BLOCH, Ernst

Ateísmo en el cristianismo. “El que me ve a Mí, ve al Padre”

Suhrkamp Verlag, Frankfurt 1968

(Orig.: Atheismus in Christentum. «Zur Religion des Exodus und des Reichs», Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main 1968. No consta ninguna edición castellana; las traducciones del texto son del autor)

 

ÍNDICE (EXTRACTO)

Nota bibliográfica                                                                                                         20

Prefacio                                                                                                                        25

1. Escándalo y locura                                                                                                    45

2. También Prometeo es un mito                                                                                   65

3. Éxodo también en las representaciones de Yahvé. Liberación de la teocracia           117

4. Aut Caesar aut Christus                                                                                          165

5. Aut Logos aut Kosmos                                                                                           235

6. Fuentes del coraje de vivir                                                                                      293

Conclusión. Marx: eliminar la alienación                                                                       326

 

CONTENIDO DE LA OBRA

En una primera aproximación, se puede resumir así la idea de fondo del libro: en la Biblia habría un «hilo rojo», una lectura herética, que encarna la protesta del débil contra los poderosos y contiene la imagen del hombre nuevo, hacia el que la humanidad tiende como a su cumplimiento, en la utopía; el futuro se hace la sustancia del hombre, en una «trascendencia sin trascendencia»; así, la Biblia ya no habla de Dios, sino del hombre; donde aparece Dios, donde aparece el más allá, habría una mistificación introducida por los sacerdotes, en servicio de los poderosos, para someter a los débiles, adormeciéndolos con el opio de una religión estática. La absurda conclusión será que «sólo un ateo puede ser un buen cristiano», aunque  «sólo un cristiano puede ser un buen ateo» (p. 32). En realidad se trata de exponer un contenido ateo con terminología cristiana; lo que, para el ateo, no puede tener más finalidad que quitar la fe del cristiano e instrumentalizar su esperanza.

Bloch busca ahora —en este libro— la confirmación de su tesis en dos amplios capítulos en los que trata del Antiguo y del Nuevo Testamento. Antes de eso, examina el ateísmo iluminista, positivista y materialista, del cual acepta plenamente la crítica a la religión como «opio del pueblo», como superstición y como mistificación en servicio de los poderosos; pero también los acusa de mezquindad y unilateralidad por no saber ver el alma utópica escondida en el cristianismo, que contrastaría totalmente con las religiones cósmicas y con la idea de creación: ésta postula un Dios dueño de todo, un «déspota celeste», mientras la idea de salvación traída por los profetas y por Cristo hace ver al hombre su futuro todavía escondido. En un último capítulo vuelve al tema del verdadero iluminismo que no elimina la perspectiva del futuro, y dedica unas breves páginas al tema de la muerte negando todo tipo de supervivencia.

A continuación se ofrece un resumen detallado de la obra, en apartados titulados según su contenido real. Para su correspondencia con la titulación de los capítulos, vid. el anterior extracto del índice.

Introducción general

Para Bloch el ateísmo ha efectuado ya un buen trabajo, identificando la fe en Dios con la sumisión a los patronos: «Donde no hay tronos terrestres, también se priva al trono celeste de su base social» (p. 26). «El universo encuentra su significado, si lo encuentra alguna vez, sólo en sí mismo, no en las creaciones o en los proyectos de un supremo señor celeste» (ibíd.). El marxismo ha conducido la denuncia contra la religión, pero, por desgracia, según Bloch, al vulgarizar el marxismo, se ha confundido con demasiada frecuencia la religión de los poderosos y de los esclavos sometidos, con la predicación de los profetas, con su mística apocalíptica.

El verdadero momento de la Biblia sería el antifaraónico; la verdadera pasión dominante en el mundo bíblico sería aquella que se arroja contra los señores con su Dios sacerdotal: aquí está la apelación a la revuelta (cfr. p. 29): la Biblia Pauperum, invocada en las guerras de los campesinos italianos, ingleses, alemanes, franceses; la Biblia que se contrapone a todas las falsificaciones que llenan sus páginas con las imágenes paganas de la religión, entendida como «ligamen con el pasado, como un encadenarse represivo y regresivo» (p. 31). «Un movimiento ateo no banal puede leer y leerá la Biblia igual que una paradójica herejía bíblica puede hacerlo con el movimiento ateo» (p. 30).

La tesis de Bloch es ésta: «Lo mejor de la religión es el hecho de crear herejes (...). De tal modo que es válida la tesis extraordinariamente positiva, la contraseña de todo éxodo de la tierra de esclavitud: donde hay esperanza allí hay también religión; ciertamente no vale la inversa (donde hay religión, allí también hay esperanza), en relación con las religiones recibidas desde el cielo y de la autoridad» (p. 31). Contra esta tesis no sirve el nihilismo que quita todo significado a la vida humana, y tampoco reclamar la trascendencia: «Lo Nuevo de la Biblia se identifica con la más fuerte herejía del mismo hijo del hombre que se sitúa en posición mesiánica al interior de eso que en un tiempo tenía el nombre de Dios» (p. 32): ningún positivista moderno podría, como ha hecho Cristo, hacerse a sí mismo Dios.

Un rechazo acrítico de la religión deja a sus espaldas un vacío que a la larga no conseguirá permanecer claro, como el iluminismo pretendía: «Es muy simple explicar por qué una joven campesina de Lourdes, obtusa e histérica, declara haber visto a María. Pero es también muy simple y francamente trivial el subrayar que el hombre en el Sputnik no ha visto ninguna traza del buen Dios. A este nivel, hasta el hombre más convencional puede rebatir que él ya sabía antes que Dios es invisible» (p. 47).

«La escritura —contra todo ateísmo vulgar— está llena de sacudidas contra los sostenedores de este mundo de muerte; ciertamente de manera mitológica, pero todavía salpicada de rebeliones más tarde expresadas o falsificadas, de siglas para valorar el hombre y para humanizarlo, contra el faraón y contra la hipótesis de un Señor, que las Lamentaciones de Jeremías definen abiertamente como “nuestro enemigo”, y que hace pedir a Isaías “un nuevo cielo, una nueva tierra, para que no se recuerde nunca más la precedente”. ¿No encontramos quizá aquí el inicio, en vano calumniado o cambiado de sentido por intervención oficial, el episodio de la serpiente y el grito rebelde nunca recompensado eritis sicut deus, scientes bonum et malum, con el que se construye la historia fuera de los recintos del jardín de los simples animales (el Edén)?; ¿y no es cierto quizá que para el Dios más tardío de la zarza no hay algún presente, mientras existe un futuro que nos salva de él, un “yo seré lo que yo seré” como dinamita para la supuesta representación de Dios?» (p. 32).

El lenguaje de la Biblia

Hay una diferencia sustancial entre las imágenes de la Biblia y las fábulas que contamos a los niños; pero también hay una diferencia sustancial entre la Biblia y los demás libros religiosos, «y esto no tanto por las palabras de amor cuanto, y mucho más urgentemente, por los dardos contra los varios Acab y Nembrod, y por el éxodo de la esclavitud de Egipto. Let my people go, gritando a todos los oprimidos, “sin separación o diferencia de pueblos y de fe”, como dijo de nuevo Thomas Munzer» (p. 52). Pero  «la Biblia conduce también las partidas de los poderosos que nunca se dirigieron con el corazón hacia el pueblo y a sus spiritual: aquéllas se juegan al contrario by Jove (bajo una imagen de Yahvé muchas veces entendida como Júpiter o Dios-César)» (p. 52).

Verdadera y falsa desmitización

Bloch, después de haber criticado la vulgaridad de un ateísmo positivista, critica la indiscriminada desmitización de la Biblia llevada a cabo por la crítica liberal, deteniéndose de modo particular en Bultmann. Distingue entre fábula y leyenda; las primeras, habitualmente, animan y empujan a volar; las segundas sirven para adornar la presión que subyuga, añadiendo el temor que somete a la potencia de los señores. Pero, no obstante, los mitos tienen algo de positivo, son capaces de hacernos sensibles a la cualidad: «Esta visión cualitativa vive en aquellos sentimientos —que en el fisicismo han perdido el objeto y la patria— de belleza, de sublimidad de la naturaleza; vive en sus imágenes y en sus afirmaciones pictóricas y poéticas, lo cual, aunque esté pasado de moda, siempre pone un problema en las relaciones de una física que ha llegado a ser completamente extraña a la cualidad» (p. 74).

Con esta perspectiva, critica la desmitologización de Bultmann y el trascendentalismo  «mítico» de Barth. Contra el primero escribe: «El discurso de Bultmann permanece, después de tanto tiempo, todavía discriminante, desde que en 1941 unió la desmitologización (es decir, la moderna conciencia científica) con el existencialismo de tipo heideggeriano (es decir, con la moderna situación de fondo del ser-siempre-mío). Lo único que resiste a aquel avance de cristianos de este tipo es el pequeño obstáculo personal de este siempre-mío de su bíblico ser puesto en cuestión que es un hecho típicamente individualista... la Escritura habla a partir de la existencia, de lo contrario no dice nada, es más no habla nunca “sobre alguna cosa”. Y cuando sucede esto último, inevitablemente será sólo precientífico o mítico, y, por tanto, según Bultmann, científicamente absurdo, cristianamente una torpeza mundana y, en verdad, no una autocomprensión» (p. 76).

De Barth, toma Bloch la frase: «Dios pronuncia su eterno no en relación con el mundo». De este modo, Barth permanece como el más radical trascendentalista en cuanto que somete el hombre a Dios:  «Dios aparece de este modo como el ideal hipostasiado de la esencia humana que no ha sido actuada todavía en su realidad; aparece como entelequia utópica del alma, exactamente como se imaginaba que el paraíso fuera una entelequia utópica del mundo divino» (Prinzip Hoffnung, 1959, p. 1522) (p. 85).

A continuación, Bloch examina con particular interés la tesis escatológica de Weiss y Schweitzer, según los cuales el hecho de que Jesús creyera en la inminente llegada del fin del mundo, demuestra lo infundado de sus pretensiones divinas y mesiánicas. Pero Bloch no opina lo mismo, aunque no cree en absoluto que Jesús sea Dios. «Esta estabilidad total y absoluta por lo que se refiere al mito, elimina del concepto mesiánico no sólo a todo Mesías de carne y hueso (el anti-Yahvé de Job), sino también toda visión del futuro total engendrada a partir del género apocalíptico (...). En estas conclusiones se puede ver la importancia de que precisamente la persona del rebelde, con el mito de la promesa apocalíptica, pertenezca implícitamente a la exégesis bíblica. Se ve cómo, en realidad, la luminosa claridad de estos mitos ilumina con eficacia decisiva algo semejante que les está de frente y vive en lo mesiánico que está escondido completamente en el interior, y también fuera de la Biblia: en otros mitos en los que late la “luz de su furor”, que sólo necesita para resplandecer las palabras «yo hago todo nuevo» pronunciadas únicamente en la Biblia» (p. 91).

Sobre la relación entre el marxismo y la religión

Citando a Lucrecio: «El temor ha engendrado los dioses», Bloch examina brevemente la posición marxista frente a la religión entendida como opio del pueblo: «El opio del pueblo se continuó fumando siempre, y al final toda la fe tomó el aroma. Y la fe no habría sufrido tantos ataques si la Iglesia no hubiera estado tan dispuesta a declararse de parte de las potencias dominantes, cuando no compitió con ellas para obtener el primer puesto en el poder como ocurrió en el Alto Medioevo. Cuando se trató de mantener sujetos a los siervos de la gleba y en un segundo momento a los esclavos del salario, el aturdimiento vino en ayuda del opresor, sin negarle nunca nada» (p. 93). Los iluministas sacaron la conclusión de que la religión es una invención de los curas, pero Marx indagó más a fondo y comprendió la extrema importancia de la función ideológica de la iglesia en la sociedad de clase más avanzada y reactivó el antiguo ímpetu del iluminismo contra el engaño, que no se entiende como intencional y subjetivo, sino más bien como objetivo y socialmente ineluctable. «En todo este importante radicalismo contra la iglesia de los señores (con todo el opio del pueblo que contiene, como cualquier otra religión instituida precedentemente), hay —precisamente en el pasaje del opio y en toda la crítica de la religión de Marx— todavía «otro elemento» hacia el que el marxismo vulgar ha mirado lo menos posible. En efecto, la verdadera frase del opio del pueblo está en un contexto igualmente verdadero, y todavía más profundo de cuanto quieren y toleran los marxistas vulgares. Por esto, han separado, aislándola completamente del contexto, la frase del opio; pero ésta, en la Introducción a la crítica de la filosofía hegeliana del derecho, dice: “la religión es la realización fantástica de la esencia humana, cuando la esencia humana no posee alguna verdadera realidad (...). La miseria religiosa es a la vez la expresión de la real miseria y la protesta contra ella. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón, como el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo”[1]. Es éste, pues, el contexto completo, en el que están presentes el  «suspiro» y la «protesta» contra el mal estado presente y su voz clara no habla sólo de adormecimiento. Contra toda vulgarización se ha podido sacar a la luz que la predicación en la guerra de los campesinos alemanes significaba algo más, y algo diverso, de un  «velo religioso» (como pensó después Kautsky), y que en cambio «también» este tipo de prédica descendía de la Biblia como si fuera una religión no reducible a la sola religión, al ligamen con el pasado. Y esto mientras que al contrario sus ilustres intérpretes eclesiásticos han brillado, casi sin excepción, por sus intentos de enterrar la libertad» (p. 96).

El principio hermeneútico de Bloch

Se puede decir, sin duda, que Bloch ha decidido previamente qué debe encontrar en la Biblia y qué debe excluir, antes de leer el texto: «Una crítica del texto no puede ser de ninguna manera neutral como la crítica homérica, más bien se ingeniará para dar un fin a la filología: nemo audit verbum nisi spiritu libertatis intus docente» (pp. 107-108). Así le es posible declarar a priori que cualquier texto que someta el hombre a Dios es una interpolación. «Lo que pertenecía a la tradición oral había mantenido en gran parte su autenticidad. La idea de que se debía permanecer fiel a la palabra había entrado a formar parte de la mentalidad de muchísimos oyentes: era también una costumbre. Pero cuando se comenzó a repetir (aquí diremos transcribir) y, sucesivamente, a recomponer los escritos, todo cambia. Estamos frente al texto corrompido» (p. 103). El autor principal de esta corrupción, según Bloch, habría sido Esdras,  «cuando quiso aislar del modo más puramente teocrático el viejo «libro de la ley» nacido en los tiempos de Moisés (...) para el sostenimiento más servil de la trascendencia divina» (pp. 105-106). Algo parecido sucede con el Nuevo Testamento. La vida de Jesús habría sido adaptada por la comunidad en base a la teología de San Pablo, que inventó la paciencia de la cruz (cfr. pp. 106 s.): «Se ve bien en los cuatro evangelios que fueron mitigados en gran parte para adaptarlos a la misión y a la vida de la comunidad que se estaba formando» (ibíd.).

La prueba que «demuestra» su afirmación sería la presencia de dos lenguajes que él considera antitéticos, a partir de los cuales se puede obtener el verdadero mensaje, que aflora pese a la adaptación introducida: «Es la observación crítica de las fracturas la que lo hace sobre todo reconocible, a partir de aquellos elementos de revuelta comprensibles y que no se pueden suprimir como en el libro del Éxodo, el instrumento para llegar al eje no-teocrático de la Biblia. Manifiestamente existe, pues, una Biblia subterránea, contra y ultra todas las iluminaciones heterónomas, los parámetros del teócrata. Y existe el homo absconditus del eritis sicut deus hasta el hijo del hombre y su trono celeste, trascendente en cuanto reino escatológico: esto fue obra de la verdadera Biblia pauperum (...). También la Biblia tiene un futuro, pero sólo hasta que y en la medida en que con él es posible trascender sin trascendencia. Renunciando a aquel superior puesto allá arriba en el cielo de Zeus y asumiendo en cambio el rostro de nuestro verdadero instante (nunc stans), el  «rostro desvelado» potentialiter de aquel que está delante de nosotros. La visio haeretica que se reclama para la Biblia existe, por tanto, también en ésta: sobre todo existe más en ésta» (pp. 113-114).

Liberación de la teocracia

Con estas premisas, Bloch se dedica a hablar del Antiguo y del Nuevo Testamento, deteniéndose exclusivamente en los pasajes en que según él aparece esta visio haeretica: en el Antiguo Testamento los episodios de la serpiente, Caín, la lucha de Jacob contra el ángel, la torre de Babel, el Éxodo, algunos profetas y especialmente se detiene en Job.

¿Cuál fue el pecado de Adán? Bloch, responde: «Conocer el bien y el mal, ¿no es quizá el mismo nacer como hombres, fuera del mero jardín de los animales al que los mismos Adán y Eva pertenecían todavía? (pese al castigo impuesto por Dios y a las interpolaciones de los yahvistas) no se consigue cegar del todo bien el esplendor de libertad de este pasaje, el más extraordinario de la Biblia que hemos llamado subterránea» (p. 118).

Bloch ve en el ángel que lucha contra Jacob una rebelión contra el temor demoníaco tal, que raramente se encuentra algo semejante fuera de la Biblia (cfr. p. 119), pues fue una lucha contra Yahvé «que terminó bien, sin castigo» (p. 120). Con la torre de Babel «se muestra la maldad de los hombres bajo un aspecto diverso de creación y de progreso; para poder alcanzar la fama se construye una ciudad y una torre cuya punta toque el cielo (...) el pensamiento de Babel se liga exactamente, en su querer crear como Dios, al consejo de la serpiente del paraíso —es decir, al querer resultar, querer ser como Dios— y por eso es rechazado por la teocracia aprovechando las confusiones lingüísticas y la dispersión en todos los países» (p. 120).

Además, según Bloch, en la Biblia se encuentra un Dios que ama los sacrificios, especialmente los sangrientos; es despiadado y somete a los hombres; es el Dios de Abel, el Dios que ordena a Abraham el sacrificio de Isaac. Pero existe también en la Biblia la imagen de un Dios que  «sale» de sí mismo, que se autoanula; es el Dios de Caín, que le protege con una señal, que le bendice con una descendencia poderosa: «El Caín que ha sacrificado sólo los frutos del campo y por esto ha caído en la ira de Yahvé que prefiere más bien beber la sangre, el mismo Caín del discurso olvidado no es acorde con el Cain que mata. En cierto modo están tan poco sintonizados como el Dios salvador con el Dios que maldice y bebe la sangre; la diversidad en las imágenes de entrambos es incalculable» (p. 122). Es patente la distorsión del texto efectuada por Bloch: a) en todo el capítulo no se habla de la ira de Dios, sólo se habla de la ira de Caín al ver rechazada su ofrenda; b) Dios acepta el holocausto de Abel no porque sean animales, sino porque le ofrece lo mejor que posee, mientras que Caín sólo le ofrece algo de entre los frutos de la tierra; c) Dios concede a Caín una enorme descendencia, necesaria para la multiplicación de los hombres sobre la tierra, pero esa descendencia está fuera del linaje del pueblo escogido.

Abraham —continúa Bloch— encuentra la imagen de un Dios salvador que sustituye el hijo con un cabrito; los profetas se levantan contra los sacrificios: «Yo odio y desprecio vuestras fiestas, no me agradan vuestras solemnidades. Si me ofrecéis holocaustos y oblaciones no los aprecio; no miro siquiera vuestros sacrificios de víctimas cebadas» (Amós 5, 21-22). A la voluntad humana de progreso correspondería una mutada representación de Yahvé.

Pero para Bloch la transformación mayor de la imagen de Dios habría tenido lugar en el monte Moria cuando declaró a Moisés su nombre: «Eh ‘Je ascher eh’ je, yo seré lo que seré». Es la palabra que conduce fuera de la aflicción de Egipto y muestra  «el espíritu rebelde prometeico y mesiánico de una Biblia que ya no discurre sólo bajo la tierra, sino que obra en el Moria de un Eh ‘Je ascher eh´je que fue descubierto en medio del camino» (p. 124). También aquí se distorsiona la traducción del nombre de Yahvé. En la lengua hebrea no existen como tales los tiempos de futuro y presente en los verbos. De aquí que para indicar el presente se usa la única forma existente que corresponda también al futuro. Por eso la traducción correcta del nombre de Dios es Ego sum qui sum: yo soy el que soy. Bloch no acepta esta traducción, pues con ella se indica la misma esencia de Dios: Acto Puro de Ser, que implica la inmutabilidad perfecta. Si se aceptara esto, entonces Dios no podría ser, como pretende Bloch, una imagen producto de la alienación de los hombres; imagen que evoluciona a medida que van evolucionando también las diversas situaciones alienantes de los hombres. Pero si Dios no es (si no es Dios) cuando habla a Moisés, cualquier explicación de ese pasaje bíblico se hace imposible, contradictoria, absurda.

Los diez mandamientos también supondrían —según Bloch— una nueva victoria sobre Dios y su arbitrariedad. El hombre ya no es esclavo de Dios, sino que establece pactos, en espera de liberarse de El por completo: «Los diez mandamientos hipostasían un “médico de Israel”, no el omnipotente autócrata que puede exigir también lo contrario de su séquito de esclavos» (p. 125).

Pero el Dios de Moisés no era todavía en sí mismo, era sólo en las promesas (pero promesas ¿de quién?). Con los profetas se da otro paso adelante: aumentan poderosamente la predicación moral y social. La religión ya no es sólo opio del pueblo, sino revuelta social, y, junto a esto, la responsabilidad personal del propio futuro: «Los profetas enseñaron una mayor libertad de elección, que se ejercita también sobre todo lo decretado: enseñaron la potencia de la decisión humana» (p. 133). «La obra de los profetas comienza con Amós y no termina con Daniel. La simple intención apologética inicial de establecer una relación entre Yahvé y la catástrofe de Canaan fue, de este modo, extraordinariamente superada. Del Dios de la liberación surge un Dios de la moralidad, un Dios ideal cuyas propiedades debían ser realmente modelo para los hombres (...): “Quiero crear un nuevo cielo y una nueva tierra, que no nos recuerde más el pasado y ni siquiera suframos por él”... No se consiguió establecer el fatum como tribunal del derecho divino, pues el mundo presente, tan lleno de sufrimientos que llevaban el rostro de la injusticia, lo contradecía cada vez más. Y no obstante todo, aún insistiendo en la equivalencia de la relación culpa-expiación, la justicia, de ser una apología de Yahvé, se transformó en un arma contra Él. La equivalencia entre lo que el cielo envía al pecador en este mundo y al justo en el otro, aparecía más que nunca falsa y estridente; en el antiguo Israel, antes de Daniel no se había ofrecido un arreglo de cuentas en el más allá, con el que amedrentar duramente al malvado que vivía en el bienestar y con el que consolar amablemente al que estaba en la miseria. Así, Job, puesto a prueba y examinando su propia conciencia se enfrentó con todas sus fuerzas contra el destino determinado por Dios, que no le parecía de ninguna manera equivalente; lo cual, no habría ocurrido si, antes de él, el Éxodo, la nueva providencia, no hubiera continuado en los profetas» (pp. 132-133).

Bloch entra a continuación en su disquisición sobre Job: lo presenta como un hombre engañado violentamente que, al ver su situación, duda y niega que Dios sea justo: ahora él ya no busca la causa de sus infortunios sólo en la propia debilidad y en la propia culpa:  «La cuestión de Job desde entonces no ha callado nunca: ¿donde está Dios aquí?» (p. 146); «... precisamente en el Libro de Job comienza la extraordinaria inversión de valores, el descubrimiento de la posibilidad utópica en el interior de la esfera religiosa: el hombre puede ser mejor, puede comportarse mejor que su Dios. Job no se ha salido sólo del culto, sino también de la comunidad» (p. 148).

Según Bloch, en el Libro de Job se condena la teoría de la culpa-expiación como explicación de los males, y también la teoría del premio más alto en la otra vida: «La conciencia moral de Job es un sostén más que suficiente contra Yahvé, el juez discutible, y contra los amigos, jueces discutibles como él (...). Y si eso no bastase, siempre tiene valor la tesis de que un dios que haya merecido este nombre no debe castigar ni salvar, y mucho menos debe juzgar lo que está escondido en el hombre en quien no hay ningún engaño. Un hombre supera, es más, resplandece por encima de su dios: ésta es, y permanece aún, la lógica del Libro de Job, no obstante la evidente rendición final. La categoría originaria del Éxodo continúa operando aquí, en la más potente de sus transformaciones» (p. 149).

Job apela, en su impotencia, a un salvador, que habría que entenderlo —según Bloch— como un «vengador de la sangre»; el pariente o heredero que tiene el deber de vengar un asesinato. Este vengador aparece como un Dios que, sin embargo, se contrapone al Dios injusto que ataca a Job:  «El amigo que busca Job, el pariente, el vengador no puede ser el mismo Yahvé, contra el cual llama Job al vengador» (p. 154). «En definitiva: la intensidad plena del mesianismo aparece como totalmente antitética a una disposición dada del mundo. La respuesta a las preguntas de Job, a sus desesperaciones y a sus esperanzas de un cambio de su ser, se da en el reino del vengador, que está unido con la propia buena conciencia sólo allí y, de lo contrario, en ningún otro lado» (p. 154).

En opinión de Bloch, el Libro de Job ha hecho unas preguntas tales a la justicia de Dios, que ninguna otra teodicea teocrática puede ya sostenerla; pero eso no nos puede hacer concluir precipitadamente que «Dios no existe», pues así se eliminarían todas las preguntas de Job: «El Dios de que habla Job es religioso, precisamente porque no cree en él. No cree en nada, excepto en el éxodo, y en el hecho de que humanamente todavía no se ha dicho la última palabra por aquel que viene a vengar la sangre y a detenerlo, es decir por el hijo del hombre mismo, y no por el gran señor» (p. 161).

Aut Caesar aut Christus

«Una señal de nuestra buena causa se llamó y se llama Jesús» (p. 165). Para poder decir esto, Bloch debe eliminar tantos pasajes del Evangelio que contradicen explícitamente su tesis; no desdeña, naturalmente, toda la ayuda que le ofrece la crítica liberal, más todavía en este caso, donde no puede invocar un Esdras que rehaga un texto para uso y consumo de la autoridad constituida.

Bloch interpreta el mensaje de Cristo en clave apocalíptica y política: «La predicación de la montaña en que se llama bienaventurados a los mansos y a los pacíficos no va dirigida a los días de la lucha, sino al fin de los tiempos, que Jesús creía ya vecino de acuerdo con la predicación de Juan el mandeo; de aquí se sigue la relación instantánea y asimilativamente inmediata con el reino de los cielos» (p. 166). Según Bloch, Jesús quiere la subversión, y en este sentido interpreta el texto:  «No he venido a traer la paz sino la espada» (Mat 10, 34). «La misión en verdad era dulce, pero de ningún modo se entendía como un puro hecho interior, como se quiso hacer aparecer una vez que fracasó. En efecto, a la entrada en Jerusalén recibió el hosanna que era el viejo grito del rey del pueblo. Eso era claro políticamente, porque se enviaba contra Roma: “sea alabado el reino de nuestro padre David” (Marc 11, 10)» (p. 169). La misma palabra Evangelio tendría un significado inequívocamente político: una curación prodigiosa de toda la tierra: «la buena nueva se anuncia a los pobres».

Quedaría por explicar las dos frases de Jesús: «El reino de Dios está en vosotros», y «Mi reino no es de este mundo». Bloch afirma que la primera frase ha sido mal traducida, según él sería: «El reino de Dios está en medio de vosotros», refiriéndose a los fariseos para hacerles notar que ya estaba presente su reino en sus discípulos. Y la segunda frase, pronunciada delante de Pilatos, tendría sólo un sentido dispersivo y no trascendente. Además, dice Bloch, esta frase sólo la trae Juan, mucho tiempo después de la muerte de Cristo y ya en época de persecuciones: es decir, esta frase la habría transcrito San Juan con fines políticos: «Es dudoso si el pasaje de Juan ha salvado a algún cristiano delante de Nerón: lo que es seguro es que al final sirvió para esfumar del todo las pretensiones terrestres del cristianismo» (p. 174).

Pero Cristo habría puesto un dualismo entre este mundo y aquél, de modo que éste permaneciera incontrastado y pudiera subsistir frente al otro mediante un pacto de no intervención. «Ni siquiera las palabras del diálogo del censo: “Dad al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios” (Mat 16, 28; Luc 21, 32) apoyan el derrotismo delante de Pilatos, aunque estas palabras hayan sido manipuladas por Pablo y completamente cambiadas de sentido por los cristianos posteriores del compromiso. El desinterés del diálogo del censo es puramente escatológico: en efecto, Cesar resulta indiferente sólo porque el reino está próximo» (p. 173).

Según Bloch, hay en el rebelde Jesús «una lucha entre este mundo presente y aquél que ha de venir en su lugar y que sufre en su interior los dolores del parto (...). Así Jesús había sido condenado por los romanos por rebelde, y el sumo sacerdote y los fariseos tenían buenas razones para temer al hombre a quien seguía el pueblo (Luc 19, 48). El hombre que consideraba toda la teocracia de los sacerdotes y la religión de la ley, estabilizada desde los tiempos de Esdras y Nehemías, como parte de un mundo maduro para la aniquilación. Este Jesús era peligroso; contra él y su radicalismo escatológico se realizó —y no se quiere decir que fuera completamente por culpa de un equívoco—una comunidad de intereses de la clase dominante judía con los opresores romanos» (p. 177).

«El mesías hijo del hombre no se presentó, pues, ni como un conservador en lucha ni como un romántico restaurador de un simple reino de David con su dios de los señores. No, se impuso absolutamente como algo nuevo por completo, es decir, como éxodo que escatológicamente cambia todo desde el principio hasta el fin: él se situó en Dios como hombre» (p. 178).

Pero pasó el tiempo y no llegó el reino. No se podía continuar siendo indiferente respecto a la autoridad, era peligroso. Pablo no se preocupó de quitar la esclavitud a los esclavos y amonestaba a obedecer con convicción a sus patrones. «Interioridad y culto del más allá comenzaron, pues a tomar el sitio del reino de los cielos que desciende a la tierra. Hasta los ricos fueron perdonados y se les aseguró el cielo, solo con que dieran limosnas». Así, San Pablo se habría ocupado sólo del reino de los cielos, que viene después de la muerte, y de este modo habría surgido la psicología de la paciencia, la justificación de la cruz a través de la muerte entendida como sacrificio: la escatología de corte conservador, que justifica todas las injusticias del mundo.

El hijo del hombre

A Bloch le gusta mucho esta expresión con la que Jesús se designaba a sí mismo. «Hijo del hombre, ben adam, significa, en definitiva, hijo del hombre originario celeste, del Adán divino. Y aquí el hijo es el que da forma a la esencia que se manifiesta en él, no es el engendrado de ella» (p. 185). «El Apocalipsis puso una escena diversa de aquella de la antigua gloria de David, puso el nuevo cielo y la nueva tierra. El simple vástago de David no se adaptaba a esta dimensión y así se ensanchó hasta aquella esencia preexistente en forma humana que corresponde, por decirlo así, geométricamente a la escena apocalíptica. Y le correspondía sobre todo en el plano del contenido en cuanto que se trataba de una de aquellas contraimágenes de Yahvé latentes desde antiguo: de la familia de la serpiente, de Caín, del vengador de Job» (p. 187). Bloch vuelve a tomar a San Pablo, y en este caso examina el paralelismo entre el viejo y el nuevo Adán interpretándolo en sentido escatológico y refiriendo el nuevo Adán al género humano.

En la figura del hijo del hombre «se unifican todos los misterios del cristianismo, libres de cualquier objetividad monstruosa y extraña al hombre. La grandeza despótica de la representación de Yahvé es eliminada, y lo que es representado bajo el Dios del éxodo alcanza la visión atea del hijo del hombre» (p. 198).

Para Bloch sólo el título «hijo del hombre» es verdaderamente escatológico. El título de Kyrios se habría dado más tarde a Jesús, por razones cultuales: «Por eso es prevalentemente a partir del más tardío cristianismo helenista cuando junto a la figura del hijo el hombre, es más, alternando con ella, entra el Kyrios Christos, semejante al emperador y adorado en el culto divino...» (p. 202). Pero, «la figura del hijo del hombre permaneció entre los pobres, en aquellos que se rebelaban interiormente y sobre todo exteriormente contra cualquier cielo del que el hombre estuviera ausente...» (ibid.).

En Cristo tendría lugar el verdadero éxodo de Dios de sí mismo. Jesús se autoposesiona del lugar de Dios, sin dejar residuos: «El Padre y yo somos la misma cosa». «Aunque en el Evangelio de Juan parece que lo escatológico cede frente a lo protológico (...) esto es verdad sólo en la medida en que el logos (...) se interpreta exclusivamente como el Alfa de un mundo diverso del creado, porque emerge con Cristo sólo al fin de este mundo creado por otro mundo. Lo está, pues, conectado y fechado anteriormente por un Creador originario del mundo presente, pero en modo inverso: el verdadero proton de la luz originaria (...) es precisamente el escaton de un segundo Génesis y a través del logos Cristo. Así el logos Cristo resulta verdadero creador de una nueva criatura, que forma a los hombres según su imagen y es, por tanto, odiado por el príncipe de este mundo (Ioan. 16, 11): pues esos no son del mundo, como yo no lo soy (Ioan. 17, 14) (...). De este modo el cuarto Evangelio en su poder espiritual alcanza el punto decisivo en relación con todo lo precedente, y consecuentemente es el de más peso contra toda idea de Dios de los señores» (p. 206).

Según Bloch, Jesús no esperaba la muerte que padeció: «Cuando había asegurado a lo discípulos que alguno de ellos habría visto el reino ya vecino, no quería ciertamente excluirse a sí mismo. El nuevo Moisés no pensaba morir a las puertas de Canaan, precisamente porque él era el Mesías con la buena nueva» (p. 208). Cuando Cristo murió, tuvo lugar el paradójico despertar de un sueño en la resurrección: «En los primeros discípulos se sentía fuertemente el “no querer que fuese verdad” la muerte de Jesús, en virtud del afecto creciente y del activo pathos que su persona creaba: este alma no puede pasar y su esperanza no nos deja anonadarnos» (p. 210).

Pero todo esto no podía durar mucho, no sería para los que no habían visto a Jesús, y, por tanto, se tuvo que construir una teología de la muerte de Cristo: el martirio que paga la deuda, con la compensación de una resurrección más allá de la muerte. «Precisamente fue Pablo, ya extraño a los cristianos primitivos, el fragmento tan paradójico, pero necesario, para la misión entre los paganos, en que esta inversión se ha cumplido: Jesús no es el Mesías a pesar de la cruz, sino que lo es precisamente gracias a la cruz» (ibíd.). De este modo se sancionó la paciencia de la cruz tan digna de ser recomendada a los oprimidos y tan agradable a los opresores; que corresponde con la incondicionada obediencia a la autoridad como si en sí y por sí proviniera de Dios.

La ascensión de Cristo podría parecer una exaltación en los cielos, propia del aspecto teocrático de la religión, pero en realidad —dice Bloch—, la potencia de esta ascensión no consigue eliminar de la conciencia de los creyentes al no-señor: «Es éste el motivo por el que la frase de Jesús: “El Padre y yo somos uno” tornó literalmente a casa también después de pasar a través de la ascensión, porque había asumido un significado completamente usurpador. El hijo del hombre no se ha abierto camino sólo a través del mito del hijo de Dios, sino que ha llegado a ocupar un escaño en su trono, “a la derecha del Padre”: y el tribuno que se sienta ahora en el trono, por este mismo hecho, lo destruye» (p. 217).

Y «no sólo siguió con la mirada la ascensión del Señor que no quería ser tal, sino que se esperó el regreso (...). Jesús aparece aquí bajo un aspecto divino diverso al sermón de la montaña, es más, aparece precisamente en el sentido de Job, como el vengador de la sangre (...) los que están abajo son levantados, y los que están en alto aniquilados» (p. 219).

En la Parusía se representa el movimiento contrario a la ascensión. La Nueva Jerusalén descendería hacia los hombres: «Su esplendor es idéntico al de la gloria divina: en Cristo, pues —y en esto se diferencia completamente de los fundadores de religiones no mesiánicas como Moisés o Mahoma —no hay una semejanza con Dios, omoiousia, sino que hay igualdad con Dios, omousia, que triunfa hasta el final, es más que triunfa precisamente al final» (p. 220).

Aut logos aut Kosmos

En este largo capítulo, Bloch reúne varias intuiciones que distinguirían la verdadera Biblia del mito astral, con divagaciones sobre el vuelco antropológico efectuado por Feuerbach; mito que Bloch interpreta como el signo de la presencia de un deseo innato en el hombre hacia su esplendor escondido en lo más íntimo del hombre. «El hombre es, pues, recuperado del más allá y no encuentra un significado general simplemente burgués, pero tampoco simplemente naturalista o terrestre. Una teoría del deseo de la religión envuelve exactamente un acto que supera, un acto utópico, que no abdica en el sujeto ni aun cuando toda su plenitud hipostasiada en el más allá es ilusión» (p. 268).

En la historia ve Bloch que el hombre se separa de una transición absolutizada, para completar el  «desde-donde» con un «hacia-donde»: «El hombre originario en toda su perfección sólo puede ser el producto final, y no un punto de partida del desarrollo, mientras de modo contrario, su inicio consta sólo de lo indeterminado y de lo no-cumplido» (p. 273).

Para Bloch el verdadero objeto alfa-camino-omega aparece sólo en la Biblia, entre el principio que crea y el que separa: «En lugar de la emanación se afirma la creación, y en su lugar surge—por lo menos fuera de la evolución —un salto y un éxodo, en lo totalmente nuevo. El principio que ha creado este mundo no puede ser el mismo que conduce fuera de él (...). Lo nuevo que en los profetas y en el Nuevo Testamento mira hacia el futuro no es conciliable en absoluto con un Dios padre y hace imposible cualquier retorno del omega esperado en el hipostasiado Deus Creator» (p. 274). El elemento alfa sería completamente contrario al mensaje bíblico y, por tanto, una interpolación: «La historia de la creación como tal, concerniente a un Yahvé-Ptah, no es, pues, de origen israelítico, sino casi exclusivamente egipcio» (p. 274).

Para hablar de creación, de acuerdo con el topos del futuro, hay que remontarse al Spiritus Creator, a Pentecostés. Sólo los espíritus superficiales pueden ver en ella un simple «despertar del espíritu nervioso». «El elemento que distingue este suceso de todos los éxtasis precedentes es que su carácter sonámbulo no está montado a la medida de una aparición de Jesús. Más bien el texto de carácter extremamente logosmítico (anti-astral), salta del Dios hijo a la tercera persona, el Dios-Espíritu Santo (...), este ser en el pneuma, totalmente nuevo, resulta particularmente cargado de consecuencias: resulta, pues, futuro máximamente futuro (...) transponiendo la verdadera fiesta de Pentecostés a los “últimos días”, a los últimos tiempos de la historia humana» (p. 276). «El infinitamente grande de un principio que crea se pierde, con el futuro Veni creator spiritus, en el infinitamente pequeño de un principio que necesita de todo y está sólo en su inicio (...). En el hombre y en su historia se alcanza el frente decisivo, todavía abierto a la nada y al todo, a la frustración y a la plenitud (...). El estar en camino, igual que en fin mismo, no ha encontrado todavía una conclusión, a diferencia de lo que sucede en el mito astral y en las “leyes eternas férreas”. Forman parte del enorme topos que se abre hacia el adelante, en el gigantesco topos del futuro cargado de válidas posibilidades reales-objetivas, posibilidades de nacimientos, de formas y de conclusiones para experimentar (...). Y sólo aquí, en la más próxima de las cercanías, en la más inmanente de las inmanencias se esconde el misterio, desconocido para sí mismo, en la presencia de un mundo, el misterio del “para-qué-fin” y del fin de su presencia (...). Su no saber de sí es el verdadero impulso-fundamento para la manifestación de este mundo y es el tormento, la fuente, la cualidad de su materia que en todo tiempo permanece todavía cargada de utopía» (p. 277). La verdadera génesis no está al principio sino al final, «el día en que ya no será el sol el que resplandezca, sino el cordero, y en lugar de la estática “naturaleza” surgirá el eschaton “reino”» (p. 280).

El ataque a la creación y al mundo astral, fijo en la naturaleza, no quiere ser un espiritualismo que niega la materia. Contra toda eliminación espiritualista del mundo, se piensa en el nuevo cielo y en la nueva tierra, con una materia capaz de novedad absoluta: «En la Biblia faltan la luna y el sol, y el hijo del hombre es la única lámpara sobre este suelo al igual que en el firmamento de la “naturaleza” que viene aniquilada en favor del “reino”, pero que al final será desvelada en su escatológica verdad. Es pensado como la definitiva no-alternativa de cosmos y Logos en las fantasmagorías de la apocalíptica y sobre todo en las imágenes del Génesis totalmente nuevo y contrarias (...). Todo eso va contra todo docetismo que sólo conoce el puro espíritu, y quiere la transformación total del mundo, donde el hombre pueda vivir como en una realidad ya no extraña para él» (pp. 285-286).

Al materialista Bloch le repugna el materialismo vulgar que reduce todo a raíces mecánicas: «¿No es quizá cierto que la unión de lo antropológico y de lo material (“anima” y materia externa), es sorprendente sólo allí donde no se conoce otro concepto de materia que no sea el mecánico tan corriente en la visión burguesa? (...). Aristóteles introdujo en el concepto de materia el concepto de lo posible objetivamente real, tan importante y sólo desde hace poco tiempo comprendido, según el cual la materia además de condicionar mecánicamente las manifestaciones como kata to dynaton (“según la medida de lo posible”), representa sobre todo el verdadero dynamei on, el “ser en posibilidad”» (p. 289). Según Bloch, hay toda una izquierda aristotélica que supera el concepto de materia como cera pasiva y privada de determinaciones, para resultar Materia, madre autofecundadora de todas las cosas.

Fuentes del coraje de vivir

En este último capítulo, Bloch se plantea el problema del mal y de la muerte. Para Bloch el iluminismo consiguió liberar al hombre de la superstición, y de los males aportados por los curas. Pero, una vez que acabó con el oscurantismo, el iluminismo se engañó pensando que podía vivir en el mejor de los mundos y que el mal todavía existente era una especie de subnaturaleza subjetiva que la ciencia había de eliminar. «Si se quiere situar la lucha de manera radical no basta la denuncia subjetiva de la locura y del instinto de agresión, ni tampoco basta la denuncia social-objetiva de las represiones, de las guerras y de todas las inhumanidades del sistema clasista de producción y cambio: así no se aclaran fenómenos como Auschwitz» (p. 300). El mal, para Bloch, es el mal social, que el iluminismo no sólo no ha eliminado, sino que lo ha provocado sistemáticamente. Su visión de la esperanza le lleva a concebir el mal de modo hegeliano, como presente en el proceso de la historia; no existe ningún proceso histórico que no lleve en sí algo que no debería llevar y que continúa amenazándolo. «Sí, ¿qué sería y “con-qué-fin” se afirmaría el primado militante del principio esperanza si éste no se fundara en el postulado del todo, en el postulado de la posible plenitud total, si no tuviera una relación constante, y aún no cumplida, con la nada y, por tanto, con la frustración definitiva del todo, siempre posible? ¿Cómo, si no, habría podido el Omega apocalíptico, el Omega de la esperanza, “acercarse” y tender a la visión final que nos es todavía extraña, sin el fondo tenebroso del mal examinado fenomenológicamente en la apariencia anticipada de su triunfo, sin su “muerte”, ¿dónde está tu aguijón?; infierno, ¿dónde está tu victoria?» (p. 307).

Bloch dice en más de una ocasión que la muerte es la realidad más antiutópica: la muerte parte la vida; tampoco el suicida renuncia a querer más de esta vida; él sólo reniega de la condición bajo la que se ha desarrollado su vida, y afirma de este modo, paradójicamente, su continuidad (cfr. p. 309). Siempre se ha recurrido al más allá para confortar la vida que se pierde; pero poco a poco este más allá ha perdido su atractivo; el mundo burgués ha debido sustituir el más allá con el circense: «Para que no prorrumpiera el coraje de vivir de la contradicción (...) como diversión sellada y la nueva alegría en sus esquemas» (p. 309). Pero existe un homo absconditus, un núcleo escondido todavía en el que el hombre puede llegar a ser verdaderamente inmanente a sí mismo y superar cualquier forma caduca de vida, cualquier realidad particular ligada a su yo singular y superficial (cfr. p. 310).

Con el impulso de Cristo los hombres hicieron propio el sentimiento vital de aquellos que no esperaban ya nada del estado de este mundo: «Desde entonces en adelante surgió un trascendente tan poco íntimo que hizo explotar la imperturbabilidad estoica en el vivir y en el morir mismo (...). “Vida eterna”, aunque esta categoría para el hombre, que hoy es habitualmente no-místico, ilumina más allá de la muerte y no la parte, el núcleo profundo de las afirmaciones de Agustín y de Erchardt significa un no-todavía-manifestado en el hombre y en la parte de su mundo interior. Y eso sucede tanto cuando este núcleo está todavía fuera de los confines de todas nuestras manifestaciones precedentes y, por tanto, también en su resultar caducas, como cuando indica verdaderamente la dirección última del más profundo coraje de vivir, sirviéndose de aquel “preludiar” suyo tan digno de mención, de “aquel iluminar anticipador” suyo, de aquel poder aparecer antes aunque sin manifestarse suyo; es decir, hacia un spero ergo ero que mira hacia adelante de sí, en el centro. Precisamente hacia la fuente de la utopía, hacia un final que no destruye, sino que lleva consigo nuestra esencia» (pp. 311-312).

«Por lo que respecta a este Omega, su chorus misticus corresponde a aquel de la llegada del cristianismo y tiene por solución lo humanum puramente liberado. Probablemente el advenimiento cristiano es el último mito no penetrado todavía, pero a la vez es la última señal que anuncia un resultado: el de los hombres vistos como “alegría eterna”, el de la naturaleza reunida como “Jerusalén celeste”. Y no menos lo mesiánico es en todas partes el último sostén de la vida, y a la vez, el último originado por la verdad que ilumina utópicamente. Los hombres demasiado inteligentes consideran todo eso una locura, los demasiados píos se hacen una casa prefabricada, mientras que para los sabios el sentido utópico es el más sólido problema real del mundo mismo, del mundo no liberado. Y así, también la vida tiene el sentido que surge en el descontento, en el trabajo, en el rechazo de lo que consideramos adecuado, en el presentimiento de aquello que nos es conforme; traspasando sin exaltarse» (pp. 313-314).

Bloch vuelve a afirmar que Cristo no conoce la paciencia del cordero; el ansia de Getsemaní indicaría que Jesús no sabía nada de la teología de la muerte expiatoria impuesta por San Pablo, y que ni siquiera podía aceptar subjetivamente la afirmada necesidad de su muerte. «El catastrófico abandono de la cruz (...) se parafraseó precisamente en la desesperación y en la acusación de aquellas palabras —las únicas, en el Nuevo Testamento, pronunciadas en lengua aramea y no griega—: “Eli, Eli, lama sabachtani; Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” (...) en su tono, a lo Job, no son en ningún sentido mitigadoras, sino una agudización de la antítesis, porque aquí está el mesías, el hijo del hombre, que desde la última fuente del coraje nombró al Dios que él mismo por sí y con sí había depuesto, el Dios del total abandono y de la muerte. Inevitablemente en el sucesivo y repentino cambio se levantó contra todo esto el mito del deseo-resurrección, con la fuerza del misterio del deseo que está contenido en esto» (pp. 316-317).

Bloch no se detiene en una idea de la inmortalidad conquistada con la gloria entre los hombres, para permanecer en el recuerdo de ellos también después de la muerte. «Si nuestro núcleo —un homo absolutamente absconditus, en el que estaba cerrado el único misterio genuino, el misterio de nuestra inmediatez más próxima— no se ha objetivado nunca, entonces no puede, pues no ha nacido aún realmente, ni siquiera realmente desvanecerse. Es más: eso que en toda su cercanía próxima, en toda su más profunda profundidad no ha sido todavía llevado a la luz de nuestro ser, este homo intensivus et absconditus, precisamente porque expresa el no haber llegado a ser todavía está todavía netamente fuera del territorio del ser aniquilable por la muerte. De modo semejante, el fuego de nuestro existir, en el que todavía no ha entrado ningún individuo presente, está a la vez no encontrado y no apagado. En conformidad con esto: que tampoco la partida a través de la muerte puede reducir esta X a la nada, mientras exista una ruta, un proceso, una materia en proceso en el mundo como mundo (...) precisamente por el non omnis confundar del ser humano que espera fuera de los confines, del ser de la humanidad en verdad» (p. 320).

Se llega así a la conclusión. Marx habla de un sueño que no se puede omitir, como un futuro en el mismo pasado, que señala un sentido que descolla, en lugar del historicismo paralizante y del jacobinismo que le está conectado: «Aparecerá entonces que el mundo posee desde muchísimo tiempo el sueño de una cosa, de la que sólo debe poseer la conciencia para poseerla verdaderamente» (Carta a Ruge, 1845); «pero la cosa en este “sueño de una cosa” y la conciencia que la realiza después con la praxis, es también en Marx el reino de la libertad bien o mal anticipado. Y se puede alcanzar sólo caminando por un camino derecho, y manteniéndose en la esperanza de aquellos que se acompañan con los fatigados y los oprimidos (...). Poseer el auténtico no-todavía del objeto es de modo manifiesto el deseo de su conciencia finalmente concreta y de su actividad que concretamente adelanta. Sin embargo, allí donde —en el mismo sentido en que está en germen en la frase de Marx— lo paradójico de tal concreta utopía consiste en el hecho de que lo utópico, en cuanto que finalmente concreto, no decrece, sino que, al contrario, desde aquí comienza su realidad (...) hasta alcanzar el llamado punto de perspectiva, el verdadero punto de atracción de un “núcleo” que aún nos falta en la perspectiva del sentido del proceso que fue anteriormente ligado a un Dios. A-teísticamente se une al Omega utópico: instante cumplido, eschaton de nuestra inmanencia, claridad de nuestra incógnita. Así la mirada hacia adelante ha sustituido la mirada hacia la altura (...). Y la misma esperanza, este afecto más propiamente bíblico, por su servilismo es ya indigno de nosotros cada vez que hace siervos y mira al maná que cae del cielo (...). Ciertamente donde hay esperanza allí hay también religión, pero allí donde hay religión no existe una esperanza que no esté traspuesta ideológicamente» (pp. 324-325).

Aquí Bloch se hace la pregunta final: «¿Esperanza, en qué?». Prácticamente la respuesta es: esperanza en la esperanza; «aquí se precisa la esperanza de aquella herencia posible de la religión que no se desvanece con el dios muerto. Contra el simple devenir fáctico y en conformidad con la esperanza, se atribuiría a la representación de Dios un futurum como cualidad del ser, que le diferenciaría de cualquier otra imagen divina. He aquí la cosa para nosotros, el mundo para nosotros es el sueño de una cosa sin Dios pero con su esencia esperanza: este mundo mira sólo en la perspectiva “frente”, “apertura”, novum, última materia del ser, ser como utopía (...). No hay secretos más lejanos y a la vez más próximos que aquellos del homo absconditus en el mismo mundo lleno de su real misterio, en su propio problema real, en el cómo-así, en el porque, en el “por-qué-razón” de su ser. No sólo en nosotros, y en nuestro conocimiento del mundo, estas preguntas están sin resolver en su parte más profunda, tampoco en el mundo mismo y en el proceso que le es propio; y esperan una respuesta que lleve al idéntico» (pp. 325-326).

Las últimas palabras del libro se dirigen a los marxistas y a los cristianos. «Marx dijo: “Ser radicales significa tomar las cosas en la raíz. Pero la raíz de todas las cosas (= sociales) es el hombre”. La primera carta de Juan (3, 2) dice, tomando la raíz hombre no como causa de algo, sino como determinación hacia algo: “Y no ha aparecido todavía lo que nosotros seremos. Pero sabemos que eso aparecerá, que le seremos iguales; porque lo veremos como él es. Y todo el que tiene esperanza en él se purifica a sí mismo, igual que él es puro”. El “él” a que el hombre deberá igualarse en su identidad futura hace referencia realmente al llamado padre del cielo, pero se ha pensado, debido a su igualdad de esencia, en el hijo del hombre como nuestra verdadera radicalización e identificación que puede aparecer sólo al final de la historia» (p. 328).

Bloch une estos dos pasajes para invocar un nuevo diálogo entre marxistas y cristianos. «En un pasaje de los Manuscritos económico-filosóficos de Marx (1844) (...), la mano se levanta hacia el azul y encuentra lugar hasta la “resurrección” de la naturaleza (...). El pasaje es muy conocido: “Naturalización del hombre, humanización de la naturaleza”. Una contraseña hacia el objetivo final, precisamente tan raro en Marx. Aquí discurre, no hay duda, la corriente cálida, éste es el extremo derribo de la alienación» (p. 329). El marxismo, tal como se ha reducido en nuestros tiempos, según Bloch, tendría la urgente necesidad de subrayar frases de este género; por otra parte, el cristianismo tendría sólo en él la posibilidad de separarse del mito de la trascendencia sin renegar de sí mismo. «Naturalización del hombre significa su incorporación, el salir por fin a la luz de su aquí, de su ser en sí, para una vida sin alienaciones, para el dominio de nuestro hic et nunc en su esencia, para la humanización de la naturaleza; significaría la conclusión del cosmos, que aún es inédito a sí mismo, en la patria, la antigua fantasmagoría de la nueva tierra y del nuevo cielo, que resuena mediada por la pintura y por la poesía de la naturaleza, en toda la belleza y cualidad de la naturaleza, que irrumpe saltando hacia el hombre del antiguo reino de la necesidad» (p. 330). Manteniéndose en esta dirección, el marxismo puede tomar en seria consideración el cristianismo, sin detenerse en la sola crítica al cristianismo de las teocracias eclesiásticas: «Si el cristianismo piensa todavía en la emancipación de los oprimidos y cansados, si para el marxista permanece la profundidad del reino de la libertad y se identifica realmente en el contenido sustancializante de la conciencia revolucionaria, entonces la alianza entre revolución y cristianismo en las guerras de campesinos no será la última; y esta vez esa alianza tendrá éxito» (p.331).

VALORACIÓN TÉCNICA Y METODOLÓGICA

El contenido de esta obra se mantiene en coherente continuidad con toda la producción precedente de Bloch; desde 1918, con Geist der Utopie, podemos encontrar el fundamento de todo su pensamiento, que se desarrolla en numerosas obras, de las cuales las principales son Thomas Münzer als Theologe der Revolution (München, 1921), Philosophische Grundfragen I: Zur Ontologie der Noch-Nicht-Sein. Ein Vortrag und zwei Abhandlungen (Frankfurt a. Main, 1961), y el extenso trabajo Das Prinzip Hoffnung (Berlín, 1954-59), en el que se examinan, con método fenomenológico, las múltiples manifestaciones de la esperanza en la vida del hombre y de las culturas.

Bloch nació en Ludwigshafen en 1885; desde muy pronto se apasionó por los textos de Marx, Feuerbach, Engels y Darwin; a los trece años compuso un ensayo que llevaba por título Sistema del materialismo en el que decía que «la materia es la madre de todos los seres». A los quince años descubrió a Hegel, y de él recibió una influencia tal que lo ha considerado esencial para la recta comprensión del marxismo. En el exilio desde 1933, se estableció después de unos años en Estados Unidos; en 1949 fue llamado a la Universidad de Leipzig hasta que al publicar su obra principal fue acusado de herejía y revisionismo. El libro se retiró, al autor se le prohibió continuar publicando y le fue quitada la cátedra y la dirección de la revista Deutsche Zeitschrift fiir Philosophie. En 1961 Bloch pasó a la Alemania Federal y aceptó la cátedra que le ofreció la Universidad de Tubinga: es entonces cuando comenzó su difusión y su fama, especialmente entre los teólogos protestantes, y su pensamiento ha sido en numerosas ocasiones la base sobre la que se han querido implantar los intentos de entre católicos y marxistas, con el consabido resultado de hacer marxistas a algunos católicos, y no hacer católico a ningún marxista.

El marxismo exotérico

Bloch forma parte del movimiento filosófico conocido con el nombre de «marxismo exotérico», un movimiento que nació en Alemania después de la primera guerra mundial por obra de G. Lukács, K. Korsch, él mismo y otros, como consecuencia de la primera publicación de los escritos juveniles de Marx.

Pero a diferencia de Marx, que atribuye la alienación a la explotación del trabajo, Bloch busca sus causas en razones ontológicas: el hombre está alienado porque, al igual que el universo del que forma parte, es esencialmente incumplido y tiende hacia su cumplimiento. Sólo en el proyecto de una historicización futura de la naturaleza y de una correspondiente naturalización del hombre, es posible la superación de la finitud actualmente experimentada (cfr. B. Mondin, Speranza, salvezza, infallibilita, Roma, 1972, p. 69). Hay que considerar además que la utopía de Bloch aunque se quiere remontar a la utopía marxista del reino de la libertad, tiene una base escatológica, tomada de la Biblia, con la que trata de superar la base evolucionista presente en el marxismo ortodoxo: la materia entendida como potencialidad, como «el ser en posibilidad» (p. 287), está en la base de su filosofía.

Esta posición «herética» respecto al marxismo oficial, sin embargo, no quiere ser autónoma respecto a Marx y reclama para sí el título de marxismo verdadero: Bloch demuestra que la crítica de la alienación social efectuada por Marx ha partido de la crítica de la religión, y acepta sin dudar en ningún momento los resultados «positivos» de esta crítica: para él la religión oficial —que sería la única que Marx ha considerado— es siempre mistificadora: éste es un postulado férreo, que no hay que demostrar. Pero todo su pensamiento parte de algo que él considera no expresado en Marx sobre la «verdadera» dimensión religiosa del hombre; Marx no ha podido detenerse en aquellos episodios, esporádicos pero muy significativos, en los que la religión se hace protesta, herejía, subversión, secta.

Es verdad, dice Bloch, que un hombre que recurre a prácticas religiosas demuestra su alienación, pero también es cierto que no basta eliminar estas prácticas y las expresiones religiosas para poder darle la identidad con que sueña. Es necesario conservar toda la proyección en el futuro propia de la religión, como expresión de protesta contra el mundo presente. El hombre —según Bloch— cae en la religión porque en realidad tiene en sí una dimensión que le está escondida, un «espacio utópico», un homo absconditus que sólo el futuro puede realizar y que no se puede olvidar con sólo traspapelar el problema religioso.

El principio hermenéutico

Desde el punto de vista metodológico, la recuperación de la religión, que Bloch propone para el ateísmo, se hace en base a una operación de interpretación de la Biblia. No es necesario detenerse aquí en la exégesis del texto bíblico; basta decir que Bloch se sitúa bajo las directrices de la crítica racionalista propia del protestantismo liberal, es decir, busca el contenido «original» de la Escritura, que la Iglesia Católica habría distorsionado por fines temporales. Para esta crítica utiliza todo aquello que le pueda ser útil, para después situarse en una posición propia en todas las ocasiones en que individualiza, en las «interpretaciones» anteriores a la suya, una clave apriorística que no va de acuerdo con sus intereses. Las imágenes que le son útiles (p. ej. la serpiente) las entiende en sentido simbólico; las demás estarían al servicio de la religión teocrática (al igual que todas las manifestaciones e intervenciones de Dios), y son fácilmente eliminadas como expresión de idolatría, comunes a los mitos astrales y a las otras religiones confinantes.

Lo más propio de la hermenéutica racionalista es el hecho de introducir un a priori interpretativo como clave de lectura, y en este sentido Bloch supone una cierta novedad: a partir del presupuesto marxista de la religión como instrumento al servicio de los poderosos para someter a los débiles, introduce la lectura subversiva en busca de la Biblia pauperum; la teoría de la religión como opio de los pueblos, como mistificación, se toma como criterio de lectura de toda la Biblia. Bloch declara abiertamente que no se puede leer la Biblia de modo neutral, y esto le permite «saber» que cuando habla de Dios, de obediencia, de sacrificios, etc., sólo puede hacerlo en beneficio de los poderosos; mientras que la «verdadera» Biblia, la que nació del ánimo genuino del pueblo hebreo, sólo puede ser la de la protesta. Para justificar tal lectura, Bloch necesita recurrir a un presunto —y por otra parte inmenso— trabajo de interpolaciones y manumisiones, sin preocuparse siquiera por intentar probar sus afirmaciones.

El método exegético de Bloch —partiendo del ateísmo— consiste en señalar fracturas entre expresiones de subversión y expresiones de engaño como «prueba» de que existen dos Biblias opuestas entre sí.

La caída gnóstica

Una grave sospecha metodológica sobre toda la operación cultural de Bloch nace ya frente a su elección absoluta de la herejía, en el sentido de lectura de la Biblia fuera de una iglesia constituida y contra ésta. Desde siempre, la raíz del pecado es ponerse en el lugar de Dios; sustituir una relación de amor interpersonal con una afirmación egocéntrica del propio yo que se ejercita en la autonomía del pensamiento que quiere llegar a ser la verdad de sí mismo, de la voluntad que se hace poder y posesión sobre los demás. A una verdad revelada, válida para todos, capaz de unirnos en el amor, orientados hacia el mismo fin, se opone una verdad racionalista, que hay que imponer a los demás, que impide toda relación de amor. Toda interpretación de la vida, de la fe y de la misma revelación que no sea la que ellos proponen, es rechazada como irracional, ingenua, retrógrada, infantil. Se crea el reino de los buenos contra los malos, tan diverso de la idea cristiana de hombres pecadores que se abren a la gracia o la rechazan, que se sienten elegidos aunque no superiores a los demás.

La gnosis existe desde siempre, es vieja como el pecado, es la presunción de conocer el bien y el mal prescindiendo de un ligamen de amor y obediencia. Bloch es un gran gnóstico, como marxista, como hebreo no creyente, cargado de mesianismo sin trascendencia, y como filósofo del no-ser-todavía, dispuesto a reducir toda la verdad y toda la revelación a su propia intuición.

Una constante de la postura gnóstica es cerrar todos los caminos del amor, confundiéndolo con fenómenos aparentemente semejantes: se confunde el amor a los demás con un «amor social», y se convierte «el simple amor de Dios en el amor a los que trabajan y a los oprimidos» (p. 180), que es entendido además como lucha de clases: así, dice Bloch, que cuando Cristo habla de amar a los enemigos está hablando de algo que sólo se dará después del cambio apocalíptico, es el hecho de que Él creyera en la inminencia de este cambio lo que le hace hablar en presente (cfr. p. 166 s.).

Es esta la gnosis que lleva al hombre a sustituirse al Espíritu Santo en la obra de la salvación, es la forma más actual del pecado contra el Espíritu Santo, que no tiene perdón. Desde el punto de vista formal, hay que hacer notar que las citas de la Biblia corresponden a la edición alemana de la Biblia luterana.

VALORACIÓN DE FONDO

El pensamiento utópico de Bloch, que es el fundamento de su filosofía de la esperanza, está estrechamente ligado a las implicaciones más profundas del pensamiento de Marx. Basta conocer los últimos resultados a que ha llevado el principio de inmanencia para entender cómo el marxismo, lejos de fundar su análisis en la realidad objetiva de la sociedad, pone el fundamento y el contenido de la verdad en la conciencia —reducida ya a «sensibilidad activa»—, de modo que el hombre se hace a sí mismo, se salva a sí mismo: es, de algún modo, la contradicción máxima del que está precipitándose en el vacío y, queriéndose salvar, se aferra a sí mismo para no caer. En realidad, primero Feuerbach y después Marx, para salir de la contradicción máxima, han postulado el «hombre genérico», que después es la humanidad, y que se apropia las cualidades perfectas que el hombre, según Feuerbach, había alienado en Dios; la relación personal con el absoluto sería una vana abstracción impersonal, y la trascendencia una caída en la nada. La verdadera alma del marxismo es que el hombre es fin para sí mismo; el hombre inventa a Dios como una producción del yo alienado: «La esencia efectivamente de este ateísmo no se busca ya en lo absurdo del concepto de Dios o en la imposibilidad de demostrar la inmortalidad del alma (como en el Iluminismo), sino en la necesidad de pensar la autonomía de la conciencia hasta el final, es decir, hasta identificar el ser del hombre con su libertad» (C. Fabro, Introduzione all'ateismo moderno, Brescia 1969, segunda edición, p. 742, nota 27). Es claro que esto es la destrucción absoluta del hombre y de sus relaciones con los demás, y que de hecho no se podrá realizar nunca: pero teóricamente sí es concebible, una vez que se han puesto las premisas nominalistas del pensamiento moderno y el cogito cartesiano[2].

La utopía

Para poder explicar tal engaño, no basta la simple lectura de los principios marxistas; en realidad éstos gozan de cierta coherencia, una vez que el pensamiento se ha encaminado de tal modo que ha hecho «coherente» la contradicción.

Sobre la cuestión de la utopía basta precisar que esta palabra puede tomarse en tres sentidos: a) como ningún lugar, por su etimología; en el lenguaje corriente, suele significar una esperanza sin fundamento, un proyecto irrealizable; b) un programa, un resultado concreto que se debe obtener en la historia, de acuerdo con una doctrina política y una ideología; c) el resultado último de toda la historia de la humanidad. Este tercer modo de concebir la utopía se sitúa en el ámbito de los fines de la historia humana, en continuidad entre pasado, presente y futuro. Hay que decir que con la llegada del cristianismo surge una novedad escatológica total, como salvación a través de la muerte: así se ha hecho posible que algunos hayan confundido el tercer modo de concebir la utopía y el primero: se cree en un salto cualitativo que resuelve todos los problemas de la historia (inmanentizando la escatología). Nosotros hablaremos de utopía en este sentido, es decir, de una concepción universal que se cree realizable, pero que en realidad no tiene un verdadero fundamento.

En sentido estricto, el marxismo cae en el primer concepto de utopía: una esperanza sin fundamento, una propuesta mistificadora, un servirse del hombre presente en nombre de un futuro nunca actual, un paraíso imaginario que justifica cualquier imposición del presente. Históricamente el marxismo se puede ver como el intento de fundir el segundo concepto de utopía (el programa de una ideología concreta) con el tercero (la utopía como universalidad). No hay duda, por otra parte, de que toda la fuerza del marxismo radica en su proponerse como utopía en el tercer sentido, con la novedad teológica que le da la componente escatológica secularizada. De hecho, el marxismo no es otra cosa que una ideología, que se sitúa en el segundo concepto de utopía y está ligado a la suerte de una cultura iluminista, que ve en su seno también las ideologías capitalistas y burguesas.

Es necesario considerar ahora aquella presencia en la cultura occidental, de la escatología cristiana, que mencionábamos antes. Bloch no entiende en absoluto el mensaje cristiano, confundiendo la novedad absoluta de esta escatología con una esperanza terrena sin ningún fundamento real, que sólo es esperanza en la medida en que no se realiza, porque toda realización inicial sería su negación. En el cristianismo, el hombre está llamado a colaborar con Dios con libertad y responsabilidad, como verdadero protagonista de la historia, pero que debe perfeccionarse a través de su operación que, entre otras cosas, garantiza la humildad necesaria para hacer de la libertad una respuesta responsable a la libertad de Dios y no una autoafirmación. Si se da cabida al subjetivismo, a la arbitrariedad, se llega a la abstracción de las ideologías modernas, donde la salvación se reduce a una gnosis inmediata y total que se traduce en la práctica con una imposición totalitaria en lugar del trabajo humilde y paciente que lleva a los hombres, unidos, reconciliados, hacia un crecimiento en el conocimiento de la verdad. En lugar de ver el trabajo como un servicio con la libertad de los hijos de Dios, se ve como servidumbre de la que hay que liberarse no como hijos sino como «patronos», sin ligámenes y sin deberes. Ya no hay un paraíso más allá de la muerte, sino un falso paraíso más allá de la historia, en la tierra, pero nunca actual.

El utopismo consiste en pensar que se puede liberar el hombre de su naturaleza mediante la historia, la lucha del hombre, provocando un día un salto cualitativo. La naturaleza —según esta concepción— es el reino de la necesidad; la libertad está en la historia; la historia se contrapone a la naturaleza, la contradice y lucha contra ella. El hombre no es una persona, sino que sólo surge en la historia; por naturaleza es un individuo de una especie animal, ligado a la necesidad, indiferenciado.

El materialismo capitalista y el marxismo tienen la misma raíz cultural: la acción humana, el trabajo como arma de autorredención: el éxito garantiza la libertad, identificando el hombre con lo que produce, con su trabajo, sin fines trascendentes. El marxismo tiene la misma marca aunque más radical y universal: además, hay que hacer iguales a todos los hombres frente al trabajo, como siervos, proletarios, para efectuar un día el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad, en el que todos serán señores: es un trabajo poco amado siempre, cargado de resentimiento, donde la fatiga se juzga insoportable e injusta. La libertad resulta subjetivismo, autoafirmación, sin significado, hasta llegar a ser también pesada e insoportable, nauseabunda, dice Sartre, tanto que los hombres cada vez se ven más empujados a vencer el vacío interior con varias drogas: violencia, sexo, experiencias nuevas a toda costa... Es la sociedad permisiva, contrapartida de la sociedad servil, del hombre que se mide por lo que hace. Si no se aclara la gran mistificación de fondo, todo discurso desemboca en una cultura atea; cuanto más se trabaja por «salvar» al hombre más se le vacía el corazón al quitarle los verdaderos fines, espirituales y sobrenaturales, de su existencia.

Escatotogía y evolución

El utopismo, de hecho, o se reduce a mero evolucionismo y en ese caso mantiene la continuidad con el mundo actual, es reformista y nunca revolucionario, es progreso y no escatología; o se basa en la esperanza del paso de una realidad negativa a una positiva, sin que en la primera haya nada que sostenga y haga posible la segunda, salvo el puro momento dialéctico negativo.

En el inmanentismo no es concebible una novedad absoluta en la continuidad absoluta. Todo intento por dar novedad al presente es puramente voluntarista. Bloch pasa continuamente de uno a otro modo de concebir el futuro, sin que pueda justificar filosóficamente este tránsito; su fuerza radica en el utopismo, pero al no querer una trascendencia verdadera se ve obligado a pensar el futuro como desarrollo de un presente (cfr. p. 277). El marxismo oscila entre una infantil confianza decimonónica en el progreso, donde el futuro no es de cualidad diversa y deviene un simple porvenir mejor en el que la ciencia resolverá todos los problemas, y el utopismo absoluto, dialéctico (con una dialéctica hegeliana fundada en la contradicción) que sustituye la potencia de Dios para crear el nuevo cielo y la nueva tierra por una simple «confianza» de tinte luterano) en un cambio mágico cuando se haya provocado el apocalipsis, la revolución. Está claro que en la práctica se posesiona de la primera actitud, dejando la segunda como promesa futura: bastará desarrollar la lucha para acabar con las injusticias, abatir a los poderosos, para que el hombre cambie cualitativamente. Para Bloch todo el mensaje de la Biblia se reduce en realidad a una protesta contra los poderosos. Jesús, derrotado por los poderosos, nos ha dejado una fe, ha hecho ver que el reino de la libertad al que tienden los oprimidos sólo puede realizarse con la condición de que aquéllos tengan fe y luchen por obtenerlo. Reduce todo el valor del Reino a mensaje político y social, es decir «traducido en términos de ideología (...). Por otra parte, no podía ser de otra manera, una vez que se pretende, como hace Bloch, que el mensaje bíblico pueda constituir el criterio informador de la existencia humana prescindiendo de Dios. En tal caso, efectivamente, se le priva del único fundamento que podía garantizarle la realidad, la incontestabilidad; además se le ha privado de la capacidad de ser portador de un novum» (A. Piretti, Escatologia e senso della vita, en varios autores, Mondo storico ed escatologia, p. 151).

Apriorismo marxista

En las innumerables páginas que Bloch dedica a la esperanza, el contenido más claro está indicado con la palabra «identidad» (el hombre que alcanza la propia identidad, aunque sin indicar sus características) o con la expresión «rostro desvelado», tomada de San Pablo. Describe de diversos modos la presencia de la esperanza en el hombre, pero no da una indicación sobre los contenidos y sobre cómo construirla. Su rostro desvelado es una expresión vacía por completo, porque no es el rostro de Cristo resucitado, ni siquiera el rostro del hombre —naturaleza humana— en su dignidad eterna.

Bloch está convencido que lo que se espera se puede realizar únicamente mediante la «transformación socialista del mundo» (Prinzip Hoffnung, p. 16); según él, en los sueños de una vida mejor se ha buscado «conocer el modo de llegar a ser felices, que sólo el marxismo puede revelar» (ibid.); «todo aquello que no es ilusorio en las imágenes de esperanza se debe a Marx» (ibíd.); el marxismo es «la salvación del núcleo bueno de la utopía», es «el rostro de la utopía en su actuación» (o. c., n. 1608) (cfr. J. Pieper, Speranza e Storia, Brescia 1969, p. 77). En su libro Prinzip Hoffnung llega a sostener que el «contenido del reino de la libertad» ha entrado en su primera realización sólo en aquellos países en los que se ha instaurado el comunismo (p. 596), y antes de esto no ha estado presente nunca «en ninguna parte» (p. 241), llegando a afirmar la identificación de la Jerusalén de los Salmos con Lenin, que es la revelación completa de su pensamiento: ubi Lenin, ibi Jerusalem (p. 711).

Esperanza verdadera y esperanza falsa

Se puede decir que Bloch trata de revitalizar el marxismo mediante la revitalización de la utopía bajo forma de esperanza, para después sostener la esperanza sólo en el marxismo. «El marxismo asume una forma más seductora, pero la esperanza sale decididamente desfigurada, sobre todo en lo que concierne a su fundamento trasladado a la base económica, como quería Marx» (Mondin, o. c., p. 81). El punto débil de la esperanza de Bloch es precisamente su intento de ponerla al servicio del marxismo, transformándola en una espera vana e ilusoria. El único resultado a que puede aspirar es la negación del mundo presente, y esto sería un puro nihilismo, el mismo que denuncia en el ateísmo iluminista en su parábola descendente. Para salir del nihilismo, Bloch devasta las formas de la religión, vaciada de cualquier contenido de trascendencia verdadera, sin justificar en lo más mínimo la contradicción absoluta de su idea de la religión como «trascendencia sin trascendencia».

De hecho, Bloch necesita un futuro que nos venga al encuentro, un futuro por tanto que trascienda el presente, un «rostro desvelado» que no es nuestro rostro actual; esto sólo se puede justificar con un Dios personal, pero Bloch niega esta verdadera trascendencia. Y entonces no le queda más que considerar el futuro como «latente», como potencialidad de la materia que anticipa el escaton. Pero entonces el discurso sobre la esperanza se banaliza, el futuro del hombre no es otra cosa que la proyección inconsciente de deseos psicológicos y se determina por ahogar la esperanza, dando pan y circo que satisfagan el presente. Que la esperanza marxista se reduce de hecho a esto, se comprueba con la experiencia, como resultado de una lucha de clase orientada únicamente de modo reivindicativo; pero aún más revelador es la caída en aquello que Feuerbach condenaba: un dios como autoproyección del hombre. El deseo no funda la posibilidad ontológica ni la posibilidad real del Reino futuro. «El primado del futuro como Novum se garantiza sólo se este futuro está ontológicamente fundado en sí mismo, es decir, si el Reino futuro es el Reino de Dios» (G. L. Breca, Escatologia della storia e iI Dio della speranza, en Mondo storico e..., o. c., p. 112). Hay que notar por último que en el cristiano la esperanza escatológica no nace de la proyección de un deseo (un deseo que el hombre nunca ha concebido ni puede concebir), sino del hecho histórico de la Resurrección de Cristo: es en Jesús donde se nos revela el futuro último.

Frente a la muerte

Bloch es consciente de que la muerte es completamente antiutópica; en su obra Prinzip Hoffnung la llama «fortísima no-utopía» (p. 1279), y trata de superarla con la conciencia de clase que sería un «Novum contra la muerte»(p. 1380). En la obra que comentamos, Bloch hace lo imposible para poder traducir en términos inmanentes la esperanza cristiana. Primero trata de distinguir entre el morir y la muerte: «Aún en el mismo morir se vive todavía (...). El morir como suceso pertenece todavía completamente a la tierra (...). Y así, el morir como acto del apagarse es muy diverso de la consecuencia, y también la angustia, y también el coraje subsisten en él (...). También las señales del dolor son inequívocamente señales de vida (...). A decir verdad, es aguda la diferencia objetiva entre la muerte y lo que esconde en las realidades que la preceden» (p. 314). En definitiva, lo que Bloch pretende es mantener la muerte como ajena al problema de la esperanza: «Si el homo absconditus no se ha objetivado nunca, entonces no puede, al no haber nacido todavía, ni siquiera desvanecerse (...) está completamente fuera del territorio del ser aniquilador de la muerte» (p. 320). Se pueden objetar dos cosas: o la esperanza no es nada y entonces la muerte no puede alcanzarla; o está presente en el hombre (no como cumplimiento, pues así no sería esperanza, sino en el modo de ser propio de la esperanza que hace de alguna manera presente lo que es futuro) como una ligazón con el futuro; la muerte entonces rompe precisamente este ligamen, esta posibilidad de futuro. En segundo lugar, aparte de que en esta nueva versión no se escapa tampoco del sofisma indicado, hay que subrayar el estrecho ligamen que hay entre la esperanza y la persona singular; una clase, una entidad colectiva no puede esperar; la clase no muere, pero tampoco espera: es la persona la que espera y muere. Hay un vínculo absoluto entre la muerte y la esperanza; esperar, para el hombre, quiere decir principalmente traspasar de algún modo el hecho cierto de la propia muerte. «¿Cómo se puede hablar de esperanza, si la cosa esperada se concibe en modo tal que no toca en suerte para nada al único ser que es capaz de esperar, es decir, al singular, a la persona individual?» (J. Pieper, o. c., p. 85). La persona puede hacer pronósticos sobre el futuro que seguirá a su muerte y pensar en los admirables progresos de la humanidad, pero la esperanza no hace relación sólo al pensamiento, sino también a la vida, y en esto nos daría la razón el mismo Bloch: el que espera no pretende saber alguna cosa, sino que espera algo real. Para Bloch pensar en un más allá es caer en la religión como opio del pueblo, sin otra alternativa.

La incapacidad de entender la Cruz de Cristo como el máximo del amor que ha habido sobre la tierra, lleva a Bloch a la imposibilidad de superar el mal en el único sentido válido. Su esperanza se sitúa únicamente como eliminación del mal. En este punto vuelve a aparecer la ambigüedad de Bloch. Por una parte tiene como arma la dialéctica hegeliana, donde el mal, la negación, es un constitutivo intrínseco de la historia (cfr. pp. 306-307); por otra parte, él es utópico y cree en un futuro terreno, cualitativamente diverso, donde desaparecerá el mal, aunque no insista en definir el bien y en asegurarlo como algo exclusivo. En esto no supera la conocida fractura de Marx entre la asunción de la dialéctica hegeliana y la creencia en un último cambio cualitativo que eliminará a esa misma dialéctica, aunque Bloch es original al no dar por descontada la victoria del reino de la libertad, haciéndolo depender más de la lucha que de un proceso determinista. De este modo el enemigo, el portador del mal, debe ser eliminado. La frase de Cristo «amad a vuestros enemigos» es válida sólo —según Bloch— en el reino futuro (donde no debería haber enemigos), mientras que para el presente, Cristo, con hechos y palabras, habría inculcado el odio a los enemigos.

Utopía y apocalipsis

La verdadera esperanza está unida al deber ser del hombre y de la sociedad; su objeto no se alcanza de modo evolutivo, sino a través de las elecciones libres y responsables de los hombres. No es ni evolucionista ni escatológica, y, por tanto, no es apocalíptica (por seguir el lenguaje de Bloch): no tiene necesidad de una revolución o de un cambio cósmico para realizarse; en este sentido el cristiano no es un violento (respeta la libertad de los demás) ni un no violento: conoce la fuerza del amor, el celo de la justicia y de todas las demás virtudes necesarias para la convivencia humana. El utopismo, en cambio, es necesariamente apocalíptico, se remonta constantemente a la dimensión escatológica, al cambio radical, que es de carácter cósmico, un cambio revolucionario, en las estructuras políticas; un cambio tal que cambiará la cualidad del hombre: sólo que de esta nueva cualidad no se sabe nada (las rarísimas descripciones muestran aspectos de una libertad espontaneísta, estética), sólo se sabe que es necesario destruir el mundo actualmente existente. Pero lo que permanece después de cada revolución no es nada de aquello que se había prometido, antes al contrario una nueva táctica de poder y de opresión.

La magia de la esperanza

Frente a la imposibilidad de una escatología incluida plenamente en la inmanencia de la historia, uno se pregunta cómo es posible que tanta gente caiga en tales mistificaciones utópicas. Existe un fenómeno que se podría llamar magia de la esperanza: cuando se consigue aferrar de cualquier modo una imagen de la esperanza, aunque no tenga fundamento, el hombre se vitaliza espiritualmente, se crea un espacio de futuro, de novedad posible. Se encuentra un motivo para luchar. Pero todo se decide en la verdad que sostenga esa esperanza. Si la esperanza esconde un error teórico, su realización la autodestruye; el paraíso prometido resulta un infierno, pero de esto sólo el futuro puede hacer consciente: el presente se adapta fácilmente al engaño.

Creación y salvación

La incapacidad de ver la creación como un hecho positivo y la ilusión de que gracias al progreso se llegará a cambiar la naturaleza del hombre, marcan el nacimiento del utopismo moderno, con su sueño de un cambio mágico de las condiciones del hombre. A Bloch no le resulta difícil unir la tradición luterana con el utopismo marxista: el reino futuro de la libertad está en contradicción absoluta con el reino de la necesidad, con el mundo tal como lo conocemos. Si nosotros, como pretende Barth, no somos capaces de conocer el carácter creatural del mundo con la razón, si no sólo con la fe, se produce una ausencia de Dios en el mundo, en la naturaleza y en la historia; a Dios sólo se llegaría con la fe sobrenatural, y así basta subjetivar esta fe para caer en una escatología completamente mundana y horizontal.

Para Bloch es de capital importancia la negación de un Dios creador y de toda su obra, que por ser suya ha de ser buena (cfr. pp. 67-68); para Bloch si el mundo fuera creado por Dios, precisamente por serlo, sería miseria para los hombres que después se verían echar en cara la culpa de sus propias penalidades. De este modo «comienza un dualismo típico en el que el concepto de cosa creada es completamente diverso del concepto de cosa salvada» (p. 69). A la obra de los seis días: «Y vio Dios que todo era bueno», Bloch contrapone el día séptimo: «Dies septimus nos ipsi erimus». La teoría protestante que ha unido sustancialmente el pecado a la naturaleza, a la historia creada, al trabajo del hombre que así resulta sólo esclavitud, ha conducido a la contraposición dramática y absurda entre salvación y creación, entre gracia y naturaleza.

Bloch es inmanentista pero, con su «transcendencia sin transcendencia», quiere recuperar el trascendentalismo protestante, la introducción de la escatología en la materia considerada como madre de todas las cosas. Naturalmente aquí surgen problemas de carácter ontológico que Bloch no menciona siquiera, con su manera de proceder sobre el vacío, aferrándose sólo a las visiones tomadas en préstamo de la Biblia. ¿Cómo es posible que la materia, única realidad, sea negada por un futuro de la materia que todavía no existe sin establecer una relación real de trascendencia entre la naturaleza presente y el novum del futuro? Desde este punto de vista es más coherente Hegel, que ve el futuro como completamente presente en potencia, y que es explicado a través de un procedimiento que es dialéctico, pero en sentido evolucionista, no en sentido escatológico.

«Bloch entiende el mundo en un sentido francamente materialista, o lo que es lo mismo, en el sentido de que el mundo tiene en sí mismo su explicación, en una tensión dialéctica de la naturaleza y de la técnica, para el cual el significado de la naturaleza se manifiesta en la historia, en una cosmología humanista. Esta naturaleza hecha historia implica una dialéctica, un proceso que exprese la movilidad del ser por el que el mundo desde una naturaleza prehistórica, a través de las relaciones bilaterales del Homo faber y de la materia, tiende a un futuro total, natural, de libertad histórica. Bloch rechaza la dialéctica hegeliana precisamente porque quiere ser la justificación de un sistema cerrado de teodicea» (U. Pellegrino, Storicita del cristianesimo e creazione divina, en Mondo storico e..., o. c., p. 120).

Brevemente se puede recordar que esta posición supone una idea errónea del mal, procedente del luteranismo. La pretendida contradicción entre ley moral y libertad en el mundo creado, y entre naturaleza y gracia, entre creación y redención, se verifica sólo por obra del pecado que, aunque vencido por Cristo (y por esto la esperanza escatológica está ya bien radicada en el corazón del cristiano), provoca todavía el mal en el hombre con sus consecuencias; por tanto, no existe una contradicción intrínseca sino más bien un mal que hay que cambiar por bien con la santidad de vida, con la que se colabora en la obra redentora, que ha sido realizada plenamente por Cristo y a cuya colaboración estamos llamados mientras dura la historia. Y el futuro que espera a los hombres, aunque trascienda la historia, no la hace vana, así como tampoco hace vanos los esfuerzos de los hombres por mejorar su vida presente; pero para comprender cómo es esto posible, es necesario ver que existe un plan divino, de un único Dios, que es Creador y Salvador nuestro.

Los acontecimientos de la historia humana no son «neutrales» respecto a la historia de la salvación, tienen una dimensión moral y religiosa (aunque por sí solos no tengan una dimensión sobrenatural todavía), que el hombre en la sociedad y en el estado debe considerar siempre, y tienen una relación de continuidad con la salvación sobrenatural, aunque ésta haya de venir como nuevo cielo y nueva tierra, presuponiendo el fin de la historia. La historia de la salvación no surgirá de la nada, después de la muerte, sino que además de ser una transformación de la realidad creada del hombre, está ya radicada, en su novedad, en el corazón de la creación y de la historia en aquello que se llama historia de la salvación. Las diversas etapas de esta historia presuponen las intervenciones de Dios que implican una novedad y una discontinuidad por tanto, respecto a lo que se había dado anteriormente, pero a la vez se sitúan en una real continuidad porque son intervenciones del mismo Dios. No es posible en absoluto separar y contraponer dos dimensiones como si fueran dos mundos en lucha entre sí: el mundo escatológico, como mundo de Dios (que en Barth se sitúa contra el mundo de la historia como mundo del demonio), y el mundo terreno, como mundo del hombre.

Frente a Dios

Bloch se ha construido una imagen de Dios que corresponde al arbitrio absoluto del Dios de Calvino; un Dios concebido como un déspota que roba la gloria del hombre y de su trabajo. Con semejante concepción sobre Dios, no es compatible en absoluto la libertad del hombre. Bloch escruta la Biblia y, sin embargo, está ciego para reconocer la misericordia de Dios, no es capaz de reconocer que el hombre no busca una salvación material o política, sino una vida de relación amorosa con Dios. Y ¿quién puede dar al hombre un amor infinito que dé sentido y contenido a la libertad en que ha sido creado? Como bien intuyó Kierkegaard, en un pasaje muy conocido, sólo un Amor omnipotente puede dar la libertad al hombre sin imponerse: «La cosa más alta que se puede hacer por un ser, mucho más que todo lo que el hombre puede hacer de ello, es hacerlo libre (...). La omnipotencia de Dios es, por tanto, idéntica a su bondad, porque la bondad consiste en donar completamente, pero de tal modo que, al encontrarse a sí mismo en modo omnipotente, se hace independiente a aquel que recibe (...). [La bondad] puede dar sin perder lo más mínimo de su potencia, es decir, puede hacer independientes. He aquí en qué consiste el misterio por el que la omnipotencia no sólo es capaz de producir la cosa más imponente de todas (la totalidad del mundo visible), sino también la cosa más frágil de todas (es decir, una naturaleza independiente respecto a la omnipotencia). La omnipotencia, pues, que con su mano poderosa puede tratar duramente al mundo, puede a la vez volverse tan ligera que eso que ella ha creado goce de la independencia» (Diario, 2. ed., vol. I, Brescia, 1962, núm. 1017, pp. 512-513).

Por otra parte, la esperanza necesita un fundamento; siempre, cuando nos abrimos a la esperanza, es porque tenemos un motivo bien fundado; y este fundamento no puede ser ciertamente la libertad del hombre, y mucho menos la técnica o la ciencia. Sólo si descubrimos que Aquel que nos viene al encuentro en el futuro es el mismo que nos sostiene en el ser con todos nuestros anhelos de salvación, podemos tener un fundamento no ilusorio de nuestro proceder hacia una nueva tierra. Si el futuro no fuera un nuevo don de Dios no habría una verdadera novedad, nuestro presente humano no puede contener una verdadera novedad para el hombre; lo nuevo es siempre un encuentro nuevo con Dios; y es precisamente en este pasar de un proyecto utópico, fundado en las solas fuerzas inmanentes y, por tanto, incapaz de una nueva fuerza de liberación, hacia un verdadero Novum escatológico, donde se supera a Bloch, cuyo futuro no puede ser radical porque no cuenta con un don nuevo, gratuito, y es radical sólo en la imagen utópica de un «reino de la libertad» donde todos se creen señores, que constituye una esperanza vana, pero sobre todo monstruosa en su desolación individualista y colectiva. Esta novedad del futuro no puede fundarse sólo en el futuro. La realización de la esperanza escatológica, aunque requiera una transformación radical, más allá de cualquier esperanza humana que no esté informada por la gracia, no requiere una creación ex nihilo, sino que se funda en la potencia obediencial del hombre, y cumple las promesas radicadas en el hombre gracias a las intervenciones «nuevas» de Dios en la historia de la salvación. El futuro es un Dios personal que nos viene al encuentro, en una trascendencia radical, pero desde dentro de la historia. Si el futuro no fuera el Dios personal, todo se aniquilaría en una pura tensión del yo que no puede salir de sí mismo, o en una esperanza como consecución de «cosas», de instrumentos, que reduciría los sueños del hombre a un utopismo hedonista propio de la visión iluminista y materialista vulgar de lo que será el progreso. Como se ha hecho notar, sin el encuentro con un Dios personal, el evento no supera la relevancia del mito (¿evento de qué?) y la promesa no es un verdadero novum, sino sólo entelequia del secreto humano. Bloch «roba» las imágenes de la Biblia, pero rechaza su fundamento: pretende afirmar la luz, pero negando el sol del que procede; de este modo tiene la ilusión de proporcionar un rigor escatológico al marxismo, pero en realidad no supera la necesaria caída del materialismo en un mundo sin verdadero futuro, donde el hombre se reduce a una fugaz apariencia histórica.

U.B.

 

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[1] Cfr. Recensión a Marx, K., Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, p. ls.

[2] Un breve itinerario de la filosofía moderna hasta llegar a la conclusión indicada se puede encontrar en la Recensión a Mao Tse-Tung, Acerca de la contradicción.