como una de las constantes estéticas de Brecht. Desconfía de cada evidencia
porque —según piensa— se acuña en el sueño y hace que se olvide la
responsabilidad por las cosas (sería cuestión de tratar en otro lugar en qué
medida la «responsabilidad» de que habla Brecht no es más que un tapujo).
Quiere complicar lo que en sí es fácil de entender, para que se entienda a la
manera de Brecht. Esta ambición es sin duda una especie de manipulación
intelectual.
Brecht quiere sacar a la luz lo
inesperado y sorprendente de las cosas y las situaciones. Según él, para captar
la sencillez de las cosas hay que aprehender sus relaciones «complejas», hay
que explicar las cosas conocidas (la manía explicatoria llega hasta la
pedantería en las primeras obras pedagógicas, En la espesura de la
ciudad, Hombre es hombre, La vida de Eduardo Segundo, etc.).
El fondo de la obra asigna al prólogo y a
los entreactos el papel ilustrativo de la teoría, la misión de la reflexión con
el objeto de obtener una actitud crítica. Claro que la teoría misma será
comprensible sólo a través de la praxis de la acción —sea a través del
aguador Wang, Shen Te u otro de los personajes— que pertenece a la zona donde se
origina el reflejo teórico. Aquí encontraríamos la perfecta síntesis de una
teoría aplicada a la práctica, y de una praxis teoréticamente relevante.
Esta es una de las ambiciones teatrales que ya Schiller relegó al «reino de los
sueños»3.
Aunque en esta obra hay varios
entreactos, parece que Brecht la consideró casi como un único «entreacto». De
hecho se trata de una unidad, interrumpida sólo por las escenas de la acción.
Para una mejor orientación, de todos modos, conviene seguir hablando de
entreactos diversos e independientes.
Los dioses aparecen en el prólogo y en
los dos entreactos que le siguen, así como en los últimos tres entreactos, pero
su actitud es distinta. En el primer grupo —prólogo y dos entreactos
siguientes— aparecen tres de los «dioses supremos», que a su vez son también
concebidos de modo antitético. El uno es más bien apodíctico, el otro es más
conciliador y comprensivo, y el último casi siempre intenta mediar. Los dioses
van a la búsqueda del hombre bueno, que confirme una válida visión del mundo
bajo su dirección. Desarrollan incluso una cierta actividad que interviene
directamente en la acción y determina su desarrollo. Lo hacen al darle dinero a
Shen Te para la adquisición del estanco, en agradecimiento por el hospedaje y
la acogida dispensada.
Esta acción no se justifica
verdaderamente, porque en realidad no es cosa de los dioses «meterse en asuntos
económicos» (p. 16).
Por supuesto, sería totalmente erróneo
buscar en las figuras de Brecht un concepto de acción consecuente. Sus figuras
son generalmente dudosas, a veces se deslizan expresamente en su propia
antítesis (Shen Te-Shui Ta). Por lo menos, es difícil constatar una acción
inconfundiblemente clara; en cualquier momento se vuelve al revés o queda
invalidada.
En el grupo de los tres últimos
entreactos, los dioses son solamente «contemplativos» (p. 95); están cansados y
resignados. Ya no intervienen de un modo activo en la acción, ni siquiera
cuando ellos mismos son incluidos en la última escena, como un reflejo
inmanente de su trascendencia sumamente dudosa y precaria. Sin embargo, su
intervención en los acontecimientos suspende toda acción. Aunque son jueces, no
juzgan, no sentencian. Ceden a Shen Te la posibilidad de «dar aquí abajo
testimonio de su espíritu» (p. 141). Su constatación es simplemente, que «el
mundo es inhabitable... Los hombres no valen nada... Porque el mundo es
demasiado frío... ¡Porque los hombres son demasiado débiles! » (p. 131).
Se les concede una dignidad divina—en
realidad ficticia— sólo en función del descubrimiento de un buen hombre, del
cual el espectador sabe ya que está desvalorizado, superado, porque el hombre
«bueno» ha desaparecido en la máscara de su antagonía (p. 131). La bondad (Shen
Te) se aliena y transforma en la dureza y falta de escrúpulos (Shui Ta). Lo que
los dioses tendrían que decir en su dudosa dignidad se fundamenta no en ellos
mismos, ni en premisas teórico-éticas —por no decir «teológicas»—, sino sólo en
un puro empirismo. Pero la comprobación empírica necesaria no se encuentra en
un ambiente propio de los dioses, sino en un «mundo inhabitable».
Alienados de sí mismos, los dioses tienen
que aparecer como jueces para valorar la ambivalencia inmanente al mundo entre
querer ser bueno y tener que ser malo (p. 142). A través de su desaparición
deciden bondadosamente. Y no lo hacen sin comprimir la tensión de esta
dialéctica en la bella apariencia de luz y sombra. Los dos entreactos
intermedios a los que hemos indicado forman como la síntesis de los demás. Aquí
aparece de nuevo la antítesis entre los dioses activos por un lado, y los
dioses meramente contemplativos que se desvanecen en la nada.
Otra antítesis puede observarse en la
figura de Shen Te. Ella es no sólo ella misma, sino también Shui Ta. «El buen
hombre de Sezuan» es igualmente «el mal hombre de Sezuan». Shen Te no sólo se
desliza en el papel de Shui Ta, sino que su híbrida personalidad se muestra
también con otras variantes. Aparece en traje de novia aun cuando permanece
como una prostituta; por otra parte, mientras espera un hijo sabe ya que su
posible boda con Sun ha fracasado antes de consumarse y que no tendrá lugar
(Brecht recurre aquí a un motivo tratado ya anteriormente por él en diversas
ocasiones y variantes, por ejemplo en «La boda» de 1919). Shen Te-Shui Ta
aparece pues aquí como punto de convergencia de las ideas de la ética en cuanto
tal proyectadas en la esfera de «lo divino» y de la imposibilidad de lo divino.
La «imposibilidad de lo divino» se
manifiesta en la obra de Brecht en su antítesis entre dioses y hombres, dioses
escatológicos y mundo temporal. Además, esta oposición se ha de interpretar de
modo puramente inmanente, pues los dioses son un espejo del mundo y de trazado
antropomórfico. No poseen ninguna trascendencia; su campo propio es lo
imposible, incluso piden finalmente permiso para que se les permita «regresar a
casa, a su nada» (p. 142).
Shen Te-Shui Ta, a su vez, está
fundamentada en la nada como «imposibilidad ética». Por otra parte, tal
«imposibilidad» aparece al principio cuando los dioses buscan un hombre bueno
que a través de su bondad demuestre la sinrazón de todas las quejas sobre el
mal estado de este mundo, y justifique el iluminado gobierno divino del mundo.
Veamos brevemente cómo se exponen estas
ideas en los entreactos.
El diálogo del aguador Wang con los
dioses, en el primer entreacto, priva a Wang de su gran preocupación (y con
ello de todas sus dudas religiosas), de que los dioses no hayan encontrado ningún
hombre bueno, le confirma en la fe en la buena persona de Shen Te y hace
aparecer a los dioses como bastante contentos.
En el segundo entreacto, Wang puede
confirmar la opinión de los dioses sobre el buen hombre por propia experiencia;
preso en su miopía (equivalente a un prejuicio religioso), se prodiga en
alabanzas para Shen Te, al mismo tiempo que intranquiliza y llena de extrañeza
a los dioses con sus observaciones referentes al primo Shui Ta, que es
cualquier cosa menos bondadoso y simpático.
En el tercer entreacto, Shen Te canta la
canción de la debilidad de los dioses y los buenos. Se lamenta de su destino,
de ser explotada a causa de su bondad, y juega con la máscara de Shui Ta. Por
fin se desliza dentro de esa máscara.
Después aparece Shen Te en el cuarto
entreacto en traje de novia. Se arrulla en sueños, pensando poder convertir a
su egoísta prometido de su presunción y búsqueda de sí mismo, aunque presiente
que su proyecto no tiene sentido. Su sabiduría culmina en la máxima: «No dejar
que perezca nadie, tampoco uno mismo / llenar a todos de felicidad, incluso a
sí mismo / eso es bueno» (p. 81).
En el quinto entreacto, Wang expone a los
dioses su preocupación por Shen Te, que está al borde del abismo a causa de su
caridad con el prójimo. Los dioses declaran no estar en condiciones de actuar;
son «sólo contemplativos», dicen (p. 95).
En el sexto entreacto, Wang pide a los
dioses «una pequeña facilidad en el fardo de preceptos... en consideración a
los malos tiempos... sólo un poco de benevolencia... en vez de amor» (p. 109),
o «equidad en vez de justicia... simplemente decencia, en vez de honor» (p.
110); a lo que los dioses, cansados, contestan que estas cosas son incluso más
agotadoras y difíciles de cumplir. No cambian en nada.
En el séptimo y último entreacto, Wang se
queja otra vez ante los dioses por la desaparición de Shen Te. Los dioses están
consternados; parece que su búsqueda ha fracasado. No hay, pues, ningún hombre
bueno sobre la tierra. Uno de los dioses salva todavía su dignidad, por medio
de un truco: aunque no haya ningún hombre bueno, anteriormente han encontrado
uno «que era bueno y no se ha vuelto malo, sino que sólo ha
desaparecido» (p. 131). Pero ellos mismos «desaparecen deprisa», según las
indicaciones del director de escena.
Con la sesión del juicio al final de la
obra se quiere mostrar la nimiedad de los dioses (y de toda moral). Ellos, que
sólo son contemplativos, no juzgan aunque se les ha nombrado jueces. Sólo el
inocente creyente Wang y sus semejantes han clamado a los jueces y a la
justicia, para que emitan un juicio sobre la obstrusa situación del mundo,
donde no se puede ser bueno y vivir, o no se puede vivir sin ser malo.
Todo queda como estaba. Al espectador se
le pide que el mismo encuentre un final. ¿Cuál? Esto no lo dice Brecht.
En un primer momento se tiende quizá a
buscar la solución de todas las situaciones en la revolución, en el
derrumbamiento, la violencia, el cambio de las estructuras sociales. Pero una
observación exacta permite descubrir lo contrario de todo ello, tal y como el
abuelo, el hombre y la niña cantan en la canción del humo: «Por eso
(y así digo: ¡déjalo! Mira el humo que va al frío cada vez más frío / así te
vas tú también» (pp. 27-28).
III. VALORACION
1. Nuestra intención aquí no es hacer una
valoración estético-formal. Sería equivocado negar todo valor artístico a
Brecht, y también exagerarlo. El autor transmite lingüísticamente un mundo de
metáforas, ejemplos y experiencias directas, que socialmente comparten una
burguesía que coquetea con la trivialidad y un proletariado que se emancipa
intelectualmente: un lenguaje de consciente y buscada publicidad, un lenguaje
del «se dice», dominado por instintos elementales, aparentemente de una sabrosa
y en ocasiones barroca vitalidad. Sin embargo, no es el verdadero lenguaje del
pueblo; no ha crecido ni ha sido tampoco construido sobre un suelo natural.
Puede ser que —como se dice a veces— bajo
este estilo se encuentre un «alma sensible»; que el sarcasmo del lenguaje cubra
sólo una herida profunda. Pero todavía no ha habido un poeta del que no se haya
dicho que no hubiera sido sensible. Puede concederse que el poeta da resonancia
en su lenguaje a la tragedia de nuestro tiempo, y que en Brecht se encuentran
una serie de palabras que parecen presentarle como un altavoz de los tiempos
actuales, como cuando dice «qué tiempos son éstos en que una conversación sobre
árboles es casi un crimen, porque encierra un silencio sobre tantas
perversidades». Pero también es cierto que se puede vivir muy bien a costa de los
terrores de los tiempos. El profeta de la amoralidad, que destapa las
costumbres hipócritas, cosecha aplausos abusando del respeto a la moral que
tiene el público, porque los hombres son despiadados con las faltas de todos
aquellos que personalizan visiblemente una ética. Mientras los hombres
contemplan en el circo la jauría de los desenmascarados por la crítica y se
gozan con los sufrimientos de otros en nombre del derecho y la moral, no notan
cómo el profeta los engaña, les miente sobre toda moral y los hace víctimas de
cualquier circo.
2. El humanismo de Brecht culmina en el
tema de la alienación. Su sarcasmo y su exasperación dialéctica se esconden
bajo la sutil amabilidad representada por Shen Te, Wang y los dioses. El
reverso de la medalla es considerado constantemente en esta obra, incluso
cuando es eliminado respectivamente de la figura concreta, lo que tiene como
consecuencia, por ejemplo, que Wang permanece finalmente ingenuo y los dioses
«bondadosos» se disipan en la nada. Shen Te es al mismo tiempo Shui Ta,
y por lo tanto una contradictio in re.
Brecht quiere mostrar de la mano de los
acontecimientos y del ambiente, que el hombre bueno no puede ser bueno en la
miseria sistemática, antes bien tiene que ser malo. En consecuencia, el mundo y
el hombre no tienen ningún orden, y mucho menos hay un «orden divino». La
pregunta del narrador al final de la obra dice: «¿Debe haber otro hombre, u
otro mundo? Quizá solamente otros dioses o ninguno» (p. 144). Brecht deja la
pregunta sin contestar. La clara incompatibilidad de los contradictorios
simplemente está velada, y el vacío se abre para el espectador.
En este punto la obra parabólica de
Brecht está emparentada con otras del nihilismo y existencialismo (Sartre
Camus); aunque también recoge Brecht algo del idealismo alemán, cubriendo en
alturas ideales el vacío bostezante de esta filosofía.
Pero mientras el existencialismo quiere
aferrar la autenticidad del individuo allí donde el hombre conscientemente se
expone y mira el precipicio de lo absurdo, Brecht esquiva este problema en una
alienación de sí mismo: completamente superficial. Nada de heroísmo, nada de
ética, nada de moral. En vez de ello: alienación propia y total.
Después de estudiar el marxismo que, como
Brecht afirma, le costó diez años y 40.000 marcos (los años veinte se le pasan
en ello), ejercita una desindividualización sistemática de las figuras de su
escenario: uniformación e intercambiabilidad se convierten en un ideal, en sus
obras parabólicas, así como la completa despersonalización y funcionalización
del hombre.
Concretamente, en El buen hombre de
Sezuan, pretende poner de manifiesto la pura conmutabilidad del hombre,
dejada a la complacencia y la arbitrariedad; afirma la total alienación, desde
dentro.
El tema es una forma perfeccionada del
«humanismo» marxista, parecida a la desarrollada por el neomarxismo de la
Escuela de Frankfurt (la amistad de Brecht con Herbert Marcuse data de 1941;
con Theodor W. Adorno y Max Horkheiner data de 1942, en el exilio americano de
Santa Mónica, California). Pero el planteamiento motivador de la acción en
Brecht está dominado por la miseria drástica del proletariado, que tiene mucho
más efecto en el escenario.
El hombre, según Brecht, está
radicalmente alienado. Se percibe insistentemente el pensamiento de una
antropología protestante completamente secularizada (Brecht pasó su niñez y
juventud en un ambiente burgués-protestante de Augsburgo), que es llevada hasta
las últimas consecuencias.
Pero aquí no hay siquiera fe fiducial en
un Dios bondadoso, sino sólo desesperación que se resuelve en hambre
devoradora, completamente animal, y en voluptuosidad carnal. «Donde los platos
están vacíos, riñen los hambrientos» (p. 65). «Las venas de la frente se les
hinchan por el esfuerzo de la codicia» (p. l01), etc.
La obra de Brecht en el fondo es una
encarnizada crítica a la religión, a la que se echa en cara toda la maldad
humana; se supone que el estado paradisíaco del hombre, en el que ya no habría
alienación, sería el mundo comunista. Brecht parece ciego ante la explotación
del hombre que realizan los totalitarismos. Su táctica consiste en destruir la
sociedad no-marxista, acusándola de estar alienada, apelando para ello a la
moralidad común, para postular —sin decirlo explícitamente en esta obra— un
estado mejor que, paradójicamente, sería el idealizado paraíso del materialismo
dialéctico.
Por otra parte, esa crítica es injusta. Y
la injusticia está en dos aspectos:
a) se trata de una crítica puramente
destructiva, que intenta destruir no sólo el mal, sino todos los valores
morales y religiosos, y toda convicción en la trascendencia; por tanto, no es
la indicación de los defectos de la sociedad que puede hacer un hombre de bien
a partir de las reales exigencias de la vida humana (que no son exigencias
puramente materiales);
b) es una crítica exacerbada, muy
teatral, pero no acomodada a la realidad. En el mundo existe también la virtud:
hay personas que efectivamente luchan por vivir las virtudes, incluso
heroicamente. Las ironías de Brecht, el fariseísmo con que descarga sus
vituperios contra todos, no eliminan la lealtad, la fidelidad, la hombría de
bien que viven muchas personas. No es verdad que ejercer las virtudes en un
mundo hostil sea absolutamente imposible. Los que respetan la ley natural,
aunque sean quizá una minoría, son más felices, y desde luego se encuentran
principalmente en los ambientes influidos de verdad por el cristianismo. Brecht
parece ciego ante estas realidades, y da la impresión de que se deja llevar por
una confianza algo ingenua en la bondad que aportaría el comunismo, que aparece
así con un sentido mesiánico, salvador.
3. El buen hombre de Sezuan, es
una obra conscientemente antimetafísica. Los dioses aparecen amables, pero
extraños al mundo. El coro de los tres que cantan mientras se elevan sobre
nubes rosadas es una fuerte parodia, que ofrece un cierto parentesco con la Canonización
de Juana del Matadero. La discrepancia entre su canto y la miseria de su
único hombre bueno es tan acusada con el canto laudatorio de los “Packherren”
sobre la moribunda Juana que se «extingue maldiciéndolos»4
La maldición de Juana dice: «Pero quienes
están abajo son mantenidos abajo / para que quienes están arriba permanezcan
arriba / ...pues no tiene igual el sistema que han construido: / explotación y desorden,
animal y por ello / incomprensible... / Por esto quien diga abajo que hay Dios
/ y sea invisible y le ayude / a ese habría que estrellarle la cabeza contra el
suelo / hasta que haya estirado la pata.../ y también a los que dicen que
pueden elevarse en espíritu / y se quedan empantanados en el cieno, a esos
también hay que, estrellarles la cabeza / contra el suelo». Esto lo escribió
Brecht en 1929-30.
La blasfemia permanece como un acorde
fundamental en toda la obra de Brecht. Sabe poner en boca de sus personajes
blasfemias contra Dios, torpes y aparentemente ingenuas, bajo la apariencia de
humor, tan hábilmente que él desaparece detrás de ellas. Por eso, por ejemplo,
dice Wang que los dioses están «bien alimentados, no dan muestra y señal alguna
de ocupación y tienen los zapatos cubiertos de polvo, vienen por lo tanto de
lejos» (p. 8). Precisamente esta figura es pintada por un peatón que demuestra
poco interés por la llegada de los dioses, y con ello lleva al absurdo
cualquier seriedad en la sanción moral que pueda amenazar a los incrédulos:
«¡Tú especulador bizco! ¿No tienes temor de Dios? ¡Os freirán en alquitrán
hirviendo por vuestra indiferencia! (...) ¡Pero ya os arrepentiréis! ¡Hasta la
cuarta generación tendréis que pagar!» (p. 12). La consciente referencia a Ex
20, 5 y Num 15, 18 salta a la vista: «El exigirá cuenta de la maldad de los
padres a los hijos, hasta la tercera y cuarta generación».
Semejantes enconamientos verbales no son
raros; a veces Brecht tergiversa conocidos textos de la Escritura. Así dice un
dios en el segundo entreacto: «Primero hay que cumplir la letra de los
mandamientos, después su espíritu» (p. 54) (cfr. 2 Cor 3, 6: «la letra
mata, pero el espíritu vivifica»). En vista de la miseria de este mundo y de la
suposición, que luego se confirma de que «este mundo es inhabitable, ¡tenéis
que admitirlo! » (p. 131), dice el primer dios: «¿Para qué mostrar todavía
dignidad? ¡Tenemos que abdicar!» (p. 130). Y el tercer dios: «Temo que haya que
suprimir todas las prescripciones morales que habíamos establecido. La gente
tiene bastante que hacer con sólo salvar su simple existencia» (p. 131).
Otro ejemplo lo tenemos en el «terceto de
los dioses que desaparecen en las nubes»: «qué pena no poder / quedarnos más
que una fugaz hora, / contemplado largo tiempo para describirlo / se
desvanecería en la nada el bello hallazgo / (es decir, la ilusión del hombre
bueno) / vuestros cuerpos arrojan sombras, / en el flujo de la luz dorada / por
eso tenéis que permitirnos / volvernos a la casa de nuestra Nada» (p. 142).
La obra encierra más alusiones blasfemas
y parodias sobre el contenido de la fe cristiana, como por ejemplo la
referencia de Shen Te a los «fortalecidos con pan y vino» en su «canción de la
debilidad de los dioses y los buenos» (pp. 65-66).
Los ejemplos citados, pero sobre todo el
conjunto de la obra, dan testimonio del carácter materialista de la misma. La
visión que aquí se condensa de la entera realidad es falsa y tentadora, y al
fin y al cabo sin esperanza. El estímulo tentador radica en la cómoda
alucinación de la droga de una ideología engañosa.
K.M.B.
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