BLOCH,
Ernst
Suhrkamp Verlag, Frankfurt 1968
(Orig.: Atheismus in Christentum. «Zur Religion
des Exodus und des Reichs», Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main 1968. No consta ninguna edición
castellana; las traducciones del texto son del autor)
ÍNDICE (EXTRACTO)
Nota bibliográfica 20
Prefacio 25
1. Escándalo y locura 45
2. También Prometeo es un mito 65
3. Éxodo también en las representaciones
de Yahvé. Liberación de la teocracia 117
4. Aut Caesar
aut Christus 165
5. Aut Logos aut
Kosmos 235
6. Fuentes del coraje de vivir 293
Conclusión. Marx: eliminar la alienación 326
CONTENIDO DE
LA OBRA
En
una primera aproximación, se puede resumir así la idea de fondo del libro: en
la Biblia habría un «hilo rojo», una lectura herética, que encarna la protesta
del débil contra los poderosos y contiene la imagen del hombre nuevo, hacia el
que la humanidad tiende como a su cumplimiento, en la utopía; el futuro se hace
la sustancia del hombre, en una «trascendencia sin trascendencia»; así, la
Biblia ya no habla de Dios, sino del hombre; donde aparece Dios, donde aparece
el más allá, habría una mistificación introducida por los sacerdotes, en
servicio de los poderosos, para someter a los débiles, adormeciéndolos con el
opio de una religión estática. La absurda conclusión será que «sólo un ateo
puede ser un buen cristiano», aunque
«sólo un cristiano puede ser un buen ateo» (p. 32). En realidad se trata
de exponer un contenido ateo con terminología cristiana; lo que, para el ateo,
no puede tener más finalidad que quitar la fe del cristiano e instrumentalizar
su esperanza.
Bloch
busca ahora —en este libro— la confirmación de su tesis en dos amplios
capítulos en los que trata del Antiguo y del Nuevo Testamento. Antes de eso,
examina el ateísmo iluminista, positivista y materialista, del cual acepta
plenamente la crítica a la religión como «opio del pueblo», como superstición y
como mistificación en servicio de los poderosos; pero también los acusa de
mezquindad y unilateralidad por no saber ver el alma utópica escondida en el
cristianismo, que contrastaría totalmente con las religiones cósmicas y con la
idea de creación: ésta postula un Dios dueño de todo, un «déspota celeste»,
mientras la idea de salvación traída por los profetas y por Cristo hace ver al
hombre su futuro todavía escondido. En un último capítulo vuelve al tema del
verdadero iluminismo que no elimina la perspectiva del futuro, y dedica unas
breves páginas al tema de la muerte negando todo tipo de supervivencia.
A
continuación se ofrece un resumen detallado de la obra, en apartados titulados
según su contenido real. Para su correspondencia con la titulación de los
capítulos, vid. el anterior extracto del índice.
Introducción
general
Para
Bloch el ateísmo ha efectuado ya un buen trabajo, identificando la fe en Dios
con la sumisión a los patronos: «Donde no hay tronos terrestres, también se
priva al trono celeste de su base social» (p. 26). «El universo
encuentra su significado, si lo encuentra alguna vez, sólo en sí mismo, no en las
creaciones o en los proyectos de un supremo señor celeste» (ibíd.). El
marxismo ha conducido la denuncia contra la religión, pero, por desgracia,
según Bloch, al vulgarizar el marxismo, se ha confundido con demasiada
frecuencia la religión de los poderosos y de los esclavos sometidos, con la
predicación de los profetas, con su mística apocalíptica.
El
verdadero momento de la Biblia sería el antifaraónico; la verdadera pasión
dominante en el mundo bíblico sería aquella que se arroja contra los señores con
su Dios sacerdotal: aquí está la apelación a la revuelta (cfr. p. 29): la Biblia
Pauperum, invocada en las guerras de los campesinos italianos,
ingleses, alemanes, franceses; la Biblia que se contrapone a todas las
falsificaciones que llenan sus páginas con las imágenes paganas de la religión,
entendida como «ligamen con el pasado, como un encadenarse represivo y
regresivo» (p. 31). «Un movimiento ateo no banal puede leer y leerá la Biblia
igual que una paradójica herejía bíblica puede hacerlo con el movimiento ateo»
(p. 30).
La
tesis de Bloch es ésta: «Lo mejor de la religión es el hecho de crear herejes
(...). De tal modo que es válida la tesis extraordinariamente positiva, la
contraseña de todo éxodo de la tierra de esclavitud: donde hay esperanza
allí hay también religión; ciertamente no vale la inversa (donde hay
religión, allí también hay esperanza), en relación con las religiones recibidas
desde el cielo y de la autoridad» (p. 31). Contra esta tesis no sirve el
nihilismo que quita todo significado a la vida humana, y tampoco reclamar la
trascendencia: «Lo Nuevo de la Biblia se identifica con la más fuerte
herejía del mismo hijo del hombre que se sitúa en posición mesiánica al
interior de eso que en un tiempo tenía el nombre de Dios» (p. 32): ningún positivista
moderno podría, como ha hecho Cristo, hacerse a sí mismo Dios.
Un
rechazo acrítico de la religión deja a sus espaldas un vacío que a la larga no
conseguirá permanecer claro, como el iluminismo pretendía: «Es muy simple
explicar por qué una joven campesina de Lourdes, obtusa e histérica, declara
haber visto a María. Pero es también muy simple y francamente trivial el
subrayar que el hombre en el Sputnik no ha visto ninguna traza del buen Dios. A
este nivel, hasta el hombre más convencional puede rebatir que él ya sabía
antes que Dios es invisible» (p. 47).
«La
escritura —contra todo ateísmo vulgar— está llena de sacudidas contra los
sostenedores de este mundo de muerte; ciertamente de manera mitológica, pero
todavía salpicada de rebeliones más tarde expresadas o falsificadas, de siglas
para valorar el hombre y para humanizarlo, contra el faraón y contra la
hipótesis de un Señor, que las Lamentaciones de Jeremías definen
abiertamente como “nuestro enemigo”, y que hace pedir a Isaías “un nuevo cielo,
una nueva tierra, para que no se recuerde nunca más la precedente”. ¿No
encontramos quizá aquí el inicio, en vano calumniado o cambiado de sentido por
intervención oficial, el episodio de la serpiente y el grito rebelde nunca
recompensado eritis sicut deus, scientes bonum et malum, con el
que se construye la historia fuera de los recintos del jardín de los simples
animales (el Edén)?; ¿y no es cierto quizá que para el Dios más tardío de la
zarza no hay algún presente, mientras existe un futuro que nos salva de él, un
“yo seré lo que yo seré” como dinamita para la supuesta representación de
Dios?» (p. 32).
El
lenguaje de la Biblia
Hay
una diferencia sustancial entre las imágenes de la Biblia y las fábulas que
contamos a los niños; pero también hay una diferencia sustancial entre la
Biblia y los demás libros religiosos, «y esto no tanto por las palabras de amor
cuanto, y mucho más urgentemente, por los dardos contra los varios Acab y
Nembrod, y por el éxodo de la esclavitud de Egipto. Let my people go, gritando a todos los
oprimidos, “sin separación o diferencia de pueblos y de fe”, como dijo de nuevo Thomas Munzer» (p. 52). Pero «la Biblia conduce también las partidas de
los poderosos que nunca se dirigieron con el corazón hacia el pueblo y a sus spiritual:
aquéllas se juegan al contrario by Jove (bajo una imagen de Yahvé muchas
veces entendida como Júpiter o Dios-César)» (p. 52).
Verdadera
y falsa desmitización
Bloch,
después de haber criticado la vulgaridad de un ateísmo positivista, critica la
indiscriminada desmitización de la Biblia llevada a cabo por la crítica
liberal, deteniéndose de modo particular en Bultmann. Distingue entre fábula y
leyenda; las primeras, habitualmente, animan y empujan a volar; las segundas
sirven para adornar la presión que subyuga, añadiendo el temor que somete a la
potencia de los señores. Pero, no obstante, los mitos tienen algo de positivo,
son capaces de hacernos sensibles a la cualidad: «Esta visión cualitativa vive
en aquellos sentimientos —que en el fisicismo han perdido el objeto y la
patria— de belleza, de sublimidad de la naturaleza; vive en sus imágenes y en
sus afirmaciones pictóricas y poéticas, lo cual, aunque esté pasado de moda,
siempre pone un problema en las relaciones de una física que ha llegado a ser completamente
extraña a la cualidad» (p. 74).
Con
esta perspectiva, critica la desmitologización de Bultmann y el
trascendentalismo «mítico» de Barth.
Contra el primero escribe: «El discurso de Bultmann permanece, después de tanto
tiempo, todavía discriminante, desde que en 1941 unió la desmitologización (es
decir, la moderna conciencia científica) con el existencialismo de tipo
heideggeriano (es decir, con la moderna situación de fondo del
ser-siempre-mío). Lo único que resiste a aquel avance de cristianos de este
tipo es el pequeño obstáculo personal de este siempre-mío de su bíblico ser
puesto en cuestión que es un hecho típicamente individualista... la Escritura
habla a partir de la existencia, de lo contrario no dice nada, es más no habla
nunca “sobre alguna cosa”. Y cuando sucede esto último, inevitablemente
será sólo precientífico o mítico, y, por tanto, según Bultmann, científicamente
absurdo, cristianamente una torpeza mundana y, en verdad, no una
autocomprensión» (p. 76).
De
Barth, toma Bloch la frase: «Dios pronuncia su eterno no en relación con el
mundo». De este modo, Barth permanece como el más radical trascendentalista en
cuanto que somete el hombre a Dios:
«Dios aparece de este modo como el ideal hipostasiado de la esencia
humana que no ha sido actuada todavía en su realidad; aparece como entelequia
utópica del alma, exactamente como se imaginaba que el paraíso fuera una
entelequia utópica del mundo divino» (Prinzip Hoffnung, 1959, p. 1522)
(p. 85).
A
continuación, Bloch examina con particular interés la tesis escatológica de
Weiss y Schweitzer, según los cuales el hecho de que Jesús creyera en la
inminente llegada del fin del mundo, demuestra lo infundado de sus pretensiones
divinas y mesiánicas. Pero Bloch no opina lo mismo, aunque no cree en absoluto
que Jesús sea Dios. «Esta estabilidad total y absoluta por lo que se refiere al
mito, elimina del concepto mesiánico no sólo a todo Mesías de carne y hueso (el
anti-Yahvé de Job), sino también toda visión del futuro total engendrada a
partir del género apocalíptico (...). En estas conclusiones se puede ver la
importancia de que precisamente la persona del rebelde, con el mito de la
promesa apocalíptica, pertenezca implícitamente a la exégesis bíblica. Se ve
cómo, en realidad, la luminosa claridad de estos mitos ilumina con
eficacia decisiva algo semejante que les está de frente y vive en lo mesiánico
que está escondido completamente en el interior, y también fuera de la Biblia:
en otros mitos en los que late la “luz de su furor”, que sólo necesita para
resplandecer las palabras «yo hago todo nuevo» pronunciadas únicamente en la
Biblia» (p. 91).
Sobre
la relación entre el marxismo y la religión
Citando
a Lucrecio: «El temor ha engendrado los dioses», Bloch examina brevemente la posición
marxista frente a la religión entendida como opio del pueblo: «El opio del
pueblo se continuó fumando siempre, y al final toda la fe tomó el aroma. Y la
fe no habría sufrido tantos ataques si la Iglesia no hubiera estado tan
dispuesta a declararse de parte de las potencias dominantes, cuando no compitió
con ellas para obtener el primer puesto en el poder como ocurrió en el Alto
Medioevo. Cuando se trató de mantener sujetos a los siervos de la gleba y en un
segundo momento a los esclavos del salario, el aturdimiento vino en ayuda del
opresor, sin negarle nunca nada» (p. 93). Los iluministas sacaron la conclusión
de que la religión es una invención de los curas, pero Marx indagó más a fondo
y comprendió la extrema importancia de la función ideológica de la iglesia en
la sociedad de clase más avanzada y reactivó el antiguo ímpetu del iluminismo
contra el engaño, que no se entiende como intencional y subjetivo, sino más
bien como objetivo y socialmente ineluctable. «En todo este importante
radicalismo contra la iglesia de los señores (con todo el opio del pueblo que
contiene, como cualquier otra religión instituida precedentemente), hay
—precisamente en el pasaje del opio y en toda la crítica de la religión de
Marx— todavía «otro elemento» hacia el que el marxismo vulgar ha mirado lo
menos posible. En efecto, la verdadera frase del opio del pueblo está en un
contexto igualmente verdadero, y todavía más profundo de cuanto quieren y
toleran los marxistas vulgares. Por esto, han separado, aislándola completamente
del contexto, la frase del opio; pero ésta, en la Introducción a la crítica
de la filosofía hegeliana del derecho, dice: “la religión es la realización
fantástica de la esencia humana, cuando la esencia humana no posee alguna
verdadera realidad (...). La miseria religiosa es a la vez la expresión de la
real miseria y la protesta contra ella. La religión es el suspiro de la
criatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón, como el espíritu de una
situación sin espíritu. Es el opio del pueblo”[1].
Es éste, pues, el contexto completo, en el que están presentes el «suspiro» y la «protesta» contra el mal
estado presente y su voz clara no habla sólo de adormecimiento. Contra toda
vulgarización se ha podido sacar a la luz que la predicación en la guerra de los
campesinos alemanes significaba algo más, y algo diverso, de un «velo religioso» (como pensó después
Kautsky), y que en cambio «también» este tipo de prédica descendía de la Biblia
como si fuera una religión no reducible a la sola religión, al ligamen con
el pasado. Y esto mientras que al contrario sus ilustres intérpretes
eclesiásticos han brillado, casi sin excepción, por sus intentos de enterrar la
libertad» (p. 96).
El
principio hermeneútico de Bloch
Se
puede decir, sin duda, que Bloch ha decidido previamente qué debe encontrar en
la Biblia y qué debe excluir, antes de leer el texto: «Una crítica del texto no
puede ser de ninguna manera neutral como la crítica homérica, más bien se
ingeniará para dar un fin a la filología: nemo audit verbum nisi spiritu
libertatis intus docente» (pp. 107-108). Así le es posible declarar a
priori que cualquier texto que someta el hombre a Dios es una
interpolación. «Lo que pertenecía a la tradición oral había mantenido en gran
parte su autenticidad. La idea de que se debía permanecer fiel a la palabra
había entrado a formar parte de la mentalidad de muchísimos oyentes: era
también una costumbre. Pero cuando se comenzó a repetir (aquí diremos
transcribir) y, sucesivamente, a recomponer los escritos, todo cambia. Estamos
frente al texto corrompido» (p. 103). El autor principal de esta corrupción,
según Bloch, habría sido Esdras, «cuando
quiso aislar del modo más puramente teocrático el viejo «libro de la ley»
nacido en los tiempos de Moisés (...) para el sostenimiento más servil de la
trascendencia divina» (pp. 105-106). Algo parecido sucede con el Nuevo
Testamento. La vida de Jesús habría sido adaptada por la comunidad en base a la
teología de San Pablo, que inventó la paciencia de la cruz (cfr. pp. 106 s.):
«Se ve bien en los cuatro evangelios que fueron mitigados en gran parte para
adaptarlos a la misión y a la vida de la comunidad que se estaba formando» (ibíd.).
La
prueba que «demuestra» su afirmación sería la presencia de dos lenguajes que él
considera antitéticos, a partir de los cuales se puede obtener el verdadero
mensaje, que aflora pese a la adaptación introducida: «Es la observación
crítica de las fracturas la que lo hace sobre todo reconocible, a partir de
aquellos elementos de revuelta comprensibles y que no se pueden suprimir como
en el libro del Éxodo, el instrumento para llegar al eje no-teocrático de la
Biblia. Manifiestamente existe, pues, una Biblia subterránea, contra y ultra
todas las iluminaciones heterónomas, los parámetros del teócrata. Y existe
el homo absconditus del eritis sicut deus hasta el hijo del
hombre y su trono celeste, trascendente en cuanto reino escatológico: esto fue
obra de la verdadera Biblia pauperum (...). También la
Biblia tiene un futuro, pero sólo hasta que y en la medida en que con él es
posible trascender sin trascendencia. Renunciando a aquel superior puesto allá
arriba en el cielo de Zeus y asumiendo en cambio el rostro de nuestro verdadero
instante (nunc stans), el
«rostro desvelado» potentialiter de aquel que está delante de nosotros.
La visio haeretica que se reclama para la Biblia existe, por tanto,
también en ésta: sobre todo existe más en ésta» (pp. 113-114).
Liberación
de la teocracia
Con
estas premisas, Bloch se dedica a hablar del Antiguo y del Nuevo Testamento,
deteniéndose exclusivamente en los pasajes en que según él aparece esta visio
haeretica: en el Antiguo Testamento los episodios de la serpiente, Caín, la
lucha de Jacob contra el ángel, la torre de Babel, el Éxodo, algunos profetas y
especialmente se detiene en Job.
¿Cuál
fue el pecado de Adán? Bloch, responde: «Conocer el bien y el mal, ¿no es quizá
el mismo nacer como hombres, fuera del mero jardín de los animales al que los
mismos Adán y Eva pertenecían todavía? (pese al castigo impuesto por Dios y a
las interpolaciones de los yahvistas) no se consigue cegar del todo bien el
esplendor de libertad de este pasaje, el más extraordinario de la Biblia que
hemos llamado subterránea» (p. 118).
Bloch
ve en el ángel que lucha contra Jacob una rebelión contra el temor demoníaco
tal, que raramente se encuentra algo semejante fuera de la Biblia (cfr. p.
119), pues fue una lucha contra Yahvé «que terminó bien, sin castigo» (p. 120).
Con la torre de Babel «se muestra la maldad de los hombres bajo un aspecto
diverso de creación y de progreso; para poder alcanzar la fama se construye una
ciudad y una torre cuya punta toque el cielo (...) el pensamiento de Babel se
liga exactamente, en su querer crear como Dios, al consejo de la serpiente del
paraíso —es decir, al querer resultar, querer ser como Dios— y por eso es
rechazado por la teocracia aprovechando las confusiones lingüísticas y la
dispersión en todos los países» (p. 120).
Además,
según Bloch, en la Biblia se encuentra un Dios que ama los sacrificios,
especialmente los sangrientos; es despiadado y somete a los hombres; es el Dios
de Abel, el Dios que ordena a Abraham el sacrificio de Isaac. Pero existe
también en la Biblia la imagen de un Dios que
«sale» de sí mismo, que se autoanula; es el Dios de Caín, que le protege
con una señal, que le bendice con una descendencia poderosa: «El Caín que ha
sacrificado sólo los frutos del campo y por esto ha caído en la ira de Yahvé
que prefiere más bien beber la sangre, el mismo Caín del discurso olvidado no
es acorde con el Cain que mata. En cierto modo están tan poco sintonizados como
el Dios salvador con el Dios que maldice y bebe la sangre; la diversidad en las
imágenes de entrambos es incalculable» (p. 122). Es patente la distorsión del
texto efectuada por Bloch: a) en todo el capítulo no se habla de la ira de
Dios, sólo se habla de la ira de Caín al ver rechazada su ofrenda; b) Dios
acepta el holocausto de Abel no porque sean animales, sino porque le ofrece lo
mejor que posee, mientras que Caín sólo le ofrece algo de entre los
frutos de la tierra; c) Dios concede a Caín una enorme descendencia, necesaria
para la multiplicación de los hombres sobre la tierra, pero esa descendencia está
fuera del linaje del pueblo escogido.
Abraham
—continúa Bloch— encuentra la imagen de un Dios salvador que sustituye el hijo
con un cabrito; los profetas se levantan contra los sacrificios: «Yo odio y
desprecio vuestras fiestas, no me agradan vuestras solemnidades. Si me ofrecéis
holocaustos y oblaciones no los aprecio; no miro siquiera vuestros sacrificios
de víctimas cebadas» (Amós 5, 21-22). A la voluntad humana de progreso
correspondería una mutada representación de Yahvé.
Pero
para Bloch la transformación mayor de la imagen de Dios habría tenido lugar en
el monte Moria cuando declaró a Moisés su nombre: «Eh ‘Je ascher eh’ je, yo
seré lo que seré». Es la palabra que conduce fuera de la aflicción
de Egipto y muestra «el espíritu rebelde
prometeico y mesiánico de una Biblia que ya no discurre sólo bajo la tierra,
sino que obra en el Moria de un Eh ‘Je ascher eh´je que fue descubierto
en medio del camino» (p. 124). También aquí se distorsiona la traducción del
nombre de Yahvé. En la lengua hebrea no existen como tales los tiempos de
futuro y presente en los verbos. De aquí que para indicar el presente se usa la
única forma existente que corresponda también al futuro. Por eso la traducción
correcta del nombre de Dios es Ego sum qui sum: yo soy el que
soy. Bloch no acepta esta traducción, pues con ella se indica la misma esencia
de Dios: Acto Puro de Ser, que implica la inmutabilidad perfecta. Si se
aceptara esto, entonces Dios no podría ser, como pretende Bloch, una imagen
producto de la alienación de los hombres; imagen que evoluciona a medida que
van evolucionando también las diversas situaciones alienantes de los hombres.
Pero si Dios no es (si no es Dios) cuando habla a Moisés, cualquier explicación
de ese pasaje bíblico se hace imposible, contradictoria, absurda.
Los
diez mandamientos también supondrían —según Bloch— una nueva victoria sobre
Dios y su arbitrariedad. El hombre ya no es esclavo de Dios, sino que establece
pactos, en espera de liberarse de El por completo: «Los diez mandamientos
hipostasían un “médico de Israel”, no el omnipotente autócrata que puede exigir
también lo contrario de su séquito de esclavos» (p. 125).
Pero
el Dios de Moisés no era todavía en sí mismo, era sólo en las promesas (pero
promesas ¿de quién?). Con los profetas se da otro paso adelante: aumentan
poderosamente la predicación moral y social. La religión ya no es sólo opio del
pueblo, sino revuelta social, y, junto a esto, la responsabilidad personal del
propio futuro: «Los profetas enseñaron una mayor libertad de elección, que se
ejercita también sobre todo lo decretado: enseñaron la potencia de la decisión
humana» (p. 133). «La obra de los profetas comienza con Amós y no termina con
Daniel. La simple intención apologética inicial de establecer una relación
entre Yahvé y la catástrofe de Canaan fue, de este modo, extraordinariamente
superada. Del Dios de la liberación surge un Dios de la moralidad, un Dios
ideal cuyas propiedades debían ser realmente modelo para los hombres (...):
“Quiero crear un nuevo cielo y una nueva tierra, que no nos recuerde más el
pasado y ni siquiera suframos por él”... No se consiguió establecer el fatum
como tribunal del derecho divino, pues el mundo presente, tan lleno de
sufrimientos que llevaban el rostro de la injusticia, lo contradecía cada vez
más. Y no obstante todo, aún insistiendo en la equivalencia de la relación
culpa-expiación, la justicia, de ser una apología de Yahvé, se transformó en un
arma contra Él. La equivalencia entre lo que el cielo envía al pecador en este
mundo y al justo en el otro, aparecía más que nunca falsa y estridente; en el
antiguo Israel, antes de Daniel no se había ofrecido un arreglo de cuentas en
el más allá, con el que amedrentar duramente al malvado que vivía en el
bienestar y con el que consolar amablemente al que estaba en la miseria. Así,
Job, puesto a prueba y examinando su propia conciencia se enfrentó con todas
sus fuerzas contra el destino determinado por Dios, que no le parecía de
ninguna manera equivalente; lo cual, no habría ocurrido si, antes de él, el
Éxodo, la nueva providencia, no hubiera continuado en los profetas» (pp.
132-133).
Bloch
entra a continuación en su disquisición sobre Job: lo presenta como un hombre
engañado violentamente que, al ver su situación, duda y niega que Dios sea
justo: ahora él ya no busca la causa de sus infortunios sólo en la propia
debilidad y en la propia culpa: «La
cuestión de Job desde entonces no ha callado nunca: ¿donde está Dios aquí?» (p.
146); «... precisamente en el Libro de Job comienza la extraordinaria
inversión de valores, el descubrimiento de la posibilidad utópica en el
interior de la esfera religiosa: el hombre puede ser mejor, puede comportarse
mejor que su Dios. Job no se ha salido sólo del culto, sino también de la
comunidad» (p. 148).
Según
Bloch, en el Libro de Job se condena la teoría de la culpa-expiación
como explicación de los males, y también la teoría del premio más alto en la
otra vida: «La conciencia moral de Job es un sostén más que suficiente contra
Yahvé, el juez discutible, y contra los amigos, jueces discutibles como él
(...). Y si eso no bastase, siempre tiene valor la tesis de que un dios que
haya merecido este nombre no debe castigar ni salvar, y mucho menos debe juzgar
lo que está escondido en el hombre en quien no hay ningún engaño. Un hombre
supera, es más, resplandece por encima de su dios: ésta es, y permanece aún, la
lógica del Libro de Job, no obstante la evidente rendición final. La
categoría originaria del Éxodo continúa operando aquí, en la más potente de sus
transformaciones» (p. 149).
Job
apela, en su impotencia, a un salvador, que habría que entenderlo —según Bloch—
como un «vengador de la sangre»; el pariente o heredero que tiene el deber de
vengar un asesinato. Este vengador aparece como un Dios que, sin embargo, se
contrapone al Dios injusto que ataca a Job:
«El amigo que busca Job, el pariente, el vengador no puede ser el mismo
Yahvé, contra el cual llama Job al vengador» (p. 154). «En definitiva: la intensidad
plena del mesianismo aparece como totalmente antitética a una disposición
dada del mundo. La respuesta a las preguntas de Job, a sus desesperaciones y a
sus esperanzas de un cambio de su ser, se da en el reino del vengador, que está
unido con la propia buena conciencia sólo allí y, de lo contrario, en ningún
otro lado» (p. 154).
En
opinión de Bloch, el Libro de Job ha hecho unas preguntas tales a la
justicia de Dios, que ninguna otra teodicea teocrática puede ya sostenerla;
pero eso no nos puede hacer concluir precipitadamente que «Dios no existe»,
pues así se eliminarían todas las preguntas de Job: «El Dios de que habla Job
es religioso, precisamente porque no cree en él. No cree en nada, excepto en el
éxodo, y en el hecho de que humanamente todavía no se ha dicho la última
palabra por aquel que viene a vengar la sangre y a detenerlo, es decir por el
hijo del hombre mismo, y no por el gran señor» (p. 161).
Aut Caesar aut Christus
«Una
señal de nuestra buena causa se llamó y se llama Jesús» (p. 165). Para poder
decir esto, Bloch debe eliminar tantos pasajes del Evangelio que contradicen
explícitamente su tesis; no desdeña, naturalmente, toda la ayuda que le ofrece
la crítica liberal, más todavía en este caso, donde no puede invocar un Esdras
que rehaga un texto para uso y consumo de la autoridad constituida.
Bloch
interpreta el mensaje de Cristo en clave apocalíptica y política: «La
predicación de la montaña en que se llama bienaventurados a los mansos y a los
pacíficos no va dirigida a los días de la lucha, sino al fin de los tiempos,
que Jesús creía ya vecino de acuerdo con la predicación de Juan el mandeo; de
aquí se sigue la relación instantánea y asimilativamente inmediata con
el reino de los cielos» (p. 166). Según Bloch, Jesús quiere la subversión, y en
este sentido interpreta el texto: «No he
venido a traer la paz sino la espada» (Mat 10, 34). «La misión en verdad era
dulce, pero de ningún modo se entendía como un puro hecho interior,
como se quiso hacer aparecer una vez que fracasó. En efecto, a la entrada
en Jerusalén recibió el hosanna que era el viejo grito del rey del pueblo. Eso
era claro políticamente, porque se enviaba contra Roma: “sea alabado el reino
de nuestro padre David” (Marc 11, 10)» (p. 169). La misma palabra Evangelio tendría
un significado inequívocamente político: una curación prodigiosa de toda la
tierra: «la buena nueva se anuncia a los pobres».
Quedaría
por explicar las dos frases de Jesús: «El reino de Dios está en vosotros», y
«Mi reino no es de este mundo». Bloch afirma que la primera frase ha sido mal
traducida, según él sería: «El reino de Dios está en medio de vosotros»,
refiriéndose a los fariseos para hacerles notar que ya estaba presente su reino
en sus discípulos. Y la segunda frase, pronunciada delante de Pilatos, tendría
sólo un sentido dispersivo y no trascendente. Además, dice Bloch, esta frase
sólo la trae Juan, mucho tiempo después de la muerte de Cristo y ya en época de
persecuciones: es decir, esta frase la habría transcrito San Juan con fines
políticos: «Es dudoso si el pasaje de Juan ha salvado a algún cristiano delante
de Nerón: lo que es seguro es que al final sirvió para esfumar del todo las
pretensiones terrestres del cristianismo» (p. 174).
Pero
Cristo habría puesto un dualismo entre este mundo y aquél, de modo que éste
permaneciera incontrastado y pudiera subsistir frente al otro mediante un pacto
de no intervención. «Ni siquiera las palabras del diálogo del censo: “Dad al
Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios” (Mat 16, 28; Luc
21, 32) apoyan el derrotismo delante de Pilatos, aunque estas palabras
hayan sido manipuladas por Pablo y completamente cambiadas de sentido por los
cristianos posteriores del compromiso. El desinterés del diálogo del censo es
puramente escatológico: en efecto, Cesar resulta indiferente sólo porque el
reino está próximo» (p. 173).
Según
Bloch, hay en el rebelde Jesús «una lucha entre este mundo presente y aquél que
ha de venir en su lugar y que sufre en su interior los dolores del parto (...).
Así Jesús había sido condenado por los romanos por rebelde, y el sumo sacerdote
y los fariseos tenían buenas razones para temer al hombre a quien seguía el
pueblo (Luc 19, 48). El hombre que consideraba toda la teocracia
de los sacerdotes y la religión de la ley, estabilizada desde los tiempos de
Esdras y Nehemías, como parte de un mundo maduro para la aniquilación. Este
Jesús era peligroso; contra él y su radicalismo escatológico se realizó —y no
se quiere decir que fuera completamente por culpa de un equívoco—una comunidad
de intereses de la clase dominante judía con los opresores romanos» (p. 177).
«El
mesías hijo del hombre no se presentó, pues, ni como un conservador en lucha ni
como un romántico restaurador de un simple reino de David con su dios de los
señores. No, se impuso absolutamente como algo nuevo por completo, es decir,
como éxodo que escatológicamente cambia todo desde el principio hasta el fin:
él se situó en Dios como hombre» (p. 178).
Pero
pasó el tiempo y no llegó el reino. No se podía continuar siendo indiferente
respecto a la autoridad, era peligroso. Pablo no se preocupó de quitar la
esclavitud a los esclavos y amonestaba a obedecer con convicción a sus
patrones. «Interioridad y culto del más allá comenzaron, pues a tomar el sitio
del reino de los cielos que desciende a la tierra. Hasta los ricos fueron
perdonados y se les aseguró el cielo, solo con que dieran limosnas». Así, San
Pablo se habría ocupado sólo del reino de los cielos, que viene después de la
muerte, y de este modo habría surgido la psicología de la paciencia, la
justificación de la cruz a través de la muerte entendida como sacrificio: la
escatología de corte conservador, que justifica todas las injusticias del mundo.
El
hijo del hombre
A
Bloch le gusta mucho esta expresión con la que Jesús se designaba a sí mismo.
«Hijo del hombre, ben adam, significa, en definitiva, hijo del hombre
originario celeste, del Adán divino. Y aquí el hijo es el que da forma a la
esencia que se manifiesta en él, no es el engendrado de ella» (p. 185). «El Apocalipsis
puso una escena diversa de aquella de la antigua gloria de David, puso el
nuevo cielo y la nueva tierra. El simple vástago de David no se adaptaba a esta
dimensión y así se ensanchó hasta aquella esencia preexistente en forma humana
que corresponde, por decirlo así, geométricamente a la escena apocalíptica. Y
le correspondía sobre todo en el plano del contenido en cuanto que se
trataba de una de aquellas contraimágenes de Yahvé latentes desde
antiguo: de la familia de la serpiente, de Caín, del vengador
de Job» (p. 187). Bloch vuelve a tomar a San Pablo, y en este caso
examina el paralelismo entre el viejo y el nuevo Adán interpretándolo en
sentido escatológico y refiriendo el nuevo Adán al género humano.
En
la figura del hijo del hombre «se unifican todos los misterios del
cristianismo, libres de cualquier objetividad monstruosa y extraña al hombre.
La grandeza despótica de la representación de Yahvé es eliminada, y lo que es
representado bajo el Dios del éxodo alcanza la visión atea del hijo del hombre»
(p. 198).
Para
Bloch sólo el título «hijo del hombre» es verdaderamente escatológico. El
título de Kyrios se habría dado más tarde a Jesús, por razones
cultuales: «Por eso es prevalentemente a partir del más tardío cristianismo
helenista cuando junto a la figura del hijo el hombre, es más, alternando con
ella, entra el Kyrios Christos, semejante al emperador y adorado en el
culto divino...» (p. 202). Pero, «la figura del hijo del hombre permaneció
entre los pobres, en aquellos que se rebelaban interiormente y sobre todo
exteriormente contra cualquier cielo del que el hombre estuviera ausente...» (ibid.).
En
Cristo tendría lugar el verdadero éxodo de Dios de sí mismo. Jesús se autoposesiona
del lugar de Dios, sin dejar residuos: «El Padre y yo somos la misma cosa».
«Aunque en el Evangelio de Juan parece que lo escatológico cede frente a lo
protológico (...) esto es verdad sólo en la medida en que el logos (...)
se interpreta exclusivamente como el Alfa de un mundo diverso del creado,
porque emerge con Cristo sólo al fin de este mundo creado por otro mundo. Lo
está, pues, conectado y fechado anteriormente por un Creador originario del
mundo presente, pero en modo inverso: el verdadero proton de la luz
originaria (...) es precisamente el escaton de un segundo Génesis
y a través del logos Cristo. Así el logos Cristo resulta
verdadero creador de una nueva criatura, que forma a los hombres según su
imagen y es, por tanto, odiado por el príncipe de este mundo (Ioan. 16, 11):
pues esos no son del mundo, como yo no lo soy (Ioan. 17, 14) (...). De este
modo el cuarto Evangelio en su poder espiritual alcanza el punto decisivo en
relación con todo lo precedente, y consecuentemente es el de más peso contra
toda idea de Dios de los señores» (p. 206).
Según
Bloch, Jesús no esperaba la muerte que padeció: «Cuando había asegurado a lo
discípulos que alguno de ellos habría visto el reino ya vecino, no quería ciertamente
excluirse a sí mismo. El nuevo Moisés no pensaba morir a las puertas de Canaan,
precisamente porque él era el Mesías con la buena nueva» (p. 208). Cuando
Cristo murió, tuvo lugar el paradójico despertar de un sueño en la
resurrección: «En los primeros discípulos se sentía fuertemente el “no querer
que fuese verdad” la muerte de Jesús, en virtud del afecto creciente y
del activo pathos que su persona creaba: este alma no puede pasar y
su esperanza no nos deja anonadarnos» (p. 210).
Pero
todo esto no podía durar mucho, no sería para los que no habían visto a
Jesús, y, por tanto, se tuvo que construir una teología de la muerte de Cristo:
el martirio que paga la deuda, con la compensación de una resurrección más allá
de la muerte. «Precisamente fue Pablo, ya extraño a los cristianos primitivos,
el fragmento tan paradójico, pero necesario, para la misión entre los paganos,
en que esta inversión se ha cumplido: Jesús no es el Mesías a pesar de la cruz,
sino que lo es precisamente gracias a la cruz» (ibíd.). De este
modo se sancionó la paciencia de la cruz tan digna de ser recomendada a los
oprimidos y tan agradable a los opresores; que corresponde con la
incondicionada obediencia a la autoridad como si en sí y por sí proviniera de
Dios.
La
ascensión de Cristo podría parecer una exaltación en los cielos, propia del
aspecto teocrático de la religión, pero en realidad —dice Bloch—, la potencia
de esta ascensión no consigue eliminar de la conciencia de los creyentes al
no-señor: «Es éste el motivo por el que la frase de Jesús: “El Padre y yo somos
uno” tornó literalmente a casa también después de pasar a través de la
ascensión, porque había asumido un significado completamente usurpador. El hijo
del hombre no se ha abierto camino sólo a través del mito del hijo de Dios,
sino que ha llegado a ocupar un escaño en su trono, “a la derecha del Padre”: y
el tribuno que se sienta ahora en el trono, por este mismo hecho, lo destruye»
(p. 217).
Y
«no sólo siguió con la mirada la ascensión del Señor que no quería ser tal,
sino que se esperó el regreso (...). Jesús aparece aquí bajo un aspecto divino
diverso al sermón de la montaña, es más, aparece precisamente en el sentido de
Job, como el vengador de la sangre (...) los que están abajo son levantados, y
los que están en alto aniquilados» (p. 219).
En
la Parusía se representa el movimiento contrario a la ascensión. La Nueva
Jerusalén descendería hacia los hombres: «Su esplendor es idéntico al de la
gloria divina: en Cristo, pues —y en esto se diferencia completamente de los
fundadores de religiones no mesiánicas como Moisés o Mahoma —no hay una
semejanza con Dios, omoiousia, sino que hay igualdad con Dios, omousia,
que triunfa hasta el final, es más que triunfa precisamente al final» (p.
220).
Aut logos aut Kosmos
En
este largo capítulo, Bloch reúne varias intuiciones que distinguirían la
verdadera Biblia del mito astral, con divagaciones sobre el vuelco
antropológico efectuado por Feuerbach; mito que Bloch interpreta como el signo
de la presencia de un deseo innato en el hombre hacia su esplendor escondido en
lo más íntimo del hombre. «El hombre es, pues, recuperado del más allá y no
encuentra un significado general simplemente burgués, pero tampoco simplemente
naturalista o terrestre. Una teoría del deseo de la religión envuelve
exactamente un acto que supera, un acto utópico, que no abdica en
el sujeto ni aun cuando toda su plenitud hipostasiada en el más allá es
ilusión» (p. 268).
En
la historia ve Bloch que el hombre se separa de una transición absolutizada,
para completar el «desde-donde» con un
«hacia-donde»: «El hombre originario en toda su perfección sólo puede ser el
producto final, y no un punto de partida del desarrollo, mientras de modo
contrario, su inicio consta sólo de lo indeterminado y de lo no-cumplido» (p. 273).
Para
Bloch el verdadero objeto alfa-camino-omega aparece sólo en la Biblia, entre el
principio que crea y el que separa: «En lugar de la emanación se afirma
la creación, y en su lugar surge—por lo menos fuera de la evolución —un
salto y un éxodo, en lo totalmente nuevo. El principio que ha creado este mundo
no puede ser el mismo que conduce fuera de él (...). Lo nuevo que en los
profetas y en el Nuevo Testamento mira hacia el futuro no es conciliable en
absoluto con un Dios padre y hace imposible cualquier retorno del omega
esperado en el hipostasiado Deus Creator» (p. 274). El elemento
alfa sería completamente contrario al mensaje bíblico y, por tanto, una
interpolación: «La historia de la creación como tal, concerniente a un
Yahvé-Ptah, no es, pues, de origen israelítico, sino casi exclusivamente
egipcio» (p. 274).
Para
hablar de creación, de acuerdo con el topos del futuro, hay que
remontarse al Spiritus Creator, a Pentecostés. Sólo los espíritus
superficiales pueden ver en ella un simple «despertar del espíritu nervioso».
«El elemento que distingue este suceso de todos los éxtasis precedentes es que
su carácter sonámbulo no está montado a la medida de una aparición de Jesús.
Más bien el texto de carácter extremamente logosmítico (anti-astral), salta del
Dios hijo a la tercera persona, el Dios-Espíritu Santo (...), este ser en el
pneuma, totalmente nuevo, resulta particularmente cargado de consecuencias:
resulta, pues, futuro máximamente futuro (...) transponiendo la verdadera
fiesta de Pentecostés a los “últimos días”, a los últimos tiempos de la
historia humana» (p. 276). «El infinitamente grande de un principio que
crea se pierde, con el futuro Veni creator spiritus, en el infinitamente
pequeño de un principio que necesita de todo y está sólo en su inicio
(...). En el hombre y en su historia se alcanza el frente decisivo, todavía
abierto a la nada y al todo, a la frustración y a la plenitud (...). El estar
en camino, igual que en fin mismo, no ha encontrado todavía una conclusión, a
diferencia de lo que sucede en el mito astral y en las “leyes eternas férreas”.
Forman parte del enorme topos que se abre hacia el adelante, en el
gigantesco topos del futuro cargado de válidas posibilidades
reales-objetivas, posibilidades de nacimientos, de formas y de conclusiones
para experimentar (...). Y sólo aquí, en la más próxima de las cercanías, en la
más inmanente de las inmanencias se esconde el misterio, desconocido para sí
mismo, en la presencia de un mundo, el misterio del “para-qué-fin” y del fin de
su presencia (...). Su no saber de sí es el verdadero impulso-fundamento para
la manifestación de este mundo y es el tormento, la fuente, la cualidad de su
materia que en todo tiempo permanece todavía cargada de utopía» (p. 277). La
verdadera génesis no está al principio sino al final, «el día en que ya no será
el sol el que resplandezca, sino el cordero, y en lugar de la estática
“naturaleza” surgirá el eschaton “reino”» (p. 280).
El
ataque a la creación y al mundo astral, fijo en la naturaleza, no quiere ser un
espiritualismo que niega la materia. Contra toda eliminación espiritualista del
mundo, se piensa en el nuevo cielo y en la nueva tierra, con una materia capaz
de novedad absoluta: «En la Biblia faltan la luna y el sol, y el hijo del
hombre es la única lámpara sobre este suelo al igual que en el firmamento de la
“naturaleza” que viene aniquilada en favor del “reino”, pero que al final será
desvelada en su escatológica verdad. Es pensado como la definitiva
no-alternativa de cosmos y Logos en las fantasmagorías de la
apocalíptica y sobre todo en las imágenes del Génesis totalmente nuevo y
contrarias (...). Todo eso va contra todo docetismo que sólo conoce el puro
espíritu, y quiere la transformación total del mundo, donde el hombre pueda
vivir como en una realidad ya no extraña para él» (pp. 285-286).
Al
materialista Bloch le repugna el materialismo vulgar que reduce todo a raíces
mecánicas: «¿No es quizá cierto que la unión de lo antropológico y de lo
material (“anima” y materia externa), es sorprendente sólo allí donde no se
conoce otro concepto de materia que no sea el mecánico tan corriente en la
visión burguesa? (...). Aristóteles introdujo en el concepto de materia el
concepto de lo posible objetivamente real, tan importante y sólo desde hace
poco tiempo comprendido, según el cual la materia además de condicionar
mecánicamente las manifestaciones como kata to dynaton (“según la medida
de lo posible”), representa sobre todo el verdadero dynamei on, el “ser
en posibilidad”» (p. 289). Según Bloch, hay toda una izquierda aristotélica que
supera el concepto de materia como cera pasiva y privada de determinaciones,
para resultar Materia, madre autofecundadora de todas las cosas.
Fuentes
del coraje de vivir
En
este último capítulo, Bloch se plantea el problema del mal y de la muerte. Para
Bloch el iluminismo consiguió liberar al hombre de la superstición, y de los
males aportados por los curas. Pero, una vez que acabó con el oscurantismo, el
iluminismo se engañó pensando que podía vivir en el mejor de los mundos y que el
mal todavía existente era una especie de subnaturaleza subjetiva que la
ciencia había de eliminar. «Si se quiere situar la lucha de manera radical no
basta la denuncia subjetiva de la locura y del instinto de agresión, ni
tampoco basta la denuncia social-objetiva de las represiones, de las
guerras y de todas las inhumanidades del sistema clasista de producción y
cambio: así no se aclaran fenómenos como Auschwitz» (p. 300). El mal, para
Bloch, es el mal social, que el iluminismo no sólo no ha eliminado, sino que lo
ha provocado sistemáticamente. Su visión de la esperanza le lleva a concebir el
mal de modo hegeliano, como presente en el proceso de la historia; no existe
ningún proceso histórico que no lleve en sí algo que no debería llevar y que
continúa amenazándolo. «Sí, ¿qué sería y “con-qué-fin” se afirmaría el primado
militante del principio esperanza si éste no se fundara en el postulado del
todo, en el postulado de la posible plenitud total, si no tuviera una relación
constante, y aún no cumplida, con la nada y, por tanto, con la frustración
definitiva del todo, siempre posible? ¿Cómo, si no, habría podido el Omega
apocalíptico, el Omega de la esperanza, “acercarse” y tender a la visión final
que nos es todavía extraña, sin el fondo tenebroso del mal examinado
fenomenológicamente en la apariencia anticipada de su triunfo, sin su “muerte”,
¿dónde está tu aguijón?; infierno, ¿dónde está tu victoria?» (p. 307).
Bloch
dice en más de una ocasión que la muerte es la realidad más antiutópica: la
muerte parte la vida; tampoco el suicida renuncia a querer más de esta vida; él
sólo reniega de la condición bajo la que se ha desarrollado su vida, y afirma
de este modo, paradójicamente, su continuidad (cfr. p. 309). Siempre se ha
recurrido al más allá para confortar la vida que se pierde; pero poco a poco
este más allá ha perdido su atractivo; el mundo burgués ha debido sustituir el
más allá con el circense: «Para que no prorrumpiera el coraje de vivir
de la contradicción (...) como diversión sellada y la nueva alegría en sus
esquemas» (p. 309). Pero existe un homo absconditus, un núcleo
escondido todavía en el que el hombre puede llegar a ser verdaderamente
inmanente a sí mismo y superar cualquier forma caduca de vida, cualquier
realidad particular ligada a su yo singular y superficial (cfr. p. 310).
Con
el impulso de Cristo los hombres hicieron propio el sentimiento vital de
aquellos que no esperaban ya nada del estado de este mundo: «Desde entonces en
adelante surgió un trascendente tan poco íntimo que hizo explotar la
imperturbabilidad estoica en el vivir y en el morir mismo (...). “Vida eterna”,
aunque esta categoría para el hombre, que hoy es habitualmente no-místico,
ilumina más allá de la muerte y no la parte, el núcleo profundo de las
afirmaciones de Agustín y de Erchardt significa un no-todavía-manifestado en el
hombre y en la parte de su mundo interior. Y eso sucede tanto cuando este
núcleo está todavía fuera de los confines de todas nuestras manifestaciones
precedentes y, por tanto, también en su resultar caducas, como
cuando indica verdaderamente la dirección última del más profundo coraje de
vivir, sirviéndose de aquel “preludiar” suyo tan digno de mención, de “aquel
iluminar anticipador” suyo, de aquel poder aparecer antes aunque sin
manifestarse suyo; es decir, hacia un spero ergo ero que mira
hacia adelante de sí, en el centro. Precisamente hacia la fuente de la utopía,
hacia un final que no destruye, sino que lleva consigo nuestra esencia» (pp.
311-312).
«Por
lo que respecta a este Omega, su chorus misticus corresponde a aquel de
la llegada del cristianismo y tiene por solución lo humanum puramente
liberado. Probablemente el advenimiento cristiano es el último mito no
penetrado todavía, pero a la vez es la última señal que anuncia un resultado:
el de los hombres vistos como “alegría eterna”, el de la naturaleza reunida
como “Jerusalén celeste”. Y no menos lo mesiánico es en todas partes el último
sostén de la vida, y a la vez, el último originado por la verdad que ilumina
utópicamente. Los hombres demasiado inteligentes consideran todo eso una
locura, los demasiados píos se hacen una casa prefabricada, mientras que para
los sabios el sentido utópico es el más sólido problema real del mundo mismo,
del mundo no liberado. Y así, también la vida tiene el sentido que surge en el
descontento, en el trabajo, en el rechazo de lo que consideramos adecuado, en
el presentimiento de aquello que nos es conforme; traspasando sin exaltarse»
(pp. 313-314).
Bloch
vuelve a afirmar que Cristo no conoce la paciencia del cordero; el ansia de
Getsemaní indicaría que Jesús no sabía nada de la teología de la muerte
expiatoria impuesta por San Pablo, y que ni siquiera podía aceptar
subjetivamente la afirmada necesidad de su muerte. «El catastrófico abandono de
la cruz (...) se parafraseó precisamente en la desesperación y en la acusación
de aquellas palabras —las únicas, en el Nuevo Testamento, pronunciadas en
lengua aramea y no griega—: “Eli, Eli, lama sabachtani; Dios mío, Dios mío, por
qué me has abandonado” (...) en su tono, a lo Job, no son en ningún sentido
mitigadoras, sino una agudización de la antítesis, porque aquí está el mesías,
el hijo del hombre, que desde la última fuente del coraje nombró al Dios que él
mismo por sí y con sí había depuesto, el Dios del total abandono y de la
muerte. Inevitablemente en el sucesivo y repentino cambio se levantó contra
todo esto el mito del deseo-resurrección, con la fuerza del misterio del deseo
que está contenido en esto» (pp. 316-317).
Bloch
no se detiene en una idea de la inmortalidad conquistada con la gloria entre
los hombres, para permanecer en el recuerdo de ellos también después de la
muerte. «Si nuestro núcleo —un homo absolutamente absconditus, en
el que estaba cerrado el único misterio genuino, el misterio de nuestra
inmediatez más próxima— no se ha objetivado nunca, entonces no puede, pues no
ha nacido aún realmente, ni siquiera realmente desvanecerse. Es más: eso que en
toda su cercanía próxima, en toda su más profunda profundidad no ha sido
todavía llevado a la luz de nuestro ser, este homo intensivus et
absconditus, precisamente porque expresa el no haber llegado a ser
todavía está todavía netamente fuera del territorio del ser aniquilable
por la muerte. De modo semejante, el fuego de nuestro existir, en el que
todavía no ha entrado ningún individuo presente, está a la vez no encontrado y
no apagado. En conformidad con esto: que tampoco la partida a través de la
muerte puede reducir esta X a la nada, mientras exista una ruta, un proceso,
una materia en proceso en el mundo como mundo (...) precisamente por el non
omnis confundar del ser humano que espera fuera de los confines, del ser de
la humanidad en verdad» (p. 320).
Se
llega así a la conclusión. Marx habla de un sueño que no se puede omitir, como
un futuro en el mismo pasado, que señala un sentido que descolla, en lugar del
historicismo paralizante y del jacobinismo que le está conectado: «Aparecerá
entonces que el mundo posee desde muchísimo tiempo el sueño de una cosa, de la
que sólo debe poseer la conciencia para poseerla verdaderamente» (Carta a
Ruge, 1845); «pero la cosa en este “sueño de una cosa” y la conciencia que
la realiza después con la praxis, es también en Marx el reino de la libertad
bien o mal anticipado. Y se puede alcanzar sólo caminando por un camino derecho,
y manteniéndose en la esperanza de aquellos que se acompañan con los fatigados
y los oprimidos (...). Poseer el auténtico no-todavía del objeto es de modo
manifiesto el deseo de su conciencia finalmente concreta y de su actividad que
concretamente adelanta. Sin embargo, allí donde —en el mismo sentido en que
está en germen en la frase de Marx— lo paradójico de tal concreta utopía
consiste en el hecho de que lo utópico, en cuanto que finalmente concreto, no
decrece, sino que, al contrario, desde aquí comienza su realidad (...) hasta
alcanzar el llamado punto de perspectiva, el verdadero punto de atracción de un
“núcleo” que aún nos falta en la perspectiva del sentido del proceso que
fue anteriormente ligado a un Dios. A-teísticamente se une al Omega utópico:
instante cumplido, eschaton de nuestra inmanencia, claridad de nuestra
incógnita. Así la mirada hacia adelante ha sustituido la mirada hacia la altura
(...). Y la misma esperanza, este afecto más propiamente bíblico, por su
servilismo es ya indigno de nosotros cada vez que hace siervos y mira al maná
que cae del cielo (...). Ciertamente donde hay esperanza allí hay también
religión, pero allí donde hay religión no existe una esperanza que no esté
traspuesta ideológicamente» (pp. 324-325).
Aquí
Bloch se hace la pregunta final: «¿Esperanza, en qué?». Prácticamente la
respuesta es: esperanza en la esperanza; «aquí se precisa la esperanza de
aquella herencia posible de la religión que no se desvanece con el dios muerto.
Contra el simple devenir fáctico y en conformidad con la esperanza, se
atribuiría a la representación de Dios un futurum como cualidad del ser,
que le diferenciaría de cualquier otra imagen divina. He aquí la cosa para
nosotros, el mundo para nosotros es el sueño de una cosa sin Dios pero con su
esencia esperanza: este mundo mira sólo en la perspectiva “frente”, “apertura”,
novum, última materia del ser, ser como utopía (...). No hay secretos
más lejanos y a la vez más próximos que aquellos del homo absconditus en
el mismo mundo lleno de su real misterio, en su propio problema real, en el cómo-así,
en el porque, en el “por-qué-razón” de su ser. No sólo en nosotros, y en
nuestro conocimiento del mundo, estas preguntas están sin resolver en su parte
más profunda, tampoco en el mundo mismo y en el proceso que le es propio; y
esperan una respuesta que lleve al idéntico» (pp. 325-326).
Las
últimas palabras del libro se dirigen a los marxistas y a los cristianos. «Marx
dijo: “Ser radicales significa tomar las cosas en la raíz. Pero la raíz de
todas las cosas (= sociales) es el hombre”. La primera carta de Juan (3, 2)
dice, tomando la raíz hombre no como causa de algo, sino como determinación
hacia algo: “Y no ha aparecido todavía lo que nosotros seremos. Pero sabemos
que eso aparecerá, que le seremos iguales; porque lo veremos como él es. Y todo
el que tiene esperanza en él se purifica a sí mismo, igual que él es puro”. El
“él” a que el hombre deberá igualarse en su identidad futura hace referencia
realmente al llamado padre del cielo, pero se ha pensado, debido a su
igualdad de esencia, en el hijo del hombre como nuestra verdadera
radicalización e identificación que puede aparecer sólo al final de la
historia» (p. 328).
Bloch
une estos dos pasajes para invocar un nuevo diálogo entre marxistas y cristianos.
«En un pasaje de los Manuscritos económico-filosóficos de Marx (1844)
(...), la mano se levanta hacia el azul y encuentra lugar hasta la
“resurrección” de la naturaleza (...). El pasaje es muy conocido:
“Naturalización del hombre, humanización de la naturaleza”. Una contraseña
hacia el objetivo final, precisamente tan raro en Marx. Aquí discurre, no hay
duda, la corriente cálida, éste es el extremo derribo de la alienación» (p.
329). El marxismo, tal como se ha reducido en nuestros tiempos, según Bloch, tendría
la urgente necesidad de subrayar frases de este género; por otra parte, el
cristianismo tendría sólo en él la posibilidad de separarse del mito de la
trascendencia sin renegar de sí mismo. «Naturalización del hombre significa su
incorporación, el salir por fin a la luz de su aquí, de su ser en sí, para una
vida sin alienaciones, para el dominio de nuestro hic et nunc en su
esencia, para la humanización de la naturaleza; significaría la conclusión del
cosmos, que aún es inédito a sí mismo, en la patria, la antigua fantasmagoría
de la nueva tierra y del nuevo cielo, que resuena mediada por la pintura y por
la poesía de la naturaleza, en toda la belleza y cualidad de la naturaleza, que
irrumpe saltando hacia el hombre del antiguo reino de la necesidad» (p. 330).
Manteniéndose en esta dirección, el marxismo puede tomar en seria consideración
el cristianismo, sin detenerse en la sola crítica al cristianismo de las
teocracias eclesiásticas: «Si el cristianismo piensa todavía en la emancipación
de los oprimidos y cansados, si para el marxista permanece la profundidad del
reino de la libertad y se identifica realmente en el contenido sustancializante
de la conciencia revolucionaria, entonces la alianza entre revolución y
cristianismo en las guerras de campesinos no será la última; y esta vez esa
alianza tendrá éxito» (p.331).
VALORACIÓN
TÉCNICA Y METODOLÓGICA
El
contenido de esta obra se mantiene en coherente continuidad con toda la
producción precedente de Bloch; desde 1918, con Geist der Utopie, podemos
encontrar el fundamento de todo su pensamiento, que se desarrolla en numerosas
obras, de las cuales las principales son Thomas Münzer als Theologe der
Revolution (München, 1921), Philosophische Grundfragen I: Zur Ontologie
der Noch-Nicht-Sein. Ein Vortrag und zwei Abhandlungen (Frankfurt a. Main,
1961), y el extenso trabajo Das Prinzip Hoffnung (Berlín, 1954-59), en
el que se examinan, con método fenomenológico, las múltiples manifestaciones de
la esperanza en la vida del hombre y de las culturas.
Bloch
nació en Ludwigshafen en 1885; desde muy pronto se apasionó por los textos de
Marx, Feuerbach, Engels y Darwin; a los trece años compuso un ensayo que
llevaba por título Sistema del materialismo en el que decía que «la
materia es la madre de todos los seres». A los quince años descubrió a Hegel, y
de él recibió una influencia tal que lo ha considerado esencial para la recta
comprensión del marxismo. En el exilio desde 1933, se estableció después de
unos años en Estados Unidos; en 1949 fue llamado a la Universidad de Leipzig
hasta que al publicar su obra principal fue acusado de herejía y revisionismo.
El libro se retiró, al autor se le prohibió continuar publicando y le fue
quitada la cátedra y la dirección de la revista Deutsche Zeitschrift fiir
Philosophie. En 1961 Bloch pasó a la Alemania Federal y aceptó la cátedra
que le ofreció la Universidad de Tubinga: es entonces cuando comenzó su
difusión y su fama, especialmente entre los teólogos protestantes, y su
pensamiento ha sido en numerosas ocasiones la base sobre la que se han querido
implantar los intentos de entre católicos y marxistas, con el consabido
resultado de hacer marxistas a algunos católicos, y no hacer católico a ningún
marxista.
El
marxismo exotérico
Bloch
forma parte del movimiento filosófico conocido con el nombre de «marxismo
exotérico», un movimiento que nació en Alemania después de la primera guerra
mundial por obra de G. Lukács, K. Korsch, él mismo y otros, como consecuencia
de la primera publicación de los escritos juveniles de Marx.
Pero
a diferencia de Marx, que atribuye la alienación a la explotación del trabajo,
Bloch busca sus causas en razones ontológicas: el hombre está alienado porque,
al igual que el universo del que forma parte, es esencialmente incumplido y
tiende hacia su cumplimiento. Sólo en el proyecto de una historicización futura
de la naturaleza y de una correspondiente naturalización del hombre, es posible
la superación de la finitud actualmente experimentada (cfr. B. Mondin, Speranza,
salvezza, infallibilita, Roma, 1972, p. 69). Hay que considerar
además que la utopía de Bloch aunque se quiere remontar a la utopía marxista
del reino de la libertad, tiene una base escatológica, tomada de la Biblia, con
la que trata de superar la base evolucionista presente en el marxismo ortodoxo:
la materia entendida como potencialidad, como «el ser en posibilidad» (p. 287),
está en la base de su filosofía.
Esta
posición «herética» respecto al marxismo oficial, sin embargo, no quiere ser
autónoma respecto a Marx y reclama para sí el título de marxismo verdadero:
Bloch demuestra que la crítica de la alienación social efectuada por Marx ha
partido de la crítica de la religión, y acepta sin dudar en ningún momento los
resultados «positivos» de esta crítica: para él la religión oficial —que sería
la única que Marx ha considerado— es siempre mistificadora: éste es un
postulado férreo, que no hay que demostrar. Pero todo su pensamiento parte de
algo que él considera no expresado en Marx sobre la «verdadera» dimensión
religiosa del hombre; Marx no ha podido detenerse en aquellos episodios,
esporádicos pero muy significativos, en los que la religión se hace protesta,
herejía, subversión, secta.
Es
verdad, dice Bloch, que un hombre que recurre a prácticas religiosas demuestra
su alienación, pero también es cierto que no basta eliminar estas prácticas y
las expresiones religiosas para poder darle la identidad con que sueña. Es
necesario conservar toda la proyección en el futuro propia de la religión, como
expresión de protesta contra el mundo presente. El hombre —según Bloch— cae en
la religión porque en realidad tiene en sí una dimensión que le está escondida,
un «espacio utópico», un homo absconditus que sólo el futuro puede
realizar y que no se puede olvidar con sólo traspapelar el problema religioso.
El
principio hermenéutico
Desde
el punto de vista metodológico, la recuperación de la religión, que Bloch
propone para el ateísmo, se hace en base a una operación de interpretación de
la Biblia. No es necesario detenerse aquí en la exégesis del texto bíblico;
basta decir que Bloch se sitúa bajo las directrices de la crítica racionalista
propia del protestantismo liberal, es decir, busca el contenido «original» de
la Escritura, que la Iglesia Católica habría distorsionado por fines
temporales. Para esta crítica utiliza todo aquello que le pueda ser útil, para
después situarse en una posición propia en todas las ocasiones en que
individualiza, en las «interpretaciones» anteriores a la suya, una clave
apriorística que no va de acuerdo con sus intereses. Las imágenes que le son
útiles (p. ej. la serpiente) las entiende en sentido simbólico; las demás
estarían al servicio de la religión teocrática (al igual que todas las
manifestaciones e intervenciones de Dios), y son fácilmente eliminadas como
expresión de idolatría, comunes a los mitos astrales y a las otras religiones
confinantes.
Lo
más propio de la hermenéutica racionalista es el hecho de introducir un a
priori interpretativo como clave de lectura, y en este sentido Bloch supone
una cierta novedad: a partir del presupuesto marxista de la religión como
instrumento al servicio de los poderosos para someter a los débiles, introduce
la lectura subversiva en busca de la Biblia pauperum; la teoría
de la religión como opio de los pueblos, como mistificación, se toma como
criterio de lectura de toda la Biblia. Bloch declara abiertamente que no se
puede leer la Biblia de modo neutral, y esto le permite «saber» que cuando
habla de Dios, de obediencia, de sacrificios, etc., sólo puede hacerlo en
beneficio de los poderosos; mientras que la «verdadera» Biblia, la que nació
del ánimo genuino del pueblo hebreo, sólo puede ser la de la protesta. Para
justificar tal lectura, Bloch necesita recurrir a un presunto —y por otra parte
inmenso— trabajo de interpolaciones y manumisiones, sin preocuparse siquiera
por intentar probar sus afirmaciones.
El
método exegético de Bloch —partiendo del ateísmo— consiste en señalar fracturas
entre expresiones de subversión y expresiones de engaño como «prueba» de que existen
dos Biblias opuestas entre sí.
La
caída gnóstica
Una
grave sospecha metodológica sobre toda la operación cultural de Bloch nace ya
frente a su elección absoluta de la herejía, en el sentido de lectura de la
Biblia fuera de una iglesia constituida y contra ésta. Desde siempre, la raíz
del pecado es ponerse en el lugar de Dios; sustituir una relación de amor
interpersonal con una afirmación egocéntrica del propio yo que se ejercita en
la autonomía del pensamiento que quiere llegar a ser la verdad de sí mismo, de
la voluntad que se hace poder y posesión sobre los demás. A una verdad
revelada, válida para todos, capaz de unirnos en el amor, orientados hacia el
mismo fin, se opone una verdad racionalista, que hay que imponer a los demás,
que impide toda relación de amor. Toda interpretación de la vida, de la fe y de
la misma revelación que no sea la que ellos proponen, es rechazada como
irracional, ingenua, retrógrada, infantil. Se crea el reino de los buenos
contra los malos, tan diverso de la idea cristiana de hombres pecadores que se
abren a la gracia o la rechazan, que se sienten elegidos aunque no superiores a
los demás.
La
gnosis existe desde siempre, es vieja como el pecado, es la presunción de
conocer el bien y el mal prescindiendo de un ligamen de amor y obediencia.
Bloch es un gran gnóstico, como marxista, como hebreo no creyente, cargado de
mesianismo sin trascendencia, y como filósofo del no-ser-todavía, dispuesto a
reducir toda la verdad y toda la revelación a su propia intuición.
Una
constante de la postura gnóstica es cerrar todos los caminos del amor,
confundiéndolo con fenómenos aparentemente semejantes: se confunde el amor a
los demás con un «amor social», y se convierte «el simple amor de Dios en el
amor a los que trabajan y a los oprimidos» (p. 180), que es entendido además
como lucha de clases: así, dice Bloch, que cuando Cristo habla de amar a los
enemigos está hablando de algo que sólo se dará después del cambio
apocalíptico, es el hecho de que Él creyera en la inminencia de este cambio lo
que le hace hablar en presente (cfr. p. 166 s.).
Es
esta la gnosis que lleva al hombre a sustituirse al Espíritu Santo en la obra
de la salvación, es la forma más actual del pecado contra el Espíritu Santo,
que no tiene perdón. Desde el punto de vista formal, hay que hacer notar que
las citas de la Biblia corresponden a la edición alemana de la Biblia luterana.
VALORACIÓN DE
FONDO
El
pensamiento utópico de Bloch, que es el fundamento de su filosofía de la
esperanza, está estrechamente ligado a las implicaciones más profundas del
pensamiento de Marx. Basta conocer los últimos resultados a que ha llevado el
principio de inmanencia para entender cómo el marxismo, lejos de fundar su
análisis en la realidad objetiva de la sociedad, pone el fundamento y el contenido
de la verdad en la conciencia —reducida ya a «sensibilidad activa»—, de modo
que el hombre se hace a sí mismo, se salva a sí mismo: es, de algún modo, la
contradicción máxima del que está precipitándose en el vacío y, queriéndose
salvar, se aferra a sí mismo para no caer. En realidad, primero Feuerbach y
después Marx, para salir de la contradicción máxima, han postulado el «hombre
genérico», que después es la humanidad, y que se apropia las cualidades
perfectas que el hombre, según Feuerbach, había alienado en Dios; la relación
personal con el absoluto sería una vana abstracción impersonal, y la
trascendencia una caída en la nada. La verdadera alma del marxismo es que el
hombre es fin para sí mismo; el hombre inventa a Dios como una producción del
yo alienado: «La esencia efectivamente de este ateísmo no se busca ya en lo
absurdo del concepto de Dios o en la imposibilidad de demostrar la inmortalidad
del alma (como en el Iluminismo), sino en la necesidad de pensar la autonomía
de la conciencia hasta el final, es decir, hasta identificar el ser del hombre
con su libertad» (C. Fabro, Introduzione all'ateismo moderno, Brescia
1969, segunda edición, p. 742, nota 27). Es claro que esto es la destrucción
absoluta del hombre y de sus relaciones con los demás, y que de hecho no se
podrá realizar nunca: pero teóricamente sí es concebible, una vez que se han
puesto las premisas nominalistas del pensamiento moderno y el cogito cartesiano[2].
La
utopía
Para
poder explicar tal engaño, no basta la simple lectura de los principios
marxistas; en realidad éstos gozan de cierta coherencia, una vez que el
pensamiento se ha encaminado de tal modo que ha hecho «coherente» la
contradicción.
Sobre
la cuestión de la utopía basta precisar que esta palabra puede tomarse en tres
sentidos: a) como ningún lugar, por su etimología; en el lenguaje corriente,
suele significar una esperanza sin fundamento, un proyecto irrealizable; b) un
programa, un resultado concreto que se debe obtener en la historia, de acuerdo
con una doctrina política y una ideología; c) el resultado último de toda la
historia de la humanidad. Este tercer modo de concebir la utopía se sitúa en el
ámbito de los fines de la historia humana, en continuidad entre pasado,
presente y futuro. Hay que decir que con la llegada del cristianismo surge una
novedad escatológica total, como salvación a través de la muerte: así se ha
hecho posible que algunos hayan confundido el tercer modo de concebir la utopía
y el primero: se cree en un salto cualitativo que resuelve todos los problemas
de la historia (inmanentizando la escatología). Nosotros hablaremos de utopía
en este sentido, es decir, de una concepción universal que se cree realizable,
pero que en realidad no tiene un verdadero fundamento.
En
sentido estricto, el marxismo cae en el primer concepto de utopía: una
esperanza sin fundamento, una propuesta mistificadora, un servirse del hombre
presente en nombre de un futuro nunca actual, un paraíso imaginario que
justifica cualquier imposición del presente. Históricamente el marxismo se
puede ver como el intento de fundir el segundo concepto de utopía (el programa
de una ideología concreta) con el tercero (la utopía como universalidad). No
hay duda, por otra parte, de que toda la fuerza del marxismo radica en su
proponerse como utopía en el tercer sentido, con la novedad teológica que le da
la componente escatológica secularizada. De hecho, el marxismo no es otra cosa
que una ideología, que se sitúa en el segundo concepto de utopía y está ligado
a la suerte de una cultura iluminista, que ve en su seno también las ideologías
capitalistas y burguesas.
Es
necesario considerar ahora aquella presencia en la cultura occidental, de la
escatología cristiana, que mencionábamos antes. Bloch no entiende en absoluto
el mensaje cristiano, confundiendo la novedad absoluta de esta escatología con
una esperanza terrena sin ningún fundamento real, que sólo es esperanza en la
medida en que no se realiza, porque toda realización inicial sería su negación.
En el cristianismo, el hombre está llamado a colaborar con Dios con libertad y
responsabilidad, como verdadero protagonista de la historia, pero que debe
perfeccionarse a través de su operación que, entre otras cosas, garantiza la
humildad necesaria para hacer de la libertad una respuesta responsable a la libertad
de Dios y no una autoafirmación. Si se da cabida al subjetivismo, a la
arbitrariedad, se llega a la abstracción de las ideologías modernas, donde la
salvación se reduce a una gnosis inmediata y total que se traduce en la
práctica con una imposición totalitaria en lugar del trabajo humilde y paciente
que lleva a los hombres, unidos, reconciliados, hacia un crecimiento en el
conocimiento de la verdad. En lugar de ver el trabajo como un servicio con la
libertad de los hijos de Dios, se ve como servidumbre de la que hay que
liberarse no como hijos sino como «patronos», sin ligámenes y sin deberes. Ya
no hay un paraíso más allá de la muerte, sino un falso paraíso más allá
de la historia, en la tierra, pero nunca actual.
El
utopismo consiste en pensar que se puede liberar el hombre de su naturaleza
mediante la historia, la lucha del hombre, provocando un día un salto
cualitativo. La naturaleza —según esta concepción— es el reino de la necesidad;
la libertad está en la historia; la historia se contrapone a la naturaleza, la
contradice y lucha contra ella. El hombre no es una persona, sino que sólo
surge en la historia; por naturaleza es un individuo de una especie animal,
ligado a la necesidad, indiferenciado.
El
materialismo capitalista y el marxismo tienen la misma raíz cultural: la acción
humana, el trabajo como arma de autorredención: el éxito
garantiza la libertad, identificando el hombre con lo que produce, con su
trabajo, sin fines trascendentes. El marxismo tiene la misma marca aunque más
radical y universal: además, hay que hacer iguales a todos los hombres frente
al trabajo, como siervos, proletarios, para efectuar un día el paso del reino
de la necesidad al reino de la libertad, en el que todos serán señores: es un
trabajo poco amado siempre, cargado de resentimiento, donde la fatiga se juzga
insoportable e injusta. La libertad resulta subjetivismo, autoafirmación, sin
significado, hasta llegar a ser también pesada e insoportable, nauseabunda,
dice Sartre, tanto que los hombres cada vez se ven más empujados a vencer el
vacío interior con varias drogas: violencia, sexo, experiencias nuevas a toda
costa... Es la sociedad permisiva, contrapartida de la sociedad servil, del
hombre que se mide por lo que hace. Si no se aclara la gran mistificación de
fondo, todo discurso desemboca en una cultura atea; cuanto más se trabaja por
«salvar» al hombre más se le vacía el corazón al quitarle los verdaderos fines,
espirituales y sobrenaturales, de su existencia.
Escatotogía
y evolución
El
utopismo, de hecho, o se reduce a mero evolucionismo y en ese caso mantiene la
continuidad con el mundo actual, es reformista y nunca revolucionario, es
progreso y no escatología; o se basa en la esperanza del paso de una realidad
negativa a una positiva, sin que en la primera haya nada que sostenga y haga
posible la segunda, salvo el puro momento dialéctico negativo.
En
el inmanentismo no es concebible una novedad absoluta en la continuidad
absoluta. Todo intento por dar novedad al presente es puramente voluntarista. Bloch
pasa continuamente de uno a otro modo de concebir el futuro, sin que pueda
justificar filosóficamente este tránsito; su fuerza radica en el utopismo, pero
al no querer una trascendencia verdadera se ve obligado a pensar el futuro como
desarrollo de un presente (cfr. p. 277). El marxismo oscila entre una infantil
confianza decimonónica en el progreso, donde el futuro no es de cualidad
diversa y deviene un simple porvenir mejor en el que la ciencia resolverá todos
los problemas, y el utopismo absoluto, dialéctico (con una dialéctica hegeliana
fundada en la contradicción) que sustituye la potencia de Dios para crear el
nuevo cielo y la nueva tierra por una simple «confianza» de tinte luterano) en
un cambio mágico cuando se haya provocado el apocalipsis, la revolución. Está
claro que en la práctica se posesiona de la primera actitud, dejando la segunda
como promesa futura: bastará desarrollar la lucha para acabar con las
injusticias, abatir a los poderosos, para que el hombre cambie
cualitativamente. Para Bloch todo el mensaje de la Biblia se reduce en realidad
a una protesta contra los poderosos. Jesús, derrotado por los poderosos, nos ha
dejado una fe, ha hecho ver que el reino de la libertad al que tienden los
oprimidos sólo puede realizarse con la condición de que aquéllos tengan fe y
luchen por obtenerlo. Reduce todo el valor del Reino a mensaje político y
social, es decir «traducido en términos de ideología (...). Por otra parte, no
podía ser de otra manera, una vez que se pretende, como hace Bloch, que el
mensaje bíblico pueda constituir el criterio informador de la existencia humana
prescindiendo de Dios. En tal caso, efectivamente, se le priva del único
fundamento que podía garantizarle la realidad, la incontestabilidad; además se
le ha privado de la capacidad de ser portador de un novum» (A.
Piretti, Escatologia e senso della vita, en varios autores, Mondo
storico ed escatologia, p. 151).
Apriorismo
marxista
En
las innumerables páginas que Bloch dedica a la esperanza, el contenido más
claro está indicado con la palabra «identidad» (el hombre que alcanza la propia
identidad, aunque sin indicar sus características) o con la expresión «rostro
desvelado», tomada de San Pablo. Describe de diversos modos la presencia de la
esperanza en el hombre, pero no da una indicación sobre los contenidos y sobre
cómo construirla. Su rostro desvelado es una expresión vacía por
completo, porque no es el rostro de Cristo resucitado, ni siquiera el rostro
del hombre —naturaleza humana— en su dignidad eterna.
Bloch
está convencido que lo que se espera se puede realizar únicamente mediante la
«transformación socialista del mundo» (Prinzip Hoffnung, p. 16);
según él, en los sueños de una vida mejor se ha buscado «conocer el modo de
llegar a ser felices, que sólo el marxismo puede revelar» (ibid.); «todo
aquello que no es ilusorio en las imágenes de esperanza se debe a Marx» (ibíd.);
el marxismo es «la salvación del núcleo bueno de la utopía», es «el rostro
de la utopía en su actuación» (o. c., n. 1608) (cfr. J. Pieper, Speranza e
Storia, Brescia 1969, p. 77). En su libro Prinzip Hoffnung llega
a sostener que el «contenido del reino de la libertad» ha entrado en su primera
realización sólo en aquellos países en los que se ha instaurado el comunismo
(p. 596), y antes de esto no ha estado presente nunca «en ninguna parte» (p.
241), llegando a afirmar la identificación de la Jerusalén de los Salmos con
Lenin, que es la revelación completa de su pensamiento: ubi Lenin, ibi
Jerusalem (p. 711).
Esperanza
verdadera y esperanza falsa
Se
puede decir que Bloch trata de revitalizar el marxismo mediante la
revitalización de la utopía bajo forma de esperanza, para después sostener la
esperanza sólo en el marxismo. «El marxismo asume una forma más seductora, pero
la esperanza sale decididamente desfigurada, sobre todo en lo que concierne a
su fundamento trasladado a la base económica, como quería Marx» (Mondin, o. c.,
p. 81). El punto débil de la esperanza de Bloch es precisamente su intento de
ponerla al servicio del marxismo, transformándola en una espera vana e
ilusoria. El único resultado a que puede aspirar es la negación del mundo
presente, y esto sería un puro nihilismo, el mismo que denuncia en el ateísmo
iluminista en su parábola descendente. Para salir del nihilismo, Bloch devasta
las formas de la religión, vaciada de cualquier contenido de trascendencia
verdadera, sin justificar en lo más mínimo la contradicción absoluta de su idea
de la religión como «trascendencia sin trascendencia».
De
hecho, Bloch necesita un futuro que nos venga al encuentro, un futuro por tanto
que trascienda el presente, un «rostro desvelado» que no es nuestro rostro
actual; esto sólo se puede justificar con un Dios personal, pero Bloch niega
esta verdadera trascendencia. Y entonces no le queda más que considerar el futuro
como «latente», como potencialidad de la materia que anticipa el escaton. Pero
entonces el discurso sobre la esperanza se banaliza, el futuro del hombre no es
otra cosa que la proyección inconsciente de deseos psicológicos y se determina
por ahogar la esperanza, dando pan y circo que satisfagan el presente.
Que la esperanza marxista se reduce de hecho a esto, se comprueba con la
experiencia, como resultado de una lucha de clase orientada únicamente de modo
reivindicativo; pero aún más revelador es la caída en aquello que Feuerbach
condenaba: un dios como autoproyección del hombre. El deseo no funda la
posibilidad ontológica ni la posibilidad real del Reino futuro. «El primado del
futuro como Novum se garantiza sólo se este futuro está ontológicamente
fundado en sí mismo, es decir, si el Reino futuro es el Reino de Dios» (G. L.
Breca, Escatologia della storia e iI Dio della speranza, en Mondo
storico e..., o. c., p. 112). Hay que notar por último que en el
cristiano la esperanza escatológica no nace de la proyección de un deseo (un
deseo que el hombre nunca ha concebido ni puede concebir), sino del hecho
histórico de la Resurrección de Cristo: es en Jesús donde se nos revela el
futuro último.
Frente
a la muerte
Bloch
es consciente de que la muerte es completamente antiutópica; en su obra Prinzip
Hoffnung la llama «fortísima no-utopía» (p. 1279), y trata de superarla con
la conciencia de clase que sería un «Novum contra la muerte»(p. 1380). En la obra
que comentamos, Bloch hace lo imposible para poder traducir en términos
inmanentes la esperanza cristiana. Primero trata de distinguir entre el morir y
la muerte: «Aún en el mismo morir se vive todavía (...). El morir como suceso
pertenece todavía completamente a la tierra (...). Y así, el morir como acto
del apagarse es muy diverso de la consecuencia, y también la angustia, y
también el coraje subsisten en él (...). También las señales del dolor son
inequívocamente señales de vida (...). A decir verdad, es aguda la diferencia
objetiva entre la muerte y lo que esconde en las realidades que la preceden»
(p. 314). En definitiva, lo que Bloch pretende es mantener la muerte como ajena
al problema de la esperanza: «Si el homo absconditus no se ha objetivado
nunca, entonces no puede, al no haber nacido todavía, ni siquiera desvanecerse
(...) está completamente fuera del territorio del ser aniquilador de la muerte»
(p. 320). Se pueden objetar dos cosas: o la esperanza no es nada y entonces la
muerte no puede alcanzarla; o está presente en el hombre (no como cumplimiento,
pues así no sería esperanza, sino en el modo de ser propio de la esperanza que
hace de alguna manera presente lo que es futuro) como una ligazón con el
futuro; la muerte entonces rompe precisamente este ligamen, esta posibilidad de
futuro. En segundo lugar, aparte de que en esta nueva versión no se escapa
tampoco del sofisma indicado, hay que subrayar el estrecho ligamen que hay
entre la esperanza y la persona singular; una clase, una entidad colectiva no
puede esperar; la clase no muere, pero tampoco espera: es la persona la que
espera y muere. Hay un vínculo absoluto entre la muerte y la esperanza;
esperar, para el hombre, quiere decir principalmente traspasar de algún modo el
hecho cierto de la propia muerte. «¿Cómo se puede hablar de esperanza, si la
cosa esperada se concibe en modo tal que no toca en suerte para nada al único
ser que es capaz de esperar, es decir, al singular, a la persona individual?» (J. Pieper,
o. c., p. 85). La
persona puede hacer pronósticos sobre el futuro que seguirá a su muerte y
pensar en los admirables progresos de la humanidad, pero la esperanza no hace
relación sólo al pensamiento, sino también a la vida, y en esto nos daría la
razón el mismo Bloch: el que espera no pretende saber alguna cosa, sino que
espera algo real. Para Bloch pensar en un más allá es caer en la religión como
opio del pueblo, sin otra alternativa.
La
incapacidad de entender la Cruz de Cristo como el máximo del amor que ha habido
sobre la tierra, lleva a Bloch a la imposibilidad de superar el mal en el único
sentido válido. Su esperanza se sitúa únicamente como eliminación del mal. En
este punto vuelve a aparecer la ambigüedad de Bloch. Por una parte tiene como
arma la dialéctica hegeliana, donde el mal, la negación, es un constitutivo
intrínseco de la historia (cfr. pp. 306-307); por otra parte, él es utópico y
cree en un futuro terreno, cualitativamente diverso, donde desaparecerá el mal,
aunque no insista en definir el bien y en asegurarlo como algo exclusivo. En
esto no supera la conocida fractura de Marx entre la asunción de la dialéctica
hegeliana y la creencia en un último cambio cualitativo que eliminará a esa
misma dialéctica, aunque Bloch es original al no dar por descontada la victoria
del reino de la libertad, haciéndolo depender más de la lucha que de un proceso
determinista. De este modo el enemigo, el portador del mal, debe ser eliminado.
La frase de Cristo «amad a vuestros enemigos» es válida sólo —según Bloch— en
el reino futuro (donde no debería haber enemigos), mientras que para el
presente, Cristo, con hechos y palabras, habría inculcado el odio a los
enemigos.
Utopía
y apocalipsis
La
verdadera esperanza está unida al deber ser del hombre y de la sociedad;
su objeto no se alcanza de modo evolutivo, sino a través de las elecciones
libres y responsables de los hombres. No es ni evolucionista ni escatológica,
y, por tanto, no es apocalíptica (por seguir el lenguaje de Bloch): no tiene
necesidad de una revolución o de un cambio cósmico para realizarse; en este
sentido el cristiano no es un violento (respeta la libertad de los demás) ni un
no violento: conoce la fuerza del amor, el celo de la justicia y de todas las
demás virtudes necesarias para la convivencia humana. El utopismo, en cambio,
es necesariamente apocalíptico, se remonta constantemente a la dimensión
escatológica, al cambio radical, que es de carácter cósmico, un cambio
revolucionario, en las estructuras políticas; un cambio tal que cambiará la
cualidad del hombre: sólo que de esta nueva cualidad no se sabe nada (las
rarísimas descripciones muestran aspectos de una libertad espontaneísta,
estética), sólo se sabe que es necesario destruir el mundo actualmente
existente. Pero lo que permanece después de cada revolución no es nada de
aquello que se había prometido, antes al contrario una nueva táctica de poder y
de opresión.
La
magia de la esperanza
Frente
a la imposibilidad de una escatología incluida plenamente en la inmanencia de
la historia, uno se pregunta cómo es posible que tanta gente caiga en tales
mistificaciones utópicas. Existe un fenómeno que se podría llamar magia de la
esperanza: cuando se consigue aferrar de cualquier modo una imagen de la
esperanza, aunque no tenga fundamento, el hombre se vitaliza espiritualmente, se
crea un espacio de futuro, de novedad posible. Se encuentra un motivo para
luchar. Pero todo se decide en la verdad que sostenga esa esperanza. Si la
esperanza esconde un error teórico, su realización la autodestruye; el paraíso
prometido resulta un infierno, pero de esto sólo el futuro puede hacer
consciente: el presente se adapta fácilmente al engaño.
Creación
y salvación
La
incapacidad de ver la creación como un hecho positivo y la ilusión de que
gracias al progreso se llegará a cambiar la naturaleza del hombre, marcan el
nacimiento del utopismo moderno, con su sueño de un cambio mágico de las
condiciones del hombre. A Bloch no le resulta difícil unir la tradición
luterana con el utopismo marxista: el reino futuro de la libertad está en
contradicción absoluta con el reino de la necesidad, con el mundo tal como lo
conocemos. Si nosotros, como pretende Barth, no somos capaces de conocer el
carácter creatural del mundo con la razón, si no sólo con la fe, se produce una
ausencia de Dios en el mundo, en la naturaleza y en la historia; a Dios sólo se
llegaría con la fe sobrenatural, y así basta subjetivar esta fe para caer en
una escatología completamente mundana y horizontal.
Para
Bloch es de capital importancia la negación de un Dios creador y de toda su obra,
que por ser suya ha de ser buena (cfr. pp. 67-68); para Bloch si el mundo fuera
creado por Dios, precisamente por serlo, sería miseria para los hombres que
después se verían echar en cara la culpa de sus propias penalidades. De este
modo «comienza un dualismo típico en el que el concepto de cosa creada es
completamente diverso del concepto de cosa salvada» (p. 69). A la
obra de los seis días: «Y vio Dios que todo era bueno», Bloch contrapone el día
séptimo: «Dies septimus nos ipsi erimus». La teoría protestante
que ha unido sustancialmente el pecado a la naturaleza, a la historia creada,
al trabajo del hombre que así resulta sólo esclavitud, ha conducido a la
contraposición dramática y absurda entre salvación y creación, entre gracia y
naturaleza.
Bloch
es inmanentista pero, con su «transcendencia sin transcendencia», quiere
recuperar el trascendentalismo protestante, la introducción de la escatología
en la materia considerada como madre de todas las cosas. Naturalmente aquí
surgen problemas de carácter ontológico que Bloch no menciona siquiera, con su
manera de proceder sobre el vacío, aferrándose sólo a las visiones tomadas en
préstamo de la Biblia. ¿Cómo es posible que la materia, única realidad, sea
negada por un futuro de la materia que todavía no existe sin establecer una
relación real de trascendencia entre la naturaleza presente y el novum del
futuro? Desde este punto de vista es más coherente Hegel, que ve el futuro como
completamente presente en potencia, y que es explicado a través de un procedimiento
que es dialéctico, pero en sentido evolucionista, no en sentido escatológico.
«Bloch
entiende el mundo en un sentido francamente materialista, o lo que es lo mismo,
en el sentido de que el mundo tiene en sí mismo su explicación, en una tensión
dialéctica de la naturaleza y de la técnica, para el cual el significado de la
naturaleza se manifiesta en la historia, en una cosmología humanista. Esta
naturaleza hecha historia implica una dialéctica, un proceso que exprese la
movilidad del ser por el que el mundo desde una naturaleza prehistórica, a
través de las relaciones bilaterales del Homo faber y de la materia,
tiende a un futuro total, natural, de libertad histórica. Bloch rechaza la
dialéctica hegeliana precisamente porque quiere ser la justificación de un
sistema cerrado de teodicea» (U. Pellegrino, Storicita del cristianesimo e
creazione divina, en Mondo storico e..., o. c., p. 120).
Brevemente
se puede recordar que esta posición supone una idea errónea del mal, procedente
del luteranismo. La pretendida contradicción entre ley moral y libertad en el
mundo creado, y entre naturaleza y gracia, entre creación y redención, se
verifica sólo por obra del pecado que, aunque vencido por Cristo (y por esto la
esperanza escatológica está ya bien radicada en el corazón del cristiano),
provoca todavía el mal en el hombre con sus consecuencias; por tanto, no existe
una contradicción intrínseca sino más bien un mal que hay que cambiar por bien
con la santidad de vida, con la que se colabora en la obra redentora, que ha
sido realizada plenamente por Cristo y a cuya colaboración estamos llamados
mientras dura la historia. Y el futuro que espera a los hombres, aunque
trascienda la historia, no la hace vana, así como tampoco hace vanos los
esfuerzos de los hombres por mejorar su vida presente; pero para comprender
cómo es esto posible, es necesario ver que existe un plan divino, de un único
Dios, que es Creador y Salvador nuestro.
Los
acontecimientos de la historia humana no son «neutrales» respecto a la historia
de la salvación, tienen una dimensión moral y religiosa (aunque por sí solos no
tengan una dimensión sobrenatural todavía), que el hombre en la sociedad y en
el estado debe considerar siempre, y tienen una relación de continuidad con la
salvación sobrenatural, aunque ésta haya de venir como nuevo cielo y nueva
tierra, presuponiendo el fin de la historia. La historia de la salvación no
surgirá de la nada, después de la muerte, sino que además de ser una
transformación de la realidad creada del hombre, está ya radicada, en su
novedad, en el corazón de la creación y de la historia en aquello que se llama
historia de la salvación. Las diversas etapas de esta historia presuponen las
intervenciones de Dios que implican una novedad y una discontinuidad por tanto,
respecto a lo que se había dado anteriormente, pero a la vez se sitúan en una
real continuidad porque son intervenciones del mismo Dios. No es posible en
absoluto separar y contraponer dos dimensiones como si fueran dos mundos en
lucha entre sí: el mundo escatológico, como mundo de Dios (que en Barth se
sitúa contra el mundo de la historia como mundo del demonio), y el mundo
terreno, como mundo del hombre.
Frente
a Dios
Bloch
se ha construido una imagen de Dios que corresponde al arbitrio absoluto del
Dios de Calvino; un Dios concebido como un déspota que roba la gloria del
hombre y de su trabajo. Con semejante concepción sobre Dios, no es compatible
en absoluto la libertad del hombre. Bloch escruta la Biblia y, sin embargo,
está ciego para reconocer la misericordia de Dios, no es capaz de reconocer que
el hombre no busca una salvación material o política, sino una vida de relación
amorosa con Dios. Y ¿quién puede dar al hombre un amor infinito que dé sentido
y contenido a la libertad en que ha sido creado? Como bien intuyó Kierkegaard,
en un pasaje muy conocido, sólo un Amor omnipotente puede dar la libertad al
hombre sin imponerse: «La cosa más alta que se puede hacer por un ser, mucho
más que todo lo que el hombre puede hacer de ello, es hacerlo libre (...). La
omnipotencia de Dios es, por tanto, idéntica a su bondad, porque la bondad
consiste en donar completamente, pero de tal modo que, al encontrarse a sí
mismo en modo omnipotente, se hace independiente a aquel que recibe (...). [La
bondad] puede dar sin perder lo más mínimo de su potencia, es decir, puede
hacer independientes. He aquí en qué consiste el misterio por el que la
omnipotencia no sólo es capaz de producir la cosa más imponente de todas (la
totalidad del mundo visible), sino también la cosa más frágil de todas (es
decir, una naturaleza independiente respecto a la omnipotencia). La
omnipotencia, pues, que con su mano poderosa puede tratar duramente al mundo,
puede a la vez volverse tan ligera que eso que ella ha creado goce de la
independencia» (Diario, 2. ed., vol. I, Brescia, 1962,
núm. 1017, pp. 512-513).
Por
otra parte, la esperanza necesita un fundamento; siempre, cuando nos abrimos a
la esperanza, es porque tenemos un motivo bien fundado; y este fundamento no
puede ser ciertamente la libertad del hombre, y mucho menos la técnica o la
ciencia. Sólo si descubrimos que Aquel que nos viene al encuentro en el futuro
es el mismo que nos sostiene en el ser con todos nuestros anhelos de salvación,
podemos tener un fundamento no ilusorio de nuestro proceder hacia una nueva
tierra. Si el futuro no fuera un nuevo don de Dios no habría una verdadera
novedad, nuestro presente humano no puede contener una verdadera novedad para
el hombre; lo nuevo es siempre un encuentro nuevo con Dios; y es precisamente
en este pasar de un proyecto utópico, fundado en las solas fuerzas inmanentes
y, por tanto, incapaz de una nueva fuerza de liberación, hacia un verdadero Novum
escatológico, donde se supera a Bloch, cuyo futuro no puede ser radical
porque no cuenta con un don nuevo, gratuito, y es radical sólo en la imagen
utópica de un «reino de la libertad» donde todos se creen señores, que
constituye una esperanza vana, pero sobre todo monstruosa en su desolación
individualista y colectiva. Esta novedad del futuro no puede fundarse sólo en
el futuro. La realización de la esperanza escatológica, aunque requiera una
transformación radical, más allá de cualquier esperanza humana que no esté
informada por la gracia, no requiere una creación ex nihilo, sino que se
funda en la potencia obediencial del hombre, y cumple las promesas radicadas en
el hombre gracias a las intervenciones «nuevas» de Dios en la historia de la
salvación. El futuro es un Dios personal que nos viene al encuentro, en una
trascendencia radical, pero desde dentro de la historia. Si el futuro no fuera
el Dios personal, todo se aniquilaría en una pura tensión del yo que no puede
salir de sí mismo, o en una esperanza como consecución de «cosas», de
instrumentos, que reduciría los sueños del hombre a un utopismo hedonista propio
de la visión iluminista y materialista vulgar de lo que será el progreso. Como
se ha hecho notar, sin el encuentro con un Dios personal, el evento no supera
la relevancia del mito (¿evento de qué?) y la promesa no es un verdadero novum,
sino sólo entelequia del secreto humano. Bloch «roba» las imágenes de la
Biblia, pero rechaza su fundamento: pretende afirmar la luz, pero negando el
sol del que procede; de este modo tiene la ilusión de proporcionar un rigor
escatológico al marxismo, pero en realidad no supera la necesaria caída del
materialismo en un mundo sin verdadero futuro, donde el hombre se reduce a una
fugaz apariencia histórica.
U.B.
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